De acuerdo con el historiador Carl E. Schorske,1 la ciudad "se teje" por todos los actores que intervienen en su proceso de producción, intercambio y consumo: así "cultivadores", "estibadores", "cardadores" y "tejedores", como "mercaderes" y "compradores", si cabe esta suerte de metáfora de manufactura industrial-artesanal. Se le teje, por un lado, con fibras de sentido, es decir, con significados en las relaciones y prácticas sociales, que por otro lado son soportadas, al mismo tiempo, por fibras materiales: edificaciones, espacios urbanos, paisajes antropomorfizados, equipamientos, servicios e infraestructuras, leyes, reglamentos, sistemas de planificación y ordenamiento territoriales. Pero asimismo la ciudad es desmenuzada por quienes posan en ella su mirada experta desde estructuras de pensamiento e investigación precisas, trátese del sociólogo y el antropólogo urbanos o del historiador de la ciudad.
En el ámbito en el que me muevo son realmente contados los trabajos que exploran algo más que los objetos físicos, y que en cambio se interesen en las experiencias cualitativas de habitar los espacios por habitadores precisos, o en lo que se dice, se imagina, se interpreta o se lee y escribe de dichos espacios, desde una dimensión hermenéutica, que por consiguiente demandaría el uso de fuentes novedosas o poco atendidas previamente por la historiografía especializada. No es, desde luego, el caso de este importante esfuerzo editorial, según veremos adelante, pues de acuerdo con sus coordinadores, no solo fue efectivamente el resultado de un proyecto de largo plazo que tuvo por propósito contribuir al estudio sobre la historia urbana mexicana en el dilatado lapso del siglo XIX hasta los años transcurridos del xxi, sino que busca, más allá de una simple compilación inorgánica de trabajos, montar una construcción interdisciplinar entre los participantes, derivada de un proceso de más de dos años, que además de las rutas clásicas se desarrolló atendiendo "nuevos acercamientos que integren diferentes enfoques" y que establezcan otros puntos de mira además de los "más evidentes y "tradicionales""; asimismo, acude a fuentes ya conocidas y a otras novedosas que dan cuenta de "renovaciones y cambios" en el quehacer de la historia urbana, así como una adecuada contextualización de las ciudades con respecto a sus entornos inmediatos y transfronterizos.
Para entrar en materia, debo señalar que en años relativamente recientes, la renovación historiográfica de la arquitectura y la ciudad se debatía entre las "grandes narrativas" y las microhistorias. Es decir, en el interior de una disciplina que cada vez va configurando mejor un campo de interés y de intervención analítica sobre sus objetos de estudio: la historia cultural. Y dentro de esta, de modo preciso, la correspondiente a la historia cultural de la arquitectura y la ciudad o, si se quiere, de los espacios habitados y habitables, expresiones estas últimas que poseen un matiz semántico distinto, no fácilmente apreciable a simple vista.
El debate contemporáneo sobre este último tema, recogido acertadamente por Arturo Almandoz hace ya algunos años,2 especialmente para la cultura urbana, establece justo un desplazamiento de las narrativas generales a las microhistorias, a raíz del cual este autor encontraba una "aparente fragmentación" de los trabajos de historia urbana y urbanística. Con todo, a finales de los años noventa Nancy Stieber apostaba por la superación y síntesis de este fenómeno, y por una posible recuperación de una historia del urbanismo "en gran escala" que salvara las diferencias en la concepción de la microhistoria de las dos tradiciones que la cultivan con distinto sentido: la francesa de los Annales y la italiana del paradigma indiciario. Lo que fuere, los trabajos de investigación urbana desarrollados en las últimas dos décadas se acercan más a una "aproximación microhistórica" de los diferentes actores citadinos, "así como sus formas de representación", desde la perspectiva de los imaginarios urbanos.3 En esta dirección, es probable que con el libro aquí reseñado tengamos una vía que tal vez logre aportar los gérmenes metodológicos para una historia urbana o una historia global de las ciudades mexicanas sin cancelar la riqueza de las microhistorias que las pueblan.
