FUENTE: Lumière, L. y Lumière, A. (1985)La sortie de l'usine Lumière à Lyon. Recuperado de: https://archive.org/details/LaSortieDeLUsineLumireLyon.
El cine ha prestado atención, en múltiples ocasiones, al problema del trabajo -y a los temas diversos que se le asocian- convirtiéndolo en objeto de representación cinematográfica: la primera escena en la historia captada por una cámara -por la cámara germinal de los hermanos Lumière en la Francia del ocaso del siglo XIX- fue la presurosa salida de las trabajadoras de una fábrica de artículos fotográficos -la fábrica de la cual el padre de los Lumière era propietario. La filmación documental -que dura apenas 45 segundos y que llevó el descriptivo título de La salida de la fábrica Lumière en Lyon- hace de la vida fabril su evanescente objeto e inaugura el anchuroso campo de la producción cinematográfica. Así, el cinematógrafo, nacido en los tiempos industriales y hecho posible por la técnica moderna, se vio atraído, en su gesto fílmico originario, por un acontecimiento de su propia época: lo que se presenta ante el objetivo de la cámara de los Lumière es una escena típica de la vida industrial, una especie de escena costumbrista de la modernidad1. El gesto inaugural del cine es, así, un gesto documental que hace el registro fílmico de un aspecto decisivo -la industria- de eso que Charles Chaplin llamará, cuarenta años después, los Tiempos modernos, título de esa película “cuyo recuerdo, emoción o percepción [permanece] […], en mayor o menor grado, en […] nosotros” (Deleuze, 1984 [1983], p. 12). Pero si los hermanos Lumière filmaron la precipitada salida de las obreras de la usina (su vertiginoso y agolpado abandono de la fábrica tras el fin de la jornada laboral), Chaplin, en su película Tiempos modernos, nos hará penetrar -ficcionalmente- en eso que queda fuera de campo en la escena originaria de los Lumière: las laboriosas entrañas de la fábrica, aquello de lo cual las obreras captadas por la cámara de los hermanos galos parecen huir, aquello de lo cual parecen fugarse en rauda dispersión (dando la decidida y acaso hastiada espalda a la oscura -e irrepresentada- interioridad fabril). De esta suerte, lo que en la escena de los Lumière queda colocado en un estatuto de virtualidad -el industrioso seno de la fábrica del cual se huye- es representado y críticamente problematizado en el largometraje de Chaplin.
Tiempos modernos (1936) no es, de más está decir, un documental (o un filme de antropología visual), pero la ficción que nos presenta no deja de poder ser vinculada, de un modo u otro, con ese género cinematográfico afecto a la veridicción. Quizás ese vínculo entre ficción y documental que Tiempos modernos parece presentarnos (y su inquietante aleación entre delirium y registro) pueda explicarse por aquello que Adolfo Sánchez Vázquez, en sus estudios estéticos, atribuyó como cualidad a la obra de arte: a saber, su capacidad de engendramiento de una cierta verdad sobre el “movimiento de lo real” (Sánchez Vázquez, 2005, p. 17), una verdad que no tendría que ver con la fidelidad y el plegamiento irrestricto a la realidad sino que más bien tendría que ver, como escribió el mismo Chaplin, con “lo que la imaginación puede hacer de ella” (Chaplin, 1989, p. 423), con la capacidad de producción de aquello que Serguei Eisenstein llamaba “una imagen” que no sólo consiste en la “representación” de la realidad sino acaso en algo más, una especie de desborde crítico que hace surgir, en los espectadores de una obra, “algo nuevo” (Eisenstein, 1974, p. 19), una especie de excedente crítico con respecto a la realidad y su desenvolvimiento naturalizado, una especie de distorsión2 que, no obstante, logra producir una experiencia de captación. Hilarante sátira del capitalismo, la delirante ficción cómica de Chaplin capta con gran “fuerza representativa” (Barthes, 1999, p. 42) -acaso con mayor potencia evocadora que el realismo- la violenta racionalidad intrínseca a la organización capitalista del trabajo.
Quizá de allí procede -de esa captación, por vía del absurdo y de la comicidad, de la racionalidad capitalista y de la tesitura de la vida moderna- el interés y la fascinación que muchos pensadores marxistas o situados en el espectro heterogéneo del pensamiento crítico (como José Carlos Mariátegui, Vladimir I. Lenin, Siegfried Kracauer, Sigmund Freud, Walter Benjamin, Serguei Eisenstein, Theodor Adorno, Hannah Arendt, Eduardo Galeano, Slavoj Žižek, entre muchos otros) han mostrado por la obra general de Chaplin, una obra que encontró en el cine el “horizonte discursivo” (Hansen citada en Kraniauskas, 2012, p. 47) para la problematización del capitalismo y para la revelación de su violencia inmanente. Como afirmaba Mariátegui, Chaplin es un “receptor alerta de los más secretos mensajes de la época” (Mariátegui, 1928, p. 4); el clown encontró en el cine el espacio representacional para denunciar la miseria del mundo y para suscitar en los espectadores, a través del encuentro con su mímica muda y maravillosa, una risa3 que, en su agitación y en su lucidez, lleva en sí la posibilidad del alumbramiento de una posición crítica con respecto a algunas de las coordenadas fundamentales de la socialidad capitalista (socialidad que, a mi juicio, fue el objeto cardinal y recurrente de la representación cinematográfica de Chaplin).
