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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.13 no.1 México ene./jun. 2017

 

Artículos

Otra idea de mente social: lenguaje, pensamiento y memoria

Another social mind idea: language, thinking and memory

Jorge Mendoza García* 

*Profesor Titular de la Universidad Pedagógica Nacional, México. <jorgeuk@unam.mx>.


Resumen:

La mente ha sido tratada desde una perspectiva individualista, desde una posición cognitivista, y esa ha sido la versión dominante en psicología y otras disciplinas afines. Tal idea proviene de los dos últimos siglos. No obstante, a la par de esta postura ha estado presente otra aproximación, una más social y cultural, que argumenta que la mente se encuentra entre las personas, en sus interacciones, en sus diálogos, en sus relaciones, en sus discursos. La mente, desde algunas perspectivas psicosociales de inicios del siglo XX, se ha abordado a través del lenguaje, el pensamiento y la memoria. En el presente artículo se argumentó el lenguaje, el pensamiento y la memoria por separado, y en dicha argumentación va quedando clara la estrecha relación entre el primero y el segundo, y entre el segundo y el tercero. Esto ocurre porque el lenguaje posibilita el pensamiento; el pensamiento es una primera forma de la memoria, y la memoria se edifica con lenguaje. Estos tres procesos psicosociales conforman una entidad: lo mental. Y de ello dan cuenta distintas expresiones en el habla cotidiana. De eso trató el presente texto, de una entidad: la mente social.

Palabras clave: Mente; lenguaje; pensamiento; memoria; cultura

Abstract:

The mind has been treated from an individualist and cognitive perspective and that has been the dominant version in psychology and other related disciplines. That idea comes from the las two centuries. Nevertheless, along with this position has been present another approach, one which is much more cultural and social and which argues that the mind is among people, in their interactions, in their dialogues, in their relationships and in their speeches. The mind, from psychosocial perspectives which are from early twentieth century, has been approach through language, thought and memory. In this written is argued the language, thought and memory in a separately way and in this argumentation is becoming clear the close relationship between the first and second, and between the second and the third. This happen so because the language makes possible the thought. This one is a first form of memory and this second one is made with language. These three psychosocial processes shape an entity: the mental. And of that realize different everyday speech expressions. That is what this written talk about. Of one entity: the social mind.

Keywords: Mind; language; thought; memory and culture

Una idea de mente no social

La idea que hoy se tiene sobre la mente se ha dibujado de dos siglos a la fecha y se ha hecho de la siguiente manera: (i) hay una realidad detrás de las «apariencias» y hay una «naturaleza» del pensamiento capaz de penetrarlas; (ii) esa capacidad está más desarrollada en grupos especializados, como los científicos o filósofos, quienes van más allá de lo superficial mundano; son ellos los que intentan encontrar un «orden profundo» de las cosas, mediante su trabajo sistematizado, en este caso denominado ciencia; (iii) para ello, los académicos, profesionales ellos, producen trabajos como los «textos sistemáticos», pues esa es su tarea; de esta forma, el mundo, la naturaleza, la ciencia son definidos y ordenados mediante determinados discursos; tales discursos originalmente provienen del mundo cotidiano y al sistematizarse en la ciencia se especializan en el mundo de los profesionales; el discurso especializado se justifica arguyendo la utilización de un método «científico» para aseverar lo que dicen: «comprobar»; (iv) dichos artificios retóricos intentan legitimar lo que dicen, vía «enunciados fácticos», y así develar la verdad de las cosas; a este entramado se agrega el «hecho ex post facto», esto es, afirmar retrospectivamente que los hechos actuales tienen causas determinadas; (v) se crean sistemas y esquemas que se difunden como verdad científica, divulgación que contribuye a formar el pensamiento de la gente; tal conocimiento del mundo no está determinado por el mundo mismo, sino por formulaciones discursivas con que planteamos las interrogantes sobre ese mundo, teniendo como resultante, entre otras cosas, narraciones míticas avaladas por la ciencia; (vi) en consecuencia, nos hemos dedicado a investigar mitos que nosotros hemos creado como realidades y verdades; es el caso de la «mente» adentro de la cabeza, la «realidad ordenada» y la «objetividad»; (vii) tal mente, ordenamiento y objetividad, forma parte de un discurso organizado retóricamente llamado ciencia, y es este entramado discursivo, convencional y ordinario, el que logra convencernos de los supuestos de la realidad (Shotter, 1993:45-49).

La idea que de la mente se ha estado argumentando desde una postura cognoscitivista e individualista la desarrolla Nicholas Humphrey (1992) en su libro Una Historia de la Mente. La Evolución y el Nacimiento de la Conciencia, para quien la mente es la conciencia, el cerebro, y la conciencia se conforma de lo sensorial. Los denominados cinco sentidos, que filtran la información del ambiente, serían los canales de la mente. Al indicar de qué trata su libro, el autor señala: el problema mente-cuerpo es el de explicar cómo los estados de conciencia se presentan en el cerebro, específicamente dar cuenta de cómo las sensaciones subjetivas surgen en el cerebro (Humphrey, 27).

