Cada año construiré mil escuelas rurales" fue la promesa del general Plutarco Elías Calles cuando ascendió a la Presidencia de la República en 1924. Si bien esta meta no se alcanzó, cuatro años después, al concluir su administración, los resultados fueron varias veces superiores a lo obtenido por el régimen precedente. Para dar continuidad al impulso de una política iniciada por el presidente Álvaro Obregón y su secretario José Vasconcelos, Calles lanzó un ambicioso proyecto dirigido al sector más atrasado de la sociedad mexicana, con un enfoque basado en las teorías del filósofo y pedagogo norteamericano John Dewey. En un esfuerzo sin precedentes —hay que recordar la activa hostilidad de los Estados Unidos y de la Iglesia Católica—, el régimen callista definió en grandes líneas su programa educativo: construcción de escuelas a lo largo y ancho del país, alfabetizar para mejorar la vida de las comunidades, preparar a los mexicanos en actividades prácticas, mantener el carácter laico de la educación y, por vez primera, mirar hacia el indígena como elemento social de particularidades culturales propias, buscando al mismo tiempo su integración al resto de la sociedad.
Este trabajo responde a la pregunta de cómo se definieron y se desarrollaron las líneas distintivas del sistema educativo rural iniciado en la década de 1920, durante la etapa que correspondió a la Presidencia del general Plutarco Elías Calles. Se partió de la hipótesis de que el esfuerzo continuado del gobierno anterior en la materia, por parte de José Vasconcelos, también significó cambios sustantivos en cuanto a perspectiva y aplicación en el campo. Tales líneas se trazaron con el propósito de superar un orden de cosas harto desfavorable para la población rural, así como la precaria situación del campesinado a resultas de un rezago histórico acentuado por el largo conflicto armado; además debido a la conveniencia de establecer un modelo pedagógico basado en las teorías deweyanas y a la elaboración de una política inédita concerniente a los jóvenes indígenas, el sector más atrasado entre los más atrasados del campo. Con este objetivo se realizó una revisión exhaustiva de la información educativa de la época, en la que predominaron las fuentes oficiales, estudios de expertos en educación y su historia, opiniones editoriales de interesados en el tema, y pronunciamientos diversos aparecidos en la prensa de la época, en particular del periódico capitalino El Universal.
A Calles le gustaba evocar en público su pasado como maestro y su interés por el tema educativo desde su periodo como gobernador de Sonora. Durante su administración estatal, —le gustaba decir— la mayor parte del presupuesto se dedicó a la educación pública y construyó escuelas elementales tanto en los centros de población más importantes, con establecimientos apropiados y maestros bien remunerados, como en zonas más apartadas. Recordaba que la Escuela Industrial Cruz Gálvez fue la primera de su tipo en la República y que "verdaderas caravanas o trenes de profesores" llegaban a Sonora en esa época. A iniciativa suya se establecieron honores para el profesorado, tales como la designación de un mentor para ocupar un escaño en el congreso local, con derecho a voz y a voto como los demás diputados. Esta experiencia no tuvo lugar en ninguna otra parte de la República.
Los inicios de la política educativa posrevolucionaria
La política educativa posrevolucionaria alcanzó su primera definición en el proyecto de ley que el presidente Álvaro Obregón envió a la XXIX Legislatura del Congreso para fundar la Secretaría de Educación Pública (SEP). Vasconcelos, en su calidad de secretario del ramo durante buena parte del periodo obregonista, fue el encargado de iniciar el proyecto de una educación acorde con la ideología revolucionaria. El gobierno apuntó al desarrollo prioritario de las escuelas rurales, primarias y técnicas; secundariamente, a las de nivel superior, o sea, las escuelas universitarias, semilleros tradicionales de profesionales e intelectuales. Cada estado o territorio tendría al menos una escuela técnica y el país cuatro universidades "autónomas y libres". La idea era lograr la unidad, inspirada en la Revolución, desde la escuela elemental hasta la universidad. Esta política incluía las escuelas "especiales de indios", donde los habitantes originarios aprenderían el castellano, rudimentos de higiene y economía y manejo de maquinaria agrícola e industrial, aunque sin mayor trascendencia (Mejía, 1981: 200-201).
El problema más urgente por resolver era acabar, o al menos reducir en forma significativa, el analfabetismo, la peste de los pobres del campo; en especial para los indígenas asentados en las tierras altas y agrestes del país, a variable distancia de los centros urbanos. El escaso y deficiente castellano de este grupo —inexistente para efectos prácticos—, los mantenía en una condición monolingüe, y si a ello agregamos la gran cantidad de lenguas y dialectos existentes, el problema era de una singular complejidad. Como en antaño, el español era su lengua franca, con todas sus limitaciones. Por estas y otras razones, la alfabetización fue vista como condición para el desarrollo del país y la supervivencia de grupos enteros, puesto que la marginación de las letras repercutía en su salud, la producción y la defensa ante los abusos.
Esa tarea supuso un paso adelante en la integración social del país porque puso en contacto a las poblaciones rurales con sus mentores, de orígenes y posiciones sociales distintas. Reparto de libros gratuitos, establecimiento de bibliotecas en todo el país, misiones culturales, escuelas rurales en los cuatro puntos cardinales, conferencias, visitas de intelectuales extranjeros, becas, promoción de la educación física y salud colectiva, significaron el sello histórico de una administración. La energía social nunca había sido empeñada en un esfuerzo semejante de entrega a la educación y la cultura, a pesar de que la magnitud del problema rebasaba todos los recursos materiales y humanos existentes, lo que quedaba después de una larga lucha civil.
El sucesor del presidente Álvaro Obregón en el cuatrienio 1924-1928 llevó a la SEP, primero, al doctor José Manuel Puig Casauranc, político destacado y director de la campaña presidencial callista, y hacia el final del periodo, al profesor Moisés Sáenz. Es preciso señalar que esta dupla trabajó de manera conjunta en el diseño y puesta en práctica de la segunda fase de la política educativa posrevolucionaria, caracterizada, según veremos, por su empeño no sólo para continuar la meta de educar a los más pobres, sino también para dirigir el esfuerzo educativo hacia el mejoramiento material —y moral— de las comunidades. La idea prevaleciente en este periodo fue la de dar un "para qué" específico a la educación popular, enfatizando los conocimientos prácticos capaces de llevar sus beneficios hacia la producción agrícola y ganadera, la industrial, la salud e higiene pública o el desarrollo de los recursos naturales; por cierto, esa postura motivó ácidas críticas del, en ese momento, ex secretario Vasconcelos, quien la juzgó como una versión mexicana de la educación de los Estados Unidos. Puig, si bien continuó las líneas generales desarrolladas en el periodo obregonista, impuso rumbos y contenidos propios a la política educativa; carente del brillo vasconcelista e ignorado más de la cuenta en esta fase de su vida pública, Puig fue intérprete eficaz de un mandatario que tenía al tema educativo en alta estima.
La escuela rural
El antecedente de las escuelas rurales, en sentido estricto, se encontró en la ley del 30 de mayo de 1911, por medio de la cual se aceptó la obligación del gobierno federal de hacerse cargo de la educación fuera del Distrito Federal y los territorios. Al día siguiente se estableció que el Ejecutivo estaba autorizado para fundar las llamadas escuelas "de instrucción rudimentaria", cuyos propósitos eran enseñar a "hablar, leer y escribir castellano y ejecutar las operaciones fundamentales y más usuales de la aritmética". Parece obvio que esta instrucción rudimentaria se dirigía, sin decirlo, a los indígenas, y la ley correspondiente se aplicó hasta el gobierno de Madero. El ingeniero Alberto J. Pani, subsecretario de Educación en ese entonces, encontró que tales escuelas impartían "una enseñanza meramente abstracta y de carácter instructivo absolutamente rudimentarias...", por lo que "serían absolutamente inútiles para el progreso del país... ya que, en último extremo, lo único que se iba a lograr si acaso... era destruir en ínfima proporción el analfabetismo, sin dar al pueblo desanalfabetizado, al mismo tiempo, medios o conocimientos o ventajas para su mejoramiento de orden económico y social." Acto seguido, antes de poner en práctica la citada ley, Pani levantó una encuesta pública que arrojó como resultado que la escuela rural "de ningún modo debe ser un establecimiento donde se imparta una enseñanza unilateral abstracta, meramente instructiva, como quería y ordenaba el decreto de 1911" (SEP, 1927: XVIII-XIX). Años después, a fin de ampliar las ideas de Pani, Puig Casauranc señaló que las escuelas rurales debían promover un sistema compuesto de un valor "instructivo o informativo", un valor "utilitario o práctico", un "valor disciplinario" y un "valor socialista de cultura". El "valor informativo" era más amplio que el mero propósito de "aprender a leer y a escribir en castellano y las reglas elementales de aritmética", ya que incluía otras materias, como historia general, geografía y elementos de instrucción cívica. El "valor utilitario o práctico" consistía en el aprendizaje de nociones de agricultura y de aplicaciones industriales, de acuerdo con los cultivos regionales y las materias primas de cada zona. El "valor disciplinario" pretendía conseguirse a través del aprendizaje por el educando de sus deberes y derechos. Por último, "un valor socializante de cultura", para cuyo desarrollo se crearon las misiones culturales, dirigidas a acercar al pueblo a la escuela.
