Introducción
En 1992 el Congreso de la Unión modificó el artículo 27 de la Carta Magna para transformar integralmente las bases del sistema constitucional agrario, lo que incluyó los regímenes de propiedad, los procedimientos para la resolución de controversias y la estructura institucional encargada de la impartición y procuración de justicia agraria. No se trató de una reforma superficial; en los tres rubros señalados se registraron cambios radicales que marcaron un parteaguas en la trayectoria histórica de la propiedad en nuestro país, al suspender de tajo algunos procesos agrarios estructurales iniciados 75 años atrás (como la distribución y la amortización de tierras) y detonar otros nuevos, entre ellos, los de desmortización y de privatización de tierras ejidales.
Aunque han transcurrido más de dos decenios, en diversos medios (académicos, legislativos, gubernamentales, judiciales, empresariales, campesinos y otros) prevalece la idea de que aun cuando la referida adecuación constitucional introdujo nuevas reglas en la tenencia de la tierra ejidal y comunal, su régimen jurídico no varió gran cosa, por lo que éste se mantiene dentro de la propiedad social. Empero, esa idea no se sustenta en ningún análisis, sino apenas en meras observaciones de forma que no penetran en la esencia de su naturaleza real.
En efecto, quienes todavía plantean que el ejido y la comunidad agraria son formas de propiedad social, la mayoría de las veces lo hacen sin la mediación de un análisis lo suficientemente profundo. Aunque son muchos los autores que adoptan esta propuesta, son pocos los que la intentan fundamentar, algunos serán comentados más adelante. Los argumentos más recurrentes giran en torno a la existencia de limitaciones jurídicas a la libre transmisión de las tierras de los núcleos agrarios. Otro factor que influye en la consideración de la naturaleza social de la propiedad ejidal y comunal es la existencia tanto de una magistratura como de un juicio agrario especiales, además de la revitalización de que fue objeto la procuración de justicia agraria.
Cabe aclarar que una cosa es que las propiedades ejidal y comunal pertenezcan al sector social y otra muy distinta que éstas configuren modelos de propiedad social. En cuanto a lo primero, de conformidad con lo previsto en el párrafo séptimo del artículo 25 de la Constitución, el ejido y la comunidad son consideradas formas de organización pertenecientes al sector social para efectos de planeación económica e impulso al desarrollo, por lo que, en ese sentido, se siguen manteniendo en esta categoría. En cuanto a lo segundo, de acuerdo con el artículo 27 de la señalada ley fundamental, el ejido y la comunidad son vistos como modalidades de la propiedad inmueble agraria, así que es desde esta perspectiva desde donde se debe catalogar estrictamente si son o no formas de propiedad social.
A nuestro juicio, la única manera de determinar si una particular forma de propiedad es de naturaleza social o privada es utilizando como herramienta el análisis pormenorizado de cuatro de las instituciones jurídicas básicas involucradas en todo derecho de propiedad, a saber: la familia, las sucesiones, los contratos y el usufructo, elemento que representará la columna vertebral de nuestra argumentación. En función del tratamiento que dichas instituciones reciben en cada régimen de propiedad, se puede determinar objetivamente su ubicación en el conjunto del sistema agrario. Lo demás, es teoría y especulación pura.
Una disección a fondo y por separado de los rasgos e instituciones jurídicas de los modelos vigentes de propiedad ejidal y comunal conduce a la innegable conclusión de que ninguna de las dos es lo que aún se dice, y que en la actualidad —al contrario de lo que acontecía antes de 1992— existen diferencias sustantivas entre ambos modelos, con la certeza de que en ninguno de los dos casos se puede hablar de regímenes que correspondan cabalmente a la categoría de la propiedad social, como todavía algunos suponen (Salazar, 2014: 71).
El presente artículo intenta demostrar que la enmienda constitucional de 1992 reconfiguró de manera radical el sistema de tenencia de la tierra al convertir al ejido y a la comunidad emergidos con la reforma agraria en cosas del pasado. El primero fue transformado en un modelo de propiedad de contenido netamente individualista y utilitario, o sea, en una modalidad de la propiedad privada clásica; la segunda, en un modelo de naturaleza mixta o híbrida (privada-social), que la constituye como un género de propiedad per se. Ello implica que en México la propiedad social agraria ya no existe.
Es necesario reconocer con objetividad y rigor científico que, al menos en nuestro país, la propiedad social es un mito. El ejido y la comunidad revisten, desde 1992, características que los distancian definitivamente de los principios jurídicos consustanciales a las formas de propiedad social; un tema trascendental que no debiera echarse en saco roto si se atiende a que, de acuerdo con los datos estadísticos de la antigua Secretaría de la Reforma Agraria, en 1989, al término de la reforma agraria, existían en el país un total de 28,546 núcleos agrarios, de los que 26,380 eran ejidos y 2,166 comunidades. Entre ambos cubrían una superficie aproximada de 105 millones de hectáreas, en manos de más de 3 millones de propietarios ejidales y comunales (Mackinlay, 1991: 152, 162).
Se trata de una extensión superior a la mitad del territorio nacional que, desde que se implementaron las reformas de 1992, se ha clasificado erróneamente al ser vista sujeta todavía al régimen de propiedad social. Ello no importaría de no ser porque ese enfoque ha influido —quiérase o no— tanto en el ánimo de los actores antes referidos como en el de quienes se encargan de la definición de las políticas públicas de desarrollo agrario y rural y en el de los potenciales inversionistas. Hay que reconocer que esta circunstancia repercute en la orientación y el monto de los recursos públicos y privados que se canalizan al campo, impidiendo que los núcleos ejidales sean objeto de políticas y acciones pertinentes con su nueva conformación, lo que constituye un fardo para el potencial despliegue de sus capacidades.
Con el propósito de avanzar en el análisis, este artículo inicia con un somero repaso de las características que hasta 1992 distinguían a la otrora propiedad social, a fin de contrastarlas con las que presentan actualmente los modelos de propiedad ejidal y comunal, mismos que se abordan por separado en el segundo apartado. Lo anterior proporciona la materia prima para, en un tercer apartado, efectuar el análisis comparativo de las cuatro instituciones jurídicas relacionadas con la propiedad ya mencionadas, cuyo resultado es el que permite definir el perfil de los modelos de propiedad de que se trata; por último, el artículo cierra con algunas conclusiones relevantes.
1. El sistema social de propiedad agraria (1917-1992)
El triunfo del movimiento revolucionario que estalló en 1910 y la consagración del ideario político y social de la Constitución de 1917 se tradujeron en la derogación del sistema liberal de propiedad que estuvo vigente a partir de la Constitución de 1857, exactamente por espacio de 60 años. Este sistema, consecuente con la ideología en boga, se componía de tan sólo dos modelos de propiedad: la pública y la privada, lo cual fue resultado de la abolición de la propiedad corporativa (integrada por la eclesiástica y la de los pueblos) acaecida en junio de 1856, con la promulgación de la celebérrima ley Lerdo.
En el artículo 27 de la Carta Magna de 1917 se le restableció a la nación el dominio de los bienes del subsuelo que le había sido arrebatado por diversas disposiciones de finales del siglo XIX y se implantó un nuevo sistema agrario, ahora compuesto por tres modelos de propiedad, producto de la capacidad jurídica para solicitar tierras que les fue reconocida a pueblos, rancherías, congregaciones, comunidades y condueñazgos, entre otros. De esta forma, el nuevo sistema quedó integrado por la propiedad pública, la propiedad privada y la propiedad social, o sea, la ejidal y la comunal (Madrazo, 1984: 282).
En efecto, el ejido y la comunidad fueron catalogados como modelos de propiedad social, básicamente en virtud de los rasgos de su régimen legal, los cuales pugnaban por cometidos de orden social, en teoría soportados en una serie de principios jurídicos que anteponían la búsqueda del bien común al interés de los individuos (Rivera Rodríguez, 1994: 82). Más aún, dicha condición no era exclusiva del ejido y de la comunidad sino del sistema agrario en su conjunto, ya que permeaba a la propiedad en general.
Debido a la gran diferencia que existe entre las normas que regulaban los derechos de los ejidos y de las comunidades a nivel de núcleo agrario, es decir, de carácter grupal, y los derechos que los ejidatarios y comuneros gozaban a nivel individual, resulta necesario abordar a cada clase de derecho por separado.
1.1. El derecho de propiedad social al nivel de núcleo agrario (1917-1992)
A partir del momento de su creación y hasta 1992, el ejido y la comunidad se rigieron por las mismas disposiciones jurídicas y su funcionamiento estuvo sujeto a reglas homogéneas. Puede decirse que, en realidad, lo único que las diferenciaba era su origen histórico y, a veces, su tamaño o la composición étnica de sus titulares. De suerte que, de no haber sido porque los respectivos procedimientos para su constitución eran distintos, hubiera resultado fácil pensar que se trataba del mismo modelo de propiedad.
En efecto, a nivel poblado el ejido y la comunidad se regulaban internamente con las mismas disposiciones legales previstas en la legislación de la materia (Ley Federal de Reforma Agraria), sin que hubiere diferencias que distinguieran al uno de la otra (Medina Cervantes, 1987: 342).
Conforme las disposiciones de dicho ordenamiento, a partir de su creación formal, las tierras pertenecientes a los regímenes de propiedad ejidal y comunal adquirían los siguientes atributos:
Inalienabilidad. Cualidad que impide transmitir el dominio.
Intransmisibilidad. Cualidad que impide transmitir el uso y usufructo.
Imprescriptibilidad. Cualidad que impide que la posesión de terceros genere derechos.
Inembargabilidad. Cualidad que imposibilita ofrecer las tierras en garantía.
Indivisibilidad. Cualidad que impide la subdivisión de las tierras.
Según se observa, las propiedades ejidal y comunal quedaban amortizadas sin remedio, pues la rigidez de su régimen jurídico las sujetaba a una paralización tal que les suprimía cualquier posibilidad de movimiento, lo que impedía su circulación en los mercados de bienes inmuebles bajo ningún concepto. O sea, no era factible transmitir ni el derecho de disposición (dominio) ni el derecho de disfrute y aprovechamiento (uso y usufructo), lo que las dejaba fuera del comercio.
