Introducción y presentación del caso
A comienzos de 1979 el proyecto de construcción de una sede del Banco de Tokyo en la parcela de la avenida Leandro N. Alem entre Sarmiento y Cangallo (hoy Juan Domingo Perón. ciudad de Buenos Aires, Argentina)2 frente al Palacio de Correos y Telecomunicaciones, que por entonces albergaba la Secretaría de Telecomunicaciones de la Nación, desató una polémica que finalizó, ese mismo año, con el retorno del proyecto bancario al predio de Corrientes y Reconquista, originalmente propiedad de la entidad. La objeción central al proyecto fue que el nuevo banco obstruiría la visión de la fachada del Palacio.
El proyecto del Palacio de Correos había sido encargado al arquitecto francés Norbert-Auguste Maillard en 1888 durante la presidencia de Miguel Juárez Celman, a ocho años de la constitución de Buenos Aires como capital del país y a un año de la fijación de los límites geográficos definitivos de la ciudad, e inaugurado en 1928 (véase Figura 1 y 2 para detalles sobre la ubicación del Palacio de Correo en la ciudad de Buenos Aires). Hoy puede sorprender que haya sido declarado monumento nacional recién en 1997.3
Sin adentrarnos en las circunstancias de dicha declaración, ello revela que, para 1979, las vías legislativa y judicial no tenían el peso que adquirieron posteriormente en los procesos de preservación de los edificios y de su entorno paisajístico, o dicho, en otros términos, en el tratamiento de los diferendos en torno de las relaciones entre ciudad y tiempo. Ninguna de las quejas por el proyecto del Banco llegó ni siquiera a insinuar la posibilidad de lograr alguna declaración legislativa de bien protegido o de judicializar el conflicto para lograr un triunfo en su reclamo.
Una de las pocas reseñas actuales de aquel episodio menciona que “Las voces populares se alzaron reclamando que atentaría contra la estética y la armonía entre el Palacio de Comunicaciones y la vecina Casa de Gobierno” (“Corrientes y Reconquista…”, 15/01/2021). Los documentos de la época muestran en cambio que aquello estuvo lejos de tratarse de un clamor extendido o popular. No obstante, algunas entidades como el Centro Argentino de Arquitectos Paisajistas, la Academia Nacional de Bellas Artes y la Cámara de Comercio Argentino-Asiática se pronunciaron públicamente en contra. Y, en particular, emergieron voces en el editorial y en cartas de lectores del diario La Nación, donde se dieron cita personas como Isaac Rojas -ex vicepresidente de facto durante la dictadura 1955-1958 y asiduo escritor por entonces de cartas de lectores sobre temas de la ciudad- o el artista plástico Horacio Butler.
El conflicto tuvo lugar entre febrero y junio de 1979. La dictadura militar a cargo de una Junta comandada por Jorge Rafael Videla llevaba ya tres años de gobierno, con un programa de sangrienta represión de la actividad política, y de implementación de un programa económico de liberalización y financiación de la economía. En la ciudad de Buenos Aires la intendencia a cargo del brigadier Osvaldo Cacciatore llevaba adelante un conjunto de políticas que acarrearon una rápida transformación del perfil social y urbano de la ciudad, tales como la liberalización del mercado de alquileres, la erradicación de “villas miseria”, el traslado de fábricas fuera de la ciudad o el Plan de Autopistas Urbanas. Algunas más resistidas que otras, en su conjunto estas políticas tendieron a favorecer a los residentes propietarios y a desposeer a los sectores populares (Oszlak, 2017).
Durante la primera mitad de 1979 otros temas relativos a la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores aparecían en la prensa gráfica: algunos reclamos de inquilinos agrupados afectados por los desalojos, la suciedad de las calles, la erradicación de “villas miseria”, o la demolición de algunos edificios “bajo la piqueta del progreso”. El único tema que lograba llegar a la primera plana y mantenerse a lo largo del tiempo eran las críticas al Plan de Autopistas Urbanas en marcha desde 1977. Tal era la controversia, que este había suscitado que Cacciatore dio una conferencia de prensa a mediados de abril que salió en la primera plana de los diarios y, pocos días después, en el almuerzo mensual en el Colegio de Abogados, el secretario de Obras Públicas de la Municipalidad, Guillermo Laura, disertó especialmente sobre el punto.
Este estudio del conflicto en torno del proyecto del Banco de Tokyo frente al Palacio de Correos forma parte de una investigación más amplia que se propone analizar, para los primeros años de democracia (1983-1989), las características del patrimonio como dispositivo discursivo de objetivación de la memoria en sus determinaciones históricas y en su eficacia específica sobre la coyuntura urbana de la ciudad de Buenos Aires. Ello supone indagar las condiciones discursivas de posibilidad y consolidación de dicho dispositivo, atendiendo a los puntos de ruptura y de continuidad con otros discursos pre o coexistentes, donde también se configuran relaciones tiempo/ciudad. En el marco de esta problemática general, en este trabajo analizaré un caso prácticamente desconocido.