Otro tanto hace Daniel Dennett (1996) al poner bases físicas y cerebrales de la conciencia y, por tanto, en esta traza argumentativa de la mente cognoscitiva. No obstante, un argumento que pone en el centro el autor es que en su discusión se logra alejar de las cavilaciones filosóficas sobre la mente y la conciencia, y que dichas reflexiones entran al terreno científico, donde algunos autores han intentado desarrollar la cuestión sobre esta entidad. Quizá esta sea la fórmula que logró, de alguna forma, que dicha postura, denominada científica, se impusiera durante algunas décadas en el ámbito de la psicología y de ciertas ciencias sociales. El otro pilar es que se hizo en al ámbito de lo individual, cuando la epistemología individualista se iba erigiendo como canon de diversas explicaciones en torno a lo humano. Esta versión iba a tono con la visión de la ciencia positiva.

Ahora bien, los manuales de psicología proyectan hacia atrás la idea que de mente se tiene en el presente, en especial esa de corte individualista, es decir, el paradigma dominante, relegando el pasado cultural que de la mente se ha tenido en distintas teorías y autores: «la historia de la psicología como disciplina cultural tiende en gran parte a olvidarse» (Jahoda, 1992:9). Es ante este tipo de posturas que John Shotter (1993:38) se interroga: «¿por qué solemos simplemente dar por sentado que tenemos una mente dentro de la cabeza, y que funciona en términos de representaciones mentales internas que de alguna manera se asemejan a la estructura del mundo externo?» Y ¿por qué asumir esta idea reduccionista y no proponer una más amplia y abarcadora?

Una idea de mente social

El presente trabajo intenta dilucidar parte de esta discusión. Aquí se argumenta que tanto lenguaje como pensamiento y memoria son procesos psicosociales, es decir, que se encuentran en el campo de la cultura, no en el interior de la cabeza. Para ello, se traza (i) que el lenguaje es un producto elaborado por las colectividades, por las sociedades, y sus significados son necesariamente compartidos, no dados, sino construidos, siendo una pieza fuerte en esa dialogicidad las conversaciones que se establecen todos los días; (ii) que el pensamiento es un proceso que se labra con los significados del lenguaje, que el pensamiento es lenguaje interiorizado, un diálogo con uno mismo, y (iii) que la memoria se constituye y comunica sobre todo con lenguaje y por él se posibilita, y la memoria es colectiva, no individual. Que tanto lenguaje como pensamiento y memoria confluyen en una entidad, lo mental. Lo mental sería eso que se funda y labra con lenguaje, pensamiento y memoria sociales. Ahí donde hay memoria hay, necesariamente, pensamiento y lenguaje. Lo mismo opera para los otros procesos.1 Y el uso de la palabra mental en la vida cotidiana da cuenta de ello.

La mente como algo que se desarrolla y despliega en las interacciones entre personas, no de forma individualista y aislada, viene de lejos, al menos de los griegos de hace veinticinco siglos, que argumentaron las transacciones lingüísticas en una esfera social, la Plaza de Atenas, que discutieron el pensamiento como una forma de diálogo abierto a varias voces, pero desarrollado por una persona, que enunciaron que la memoria se presentaba mediada por los lugares y el discurso, y que para recordar habría que recurrir a la palabra y las imágenes, al menos. En tal discusión de ese entonces no se encontraban separadas estas tres instancias o procesos; constituían, más bien, una sola entidad, y desde ahí se posicionaban para debatir las ideas. La mente era una esfera donde el lenguaje, el pensamiento y la memoria eran abiertos y así era la mente. Por eso se podían anticipar ciertos pensamientos, porque el pensamiento nació social. De ahí que cuando se intenta recordar, se diga que se tiene que pensar, también. Y para pensar hubo que estar inmersos en el lenguaje.2

La edificación social del lenguaje

Todo parece indicar que en el inicio estuvo la palabra, aunque suene bíblico: «primero viene la palabra, luego la idea; después, por fin, algunas veces, la cosa. Ésta no sería para nosotros lo que es, sin la idea que tenemos de ella, ni la idea sin la palabra» (Blondel, 1928:104). La palabra como un recipiente cultural, pues el lenguaje es el espacio social de las ideas, es una cosa social, es un asunto de la colectividad; la palabra es una especie de territorio común, que es compartido por el hablante y su interlocutor. Cierto, el sentido de lo que se dice entre las personas está investido por el contexto en que se dice, en la práctica discursiva: el sentido de una palabra no está en la palabra misma, en ella no se encuentra, tampoco lo está en quien habla o escucha; se crea más bien en la relación: «en realidad, pertenece a la palabra situada entre los hablantes, es decir, se realiza solamente en el proceso activo de comprensión como respuesta»; el sentido «es el efecto de interacción del hablante con el oyente con base en el material de un complejo fónico determinado» (Voloshinov, 1929:142; cursivas en el original).