El titular de los derechos a nivel de núcleo agrario era la masa de ejidatarios o de comuneros constituidos en asamblea, órgano supremo a través del cual se ejercitaban las facultades que como propietarios les correspondían, las que si bien no abarcaban gran cosa convertían al grupo en el dueño de sus tierras.
Algunos consideran que si, por un lado, las características jurídicas mencionadas amortizaban por completo a las propiedades ejidal y comunal, por el otro, tutelaban la integridad de las tierras de los núcleos campesinos al mantenerlos teóricamente a salvo de eventuales abusos de propios y extraños (Delgado Moya, 1993: 813). Sin embargo, en rigor, no era eso lo que determinaba el talante social de estas formas de propiedad de la tierra.
Es preciso comentar que, desde la década de 1970, en algunos ámbitos de las ciencias sociales se popularizó la idea de que los núcleos agrarios no eran propietarios de sus tierras sino solamente sus "usufructuarios", puesto que éstas seguían perteneciendo a la nación (a la luz del concepto de propiedad originaría consagrado en la Constitución de 1917). Como esta idea era compartida por prestigiados investigadores, fue convertida en uno de los argumentos más explotados para justificar las reformas de 1992. Las críticas de las que ha sido objeto esta concepción ya se han encargado de aclarar que, aun cuando presentan reglas distintas a las de la propiedad privada en pleno dominio, los núcleos agrarios sí eran propietarios de la tierra en condiciones diferentes, o sea, de propiedad social (Azuela, 2009: 103; Pérez Castañeda, 2002: 54-55).
1.2. El derecho de propiedad social a nivel individual (1917-1992)
A nuestro juicio, más que las notas jurídicas presentadas a nivel de núcleo agrario, la orientación social tanto de la propiedad ejidal como de la comunal obedecía básicamente a los dispositivos que regulaban los derechos agrarios individuales. Éstos imponían a sus titulares una serie de obligaciones y taxativas de corte proteccionista y solidario que, sin duda, propendía a la consecución de objetivos sociales, con la observación de que, a nivel individual, los ejidatarios y los comuneros también se regulaban por el mismo sistema de derechos y obligaciones.
En el sistema de propiedad vigente durante la era de la reforma agraria, tanto ejidatarios como comuneros eran titulares de un solo derecho, que integraba el derecho a la parcela y el derecho a las tierras de uso común (LFRA), 1971, artículos 66, 67 y 69). Por la misma razón, ambos se acreditaban con un solo documento: el certificado de derechos agrarios.
Entre los aspectos que imprimían a los derechos agrarios individuales un efectivo matiz social, sobresalían los siguientes:
el carácter patrimonial de los derechos;
la obligación de mantener la tierra en permanente explotación;
la obligación de cultivar la parcela con trabajo personal; y
el carácter no acumulable de los derechos.
Estos cuatro aspectos principales dotaban a la propiedad ejidal y a la comunal de un efectivo contenido social, toda vez que se orientaban tanto a la protección de la familia campesina y del núcleo agrario, como a la satisfacción del interés de la población en general , ésta última en términos de producción de alimentos para el abasto del mercado interno.
Respecto al carácter patrimonial de los derechos, cabe recordar que hasta 1992 la única vía legalmente válida para su transmisión era la hereditaria; por lo tanto, se impusieron drásticas limitaciones a la libertad testamentaria con la finalidad de convertir los derechos agrarios individuales en patrimonio familiar, lo que obligaba a sus titulares a designar un sucesor dentro de los miembros de su núcleo y de acuerdo con un orden de preferencia preestablecido, candado que reducía aún más el marco de movilidad de la propiedad (Hinojos Villalobos, 2000: 117).
Para reforzar este carácter, quien recibía la parcela por sucesión tenía la obligación legal de sostener a la viuda del ejidatario fallecido, lo mismo que a los hijos afectados por alguna discapacidad permanente (física o mental) y a los menores de edad (hasta que alcanzaran la mayoría de edad). Ese deber, representaba uno de los mecanismos de mayor tendencia social establecidos en el sistema constitucional agrario.
En el mismo sentido, el titular de los derechos agrarios individuales estaba impedido para vender, ceder o donar su parcela; tampoco podía darla en arrendamiento, mediería, aparcería o asociación en participación, ni ofrecerla en garantía o aportarla al capital de alguna sociedad civil o mercantil (LFRA, 1971, artículos 75 y 76). De hecho, la sucesión hereditaria era el único medio posible para la transmisión de la tierra, que encima de todo estaba sujeta a prohibiciones específicas que restringían las facultades de disposición de dichos derechos y hermetizaban el sistema de propiedad al no permitir que agentes externos ampliaran la membresía de los núcleos agrarios (LFRA, 1971, artículo 81).
En cuanto al segundo aspecto, esto es, a la obligación de los propietarios en general (sociales y privados) de mantener la tierra en explotación, conocida en la doctrina jurídica como función social de la propiedad (Azuela, 1982), hay que comenzar diciendo que configuraba un deber de larga tradición en nuestro país, cuyos antecedentes datan del periodo prehispánico, pasan por la Colonia y se retoman durante la reforma agraria.
Tal obligación respondía a un simple principio de reciprocidad a cargo de aquellos a los que la nación —a través del Estado— concedía la prerrogativa de gozar y usar bienes agrarios específicamente determinados a título de propietarios —privados o sociales—, quienes adquirían en contrapartida el compromiso de explotar dichos bienes de manera permanente, con la finalidad de generar los productos agropecuarios que la nación requiriese para el abasto de su población y el impulso de su economía.
En consecuencia, antes de 1992, los miembros de las comunidades agrarias y de los ejidos tenían prohibido dejar de trabajar la tierra por más de dos años consecutivos, al grado de que el infractor podía ser sancionado con la suspensión temporal o la privación definitiva de sus derechos agrarios individuales (LFRA, 1971, artículos 85, fracción I, y 87). Este deber que implicaba una conducta activa también obligaba a los propietarios particulares, quienes corrían el riesgo de ver afectados sus predios para fines de reparto en caso de que incurrieran en inexplotación, sin perjuicio de que también se les aplicaran las disposiciones relativas a las tierras ociosas contenidas en la Ley de Fomento Agropecuario publicada en 1981 (Ruiz Massieu, 1988: 67).
Dentro de sus efectos colaterales, este principio de reciprocidad desalentaba el acaparamiento de la propiedad y la especulación inmobiliaria, puesto que, ante el riesgo de que les quitaran las tierras por no trabajarlas, quienes las pretendían para darles un uso especulativo o utilizarlas como activo de portafolio, optaban por no invertir en ese rubro y enfocar sus capitales hacia otros objetivos (Rincón Serrano, 1980: 189).
Lo anterior conduce al tercer aspecto que remarcaba el rasgo social del que se habla, ya que la obligación de trabajar la tierra era más rigorista cuando se trataba de la propiedad ejidal y de la comunal, pues en ésta, a diferencia de lo que ocurría en la propiedad privada, era imperativo que el titular de la parcela la trabajara personalmente (LFRA, 1971, artículos 76, 77 y 85, fracción I). Es decir, no sólo se exigía que las tierras individualizadas estuvieran permanentemente explotadas, sino además que esto se hiciera directamente por el titular de los derechos agrarios, exceptuando los casos de las mujeres con familia a su cargo, el de los menores de 16 años y el de los incapacitados (LFRA, 1971, artículo 76).
La obligación de cultivar personalmente las parcelas y la prohibición de contratar trabajo asalariado tenían por objetivo arraigar a los campesinos a la tierra. Si por un lado ello operaba como un freno a la emigración, por el otro reforzaba el papel de la parcela como unidad económica familiar de producción y consumo, ya que la única fuerza de trabajo en la que el ejidatario y el comunero podían apoyarse era la de su cónyuge y la de sus descendientes. Esto, según Zaragoza y Macías, tenía la finalidad de que "el sujeto de derecho sea el productor y no simplemente la persona" (Zaragoza y Macías, 1980: 176).
Finalmente, el cuarto aspecto que habla del perfil social de los derechos agrarios individuales es su inacumulabilidad, cualidad jurídica que impedía a los terrenos ser objeto de acaparamiento por parte de una sola persona; probablemente como un mecanismo para evitar la concentración de tierras y asegurar la distribución de la riqueza. Los ejidatarios o comuneros que infringían esta disposición y concentraban parcelas podían ser privados de sus derechos por las asambleas de los núcleos agrarios.
En tales circunstancias, más allá de los rasgos jurídicos de imprescriptibilidad, inalienabilidad, intransmisibilidad, inembargabilidad e indivisibilidad, cuyo propósito ulterior era puramente tutelar, esto es, proteger la integridad de las tierras de los ejidos y comunidades, se observa que son los dispositivos vinculados a los derechos individuales los que realmente teñían a este tipo de propiedad de un tono social más intenso, incluso más que el derivado del hecho clasista de que se trataba de bienes pertenecientes a grupos sociales vulnerables protegidos por la Constitución.
De cualquier modo, la inmovilidad absoluta que afectaba a la propiedad ejidal y a la comunal resultaba poco realista, ya que se trataba de una vinculación jurídica cristalizada a perpetuidad, no solamente entre las tierras y los bienes de los núcleos agrarios sino también entre éstas y el patrimonio de sus integrantes, obstaculizando cualquier aprovechamiento que no fuera el llevado a cabo directamente por sus titulares y sus familias.
No obstante, se debe aclarar que lo que establecía la norma era muy distinto de lo que acontecía en la realidad. En los hechos sucedía que a menudo la aplicación de la ley se convertía en letra muerta, de modo que su cumplimiento no era precisamente un paradigma a seguir. En muchas regiones, si no es que en todo el territorio nacional, por una u otra razón la renta ilegal de las parcelas bajo diferentes modalidades (aparcería, arrendamiento, mediería, usufructo) se había convertido en práctica común, abierta o simulada, tolerada por las autoridades del ramo y más aún por las asambleas de los propios núcleos agrarios. Esta situación representó uno de los principales argumentos blandidos en 1992 para impulsar las reformas al marco jurídico (Mackinlay, 1994).