De esta suerte, el libro Ciudades poscoloniales en México. Transformaciones en el espacio urbano, en el que se analizan 10 ciudades por 16 investigadores en 11 capítulos, así como el arduo trabajo de discusión detrás de él, partió de cuatro principios como premisas básicas: a) la perspectiva histórica, comprendida en el tratamiento del desarrollo de las urbes analizadas en los dos largos siglos citados, con la mira puesta en "buscar los momentos en que se generaron los rompimientos con la ciudad colonial"; b) la ciudad como sujeto de estudio propio, que trasciende su instauración como mero escenario para volverse actor; c) la inclusión y la comparación en el estudio de otras ciudades hasta ahora poco o nada privilegiadas en las investigaciones, las cuales "revelan particularidades y riquezas que solo pueden ser aquilatadas y entendidas desde una perspectiva comparativa y de conjunto"; d) la pluralidad disciplinar, bajo la consigna (en su acepción más generosa) de la "apuesta por la colaboración, por el intercambio de ideas, temas, planteamientos teóricos y recursos metodológicos más fluidos y productivos".
El capitulado que da estructura al libro me parece muy equilibrado, más allá de que podamos discutir las razones del por qué de las ciudades que se analizan y no otras. Así, tres secciones lo conforman, denominadas -supongo que por los coordinadores-: El hilo económico (tres capítulos), Agentes, instituciones políticas y espacio urbano (cinco capítulos), e Imaginarios y proyectos urbanos (tres capítulos).
Los textos que conforman cada capítulo están llenos de estimulantes ideas, argumentos y pruebas que demuestran lo acertado de las tesis señaladas en la Introducción, y de los cuales solo me detendré abusivamente en unos pocos en obvio de espacio y en razón de que son más próximos a mi práctica investigativa. Me enfocaré más en las ausencias y omisiones, que sería mi particular contribución crítica, pero no porque carezcan de méritos las "presencias" e "inclusiones" de los autores de los distintos capítulos y de la obra como un todo, de ninguna manera, sino para darnos cuenta de los vacíos que futuras historias urbanas generales de duración larga tendrán que llenar.
Por ejemplo, en el texto dedicado a "Orizaba, de villa cosechera a ciudad industrial", firmado por Eulalia Ribera Carbó, extrañé una mínima alusión a la denominada "primera ciudad jardín" mexicana que proyectó en 1925 José Luis Cuevas Pietrasanta (la ciudad industrial Colonia Ferrocarrilera), que si bien no se concretó (aunque su construcción se había iniciado, según Gerardo Sánchez),4 sí resultaba una experiencia de lo más interesante a nivel de un urbanismo orientado al proletariado, de tanto peso en Orizaba, y que merecería un estudio a nivel nacional, sumado al del conjunto de las llamadas "ciudades-agrícolas" propuestas como modelo prototípico para los Sistemas Nacionales de Riego en 1930 por el ingeniero Ignacio López Bancalari,5 en ese entonces director de la Comisión Nacional de Irrigación. Convendría que esta experiencia entraría más de lleno en el campo y los alcances de una historia urbanística, pero para quienes tenemos interés en tales intervenciones en el territorio, así quedasen en proyecto, desencanta no encontrar un mínimo tratamiento al respecto.
En el capítulo dedicado a "Querétaro, de la tradición a la modernidad y de la modernidad a la globalización", firmado por Carmen Imelda González Gómez, también es de notarse la ausencia de una fuente que si bien puede no ser imprescindible, no deja de extrañarse tratándose de un estudio de historia urbana centrado mayormente en el siglo XX y parte del XXI; me refiero a uno de los capítulos relativos a la arquitectura y el urbanismo del Bajío (en donde se incrusta Querétaro),6 que precisamente aborda el periodo de la Revolución y la posrevolución mexicanas. No sería un ejercicio estéril contrastar también las tesis generales y los trabajos empíricos a los que llegó esta última obra coordinada por Vargas Salguero, así como la de Gerardo Sánchez Ruiz,7 con el análisis histórico de los imaginarios políticos que sobre la Ciudad de México construyeron los gobiernos revolucionarios y posrevolucionarios, que encuentro contrastantes en el punto preciso de la opinión más bien adversa que Daniel Hiernaux advierte en dichos gobiernos en su texto "La ciudad de México en los imaginarios políticos, 1910-2010".