Chaplin nació en Londres en 1889. Procedía de una familia muy pobre -ligada al popular mundo del music-hall-, con un padre prematuramente muerto y una madre que pasó buena parte de su vida internada en hospitales psiquiátricos, por lo que la infancia de Chaplin y de su hermano transcurrió, durante mucho tiempo, en orfanatos y hospicios y en la vida laboral callejera. Chaplin se inspiró, con penetrante sentido etnográfico y antropológico, en la vida cotidiana londinense para la creación de su personaje, llamado Charlot. Agudo observador de la vida diaria, el espíritu de Chaplin y el signo de su personaje -según relata él mismo en su extraordinaria autobiografía- nacieron de la observación paciente de las “cosas triviales” (Chaplin, 1989, p. 12) de la cotidianidad callejera. Cabe recordar que Chaplin era todo un crítico de la espectacularidad en el cine: prefería la representación de escenas cotidianas antes que el esfuerzo dramático y efectista por crear lo espectacular. Alguna vez declaró, con su elocuencia habitual, lo siguiente: “me atrae más mostrar a un hombre en actitud de agitar una cuchara en una taza de té que un volcán en erupción. Prefiero filmar la sombra que deja el paso de un tren en el rostro de un actor a filmar una estación ferroviaria” (Chaplin citado en Arcella y Kleinman, 1980, p. 8). El “territorio originario” (Benjamin, 2000, p. 61) de Charlot es, pues, la vida cotidiana y es también, como afirmaba Benjamin, “la gran ciudad” (Benjamin, 2000, p. 61):
En su infinito deambular por las calles de Londres […] aprendió Chaplin a observar. Él mismo ha relatado que la idea de traer al mundo el tipo del hombre con el bombín, sus pasitos con el talón, el pequeño bigote cuidadosamente recortado y el bastoncito de bambú, le vino por primera vez a la vista de los pequeños empleados [londinenses]. (Benjamin, 2000, p. 61)
Pero el clown, nativo londinense, migró en 1910 a Estados Unidos, en donde se produjo casi la totalidad de su obra (salvo aquellas últimas películas que rodó en Europa en el exilio, tras haber sido expulsado de Estados Unidos acusado, durante el macartismo, de comunista y antiamericanista). Fue justamente en los Estados Unidos donde creó a su personaje Charlot. Chaplin llega a Estados Unidos en plena diseminación del taylorismo como modelo productivo y justo un año antes de la publicación, en ese país, del texto cumbre de Frederick Winslow Taylor, Principios de la administración científica (1911), que revolucionó los métodos de organización del trabajo y que dio paso a la producción en serie. Tal como observó Mariátegui, Chaplin “ha ingresado en la historia en un instante en que el eje del capitalismo se desplazaba sordamente de la Gran Bretaña a Norteamérica […] Su genio ha sentido la atracción de la nueva metrópoli del capitalismo” (Mariátegui, 1928, p. 4). La obra cinematográfica del clown hizo de la modernidad capitalista -y del americanismo, su nuevo eje dominante- el reiterado objeto de su representación satírica y crítica.
Charlot personifica aquello que Marx llamó el “sujeto excedentario” (Marx, 2005, p. 56) del capitalismo. En las películas de Chaplin (que él mismo escribía, musicalizaba y actuaba), su personaje oscila entre figuras diversificadas de ese sujeto social: aparece como el vagabundo, el perpetuo insolvente y excluido, el sujeto deambulatorio y en crónica indigencia, desposeído y sin lugar en el mundo; es inmigrante paupérrimo que viaja de Europa a Estados Unidos con “esperanzas porveniristas” (Chaplin, 1989, p. 146) (como en El inmigrante); es el desempleado golpeado por la crueldad de la desocupación (en Vida de perro, Tiempos modernos, entre otras); es soldado durante la Primera Guerra Mundial.
En Armas al hombro -el soldado raso que se muestra infinitamente torpe en el ejercicio de la disciplina castrense y en la obediencia a sus mandos, es el soldado colocado ante la fuerza mortífera de la técnica bélica moderna y en el justo medio de su “sangrienta estupidez” (Eisenstein, 2010, p. 17), es el sujeto situado, por una voluntad extraña, ante la posibilidad inminente de su propio acabamiento-; es, con frecuencia, trabajador informal que apenas sobrevive en las periferias citadinas (como en El chico, Tiempos modernos, etcétera); es preso fugitivo (en El peregrino); desesperado y hambriento buscador de oro (en La quimera del oro); es payaso marginal.
En El circo y en Candilejas; es el empelado eventual que fracasa una y otra vez frente a las demandas de la disciplina laboral (en Luces de la ciudad, Tiempos modernos, entre muchas otras); es obrero enloquecido de una fábrica fordista y luego desempleado que rota de un trabajo a otro durante la Gran Depresión (en Tiempos modernos) -es allí el trabajador incluido en la frenética organización de la producción en masa y es, allí mismo, el trabajador excluido de la fábrica durante la crisis (el sujeto vuelto superfluo y conducido al extenso territorio del empleo eventual), por lo que Chaplin muestra, a un mismo tiempo, el drama del incluido en el despótico mundo de la producción capitalista así como el drama del excluido de ese mundo-; es el barbero judío del ghetto durante el régimen nacionalsocialista (en El gran dictador4) -es ahí el judío perseguido, despreciado, vuelto blanco de la violencia genocida y de “la absurda mística en relación con una raza de sangre pura” (Chaplin, 1989, p. 435), etcétera. Así pues, en sus películas, Chaplin da cuerpo al sujeto excedentario del capital representándolo en estas figuras concretas del pauperismo, la exclusión, la segregación, el racismo, la marginalidad.
Chaplin muestra, con ello, la exterioridad consubstancial al sistema capitalista: un sistema que excluye, expulsa, rechaza aquello que no le resulta rentable, que crea una vasta marginalidad social de la que, sin embargo, el propio capital se alimenta y se beneficia. Así, con un agudo sentido -que me veo tentada en caracterizar como etnográfico- Chaplin logró, a través de su personaje y de sus tramas, hacer una caracterización extraordinariamente elocuente tanto de lo que Marx llamó “el ejército laboral activo” como del “ejército laboral de reserva” (sobre todo de este último, pues el engendramiento sistemático de marginalidad en el capitalismo -tan rampante en nuestra contemporaneidad- fue quizás el permanente punto de mira de la crítica chapliniana).
FUENTE: Fotogramas de las películas de Chaplin La quimera del oro (1925), Tiempos modernos (1936), El inmigrante (1917) y El peregrino (1923) recuperados del respositorio digital archive.org.
En sus distintos papeles, Charlot una y otra vez despierta la desconfianza y el fragor persecutorio de la policía que ve en él un sujeto siempre en falta con la ley, un sujeto disruptivo y trasgresor. Como pensaba Arendt, en sus películas, Chaplin “encarna el conflicto incesante entre el pequeño hombre y los guardianes de la ley y el orden” (Arendt, 2010, p. 54). Siempre hambriento, en sus tramas “mitad absurdas, mitad realistas” (Wilson, 2000, p. 73), Chaplin muestra la violencia del capital y de la sociedad moderna, encarna al sujeto producido por la fuerza expulsatoria del capital pero que, al mismo tiempo, resiste a la subsunción del capital y a la subsunción del sujeto por las instituciones disciplinarias: su personaje está siempre en fuga de la cárcel, del cuartel, del hospital, de la fábrica, del psiquiátrico, burlando policías, agentes migratorios, sargentos, jefes, capataces y demás “encarnaciones visibles de la hostilidad del mundo” (parafraseo a Hannah Arendt, 2010, p. 55), generando una ingeniosa esquiva de las demandas del capital y de sus instituciones.
En sus personajes, Charlot siempre se opone al poder: actúa “directly against authority” (Grace, 1952, p. 358). Sus antagonistas son siempre figuras que encarnan algún tipo de autoridad. Charlot pone en entredicho la legitimidad de esas autoridades y, ante ellas, es el “eterno insumiso” (Arcella y Kleinman, 1980, p. 13), el ingenioso indisciplinado y refractario a los ordenamientos autoritarios. La prodigiosa impotencia, torpeza y fragilidad de Charlot tienen “toda la fuerza de la dinamita” (Kracauer citado en Vedda, 2008, p. 252).