Empero, el hecho de que una disposición jurídica como la de la amortización no se ajuste del todo a las prácticas sociales, no la hace intrínsecamente incorrecta. La amortización de la tierra no es necesariamente negativa en todos los casos y situaciones. Ello depende de las condiciones históricas que le aportan contexto y de la orientación de las políticas públicas de apoyo al desarrollo del campo, así como del tipo de amortización que se promueve, la cual puede ser total o parcial y perseguir distintos fines, entre muchas otras cosas. 1
Es cierto que una amortización como la que prevaleció durante la era de la reforma agraria en México tiende a proteger la propiedad de las tierras de las familias campesinas de escasos recursos ante la voracidad de los mercados; pero también es cierto que un régimen jurídico demasiado tutelar y paternalista, por lo general da pie a actitudes que no incentivan la eficiencia y la productividad, a menos que se implementen políticas públicas que contrarresten esos fenómenos.
En las condiciones actuales de capitalismo agudamente competitivo y abierto, no es fácil defender una propuesta amortizadora a ultranza, que —como se dijo— a todas luces era excesiva. Lo más ilustrativo de dicho exceso, además de la prohibición de contratar fuerza de trabajo asalariada (que por irreal nadie tomaba en cuenta), era el impedimento de arrendar la tierra, situación que ante la imposibilidad de los campesinos de trabajarla en forma directa debido a la carencia de medios pertinentes para su explotación, realmente desalentaba la canalización de inversiones y la generación de empleos en el campo.
A pesar de ello, es necesario advertir que una desamortización dejada al vaivén de las fuerzas del mercado y sin una adecuada conducción estatal puede desembocar en procesos agrarios atropellados y anárquicos, que no sólo ahonden el desorden territorial y los estragos ambientales, sino que además se traduzcan, por una parte, en una desposesión masiva de familias carentes de ingresos y de oportunidades dignas de trabajo en otros sectores de la economía, y, por la otra, en procesos de concentración de tierras que preludien el retorno a una nueva etapa de florecimiento de los latifundios.
2. El sistema neoliberal de propiedad agraria (1992-actualidad)
Desde el momento en que la enmienda del artículo 27 constitucional dio por terminado el reparto de la tierra al entrar en vigor el 6 de enero de 1992, culminó el proceso de reforma agraria en México. Tres cuartas partes del siglo XX atestiguaron la paulatina conversión de más de la mitad del suelo nacional en propiedad social al calor de la creación de ejidos y de la restitución o confirmación de comunidades. Durante ese lapso, ambos modelos experimentaron diversos ajustes, pero sin salirse de las coordenadas que circunscribían a ese tipo de propiedad.
Las reformas constitucionales finiseculares en materia agraria no sólo suspendieron el reparto de la tierra, sino que además derogaron el sistema de propiedad social vigente desde 1917 e implantaron un nuevo sistema al que pudiéramos catalogar de neoliberal, en virtud de sus efectos desamortizadores de la propiedad y dinamizadores de la estructura agraria, semejantes a los derivados de la Ley Lerdo y de la Constitución de 1857. Como consecuencia, el ejido y la comunidad salieron del ámbito social y tomaron distintos caminos.
2.1. La nueva propiedad ejidal (1992-actualidad)
Las reformas de 1992 a la legislación agraria causaron la metamorfosis del ejido mexicano. A partir de ese momento, éste perdió rasgos jurídicos característicos y dejó de constituir una de las modalidades de la propiedad social. Con su apariencia actual, el ejido conserva las mismas características de forma, pero no de contenido, las cuales lo sustraen del influjo orbital inherente a los modelos de propiedad de textura social (Pérez Castañeda, 2002).
Para desentrañar objetivamente la naturaleza de este nuevo modelo es forzoso que, al igual que en el análisis de la otrora propiedad social, nos introduzcamos a su estudio analizando por separado lo que ocurrió a nivel de núcleo agrario y lo que ocurrió a nivel individual; cuenta habida de los trascendentales cambios registrados en cada uno de esos planos.
2.1.1. La propiedad ejidal a nivel de núcleo agrario (1992-actualidad)
El ejido mexicano de hoy en día constituye un régimen de propiedad cuyos rasgos lo hacen diferir radicalmente de su anterior modelo. Es probable que en apariencia se mantengan algunas semejanzas de forma que pudieran provocar confusión hasta en el observador más acucioso, pero en lo particular asume características distintas, lo que parece acreditar verazmente su existencia bajo una nueva modalidad, por mucho distante de su antecesora.
Bajo esta nueva modalidad, los ejidatarios están actualmente en la más completa libertad de hacer con sus tierras lo que mejor les plazca, desde venderlas todo o en parte, rentarlas, ofrecerlas en garantía, aportarlas al capital social de las sociedades civiles o mercantiles; en fin, todo lo que puede hacer un propietario privado con los bienes inmuebles de su pertenencia, con la aclaración de que para ciertos actos jurídicos los ejidos tienen que cumplir con algunos requisitos o trámites de forma que en nada obstruyen o limitan el libre y efectivo ejercicio de su derecho de dominio.
La asamblea general de ejidatarios está facultada por la ley para disponer de las tierras del núcleo agrario de manera tan amplia como los propietarios privados en pleno dominio, con la única salvedad de que las tierras de los ejidos son imprescriptibles y que la embargabilidad sólo se pude fincar sobre el usufructo, protección legal de la que no gozan aquéllos y que antes que mermar fortalece el dominio que ejercen los ejidos sobre las mismas (LA 1992, arts. 24, 46, 74, 75).
En el siguiente cuadro comparativo se muestran las principales diferencias que existen a nivel de núcleo agrario entre el anterior y el actual ejido mexicano, contrastando este último con las características que en nuestro país reviste la propiedad privada en pleno dominio:
Concepto | Derecho de los
ejidos del siglo XX (1917-1992) |
Derecho de los
ejidos actuales (1992-?) |
Derecho de
propiedad privada en pleno dominio |
|
---|---|---|---|---|
Cualidad | ||||
Alienabilidad | Inalienable | Alienable | Alienable | |
Prescriptibilidad | Imprescriptible | Imprescriptible | Prescriptible | |
Transmisibilidad | Intransmisible | Transmisible | Transmisible | |
Embargabilidad | Inembargable | Embargable | Embargable | |
Divisibilidad | Indivisible | Divisible | Divisible | |
Régimen jurídico | Inconvertible | Convertible | Convertible |
Fuente: elaboración propia
Como se observa en el cuadro, de todas las características que revestía la propiedad ejidal hasta 1992, en la actualidad sólo conserva la de imprescriptibilidad; ahora se trata de una propiedad alienable, transmisible, embargable, divisible y convertible. Empero, si por un lado, la imprescriptibilidad es lo único que la asemeja a la propiedad social, por el otro, es lo que la diferencia de la propiedad privada en dominio pleno, convirtiéndola en una propiedad privada en dominio moderado.
De este modo, aunque en apariencia se conservó la antigua fisonomía, la estructura del derecho de propiedad de los ejidos en tanto núcleos agrarios y personas morales experimentó una mutación sustancial. Dentro de las nuevas características jurídicas, la más trascendental de todas fue, sin duda, el derecho con que ahora cuentan los ejidos de disponer libremente el destino de sus tierras; es decir, de ejercer su dominio, facultad de la que antes carecían las asambleas ejidales y que automáticamente las convierte en titulares de una propiedad privada.
Dicho dominio se refleja en la facultad de los ejidos de transmitir el uso y usufructo de las tierras (LA, art. 45), de aportarlas al capital social (LA, art. 75), de ofrecerlas en garantía (LA, art. 46) de convertirlas al dominio pleno (LA, art. 23, frac. IX), de acordar la terminación del régimen ejidal (LA, art. 23, frac. XII), etcétera, todo lo cual habla de un modelo de propiedad más cercano a la propiedad privada que a la social.
Es de señalarse que si bien la imprescriptibilidad y la embargabilidad temporal del usufructo confieren a los ejidos un régimen protector especial sobre sus tierras, se trata de rasgos que no bastan para que se mantengan en el ámbito de la propiedad social. En el primer caso, la inoperancia de la prescripción no constituye una limitante que afecte las posibilidades de enajenación de los terrenos (compraventa, donación, dación); sino un impedimento para que terceros los adquieran por vía de la posesión, mecanismo que tutela pero no acota el ejercicio del derecho de propiedad. En el segundo, la imposibilidad de embargar la propiedad quizá configure una eventual restricción al no poder ofrecer en garantía el dominio de las tierras ejidales (LA 1992, art. 46); no obstante, más que un atributo que la convierta en propiedad social, representa una característica que transforma el dominio de las asambleas ejidales en dominio moderado.
El cuadro comparativo que se comenta muestra que los cambios de 1992 al artículo 27 constitucional repercutieron de manera determinante en el derecho de propiedad de los núcleos agrarios, con lo que se ubicó como un género próximo al de los propietarios privados en pleno dominio. Los separa apenas una leve limitación que si bien no permite encasillarlo dentro de dicho régimen, tampoco es suficiente para seguir catalogándolo de propiedad social, conclusión que se refuerza al analizar las normas que regulan los derechos agrarios individuales.
Se debe advertir que la transformación de los modelos de propiedad ejidal y comunal también trajo cambios relacionados con la reformulación de aspectos conceptuales, entre los que resalta la evolución del concepto de "núcleo agrario", cuya mutación sustancial arroja mayor luz sobre la orientación de su actual naturaleza jurídica.
En efecto, en el marco de la legislación de tierras anterior a 1992, el concepto de núcleo agrario era incluyente en el sentido de que su halo protector no solamente amparaba al grupo de individuos titulares de los derechos ejidales sino a la totalidad de los habitantes de los poblados; compuestos a la sazón por ejidatarios y avecindados (con sus respectivas familias). Esa circunstancia hacía que las deliberaciones de las asambleas ejidales tomasen indirectamente en cuenta el beneficio de la comunidad en su conjunto. De hecho, las locuciones núcleo agrario y núcleo de población eran utilizadas en diversos ámbitos como sinónimos.
Después de 1992 las cosas cambiaron. El concepto registró una profunda variación de contenido que le desproveyó de su revestimiento social y lo equiparó con el derecho compartido que se cristaliza en las relaciones jurídicas de la copropiedad privada (regulada por el derecho civil), cuyos titulares tienen en todo momento la potestad de decidir su disolución o de mantenerse proindiviso sin más trámite que cumplir con el procedimiento establecido en la ley. De ahí se colige que si previamente la propiedad social era perpetua, en la actualidad la propiedad mancomunada es transitoria.