¿Por qué detenerse en este efímero episodio? Su valor no radica en la anécdota, ni tampoco en haber adquirido un carácter de epopeya ciudadana. En cambio, es revelador en varios sentidos. Primero, en un momento de clausura del debate político y de represión, muestra que algunos temas vinculados a la ciudad suscitaban fuertes controversias. Si bien la explicación de esta conflictividad exige un análisis que excede los objetivos de este artículo, puede conjeturarse que, además del recurso a argumentos estéticos o técnicos que pueden aparecer como ajenos a la política en sentido restringido y de los actores concretos que objetaron el proyecto -algunos de los cuales no eran precisamente opositores a la dictadura-, el ámbito municipal se configuró históricamente como espacio no político y más bien administrativo, en contraposición al ámbito nacional, sede por excelencia de la política y de la conformación de la ciudadanía (Landau, 2018).
Este caso, que no ha sido previamente abordado en trabajos científicos, permite analizar positivamente manifestaciones discursivas de formaciones ideológicas que modelaban las relaciones tiempo/ciudad y las configuraciones imaginarias de una identidad porteña.4 Y, negativamente, indica la heterogeneidad, los desfases en las formas de tramitar ideológicamente dichas relaciones: porque paralelamente se estaban poniendo en marcha algunas iniciativas en sintonía con lineamientos patrimoniales internacionales que ya permeaban los debates de ciertas zonas del campo de la arquitectura (Méndez, en prensa; Schavelzon, 2008). Por ejemplo, la declaración del centro de San Isidro como centro histórico en abril y la modificación a fines de mayo del Código de Planeamiento Urbano para la creación del distrito U-24 en San Telmo-Montserrat como zona de preservación histórica.5 Ninguno de esos procesos simultáneos al conflicto que aquí nos interesa dejó marcas interdiscursivas en los reclamos contra el proyecto del Banco, en las réplicas del intendente ni en la intervención de voces especializadas.
Luego de una presentación de los fundamentos teóricos y de las estrategias metodológicas, la exposición de resultados se divide en cuatro: las implicancias del progreso como temporalidad dominante; los “valores” que aparecen como afectados por el proyecto arquitectónico; las ambivalencias en las formas de identificación de lo nacional y de lo citadino, y las marcas de interdiscursividad como síntomas reveladores de la coyuntura. Finalmente, se discute si este conflicto puede o no ser considerado “patrimonial”.
Elementos teórico-metodológicos
Esta investigación se inscribe en el campo de los estudios en comunicación, focalizados en “la manera en que las significaciones cambian de acuerdo a la combinación de códigos que se ponga en juego en distintos contextos histórico-sociales y en cada situación particular” (Caletti, 2019, p. 45). Partiendo de la teoría materialista de la ideología y del discurso, se analizan huellas discursivas de procesos ideológicos, funcionamiento de ideologemas y formas de identificación subjetiva.
La ideología -concepto que, a pesar de haber sido objeto de críticas y simplificaciones (Sosa, 2015) fue rescatado en las últimas décadas por la teoría social- no remite a una falsa conciencia, ni a un credo político conscientemente suscripto, ni a una cosmovisión estable y cohesionada, sino a una instancia constitutiva de la vida social compuesta por sistemas de representaciones con función práctico-social, históricamente situados, socialmente jerarquizados y atravesados por la lucha de clases (Althusser, 2004; 2015). Se concreta en formaciones ideológicas particulares entramadas, jerarquizadas y materializadas en prácticas discursivas, que conforman un todo complejo contradictorio y unificado (Romé et al., 2021b).
Por ello, en el análisis se pueden señalar elementos ideológicos presentes en los dichos de actores que tuvieron posicionamientos muy disímiles en relación con la dictadura y su política urbana. El objeto de este estudio no son las posiciones político-partidarias ni las opiniones de los actores, sino la eficacia y los límites de la ideología dominante entendida como “una tendencia dominante a la unificación, administración o disciplinamiento de la heterogeneidad de prácticas de pensamiento” y “un proceso de unificación de aquello que se le resiste, la excede o hace en ella vacío” (Romé, 202, p. XII) que favorece la reproducción de las relaciones sociales dominantes.
La ideología constituye asimismo un dispositivo de sujeción/subjetivación: mediante la interpelación ideológica, los sujetos se constituyen como tales y entablan relaciones imaginarias con su medio, con sus semejantes, con su tiempo histórico. El efecto ideológico es doble: desconocimiento (de las determinaciones que constituyen al sujeto) y reconocimiento (del “yo” como amo de su pensar y su decir, inserto en un mundo de “verdades evidentes”) (Althusser, 2015; Pêcheux, 2016). Complementariamente, una rama de la teoría social crítica rescata aportes lacanianos centrados en la dimensión afectiva (Stavrakakis, 2010; Žižek, 2003), para explicar los procesos de identificación subjetiva, relevantes para analizar no solo las posiciones de enunciación, sino las configuraciones de la identidad nacional y citadina en este caso. A partir de una concepción psicoanalítica de la identidad como estructurada en torno de una falta, esta perspectiva da cuenta de la energía libidinal que abona los procesos de identificación simbólicos e imaginarios y que permite explicar la duración de ciertos afianzamientos ideológicos.
Respecto del discurso, la premisa materialista afirma que las palabras no tienen un sentido propio y que este tampoco viene dado por una intención subjetiva ni por su relación referencial con aquello que dicen representar, sino que una misma expresión puede recibir sentidos diferentes si se inscribe en distintas formaciones discursivas y que expresiones diferentes pueden adquirir, dentro de una misma formación discursiva, un mismo sentido. Una formación discursiva es “aquello que, en una formación ideológica dada (…) determina lo que puede y debe ser dicho” (Pêcheux, 2016, p. 42), un sistema de reglas de producción de secuencias discursivas que autoriza ciertas sinonimias, paráfrasis, reformulaciones, y no otras, y que delimita el orden de lo decible y de lo comprensible en una coyuntura singular.