Acaso podemos explicarnos la perdurabilidad de la obra de Chaplin, su constitución como obra clásica, por la captación -que sus películas producen- de la modernidad capitalista y de sus acontecimientos decisivos. Su obra cinematográfica muestra una perseverante actualidad al encontrar en las contradicciones del capitalismo el “material dramático” (Arcella y Kleinman, 1980, p. 15) para sus películas. Con el filo de su crítica cómica, Chaplin reparó en algunos de los acontecimientos decisivos de la modernidad: la vida urbana, los nuevos sujetos de la época, la guerra, el fascismo, la disciplina fabril, la tragedia sostenida de los sin-trabajo, la proliferación de figuras de autoridad y la multiplicación de las instituciones disciplinarias. Chaplin hizo, además, una continua sátira del progreso: su personaje se enfrenta una y otra vez a la técnica moderna (ya sea a la técnica bélica o a la técnica industrial, ambas dirigidas hacia formas de la destrucción y de la acumulación privada) y muestra, en ese enfrentamiento, la constitución misma de esa técnica que, en sus propias palabras, al mismo tiempo “que proporciona abundancia, nos ha dejado en la indigencia” (Chaplin, 1989, p. 442).
No sólo en los argumentos de las películas de Chaplin -en sus tramas, en su contenido temático- podemos notar esta reiterada toma de la modernidad capitalista y de sus figuras de poder como objeto de problematización crítica, sino que también podemos advertir dicha crítica en el signo de su personaje (Charlot), en su constitución formal: en la propia mímica de Chaplin, en los movimientos vertiginosos y espasmódicos del clown, podemos ver una crítica paródica de la modernidad. Benjamin afirmaba, con gran intuición, que “en la actuación del payaso [Charlot] hay una obvia referencia a la economía. Con sus movimientos bruscos imita tanto a las máquinas que empujan al material como al ‘boom’ económico que empuja las mercancías” (Benjamin citado en Kraniauskas, 2012, p. 49).
Es como si el cuerpo pantomímico de Charlot encarnara el vértigo productivista del capitalismo, como si la ansiedad y la “disciplina absoluta” (Marx, 2005, p. 48) derivadas del imperativo de la producción de plusvalor hubiesen tomado cuerpo en los espasmos del personaje, en esos movimientos trémulos que testimonian sobre una época y nos informan, desde su mudez y afonía fantásticas, sobre ella. Escribe con atino John Kraniauskas: “reírse del payaso Chaplin es una […] liberación catártica de la disciplina laboral […], es decir, de la experiencia de la clase trabajadora como capital variable que su cuerpo ‘espasmódico’ imita y del cual huye” (Kraniauskas, 2012, pp. 49-50). El temblor nervioso de los memorables movimientos del payaso denuncia una vida social organizada por el nervio del plusvalor.
Se ha señalado con frecuencia -y con razón- que las composiciones cinematográficas de Chaplin constituyen un peculiar amasijo de comedia y tragedia. Él mismo definía lo que llamaba los cimientos de sus películas como una “combinación de lo trágico y lo cómico” (Chaplin, 1989, p. 40) y consideraba el humor como una forma de revelación del sustrato trágico y absurdo de lo que “parece racional” (Chaplin, 1989, p. 231) en la vida social. En efecto, la de Chaplin es una obra incisivamente hilarante en la que, sin embargo, persiste siempre un sustrato trágico: un magma trágico recorre la totalidad de la obra cómica de nuestro clown. Pero hay que advertir que Chaplin no encuentra el material trágico para sus composiciones en las situaciones excepcionales de la vida social, sino que descubre esa materia trágica en la espesura trivial de la vida cotidiana. Es en “los escombros” Benjamin citado en (Jarque, 2000, p. 46) de la cotidianidad, en lo que Chaplin encontró el material para su tragedia. Y a este respecto conviene destacar que uno de los lugares en los que la imaginación de Chaplin adivinaba la existencia de un elemento trágico a explorar era el vasto y común territorio del mundo del trabajo:
En su […] análisis sobre la obra chapliniana, Harry A. Grace comprobaba que el cincuenta y siete por ciento de las películas de Chaplin se referían a situaciones de trabajo o de comportamiento económico. Así, a diferencia de […] otros “creadores de personajes” de la primera década del siglo, que solían ubicarse en situaciones exteriores y no cotidianas […], Chaplin cubre en sus films una amplia gama de tareas y oficios. Periodista, boxeador, panadero, empleado de banco, artista circense, bombero, mozo de restaurante, obrero de una fábrica, cómico de music-hall, etcétera, configuran una clara intención de ubicar al personaje en labores que no sólo permitían ampliar el campo dramático de la comedia, sino que también situaban a la misma en conflictos específicos, bien conocidos por el público. (Arcella y Kleinman, 1980, p. 17)
Sin duda, la película que afronta con mayor determinación la configuración de la sociedad capitalista y que se propone el alumbramiento de sus conflictos endógenos (especialmente el conflicto inherente a la contradicción capital-trabajo) es Tiempos modernos. Tal como nos hace saber en su autobiografía, Chaplin tomó la decisión de realizar esta película inspirado en una conversación que sostuvo con un periodista neoyorkino que le habló del “sistema de fabricación en cadena” (Chaplin, 1989, p. 423) que era dominante en la década de los treinta en Detroit, la norteña ciudad estadounidense emblemática de la industria automotriz y cuna del modelo productivo fordista. El periodista le había contado a Chaplin “la horrible historia de una gran industria, que atraía a los mozos sanos de las granjas quienes después de cuatro o cinco años de realizar ese sistema en cadena acababan con los nervios deshechos” (Chaplin, 1989, p. 423). Inspirado en el testimonio de ese periodista, Chaplin trama el argumento de su película: “fue esa conversación [escribe Chaplin] la que me sugirió la idea de Tiempos modernos” (Chaplin, 1989, p. 425).
Desde el interior de lo que Theodor Adorno y Max Horkheimer llamaron la industria cultural, desde las entrañas subvertidas del entretenimiento de masas, desde la propia interioridad de lo que Louis Althusser teorizó como los aparatos ideológicos del Estado5, Chaplin nos lega una obra de humor serio que dirige la mirada hacia su época y que moviliza “reflexiones sobre el destino de la sociedad capitalista de hoy” (Bleiman, 1980, p. 79). No es extraño que Chaplin nos haya legado dos de los documentos cinematográficos más potentes contra el capitalismo (Tiempos modernos) y contra el fascismo (El gran dictador): la sociedad capitalista y su violencia fue aquello a lo cual Chaplin nunca dejó de interrogar críticamente y satirizar. Detendremos ahora nuestra atención en el análisis de las primeras escenas de Tiempos modernos que constituye uno de los documentos culturales más reveladores del sentido profundo de la organización capitalista del trabajo, una película que reviste un especial interés para una antropología del capitalismo (en cuyas coordenadas sitúo mis intereses de investigación).
