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Polis
versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333
Polis vol.4 no.2 México jul./dic. 2008
Reseñas
En los bordes de lo político
Alejandro López Gallegos*
Jacques Rancière, Buenos Aires, Ediciones la Cebra, 2007, 123 pp.
* Doctor en Estudios Sociales, línea de Procesos Políticos por la UAMIztapalapa. Profesor titular de tiempo parcial en la Licenciatura en Sociología de la UAMAzcapotzalco. Correo electrónico: <alejolo@yahoo.com.mx>.
Democracia. Democracia por todos lados. Se halla en todas partes, a toda hora y reclama de manera incesante nuestra atención. Parece imposible que escape de nuestra mente. Pero ¿se piensa realmente en ella? Acaso lo que existe es, más bien, una cierta urgencia por resolver, un sentimiento de que la democracia está en constante peligro; en medio de las amenazas constantes, la única consigna es actuar para protegerla. Todo a partir de un supuesto, según el cual sabemos de qué se trata la democracia. Pero, ¿lo sabemos? Quizá hoy una provocación mayor sea volver a pensar, desde sus aspectos más básicos, qué es la democracia: ¿qué es el pueblo, el démos, de la democracia? ¿Qué es la igualdad y cuál es su relación con la democracia? Desde estas interrogantes se puede abordar la lectura de este libro del filósofo francés Jacques Rancière.
Es conocida y célebre la colaboración de Rancière con Louis Althusser en Para leer El capital. Menos conocida es su trayectoria intelectual más reciente. Baste decir, por el momento, que la reflexión de Rancière se puede ubicar en el contexto de lo que se denomina teoría radical, un tema que, al menos, tendría la virtud de permitirnos ubicar a un conjunto de pensadores contemporáneos, en quienes la insatisfacción con el pensamiento democrático liberal hegemónico es notoria. Nos referimos a pensadores como Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Slavoj Zizek, Ettiene Balibar, Alain Badiou, por mencionar sólo a algunos. Y en cuanto a la trayectoria de su propia obra, el libro que comentamos en esta ocasión ocupa un lugar de importancia. Aunque apenas en fecha reciente se tradujo al español, esta obra fue publicada originalmente en francés en 1990 y reúne un conjunto de conferencias ofrecidas por el filósofo francés el detalle no deja tener su relevancia ante públicos latinoamericanos entre 1986 y 1988. Es el antecedente directo de una reflexión que alcanza su expresión definida en El desacuerdo. Política y filosofía, publicado en español en 1996. Así que constituye una estación de parada obligatoria para quien se interese por este pensamiento teórico radical acerca de la democracia.1
Situemos, primero, algunas coordenadas básicas de este libro para invitar a su lectura. Es inevitable que el trabajo de Rancière se inscriba dentro de una reflexión, muy específicamente francesa, acerca de la democracia: la de Claude Lefort y su idea de la invención democrática.2 El argumento es conocido. La democracia es un tipo de sociedad donde la sede del Poder esta vacía, y quien la ocupe sólo lo puede hacer de forma temporal, y es necesario que ello ocurra así. La democracia se debe autolimitar si quiere persistir. Porque en el seno de la propia democracia está la ambición de llenar ese vacío en la sede del poder. Pero hacerlo nos conduce hacia el totalitarismo. La democracia debe frenar las ambiciones que ella misma desata.
Rancière ofrece otra respuesta a esta problematización de la democracia. Y lo hace, por decirlo así, desde el otro lado de la moneda. En efecto, si Lefort define a la democracia a partir de la experiencia del totalitarismo estalinista, Rancière lo hace a partir de una situación en la cual la democracia parece haber triunfado globalmente. En Lefort, la experiencia del totalitarismo sirve para hacernos aceptar la "limitación" de la democracia. En Rancière, el triunfo "global" de la democracia debe hacernos comprender la posibilidad de una transformación radical a partir de la propia democracia.