Desde entonces, por núcleo agrario se debe entender exclusivamente como aquel grupo de individuos titulares de derechos ejidales, aptos para tomar las decisiones inherentes a su derecho de propiedad sin estar legalmente obligados a considerar lo que convenga a sus familias ni al resto de los moradores de los poblados. Se trata, en rigor, de grupos excluyentes en la medida en que están compuestos por sujetos que son guiados por el interés particular o personal y a quienes no se les impone ninguna taxativa que los fuerce a velar por el bienestar de sus familias ni el de sus comunidades. De ahí que los citados conceptos hayan dejado de ser sinónimos.
2.1.2. Los derechos ejidales a nivel individual (1992 actualidad)
Si bien en el aspecto externo el ejido mexicano conserva en apariencia su antigua forma jurídica, en su interior la situación varió no sólo en lo relativo a los derechos a nivel de núcleo ejidal, sino también en lo que concierne a los derechos agrarios individuales, los cuales resintieron igualmente una modificación sustancial que acabó por redondear su nuevo perfil.
En general, el ejido sigue siendo el propietario de las tierras que le fueron concedidas en dotación, de modo que aun cuando las parcelas y terrenos de uso común que lo integran cambien internamente de manos, la nuda propiedad2 continúa perteneciendo al núcleo agrario. Sin embargo, el derecho agrario individual, que antes constituía una sola unidad jurídica integrada por el derecho a la parcela (unidad de dotación) y el derecho proporcional sobre los terrenos de uso común, se bifurcó y dio origen a dos derechos distintos, independientes el uno del otro, cada uno de los cuales se acredita con su respectivo certificado. Debido a que se han fragmentado los derechos individuales de los ejidatarios en parcelarios y mancomunados (o de uso común), ambos se abordan a continuación por separado para facilitar su análisis:
a) Derechos parcelarios
La parcela ejidal se convirtió en un bien inmueble amparado por un derecho en sí mismo y que puede circular libremente en el mercado en virtud de cualquier acto traslativo del dominio, del uso o del aprovechamiento. El derecho parcelario es ahora jurídicamente alienable, prescriptible, transmisible y embargable, con la única diferencia de que continúa siendo indivisible.
El ejidatario está facultado por la ley para decidir unilateralmente la transmisión de la titularidad de sus derechos sobre la parcela, lo que significa que puede enajenarlos onerosa o gratuitamente (compraventa, cesión, donación, dación en pago, etcétera) sin tener que pedir permiso o aprobación de nadie; además es susceptible de perderlos por prescripción3 a manos de terceros (LA 1992, artículo 48), lo que no ocurre a nivel de núcleo agrario.
En cuanto a quien adquiere los derechos parcelarios por enajenación, en caso de que no sea ejidatario, la ley exige que previamente sea reconocido como avecindado por la asamblea ejidal, lo cual no representa mayor dificultad y, en su defecto, en caso de la negativa de ésta, su determinación puede revertirse ante los tribunales agrarios (LA 1992, artículos 13 y 80).
En materia de sucesiones, el titular del derecho parcelario tiene ahora la facultad de designar como su heredero a quien mejor le parezca, con entera libertad, forme o no parte de su parentela, con lo cual la parcela pierde el carácter de patrimonio familiar (LA 1992, artículo 17). Consecuentemente, ello desligó a su titular de la obligación de sostener a quienes dependían económicamente del ejidatario que le había heredado el derecho, carga que configuraba uno de los rasgos de más evidente tendencia social.
En lo que concierne a la familia, la relación jurídica se basa ahora en el principio de autoridad, ya que el ejidatario tiene la posibilidad de hacerla a un lado si así lo desea, resarciéndola de su desvinculación del derecho parcelario con supuestas medidas compensatorias de trascendencia casi insustancial, como el caso del derecho del tanto (LA 1992, artículo 80).4 Ello imprimió a este modelo de propiedad el tratamiento propio de los sistemas jurídicos liberales, en los que la familia es situada en un plano de igualdad frente a cualquier otro individuo.
Por lo que corresponde al aspecto contractual, actualmente el ejidatario puede transmitir la parcela con entera libertad a través de cualquier contrato traslativo del uso y del aprovechamiento; es decir, darla en arrendamiento, aparcería, usufructo o asociación en participación; ofrecerla en garantía o fideicomiso; aportarla al capital de las sociedades civiles o mercantiles, en fin (LA 1992, artículo 45 y 79).
Asimismo, ya no es forzoso que el ejidatario mantenga la parcela en explotación permanente, y menos aún que sea él quien la trabaje directamente, lo que facilita el desarraigo de los titulares de los derechos y abre la puerta a la emigración temporal e incluso definitiva. También da lugar a la posibilidad de mantener la tierra en estado de ociosidad, lo que se vincula con la lógica de mercado de dejar de trabajar las superficies cuando su explotación no resulte costeable.
Por otro lado, en cuanto a la dimensión también se verificaron cambios que equiparan a la propiedad parcelaria ejidal con la llamada pequeña propiedad privada, puesto que antes de 1992 el tamaño señalado para la parcela ejidal era de 10 hectáreas de riego o su equivalente en otra clase de tierras (LFRA, 1971, artículo 220), mientras que para la propiedad privada este límite ascendía a 100 hectáreas de riego o sus equivalentes (LFRA, 1971, artículo 249). En la actualidad, de acuerdo con la Ley Agraria, un ejidatario puede ser titular de hasta el 5 por ciento de la superficie del núcleo agrario al que pertenezca o, en su defecto, de una superficie que no rebase los topes establecidos para la pequeña propiedad agrícola o ganadera, según se trate (artículo 47), lo que lo iguala al nivel que la invocada ley concede a la propiedad privada en pleno dominio.
Lo anterior legaliza actos o conductas que antes de 1992 estaban prohibidos y sancionados drásticamente, por ejemplo, la acumulación de parcelas al interior de los núcleos agrarios. Quien incurría en el acaparamiento de unidades de dotación se hacía acreedor a la privación de sus derechos ejidales por parte de la asamblea, de suerte que los procesos de concentración de la tierra quedaban obstruidos. Esta situación cambió por completo, pues en la actualidad es posible adquirir cualquier número de parcelas ejidales, siempre y cuando no se rebasen los límites señalados.
b) Derechos sobre los terrenos de uso común
El derecho individual de los ejidatarios sobre los terrenos de uso común se convirtió también en un bien en sí mismo que puede circular lícitamente en el mercado mediante cualquier acto traslativo del dominio y bajo reglas muy parecidas a las que regulan a la copropiedad privada; es decir, con las especificidades consustanciales a la naturaleza mancomunada que le da el constituir un bien a parte alícuota y proindiviso.
Se trata de un derecho proporcional e indivisible que no es susceptible de prescripción ni de actos traslativos del uso y del aprovechamiento por parte de los ejidatarios en lo individual, no porque éstos no quisieran sino porque el carácter jurídico indivisible de las tierras no se los permite. En consecuencia, pueden transmitir la titularidad del derecho respectivo, pero no la posesión material de los terrenos de que se trate (LA 1992, artículo 60).
Por ser un bien de propiedad grupal, el único ente autorizado por la ley para transmitir las superficies de uso común es el ejido, a través de su asamblea general. Estas tierras pueden ser objeto de cualquier contrato de asociación o aprovechamiento hasta por 30 años prorrogables o de aportación al capital social de sociedades mercantiles por acciones (LA 1992, artículos 45 y 75), aunque la última opción lleva implícita la privatización indirecta.
Este derecho grupal, pero exclusivo de los ejidatarios en lo individual, sobre los terrenos en mancomún también fue desvinculado del patrimonio familiar; de manera que puede ser transmitido por la vía hereditaria a quien su titular desee con entera libertad de decisión, con lo que se impone imperativamente, también en el aspecto testamentario, la soberanía de su voluntad.
Al igual que las parcelas ejidales, los derechos de uso común son en la actualidad susceptibles de acumulación, sin que la Ley Agraria prevea un tope porcentual máximo para su concentración, lo que los acerca jurídicamente a la copropiedad privada en pleno dominio y deja con rasgos de incertidumbre la regulación clara de estos derechos (Pérez Castañeda, 2001).
Como se puede apreciar, tanto el derecho parcelario como el derecho individual de los ejidatarios sobre los terrenos de uso común, cada uno por su lado, revisten en la actualidad la mayoría de los atributos jurídicos clásicos que desde la Roma antigua han caracterizado a la propiedad privada. Hoy, la nueva propiedad ejidal puede circular en el comercio sin muchos impedimentos ni formalidades, como lo hace la propiedad privada en pleno dominio, cuya movilidad mercantil es literalmente irrestricta.
Se trata de dos derechos independientes que se encuentran disociados de la categoría jurídica de ejidatario, por lo que cada uno puede circular en el mercado inmobiliario por su cuenta y ser transmitido de forma temporal o definitiva a quien goce o no de esa calidad jurídica y sin la necesidad de que las tierras involucradas salgan del régimen ejidal. Ambos derechos fueron convertidos virtualmente en mercancías e incorporados al comercio sin muchas restricciones, por lo que pueden ser lícitamente objeto de cualquier contrato de orden civil o mercantil traslativo del dominio, del uso o del aprovechamiento.
Ahora bien, mediante un escudriñamiento de mayor profundidad es posible detectar, además, que los derechos ejidales de propiedad individual han sido jurídicamente manumitidos de cualquier tipo de imposición tendiente a restringir el derecho de plena disposición de sus dueños, incluso de la obligación de trabajar la tierra. Ello se traduce prácticamente en la consagración del libre albedrío de los propietarios como el principal bien jurídico a tutelar actualmente por el derecho agrario ejidal.