A su vez, las formaciones discursivas no son unidades homogéneas, cerradas: todo discurso supone un trabajo de borramiento de la presencia del interdiscurso, entendido como el terreno discursivo que conforma el todo complejo con dominante de las formaciones discursivas, en el que se establecen relaciones de desigualdad, contradicción y subordinación entre formaciones (Pêcheux, 2016; Romé et al., 2021a). Condición de posibilidad del intradiscurso, es decir, de cualquier formulación o secuencia enunciativa, el interdiscurso “opera como instancia de formación de sentidos, enunciados, relaciones, articulaciones” (Glozman, 2020, p. 126). Otorgar primacía al interdiscurso permite leer de modo productivo los silencios, los olvidos, aquello que, en lo dicho, remite a una causalidad ausente, a un proceso de formación que se entrama con procesos ideológicos que operan a espaldas de los sujetos, pero solo por medio de ellos.
En los discursos pueden rastrearse además las marcas discursivas de ideologemas: microsistemas semiótico-ideológicos que en un determinado momento presentan una recurrencia mayor que otros signos y condensan, de manera difusa y contradictoria, categorías y valores de la ideología dominante (Romé et al., 2021a). Finalmente, he utilizado previamente el giro “dispositivo discursivo de objetivación de la memoria” para referir al discurso patrimonial o al monumentalista.
Ello implica tomarlos como formaciones históricas, como redes estratégicas y sobredeterminadas de relaciones entre elementos heterogéneos, que distribuyen lo visible y lo no visible, lo decible y lo no decible, que implican lucha y poder, y que producen efectos materiales como la emergencia de objetos, sentidos y rasgos de subjetividad (Deleuze, 1990; Foucault, 1978) en torno de las relaciones tiempo/ciudad. Es una hipótesis de investigación más general que el patrimonio como dispositivo discursivo de objetivación de la memoria se va delineando a lo largo del siglo XX, para instalarse como el modo hegemónico de clasificar, administrar y disputar las relaciones entre grupos sociales y su memoria colectiva desde los años 1960 y 1970 a nivel internacional y, en el caso argentino, desde la década de 1980, subordinando al monumental, cuyas marcas prevalecen en el caso que analizo aquí.
El análisis que presento a continuación se basa en 14 artículos (incluyendo editoriales y cartas de lectores), publicados en el diario La Nación entre febrero y junio de 1979, extraídos de una base documental más amplia. Esta base abarca más de 700 documentos de prensa gráfica, material legislativo, libros y revistas argentinas, así como documentos de organismos internacionales, fechados entre 1976 y 1989, donde se detectan tramitaciones discursivas de relaciones tiempo/ciudad. La selección de estas 14 piezas expresa un momento pre-archivístico y, en consecuencia, este artículo presenta hallazgos que funcionarán a su vez como hipótesis para la conformación de un archivo propiamente dicho.6
En este trabajo cada documento es tomado en dos niveles: como fuente para reconstruir una cronología del caso, en tanto no se han encontrado otras fuentes secundarias, y como material discursivo cuyo análisis, basado en la propuesta de Análisis Materialista del Discurso Ideológico (Romé et al., 2021a), supone dos momentos: un fichado de cada pieza donde se consignaron elementos ideológico-discursivos y un grillado transversal que busca relaciones ya no entre las piezas, sino entre los hallazgos de la primera fase. En otras palabras, la unidad de análisis no son los artículos de prensa ni las posiciones u opiniones de los actores, sino las unidades discursivas que permiten dar cuenta de procesos ideológicos.
El “Progreso” como temporalidad dominante
En los artículos, la transformación de la ciudad de Buenos Aires aparece marcada por el imperativo de la “Modernización” y ordenada de acuerdo con una temporalidad lineal, acumulativa, que se expresa en el ideologema “Progreso”.7 En algunos documentos que no se incluyeron para este trabajo, pero que son contemporáneos y que también tocan la relación tiempo/ciudad, se encuentra una posición subjetiva resignada ante la evidencia del “Progreso”, condensada en el ideologema “la piqueta”. En estos casos, la pregunta por las causas de la transformación urbana está borrada. Por ejemplo, en un artículo sobre el “cambio de rostro” de la Avenida de Mayo, los epígrafes de las fotografías rezan: “Una gran construcción reemplazará al viejo edificio desaparecido. También el edificio del vespertino La Razón cae bajo la piqueta” y “Contraste entre los viejos edificios y las modernas casas de departamentos. El progreso edilicio no se detiene” (“Avenida de Mayo…”, 23/4/1979).
En los artículos referidos al caso del Palacio de Correos se observan marcas de esta temporalidad en un sentido diferente. El “Progreso” aparece de manera generalizada como deseable, asociado a lo moderno y a lo nuevo, como se ve en la presentación del proyecto bancario:
En las últimas dos décadas se ha producido en la Argentina un profundo cambio en la edilicia bancaria, que se explica por las modificaciones estructurales de las instituciones que han debido responder a la necesidad de expansión y adaptación a las nuevas necesidades del mercado económico. Empiezan a delinearse, así, las características arquitectónicas del banco moderno […] (“El Banco de Tokyo erige…”, 21/2/1979).