Como en todo el sistema educativo, el sustento pedagógico estaba en la filosofía de John Dewey, de quien Puig recordaba su definición de la educación como, "suma total de procesos por medio de los cuales una comunidad o un grupo social, pequeño o grande, transmite su poder adquirido y sus propósitos, con la mira de asegurar su propia existencia continua y crecimiento." Esta "definición filosófica", en opinión del Secretario de Educación, "está ampliamente satisfecha con los 'valores educativos' que procuramos desarrollar en la escuela rural" (SEP, 1927: XXI). Y la escuela rural también tenía una alta misión, la de promover la "cohesión social":
en donde el maestro considerara su principal deber abrir los ojos a la conciencia de los ricos y de humildes, hacer un llamamiento a los sentimientos de generosidad y de elevación que existen latentes en todos los hombres; procurar una cooperación de todas las clases sociales para la obra de redención nacional, y lograr, en fin, el aumento de la capacidad económica de los educandos para que lleguemos alguna vez en nuestro México a tener una verdadera Patria en que no haya mil privilegiados de la fortuna o del saber, al lado de millones y millones de eternos miserables. La escuela rural ha de ser sobre todo...un centro de acercamiento y de unión de la gran familia mexicana (SEP, 1927a: 24).
En la búsqueda de despertar un efecto solidario, la SEP giró 2,005 cartas a otros tantos industriales y agricultores, en las que los invitó a ser "generosos y patriotas" y a cumplir la obligación constitucional señalada en el artículo 123 —que exigía a los patrones proporcionar educación a sus trabajadores y familias—. De poco sirvió llamar a la buena conciencia o amenazar con castigos: solamente veinte contestaron que iniciarían de inmediato la construcción de escuelas aledañas a sus establecimientos productivos. La mayor parte ni siquiera se molestó en contestar las misivas, y la totalidad de las 962 nuevas escuelas rurales fundadas en 1925 fueron pagadas por el gobierno federal, poblaciones locales, autoridades municipales o vecinos prominentes, mas no por hacendados ni industriales de las rancherías y pequeños poblados en donde se establecieron estas nuevas escuelas.1
Las diferencias abismales entre una población campesina mayoritaria y una minoría radicada en la ciudad de México y en otras ciudades menores, el asfixiante aislamiento sufrido por extensas regiones del país, y en general la discriminación sufrida por los pobres y sobre todo los indígenas, fueron retos de insuperables proporciones desde el principio de la reconstrucción. El esfuerzo educativo de la Secretaría de Instrucción Pública del Porfiriato estuvo dirigido, en el mejor de los casos, a la capital, mientras que el resto del país estuvo relegado. Por lo tanto, la autoridad educativa posrevolucionaria se abocó a poner en práctica un nuevo modelo —construido sobre la marcha— a fin de atender a los niños y jóvenes del campo.
El establecimiento de escuelas rurales, labor primordial para el gobierno callista, se realizó a través de la construcción de planteles en los lugares más pequeños, donde nunca habían existido aulas o que se encontraban en situación de abandono (Puig, 1928: XII-XIII). Puesta en marcha la educación rural, la dimensión del esfuerzo se apreció desde el primer momento: había que explicar a los campesinos qué era la escuela y qué debía esperarse de ella, e invitarlos a construir aulas y albergues. El entusiasmo que la autoridad escolar logró despertar en muchos habitantes del medio rural se tradujo en su cooperación material para construir los espacios de la enseñanza y adquirir equipo y mobiliario.
Sin exagerar —afirmó Narciso Bassols, secretario de Educación en un periodo posterior— siquiera levemente el significado de la cooperación de los indígenas en la creación de escuelas, debo afirmar que desde la época de la Colonia española, cuando en cada pueblo levantó su iglesia, no se había dado un paso de tanta importancia en la consolidación de la vida comunal del país. Las iglesias en muchas poblaciones han envejecido, se han derrumbado ya por los terremotos y el abandono, y frente a ellas aparece la casa de la escuela, como centro vivo de la comunidad y núcleo ineludible de su vida futura (Labra, 1985: 42).
El propósito de la administración callista fue llegar al menos al número mil de escuelas rurales al año, dedicadas no solamente a realizar la labor instructora, sino a convertirse en puntos de progreso de los miembros de la comunidad, en instrumentos para elevar su nivel de vida. Así lo expresaba el presidente Calles en su primer informe de gobierno:
Por el plan de trabajo dictado para las escuelas rurales, se ha querido conseguir que la escuela rural llegue a ser el centro y el origen de actividades sociales benéficas a la comunidad, siempre del todo alejadas de política electoral o personalista, y que los conocimientos que los alumnos adquieran en esos establecimientos les abran nuevos horizontes de una vida mejor, por la adquisición de habilidades manuales y espirituales que se traduzcan en aumento de su capacidad económica." (Cámara de Diputados, 1985: T. III, 701)
El esfuerzo empeñado por el régimen del presidente Calles en esta materia se tradujo en que en 1928 operaran 3,392 escuelas de esta clase, atendidas por 4,445 maestros (Zertuche, 1988: 62). La cifra contrasta con las 960 escuelas rurales fundadas durante el régimen de Obregón y, desde luego, con todas las administraciones anteriores, que dejaron un legado insuficiente en esta materia (Puig, 1926: 173).
La mecánica educativa en la comunidad
La base sobre la que se sostendría la escuela rural fue el desarrollo comunitario impulsado por la fuerza interna de la sociedad rural y apoyado desde fuera.
Dicho desarrollo exigía una organización inicial a partir de las necesidades de los campesinos, la vinculación entre lo deseable y lo posible, la elaboración de programas de trabajo por parte de la comunidad y, de manera destacada, el deber de la escuela rural de "organizar, orientar y encauzar las actividades comunales con niños, jóvenes y adultos en todas las manifestaciones de la vida social".
El programa de los educandos se regía en general dentro de una amplia liberalidad: no existirían lecciones orales, "programas desarticulados", horarios rígidos ni reglas estrechas. Se descartaban la "monótona" escritura y lectura y "las ideas hechas de lecciones fragmentadas" en beneficio del "trabajo cooperativo, práctico y de utilidad". Las actividades realizadas debían servir "para explicar los hechos de los fenómenos naturales y sociales, por lo que se carece de programas estáticos que sólo los profesores suelen entender". Se proscribieron los premios y castigos "para dejar al educando toda su libertad y espontaneidad, porque la conducta humana, como la virtud y la verdad, no se enseña teóricamente, sino por el uso personal de la libertad". Se estableció también "el gobierno de los alumnos" a través de comités, y no se jugaba a la democracia "puesto que es [o era] la democracia misma". La actividad escolar implicaba el mejoramiento de la salud física y mental, la compatibilidad entre juego y trabajo como sus principales elementos, el encauzamiento de las energías personales, "en función del interés social" y la convivencia libre de niñas y niños "a fin de que compartan una vida sana y sin prejuicios, libre y ordenada".
La didáctica escolar operaría de una manera distinta a la tradicional. Por ejemplo, la geografía no se aprendería de los textos de la materia, sino a través del recorrido de los alumnos por su comarca para conocer las fuentes de materias primas, topografía, flora, fauna, ubicación de los centros de población, así como las necesidades y circunstancias de sus habitantes. La historia escolar sería la del desarrollo de la civilización de la ciencia, la tecnología y los inventos; la búsqueda del ser humano de la justicia y libertad, y las efemérides nacionales, no la descripción de batallas o personajes de la política y la milicia en el mundo. Enriquecían el currículum escolar la conversación, los bailables, cantos, el dibujo, la lectura, la escritura, las composiciones, los deportes, las excursiones, la natación y el cuidado de la salud.
Los estudiantes ligaban los conocimientos del aula con los de carácter productivo en la línea de la práctica para modificar las condiciones de vida de la comunidad circundante. Por aquí y por allá surgieron huertos frutales, plantaciones de flores y verduras, gallineros, establos, apiarios, para que el niño y el joven, con la guía de sus maestros, mejoraran la producción agrícola local. A partir de sus productos y de otras materias primas se establecían pequeñas industrias como fabricación de quesos y jabones, extracción de aceites y grasas, recolección de miel, despepite de algodón, cantería, curtiduría, tejidos, carpintería, albañilería, alfarería, cestería o juguetería, y en la medida de lo posible, aprendizaje y práctica de la mecánica, manejo y reparación de vehículos (tractores, trilladores, automóviles), máquinas de coser, relojes, aparatos de radio. Periódicamente se impartían conferencias y pláticas sobre temas sociales del momento como la reforma agraria, la organización comunitaria, la educación y la cultura (Mejía, 1981: 203-205).