En la actualidad, el principio de la autonomía de la voluntad es lo que rige en esta materia, mismo que utiliza a las libertades contractual, testamentaria y del usufructo como ejes motrices del nuevo modelo del ejido mexicano. Sobre esa base puede decirse que no existe elemento alguno que permita aplicar con justa razón a la propiedad ejidal, parcelaria y mancomunada, el epíteto de social, como puede corroborarse en el cuadro que enseguida se muestra:
Concepto | Derecho agrario
integrado (1917-1992) |
Actual derecho
parcelario |
Actual derecho de
uso común |
|
---|---|---|---|---|
Cualidad | ||||
Alienabilidad | Inalienable | Alienable | Alienable | |
Prescriptibilidad | Imprescriptible | Prescriptible | No aplica | |
Transmisibilidad | Intransmisible | Transmisible | Transmisible | |
Embargabilidad | Inembargable | Usufructo
embargable |
Usufructo embargable | |
Divisibilidad | Indivisible | Indivisible | Indivisible | |
Usufructo | Obligatorio | Discrecional | No aplica | |
Dimensión | 10 Has. | 100 Has. (o sus equivalentes) | No aplica | |
Acumulabilidad | Inacumulable | Acumulable | Acumulable | |
Régimen jurídico | Inconvertible | Convertible | Convertible |
Fuente: elaboración propia
El cuadro anterior muestra con claridad que los actuales derechos parcelario y mancomunado no tienen nada que ver con los derechos agrarios individuales que imperaban antes de 1992, pues, como se puede apreciar, lo único que ambos derechos conservan de su viejo modelo es la indivisibilidad, tanto de las parcelas como del derecho proporcional al uso común. De ahí en fuera, todas sus características son típicas de la propiedad privada: son alienables, prescriptibles, transmisibles, embargables y acumulables. Incluso, en el caso de la propiedad parcelaria se iguala la superficie impuesta por la ley a la propiedad privada como tope a su superficie máxima por individuo (antes 10 y ahora 100 hectáreas).
Sin duda, el espíritu liberal que incubó e impulsó las reformas al artículo 27 en 1992 determinó una transformación radical de la propiedad ejidal y demolió los principales soportes que la identificaban con la propiedad social al convertirla en un modelo de tenencia de la tierra con las especificidades típicas de la propiedad privada, aunque con singulares matices. En cuanto a la magnitud del impacto de las modificaciones, se trata de la privatización virtual de un total de 27,410 ejidos existentes en 1992, mismos que ocupaban una superficie de poco más de 85 millones de hectáreas, equivalentes a alrededor del 43 por ciento del territorio nacional (Escárcega y Botey, 1990: 17).
Ahora bien, si por social se entiende el hecho de que: a) la propiedad ejidal pertenezca a grupos de campesinos de bajos ingresos; b) que ésta sea regulada por algunos dispositivos jurídicos de tendencia protectora (como la imprescriptibilidad e inembargabilidad del dominio de los terrenos de uso común), o c) que el núcleo agrario cuente con personalidad jurídica propia (Téllez, 1993: 24), entonces probablemente estaríamos ante una propiedad de esa clase. Sin embargo, se trataría de una tesis muy endeble, ya que, por un lado, existe otro tipo de propiedades de carácter imprescriptible e inalienable que no obstante no son catalogadas de sociales (como los bienes privados de la federación, de los estados y de los municipios); por el otro, existen personas morales que gozan de personalidad jurídica y son propietarias de tierras, mas no por eso son consideradas de naturaleza social (como las mismas sociedades agrarias mercantiles y civiles).
Se debe reconocer sin ambages que estamos ante la presencia de un nuevo modelo de propiedad cuyos titulares pueden decidir a discreción el destino y uso de sus bienes de acuerdo con su exclusivo interés personal, sin necesidad de tomar en cuenta el parecer de nadie (ni del poblado, ni de la asamblea, ni del comisariado, ni de su familia) y sin la obligación de actuar con atención en el interés del núcleo poblacional al que pertenece o al de sus familias, mucho menos al de la sociedad en su conjunto. De este modo, no se percibe cómo o a cuenta de qué pudiera ubicarse válidamente a la propiedad ejidal en el rango de la propiedad social sin incurrir en desatino.
Así pues, la propiedad mancomunada y la parcelaria ejidal presentan muchas más afinidades que diferencias respecto a la propiedad privada en pleno dominio. Las últimas apenas se reducen a un par de rasgos que matizan superficialmente su régimen de tenencia, como son: una alienabilidad relativamente restringida (los derechos parcelarios sólo se pueden transferir a otros ejidatarios o avecindados) y una embargabilidad especial (sólo temporal y limitada al usufructo); aunque en el caso de la parcela hay que añadir su indivisibilidad material.
Lo anterior conduce a una sola conclusión: la propiedad parcelaria ejidal, al igual que la mancomunada, configuran una nueva modalidad de la propiedad privada. Estas se distinguen por la existencia de un dominio comparativamente moderado con respecto del derecho de disposición casi ilimitado que caracteriza al modelo de propiedad privada en pleno dominio. No obstante, si bien constituyen un régimen jurídico —digamos— "un poco menos liberal", de ninguna manera se modifica su naturaleza privada de fondo.
Como tal, se trata de una forma de tenencia de la tierra que responde a principios filosófico-jurídicos de índole liberal individualista; lo que significa que en su decálogo de fines y valores, el bien jurídico tutelado es, única y exclusivamente, el interés personal del titular del derecho agrario (o dueño de la tierra). Como dirían los juristas, es el respeto a ultranza del querer autárquico de los actuales propietarios ejidales lo que señala los límites de su derecho de disposición y lo que dicta el sentido de sus decisiones.
2.2. La nueva propiedad comunal
La comunidad agraria, régimen de propiedad de añejas y profundas raíces en nuestra historia, también resultó modificada por las reformas de 1992. Aunque su transformación no fue tan extrema como la resentida por el ejido, experimentó igualmente cambios de fondo suficientes para darle otra fisonomía y atribuirle rasgos que no encajan con ninguno de los modelos de propiedad vigentes, es decir, ni en la pública, ni en la privada, pero tampoco en la social, sin que se pueda determinar, bien a bien, su género próximo.
Se debe recordar que, a diferencia de los ejidos en tanto formas de tenencia de la tierra, el origen de las comunidades agrarias mexicanas se remonta varios siglos atrás, en cuyo transcurso su estatuto jurídico ha sido modificado en diversas ocasiones. Algunas veces con la intención de reforzarlas (como sucedió durante la mayor parte de la Colonia y en la era de la reforma agraria), y otras con la de desaparecerlas (como aconteció durante la Reforma y el Porfiriato), aunque siempre situadas en el centro de las preocupaciones agrarias monárquicas y republicanas.
Antes de las reformas de 1992, mientras que los ejidos eran creados por dotación, las comunidades lo eran por restitución o por confirmación. En el primer caso se daba tierra a grupos de campesinos que nunca la habían tenido; en el segundo, se reintegraba a quienes habían sido despojados o se convalidaba la posesión que detentaban. A cada una de estas acciones agrarias le correspondía un procedimiento específico, distinto a los otros, pero luego de ahí, esto es, a partir de su creación, los ejidos y las comunidades se regulaban de manera semejante, tanto en lo concerniente a su funcionamiento interno, como en lo relativo al sistema individual de derechos y obligaciones (Mackinlay, 1991: 122).
2.2.1 La propiedad comunal al nivel de núcleo agrario (1992-actualidad)
Con las reformas de 1992, el derecho de propiedad de las comunidades agrarias sobre sus tierras resintió cambios muy parecidos a los que sufrieron los ejidos, de suerte que también lo sustrajeron de la órbita de la propiedad social, pero sin insertarla de lleno en el de la propiedad privada en general. Hoy las comunidades gozan de un derecho de propiedad alienable por excepción, imprescriptible, embargable, transmisible, divisible y convertible, características que a nivel de núcleo agrario lo acercan a la propiedad privada. Empero, los derechos agrarios individuales se encuentran sujetos a una regulación que impide que se convierta en tal, y la revisten de cierto matiz social, aunque no suficiente como para que adquiera ese calificativo.
Ciertamente, la única diferencia a nivel poblado entre los ejidos y las comunidades es que los primeros pueden decidir la enajenación y la privatización de sus bienes en forma directa, lo que significa que la alienabilidad de sus tierras es prácticamente irrestricta, mientras que las tierras de las comunidades sólo pueden enajenarse y privatizarse por la vía directa a través de su aportación al capital social de las sociedades civiles o mercantiles (LA 1992, artículo 100), lo que habla de una alienabilidad condicionada o por excepción, pues, en caso de que se quisieran transmitir por otra vía (compraventa, donación) o privatizarlas, deben primero convertirse en propiedad ejidal.
Lo mismo que en los núcleos agrarios ejidales, las tierras de uso común de las comunidades son imprescriptibles y su embargabilidad sólo afecta al usufructo (LA 1992, artículo 99, fracción ii), notas jurídicas que, como se expresó, tutelan la propiedad pero no limitan el alcance del derecho de disposición. Si a ello se aúna la posibilidad de la transmisión del dominio de las tierras por medio de su aportación a las sociedades, es claro que, como aquéllos, tampoco constituyen una propiedad de orden social.
Las cualidades jurídicas de inalienabilidad, imprescriptibilidad e indivisibilidad confieren a la propiedad comunal una cobertura especial en términos de la protección que la ley brinda a sus tierras al hacerla sujeto pasivo de un régimen jurídico tutelar; sin embargo, esto no parece de ninguna manera suficiente para que una modalidad de tenencia se granjee merecidamente el calificativo de social, sobre todo si se considera que se trata de rasgos que no se traducen para los propietarios en obligaciones, sino tan sólo en conductas pasivas o abstenciones que no representan mayor compromiso ni implican esfuerzo alguno.
Las obligaciones sociales, en cambio, conllevan el cumplimiento o la ejecución de conductas activas que se materializan en un hacer de carácter imperativo para los propietarios; por lo tanto, con ellas la propiedad agraria tiende a cumplir una auténtica función social. Dicho de otro modo, no es con la omisión (no hacer) sino con la comisión (hacer) de actos dirigidos a la satisfacción del bien común y a la salvaguarda del interés de la colectividad que la propiedad de carácter social se perfecciona. Por consiguiente, a consecuencia de la abolición de las obligaciones de que fueron objeto los derechos individuales en las comunidades agrarias, éstas abandonaron también el ámbito de la propiedad social agraria.