Tiempos modernos, tiempos violentos
La escena inicial de Tiempos modernos6 presenta la imagen de un reloj en funcionamiento (ver figura 6): el continuo movimiento de la aguja hace nacer en el espectador la sensación del paso del tiempo, de su transcurso regular, obstinado y perseverante y de la posibilidad, siempre inquietante, de su medición. La sombra que la manecilla en movimiento proyecta sobre la carátula del reloj, confiere al cuadro la sensación de una angustiosa persecución. Esta imagen inicial le asigna al reloj un lugar fundamental y su inclusión como escena de apertura evoca el papel central del reloj -de ese instrumento de medición del tiempo- en la modernidad. Chaplin, agudo, nos recuerda que la vida moderna se ve gobernada en buena medida por ese modesto pero decisivo artilugio que es, al mismo tiempo que un mecanismo de registro y medición del tiempo, un instrumento que ha dado “a la empresa humana el latido y ritmo regulares y colectivos de la máquina” (Mumford, 1992, p. 30).
FUENTE: Fotograma de Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
Al ser el tiempo la magnitud del valor -como Marx nos lo hizo ver-, la preocupación por su cálculo ha acompañado al capitalismo desde sus orígenes. Lewis Mumford nos hizo saber que esa modesta máquina -cuyo doble producto es la emergencia inédita de un tiempo abstracto y la inducción de un cambio cultural de dimensiones mayúsculas en la experiencia social de la duración- surgió en el siglo XIII (antes del despliegue del capitalismo) en el marco de las comunidades conventuales europeas -en el seno de las órdenes monásticas, de su ansiedad por la “disciplina de la regla” (Mumford, 1992, p. 30), por la vida metódica y regular. Pero la diseminación de los relojes no se produjo sino con el empuje del capitalismo y de su necesidad de instaurar el pulso raudo y abstracto de la producción. Tal como ha mostrado Edward P. Thompson, la erección del capitalismo industrial fue correlativa de una “difusión general de relojes” (Thompson, 1984, p. 256), de esos dispositivos que, habiendo surgido tempranamente en el siglo XIII y habiendo instituido en el siglo siguiente la insólita “división de las horas en sesenta minutos y de los minutos en sesenta segundos” (Mumford, 1992, p. 33), no se diseminaron en Europa sino hasta el siglo XVIII, cuando, saltando por los aires los muros de los conventos y las torres de las iglesias, los relojes fueron puestos a regular la vida en otras instituciones disciplinarias (en las escuelas, en los talleres, en las nacientes fábricas), ocuparon paulatinamente el espacio de la vida doméstica -su lugar privilegiado en la casa- y más tarde ocuparon su lugar en nuestros propios cuerpos o en sus más próximas inmediaciones: los alojamos en nuestros bolsillos, los pusimos a un lado de la cama a gobernar el ritmo de nuestro descanso, los asimos a nuestras muñecas u, hoy, nos son dados incorporados a los teléfonos celulares (prótesis de nuestros cuerpos, fieles acompañantes de nuestros desplazamientos y pequeño pulso digital de nuestras actividades).
El reloj -ante el cual Chaplin nos coloca en la escena de apertura de Tiempos modernos- instauró en la vida colectiva un “inquieto sentido de urgencia” (Thompson, 1984, p. 291). Con su precisión cada vez mayor, con su progresivo estrechamiento de los lapsos del transcurso del tiempo, el reloj instauró una experiencia -inédita en la historia- de regularidad, de aceleración general, de “sincronización de las acciones” (Mumford, 1992, p. 31), e hizo posible la fundación de un tiempo abstracto que aparece como punto de referencia para toda actividad. La instauración de ese tiempo abstracto marcado por el tenaz e imperturbable tictac del reloj era indispensable para el capitalismo, éste lo requería “para dar energía a su avance” (Thompson, 1984, p. 257), para utilizar “la medida del tiempo como medio de explotación laboral” (Thompson, 1984, p. 271), para sincronizar las tareas, para regular los movimientos de la vida económica, para sujetar a los obreros a la disciplina y economía del tiempo y para instaurar la idea moderna de que el tiempo que uno pasa “sin hacer nada”, se gasta, se desperdicia, se pierde indefectiblemente, se sustrae del mandato de la producción de plusvalor. Como señala la antropóloga Paula Sibilia, con el reloj “surgieron virtudes como la puntualidad y aberraciones como la ‘pérdida de tiempo’” (Sibilia, 2010, p. 18): en “una sociedad capitalista madura [escribe Thompson] hay que consumir, comercializar, utilizar todo el tiempo, es insultante que la mano de obra simplemente ‘pase el rato’” (Thompson, 1984, p. 285).
FUENTE: Fotograma de Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
Sobre la imagen del reloj en movimiento y con el telón de fondo de su latido y urgencia, aparece un letrero -ese recurso del cine mudo a través del cual se logra introducir la palabra allí donde parece no haber lugar para ella7- que nos informa, con notable ironía, lo siguiente: “‘Modern times’. A story of industry, of individual enterprise ~ humanity crusading in the pursuit of happiness”. A la manera de un epígrafe, esta breve e inaugural inscripción coloca al espectador ante una anticipación de lo que vendrá, anuncia el sentido general del largometraje que se propone llevar a cabo una problematización de los tiempos modernos.
FUENTE: Fotogramas de Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Imágenes recuperadas de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
Tras la presentación y enterados ya de que la modernidad será el objeto de la trama, nos encontramos con una imagen que, a primera vista, poco tiene que ver con la modernidad y sus habituales metáforas: la primera escena que se nos presenta (bucólica) está conformada por un rebaño de ovejas que, presuroso, avanza en dirección a la cámara. Chocando unos contra otros, los animales caminan tan velozmente y con tal determinación que el espectador podría imaginar que, tras ellos y fuera de campo, hay un pastor que los instiga al movimiento. Gracias a una operación de montaje, a esta imagen se superpone otra -ésta sí una escena clásica de la vida urbana-: brotando de la boca de una estación de metro, un grupo de hombres avanza, presuroso también, en dirección a la filmadora. Los bordes de la salida del metro -los muros que la delimitan- cumplen aquí una doble función: por una parte, dan cauce al desplazamiento de los hombres -posibilitan su tránsito ordenado- y, por otra, entorpecen su circulación, la dificultan, la convierten en una experiencia de aglomeración.