Y así como los anteriores trabajos, existen otros que se están produciendo en el marco de los ya diversos doctorados que existen en el país en el ámbito arquitectónico y urbanístico, como el Programa Interinstitucional de Doctorado en Arquitectura de las universidades de la región centro-occidente de la ANUIES, el Doctorado en Arquitectura, Diseño y Espacio Urbano de la Universidad Autónoma del Estado de México, el Doctorado en Ciencias de los Ámbitos Antrópicos de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, desde luego los Doctorados en Arquitectura y Urbanismo de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, el Doctorado en Ciudad, Territorio y Sustentabilidad de la Universidad de Guadalajara y otros.8 Para Mérida hay ya varias tesis que abordan, entre otros tópicos, el fenómeno de la gentrificación de su Centro Histórico.9
En cambio, me ha sorprendido gratamente encontrar, por ejemplo, en el texto de Carlos Lira y Danivia Calderón, "De capital estatal a parque temático Patrimonio de la Humanidad, Oaxaca, 1800-2000", y en un tono similar en el texto de Mario Bassols denominado "Taxco de Alarcón. Transfiguraciones urbanas de un centro minero", una posición crítica y sana contra la apuesta de los gobiernos, las instituciones culturales y hasta la propia ciudadanía -indígena o no- por la turistificación de Oaxaca capital y de Taxco, respectivamente, como si fuesen ciudades-marca que cancelan otras concepciones de ciudad y de desarrollo urbano-territorial; con ello, los autores confirman una idea propia que aunque trabajada para la producción artesanal contemporánea, mutatis mutandis, puede extrapolarse al ámbito de la urbe siempre que donde dice "artesanía" se lea "ciudad", y que esencialmente plantea que existe una tendencia a desacralizar, desmitologizar o desancestralizar la producción artesanal como una reacción a la ideologización que el Estado ha hecho del arte popular. Si se sigue el camino marcado por el interés de los gobiernos o de la cultura hegemónica, a la "artesanía" le quedan pocas y difíciles salidas. Una de esas salidas está bloqueada o tiende a estarlo: la persistencia en su ancestralización (ideológica) equivale a su momificación, a su ensimismamiento estático, a su enclaustramiento; en fin, a su minotaurización mítica. Una posible salida podría ser su extroversión creativa, su liberación de añejas ataduras (al menos de las ideológicas), su sagacidad, su maleabilidad, adaptabilidad y transformabilidad; en suma, su nagualización cibernética sedicente. De este modo, las ciudades de vocación monotemática inducida, como bien se sugiere en el libro, pocas posibilidades tienen de desarrollo social comunitario, de beneficio a las mayorías pobres, aunque puedan llegar a competir en el mercado mundial de marcas.
Por razones obvias (nuestra procedencia geográfica), me es inevitable e ineludible comentar con un poco de mayor atención el texto de Gerardo Martínez Delgado, "Hilos, historias, ideas y proyectos. Aguascalientes, 1792-2010", quien propone "una entre mil maneras de aprehender" dos siglos de desenvolvimiento de la ciudad de Aguascalientes.
Su texto, por lo demás muy acertado y excelentemente documentado, constituye también una sana invitación a desmitologizar asunciones historiográficas, como cuando aborda el boom industrial de los años ochenta en Aguascalientes, al que invita a cuestionar a la luz de "la frialdad de las cifras", que lo hace aparecer "menos espectacular" de lo que nos hemos acostumbrado a considerar. Al respecto sugiero que no estaría de más contrastar las cifras con los agudos y documentados estudios debidos al talento investigativo de otro coterráneo, Arnoldo Romo, en particular con un trabajo sobre la competitividad urbana de Aguas-calientes y su prospección futura desde variables económicas y de riesgo y vulnerabilidad.