Con todo, la actual comunidad agraria en México constituye un modelo de tenencia de la tierra que difiere del de la propiedad ejidal. La cuestión consiste ahora en determinar si ésta se mantuvo dentro de las coordenadas que enmarcan el género de la propiedad social o si, al igual que la ejidal, devino una modalidad de la propiedad privada; o bien, si, en su defecto, configura una forma de propiedad en sí misma, toda vez que su regulación interna tampoco corresponde a la que presentaba antes de 1992.
Para dar respuesta a la cuestión planteada se debe advertir que —al igual que los ejidatarios— los comuneros fueron eximidos de la obligación de trabajar la tierra de manera personal e ininterrumpida; de la sucesión forzosa de la parcela a un miembro de su familia; y, de la residencia permanente en el núcleo agrario, aspectos cuya impronta social —como se dijo— eran de igual o mayor trascendencia que las cualidades intrínsecas de la propiedad. La descarga de tales imposiciones exentó a los comuneros de los principales deberes solidarios que tenían hacia sus familias, el núcleo de población y la sociedad en su conjunto.
No obstante, ello no significa que —como en el caso de los ejidos— las comunidades agrarias se hayan convertido también en una nueva forma de propiedad privada. Si bien éstas fueron liberadas de imposiciones de orden social, no fueron objeto de una emancipación tan amplia como aquéllos, por lo que salieron de un régimen jurídico pero no entraron a otro.
Aunque en torno a las comunidades agrarias también gravita el principio jurídico de la autonomía de la voluntad y las libertades testamentaria y contractual, que imprimen a su régimen de propiedad un sesgo de influencia individualista, la situación se equilibra con la presencia de ciertos mecanismos de corte social, como la regulación e integración de los derechos agrarios individuales, la imposibilidad de transmitirlos a otros comuneros y la vinculación de éstos a la calidad jurídica de comunero, entre otros. Con ello, el modelo de propiedad comunal no bascula para ninguno de los dos lados (Pérez Castañeda, 1998a: 40).
Al no ser pertinente ubicar a la propiedad comunal en la esfera de la propiedad social ni en la de la privada (mucho menos en la de la pública), se debe colegir que necesariamente se trata de una forma de propiedad per se. No sólo porque presenta una caracterología distinta a la de aquéllas, sino porque, además, responde a su propia mismidad con especificidades que le son exclusivas y características jurídicas que a veces comparte con la propiedad privada y en otras con la propiedad social; por tanto, es susceptible de calificarse como semisocial o semiprivada, sin que ambas definiciones sean incompatibles.
Ahora bien, es preciso aclarar que el caso de las comunidades agrarias de composición indígena constituye un asunto especial, porque si con las comunidades en general el Estado mexicano no ha sabido qué hacer, con las indígenas menos. Esto obedece a que a su carga histórica se añade una amplia regulación normativa basada en el derecho nacional y en el internacional; además de que socialmente persiste la exigencia del reconocimiento de la autonomía de los pueblos, tema que durante las últimas dos décadas se ha mantenido en el ojo del huracán.
Además de regirse por las normas jurídicas de las comunidades en general, la Ley Agraria (artículo 106) remite las "tierras que correspondan a los grupos indígenas" a la protección que les otorguen las leyes reglamentarias del artículo 4 y del segundo párrafo del artículo 27 de la Constitución Política, a lo que debe añadirse el contenido de la reforma publicada el 14 de agosto de 2001, mediante la que se adicionan y modifican los artículos 1, 2, 4, 18 y artículo 115 del referido ordenamiento.
Por otro lado, las comunidades indígenas pueden acogerse a diversos ordenamientos de nivel internacional, entre los que destaca el Convenio 169 de la oit sobre Pueblos Indígenas y Tribales, suscrito en 1989, y, más recientemente, las "Directrices voluntarias sobre la gobernanza responsable de la tenencia de la tierra, la pesca y los bosques en el contexto de la seguridad alimentaria nacional", aprobadas apenas en 2012 en el seno de la onu, y cuyo contenido no resulta del todo compatible con las disposiciones del derecho positivo agrario vigente, en especial lo referente al territorio (López Bárcenas, 2009: 108 y ss.).
Paradójicamente, o sea, pese a ese vasto cúmulo preceptivo, no se alcanza a visualizar con claridad el tratamiento específico que debiera aplicarse a las comunidades de composición indígena para el ordenamiento y la regularización de sus tierras y bienes agrarios. Así que, se trate o no de un régimen de tenencia de la tierra —pudiera decirse— no acabado, éstas revisten, por lo pronto, los rasgos jurídicos de las comunidades agrarias en general.
2.2.2 La propiedad comunal a nivel individual (1992-actualidad)
Al igual que los ejidatarios, los comuneros gozaban de un solo derecho agrario individual que integraba las prerrogativas a la parcela y a los terrenos de uso común, para cuya ratificación —a la que estaba sujeto periódicamente en las asambleas de depuración censal— era necesario que el titular trabajara personalmente la tierra y residiera en los poblados.
Con las reformas de 1992, los derechos agrarios de los comuneros registraron una notable variación de contenido que los extrajo de la férula de la propiedad social, aunque con un acento menos individualista que el impreso a los ejidos. Tales derechos no se dividieron debido a que se les asignó un régimen especial, que los vinculó jurídicamente a la calidad o estatus de comunero. A partir de ello, asumieron, en principio, especificidades distintas a las asociadas con las prerrogativas de los ejidatarios, que tienden a preservar un poco más la identidad cultural y los territorios comunales.
Dicho de otro modo, la fragmentación de los derechos agrarios que se registró respecto de los ejidos no se repitió en las comunidades. En éstas, lo que se incorporó a la circulación mercantil en venta no fueron directa y aisladamente las parcelas y los derechos individuales sobre las tierras de uso común, sino la calidad de comunero, factor de medular relevancia para la adecuada tipificación de la clase de propiedad de que se trata.
Es decir, desde el punto de vista legal, lo que puede ser transmitido en las comunidades es la categoría de comunero y junto con ésta se transfieren los derechos agrarios individuales sobre la parcela y los derechos sobre los terrenos de uso común (LA 1992, artículo 101). De esa forma, es posible decir que dicha condición constituye lo principal y, la tierra, lo accesorio. La calidad jurídica de comunero, esto es, la pertenencia al censo de las personas del pueblo que son reconocidas como "derechosas" o titulares de derechos agrarios, tiene suma importancia en la mayoría de comunidades mexicanas —por no decir que en todas— porque ratifica o hace indudable la extracción local de quien la posee. Virtualmente, ésta otorga a su titular un estatus identitario cuyo valor supera con creces el de la simple tenencia de la tierra (Pérez Castañeda, 1996: 7-10).
Lo anterior es fortalecido por el hecho de que la cesión de los derechos de un comunero sólo puede ser a favor de un familiar o de un avecindado, mas no de otro comunero; aparentemente con la intención de mantener la cohesión interna de estos núcleos campesinos y de robustecer los vínculos comunitarios. Dicha cesión no puede efectuarse a favor de otro comuneroporque ello propiciaría el acaparamiento de esa calidad jurídica, como acontece en las sociedades mercantiles por acciones en las que los socios pueden adquirir las acciones de otros socios y progresivamente representar más votos en las asambleas, situación inviable para las comunidades en el marco jurídico agrario vigente.
Consecuentemente, si los derechos agrarios individuales de carácter comunal son concomitantes a la categoría de comunero y si dicha calidad jurídica no resulta acumulable, la posibilidad de la concentración de parcelas o de derechos individuales sobre las tierras de uso común es legalmente nula. De ahí se sigue que la posibilidad que establece la Ley Agraria (artículo 47) de poseer una extensión de hasta el cinco por ciento de las tierras de los núcleos ejidales o de la superficie equivalente a la pequeña propiedad privada, no aplica en las comunidades, lo cual significa, contrario sensu, que los comuneros están "condenados" a tener siempre la misma superficie.
En teoría, en las comunidades para tener tierras es necesario adquirir la calidad de comunero, mientras que en los ejidos se pueden tener tierras sin que para ello se requiera obtener el estatus de ejidatario (a través de la figura de los posesionarios). Al no estar en el comercio en forma directa, los derechos parcelarios y mancomunados de los comuneros deberían permanecer integrados como un solo derecho agrario, debiendo también ser acreditados con un solo certificado.
Como en los ejidos, en las comunidades el concepto de núcleo agrario también fue desprovisto de su cariz incluyente, de manera que la toma de decisiones vinculada al aprovechamiento y destino de las tierras de la comunidad se disoció del interés del núcleo de población en aras de la salvaguarda exclusiva del interés del grupo de sujetos que conforman la asamblea de comuneros, por ser los titulares de los derechos agrarios individuales. Empero, en contraste con lo que acontece con los ejidos, al estatus jurídico de comunero se le imprimió una connotación especial que tácitamente reconoce la importancia de la pertenencia identitaria e histórica a estos grupos; circunstancia que bien puede favorecer, desde luego, la integración de las comunidades pero, más que por la letra de la ley, por la fuerza de los usos y costumbres (Pérez Castañeda, 2002).
3. Balance de las instituciones jurídicas básicas de la propiedad agraria
Como se ha visto, para que una propiedad se ubique en el terreno social no basta con que sus rasgos jurídicos dominantes tiendan a proteger el derecho de propiedad de la tierra; es menester que esta protección beneficie no sólo al propietario, sino también a su familia, al núcleo de población o a la sociedad en su conjunto, lo cual es determinado por el tratamiento específico que legalmente se otorga a cuatro instituciones jurídicas5 íntimamente relacionadas con este derecho: la familia, las sucesiones, los contratos y el usufructo.