Sin embargo, también quienes objetan el proyecto reconocen la misma temporalidad: lo que ponen en duda es cuál es el verdadero progreso, pero no el progreso como fin deseable: “(…) la ciudad debe modernizarse, pero sin destruir el paisaje urbano (…). Todos queremos el progreso de la ciudad, pero, en definitiva, se trata de elegir bien los medios y no confundir los fines” (Academia Nacional de Bellas Artes en “Objetan aspectos…”, 19/4/1979).
[…] a menudo el progreso en un sentido, implica un retroceso en otro. Cuántas veces en nombre del progreso se destruyen cosas de valor cultural. […] Pero cuando en nombre del progreso se destruye algo que tiene valor, no es progreso (Centro Argentino de Arquitectos Paisajistas en “Opina una entidad…”, 25/4/1979).
Predomina una identificación con una temporalidad acumulativa, con matices de valoración respecto de qué puede ser considerado progreso y qué no, pero que no cuestiona la vigencia ni la validez de ese tiempo homogéneo y lineal.
Un daño a lo bello y a lo histórico
Las voces escandalizadas dan cuenta del predominio de dos valores principales que se verían afectados por la construcción del Banco de Tokyo: el estético y el histórico, ambos en un sentido restringido y conservador. Lo estético, reducido a las Bellas Artes; lo histórico, a la epopeya de la Nación encarnada en la gesta del Estado liberal. Ambos suponen, además, una posición de sujeto pasivo que contempla y aprende.
El valor estético
El potencial daño al valor estético del edificio, elemento central de los reclamos, no está aislado: en un momento de alta conflictividad en torno del Plan de Autopistas Urbanas, el afeamiento de la ciudad aparecía como una de las objeciones centrales dirigidas a la Municipalidad. “El Banco de Tokyo no necesita ser emplazado en un lugar donde quita valor artístico al conjunto, modificando desfavorablemente su aspecto (…)” (Rojas, 12/3/1979); “El Centro Argentino de Arquitectos Paisajistas llamó a la reflexión a las autoridades municipales, a las autoridades del Banco de Tokio y a quienes de un modo u otro deben velar por los valores estéticos de la Capital Federal” (“Opina una entidad…”, 25/4/1979).
Se trata, sin embargo, de una belleza que consagra un criterio de buen gusto, asociado a una identidad que se reconoce como culta y francófila, en contraste con una fealdad asociada al mal gusto, la ignorancia, lo nuevo.
Dice el almirante [Rojas, el 12/3/79] que el nuevo edificio significará entregar un nuevo ‘adefesio’8 a nuestra ciudad, censurando el escaso criterio y el mal gusto de las autoridades municipales que han dispuesto ubicar frente a la fachada de un edificio público imponente una obra como la del banco proyectado (…). Llegarán luego los enanos de cerámica a las plazas públicas y se multiplicarán las aguas de color fresa del exquisito mal gusto que nos invade (Martínez Estrada, 4/4/1979).
A su vez, el argumento estético es casi el único reconocido por el intendente de facto Cacciatore en sus respuestas en conferencia de prensa, publicada en primera plana:
Afirmó el intendente que la Municipalidad fijó determinadas condiciones de diseño y proyecto con el propósito de que el edificio del banco no destruyese la armonía del lugar […]. Recalcó que las razones estéticas fueron tenidas muy en cuenta cuando se echaron las bases del proyecto (“Habló el intendente…”, 12/04/1979).
La ciudad como objeto estético supone una posición subjetiva ante el edificio y, consecuentemente, ante la ciudad: la contemplación desde afuera de un observador pasivo, extasiado ante lo bello:
[…] insisto en que la ubicación elegida significa un verdadero atentado llevado en contra de la estética edilicia, porque afecta malamente varias perspectivas que son caras al sentimiento de los porteños. Quizás no al de los japoneses -no tendrían razones para sentirse afectados, ya que no son argentinos- ni al de las autoridades oficiales que han prestado autorización para semejante obra en ese lugar histórico de la capital argentina y al de los habitantes de esta ciudad que sólo ven en ella un lugar para trabajar, comer y dormir. Una ciudad es algo más que un taller o un inmenso digestor. Es, sobre todo, una expresión del alma de su pueblo. Y por lo tanto sus edificios, sus arterias, sus monumentos son el reflejo de muchas características nacionales y populares, cuyos valores artísticos tenemos la obligación de preservar y mejorar (Rojas, 10/04/1979, las cursivas son mías).
Esta cita, sobre la que volveré, revela una concepción idealista de la ciudad, un rechazo a la presencia popular en la ciudad, y un borramiento del rol de la urbanización capitalista en términos de lugar de producción y reproducción social. La ciudad como objeto de disfrute estético coloca la experiencia urbana por fuera del debate sobre las necesidades de quienes la habitan y transitan.
Finalmente, hay un ideologema que conecta el valor estético con el histórico: la “grandeza”, como se ve en la cita anterior (“al edificio grandioso de Maillard”), posee una doble valencia, una función pivot: por un lado, el gran tamaño -que refuerza el carácter monumental desde el punto de vista estético-, por el otro, la grandeza espiritual -que asocia el porte del edificio al periodo de la historia nacional del cual aparece como representante, en el que la erección de grandes edificios públicos funcionaba como un modo de transmitir la consolidación del Estado moderno en el país. “[Tendremos] el banco en la plaza que otorgaba la necesaria perspectiva al edificio grandioso de Maillard, cumpliendo una función de biombo oriental de nuestro patrimonio cultural” (Martínez Estrada, 4/4/1979). Y:
La gran mole del edificio del Correo Central, de estilo francés, perderá gran parte de su imponente y señorial aspecto al plantársele, prácticamente enfrente, un edificio de líneas modernas que interferirá con su perspectiva […] nos sentimos orgullosos de su grandiosa hermosura […] (Rojas, 12/3/1979).