Por vía de esta superposición de imágenes, el filme establece una relación de analogía entre la manada y el grupo de hombres. A través del montaje, Chaplin plantea que algo emparenta ambos conjuntos: la prisa, la dirección única de su desplazamiento, la disputa individual por el espacio, la uniformidad de los movimientos, el carácter de masa de ambos grupos. Pero hay sobre todo algo que parece emparentar estas dos escenas, algo que no se muestra -que no se hace visible, que no está directamente representado- pero que por alguna razón ocupa la mente del espectador: en ambas imágenes el espectador supone la presencia de una autoridad o una coerción a la que responden tanto los animales como los hombres; en efecto, quien observa estas escenas sospecha que el movimiento de los hombres y del rebaño responde a un poder que se ejerce sobre ellos. Pero ¿dónde está esa autoridad?, ¿sobre quién recae y en qué consiste? Así como hemos podido imaginar que aquello que animaba el movimiento de las ovejas era un pastor fuera de cuadro, las siguientes escenas nos darán una pista sobre el poder que anima el movimiento de los hombres y que se ejerce sobre ellos.
FUENTE: Fotogramas de Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Imágenes recuperadas de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
Una vez fuera de la estación de metro, vemos a los hombres cruzar una calle. Al fondo, advertimos lo que a todas luces es una fábrica: una edificación de grandes dimensiones, una construcción de arquitectura visiblemente funcional de la que emergen, como antiguos obeliscos, erguidas chimeneas que arrojan su constante humo. Vemos, también, una multitud que se enfila hacia lo que presumimos es el acceso a la fábrica. En la siguiente escena estamos ya dentro de ella. Los hombres se congregan alrededor de los relojes checadores de control de asistencia y registran en ellos su ingreso a la fábrica. Es el comienzo de una jornada de trabajo.
Es de aquí -de este monumental edificio en cuyo interior tiene lugar la producción- de donde procede el poder que actúa sobre los hombres, sobre esos sujetos que unos segundos antes habíamos visto salir, apurados y como atraídos por la misma fuerza, de la boca del metro. A lo largo de su película, Chaplin trazará un retrato de la modernidad e irá mostrando, a través de imágenes de una potente evocación, los dispositivos de poder y control que alberga el trabajo en los tiempos modernos, unos tiempos que bien podemos reconocer como un antecedente que explica e ilumina algunos aspectos de nuestra propia actualidad.
FUENTE: Fotograma de Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
La fábrica, que desde la calle se mostraba como una construcción impenetrable y cerrada sobre sí misma, se abre ahora a nuestros ojos. Vemos, así, las entrañas férreas de la industria: “las máquinas pulidas como espejos, los engranajes perfectos e impecables” (Fuentes citado en Royo, 2005, p. 9). Los múltiples tubos, aparatos y columnas que, en distintas direcciones, cruzan la escena, producen en el espectador la sensación de estar dentro de un esqueleto mecánico, de una compleja organización automática compuesta por perfectas y brillantes piezas cuyo funcionamiento es del estricto orden de lo desconocido. Hay que decir algo respecto de esta evocación chapliniana de lo desconocido: en las escenas de la fábrica, nunca sabremos qué es lo que ésta produce, a qué producción objetual específica se abocan los cientos de obreros; así como el trabajo, en el capitalismo, es fundamentalmente trabajo abstracto (gobernado por el valor de cambio), Chaplin sustrae del saber del espectador las cualidades concretas del objeto fabricado y sólo mostrará, como veremos más adelante, los movimientos productivos de los obreros consagrados a la elaboración de un objeto indeterminado, de un valor de uso que queda oscurecido, irrepresentado.
Caminando por los relucientes pisos, la multitud comienza a disolverse: lo que antes era una masa, un conjunto casi indiferenciado de hombres, empieza a convertirse en lo que Marx solía llamar el obrero parcial o lo que Harry Braverman llamó el “obrero fragmentado” (Braverman, 1987, p. 95). Las trayectorias de los trabajadores se dividen, se ramifican, divergen, pues cada uno de ellos se dirige hacia el puesto que tiene asignado en la división del trabajo y a la tarea específica (y minúscula) a la que su actividad es fijada.
FUENTE: Fotogramas de Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Imágenes recuperadas de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
La cámara nos muestra ahora una especie de cuarto de control de máquinas, un complejo panel con palancas, manubrios e instrumentos de medición. Vemos allí un hombre con el torso desnudo que, como un Hefesto moderno, acciona un gran y chispeante interruptor: su tarea consiste en controlar el funcionamiento y la velocidad de la maquinaria total, imprimir el veloz latido del ritmo fabril. La siguiente secuencia nos conduce a la oficina del “presidente” de la fábrica que, aburrido, arma un rompecabezas, hojea un periódico, toma una pastilla que le trae su asistente, sin que nada de lo que hace logre llamar su atención, seducirlo. Hastiado en su pulcra oficina, el gerente enciende un gran monitor desde el cual tiene un control general de la planta: la fábrica y sus distintas secciones se despliegan, diáfanas, ante sus ojos. Convertidas en nítidas imágenes y proyectadas sobre la superficie plana de la pantalla, los acontecimientos de la fábrica -los comportamientos de los hombres y la actividad de las máquinas-, están a disposición de la mirada y el escrutinio del jefe8. A través de este monitor, el presidente vigila el proceso de producción, supervisa las conductas de los empleados y, como se nos mostrará enseguida, da instrucciones a los trabajadores.
FUENTE: Fotograma de Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
A diferencia de los dispositivos panópticos que estudiaba Michel Foucault, dispositivos en los que el vigilante ve pero nunca es visto, aquí la imagen del presidente aparece, cuando él lo decide, en los monitores estratégicamente ubicados en diversos lugares de la planta (los monitores son aquí más similares al Gran Hermano orwelliano -que aparece siempre ante los sujetos mostrándose y haciendo evidente que ve-, que al más discreto y sigiloso panóptico). De este modo, la imagen demandante del jefe puede aparecer, en cualquier momento y sin previo aviso, ante los ojos de los obreros. Este sistema de videovigilancia permite a la autoridad no sólo inspeccionar y cerciorarse de la calidad del trabajo de los obreros y los capataces sino que le permite, además, hacerse presente: manifestarse, en forma de video-imagen, ante los propios trabajadores. La simple presencia de esos monitores -de esas pantallas que pueblan la fábrica y que albergan la posibilidad siempre latente de la aparición súbita de la autoridad-, constituye, para los trabajadores, un recordatorio de que son objeto de una continua vigilancia, de que están colocados bajo un puntilloso escrutinio. La siguiente escena muestra al presidente dando una orden al encargado de la sala de control de máquinas; como una moderna epifanía, la imagen del presidente surge en la pantalla y, con voz tronante, ordena: “Section five, speed her up!”.
El jefe ha ordenado acelerar la producción en uno de los sectores de la fábrica y nuestro Hefesto ha obedecido al momento: ha hecho, en el panel de control, las maniobras necesarias para dar mayor celeridad a la maquinaria. Como sonido de fondo y amplificada por un altoparlante, escuchamos de nueva cuenta la voz del presidente dirigiéndose, esta vez, a un capataz: “Attention foreman, trouble on bench five, check nut tightening. Nut coming through loose on bench five… Attention foreman!”.