Hacia el final del periodo callista, el profesor Moisés Sáenz, secretario encargado de la SEP, señalaba que, aunque se había logrado "cubrir un radio amplio en la lucha contra el analfabetismo, se requería la fundación de al menos de veinte mil escuelas rurales más, a fin de garantizar a todos los niños en edad escolar un lugar para el aprendizaje." Calculaba que millón y medio de infantes no tenían escuelas a donde asistir y de ellos, alrededor de un millón eran indígenas y campesinos.
Hacia fines de 1926 funcionaban en el país, sostenidas por los gobiernos locales, aproximadamente seis mil escuelas llamadas rurales, independientemente de las que ya sostenía el gobierno federal en el campo. Sáenz puso en relieve el sistema socializado de la escuela rural mexicana a partir de 1925, que comenzaba por "enseñar a vivir a los indios, niños y adultos, que pueblan la escuelita durante el año. No se sabe dónde termina la escuela ni dónde comienza el pueblo, allí donde ha llegado el moderno sistema de educación rural".2 A pesar del énfasis en la educación rural, el régimen mantuvo que buscaba hacer llegar los beneficios de la educación "a las grandes masas de la familia mexicana":
...la educación rural era para incorporar a los campesinos al grupo social; la educación primaria, que dará a las masas un mínimo de cultura y preparación para la vida; la universitaria, para formar a nuestros líderes científicos y artísticos y a nuestros expertos técnico-científicos: la de artes y oficios destinada a apresurar la liberación económica de nuestras gentes, todas son igualmente necesarias, difieren por su misma naturaleza en extensión y en intensidad, no en dignidad o importancia...3
A pocos días de tomar posesión como secretario de Educación Pública, el 6 de diciembre de 1924, Puig envió un mensaje radiofónico desde el edificio de su dependencia, en el que llamó "a la colaboración generosa de todos los hombres bien intencionados de México" ante la falta de maestros competentes y especializados para las escuelas rurales, sobre todo en las que predominaban los indígenas. Observó que, "con dolorosa frecuencia", los maestros se resistían a dejar las ciudades y dirigirse al medio rural, por lo que "muy a menudo se debía recurrir al personal sobrante de la población de maestros urbanos", que frecuentemente no tenían "ni la preparación mental ni el entusiasmo necesario para la obra". Por este motivo, habló de la necesidad de reclutar a "nuevos cruzados de la patria futura entre los hombres de buena voluntad que en cada región conozcan las necesidades del medio y de la población escolar adyacente, y para reclutar hemos menester del concurso y del consejo del público."4
Las aspiraciones de la SEP eran magníficas pero las tareas de los profesores se hacían en condiciones harto desventajosas, ya que en el campo predominaban formas de vida que se resistían a cualquier cambio inducido desde fuera. La díada dominante —el sacerdote y el cacique— con frecuencia imposibilitaba la tarea educativa. Los contenidos de la enseñanza podrían constituir una amenaza para los poderes locales, sin mencionar la interacción de los profesores con la comunidad. La convivencia entre los maestros y los habitantes —pláticas, orientaciones sobre higiene, antialcoholismo, recreación, fiestas simples, juegos, canciones, coros o grupos deportivos— tenían su contraparte en el púlpito, donde los sacerdotes señalaban a "los fuereños" como "enemigos de Dios y la Santa Iglesia" y hasta incitaban a los feligreses a amotinarse contra ellos. Por lo tanto, curas y hacendados fueron los enemigos más acérrimos de la escuela rural, y no la combatían porque "fuera del diablo, protestantes o masones", sino simplemente porque eran escuelas. Superstición, fanatismo e ignorancia, armas al servicio de esos personajes, dificultaron grandemente la difusión educativa en muchas partes (Sierra, 1973: 175-185).
Educación para el maestro rural
En los inicios del régimen, la SEP reclutó maestros que no tenían título de normalistas pero sí antecedentes profesionales y alguna técnica elemental para llevar a cabo tareas en el campo. En 1925, el profesor Lauro Aguirre transformó la antigua Escuela Normal para Profesores de Instrucción Primaria en la Escuela Nacional de Maestros (enm) para responder a la demanda urgente de formar los profesionales necesarios para asumir las metas educativas del gobierno. La enm se propuso, entre otras tareas: a) formar maestros rurales y urbanos de educación primaria, misioneros, técnicos en educación y educadoras para jardines de niños; b) fundar la acción formativa en la enseñanza de oficios y pequeñas industrias con base en los estudios de botánica, zoología, física, química, pedagogía y psicología, y c) hacer de la escuela un verdadero centro de pedagogía nacional para orientar la actividad educativa del país (Mejía, 1981: 212).
Mientras los maestros "prácticos" eran entrenados para desempeñar su cometido, se fundaron escuelas para preparar debidamente a los maestros en el medio rural. Así, el 20 de julio de 1925, Puig Casauranc dictó un acuerdo dirigido al jefe del Departamento de Escuelas Rurales e Incorporación Cultural Indígena a fin de crear una escuela regional para maestros rurales que sería conocida como la Escuela Normal Rural de San Antonio de la Cal, Oaxaca, en el edificio y anexos de lo que fue la Sub-estación Experimental Agrícola de Oaxaca. Esta institución sería el modelo de las que siguieron, destinadas a preparar a los maestros para las escuelas de las pequeñas comunidades y los centros indígenas, procurar el mejoramiento profesional y cultural de los maestros por medio de los "cursos temporales de vacaciones", e incorporar a las pequeñas comunidades al progreso general del país mediante los trabajos de "extensión educativa" que realizaran esas instituciones (SEP, Escuelas Normales Rurales, 1927: 278).
Las escuelas normales rurales debían tener internado y tierras de cultivo de buena calidad con tamaño suficiente para trabajos de hortaliza, jardinería, huerto de frutales y cultivos generales. La extensión de tierras aprovechables no sería inferior a las seis hectáreas y, si la precipitación pluvial de la región lo permitía, la finca contaría con agua de regadío. El solar para instalar la escuela debía contar con locales suficientes para establecer talleres de oficios, pequeñas industrias rurales y crianza de animales domésticos. Los cursos regulares para la formación de maestros rurales estarían dirigidos a su preparación académica (indispensable para el trabajo de incorporación cultural), profesional (que los capacitara para el ejercicio del magisterio) y práctica (en la agricultura y crianza de animales, oficios e industrias rurales). Entre las escuelas normales para maestros más destacadas se encontraron las de Tacámbaro, Michoacán; Xocoyucan, Tlaxcala; Tixtla, Guerrero; Juchitán, Oaxaca; Acapatzingo, Morelos; Izúcar de Matamoros, Puebla; Molango, Hidalgo; San Juan del Río, Querétaro, y Río Verde, San Luis Potosí (SEP, Escuelas Nacionales Rurales, 1927: 273).
El esfuerzo desplegado por los maestros que trabajaron en el campo puede considerarse heroico, ya que a menudo expusieron sus vidas y empeñaron su porvenir profesional en aras de la instrucción de los más pobres. En este punto es inevitable referirse a la "mística revolucionaria", ese sentimiento transmitido por las autoridades educativas, sin el cual se antoja imposible la entrega a esa tarea de titánicas proporciones. Debe agregarse que a pesar de los constantes llamados federales a los gobiernos de los estados para que se sumaran a la tarea, la contribución de estas entidades fue inferior a la posible y esperada, por lo que en incontables ocasiones los profesores, por ellos mismos y con la ayuda de los pobladores de comunidades, ejidos, rancherías, pueblos, cargaron sobre sus hombros la realización del proyecto en el terreno. Es importante señalar que los profesores rurales constituyeron una red nacional de carácter educativo que los puso a la par, por decirlo así, de los párrocos que se ubicaban a lo largo y ancho de la geografía nacional. A pesar de la ríspida relación que mantuvieron la Iglesia Católica y el régimen callista, los maestros se dedicaron a la encomienda asignada contra los cuatro vientos; por lo tanto, solamente por ignorancia o mala fe se puede afirmar que se dadicaban a alguna actividad política a favor del gobierno. No se descarta, empero, que el proselitismo o anticlericalismo aparecieran en casos aislados. Finalmente, es digno de mención el papel prominente de la mujer en este esfuerzo educativo, donde se dieron muestras sobradas de su responsabilidad y compromiso, y sin cuyo concurso el proyecto hubiera sido muy distinto. Nunca en la historia mexicana se vio en el espacio público de la educación tal cantidad de ciudadanas en los lugares más apartados tomando el arado, enseñando una habilidad en los talleres o al lado del pizarrón.
Una idea rectora de las tareas de la Escuela Rural era integrar la comunidad con un sentido "socializante", tal como fue señalado por Rafael Ramírez —alguna vez jefe de las Misiones Culturales— en 1929:
...es una institución creada para integrar a la gente en verdaderos grupos sociales con alma y vida colectiva (...) Ésta es una función más noble y también más útil, pues el trabajo genuino de la escuela está concentrado en la comunidad (...) Una escuela es socializada (...) cuando el maestro y los alumnos se han integrado ellos mismos en un grupo compacto y homogéneo, movido por intereses comunes y que trabaja organizadamente por la realización de comunes aspiraciones (...) cuando dentro del programa de estudios tienen cabida las actividades domésticas, las ocupaciones comunales, los instrumentos de comunicación y de cultura sociales y las aspiraciones de la sociedad; finalmente (...) cuando sus métodos de trabajo están dirigidos por el maravilloso sentido común que es el que la comunidad pone en su labor...