El lenguaje es un sistema de signos que se acuerda colectivamente, que de manera conjunta conviene su realidad (Fernández Christlieb, 1994). Para quien escribió diez tomos de la Psicología de los Pueblos, Wilhelm Wundt (1912:2), el lenguaje es significativo, cultural y compartido: «todos los fenómenos de los que se ocupan las ciencias psíquicas son, de hecho, productos de la colectividad (völksgemeinschaft); así el lenguaje no es la obra casual de un individuo, sino del pueblo que lo ha creado», y a su estudio se abocaría, en parte, la psicología colectiva, la psicología social y otras ciencias sociales. Esta idea esgrimida a inicios del siglo XX se retoma a fines del mismo, y en este último caso, extendiendo un poco el planteamiento, los socioconstruccionistas argumentan que la realidad está en el lenguaje, o mediada por sus significados, tal y como lo han enunciado también los psicólogos discursivos, tendencia que argumenta que el lenguaje no sólo describe, sino que construye la realidad social, toda vez que el lenguaje se aborda en términos de sus usos y funciones en situaciones concretas y, asimismo, es concebido como una herramienta que se usa para hacer ciertas cosas en determinadas circunstancias. En ese sentido, son relevantes las nociones de función y acción, pues al entender el habla como acción se posibilita que el lenguaje se aborde como un proceso social. En todo caso,

no existe una realidad social independiente de las prácticas de los individuos que debe ser conocida a partir de una descripción teórica, sino que el sentido común es perfectamente capaz de, simultáneamente, describir y construir la realidad a la que se refiere (Íñiguez, Martínez y Flores, 2011:101).

Visto así, el lenguaje es una práctica social que erige el mundo. Esta tendencia concibe el lenguaje como diálogo, como lo hacía Mijaíl Bajtín (1979), al poner las palabras, su intercambio, en el centro de la vida social. Y de la vida psicológica, pues la psicología discursiva «se toma en serio la idea de que la realidad psicológica es construida a través de intercambios simbólicos y prácticas discursivas» (Íñiguez, Martínez y Flores, 2011:106). En ese sentido, las nociones psicológicas se reformulan en términos de acciones discursivas. Es el caso de la memoria, del pensamiento y del lenguaje, por citar tres procesos. Es la idea con la que coincide el mexicano Pablo Fernández Christlieb (2007:156), quien escribe: «si de verdad el lenguaje no es un mero metafenómeno de la realidad, como subtítulo en español de las películas, sino una realidad, entonces lo que se haga con las palabras se está haciendo con el mundo». En efecto, el mundo también está hecho con palabras, como lo sostuvo John Austin (1971) en su ya clásico trabajo Cómo Hacer Cosas con Palabras.

Para otro más, como Herder, la piedra angular de la tradición es el lenguaje, que representa una corriente poderosa en las sociedades: «el genio de un pueblo no se revela en ningún lugar mejor que en la fisonomía de su lenguaje» (citado en Fernández Christlieb, 2006:35), siguiendo con el argumento: el lenguaje es de raigambre profunda, amplia, antigua y expresiva de las colectividades, pues en él radica su mentalidad. El lenguaje es una entidad espiritual, está construido para nombrar sentimientos, ideas afectivas, de ahí que sea como música; en él están presentes sentimientos y reverencias. El lenguaje edificando interioridades y exterioridades, sin división clara. Y si dibuja esas dos instancias, forma otras tantas entidades. Ciertamente, un objeto tiene forma distinta dependiendo de cómo se le llame, pues la palabra no es sólo una etiqueta que se le pone a ciertas cosas o situaciones, sino que va disuelta indisolublemente en la cosa o fenómeno mismo. Como lo había anunciado el viejo psicólogo colectivo Charles Blondel (1928), el lenguaje es primigenio y bautiza lo mismo percepciones que sentimientos y cosas. En esta tesis, no sin cierta crítica, puede advertirse:

a partir del lenguaje como único posible conocimiento de la realidad y como única realidad que puede ser conocida, la psicología social encontró un objeto sumamente apropiado que estudiar, toda vez que el conocimiento, el pensamiento, la conciencia, se puede decir que están hechos, auténticamente, de lenguaje (Fernández Christlieb, 2007:149).

Teorías como las representaciones sociales de Serge Moscovici o Robert Farr, el socioconstruccionismo de Kenneth Gergen o Tomás Ibáñez, la retórica de Michel Billig o John Shotter, ponen en el centro y como realidad el lenguaje, las conversaciones, los discursos, las narraciones. Las narraciones, los discursos, las conversaciones, los diálogos, están hechas de palabras.