El valor histórico
Dada la fecha en que fue proyectado, el Palacio de Correos permite evocar una historia nacional en torno de la llamada “República conservadora” (1880-1916), basada en un modelo oligárquico de ciudadanía restringida en lo político y liberal agroexportador en lo económico. En una primera mirada, podría resultar paradójico que en 1979 las críticas a la administración municipal -y, por extensión, nacional- se hagan en nombre de un periodo que el gobierno de facto también reivindicaba, como se ve en las celebraciones oficiales del centenario de la denominada “Conquista del desierto” y en su reedición actualizada sobre el Impenetrable chaqueño bajo el nombre “Conquista del Oeste” (Salamanca y Colombo, 2019).
Ahora bien, si la administración municipal a cargo de Cacciatore retomaba de la “Generación del 80” el ideal de “modernización” mediante el gesto de acelerada y radical transformación de la ciudad “que la despojaría de inadecuados rasgos coloniales” (Oszlak, 2017, p. 264) en función de las necesidades del capital (expresadas en lo ideológico mediante la consagración de la libertad individual sobre cualquier forma de justicia social), las críticas que suscitaron ciertos aspectos de su plan -muchas veces selectivas, dado que soslayaban la cuestión social-9 retomaban otros aspectos:
[…] la obra cuyo frente va a ser literalmente cubierto con el edificio bancario de la empresa japonesa es testimonio vivo de la arquitectura liberal del país, de aquella Argentina que en pocos años levantó edificios como el del Congreso Nacional o el del Palacio de Justicia, obras a las que hoy la televisión exhibe insistentemente por medio de un corto del Ejército argentino, recalcando que son de ‘nuestro patrimonio nacional’ […] (Martínez Estrada, 4/4/1979).
La ubicación del Banco de Tokyo afecta varias perspectivas históricas y desfigura un lugar tradicional de Buenos Aires. Quedará oculta, desde ciertos ángulos, la hermosa fachada del Correo Central, también la del Ministerio de Guerra, también la del Monumento al Almirante Brown, también la del monumento a Juan de Garay y, por lo tanto, la de la Casa de Gobierno. En suma, pienso que los funcionarios urbanistas de la Municipalidad no han efectuado un estudio detenido del emplazamiento del nuevo banco japonés y han asignado escaso valor a las grandes y evocadoras perspectivas que se deben cuidar celosamente, sobre todo cuando su intercepción afecta factores artísticos e históricos ponderables (Rojas, 10/04/1979).
La historia evocada a través de los monumentos remite a las fundaciones nacionales y al aparato de Estado como principio de ordenamiento social y como fundamento de valores y criterios de gusto. Aquí, el edificio no es solo objeto de disfrute estético, sino que su contemplación tiene una función pedagógica, que evoca interdiscursivamente la “pedagogía de las estatuas” de Ricardo Rojas en La restauración nacionalista. Informe sobre educación (1909). La obstrucción de esa “perspectiva” implicaría un daño a la formación de la “ciudadanía nacional”, objeto de preocupación tanto para la Generación del 80 (ante la masiva llegada de inmigrantes europeos y la consecuente expansión de organizaciones anarquistas, socialistas y sindicalistas, que desembocó en la Ley de Residencia de 1906) como para la dictadura iniciada en 1976 en su sistemática represión legitimada en consignas como “guerra contra la subversión apátrida”.
Ambivalencias de la identidad porteña y argentina
En los artículos se encuentran identificaciones en apariencia contradictorias. Aun si se realiza mediante portavoces específicos, el reclamo por la preservación de la imagen del Palacio de Correos convoca figuras del “nosotros” agraviado por el proyecto, que no son originales del caso, pero se reactualizan aquí de forma emblemática.
El origen del proyectista, habilita la recurrencia de la identificación de Buenos Aires como una París en América:
Recuerda [el arquitecto Mario Roberto Álvarez] luego que ‘los maestros de l’École de Beaux Artes [sic], que trabajaron y enseñaron entre nosotros dejaron su sello en importantes edificios que le han cedido a Buenos Aires sus características; ciertos barrios de nuestro país podrían serlo de París sin mengua alguna’ (“Objeciones a la construcción…” 10/04/1979).
La identificación francófila supone necesariamente una definición oposicional. La defensa de una encarnación urbana de la identidad nacional como país europeo en América se define, primero, por oposición a lo “japonés” -y, metonímicamente, a una serie de nacionalidades o identidades culturales identificadas con el atraso, la ignorancia, el mal gusto. Si quienes presentan el proyecto del banco lo definen como un “banco moderno” (“El Banco de Tokyo erige…”, 21/2/1979), quienes lo defenestran hablan del “banco japonés”: “[la ubicación elegida no afecta quizás al sentimiento] de los japoneses -no tendrían razones para sentirse afectados, ya que no son argentinos […]” (Rojas, 10/04/1979). Y:
Por cierto, Cárcano [director de Correos en 1888] no pudo prever que su plaza pública sería ocupada por un banco japonés. […] Con el mismo criterio, mañana el intendente autorizará la erección de un banco de un país árabe en la plaza Lavalle, frente a Tribunales, o al edificio de una empresa de crédito suiza en la Plaza del Congreso (Martínez Estrada, 4/4/1979).