Para Puig la socialización de la escuela redundaría en el mejoramiento de las comunidades, lo que propiciaría la formación de nexos de solidaridad entre la labor de los maestros y la de la SEP, de manera que la comunidad participara en la tarea, "para que las masas comprendan cómo la labor escolar se refleja prácticamente en el vivir colectivo, ayudando a la renovación de costumbres y de hábitos mejores que los que se lleven". Una de las primeras ventajas señaladas por Puig en la obra de socialización de la escuela, era la de "levantar el espíritu público de las comunidades en donde se trabaja, por la inyección de fe que resulta de la comprobación, por el pueblo, de los resultados inmediatos que se obtienen de la obra colectiva."5
Misiones Culturales
Las Misiones Culturales fueron instituciones fundamentales para la educación rural. Las primeras se formaron en 1923, a fin de orientar a los maestros ya establecidos en zonas agrestes del país. Si bien se trataba de mejorar el desempeño de estos docentes, pronto se dirigió a labores de servicio social como difundir la cultura y la práctica de la higiene en las pequeñas comunidades. La misión cultural pionera se estableció en la Villa de Zacualtipán, donde la esperaba un grupo convocado para recibir un curso de mejoramiento profesional, proveniente de distintas comunidades de la sierra de Hidalgo, donde se habían fundado las primeras escuelas federales (Ramírez, 1928: 23). Una vez iniciados los cursos, varios vecinos solicitaron ser incluidos, de tal manera que empezaron a recibir clases agrícolas e industriales en sus mismas huertas, donde aprendieron acerca de abonos, injertos y mejoras en general. En 1924, la SEP organizó seis misiones culturales, formadas cada una de ellas por un jefe, un profesor de pequeñas industrias, un maestro de música, uno de educación física, un médico para la enseñanza de la higiene y las vacunas, y un maestro competente encargado de las prácticas de enseñanza. Sus integrantes, los llamados misioneros, se dirigieron a Puebla, Iguala, Colima, Mazatlán, Culiacán, Hermosillo, Monterrey, Pachuca y San Luis Potosí (Ramírez, 1928: 25).
Con el paso del tiempo estas misiones se convirtieron en grupos de expertos para el entrenamiento de los maestros rurales y en "verdaderos núcleos de acción social muy fuerte y eficaz, para mover en todos sentidos, siempre tendientes al mejoramiento de las comunidades, a la población que queda, en cada caso, bajo la influencia de dichas misiones." Originalmente las misiones culturales duraban 21 días pero desde 1928 extenderían su duración a un mes útil de trabajo (Puig, 1928: 3-4). Los misioneros elevaron la calidad de su trabajo a través de institutos, verdaderos centros de cooperación pedagógica en los cuales se trabajaba durante cuatro o seis semanas "en la resolución de los problemas de regiones estudiadas previamente" (Mejía, 1981: 208). Ahí los maestros recibían clases de teoría, técnica de enseñanza y administración, pero en relación siempre con la escuela a la que servían; trabajaban además con los pobladores, vacunaban e intervenían en problemas de la comunidad. Las misiones capacitaron a los maestros rurales cuando todavía no existían las instituciones para formarlos. En ellas, siete grupos de expertos —un maestro, un agrónomo, un conocedor de pequeñas industrias, un profesor de educación física y una trabajadora social—recorrían el país, organizaban a maestros regionales en grupos de cincuenta personas con quienes integraban su instituto y centraban su trabajo en la escuela del lugar y la comunidad circundante (Mejía, 1981: 209).
Las misiones, uno de los emblemas del nuevo orden educativo, con todo y el entusiasmo que levantaron en comunidades, gobierno y ciudadanos progresistas, enfrentaron problemas de suma dificultad. Uno de ellos fue conseguir los expertos en recursos agrícolas —entre otros tipos—, pues no eran suficientes los generalistas, que además actuaban como novatos ante circunstancias desconocidas para ellos. Por otro lado, el entusiasmo a menudo no tardaba en desaparecer, ya que el carácter temporal de las misiones dejaba vacíos imposibles de llenar, de tal suerte que las enseñanzas y orientaciones se iban a pique en un abrir y cerrar de ojos. A fin de evitar esta situación, a partir de 1928 se estableció un programa de cursos e información técnica por correspondencia, con la ayuda de materiales didácticos fáciles de asimilar, entre los que se encontraban "clases modelo", monografías de pequeñas industrias y libros "del maestro campesino". De cualquier manera, la SEP señalaba que:
los beneficios que deseamos que produzcan al obrar sobre la gente adulta de las comunidades campesinas, ni son todavía completos ni menos definitivos, en muchos de los casos, lográndose sólo en realidad, frecuentemente, sembrar alicientes, dejar estímulos de actividades útiles, producir derivaciones saludables de pensamientos (...) y mejorías apreciables concretas por el aprendizaje de industrias y la enseñanza de procedimientos agrícolas nuevos, que se han traducido en beneficio de aquellos individuos que supieron aprovechar las enseñanzas de la Misión (Puig, 1928: 4-5).
Como medio adicional para apoyar el esfuerzo educativo a control remoto se creó una estación de radio, la llamada CZR, cuyas ondas sonoras llegaban a los Estados Unidos y a América del Sur, con una programación que iba desde conferencias sobre higiene popular y divulgación agrícola, hasta pedagogía y enseñanza de idiomas, sin contar los programas dedicados a la obra de algún artista o intelectual.
Hacia 1928 existían siete misiones culturales viajeras cuya acción se desarrollaba en cuarenta y nueve centros; además contaban con un sistema de misiones permanentes, en las que colaboraban las secretarías de Educación; Agricultura y Fomento; Industria y Comercio; Salubridad, y Guerra y Marina (Puig, 1928: 5-6). Las misiones permanentes agrupaban sus tareas en actividades industriales, agrícolas, de economía rural, mejoramiento de la vida doméstica, campañas de higiene, lucha contra el alcoholismo, vacunación contra la viruela y puericultura, entre otras. El plan de acción se aplicó en cinco zonas "propicias para la experimentación": El Mexe, Hidalgo; Xocoyucan, Tlaxcala; Yautepec, Morelos; Cañón de Huanuco, Nuevo León, y Zacatlán, Puebla (Puig, 1928: 6-8).
Alfabetizar, ¿para qué?
La perspectiva del régimen callista, si bien continuó esfuerzos realizados por el régimen anterior, difirió ampliamente en cuanto al sentido que tenía la educación frente a las circunstancias precarias en que vivía la mayoría de la población, que era rural. La alfabetización fue severamente cuestionada desde un principio por el secretario Puig Casauranc, ya que era no sólo insuficiente, sino que representaba un esfuerzo que, en su mayor parte, se quedaba en un fondo perdido:
...creemos que las inyecciones de alfabetismo aislado que se aplicaron hasta hoy a la población mexicana fueron ineficaces e insuficientes, casi inútiles, porque no se concedía atención paralela a etapas educativas superiores a las que está supeditado el desarrollo de la educación elemental (...) Para que la evolución cultural de un pueblo sea normal, es indispensable que todos los elementos que constituyen a la población se eduquen a la vez, y esto sólo se consigue implantando la educación integral (Monroy, 1975: 82)
La educación integral no se definía con precisión, aunque servía como contrapunto del esfuerzo vasconcelista en la materia. Podría pensarse que el término apuntaba a lo que fue la línea rectora del proyecto callista, que era una educación práctica como único medio para alcanzar "una mejor vida intelectual y material". La "emancipación a través del alfabeto" acaso la obtenían los "profesionistas que, en contadas excepciones, son máquinas de hacer dinero", mientras que "una pequeña minoría de analfabetas que por el ambiente en que se desarrollan y por sus antecedentes étnicos estaba dispuesta, era apta para recibir educación de carácter europeo". Los demás "piden a gritos" que se les eduque, "no exclusivamente a la manera pedagógica, sino de acuerdo con sus antecedentes y con las condiciones del medio en que viven" (Puig, 1925: 56-58).
Años antes, en circunstancias distintas, Fernando González Roa y José Covarrubias afirmaron que "la instrucción sin libertad es tan estéril como la tierra sin agua y sólo sirve para transformar a uno que otro de los más inteligentes hijos de los peones, en escribiente o en tinterillo de los pueblos cercanos a las haciendas". Refieren el caso del establecimiento de escuelas para niños y niñas en la hacienda de Roque, en la que casi todos ellos aprendían a leer y escribir pero olvidaban esos conocimientos casi con tanta rapidez como los adquirían, pues no podrían cultivarlos por falta de medios y oportunidades, y tampoco les servían para salir de su triste condición.