Aunque esta no es una idea dominante, vale aclarar, pues en psicología y otras ciencias sociales aún persiste este tufo positivista que insiste en separar el cognoscente de lo cognoscible, al sujeto del objeto, a las personas del mundo, y ponerlos como entidades sin relación, sin interacción, sin significación: aún hoy día hay una cierta necedad que insiste en mantener una separación entre lenguaje y las cosas, o lo que denominan realidad, como los afectos, en el entendido de que estos últimos se reducen a sus discursos y por tanto no son reales, o se le está negando al lenguaje su realidad. De tal suerte que al separar el lenguaje de las formas,

o al lenguaje de su propia forma tal como la sintaxis o la sonoridad o la poesía, se está entonces asistiendo a un momento de la cultura en que la forma de la sociedad se está deshaciendo, y éste es, ciertamente, el momento presente (Fernández Christlieb, 2006:131-132).

A la par de esta postura separacionista, hay otros autores, escuelas y visiones, algunas de hace casi un siglo, como se mencionó, que se vuelve necesario reintroducirlas en el campo de la psicología social para renovar la disciplina, haciendo una especie de psicología del anticuario, como lo señala Michel Billig (1987). Es el caso de los argumentos de George H. Mead (1934), quien, siguiendo la escuela de su maestro Wundt, plantea lo trascendental del lenguaje en la vida social, sea para comunicarnos o para generar conciencia, es decir, que las personas por medio de lenguaje cobran conciencia de sí mismas. Este autor argumenta que el lenguaje posibilita la aparición del espíritu, de la persona, que la persona sea un objeto para sí: por medio del lenguaje, las conciencias personales interiorizan a la sociedad. Y el intercambio, la interacción discursiva, la comunicación, el diálogo, juegan un papel relevante en ello.

Es en este sentido que Mijaíl Bajtín (1979) aseveraba que las palabras cobran significado sólo cuando dos o más voces se encuentran en contacto, es decir, cuando la voz de un oyente responde a la de un hablante: cuando el oyente percibe y entiende el significado del discurso, al mismo tiempo se prepara para emitir una respuesta. Puede estar de acuerdo o en desacuerdo con lo dicho, lo asienta, lo replica, se prepara para su ejecución. El oyente adopta esa actitud de respuesta a lo largo de todo el proceso de escucha, lo cual se muestra claramente en las conversaciones cotidianas. Sin duda, en esa relación de lenguaje social: la palabra representa un acto bilateral, pues «se va delineando por aquel a quien pertenece y por aquel a quien está destinada; la palabra aparece precisamente como producto de las interrelaciones del hablante y el oyente» (Voloshinov, 1929:121; cursivas en el original). Es decir, que quien habla lo hace esperando una respuesta, una interlocución, un intercambio. En este caso, la forma que cobra el discurso es retórico-respondiente de comprensión actuante en un diálogo que delinea la acción a seguir. Esta forma de concebir el discurso es distinta del modelo representacional y referencial donde los significados y los hechos están ya dados. En este caso, lo que se solicita y lo que ocurre en el diálogo es una sensibilidad constante ante la voz que se enuncia, siendo esas interrelaciones modos distribuidos, convenidos y pactados. Cuando se habla se acuerda, no se decreta ni se imponen los sentidos de las palabras, pues «negociamos sobre el significado mismo de las palabras y de los enunciados que usamos: así, nuestra misma forma de utilizar el lenguaje para hablar del mundo se basa en la negociación» (Eco, 1998:258), lo cual realizamos cada vez que hablamos. El diálogo, en el sentido estricto de la palabra, es una de las formas, la más importante, de la interacción discursiva: el diálogo puede ser comprendido claramente no sólo como una comunicación verbal directa y oral de las personas presentes, sino como toda comunicación discursiva, en sus distintas modalidades. Un libro, por caso, es una actuación discursiva impresa; es también, asimismo, un elemento de la comunicación discursiva.

Quizá por ello, para Valentin Voloshinov la psicología social se avocaría al estudio de la interacción discursiva como fenómeno de comunicación: la psicología social es un medio ambiente que, compuesto de las actuaciones discursivas más variadas, abarca multilateralmente desde las conversaciones privadas, intercambio de opiniones en los teatros, calles, cafés, reuniones sociales, pláticas eventuales, las formas de reaccionar verbalmente a distintos actos vitales y cotidianos; en ese sentido, la psicología social «se manifiesta preferentemente en las formas muy variadas del enunciado, en formas de los pequeños ‘géneros discursivos’, internos y externos»; tales «actuaciones discursivas están interrelacionadas, por supuesto, con otros tipos de exteriorizaciones e interacciones sígnicas: con la mímica, la gesticulación, la acción simbólica, etc.» (1929:44-45). Cabe señalar que por esos tiempos George H. Mead (1934), en otro punto del mundo, hacía tales estudios, y décadas después John Shotter (1993) y los psicólogos discursivos le tomarían la palabra.