FUENTE: Fotograma de Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
La cámara nos conduce al puesto de trabajo en cuestión y vemos allí a Charlot que, reconcentrado, intenta sin lograrlo seguir el vertiginoso ritmo de la cadena de montaje. Su tarea es precisa, puntual, intolerablemente específica, es lo que Marx llamaba, a propósito de la división del trabajo, una “faena de detalle” (Marx, 1973, p. 290): debe apretar un par de tuercas que le son repetidamente presentadas por obra de la cadena de montaje construida, como se sabe, por una banda móvil o “cadena conductora sin fin” (Braverman, 1987, p. 117). Como podemos advertir en las elocuentes imágenes de la película, la función de la cadena es doble: no sólo consiste en presentar al obrero las tuercas -es decir, en acercarle el objeto sobre el cual debe recaer su trabajo- sino, también, en arrancárselas -en arrebatarle el objeto. La cadena de montaje, no hay duda, es un invento audaz: al mismo tiempo que acerca el objeto al trabajador -lo hace llegar hasta el lugar que ocupa el sujeto sin necesidad de que el sujeto pierda tiempo en su desplazamiento hacia el objeto-, lo sustrae -lo lleva lejos del alcance del hombre. Así, la acción del trabajador -en este caso, el ajuste de las tuercas-, debe desplegarse en ese breve lapso de tiempo en el cual el objeto está al alcance de sus manos; el obrero está forzado, por la naturaleza misma de la cadena, a realizar una acción sin retraso, sin aplazamiento, a consumar la operación en ese breve instante que media entre la llegada del objeto y su desaparición. Este doble carácter -este dar y quitar el objeto de trabajo- es lo característico de la cadena de montaje, de ese “engranaje en perpetuo movimiento” (Linhart, 2009, p. 11) que exige del sujeto una atención permanente, que demanda una respuesta inmediata, una acción exenta de toda demora y de todo extravío. Con su desplazamiento continuo e inexorable, la cadena exige del trabajador un riguroso orden de las operaciones y una extrema economía del tiempo, de los gestos y los movimientos.
FUENTE: Fotogramas de Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Imágenes recuperadas de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
En cada mano, Charlot porta una llave con la que ajusta las tuercas que desfilan frente a él y que amenazan, en todo momento, con irse hacia la oscura boca de la cadena de montaje, con escabullírsele de las manos y evitar, así, la transformación que él está obligado a imprimirles. Las siguientes escenas nos mostrarán a Charlot incapaz de satisfacer la demanda que procede de la máquina: una repentina comezón lo obliga a rascarse y pierde el ritmo de ajuste, una mosca revolotea alrededor de su cabeza y vuelve a perder el ritmo y a ganarse la reprimenda del capataz y la furia de sus compañeros de cadena, cuyo trabajo se ve afectado cuando Charlot falla y se demora: el fracaso de Charlot amenaza con dar al traste con la producción en cadena, el ritmo de la producción en serie se ve colocado bajo riesgo de colapso. Luciano Sáchile ha hecho una observación esencial sobre esta misma secuencia:
La pregunta que subyace en la escena es: si tan diminuto es el trabajo de un obrero […], si tan poco es, si tan poco hace [en el sentido de que su trabajo está secuestrado por un detalle, por eso que Marx llamaba una tarea monosilábica una y otra vez repetida], ¿por qué su ausencia momentánea puede hacer perder toda la producción? Lo que Tiempos modernos muestra no es sólo el estrés del trabajador, la precarización y las tensionantes condiciones de trabajo, también la importancia de su rol. Si él no está, todo se viene abajo. Por eso mismo […] es a partir de él, del trabajador, de la unidad de todos los trabajadores, que este […] sistema de explotación se puede cambiar. (Sáchile, 2018, s/p)
Así, Chaplin señala la condición fundamental de la fuerza de trabajo: de la potencia creadora del trabajo vivo depende la totalidad de la producción (incluso en las formas más automatizadas de producción, todo depende del trabajo vivo pues es éste el que en última instancia produce las máquinas, el software o los robots). Y esa potencia creadora de la fuerza de trabajo no sólo se refiere a su capacidad de creación de bienes (objetos o servicios, mercancías industriales o postindustriales) sino también a la capacidad de creación de sociedad.
Pero volvamos a la trepidante escena de la cadena de montaje. La máquina se yergue aquí como persecutora y amenazante: el trabajador es “perseguido […] por el ritmo” (Linhart, 2009, p. 40) frenético de la cadena que amenaza con escabullirle el objeto que él debe transformar con su acción. La cadena de montaje opera una extraña transmutación: es como si el objeto, gracias a una peculiar alquimia, cobrara vida propia, el objeto se escapa, se va, huye de la tarea que el hombre tiene que operar en él. Chaplin nos enseña aquí que la máquina interpela al hombre, que la cadena, con su deslizamiento continuo, obliga al sujeto a seguir, con su propio cuerpo y con su propio esmero, un movimiento automático e independiente de su voluntad, un movimiento que “no hace concesiones” (Linhart, 2009, p. 55) y que se erige frente a él como un poder, como una fuerza que se ejerce y se despliega sobre su cuerpo y su espíritu. El ritmo automático de la cadena está gobernado por las necesidades del ritmo de la valorización del valor. Chaplin muestra que la tecnología incorpora, en su propio funcionamiento, la lógica de la acumulación de capital. La tecnología no es, desde luego, algo neutro, está social e históricamente determinada.
FUENTE: Fotograma de Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
Como un Sísifo contemporáneo, quien trabaja en la cadena de montaje está obligado, por la naturaleza de la máquina en movimiento, a recomenzar su tarea una vez terminada. Recordemos que, en la mitología griega, Sísifo había sido condenado por los dioses a la realización de una tarea absurda, inadmisible para la razón: una tarea tortuosa sin fin y que debía ser eternamente recomenzada. El mito cuenta que Sísifo había sido arrojado al Tártaro y condenado a subir una gran roca por la empinada ladera de una montaña. “Cada vez que [Sísifo] está a punto de llegar a la cima […], el peso de la desvergonzada piedra le obliga a retroceder, y la mole vuelve una vez más a la misma base. Allí la vuelve a tomar pesadamente y debe empezar de nuevo” (Graves, 2006, p. 241). De este modo, la piedra caía por su propio peso y Sísifo debía reanudar el trabajo: volver a subir la cuesta y a remontar la piedra eternamente sin poder nunca cambiar de actividad.