En este mismo tono cuestionador, convalido con Martínez Delgado que ni la industrialización ni la población agotan la explicación de la historia de las urbes, cosa por demás vista en la dirección de los estudios históricos urbanos desde la perspectiva del "giro hermenéutico", y Aguascalientes no sería la excepción. Lo que tal vez pueda discutirse es una afirmación muy particularizada que desde luego en nada compromete la calidad del texto de Gerardo, y que es la del "relativo éxito" del Río San Pedro como barrera del crecimiento hacia el poniente, pues por lo menos de 1995 a la fecha la fuerza de la realidad impone una duda razonable a la aseveración anterior. En el apartado de la discusión de momentos, periodos y tendencias, me parece que Martínez Delgado atisba acertadamente un elemento primordial, que es el punto de vista de los modelos de habitabilidad, más incluso que el de la sucesión de tendencias arquitectónicas (hoy ya obsoletas), el cual podría ser crucial y más fecundo para identificar y caracterizar, en la larga duración, el transcurrir de la ciudad de Aguascalientes desde un enfoque histórico, punto de vista que creo no ha sido suficientemente abordado por ninguno de los que nos dedicamos a la historia urbana en el estado. Aquí jugarían un rol fundamental las narrativas urbanas construidas desde el campo de las invenciones subjetivas de la ciudad por sus lectores in urbis, para usar una expresión del semiólogo urbano Rocco Mangieri,10 aunque esto supondría analizar nuevos tipos de fuentes, tanto convencionales (archivos) como alternas (fotografías de familia, la fotografía y la cartografía históricas como imagen que inventa el territorio, relatos, memorias, diarios personales, etcétera).
Y aquí no me refiero a las narrativas propias de los discursos sobre la ciudad por sus analistas, críticos, cronistas, literatos o intelectuales, que de cualquier manera Gerardo Martínez con atingencia señala como agentes constructores de ideas de ciudad, sino, como indica De Certeau, las de los caminantes del diario bregar.11 Desde luego otra veta generosa, atisbada por nuestro autor, es la del movimiento de la propiedad del suelo urbano al pasar de manos eclesiásticas a civiles, hilo económico y jurídico-político con enormes conexiones con la historia ambiental, a la manera como lo están desarrollando Rosalba Loreto y otros historiadores.12
Ahora bien, si he de señalar alguna omisión, reitero la relativa al capítulo sobre el Bajío en la obra de Vargas Salguero antes citada, en donde se incrusta un panorama de la arquitectura y la ciudad de Aguascalientes en el periodo 1917-1954, y acaso la referencia a la importantísima experiencia, aunque fallida, de la ciudad agrícola de Pabellón de Arteaga, que fue vanguardia en el plano nacional hacia 1930 como parte de un experimento de planificación urbana y territorial de la Revolución mexicana.13
En el libro en escrutinio encuentro de todo punto coincidentes algunas de las tesis a las que llegan y destacan Martínez y Bassols en la Introducción, por ejemplo cuando afirman que "Los grandes momentos y los cortes explicativos no funcionan para todas las ciudades, que mantienen ritmos propios dependiendo de sus actividades económicas, de su posición geográfica, de la forma en que la conducen los agentes y las políticas locales, o de las rutas que pueden seguir en determinadas coyunturas nacionales e internacionales", tesis que ya Ramón Vargas Salguero había destacado para el caso de la arquitectura y el urbanismo de la Revolución Mexicana en el libro por él coordinado, salido a la luz pública en 2009 pero a cuyas conclusiones llegamos 10 años antes.14
En cambio, una novedad que aporta el libro es la reflexión crítica de sus autores respecto a sus ciudades bajo estudio, pero desde la perspectiva de su propia vivencia o experiencia como ciudadanos, cosa que se agradece porque en el estado de la epistemología actual los investigadores son sujetos también de y en su propia investigación.
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Sin duda un examen detenido de todas y cada una de las contribuciones que integran el libro exigiría, además de trasponer la extensión preestablecida para textos producto de reseñas, una mayor carga analítica que no es posible emprender aquí. A lo más, se aventuran algunos nudos problemáticos generales que recorren el amplio arco de discusión que se ventila en él. Sin orden alguno que prejuzgue sobre su importancia, me parece que algunos de esos nudos son: la ausencia de un deslinde explícito entre historia urbana e historia urbanística, tópico bien delimitado por los colegas españoles para referirse a dos aspectos de una misma realidad. En el primer caso, que es mayormente el del libro, se trataría de una historia social de lo urbano (valga la expresión); el segundo implicaría hablar de la historia de las distintas intervenciones, oficiales, privadas, institucionales o espontáneas, en y sobre la ciudad, a través de mecanismos, instrumentos y documentos de planificación (modelos), y de realizaciones concretas (experiencias prácticas). Entre ambas podría discurrir la historia cultural, aquella que pone el acento en las vivencias significativas de los habitadores, desde el campo de la construcción-invención intersubjetiva y simbólica de relatos y narrativas urbanas. Bien vistas las cosas, el deslinde invocado no presupone la cancelación de ninguno de los polos extremos y su medio, si de una historia global de larga, media y corta duración se trata, sino tan solo de distinguir analíticamente los elementos de un necesario proceso dialógico.