Invariablemente, y de manera cotidiana, nos estamos dirigiendo a otras personas; en consecuencia, la interacción discursiva es la principal realidad del lenguaje. Tal interacción dialógica se manifiesta por doquier, y puede no sólo delinear la manera de proceder de un grupo, sino su propia formación; tales agrupaciones aplican sus formas lingüísticas a sus integrantes. En ese sentido, hay comunidades de hablantes que tienen maneras de referirse a las cosas y al mundo, formas discursivas de grupos sociales; por ejemplo, los militares, los religiosos, los académicos, los psiquiatras, los abogados, los marginales, tienen ellos sus maneras de expresión propias, aunque inevitablemente enmarcados en una cultura que los alimenta, pues de lo contrario sería imposible el diálogo entre integrantes de distintos grupos en una sociedad. De ahí que lo que enuncia John Shotter (1993: 85-86) cobre sentido:

en los centros más institucionalizados de la vida social, si somos competentes en los géneros más ordenados allí vigentes, podremos hablar con sensibilidad a las fluctuaciones de la atmósfera social, y esperamos, como cuestión de rutina que se nos entienda: esa sensibilidad es parte de lo que significa para nosotros ser competentes en esas esferas.

Por otro lado,

en los márgenes más desordenados de la vida social no podemos tener la expectativa de esa comprensión rutinaria. En ellos, cabe esperar un proceso más negociado y de ida y vuelta. Pero aun allí, en los márgenes -como evidentemente es de prever-, la vida no está exenta de sus características históricamente previsibles.

Los enunciados, diálogos y acciones que llevamos a cabo se encuentran en escenarios socioculturales y están atravesados por instrumentos mediadores de los que la sociedad nos provee y no pocas veces nos impone. Tales mediadores culturales nos ayudan a hacer inteligible, cercano y familiar el mundo. Las cosas por eso adquieren sentido, la vida por esos instrumentos obtiene significados.

El escritor Mario Vargas Llosa escribe que en parte, mediante el lenguaje, comprendemos, delineamos y significamos la vida en sociedad, porque los conceptos e ideas con los cuales nos acercamos a ella no son independientes de las palabras con las cuales la reconocemos; más aún: «hablar bien, disponer de un habla rica y diversa, encontrar la expresión adecuada para cada idea o emoción que se quiere comunicar, significa estar mejor preparado para pensar, enseñar, aprender, dialogar, y, también, para fantasear, soñar, sentir y emocionarse» (2002:436). Más aún: «a la comprensión por medio del lenguaje pertenece no sólo una concordancia en las definiciones, sino también (por extraño que esto pueda sonar) una concordancia en los juicios» (Wittgenstein, 1953: núm. 242), razón por la este autor afirmó que imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida, lo cual vale que no sólo para el lenguaje, sino también para el pensamiento.

El pensamiento, no obstante, no tiene su equivalente automático en las palabras; la transición del pensamiento a la palabra atraviesa por el significado, y en nuestra forma de hablar hay en todo momento un pensamiento oculto, un subtexto, difícilmente expresable, lo cual queda claro cuando las personas piensan cosas y se les pide que las expresen en palabras y les cuesta trabajo o, de plano, no lo hacen; de ahí que cobre sentido la frase de vida cotidiana que esgrime: no tengo palabras para decirte lo que estoy pensando. Llegando a suceder, incluso, que la comunicación entre personas queda truncada, resulta ininteligible o quebrantada porque no hay palabras, significados, que posibiliten la comunicación o el entendimiento. No obstante, la mayor parte de las veces hay que poner el pensamiento en palabras para ser entendido y escuchado, y esto prácticamente toda la gente lo sabe. Como proceso, eso se asume, porque la relación que hay entre el pensamiento y la palabra «es un proceso vivo; el pensamiento nace mediante las palabras. Una palabra desprovista de pensamiento es algo muerto» y «el pensamiento que no llega a materializarse en palabras sigue siendo también una ‘sombra estigia’» (Vygotsky, 1934:228-229). El paso del pensamiento al lenguaje atraviesa por el significado, esa especie de definición, de forma relacional que cobran las palabras, de encubrimiento cultural, que se va delineando en la práctica discursiva, que van endureciéndose con el paso del tiempo. Como ocurre con las metáforas, que al inicio designan o evocan algo nuevo, y al paso del tiempo con el uso se endurecen y evocan lo mismo para todos: «con el uso y el transcurrir del tiempo las palabras nuevas se hacen viejas y las metáforas propias» (Vallejo, 1983:330).

Puede ocurrir que las circunstancias materiales en que dialogamos sean idénticas en distintos momentos, pero eso importa poco, en tanto que la manera en que entendemos, y lo que es objeto de nuestra atención y la forma en que reunimos acontecimientos dispersos en el tiempo y en el espacio, y les atribuimos un significado, depende en cierta medida de nuestro uso del lenguaje, depende del momento discursivo: el efecto de nuestras palabras depende del momento de la corriente conversacional en que se sitúan, en el marco de ciertas prácticas discursivas: «nuestras reacciones no dependen de nuestro entendimiento, sino que nuestro entendimiento depende de ellas»; aquí «lo fundamental es nuestro modo de actuar, y no nuestro modo de pensar» (Shotter, 2013:87). El lenguaje, como una práctica social, como lo han señalado los socioconstruccionistas y los psicólogos discursivos.