Los cambios comentados referentes a los dos tipos de propiedad son muy claros. El piso filosófico sobre el que descansaban mudó su fisonomía y pasó de una institución jurídica de esencia social, en una de esencia liberal, con una marcada preferencia por la protección del individuo, como a continuación se aprecia:
a) La familia
El nuevo sistema constitucional agrario reviste a la propiedad de características de exclusividad a favor del grupo de titulares (a nivel de ejido o de comunidad) y del individuo en particular (ejidatarios y comuneros), por lo que desplaza a la familia a un papel secundario. El alcance tuitivo de la propiedad se restringe al ámbito del propietario y deja fuera de su égida la protección de cualquier otro interés que no sea el suyo, por ejemplo, el de la familia, con lo cual se transforma en un derecho excluyente. Los derechos de la familia se equiparan ahora a los de los colindantes u ocupantes de los bienes inmuebles en materia civil que gozan solamente del derecho de preferencia (del tanto) para adquisición en caso de que sus titulares deseen transmitirlos. Dada la aguda descapitalización del campo y la falta de oportunidades para la obtención de ingresos —y aún más para su acumulación— que permitan a la gran masa campesina contar con excedentes económicos suficientes para comprar derechos parcelarios, aquello resulta de suyo intrascendente.
b) Las sucesiones
Este rubro, antes influido por taxativas de orden social, se convirtió en un derecho del propietario prácticamente absoluto, el que ahora puede decider sin limitaciones de ninguna especie a quién designar como heredero, derecho que antes se circunscribía a los miembros de su familia nuclear, reduciendo el posible abanico de sucesores. De ahí que por ese mismo hecho la parcela se constituyera en patrimonio familiar.
Bajo el nuevo régimen jurídico no se discute el personalísimo derecho del propietario de dejar sus bienes a quien le parezca o mejor prefiera (pertenezca o no a su núcleo familiar), lo que consagra el principio individualista de la libertad testamentaria como uno de los pilares del sistema agrario constitucional y elimina la protección especial que gozaba la familia.
c) Los contratos
Antes de 1992 la propiedad ejidal y la comunal no podían ser objeto de ningún género de actos traslativos del uso y del aprovechamiento, operando en la materia una rígida restricción contractual que acentuaba la imposibilidad jurídica de circulación de las tierras y las hacía rehenes de una amortización prácticamente total. El único contrato que podía celebrarse era el de asociación en participación, pero sólo a nivel de núcleo agrario y exclusivamente para efectos de explotación de los recursos no agrícolas ni pastales (LFRA, 1971, artículo 189).
En la actualidad opera la libertad contractual irrestricta, de manera que los dueños de la tierra gozan de la potestad plena para celebrar cualquier tipo de acuerdo traslativo del dominio, del uso o del aprovechamiento, sin más limitaciones que las que establece la ley, la moral y el orden público; por lo que su interpretación está sujeta a consideraciones de estricto derecho que no toman en cuenta la intención subjetiva de las partes.
d) El usufructo
En el marco de la legislación derogada, la obligación de trabajar la tierra materializaba normativamente el principio de la función social de la propiedad, a instancia de la cual se buscaba, en teoría, que los propietarios se solidarizaran con la sociedad haciendo producir los campos de su pertenencia (salvo caso fortuito o causa de fuerza mayor que lo impidiera), carga que representaba un deber traducido en actos positivos que restringían las libertades individuales de los dueños de la tierra.
Bajo el nuevo estatuto jurídico, los ejidatarios y comuneros son libres de hacer con su tierra casi todo lo que les plazca, incluso mantenerla ociosa; lo que amplía la gama de libertades que transforman a la propiedad parcelaria en un derecho realmente exclusivo comparado con el de antaño.
La evolución registrada en los cuatro rubros o instituciones jurídicas arriba desglosadas puede presentarse gráficamente de la siguiente manera:
La evaluación de las cuatro instituciones demuestra con claridad meridiana que el derecho agrario de propiedad ejidal y comunal vigente se sustenta, en esencia, en los fundamentos filosóficos derivados del principio de la autonomía de la voluntad, según el cual, nada debe haber por encima del libre querer soberano de cada persona. Por lo tanto, el régimen actual se configura como un derecho de carácter exclusivo y de naturaleza netamente liberal (aunque no absoluto), cuya principal finalidad consiste en salvaguardar el interés de los dueños de la tierra, privilegiándolo sobre los intereses de la familia y la sociedad.
4. La propiedad, la letra de la ley y su aplicación práctica
Lo que hasta aquí se ha dicho respecto de las nuevas características y naturaleza de la propiedad ejidal y comunal es lo que se deduce en el plano teórico del derecho agrario a la luz de la interpretación literal y sistemática de los preceptos legales; es decir, se ha expuesto solamente el "deber ser" de acuerdo con la exégesis de la letra y el contenido de los textos jurídicos. Sin embargo, esto no significa que en la práctica las cosas se hagan u ocurran necesariamente como la disposición señala; lo cual no debe extrañar a nadie si se considera que nuestro país es pródigo en ejemplos de la disociación que con frecuencia surge entre lo que dispone la norma jurídica, el sentido en que ésta se aplica y la realidad que presumiblemente regula.
Este es un vasto campo de estudio que, descuidado por los especialistas del derecho agrario, ha sido progresivamente atendido por investigadores de diversas disciplinas, sobre todo por los sociólogos rurales, quienes, si bien han incursionado poco a poco en el análisis de los efectos de la aplicación de las normas y el grado de acoplamiento que existe entre lo que pretende la disposición jurídica y lo que ocurre en la realidad, tienen todavía por delante un amplio campo de investigación. Sus resultados serán una valiosa ayuda para quienes dictan y aplican las leyes en materia agraria.
No obstante, en términos generales, es bien sabido que durante la era de la reforma agraria mexicana proliferó un amplio mercado ilegal de superficies ejidales y comunales, donde la renta e incluso la venta de las parcelas eran prácticas extendidas a lo largo y ancho del país. De igual forma, la prohibición establecida para ejidatarios y comuneros de contratar mano de obra asalariada era un precepto que muy escasamente se respetaba. Por su parte, el abandono de la parcela por más de dos años consecutivos, que podía llevar a la privación de los derechos agrarios —por lo general producto de la migración interna o externa—, representaba una norma de la que los titulares debían cuidarse más.
La aplicación de la ley en materia de regularización de tierras, en el caso de los actuales ejidos mexicanos, al parecer no ha ido más allá de lo que ésta ha permitido. La certificación ejidal operada entre 1992 y 2006 a través del Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares Urbanos (mejor conocido por sus siglas como Procede) y su reemplazo, el Fondo de Apoyo a Núcleos Agrarios sin Regularizar (FANAR), que ha venido operando de 2006 a la fecha, ha ocurrido sin desviarse demasiado de la letra de las normas jurídicas, pero sin desalentar el fraccionamiento excesivo y la minifundización de las unidades de producción, e incluso, sin procurar prácticamente en ningún caso que los ejidatarios definieran racionalmente el destino de sus tierras en función de proyectos concretos de desarrollo territorial de carácter integral y sustentable con el concurso de los organismos oficiales. La incapacidad para generarlos definió el rumbo de una regularización mecánica y poco razonada que desaprovechó una magnífica oportunidad para avanzar en materia de ordenamiento territorial (Pérez Castañeda, 1998b).
Todo indica que en materia ejidal no ha habido muchos problemas para que los titulares de los derechos agrarios identifiquen las capacidades y posibilidades de la nueva propiedad parcelaria; circunstancia que ha permitido una efectiva dinamización de los mercados de tierras ejidales sin que sea necesaria la reconversión de su régimen jurídico. Esto se muestra en el hecho de que, para el año 2007 —quince años después de la entrada en vigor de las reformas— la compraventa de áreas parceladas devino práctica casi generalizada en el agro nacional, pues se daba ya en dos tercios del total de los ejidos del país, sin que se verificase una conversión significativa hacia el pleno dominio (Robles, 2009: 27).
Es muy probable que, ya en la mitad de la segunda década del siglo XXI, dicha superficie haya sido superada ampliamente, lo que habla de una asimilación social más o menos pronta de las nuevas modalidades de esta clase de propiedad. Aunque debe destacarse que el 33 por ciento de las transacciones se realizó con personas ajenas a los núcleos agrarios, lo que, además de representar una cifra demasiado alta, contravino la ley de la materia (Robles, 2009: 27).
Lo anterior demuestra con creces que se trata de una forma de propiedad que ahora está en aptitud para la circulación mercantil y, por tanto, para la canalización de inversiones que tiendan a aprovechar el carácter multifuncional de la tierra, sin que se vean impedimentos tortuosos ni insalvables para su incorporación a cualquier clase de proyecto, tal como ocurre con la propiedad privada en pleno dominio. No obstante, un ámbito en el que la aplicación del Procede no ha cumplido sus expectativas se relaciona con las superficies comunes de los ejidos, las cuales albergan una buena parte de los bosques, selvas y desiertos del país. Se trata de áreas que, de acuerdo con la ley, son indivisibles y cuyo cuidado ecológico es altamente delicado. A pesar de ello, en muchos casos dicho programa encontró modos de fraccionarlas y asignarlas individualmente en desmedro del interés de la colectividad (Rosales González, 2014).
El caso de las comunidades agrarias es más delicado, puesto que las autoridades del ramo han sido más liberales que la propia ley al tratar de regularizar a aquéllas bajo una óptica ejidalista que no concuerda con el marco jurídico. En la instrumentación de dicho proceso, las autoridades han aplicado criterios operativos que homologan su tratamiento al de los ejidos, por lo tanto, fuerzan y contravienen la regulación de los derechos agrarios individuales al legalizar transferencias de parcelas sin que se traspase la calidad de comunero. Esto representa un acto preceptuado por la ley en sentido inverso que no sólo da definitividad a una situación ilícita sino que además sienta un precedente. Bajo esa tónica se ha venido certificando por separado a las parcelas y a los derechos de uso común, acto mediante el cual fragmentan los derechos y —contraviniendo la ley— viabilizan su circulación en los mercados de tierras (Silva Cruz Gaytán, 2006: 81).
En efecto, el Programa de Certificación de Comunidades (Procecom), que funcionó hasta el año 2006, y el FANAR, que sigue operando hasta la fecha, entraron y siguen entrando a trabajar a las comunidades agrarias sin tener claro el tratamiento específico que debe darse al manejo de los derechos individuales, bajo la óptica de que éstas se regulan como los ejidos, craso error que ha incentivado la discordia y fomentado conflictos al interior de los núcleos comunales. Amén de que con frecuencia se realizan mediciones parciales y amañadas de los terrenos comunales con las que se pretende legalizar la posesión de presuntas propiedades privadas.