De hecho, el punto de partida de Rancière es esa sobreestimación de la "autolimitación" como actitud política generalizada. Lo que caracteriza al triunfo global de la democracia es la absoluta legitimación de la "prudencia", de un callado e insensible transcurrir de la administración de la política. Rancière conceptualiza esto en términos de una paradoja académica: justo en el momento en que la filosofía política parece recobrar su espacio para expresar el fenómeno político, después de su secuestro por un sociologismo extremo. La política misma parece dejar de ser un problema, de ser interesante; más materia de destreza técnica que de especulación propiamente filosófica:
Vivimos, según se dice, el fin de las divisiones políticas, de los desgarramientos sociales y de los proyectos utópicos. Hemos entrado en la época del esfuerzo productivo común y de la libre circulación del consenso nacional y la competencia internacional [...] ¿Acaso no es justamente este momento [...] que la política pasa a ocupar la función que le asignara el proyecto filosófico, la de acabar con los desórdenes de la política? (pp. 2122).
La actual propensión a la "prudencia", a la "sabia administración" es, según el filósofo francés, una ignorancia intencional acerca de las dimensiones del fenómeno político. Los actuales administradores estatales quieren una política "no politizada". Éste es el problema que se plantea en el ensayo que abre el libro "El fin de la política o la utopía realista". Rancière constata que este "fin de la política" no es esencialmente contemporáneo, no es una etapa en una escala evolutiva del desarrollo político de las sociedades. Es más bien un proyecto viejo enunciado por Platón y Aristóteles, reconvertido en la primera etapa moderna por Alexis de Tocqueville, y finalmente realizado en las sociedades posmodernas de los países de capitalismo avanzado. ¿De qué se trata? Para los filósofos políticos hay un "desorden" fundamental en la sociabilidad humana. Es la existencia de este desorden lo que pone en marcha la actividad del pensamiento sobre la política.3 Porque ese desorden se expresa, en primer lugar, cuando los individuos se ocupan de los asuntos públicos.
El pensamiento acerca de la política dice que ese desorden es contingente, que puede ser eliminado, que, de hecho, debe ser eliminado para aspirar a la constitución de una verdadera comunidad política. Platón dirá: es el okhlos democrático, la turba desordenada de los individuos y sus pasiones y apetitos privados. Aristóteles afirmará: el desorden es la guerra de pobres y ricos, que ha de ser reconducido por el "arte de la política" hacia una conciliación basada en la apropiada distribución de las funciones y pasiones. Tocqueville señalará: es la propia sociedad la que tiene sus mecanismos para pacificar las pasiones de los hombres, para que esas pasiones se complementen entre sí. En todos los casos, la aporía política consiste en que los individuos, más allá de de sus condiciones sociales o económicas, se interesan demasiado en las cosas de la política; es mejor reconducirlos hacia el goce de los placeres privados. Sólo así la comunidad política puede armonizarse. Sociedades sin conflicto, sin paradojas, sin desacuerdos. Los visionarios de la sociedad posmoderna creen haber alcanzado ese estadio ideal con la despolitización generalizada de la política, donde sólo reina lo social y las sociabilidades asentadas en un individualismo que se complementa a sí mismo. Así es como se representa esta sociedad:
Un mundo en que todo el mundo tiene necesidad de todo el mundo, en el que está permitido todo cuanto se enuncie bajo el emblema del goce individual, en el que todo y todos se mezclan, y que sería el de la multiplicidad autopacificada [...] racionalidad producida por el mismo desarrollo, por la autorregulación consensual de las pasiones. Pluralidad, ese sería hoy el nombre del punto de concordancia (pp. 4546).