Luego, se actualiza el mito de la ciudad moderna arquitectónicamente cohesionada, identificada espontáneamente con la ciudad europea (Corboz, 2015; Gorelik, 2019), contrapuesta a una imagen de ciudad norteamericana, caracterizada por el anonimato, la falta de identidad y, particularmente, la prioridad otorgada al automóvil, que se refuerza con el avance del Plan de Autopistas Urbanas: “La imagen de nuestra ciudad, dice el Arqto. Alvarez, es la de una ciudad en cambio en cuanto a su fisonomía. Más europea que americana del norte, lentamente transforma su impronta francesa de fin y principios de siglo” (“Objeciones a la construcción…”, 10/04/1979). Y:
El automóvil y sus necesidades están ocasionando severos daños a la estética y al carácter de nuestra ciudad. […] Es menester reaccionar antes de que, al igual que en algunas ciudades norteamericanas, el centro de Buenos Aires se convierta en una isla rodeada de inmensas y antiestéticas playas de estacionamiento cortadas aquí y allá por viaductos de cemento (“Estética y congestión urbana”, 10/04/1979).
Si la ciudad arquitectónicamente cohesionada tiene una función ideológica10 no es solo porque da consistencia a un modo imaginario de tramitar la transformación de la ciudad. También, porque habilita tanto una reducción de “la ciudad” a su área central, escenario principal de la arquitectura liberal y de los emblemas del poder político, como un borramiento los barrios no céntricos que, por entonces, estaban siendo objeto de masivas expropiaciones y demoliciones para la construcción del grueso de las autopistas previstas y de los efectos de las políticas de liberalización del mercado de alquileres.
En este sentido, es notable que el debate en torno del plan de autopistas que aparece en los artículos seleccionados11 se centra casi exclusivamente en el proyecto de elevación de la avenida 9 de Julio, la única de las nueve previstas que atravesaba el área central:
Ciertas autopistas proyectadas por el municipio porteño han sido justamente criticadas por contrariar las modernas tendencias prevalecientes en la planificación urbana. […] Todas estas críticas se aplican muy especialmente a la proyectada vía elevada sobre la actual avenida 9 de Julio. La visión de un anillo de cemento rodeando al Obelisco y la obstrucción de la perspectiva del Congreso desde la plaza de Mayo por el mencionado viaducto son particularmente desagradables (“Estética y congestión urbana”, 10/04/1979).
Por último, el ideologema “Buenos Aires como la París de América” convive con una creencia que, a primera vista, podría parecer contradictoria: la de Buenos Aires como ciudad a punto de perder su estatus de “gran ciudad del mundo”, en consonancia con una creencia ideológica mayor: el reconocimiento/desconocimiento de que Argentina, en su carácter de país periférico, no integra plenamente “el mundo”. “(…) debemos señalar que, entre todas las ciudades más importantes del mundo, Buenos Aires es, quizás, la que menos ha conservado su imagen tradicional e histórica” (Academia Nacional de Bellas Artes en “Objetan aspectos…”, 19/4/1979, las cursivas son mías). “(…) lamentamos la destrucción que se hace de parte de [la ciudad] sin mayor estudio, consultas ni sentido urbanístico, como se estila hacer en todas las grandes capitales y ciudades del mundo” (Rojas, 12/3/1979, las cursivas son mías). “(…) no considero beneficioso para la ciudad, la construcción de autopistas elevadas dentro de la misma. (…) Las autovías no deben estar, ni llegar al centro de la ciudad. Las experiencias realizadas en el mundo lo comprueban” (Mario Roberto Álvarez en “Objeciones a la construcción…”, 10/04/1979, las cursivas son mías).
“El mundo” aparece como “Progreso” espacializado: en la misma entrevista señala Álvarez que otros países -casualmente, Francia- acababan de prohibir las autopistas urbanas. La identidad porteña, al igual que la nacional, pasan a ocupan un lugar ambivalente: Buenos Aires integra y no integra el conjunto de las “grandes ciudades del mundo”.12
Huellas interdiscursivas como síntomas de coyuntura
En una coyuntura urbana donde la ciudad cada vez más aparecía como ámbito para vecinos-propietarios-usuarios “merecedores” y se expulsaba mediante desalojos y persecuciones a las poblaciones empobrecidas; donde el proyecto de demoler buena parte de la ciudad en nombre de la “modernización” y de la “libertad” de “la gente” estaba arrasando con la vida barrial tal como había sido conocida hasta entonces;13 y donde la liberalización y financiación económicas desplazaban a la vivienda como valor de uso en favor de la vivienda como mercancía; en esa coyuntura, los discursos efectivamente formulados no solo dicen lo que creen decir: hablan en sus silencios, en sus vacíos, en sus olvidos constitutivos.
En las secuencias discursivas analizadas se observan marcas interdiscursivas de un discurso médico, biologicista, donde la ciudad es un todo viviente tendiente al equilibrio, “una integridad: una lesión hecha en cualquiera de sus órganos repercute en toda ella; si la lesión afecta a una parte vital, puede ocasionar su muerte” (Arq. García Vázquez, presidente de la Sociedad Central de Arquitectos, en “Propone abrir un debate…”, 16/4/1979). Este discurso llega hasta una teratología urbana, donde las autopistas son calificadas como “aberraciones urbanísticas” y “verdaderos engendros” (“Propone abrir un debate…”, 16/4/1979).