El monopolio de la tierra y el sistema del peonaje tenía como consecuencia la supresión de toda competencia en la vida del campesino, quien era medido con un rasero que colocaba a todos en la situación de ganar un flaco jornal insuficiente y tener que recibir la caridad del amo para completar lo necesario para vivir: "Por eso no se necesita saber nada ni aspirar a nada, sino sólo ser lo más sumiso posible" (González Roa, 1917: 84-85). Aunque la reforma agraria desde la época de Carranza significaba una diferencia en relación con el periodo anterior, es posible dudar que las condiciones hayan sido radicales un lustro después en términos de mejoramiento para el campesinado. La precariedad de medios de vida en la mayoría de los habitantes del campo todavía mantenía su vigencia; por lo tanto, a partir del callismo, se estableció una línea educativa que buscaba que el imperio de la letra se expandiera con y a favor de las condiciones de medios de vida de los más atrasados en el medio rural. Si la prioridad en la época vasconcelista fue la alfabetización como punto de partida para integrar al país y llevar la cultura a niveles superiores, en el caso de Puig se puso énfasis en el conocimiento práctico para la incorporación y "civilización" de los sectores rurales, como el indígena.
La escuela de la acción
El fundamento doctrinario de la educación rural y urbana durante el periodo se encontró en la llamada escuela de la acción: "una tentativa que obedece a un impulso de mejoramiento, realizado animosamente por el estímulo que ha ejercido entre nosotros el movimiento renovador del país, y los progresos que la educación ha alcanzado en otras partes en el terreno especulativo y en el de la práctica." Se propuso, en primer lugar, erradicar de la educación el "intelectualismo", el "verbalismo" y la "enseñanza libresca". En segundo, vincular más al niño con su entorno, de tal manera que sus actividades fueran propias de la naturaleza del mismo; es decir, su comunidad y medio físico. En tercero, despertar la curiosidad y el espíritu de investigación del educando en función de sus motivos del trabajo escolar. En cuarto, que el alumno obrara "espontánea y libremente", enriqueciera su cultura y tuviera "una preparación prevocacional para la actividad a que lo lleven sus aspiraciones". En quinto, ponderar su propio esfuerzo "como el elemento más eficiente para la educación" y que aprendiera a cooperar, ayudar a otros y ser constante, y desde luego, "que fortifique su carácter moral". La escuela primaria fue vista como "una comunidad en pequeño, y si en toda comunidad las actividades manuales motoras o constructoras constituyen las funciones predominantes de la vida, es natural que aquella inicie al niño en esas actividades poniéndolo en contacto con la vida colectiva que le rodea..." De esa manera, "a través de sus músculos en acción y su actividad mental, penetra en la corriente del progreso material y espiritual de la sociedad en que va a vivir y luchar". Los trabajos manuales, industriales y agrícolas se consideran como "medios excelentes" para basar la enseñanza en la línea de "aprender haciendo". La escuela de la acción no estaba dirigida a que el educando adquiriera un oficio o una industria, sino un aprendizaje para la vida a partir de la identificación de sus necesidades, experiencias e intereses; de esta manera se prepararaba para la investigación, información y coordinación prevocacional. Se trataba de despertar su iniciativa y su energía, su sentido del trabajo y el orden, otorgarle confianza en él mismo, enseñarle a observar para encontrar el aprovechamiento en todo lo que le ofrecía el medio circundante, todo en un encuadre de "amplio servicio social".6
La escuela de la acción era la contraparte de lo que fue la educación durante el periodo de José Vasconcelos, lo que llevó a éste a hacer una acerba crítica a lo que llamó el "babbitismo pedagógico", en alusión a Babbit, personaje de Sinclair Lewis, emblemático de la mediocridad supuestamente producida por la educación norteamericana, ya que la mexicana era "una cultura fina, de disposición ágil conforme al espíritu". En su opinión, el maquinismo anglosajón inhibía la voluntad del niño, al fomentársele el uso pragmático de sus energías, sin el sentido "del disfrute a la sombra de un árbol", sin el don del juego ni cualquier enseñanza para la meditación. "La excesiva preocupación contemporánea de llevar al niño a resolver por sí mismo los problemas del exterior, disminuye la vida subjetiva en todo lo que no se refiere al objeto y aplaza, cuando impide del todo, el parto del alma a las claridades de lo invisible". En una sociedad pragmática como la norteamericana, la utilización del ambiente no era menos que nefasta. Vasconcelos criticaba la importación del sistema Dewey por aberrante, por sus "consecuencias más graves que el reparto del opio y el alcohol practicado con otros pueblos coloniales". Según él, la inclinación por el detalle en un ambiente maquinizado mata la espontaneidad interior, la libertad y la iniciativa libre y responsable.
Por otro lado, enseñar para la adaptación al ambiente, basar la instrucción sobre la necesidad, conduciría al estancamiento permanente, ya que la educación significaba también sobreponerse al ambiente y a la necesidad, rebelarse ante la realidad en busca de algo mejor, ubicado en un horizonte más allá del propio ambiente. Vasconcelos criticó los talleres pedagógicos de artes y oficios porque, en todo caso, cultivaban los reflejos encaminados al empleo útil de su cuerpo y proscribían "los ejercicios de retención por la memoria, de trozos literales o poéticos (...) la aptitud para la técnica espiritual, única que puede facilitarle al aprovechamiento de la cultura que interesa al espíritu". El filósofo aludió a una metáfora para ilustrar mejor sus tesis, la de Virgilio en el poema de Dante: "A cada paso Virgilio se adelanta, porque sabe la ruta, y lo sigue el discípulo, porque confía en su maestro. Al mismo tiempo, ya que están ambos frente al prodigio, es el Dante quien habla y expresa su estupor, el pensamiento de la nueva experiencia. De esta manera el discípulo añade el valor de su sorpresa a la aventura común y el saber de ambos se ensancha..."
El exsecretario arremetió contra libros y ensayos alrededor de ocurrencias de "pensadores secundarios" como Rousseau y Spencer. Se preguntó: "¿Por qué entre tanto experimento no se hace el de poner al niño, luego de aprendidas las primeras letras, en contacto con las obras de Platón o de Homero y Esquilo, del Dante o de Calderón y Shakespeare?", como él lo hizo a través de las ediciones de los clásicos en su momento. Vasconcelos concluyó afirmando que la escuela Dewey respondía a una situación muy particular de los Estados Unidos, aplicable a un sector minoritario, por lo que "sería suicida en pueblos como los nuestros, que ambicionan una autonomía fundada en su cultura" (Vasconcelos, 1958, II: 1506-1515). Como salta a la vista, para el Educador de América no existía la diferencia entre un niño del medio rural y uno del medio urbano en lo que se refería a la educación, y aun menos entre el infante indígena y el mestizo o el blanco del campo.
La respuesta a las críticas de Vasconcelos no se hizo esperar. La escuela de la acción se había adoptado en México ante el fracaso de la llamada "escuela tradicionalista", en la que se daba preferencia a las capacidades intelectuales que se pretendían desarrollar mediante la palabra del maestro, lo que dejaba a los niños en una completa pasividad y confiaba, por lo tanto, en la adquisición de los conocimientos por simple transmisión. La escuela de acción pretendía que el niño interviniera en la consecución de ese proceso, para lograrlo ofrecía la actividad manual, "la cual, por el hecho de emanar de la acción del propio niño, encausada por el maestro, tendrá más alto valor educativo y más firmeza en el espíritu infantil".
El desarrollo de las aptitudes manuales, por otro lado, no era un fin en sí, sino un medio para adquirir todo tipo de conocimientos vinculados a "un sentimiento de dominio propio que nuestra raza tanto necesita cultivar, el despertar de la iniciativa, la estimulación de la agudeza del ingenio y el fortalecimiento del carácter de los educandos, poniéndolos en condiciones de ser miembros eficientes de la comunidad en que viven". La enseñanza se guiaba entonces siguiendo un antiguo precepto: "aprender haciendo".
A la enseñanza en el taller se agregaban, por ejemplo, la visita a una fábrica, la contemplación de un monumento público, una excursión, la lectura de noticias de la prensa, las fiestas escolares, la fundación de una caja de ahorros o la simulación de un accidente ocurrido a un compañero. En pocas palabras: todo aquello que estaba en relación con los instintos, necesidades e intereses de los niños. La escuela de la acción no desdeñaba la educación intelectual pero consideraba como cimiento principal la acción del propio niño, de manera distinta 7que aquella en que todavía la generación previa hizo descansar sus conocimientos: "el maestro lo dijo" o "el libro lo dijo". Finalmente, Puig señaló que la escuela de la acción también cultivaba el cuerpo, enriquecía la inteligencia, fortificaba el carácter, y "encauza los actos de cooperación, solidaridad, ayuda mutua, veracidad, sentimiento de responsabilidad, entre otros".