"Sociedad autorregulada" sin intervención política. Tal es la "utopía realista" a la que se alude en el título de este primer capítulo. No se trata ya del hombre nuevo o la sociedad nueva. Se trata simplemente de que la sociedad desarrolle sus propias tendencias "naturales", guiada de manera ocasional por una sabia administración política. Éste es el fin "apolítico" de la política. Pero, ¿realmente sucede así? Rancière afirma que en nuestras sociedades se refiere específicamente a Francia esta "sociedad autorregulada" se correlaciona con el auge del racismo. En cuanto el conflicto o la posibilidad de desacuerdo político es desterrado de una sociedad, lo que aparece es el odio puro hacia lo externo, hacia el otro. A las sociedades democráticas apolíticas les corresponde el resurgimiento de la xenofobia, del mero odio. Y Rancière se pregunta, ¿acaso quizá, en su intento por hacer desaparecer el "mal político" del conflicto de la comunidad política, no se desata el Mal absoluto del odio al otro? Si es así, entonces no es trivial ni ocioso recuperar, para pensar, la política y la democracia, recuperar categorías tan arcaicas como "lucha de pobres contra ricos", incluso "lucha de clases".
Así, la primera conclusión de Rancière es cautelosa: observar en el conflicto sea como "guerra envidiosa de los pobres contra los ricos" o como la simple proliferación de la opinión anárquica de la multiplicidad de individuos, el obstáculo que impide el surgimiento de la buena "comunidad política", que impide incluso que la "buena" democracia se establezca, es ignorar sus funciones reguladoras. El conflicto político, en efecto, sugiere Rancière, evita que el odio se transforme en una fuerza "naturalizada", en una "guerra racial":
Quizá sea necesario [...] pensar que tanto la guerra política entre partidos, como la guerra social de pobres y ricos [...] comportaban por sí mismas y en su entrelazamiento conflictivo, el poder mal comprendido de remediar el mal radical. Como si esa guerra entre pobres y ricos hubiese, a su manera, pacificado una guerra más antigua (pp. 5455).
De esta manera, la pregunta es: ¿qué es este conflicto que cumple funciones reguladoras? ¿Y cómo concebirlo consustancialmente con la democracia? Es que la comunidad política sólo puede surgir como "espacio polémico". ¿Qué hay, por decirlo así, antes del surgimiento de este espacio polémico? La inercia de lo social, con su división de tareas; la anarquía de la persecución de los placeres privados. Antes de la constitución de la comunidad política, cada individuo ocupa su lugar en la división puramente social de las tareas y de los bienes. Hay superiores e inferiores en ambos sentidos. La sociedad es vista como el orden natural y jerárquico de grupos y de individuos. Según Rancière, en una situación como ésta no hay verdadera "comunidad". Porque la comunidad tiene que ver, ante todo, con la comunicación y no con la adecuada repartición de los cuerpos, las funciones y los bienes. Sólo empieza a haber comunidad, a existir comunicación entre las partes de la comunidad, cuando una parte levanta una voz que debe ser atendida, con lo que proclama su resistencia a ser lo que socialmente se le dice que es. Lo social es mudo. La política surge con la voz en forma de contestación, de polémica, de conflicto. El momento de emergencia de esa voz polémica es democrático, porque establece la igualdad; la igualdad polémica de quienes no están de acuerdo, pero tiene la misma capacidad de entrar en discusión.
Así desembocamos en los siguientes dos ensayos: "Los usos de la democracia" y "La comunidad de los iguales". Rancière es inequívoco: la democracia tiene que ver de manera fundamental con la igualdad. Pero debido a que ello es así, las concepciones predominantes acerca de la democracia tienden a dividirse en dos posiciones que, paradójicamente, parecen no querer tomársela en serio. Para unos, la democracia no puede ser el ideal de la igualdad total, sino el conjunto de reglas y procedimientos que permitirán, en otro momento, redistribuir progresiva y sabiamente lo que produce la desigualdad. Para otros, la democracia es la mascarada, la justificación formal de una estructura que reproduce continuamente la desigualdad. Frente a ambas posiciones habrá que reafirmar la consustancialidad de democracia e igualdad. Pero para lograrlo de manera convincente será necesario reformular algunos de los términos que hacen vulnerable esta asociación.