Las prácticas discursivas que en todo momento realizamos le dan sentido al mundo, a las cosas que nos rodean, posibilitan las comunicaciones y relaciones que establecemos con los demás, permiten el entendimiento y la comprensión, nos posibilita movernos con seguridad en nuestro entorno, y le otorga claridad a lo que en ese momento sucede. No obstante, las prácticas discursivas se ejercen no sólo sobre la delineación del tiempo actual, es decir, del presente, sino también sobre acontecimientos y momentos que en otro tiempo sucedieron, es decir, con el pasado: permite otorgarle sentido al pretérito, encontrarle un sitio en la actualidad. Y así como delinea el sentido del tiempo, delinea las formas y configura contenidos de lo que las personas van pensando.

La delineación social del pensamiento

Decir «yo pienso» es cuestionable, al menos así lo expresó Friedrich Nietzsche, quien señaló que un pensamiento viene cuando él quiere, así que se falsea la realidad al esgrimir que el sujeto «yo» es la condición del predicado «pienso». En efecto, un pensamiento llega al psicólogo o al pensador «como desde fuera, como desde arriba y desde abajo, constituyendo su especie peculiar de acontecimientos y rayos» (citado en Kundera, 1993:161; cursivas en el original). Lo mismo, pero a su manera, expresó Charles Sanders Peirce (1868:73) cuando indicó que «así como decimos que un cuerpo está en movimiento, y no que el movimiento está en un cuerpo, así debemos decir que nosotros estamos en el pensamiento, y no que el pensamiento está en nosotros». Quizá fueron este tipo de pensamientos los que llevaron a George Gadamer a expresar lo mismo, pero para el pensamiento abierto, charlado: «solemos decir que ‘conducimos’ una conversación, pero cuanto más propia es una conversación, tanto menos se encuentra su condición en la voluntad de uno u otro interlocutor», pues «la conversación propia nunca es aquello que queríamos conducir. En general, es mucho más correcto decir que vamos a parar a una conversación, o, incluso que nos enredamos en una conversación» (citado en Schröder, 2001:7).

Es cierto, vamos a parar a una plática lo mismo que a un pensamiento o a un recuerdo, ellos nos conducen. Estos procesos fueron llamados por Lev Vygotsky (1932) como funciones mentales superiores.

No podría ser de otra manera, toda vez que se intenta argumentar que tanto pensamiento como lenguaje no están en nosotros, sino nosotros en ellos, ambos se forman en las relaciones sociales que todos los días establecemos. En persona particular y en grupo o colectividad lo social y cultural nos atraviesa y delinea. A su manera lo dijo Vygotsky (1934) cuando argumentó que, por las funciones mentales superiores, aun en su esfera privada, los seres humanos conservan el funcionamiento de la interacción social. Retóricamente, en su sentido más positivo y primigenio, se ha argüido que la vida mental de la gente está en una especie de movimiento constante en la que se muestra el tipo de intercambio que las personas realizan en la vida diaria. Razón por la que a algunos estudiosos les resulta problemático distinguir claramente entre el modo narrativo del pensamiento y un texto o discurso narrativo (Bruner, 1997).

Tal reflexión viene de milenios atrás. La retórica griega, que surge hacia el siglo V a.C., pone el acento en la importancia de la argumentación y la conexión estrecha entre argumentación y pensamiento. Los sofistas, antecesores de los filósofos, eran expertos en el uso del discurso, del logos, y trataban de inculcar a los jóvenes el arte de la retórica, de hablar propiamente, el arte del buen decir que tenía dos vías: la estética, es decir, la pronunciación de acuerdo con los cánones del buen gusto: la elegancia y el uso adecuado de los tonos de la voz; y por el otro, los efectos provocados sobre los oyentes, tener éxito, pues hablar bien tenía como consecuencia el convencimiento, esto es, que la retórica era persuasiva: equipados con los secretos ocultos de la comunicación, los retóricos eran capaces de echar por los suelos el orden moral, puesto que sabían cómo lograr que apareciera el peor argumento como el mejor y viceversa. Los griegos enseñaban a los jóvenes a pensar argumentativamente, pensar contraponiendo abiertamente, es decir, retóricamente, en tanto que «la retórica revela que una dimensión del pensamiento es la conversación o argumentación silenciosa del alma consigo misma» (Billig, 1986:15), lo cual todavía está presente en la gente que habitaba en la Edad Media, pues cuando pensaban lo hacían con una parsimonia tal de un ritmo pausado que se requería para pensar y conversar, y con silencio y tranquilidad absoluta desplegar lo mismo argumentos públicos que internos en el momento de abordar alguna situación, ya fuera ante otros ahí presentes o de manera interiorizada.