Sin duda, la carga histórica y cultural, así como la fuerza de su derecho consuetudinario (de carácter preconstitucional), exigen que la regularización de las comunidades sea casuística. La experiencia ha enseñado que aquí no operan las recetas homogeneizadoras y que cualquier tratamiento irá al fracaso si no se ajusta a cada realidad concreta. Es en los antecedentes específicos de las comunidades donde se encontrarán las bases para la normalización de la tenencia de la tierra de cada una de ellas. Si no se conoce su origen y evolución difícilmente se identificarán las fórmulas indicadas para su efectiva regularización.
Como a menudo ocurre, no es sólo la ley, sino sobre todo su aplicación al caso concreto lo que genera disputas y desavenencias. Sea involuntaria o deliberadamente, lo cierto es que los criterios operativos de los programas han generado un pernicioso efecto en el interior de las comunidades al promover una fragmentación de los derechos agrarios individuales semejante a la de los ejidos; de modo que mientras los ordenamientos legales propenden a preservar relativamente la identidad de la cultura y la compactación de las tierras comunales, las instituciones del ramo alientan la subdivisión territorial y acentúan la pérdida de la cohesión social interna.
Como se dijo, es justo en los terrenos de uso común de los ejidos y comunidades agrarias donde se localiza la mayor parte de la tremendamente disminuida área arbolada del país, reserva forestal que, con toda seguridad, se encuentra en la mira cortoplacista de numerosos capitales domésticos y foráneos, y de no pocos pequeños productores que luchan por su subsistencia diaria. Esta situación hace que su regularización, al respetar su carácter indivisible y las normas ambientales, se convierta en un imperativo de solución inaplazable, no sólo en protección del interés de los núcleos agrarios y de la nación, sino del mundo entero, en términos de su significado en el contexto ambiental y de su eventual aportación positiva al cambio climático.
Los ejidos y las comunidades agrarias hoy se encuentran atrapadas en una vorágine de intereses económicos, políticos y sociales, desencadenados con la liberación de su régimen jurídico, que obviamente apuestan por el debilitamiento de su cohesión interna para socavar la fortaleza de sus asambleas y apropiarse de sus tierras en los términos más ventajosos posibles. Sin duda, el diversificado y multifuncional uso que en la actualidad puede darse legalmente al suelo (agrícola, turístico, forestal, minero, ganadero, urbano, industrial), eleva todos los días su valor y hace más estratégica la importancia de su tenencia, en especial en el marco de la especulación alimentaria que cada día se acrecienta.
Conclusiones
Las reformas al artículo 27 constitucional registradas en 1992 transformaron sustancialmente el sistema de propiedad agraria en nuestro país y demolieron las bases jurídicas de tinte social que le normaron durante la etapa de la reforma agraria, en aras de la liberación del mismo. La modificación experimentada por el sistema de tenencia de la tierra no se detuvo en la forma sino que fue hasta el fondo, habiendo readecuado su contenido y cambió su naturaleza. Como consecuencia, la concepción social de la propiedad constitucionalizada en 1917 fue suplida en 1992 por una concepción de sello neoliberal, menos comprometida con los intereses de la sociedad y más avocada a la protección de los intereses de los individuos.
Si la propiedad ejidal se convirtió en una modalidad de la propiedad privada y la propiedad comunal devino una forma de propiedad en sí misma, es claro que la propiedad social en México dejó de existir. Esa es la conclusión más general que se obtiene del anterior análisis y la que más nos interesa dejar en claro. No hay fundamento lógico ni jurídico que permita sostener válidamente que en nuestro país la propiedad social todavía forme parte del sistema de tenencia de la tierra. Como se vio, lo social se reduce a solamente unas cuantas pinceladas que no son suficientes para catalogar como tal a ninguno de los dos modelos que analizados.
Esa es una realidad que es tiempo de reconocer. Es necesario dejar de referirse al ejido y a la comunidad en tanto formas de propiedad social, aunque para algunos siga siendo políticamente rentable por su carga demagógica. Como se demostró, el estatuto jurídico de los ejidos dejó de ser incluyente y tutelar. Ya no vela por la familia, ni por el núcleo de población, ni por la sociedad en general. Su escudo protector se restringió al grupo de ejidatarios en tanto dueños de la tierra y al interés particular de cada uno de ellos. De ahí en fuera, no existe nada que deba tomarse obligatoriamente en la definición del destino, utilización o aprovechamiento de las tierras, más que la voluntad libre y soberana de sus titulares.
Con el argumento de que los ejidatarios y comuneros recibían un tratamiento paternalista que solapaba y fomentaba su irresponsabilidad y apatía, las mujeres, los menores de edad, los discapacitados y los adultos mayores fueron desposeídos de la armazón proteccionista que les brindaba la regulación de los derechos agrarios individuales antes de ser reformados en 1992. O sea, para hacer responsables a unos, a los dueños de la tierra, que son los menos, se optó por desproteger a los indefensos, que son los más.
Bajo esa óptica, sería incongruente y muy cuestionable catalogar de social a una forma de propiedad que, con la bandera del combate al paternalismo y la búsqueda de seguridad jurídica en la tenencia de la tierra —según se señaló en la iniciativa de reformas al artículo 27 constitucional—, dejó a la intemperie y en el desamparo legal a los sectores más vulnerables de la sociedad rural. Como patética muestra, los tribunales agrarios están repletos de casos de mujeres solas que pretenden ser despojadas de sus parcelas.
De hecho, no existen diferencias de fondo entre la propiedad ejidal individual y la pequeña propiedad privada. Son tan sólo tres aspectos muy puntuales los que permiten hacer una distinción entre ambas y calificar a la propiedad ejidal como una forma de propiedad privada en dominio moderado, la que —como se sabe— puede convertirse al pleno dominio en el momento en que sus titulares lo deseen. Por lo tanto, sería infundado sostener que este nuevo modelo del ejido mexicano se mantiene dentro del género de la propiedad de tipo social.
Las comunidades agrarias, por su parte, quedaron a medio camino, ya que ni acabaron de zafarse totalmente de la esfera de la propiedad social, ni acabaron de incrustarse de lleno en la de la privada; de tal suerte que estamos en presencia de una especie de propiedad híbrida, una comunidad sui generis que conservó algunos de sus viejos rasgos sociales y adquirió otros de índole liberal sin que llegase a predominar ninguno de los dos, lo que hace muy frágil su calificación como una u otra cosa pero que la sitúa jurídicamente en medio de ambas.
El actual régimen jurídico comunal tiende a preservar la identidad e integridad del grupo y del territorio que la constituye al condicionar que los derechos agrarios individuales sólo se traspasen a familiares o avecindados del mismo núcleo de población y únicamente cuando se transfiera el estatus de comunero, pero desliga a sus titulares de diversas obligaciones sociales y familiares. Ello transforma al conjunto de sujetos titulares de derechos comunales en un selecto grupo adaptado para regirse de acuerdo al fuero interno de cada uno de ellos y al calor del código de los intereses individuales, esto es, un grupo integrado, pero excluyente.
La comunidad agraria sigue siendo el "patito feo" del sistema de propiedad a causa de su sempiterna incomprensión por parte del Estado mexicano. Por ello ni se termina de regular normativamente reconociendo a ésta el manejo autónomo de su territorio sobre la base del ejercicio de derechos primordiales que anteceden a la propiedad originaria (cuya preeminencia está en el centro de la polémica), ni se le regulariza documentalmente conforme con las disposiciones legales establecidas. Un efecto negativo es que, al posponer indefinidamente la solución del problema, lo único que se consigue es que se complique aún más.
Es un hecho que las autoridades administrativas del sector (Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano; Procuraduría Agraria; Registro Agrario Nacional) han carecido de una adecuada visión de Estado al persistir en la regularización de las comunidades bajo la tónica ejidalista, a cuya sombra aumenta la confusión respecto al manejo real de los derechos comunales. De forma similar, el tratamiento de las superficies comunes de los ejidos ha sido sumamente defectuoso al alentar innecesariamente su subdivisión; mientras que la corrupción hace de las suyas con generalizado desenfreno, sin que se implementen mecanismos eficaces para controlarla. Esto reproduce a pie juntillas lo que ha ocurrido con la mayoría de los programas de regularización agraria instrumentados en nuestro país a lo largo de la historia, desde la Colonia hasta nuestros días.
El escenario de la nueva ruralidad del agro nacional hacia la segunda década del siglo XXI se distingue, en materia agraria, por una estructura de la tenencia de la tierra en plena transición y en incesante movimiento a causa del intenso proceso de desamortización de tierras, lo que a largo plazo, y una vez estabilizados los mercados, desembocará de manera inevitable en la transformación de la estructura agraria del país.
Queda, pues, contestada la interrogante que se plantea en el título de este artículo sobre si existe o no aún la propiedad social agraria en México. Ésta es sólo una ilusión, un espejismo derivado de la apariencia externa de los ejidos y de las comunidades, que —si bien permite el ahorro de términos y hace que los discursos se escuchen más elegantes— impide progresar en el conocimiento objetivo del sistema constitucional agrario de nuestro país y, por ende, avanzar en la investigación académica y en el diseño de estrategias de desarrollo rural y de políticas públicas adecuadas a las nuevas características y capacidades de los núcleos agrarios.
Es en ese marco donde las actuales formas de propiedad ejidal y comunal deben encontrar la lógica que las dinamice para orientarse a la atención de la necesidades sociales, económicas y ambientales, cuya satisfacción sea del interés de la comunidad y de la nación. El Estado mexicano debe hacer todo lo que esté a su alcance para evitar que la desamortización en marcha profundice la situación de pobreza —patrimonial y alimentaria— en la que se encuentra sumida más de la mitad de los habitantes del país.
Ello implica adecuar el funcionamiento de las formas de propiedad agraria para emplazarlas en dirección al ordenamiento territorial y al desarrollo rural integral y sustentable, lo que desde luego, comprende la búsqueda de la competitividad y de la consolidación del bienestar social de las familias campesinas, propósito que se dice fácil pero que representa una tarea titánica en el arduo camino hacia la modernidad, en cuyo trayecto se ha extraviado la función social que la propiedad de la tierra había venido cumpliendo desde hace siglos.