Ahora bien, el operario de la cadena de montaje tiene una tarea similar a la que imaginaron los antiguos griegos: como Sísifo, quien trabaja en la cadena debe reemprender la misma faena una y otra vez, sin verla, nunca, terminada. La función de la cadena consiste en ese eterno retorno del objeto de trabajo: una vez realizado el ajuste de un par de tuercas, éste debe reiniciarse en el otro par de tuercas que han ocupado ya el lugar de las precedentes. El trabajo de los operarios de la cadena consiste en esta repetición sisífica, su trabajo se despliega en el marco de ese eterno retorno de lo mismo (eterno retorno del mismo objeto y del mismo gesto) y en esa imposibilidad de finalizar la tarea. Como Sísifo, los obreros están condenados a “ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada” (Camus, 1963, p. 84) pues, una vez finalizada la acción sobre un par de tuercas, éstas, como por arte de magia, reaparecen ante el sujeto y solicitan, de nueva cuenta, su pronta intervención9. El trabajo adquiere, así, la apariencia de un simulacro: “un simulacro absurdo de trabajo, que se deshace apenas hecho como por efecto de alguna maldición” (Linhart, 2009, p. 15).
En su profusa e ingeniosa mitología, el mundo antiguo imaginó estos suplicios y, en su intensa vida económica, el mundo moderno los realiza. La llamada “organización científica del trabajo” y su perfeccionamiento fordista efectivizó esa tarea sin fin que la mitología griega concibió como un tormento. Si los griegos “mitologizaron” el horror en la leyenda de Sísifo, el mundo moderno lo consuma en la organización de su vida económica y en la cadena de montaje, en ese “perpetuum mobile” (Marx, 1973, p. 331) que, trayendo y volviendo a traer el objeto de trabajo, asigna al sujeto una tarea interminable y lo convierte en un “apéndice de la máquina” (Marx y Engels, 1976, p. 117). Tal como escribió Eisenstein a propósito de Tiempos modernos, la “cadena de montaje que muestra la película, es una tortura interminable, un Gólgota motorizado” (Eisenstein, 2010, p. 23).
FUENTE: Fotograma de Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
FUENTE: Fotograma de Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Imagen recuperada de: https://archive.org/details/CharlieChaplinModernTimes19361.
En las escenas de la fábrica, Chaplin muestra a su personaje incapaz de seguir el ritmo de la cadena, representa al sujeto que no puede fluir, que se ve desbordado por la producción en flujo continuo. Una de las secuencias más memorables de Tiempos modernos es aquella en la que Charlot es ingerido por la máquina: inhábil para seguir el ritmo que ésta le impone -rebasado por el movimiento de la cadena-, Charlot pierde, una tras otra, las tuercas que la banda en movimiento continuo le presenta y, persiguiéndolas -intentando inútilmente satisfacer la exigencia del mecanismo automático y la añadida demanda del capataz que lo conmina a acelerar el ritmo de trabajo-, salta, enloquecido, a la lóbrega boca de la máquina. Charlot es engullido por las “fauces devoradoras” (Fuentes citado en Royo, 2005, p. 9) de la cadena, subsumido en ella; el mimo entra, así, en el interior de la máquina, en donde todo marcha sobre ruedas; hay allí una armonía sistémica entre los componentes del mecanismo: las brillantes ruedas dentadas, el brazo mecánico, los precisos engranajes que dan su pulso elemental e inexorable al “organismo del sistema maquinista” (Marx, 1973, p. 345). El mecanismo, como el de un reloj descomunal, es aceitado, regular, impasible, indiferente a la variación. Este sistema espera de Charlot un funcionamiento semejante al de los engranajes: debe ser ese apéndice de la máquina del que hablaban Marx y Engels. Del trabajador se espera un acoplamiento místico con la maquinaria (o con el sistema): él debe ser una pieza, toda diferencia entre él y las cosas debe ser borrada, anulada.
Charlot enloquece. Al salir de las entrañas de la máquina baila un extravagante ballet: usa las llaves como parte de una delirante coreografía ajustando, en lugar de las tuercas, las narices de sus compañeros de trabajo, los botones de la falda de la secretaria, las tuercas de una toma de agua de bomberos, reitera absurdamente el detalle que tiene asignado. En su baile, desquicia la fábrica, introduce un mayúsculo desorden, vuela por los aires colgado de un gancho, huye de todos hasta que es llevado a un hospital psiquiátrico por una “depresión nerviosa”, según se lee en la película. Con su propia locura, Charlot pone “en ridículo la locura colectiva que nos apresa” (Chaplin citado en Eisenstein, 2010, p. 42): su desquiciamiento pone en evidencia el propio desquicio capitalista. La locura de Charlot en Tiempos modernos -el colapso nervioso que lo saca de la fábrica y lo lleva al psiquiátrico- no es sólo el pretexto de Chaplin para un buen gag: es la síntesis mímica de la racionalidad capitalista que subsume todo al principio de la valorización del valor.
¿Obsolescencia o vigencia de Tiempos modernos?
No puedo detener las llamadas, es como una cadena: una tras otra, tras otra…
Trabajadora de un call center en México
Se ha afirmado que nuestra actualidad no evidencia ya ningún lazo de parentesco con aquella modernidad que representara Chaplin en Tiempos modernos, que nuestra contemporaneidad (caracterizada como postindustrial,10 con una economía predominantemente orientada al sector de los servicios, con una tecnología revolucionada en clave informacional y digital, con empleados que ya no toman la forma clásica del obrero industrial) no guarda ya ninguna semejanza con la obra de Chaplin. Escribe Paula Sibilia:
Inmerso en el ambiente fabril de la era industrial, hace casi un siglo, el personaje de Charles Chaplin [en Tiempos modernos] […] adquiría gestos mecanizados y se volvía compatible con los engranajes del mundo industrializado. En nuestros tiempos posmodernos, es evidente que ese cuerpo está obsoleto: ya no son esos los ritmos, los gestos y los atributos que están en alta. (Sibilia, 2010, p. 193)
Difiero de esta declaratoria de obsolescencia de la representación de Chaplin. A mi juicio, Tiempos modernos -esa película de vieja factura- continúa informándonos de nuestra propia actualidad. De más está decir que muchas cosas han cambiado en el capitalismo contemporáneo,11 pero su signo elemental permanece inalterado y representado en esa película ficcional que no deja de suscitar la impresión de estar ante un “fuerte documento realista” (Bleiman, 1980, p. 99), un documento de que da testimonio -con esa dura poesía que nos hace reír “cuando más conmovidos estamos” (Deleuze, 1984, p. 240)- de nuestra propia situación. Tiempos modernos nos continúa interpelando.