Esta relación lenguaje-pensamiento la sabía Geroges Gurvitch (1966:23; cursivas en el original) cuando expresó: «¿qué quiere decir reflexionar, sino debatir el pro y el contra, confrontar argumentos, es decir, participar en un diálogo, en una discusión, en un debate?» Y continuó señalando que no era una cuestión individual, en tanto que tiene un aspecto colectivo que se podría señalar «que en la reflexión personal figuran distintos ‘yo’ que discuten entre ellos. En otras palabras, se trata, parcialmente por lo menos, de una proyección de lo colectivo en lo individual». Planteamiento que ya se encuentra, asimismo, en Vygotsky (1934) y en Mead (1934), pues desde la perspectiva de estos autores la reflexión es el traslado de la discusión al plano interno mediante signos. Los signos, en este caso, constituyen un medio para influir en los otros y más tarde en uno mismo, como se ha señalado.

Ese signo, o más bien sistema de signos, en el mundo exterior se denomina lenguaje (Eco, 2000). De este modo, va cobrando forma la hipótesis: el lenguaje es precondición del pensamiento y lo configura, ya que el pensamiento no se expresa simplemente en palabras, pues llega a la existencia a través de ellas. Innegablemente, «las palabras están allí antes que el pensamiento» (Bachelard, 1932:37), porque las palabras son embriones de las ideas, el germen del pensamiento, la estructura de las razones. Cuestión que sabía perfectamente Alexander von Humboldt cuando enunció: «el hablar es condición necesaria del pensar» (citado en Grijelmo, 2000:25); dicho de otra forma: el lenguaje es la realidad viviente del pensamiento; por tanto, la vida interna, mental, de las personas, tiene su ser únicamente en el contexto social. El método del pensamiento-palabra, dirá Frederic Bartlett (1932:296), «aclara y facilita la conexión de lo que hasta entonces permanecía inconexo, y por el que el resultado subsiguiente no se reduce a una manifestación, sino que constituye una demostración». Efectivamente, «pensamos con palabras; y la manera en que percibimos estos vocablos, sus significados y sus relaciones, influye en nuestra forma de sentir» y de actuar (Grijelmo, 2000:26). De ahí la necesidad de abocarse al estudio del lenguaje, ante lo cual ya se había pronunciado Vygotsky cuando enunció: «el problema del pensamiento y el lenguaje se extiende más allá de los límites de las ciencias naturales y se convierte en el problema central de la psicología histórica humana, es decir, de la psicología social» (1934:115).

Ahora bien, la noción de que en el individuo se encuentra el pensamiento, la percepción, la sensación o los afectos, es producto de una cultura individualista, de una idea que en el siglo XX fue dominante (Humprey, 1992). Esa idea de pensamiento es la que manifiesta el Diccionario de Psicología definiéndolo como «experiencia cognoscitiva en general, distinto de sentimiento y acción» (Warren, 1934:261). Esta postura es la que ha dominado en la psicología y se ha extendido a otros ámbitos de la vida social: un enfoque individualista, cognoscitivista y psicologista. Pues bien, este tipo de cuestionamientos es el que llevó, al menos desde fines del siglo XIX y principios del XX, a un tipo de psicología a proponer otros supuestos para dar cuenta del pensamiento. A pesar del predominio de la visión arriba indicada, la psicología colectiva argumentó que hay otra versión sobre el pensamiento, una que enunciará que éste es social, cultural e histórico. Eso, de igual manera, lo argumentó la escuela rusa de psicología, la psicología sociohistórica, con Lev S. Vygotsky a la cabeza, y es lo que continuó diciendo George H. Mead, padre del interaccionismo simbólico, y recientemente lo han señalado integrantes de la escuela retórica, como Michael Billig y John Shotter, y de la perspectiva discursiva, como Jonathan Potter y Margaret Wetherell (Sisto, 2012).

Desde estas perspectivas se ha expresado que lo que comúnmente se denomina como pensamiento, o cuando decimos que alguien está pensando, no hace sino «reflejar, esencialmente, las mismas características éticas, retóricas, políticas y poéticas que las expresadas en las transacciones entre las personas, afuera en el mundo» (Shotter, 1996:214); bien visto, que el pensamiento tiene la forma, estructura y contenido del discurso externo, del de las conversaciones de todos los días: el pensamiento es dialógico y relacional. Esa actividad es la que realizamos incluso cuando decimos que pensamos a solas: consideramos «nuestras relaciones con los otros», por ejemplo, en el caso de las conversaciones afuera si queremos que los otros acepten o comprendan lo que hacemos, decimos o escribimos, debemos hacerlo con sentido para esos otros a los que nos dirigimos. Y eso es justamente lo que ocurre con el pensamiento: en el discurso, pensamiento o escritura de un autor, en ese soliloquio, pensamiento u hoja garabateada, confluyen distintas voces, discursos, pensamientos o textos de otros. Tales discursos, pensamientos o textos, manifiestan ideas que nos conducen a reaccionar en ciertas direcciones, no en otras, ante lo que nos expresan, y a eso se denomina forma respondiente del pensamiento.