Por principio de cuentas, la afirmación fuerte de que la democracia tiene que ver fundamentalmente con la igualdad de ninguna manera significa una primacía de lo colectivo sobre lo individual. De hecho, dice Rancière, éste es un malentendido que proviene de una mala lectura -que, sin embargo, se ha convertido en lugar común para la cultura contemporánea- de la democracia antigua, de la democracia griega. Para ser más precisos, una mala lectura de la forma en que el pensamiento griego entendió su democracia. Porque en ninguna parte de los escritos de Platón o de Aristóteles, dice el filósofo francés, la democracia es contrapuesta a la expresión de los individuos. Antes bien, lo contrario. Con ironía, Rancière observa que la descripción realizada por Platón de la Atenas democrática bien podría ser utilizada para describir a las sociedades democráticas individualistas posmodernas del capitalismo avanzado. Por tanto, no hubo una destrucción del ideal democrático con el surgimiento de la sociedad moderna y su individualismo. El autor sostiene que la crítica que le adjudica a la democracia el papel de máscara que oculta las desigualdades reales, que la democracia por sí misma no puede hacer nada para resolver esas desigualdades, se fundamenta, quizá sin saberlo, en una forma reaccionaria de pensamiento; a saber, el pensamiento conservador que vio en la Revolución francesa la empresa de demolición del orden orgánico y natural de esa sociedad, colocando en su lugar la libertad corrosiva de los individuos.
Por tanto, igualdad no significa homogeneidad, primacía de lo colectivo sobre lo individual. Por lo mismo, la democracia permite, en efecto, construir una igualdad efectiva, a despecho de lo que dicen los escépticos desde el procedimentalismo democrático. Pero no será esa igualdad que sostiene la crítica social de la democracia. Rancière lo dice sin ambages:
"La idea de igualdad social es una contradicción in adjecto" (p. 109). La apuesta es radical. Si la igualdad ha de seguir considerándose como un principio fundador del pensamiento de izquierda -o de una reflexión crítica sobre la democracia-, Rancière sugiere que no ha de hacérsele equivalente -o al menos, no sólo- a prácticas e instituciones de redistribución de tareas y recompensas sociales. Cuando sólo se la concibe de este modo, la igualdad, tarde o temprano, termina siendo su contrario, desencadenando la envidia y el sentimiento de injusticia. Rancière ilustra esto con la referencia a la idea de "igualdad mediante el trabajo", propia del socialismo utópico francés. ¿Por qué, se pregunta Rancière, se arruina el principio igualitario del trabajo? Porque al pretender que el trabajo sea considerado como la única actividad verdaderamente humana -y por tanto lo que hace a los seres humanos universalmente iguales-, se deja de lado la forma en que los individuos se relacionan con los frutos del trabajo. Es decir, hay una irreductible diferencia entre la lógica de la distribución -y redistribución- de las tareas sociales y la lógica de distribución y redistribución de los bienes sociales. A partir de esta irreductibilidad se asoma el rostro de la envida, pronta a suspender cualquier solidaridad que se pueda desprender del proceso de trabajo. Porque toda distribución de tareas y bienes siempre entraña la sospecha de que alguien me ha esquilmado algo, de que otro goza más que yo debido a la forma de la distribución. Rancière ilustra perfectamente esta lógica de la envidia cuando hace referencia a la comunidad de Icaria, el proyecto comunista utópico que Etiene Cabet trató de establecer en Texas:
Por un lado, aquellos que parten a América queman sus naves. Se expatrian y entregan todos sus bienes a la comunidad para ir a fundar Icaria en el desierto. Los que se quedan en Francia sacan un doble provecho de ellos. Disfrutan anticipadamente al ver su sueño fraternal realizado por el trabajo de otros. Si más tarde llegan a venir, gozarán de los frutos de ese trabajo fundador [...]. Pero la relación también puede ser inversa: aquellos que se van dejan la miseria y la represión del viejo mundo; dejan a los que se quedan la preocupación de ser comunistas y fraternales en el mundo de la explotación y de procurar encontrar suficiente trabajo para sostener con sus subvenciones a los hermanos de Icaria (p. 106).