Por otro lado, quizá una de las omisiones teóricas del libro (¿o acaso de la Introducción?) es la falta de una conceptualización directa y rigurosa del término poscolonial, ya que éste solo aparece por contraste con su referente inmediato (el periodo "colonial", de terminología dudosa en cierta intelectualidad) y no por su constitución o naturaleza propias. Cabría apuntar aquí que los estudios híbridos y poscoloniales, en sus acepciones temporal, discursiva y epistémica, y de entre ellos los correspondientes al campo de la ciudad y su arquitectura, presentan, en opinión de Estela Fernández, "un esfuerzo de deconstrucción del paradigma moderno-eurocéntrico de conocimiento, que busca restituir a los grupos subalternos su memoria, obliterada por las narrativas imperiales y nacionalistas, y su condición de sujetos de sus propias historias". Sin embargo, Fernández aduce que "esta línea de desarrollo teórico representa un caso particular del llamado 'giro cultural' al interior del campo de la filosofía y el pensamiento latinoamericanos, en el que se hace visible, de un modo muy particular, la [...] crisis de la filosofía, la renuncia a producir una explicación totalizante y crítica de la realidad y la dispersión del discurso en un deconstruccionismo permanente que, a pesar de una pretendida radicalidad, se resuelve en intervenciones fragmentarias y despolitizadas, con escasa capacidad explicativa y ninguna eficacia práctica".15 Esto es, por decir lo menos, que el término poscolonial designa toda una categoría sociológica que trasciende su mera temporización historiográfica. Las implicaciones sobre los estudios de historia urbana que se atisban en la opinión de la filósofa Estela Fernández están abiertas a la investigación, y cuando menos requieren un ejercicio de deslinde que se extraña en este libro.
Existe un dicho atribuido a un intelectual mexicano que rezaba "hay que saberlo todo de todo", fórmula cuya intención de fondo planteaba la imposibilidad de conocer un fenómeno sin conocer a la vez todas sus relaciones para dar cuenta cabal de él. En la actualidad es desde luego imposible estar al tanto de todo el conocimiento producido sobre una materia, incluso en estos tiempos del "océano de información" que representan las tecnologías de la información y la comunicación (TIC); aun así no deja de parecerme audaz la afirmación de que la historiografía de las ciudades mexicanas se ha enfrascado poco en los procesos del siglo xx. Al respecto, como tuve ya oportunidad de referirlo muy de pasada, puedo señalar que las excepciones que señalan Martínez y Bassols en la Introducción no hacen justicia a un número ya importante de arquitectos y urbanistas historiadores, cuyos esfuerzos y avances tanto de obra publicada en libros y revistas, como de foros de comunicación de los avances de investigación, son de referencia ineludible, aunque podemos otorgar el beneficio de la duda a los coordinadores en razón de que ciertamente, como hemos tenido oportunidad de demostrar en un artículo publicado en la revista Historia Mexicana, los arquitectos y urbanistas historiadores seguían atados hasta hace muy poco a tradiciones historiográficas en donde había prevalecido el enfoque positivista, que privilegiaba la historificación del espacio observado, y solo hasta hace poco tiempo han incursionado en estudios históricos sobre el espacio habitado y el espacio habitable representado, desde las perspectivas cualitativa y hermenéutica, que junto a la tendencia setentera del espacio producido de cuño marxista completan el cuadro de la reciente historiografía mexicana de la arquitectura y la ciudad.16
A pesar de sus inevitables y comprensibles omisiones, así como por sus muchas cualidades y sugerentes pistas metodológicas, termino afirmando contundentemente que la lectura de Ciudades poscoloniales en México. Transformaciones en el espacio urbano constituye un hito en la historiografía urbana de México, y que a partir de ya la obra se hace de ineludible referencia para todos aquellos que buscamos aprehender la realidad compleja del habitar a través del tiempo.