Escuelas centrales agrícolas
Pilares de la educación rural del presidente Calles fueron las escuelas centrales agrícolas, que tenían como propósito llevar hacia el campo la enseñanza práctica y moderna de la agricultura para conseguir un mayor rendimiento agrícola. Ellas se ubicaron en Chihuahua, en la hacienda de Salaises; en Durango, en la hacienda de Santa Lucía; en Guanajuato, en la hacienda de Roque; en Hidalgo, en la hacienda de El Mexe; en el Estado de México, en la hacienda de Tenería; en Michoacán, en la hacienda de La Huerta, y en Puebla, en la hacienda de Champusco. Junto a la educación primaria, a los jóvenes se les impartían enseñanzas prácticas en los ramos de la agricultura, ganadería e industrias rurales propias de cada región a fin de capacitar a los estudiantes para trabajar y administrar bien una parcela o una pequeña heredad rústica, explotándola y buscando los mejores mercados para los productos.
El promedio de alumnos por escuela era de 140. Los planteles iniciaron a los educandos tanto en cultura general como en cursos cortos para los agricultores adultos y un sistema práctico de propaganda agrícola, distribuyeron productos mejorados y prestaron servicios a los campesinos. El plan original era que las escuelas centrales agrícolas fueran autosuficientes para que fueran independientes del presupuesto federal. El contingente escolar fue formado por los hijos de los ejidatarios y de pequeños agricultores del estado en que estaba ubicada cada escuela o de los estados limítrofes. Las escuelas se encontraban en fincas y contaban con terrenos de riego o de temporal combinados con pastizales, de acuerdo con las explotaciones dominantes en las regiones. Esta distribución tenía por objeto que la preparación de los alumnos fuera lo más completa y apropiada para la zona en que iban a ejercer su trabajo. Una típica distribución del espacio de estas propiedades era, por ejemplo, destinar 500 hectáreas para fines agrícolas y el resto a otros usos y actividades como la escuela o los anexos. En ellos se ubicaba un edificio para alojar los dormitorios, comedores, salones de clase, cocina, servicios sanitarios y administración general; otro para establos, caballerizas, porquerizas, trojes, almacenes, gallineros y lechería. Cada una de las escuelas fue dotada con diferentes especies y razas de animales para formar el pie de la explotación ganadera de las mismas: vacas, cerdos, gallinas, cabras y borregos, de las mejores razas inglesas y americanas. Todas las escuelas contaban además con campos destinados a la explotación hortícola y de árboles frutales, así como aviarios; en esos ámbitos ganaron distinción las huertas de las escuelas de Hidalgo y Durango, mientras que las escuelas de Michoacán y Durango, ubicadas en regiones trigueras, contaban con molinos modernos. En dichos planteles se organizaban concursos, conferencias, fiestas sociales, representaciones, coros, exhibiciones de películas y deportes.8
Los servicios internos de las escuelas se desempeñaban por los mismos alumnos, pues tenían la obligación de atender las necesidades domésticas del plantel de acuerdo con los turnos que se les asignaban. Cada alumno estaba provisto de su "libreta de tiempo", en la que los profesores o instructores marcaban los trabajos que cada cual desempeñaba y el tiempo dedicado a los mismos. La dirección de la escuela, por su parte, llevaba un registro del tiempo empleado por cada alumno tanto en los trabajos de explotación como en los domésticos con el fin de medir su capacidad productora y compartirle los beneficios que se obtuvieran de los cultivos. Para llevar a cabo su trabajo, los estudiantes se organizaban en cooperativas, a efecto de que desde su primer año de ingreso a la escuela se acostumbraran a trabajar colectivamente, manejaran un negocio agrícola y pudieran prepararse para ser directores de las cooperativas ejidales de su pueblo o de la región de donde procedían.9
El reparto y restitución de ejidos a los pueblos, si resolvía en principio el problema agrario, no satisfacía las necesidades del país en materia de producción agrícola, ni liberaba económicamente al ejidatario que, falto de recursos, o caía en manos de intermediarios que lo explotaban o se limitaba a cultivar una pequeña fracción del ejido que le produjera lo indispensable para vivir. Fue necesario organizar a los ejidatarios en cooperativas como base para establecer más tarde el crédito rural y llevar la organización en sentido ascendente hasta llegar a constituir el Banco Nacional de Crédito Agrícola. Para complementar el esfuerzo anterior, se establecieron bancos agrícolas ejidales correspondientes a cada una de las haciendas mencionadas, además del Banco Agrícola Ejidal de Jalisco. Ellos tenían como función principal conceder crédito a corto plazo a los usufructuarios de parcelas ejidales de la entidad en que se instalaran. Los préstamos se clasificaban en: de avío, de refacción individual y de refacción colectiva. Los primeros se hicieron efectivos en forma de anticipos en dinero para gastos de cada cultivo y para el sostenimiento del agricultor hasta que levantara su cosecha. Los préstamos de refacción individual consistieron principalmente en vender arados y aperos, así como animales de trabajo, principalmente yeguas y mulas. Se refaccionaron también a las colectividades para hacer obras de interés colectivo o comprar maquinaria para beneficio común, por ejemplo: bombas para irrigación, construcciones de bodegas para almacenamiento de granos, pequeñas obras de irrigación, trilladoras, tractores, desgranadoras, picaderas y empacadoras de forrajes. Algunos bancos ejidales refaccionaron a los ejidos para la compra y adquisición de sementales, ganado o gallinas, para constituir explotaciones cooperativas de lechería, avicultura y apicultura, etcétera.10
Educación indígena
La única etnia indígena que participó en la Revolución como grupo distintivo y perfil propio fue la yaqui —la mayo en menor medida—, ligado a sus demandas de tierras y aguas. Al ponerse en marcha el programa de la reforma agraria, con el fraccionamiento de latifundios, restitución o dotación de tierras y organización de ejidos, el indígena autóctono se quedó afuera porque sólo de manera individual se asentaba de forma definitiva en un latifundio, era arrendatario o aparcero, mientras que en colectividad vivía en las zonas más inaccesibles y poco propicias para la agricultura.
En términos generales, el indígena desconoció los beneficios que la reforma agraria trajo a pueblos, antiguos peones o trabajadores de las haciendas, o incluso a individuos sin tierras que figuraron en el padrón de los repartos. En otras palabras: "el plan social agrario, por no haber tomado nota del indio como elemento especial, lo ha dejado al margen de la acción reconstructora" (Sáenz, 1982: 168). Según el profesor Moisés Sáenz, sería hasta 1922 cuando la Revolución esbozó un planteamiento respecto a los indígenas a través del concepto de la "incorporación". La realidad era que ni entonces, y menos en el pasado, los indígenas fueron considerados frente a blancos y mestizos, los elementos más activos de la política mexicana desde la Independencia. El mismo Vasconcelos sostenía que no debían existir diferencias entre una escuela rural para campesinos mestizos y una que se estableciera en una comunidad autóctona. En reconocimiento a este concepto, el Departamento de Cultura Indígena se fundió con el de las Escuelas Rurales (Sáenz, 1982: 165). En otras palabras, a pesar de toda la retórica nacionalista plasmada en obras artísticas de considerable impacto, el indígena siguió careciendo de la atención debida. A partir de entonces, "incorporar al indio" significó abrir escuelas en sus comunidades, enseñar el español, ponerlo en comunicación con el resto de la sociedad y hacer intentos para mejorar su condición económica y elevar su nivel de vida. Fuera de las planicies poco se pudo hacer en su favor debido a las dificultades para encontrar maestros adecuados, así como por la carencia de materiales de todo tipo; en contraste se observa todo el trabajo realizado en materia de centrales agrícolas, misiones culturales y demás, de las que resultó beneficiado el sector campesino de origen mestizo.
A pesar de que el régimen revolucionario carecía de los medios para favorecer el progreso material y cultural del indígena, el tema no podía retirarse de la agenda porque la "reivindicación del indio" era una bandera ideológico-programática de primera importancia, parte del proceso de legitimación de quienes llegaron al poder después de la lucha armada. Por otro lado, dicho grupo estaba lejos de ser un "activo estratégico" en términos políticos al no tener la capacidad de presionar o ejercer la violencia, sin contar que su debilidad los sometía a los caciques y caudillos locales.
En lo que toca al régimen callista, su doctrina indigenista fue expuesta por Puig Casauranc, quien sostenía que los juicios respecto a la "raza indígena" eran en extremo divergentes: una versión idealista y romántica, que adornaba al aborigen de las mayores cualidades para ignorar cualquier falla física o espiritual, y encontraba en él una supuesta supremacía sobre criollos y mestizos, así como un futuro "de gloria, o de fuerza, o de prestigio de México". Otra, la de los "malos mexicanos" que veían en el indio la causa de todos los males nacionales y pensaban constantemente "que es un lastre de oprobio e ignominia y sólo se duelen de que sean tan numerosos que no podamos —la minoría de criollos y mestizos— hacerlos desaparecer del suelo nacional." Entre estos extremos, de "jacobinismos encontrados", estaba el concepto oficial:
El indio, con grandes virtudes, con cualidades de orden físico y espiritual verdaderamente excelsas, con un pasado de civilización asombroso, con una potencialidad de energía que maravilla, con prendas de abnegación, de espíritu de renunciación, de sacrificio, de desinterés, de verdadero desapego de bienes materiales, desapego que hace de él, constantemente, un héroe en los combates: y un fácil y dócil siervo de explotación perpetua; el indio tiene, fatalmente, como lo tendría un conglomerado de arcángeles que hubieran sufrido lo que ha sufrido él, mil lacras, unas resultado de su misma organización psíquica y de su vida social, y otras, consecuencia directa del feroz egoísmo de los opresores extranjeros y criollos y mestizos que han obrado por siglos y por siglos sobre ellos.