La sospecha termina instalándose, así, entre los trabajadores comunistas, lo que destruye su solidaridad. La envidia, en cierto modo, es una variante del problema de la igualdad simple, formulado ya por Michael Walzer: la mera redistribución simple de los bienes produce la lógica autodestructiva de la envidia y la acumulación; para evitarlo habrá de constituirse una identidad que vigile el cumplimiento del principio igualitario de la distribución. Pero así se habrá anulado el propio principio igualitario: la entidad tendrá que ser superior a la comunidad de los iguales. Por supuesto, Rancière no seguirá el camino de Walzer para resolver el enigma de la igualdad. Para nuestro autor la igualdad relevante en términos de la democracia no es la que proviene de la redistribución de tareas y bienes -al menos, no en principio-, sino lo que llamará la igualdad de las inteligencias. Lo que Rancière sostiene es que hay que partir de otra captación universalista de lo humano. No es el trabajo sino la comunicación la dimensión universalista de lo humano. Por ello, la experiencia de la igualdad -y de la desigualdad- se capta primeramente en el acto del habla. Primero, del lado de la igualdad, porque todo intercambio de actos de habla implica el supuesto de que aquél a quien me dirijo tiene la misma capacidad que yo de entender lo que digo. Segundo, por el lado de la desigualdad, porque ésta siempre tendrá que explicarse, es decir, justificarse a través de un acto de habla.
Así pues, la igualdad democrática es esta igualdad de los seres parlantes. La igualdad, por tanto, no es del orden institucional, organizacional o sociológico. Es del orden de la virtualidad, aunque no por ello menos material. Es del orden de la experiencia más que de la organización. De esta forma, la igualdad no es un estatuto; es actualizable y momentánea. Pero no por ello deja de tener efectos en lo social.
Rancière no afirma que la persecución de la igualdad social sea inútil o innecesaria, o que incluso se haya dejado de buscar. ¿No es acaso un hecho que los gobiernos contemporáneos, nominalmente de izquierda o de derecha, apelan por igual a la necesidad de sociedades más igualitarias? ¿Acaso no estamos rodeados de iniciativas, desde los gobiernos y los círculos empresariales, para aliviar la creciente desigualdad, desde iniciativas filantrópicas, hasta modelos renovados de política social? La búsqueda de la igualdad social es la preocupación constante de los gobiernos. Incluso es una preocupación constante en relación con la democracia. Buena parte del pensamiento contemporáneo acerca de la democracia constata a diario que ésta se encuentra en constante peligro porque no hay una "ciudadanía" a la altura de sus obligaciones para sostenerla. Y, por supuesto, en buena medida ello es así porque los todavía-no-buenos-ciudadanos carecen de los recursos que los harían razonables, participativos, responsables, atentos, etcétera.
Para Rancière, este tipo de pensamiento sería una especie de formación reactiva frente a los efectos propios de la democracia en tanto dispositivo que pone en acto la igualdad universal de los hombres. Porque la igualdad de los seres parlantes -que también llama igualdad de las inteligencias no está por fuerza en relación con la posesión o carencia de recursos, sino de una capacidad ontológica humana, cuya puesta en acción puede sorprender y de hecho causa conmoción en quien la percibe. Así lo señala Rancière cuando menciona a los obreros franceses en huelga en 1848, o a los estudiantes en huelga en 1986. La igualdad que ambos movimientos ponen de manifiesto es, simplemente, la que se da entre individuos que asumen la creencia de que ellos también, cualesquiera que sean sus limitaciones cognitivas, pueden opinar seriamente acerca de los asuntos públicos que piensan que los afectan a ellos y a otros, y que sus opiniones deben ser consideradas con toda seriedad por los demás y por los gobiernos. En esto, tan simple pero tan difícil, reside para Rancière la participación democrática.