Si bien el discurso médico no resulta una novedad ni una especificidad local en la creación ideológica de metáforas de lo urbano (Sennett, 1997), se destaca su emergencia en estrecho vínculo con un segundo discurso: el belicista, que aporta un lenguaje de la violencia política en una coyuntura marcada por operaciones de legitimación del terrorismo de Estado en la denominada “Guerra contra la subversión” (Risler, 2018):
[…] insisto en que la ubicación elegida significa un verdadero atentado llevado en contra de la estética edilicia […] llama la atención que la Sociedad Central de Arquitectos […] y otras entidades guarden silencio ante este verdadero atentado que se está perpetrando en contra del patrimonio artístico-urbanístico de nuestra ciudad. (Rojas 10/04/1979).
La mención al proyecto como un atentado resulta aún más sintomática si se tiene en cuenta que Rojas -un oficial naval devenido vicepresidente de facto de la Nación entre 1955 y 1958- había participado activamente en el golpe de Estado que derrocó al presidente constitucional Juan Domingo Perón, que había tenido un antecedente inmediato en el bombardeo por las Fuerzas Armadas sobre población civil en la Plaza de Mayo en junio de 1955. En la víspera del derrocamiento en septiembre, Rojas comandó la instalación de 19 buques de guerra frente a las instalaciones de la petrolera YPF en la ciudad de Mar del Plata y amenazó con bombardearlas si el presidente no renunciaba.
Pero este discurso excedía al ámbito castrense; constituía un habla disponible: “Nada justificaba esa desacertada ubicación que, a mi juicio, constituye uno de los más graves atentados a la estética de nuestra querida y anárquica ciudad” (Butler, 16/4/1979). “Lo que es del ciudadano peatón, que es mayoría, lo perderá a manos del invasor que es el auto, una minoría” (Arq. Álvarez en “Objeciones a la construcción…”, 10/04/1979). La combinación entre el discurso médico y el bélico da lugar a un lenguaje por el cual la ciudad resulta agredida, lo que, como remisión sintomática, permite figurarse un cuerpo torturado, atormentado.14 Así, las autopistas pueden ser “Un verdadero tajo en el medio urbano” (Arq. García Vázquez en “Propone abrir un debate…”, 16/4/1979). Y:
Una autopista, al igual que una línea férrea, significa el dislocamiento de la unidad de la ciudad, con la diferencia de que mientras las primeras antecedieron a la expansión de las urbes, las segundas implican la mutilación de una unidad preexistente (“Estética y congestión urbana”, 10/04/1979).
Retomando los planteos de Sennett (1997), este análisis lleva a atender a la ciudad simbolizada en los discursos como un cuerpo desdoblado entre un “ideal” -el de la integridad, la plenitud, la coherencia, que se manifestaría no solo en un funcionamiento, sino también en una estética- y una “realidad”, caracterizada como de afeamiento y de enfermedad. La centralidad adquirida por la metáfora corporal, atravesada tanto por el discurso médico y biologicista como por el belicista y de la violencia política, puede interpretarse como un síntoma: por un lado, relativo a la larga temporalidad de la presencia ambivalente de lo corporal en la ciudad occidental (muchas veces bajo la forma de la negación de su condición doliente y deseante) y, por el otro, asociado a la coyuntura más inmediata, marcada por la desaparición forzada y la tortura de algunos cuerpos, la expulsión y erradicación urbana de otros, pero también por la emblematización del “temor al roce”, tanto a partir de la sospecha respecto del otro como de la exaltación de la velocidad y el desplazamiento individual en las autopistas.
¿Un conflicto patrimonial?
El rechazo al proyecto del Banco de Tokyo frente al Palacio de Correos en 1979 muestra que el interés por el pasado de la ciudad no es potestad exclusiva de la ola patrimonialista que se desplegará en Argentina notoriamente a nivel institucional, jurídico, legislativo y cultural luego de 1984, con la reinstauración de la democracia. Visto desde hoy, podría decirse incluso que estamos ante un conflicto patrimonial. Sin embargo, hacerlo supondría un anacronismo, ya que, si bien en ciertos sectores del campo nacional y regional de la arquitectura y en organismos internacionales como la UNESCO, ya existían amplias discusiones sobre lo patrimonial (Heinich, 2009; Méndez, en prensa; Schavelzon, 2008), no se observa en este debate una definición técnica de “patrimonio” ni procedimientos jurídicos que lo impliquen. Como vimos, el Centro Argentino de Arquitectos Paisajistas hablaba de “cosas con valor cultural”, de “algo que tiene valor”.
El término “patrimonio” aparece no obstante en algunos artículos, aunque de forma intercambiable con otras expresiones o calificado de maneras diversas: “patrimonio nacional”, “patrimonio cultural” (Martínez Estrada, 4/4/1979), “patrimonio artístico-urbanístico de nuestra ciudad” (Rojas, 10/4/1979). Es allí una categoría superflua, que no funciona como criterio de clasificación sistemático de objetos y que no remite al discurso de la cultura -como lo hará en la década siguiente- sino al del derecho económico: propiedad, herencia, traspoladas de la titularidad privada al acervo público.