Observador atento de la socialidad capitalista, etnógrafo sui generis de nuestros tiempos, Chaplin nos ofrece en su obra -en la hechura de su personaje fantástico y en la cuidadosa minuciosidad de sus tramas- una aguda lectura de algunos de los rasgos centrales del modo de producción capitalista: la creación sistémica de marginalidad, la pauperización y la precarización creciente de las condiciones de vida, la irracionalidad de la apropiación privada de lo que es socialmente producido, la violencia inmanente al mandato de la producción de plusvalor, el sentido de la tecnología moderna, la experiencia del tiempo laboral acelerado, las formas de la vigilancia del management sobre los trabajadores, etcétera. El filme da cuenta del erigirse del capital en un “poder autocrático” (Marx, 1973, p. 351), da lúcida cuenta de esa tecnología cuyo pulso -por más teleinformático o postindustrial que sea- no es sino el del plusvalor, da cuenta de una vida social subsumida por el principio de la acumulación privada. Los nuevos empleados del sector de los servicios “comparten el destino del proletariado” (Lederer citado en Kracauer, 2008, p. 114) que Chaplin muestra y denuncia con su mímica; para los empleados de la postindustria “rigen las mismas condiciones que para el proletariado en sentido estricto” (Kracauer, 2008, p. 114).
Permítaseme esgrimir un último argumento sobre la vigencia de la obra de Chaplin, un argumento que corre el riesgo de ser autorreferencial pero que quizá sea pertinente traer a cuento: hace poco realicé una investigación sobre los trabajadores de los call centers en México, esos centros de atención telefónica que proliferan en Latinoamérica, que producen una mercancía sutil y relativamente inobjetual (lenguaje, habla, interacción comunicativa entre una empresa y sus “clientes”) y que han sido denominados, con atino, “fábricas de la charla” (Virno, 2006, p. 147). Mientras hacía trabajo de campo en esos nuevos nodos productivos abastecidos con las tecnologías digitales y teleinformáticas contemporáneas, tenía la repetida impresión de que Tiempos modernos seguía hablándonos de nuestro tiempo.
Pondré aquí sólo algunos ejemplos de las múltiples posibilidades de evocación recíproca entre Tiempos modernos y los call centers (que constituyen, a mi juicio, un ejemplo emblemático de los nuevos empleos en el sector de los servicios informatizados). 1) La relación de los teleoperadores con la computadora (una de las máquinas centrales de la producción contemporánea) guarda un significativo parentesco con la relación trabajador-máquina propia del fordismo que Chaplin recrea en su película; no cabe aquí entrar en detalles, sólo diré que en los call centers opera lo que llamé una “cadena de montaje virtual” (Radetich, 2015, p. 446) que anida en el software y que funciona según los mismos principios generales de la cadena fordista: automaticidad, eliminación de tiempos muertos, aceleración del ritmo productivo, acercamiento y alejamiento del objeto -en este caso, la voz del “cliente”-, etcétera.
2) Las formas de organización del trabajo y de organización del espacio en estos nódulos postindustriales se inspiran a todas luces en la tradición taylo-fordista cuyo sentido Chaplin desentraña.
3) Las técnicas de vigilancia y control del trabajo que el management echa a andar en los call centers recurren también a la videovigilancia que Chaplin explora en su película (aunque no solo a ella, pues los métodos de control vía software han instalado una vigilancia mucho más sagaz).
4) El enloquecimiento de Charlot y la “depresión nerviosa” que lo lleva al manicomio recuerda aquello que algunos estudiosos de los call centers latinoamericanos han llamado el “continuum call-psiquiátrico” (Colectivo Quién Habla, 2006, p. 22); los teleoperadores, situados ante una demanda sostenida de productividad bajo condiciones de estricta vigilancia y de reiteración ad nauseam del mismo gesto (de las mismas palabras, de los mismos procedimientos en “el sistema”, etcétera), suelen verse conducidos a una experiencia muy habitual de desborde psíquico -el llamado burnout o “síndrome de la cabeza quemada”- que lleva a menudo a los trabajadores de la teleindustria al consumo de la farmacología psiquiátrica.
Si la fábrica chapliniana trastorna al obrero -lo lleva al límite convulso de su perturbación y le deshace los nervios-, el call center conduce al teleoperador al “ataque de pánico” y al burnout. En fin, mientras hacía trabajo de campo en un formato empresarial clásico de nuestra contemporaneidad y del capitalismo informacional, las rememoraciones de Tiempos modernos eran recurrentes y revelaban la actualidad de la mordaz crítica del cómico londinense al capitalismo. No quiero decir con esto que no haya nada nuevo bajo el sol, por el contrario, hay infinidad de nuevas características del capitalismo actual: desplazamientos, transformaciones antes insospechadas, nuevos sujetos laborales, nuevos regímenes productivos, nuevas tecnologías, nuevas formas de control de las fuerzas de trabajo, nuevos métodos de subsunción del trabajo al capital, que -desde luego- no aparecen ni siquiera insinuados en la película de Chaplin de 1936.
Con todo, la crítica de Chaplin apunta a un conjunto de rasgos, si se quiere, consubstancial al modo de producción capitalista, de ahí que su obra siga haciendo sentido para las nuevas generaciones de espectadores. Chaplin denuncia y “confronta con su ácida mímica” (Bartra, 2008, p. 36) un modo de producción y de organización de la vida colectiva que, centrado en la generación de ganancia privada, engendra un malestar colectivo de múltiples dimensiones.
A través de sus tramas, de sus guiones burlescos y trágicos, de su gestualidad inquietante, Chaplin nos ha legado una crítica del capitalismo que sigue interpelándonos, una crítica a la organización capitalista del trabajo y a una tecnología que interiorizan la ley del plusvalor y que, puestas bajo el resplandor de la inteligencia hilarante chapliniana, aparecen reveladas en su violencia constitutiva. La gestualidad mímica de Chaplin pone en evidencia -con su propio absurdo- lo absurdo de un régimen que “acumula capital a fin de acumular más capital” (Wallerstein, 2013, p. 31), que subsume todo lo que encuentra a ese principio tautológico y que instaura una racionalidad “que no es más que el código de la fuerza triunfante” (Albiac, 1992, p. 15).
FUENTE: Anónimo. Imagen recuperada de: http://deslogueate.foroactivos.net/t1-habia-una-vez-un-call-center.
No resulta extraño que, en Estados Unidos, tras el estreno de Tiempos modernos, Chaplin haya sido acusado de comunista y haya tenido que exiliarse. Chaplin tenía una cercanía con el diagnóstico que hacía Marx de la sociedad capitalista: pensaba, como Marx, que el capitalismo es un orden en el cual la producción consume al trabajador y en el cual el producto -esa criatura del trabajo- domina al productor. De ahí que Chaplin recibiera una carta de la oficina de censura de los Estados Unidos que decía, de una de sus películas, que en ella había “pasajes del argumento en los que el [personaje] […] acusa al ‘sistema’ y ataca la presente estructura social” (Chaplin, 1989, p. 483). La siniestra carta alojaba sólo una virtud: tenía razón.