Se trata de una crítica a otras dos concepciones de la participación. Por un lado, aquella que vería en la participación democrática algo que siempre está por venir y que se expresaría sólo muy local o parcialmente: la participación de los "buenos ciudadanos", limpia, razonable, sin estridencias. Por otro, aquella concepción que retraduce en otras formas un viejo tema de izquierda: la movilización y participación total. Frente a ambas, Rancière opone lo que llama "un conjunto contingente de prácticas y discursos", por los cuales la "comunidad de los iguales" surge de tanto en tanto para "democratizar" el gobierno y las sociedades. El autor recupera, así -pero ninguna tiene de por sí un privilegio normativo- las múltiples formas de "protesta y participación popular"; todo aquello en lo que unos ven simplemente "desorden", "inmadurez" o "crimen", o que otros ven como "insuficiente" o "precario": manifestaciones callejeras, ocupaciones de fábricas, barricadas y bloqueos, etcétera. Todas estas prácticas y discursos contingenes son la democracia en acción. Conclusión que invita a la polémica y a la incomodidad. Porque Rancière parece no ofrecer aquello que, según algunos, debería interesarnos más: ¿qué instituciones, qué organizaciones, qué procedimientos, qué reglas permitirían tener un mejor orden democrático? Aquí su opinión es radicalmente antiinstitucional: la democracia y la igualdad no se encuentran en las instituciones, reglas o procedimientos; es lo que está detrás de ellas, es el terreno ignorado de donde surgen las instituciones actuales, y es en ese terreno de polémicas, intervenciones callejeras, presencia de los individuos coaligados temporalmente en una protesta hacia las injusticias, de donde surgirán las verdaderas innovaciones institucionales de la democracia:
La idea de participación mezcla dos ideas de origen diferente: la idea reformadora de mediación necesaria entre el centro y la periferia y la idea revolucionaria de actividad permanente de los sujetos ciudadanos en todos los dominios. La mezcla de ambos produce esa idea bastarda que asigna, como lugar de ejercicio para la permanencia democrática, la ocupación de los espacios vacíos del poder. Mas la permanencia de la democracia, ¿no supone más bien su movilidad, su capacidad de desplazar los lugares y las formas de participación? Este poder que algunos obreros han adquirido mostrando durante una huelga que podían, en esa circunstancia, administrar su fábrica, ¿por qué tendríamos que desear que encuentre su perfección realizándose en permanencia bajo la forma de la autogestión? [...] La verdadera participación es la invención de ese sujeto imprevisible que hoy día ocupa la calle, ese movimiento que no nace de otra cosa que de la democracia misma. La garantía de la permanencia democrática no pasa por ocupar todos los tiempos muertos y los espacios vacíos por medios de formas de participación o contrapoder; pasa por la renovación de los actores y de la forma de su actuar, por la posibilidad, siempre abierta, de una emergencia de ese sujeto que eclipsa (pp. 87-88).
Esto quiere decir, de manera desafiante: la democracia no es una cuestión de ingeniería; ha sido históricamente, lo es hoy y lo será siempre, una cuestión de lucha. Se podrá estar de acuerdo o no, se podrá matizar la afirmación o no, pero la lectura del libro de Rancière es obligatoria para quien, desde el acuerdo o el escepticismo, quiera pensar esta presencia masiva de la "democracia".
1 Inevitable sería referir a otra obra más reciente para complementar esta comprensión: El odio a la democracia, publicado en 2006 por la editorial Amorrortu. [ Links ]
2 Lo cual, por otra parte, reconoce explícitamente el autor. Véase la nota al pie de la página 56.
3 En El desacuerdo, Rancière asienta: la filosofía política -la reflexión sobre la política- es ante todo la constatación de un problema, de un encuentro con algo Real que toma la forma de "una paradoja, de un conflicto, de una aporía específica". Así, la "filosofía se convierte en 'política' cuando acoge la aporía o la confusión propia de la política". ¿Y cuándo o cómo surge esta aporía de la política? Cuando se constata que la política empírica se resiste a cada uno de los intentos por convertirla en la administración racional de los bienes que competen al interés de toda la comunidad política. En suma, dice Rancière, cuando nos percatamos de que en el núcleo de la política se encuentra el desacuerdo.