Puig recordó lo dicho por Calles durante su campaña: "mientras los reaccionarios creen que las razas indígenas de mi país son lastre para blancos y mestizos, yo soy un enamorado de las razas indígenas de México y tengo fe en ellas".11 El problema educativo de la población indígena era, para Puig, "hallar los medios de lograr su civilización". El "primer y principal consejo" es: "lograr que [los indígenas] no se sientan distintos de nosotros, hacer que convivan con nosotros; que (...) sufran con nosotros; porque la civilización, aun con todas sus crueldades, es el único medio capaz de redimir y de enaltecer a los susceptibles de adaptarse y de convertirse en triunfadores". La postura de la SEP era contraria a la exclusión de las comunidades indígenas, consideraba que, desde la Conquista, su situación de sociedades aisladas, en posición de inferioridad "de casta", el apartamiento "definitivo y perpetuo en que se mantenía al indio respecto a las demás clases sociales, fue lo que, fatalmente, tuvo que ir produciendo en él esa pasividad aparente, esa concentración en sí mismo, esa desconfianza perfectamente justificada, esa tristeza ancestral que, cuando no nos asomamos al fondo del asunto, queremos considerar como condiciones esenciales y forzosas de raza inferior, degenerada o en plena decadencia". Esta observación de Puig fue de particular importancia:
Nuestro indio es un oprimido, por siglos, desde antes de la Conquista española; con excepción de las castas superiores, en aquella sociedad indígena precortesiana, eminentemente teocrática y de organización casi feudal, nuestras grandes masas de indios tienen, hay que decirlo, el peso de una opresión casi milenaria (...) Y cuando la Conquista llegó, y la opresión constante y la esclavitud franca o disfrazada fue, ya no de sus mismos hermanos de raza, privilegiados o fuertes, sino de extranjeros, aquella tara de oprobio y de humillación influyó de modo más definitivo en la deformación del espíritu de nuestros indios. 12
En opinión de Puig, el problema de la educación indígena, distinto a cualquier otro de carácter educativo, en el "periodo de iniciación" era el de adquirir el idioma castellano como vehículo de transmisión de los demás conocimientos y como condición indispensable para usar métodos especiales o de procedimientos pedagógicos especiales, si fuera el caso. Una vez que el indígena pudiera comunicarse, se debería estrechar la relación entre maestro y alumno, entre blanco, mestizo e indígena, con objeto "de inyectarle confianza y para hacer que se sienta igual a cualquiera de nosotros." De tener éxito en estas tareas, no habría necesidad de pedagogías especiales, y "nuestro indio, como cualquier niño blanco, será susceptible, en el mismo o en menor tiempo que un hijo nuestro, de obtener todos los beneficios de la educación moderna".13 Para el profesor Sáenz, la importancia de la Escuela Rural radicaba en integrar a México a través de la incorporación "a la familia mexicana" de dos millones de indios, que piensen y sientan "en español".
Entre dos políticas dirigidas a los indígenas, la de segregación y aniquilamiento, y la de la asimilación y mestizaje, el gobierno optó por la segunda. Sáenz afirmó que "el indio tenía muchas virtudes: una maravillosa resistencia física, paciencia y quietud, fatalismo que a veces es optimismo y a veces heroicidad, una alma artística en su esencia, un fondo de civilización suficientemente grande y suficientemente bella para enseñar lecciones a los modernos". La integración sería entonces a través de la escuela rural, es decir, "enseñar a la gente de las montañas y los valles apartados, a los millones de gentes que son de México pero que todavía no son mexicanos, enseñarles el amor a México y la significación de México. Darles una bandera —tantas de estas aldeas no han visto nunca una bandera mexicana, tantas de ellas no han oído nunca el nombre del presidente." 14 El profesor Alfredo E. Uruchurtu, oficial mayor de la SEP, apuntaba (hacia 1927) que la población indígena ascendía a 7,834,774, y que formaba 44 familias diferentes dispersas en el territorio, con más de cien idiomas diferentes (y sus variantes), con lo que resultaba claro que en un país en el que existía una población de este tamaño no incorporada a la civilización:
...no puede haber ni intereses comunes, ni ideales semejantes, en fin, ni patria (...) Nuestros indios (...) no habitan por regla general las planicies; se hallan remontados en las serranías y prácticamente aislados de los centros de civilización. Viven en chozas de ramas o adobe, en una sola pieza pequeña, en la que se dan mañana para colocar un altar al santo de su devoción, para arreglar algo semejante a una cocina, para extender su petate y hasta para dar lugar al perro y al puerco; visten taparrabo o camisa y calzón blanco de tela burda; se alimentan de maíz y de chile y beben pulque o aguardiente; siembran en tierras de temporal maíz, que raquíticamente alcanza para la alimentación anual. Cuando la tierra es su enemiga, bajan a las haciendas, el amo les señala un pequeño pedazo de terreno, en que levantan su choza, trabajan como esclavos, de sol a sol, ganando míseros jornales que pignoran en la tienda, y a la esclavitud impuesta por el amo se puede agregar la esclavitud del cura, que multiplica las fiestas religiosas, que lo expolia con tributos, cohetes, velas, etc., y que atiza su sed de aguardiente...15
En ocasión de una publicitada conferencia, Puig Casauranc hizo un planteamiento sobre la labor de los maestros integrantes de las Misiones Culturales que "van a continuar la cruzada de la incorporación de los indios". Criticó las disposiciones dictadas por el gobierno del general Díaz en 1911, en vísperas de su renuncia, cuando por primera vez se echó una mirada a los campos habitados por indios analfabetas y que se encontraban al margen de "la vida civilizada". Según Puig, era el maestro rural quien quitaría "al indio la venda de la ignorancia que cubre sus ojos y lo enseñará a prepararse para ser un ciudadano consciente de sus derechos y de sus obligaciones". Recordó que hasta 1911 "los estatutos legales vigentes en el país dejaban todos los problemas de educación fuera del Distrito Federal y territorios a cargo de autoridades municipales o gobiernos locales". La ley Vera Estañol, decía el doctor Puig, autorizaba el establecimiento en toda la República de escuelas de instrucción rudimentaria, en ella se señalaba, concretamente para esas instituciones, enseñar a hablar, leer y escribir en castellano y ejecutar las operaciones fundamentales y más usuales de la aritmética. Pero enseñar a los campesinos sólo a escribir y a leer en español beneficiaba únicamente a los capitalistas porque facilitaba la explotación: serían esclavos a quienes se les podía mandar "con mayor facilidad comprensiva". El gobierno sostenía que el maestro rural instruía a las masas indígenas en el conocimiento de sus deberes y derechos para preparar ciudadanos participantes en "la gran función de la patria". Gracias a los maestros rurales, quedaron atrás viejas costumbres serviles: "los indios saben dirigirse serenamente y sin los arcaicos rituales y besamanos, para pedir lo que desean y lo que tienen derecho; inician así su incorporación social, después de que el maestro rural echó la semilla al surco" (SEP, 1927:244).