Por todo ello, no es posible hablar de este caso como un antecedente del modo en que, pocos años después, se tramitará la relación tiempo/ciudad. O, a la inversa, sería necesario poner reparos a la idea de que la expansión de la cuestión patrimonial en la década de los ochenta fue una simple ampliación de criterios de lo susceptible de ser preservado o una democratización de los patrimonios (Carrión, 2000; Prats, 2005; Zunino, 2006). En el caso analizado predomina un dispositivo discursivo monumental, heterogéneo respecto del patrimonial, que supone una temporalidad progresiva y acumulativa (y no temporalidades diversas asociadas a identidades culturales diferenciales), valora lo único y lo excepcional (y no lo típico, lo diverso, lo cotidiano), remite a una identidad nacional pretendidamente homogénea (y no a la diversidad cultural), asigna a los objetos preservados valor de Arte o de Historia (más que un valor de autenticidad y antigüedad), y tiene al Estado en su rol civilizatorio (y a sus encarnaciones: el Héroe, el Patriota) como sujeto central (y no a los grupos e identidades culturales: la gente común, los vecinos) (Gorelik 2009; Heinich, 2009; Hernández, 2021; Márquez, 2019).
Desde ya, en términos teórico-metodológicos, la postulación de esta discontinuidad no implica que estos dispositivos discursivos funcionen de manera pura, aislada: es tarea del análisis estudiar las formas de dominancia, sobredeterminación, jerarquización de un dispositivo u otro, o de algún otro modo de tramitar la relación tiempo/ciudad. Y, si bien será tarea de futuras investigaciones demostrar este punto, puede conjeturarse que el desplazamiento del monumento al patrimonio -en tanto dispositivos discursivos relevantes en las formas de objetivación y tratamiento ideológico de la relación entre ciudad y tiempo- debe ser leído en serie con transformaciones de la coyuntura ideológica del último cuarto del siglo XX, donde se trastocan las formas dominantes de la temporalidad (del Progreso a presente expandido).
Conclusiones
Como efecto de la polémica, el 15 de junio de 1979 se dictó una ordenanza municipal por la cual se ponía fin al proyecto de construir la sede bancaria frente al Palacio de Correos. El nuevo Banco de Tokyo se emplazaría en su ubicación inicial de Corrientes y Reconquista y se convocaba al Consejo de Planificación Urbana a estudiar la nueva urbanización del área frente al Palacio.
En la controversia en torno del proyecto del Banco de Tokyo se conjuga la preocupación por el pasado con un régimen de historicidad donde el tiempo es transformación inexorable. En otras palabras, este conflicto está marcado por una coyuntura ideológica signada por el Progreso como temporalidad dominante, cuya dominancia no obstante estaba entrando en crisis para dar lugar a un régimen de historicidad con primacía del presente, que trastocará profundamente las formas de tramitación ideológica de la relación tiempo/ciudad. Este proceso se insinúa en este trabajo, pero deberá ser descripto y analizado en futuros análisis.
Asimismo, los valores predominantes asociados al Palacio de Correos y a su imagen eran estéticos e históricos en un sentido restringido, lo que habilitó una valoración de su carácter monumental manifestada mediante la doble apreciación de su grandeza (el porte físico como soporte material de la valía histórica de una gesta estatal-nacional-liberal) y una concepción idealista de la ciudad como objeto de contemplación.
La centralidad otorgada al aspecto estético remite a la clasificación de Riegl (1987) de los valores de contemporaneidad de los monumentos. Si bien en 1979 en el edificio funcionaba la Secretaría de Telecomunicaciones, ese factor no participa en absoluto a los términos de la discusión, sino que lo que estaba en juego era la necesidad de contemplar el edificio cual obra de arte. Será recién en la década de 1980, que el segundo valor de contemporaneidad, el carácter instrumental, cobrará mayor relevancia, no solo como valoración de los usos preexistentes, sino en el imperativo -presente en los lineamientos internacionales- de integración de los bienes patrimoniales a las necesidades actuales de la vida urbana como requisito para su sustentabilidad.
Siguiendo al mismo autor, la puesta de relieve del valor histórico puede vincularse con un tipo de valor rememorativo: no es el valor rememorativo intencional -lo que quienes lo construyeron buscaron producir como valor perenne- ni el de antigüedad -el más reciente de los tres, que remite al aprecio de las marcas del paso del tiempo como señales de vejez y de autenticidad del objeto. El valor histórico toma al objeto como documento, como testimonio de una etapa, lo que conduce a la vocación de mantenerlo lo más parecido posible a su estadio original (Riegl, 1987).
También el análisis mostró que la identificación argentina -y, como sinécdoque, porteña- prevaleciente comporta una ambivalencia entre una convicción respecto de un destino de grandeza (atada a una identificación imaginaria con Europa y con París) y una sensación de estar experimentando un fracaso (que revela una identificación simbólica con Argentina vista desde “el mundo”).
Finalmente, el trabajo con la interdiscursividad mostró la presencia combinada de un discurso biologicista y médico junto con otro belicista, con remisiones a una coyuntura atravesada por la violencia política. Este hallazgo ofrece una clave de lectura de la discursividad sobre la cuestión urbana a partir de sus silencios y de las manifestaciones sintomáticas de aquello que no encuentra simbolización, pero insiste. Análisis futuros que incluyan otros casos permitirán constituir un archivo que permita dar cuenta de estos procesos interdiscursivos escasamente analizados. Este estudio será relevante para arrojar luz sobre las formas en que se anudaron, en las coyunturas ideológicas de la última dictadura y en los primeros años de la democracia en Argentina, las relaciones entre memoria, espacio urbano y espacio público.