La educación rural —indígena— tenía sus problemas particulares debido a las condiciones de atraso de las comunidades autóctonas. Se argumentaba que la situación se "debía principalmente" a la falta de maestros competentes y especializados, ya que ni las normales, y menos la Universidad Nacional, producían docentes para el medio rural, conocedores de las lenguas indígenas y además existía poca voluntad de los maestros a vivir en el campo; por lo tanto, debía recurrirse a quienes no tenían colocación en las ciudades. Ellos frecuentemente carecían de la disposición anímica y mental para cumplir su cometido, por lo que se llamó a los mexicanos a "aportar sus consejos" a la SEP, y a "nuevos cruzados de la patria futura, entre los hombres de buena voluntad que en cada región conozcan las necesidades del suelo y de la población escolar adyacente". 16Para dar realce a la política educativa en el campo, nombraron como subsecretario de Educación Pública a Manuel Gamio, al lado de Puig Casauranc.17
Si la educación rural pretendía cubrir el espectro de atraso del campesino, era claro entonces que existía un problema con la atención a los indígenas. Carente de una definición precisa respecto al trato educativo de este sector social, y desde luego de cualquier medio que sirviera al menos como un inicio para proyectos más elaborados, el gobierno callista fundó la Casa del Estudiante Indígena, un internado en la ciudad de México al que ingresaron elementos selectos de distintas etnias en un experimento inédito. Ellos debían tener entre 14 y 18 años; haber cursado el primero y segundo grado primario; contar con buen nivel de inteligencia, vigor y salud en general, "para no hacer frustránea su estancia en la casa"; provenir de comarcas de población indígena densa; residir en el campo; "hablar y entender con relativa perfección el idioma indio de la región", y que de los originarios de una misma región llegaran al menos dos de una misma lengua. El propósito manifiesto de la institución era "anular la distancia evolutiva que separa a los indios de la época actual, transformando su mentalidad, tendencias y costumbres, para sumarlos a la vida civilizada moderna e incorporarlos íntegramente dentro de la comunidad social mexicana." Un propósito adicional era conseguir la "fusión espiritual" de las familias autóctonas "para realizar por parte de los indios internos el conocimiento recíproco, la amistad sincera, la cordialidad perdurable, la camaradería de escuela y el espíritu de cuerpo". En pocas palabras, "la solidaridad racial indígena", y que conservasen el conocimiento de su idioma "a fin de que no pierdan esa arma que va a servirles para establecer un firme nexo de confianza con sus hermanos" (Monroy, 1975: 164). El internado sería "como un gran centro de juventud indígena, que viviendo en comunidad para lograr el conocimiento y la fusión de los distintos aspectos de las razas que pueblan el territorio de la República, se distribuirá en las Escuelas de aplicación práctica del Distrito Federal. De este centro saldrá ya incorporado a la vida civilizadora moderna, un fuerte contingente anual de hombres, bien dotados para la lucha por la vida". 18 En ese lugar recibirían techo, alimentación, atenciones médicas, recreo, deporte y "cultura estética". Además "serán enseñados a vestirse, a platicar, a reunirse entre sí (...) [y] se les harán reuniones consistentes en fiestas, conferencias, exhibición de películas, y otros". Durante los periodos vacacionales:
los que lo merezcan saldrán a trabajar en negociaciones particulares, donde se les pagará el sueldo correspondiente, del que recibirán el uno por ciento y el resto se depositará a su nombre en una cuenta del Banco de México, para ser entregado al joven indio el día que abandone definitivamente el internado, con lo cual podrá tener, desde luego, base para iniciar su vida de adulto, en condiciones bien favorables para esperar el porvenir." 19
El célebre periodista Jacobo Dalevuelta dejó testimonio de su vista a la Casa, ubicada en una casona en el barrio de la Tlaxpana de la ciudad de México. Contó a 200 indígenas, en números redondos, de 26 naciones distintas: amuzga, de Guerrero; cajuar, de Chiapas; cuitlateca, de Guerrero; chichimeca, de México; chontal, de Chiapas; huasteca, de Veracruz y San Luis Potosí; huichol, de Jalisco; maya, de Campeche y Yucatán; mayo, de Sinaloa; mixteca, de Guerrero, Oaxaca y Puebla; mazahua, de Michoacán; mexicana, de Colima, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, México, San Luis Potosí y Veracruz; otomí, de Hidalgo y México; ópata, de Sonora; pápago, de Sonora; quiché, de Chiapas; tzoque, de Chiapas; tlapaneca, de Guerrero; tarahumara, de Chihuahua y Durango; tepehuana, de Durango; tlahuica, de Morelos; tlaxcalteca, de Tlaxcala; teochichimeca, de Tlaxcala; totonaca, de Veracruz; yaqui, de Sonora, y zapoteca de Oaxaca y Veracruz. Por motivos desconocidos no había representantes de Aguascalientes, Coahuila, Guanajuato, Nayarit, Nuevo León, Querétaro, Zacatecas, Tamaulipas y de los territorios. El periodista concluyó diciendo que tuvo "una visión ligera de lo que haya podido ser la legendaria Torre de Babel". 20
Una vez más aparecieron las críticas de José Vasconcelos, quien vio en la Casa del Estudiante Indígena una versión nacional del reservation system (reservaciones indias) de los norteamericanos, quienes, después del exterminio, tomaron a los sobrevivientes y los concentraron en regiones inhóspitas. Para él "los educadores yanquis" impedían la educación de los aborígenes, ya que los mantenían aislados, virtualmente en una jaula, de tal suerte que aparte de incorrecto para México, el territorio apenas alcanzaría para alojar a millones de ellos. Puso como mejor ejemplo una tradición iniciada por don Vasco de Quiroga, que tendría su versión contemporánea en las escuelas rurales y en las industrias enseñadas por él que a la fecha subsistían. Calificaba de malévola la "influencia" norteamericana originada en la ignorancia o en "la insinuación tortuosa de propaganda protestante". Para él, establecer escuelas solamente para indios equivalía "a imitar la arrogancia del americano que segrega a la población inferior y además sería funesta para todos porque tendería a perpetuar el aislamiento en que hoy viven nuestros indios". Continuaba: el proyecto de creación de un instituto para indios, aun cuando alojara a miles de ellos, "parecería muy bien en Washington, como un anexo del Smithsonian, para el estudio antropológico de las razas inferiores". Vasconcelos prefería el ingreso de los indígenas a los colegios estatales, donde pudieran rozarse con todos sus compatriotas. Ponía como ejemplo de lo acertado de su sugerencia las experiencias de Altamirano, Juárez y Ramírez: "Nuestros indios más ilustres no han salido de ninguna reservación, sino de colegios en los que el trato fraternal de todos los colores de la piel establece los lazos que les permitieron después convertirse en guías y reformadores de la sociedad". Por último, hacía votos por el viejo sistema de Quiroga, el de la "incorporación", en lugar del norteamericano y protestante de la "reservación". 21
Palabras finales
Un balance de la política educativa del callismo debe considerar las circunstancias difíciles en que México se encontraba en el periodo de 1924-28, entre las que se incluían problemas financieros en el interior y exterior, la insurgencia católica, las presiones de los Estados Unidos por el tema petrolero y las carencias presupuestales en ramos como el de la educación. Era ilusorio esperar resultados espectaculares cuando la tasa de analfabetismo era tan elevada en el momento en que Calles ascendió al poder; sobre todo con una población rural dispersa en una abrupta geografía, sin llegar a mencionar a los indígenas, cuya atención era la asignatura pendiente del régimen de la Revolución.
A pesar de ello, se llevó adelante un sistema de notable coherencia para el campo, en el que figuraron las escuelas rurales, las normales rurales, la Escuela Normal Nacional para Maestros, las Misiones Culturales, las publicaciones "prácticas", los bancos agrícolas y la Casa del Estudiante Indígena. Este sistema se ligaba con la reforma agraria, a su vez el eje en torno al cual giraban las tareas coordinadas en materia de desarrollo social, entre ellas el aumento en la producción y el consumo del habitante del campo, y un mejoramiento de su nivel de vida en todos los órdenes. Un enfoque pragmático, muy en concordancia con la mentalidad de Calles, encontró su guía y sustento ideológico en las teorías pedagógicas de la acción de John Dewey, que unían teoría y práctica.
Atrás quedó la visión educativa de Vasconcelos que privilegiaba al alfabetismo a ultranza, así como la presunta enseñanza "libresca" y "memorística", una crítica exagerada a un esfuerzo altamente meritorio, y que en su momento cumplió el papel histórico que le correspondía. Lo más importante fue la intención de establecer una política educativa para el campo que cumpliera con los propósitos fundamentales, tantas veces anunciados por los gobiernos de Obregón y Calles, como parte de las tareas del régimen naciente de la Revolución Mexicana.
La "cruzada por la educación" —término vasconceliano— significó el esfuerzo denodado de los maestros ante obstáculos formidables. Como hemos visto, si el gobierno enfrentaba la acción combinada del fanatismo católico —en sus distintas versiones— y las presiones permanentes de los Estados Unidos, al interior el magisterio se encontraba con las resistencias del medio rústico, entre las que se encontraban los intereses creados, las viejas tradiciones, el desinterés de los gobernadores y el fanatismo religioso en armas. En todo este proceso la mayoría de los profesores actuaron con valor y espíritu de entrega, y no faltaron ocasiones en las que su vida e integridad física estuvieron en peligro. La suma de estos factores puso al punto de descarrilamiento un experimento social de gran envergadura, sobre todo en pueblos y regiones que eran los que más necesitaban la oferta educativa del régimen. Con variantes impuestas por las circunstancias y las autoridades educativas, con altas y bajas, las políticas posteriores hubieron de referirse a lo realizado en aquellos años del siglo XX.
Con todos los avances obtenidos, este sistema estuvo lejos de alfabetizar a toda la población en el campo y elevar el nivel de bienestar general. Las inercias derivadas del atraso secular en extensas regiones, la falta de los recursos materiales y humanos, un entorno del país problemático, la falta de compromiso de autoridades locales y estatales, la miopía de niveles inferiores de la autoridad federal, el crecimiento demográfico sostenido y en general las limitaciones de carácter económico impactaron de manera negativa al sector educativo. No obstante, la labor del régimen posrevolucionario fue un esfuerzo que hizo una diferencia importante con el pasado, cuando la educación estaba reservada de manera exclusiva a los sectores pudientes. Así, la Revolución Mexicana tuvo en la reforma agraria y la educación de los pobres del campo dos de sus objetivos más importantes a realizar, cuya proyección se dejó sentir muchos años después.