Otro de los antecedentes de este planteamiento puede encontrarse en Mijaíl Bajtín (1979), quien argüía que en el habla de una persona se manifiesta una dialogicidad oculta, es decir, que cuando una persona se encuentra pensando, sus pensamientos se expresan y responden a un hablante invisible, un otro que puede ser amigo, familiar o sociedad, y por tanto su pensamiento se direcciona hacia fuera de la persona misma, a las palabras no enunciadas, en ese momento, de otra gente: ese público que todos llevamos dentro o «los otros todos que nosotros somos», como gustaba decir Octavio Paz. El mundo dentro de uno, ese mundo interior, como denomina al pensamiento de las personas Valentín Voloshinov (1929:121; cursivas en el original), «posee un auditorio social estable, en cuya atmósfera se estructuran sus argumentos internos, las motivaciones y valoraciones internas»; y cuanto más culta es la persona en cuestión, más amplio es el auditorio, debido a la cantidad de voces y referencias que en esa cultivación confluyen, confluencia cultural, social: «ser culto es estar dentro del mundo» (Fernández Christlieb, 2011:50), sentir las palabras con que está hecha la cultura, con que se siente pensar.

En efecto, el pensamiento «tiene vida sólo en un ambiente de significados constituidos socialmente, y su contenido está determinado por su lugar dentro de éstos» (Ilyenkov, en Bakhurst, 1997:130). Por eso es que, ante determinados eventos o acontecimientos en ciertas condiciones sociales, se puede saber cómo va a pensar y cómo va a reaccionar la gente. Eso es justamente lo que se quiere referir cuando se alude a la capacidad de leer el pensamiento, que no es cuestión de individualidades o magia, sino de compartir un fondo común de narraciones, contextos, significados, mitos, leyendas populares y tradiciones: la cultura (Bruner, 2002). Es decir, que las personas piensan en virtud de lo que las comunidades o grupos a los que pertenecen les han dotado, en tanto que les han inculcado ciertas formas de pensar, y dichas formas de pensamientos se realizan a través de determinadas prácticas y discursos, que es a lo que hacen referencia Jonathan Potter y Alexa Hepburn (2011) cuando aluden a los guiones discursivos, que devienen guiones de pensamiento: lo que debemos pensar en ciertos escenarios y contextos.

Bien puede aseverarse que el pensamiento se va formando de tanta cultura que se encuentra a su paso. Veamos. Las funciones mentales superiores, entre ellas el pensamiento, se encuentran definidas por instrumentos mediadores de las que hacen uso: el pensamiento está mediado externamente por signos, y también lo está internamente por los significados de las palabras. Asimismo, están definidas sobre la base de la vida social: «la naturaleza psíquica de los seres humanos representa el conjunto de las relaciones sociales interiorizadas que se han convertido en funciones para el individuo, y forman la estructura del individuo» (Vygotsky, en Wertsch, 1991:43), cuestión que ya había anticipado el psicólogo Pierre-Janet a principios del siglo XX en su denominada Ley genética general del desarrollo cultural. Ciertamente, la composición de las funciones mentales superiores, su estructura genética y sus medios de acción, su esencia, es social: incluso cuando nos volvemos hacia los procesos mentales, su naturaleza permanece en el orden social. Aún en esta esfera, los seres humanos conservan el funcionamiento de la interacción social (Vygotsky, 1932:44).

Lo que posibilita este proceso, desde la perspectiva de estos autores, es el uso de herramientas en relación con los demás, y el uso de signos con uno mismo. Por eso puede aseverarse que la mente se origina a través de la mediación semiótica, mediación de los signos. Un signo, como lo dijera Peirce (1887), es una cosa que está en lugar de otra, para alguien (interpretante) en ciertas condiciones. Como la palabra «gallo» que está en lugar del gallo mismo: el sentido de la palabra «gallo» incluida en una frase estará determinado por el contexto en que se use, y así se sabrá si se hace referencia a un ave, a una llanta o a una serenata. El signo, pues, surge en un ámbito relacional, entre las personas. Un signo es originariamente un medio que se usa con propósitos sociales, es un medio que permite influir en los otros, y después se traduce en un medio para influirnos a nosotros mismos. Por eso se argumenta que la conciencia personal está llena de signos. En este caso, la palabra se ha convertido en el material sígnico de la vida interior. De ahí que pueda afirmarse que la psique interior no debe analizarse como una cosa, aislada y personal, sino que debe entenderse e interpretarse como signo, en la esfera social. Efectivamente, es lo que propone Edwald Iliénkov (1984:27): la cultura como sistema de signos y significados, de mediación de la mente.

El pensamiento requiere, en consecuencia, de un material semiótico consistente «que pueda formalizarse, precisarse, diferenciarse en un medio extracorporal, mediante un proceso de la expresión externa. Es por eso que el material semiótico de la psique es por excelencia la palabra: el discurso interno» (Voloshinov, 1929:55-56). En ese sentido, la palabra es la base de la vida interior. La palabra exterior, el discurso propiamente, es la base del pensamiento aquí suscrito. Por eso se parece tanto a la estructura de lo conversado entre las personas: «las unidades del discurso interno son ciertas totalidades que en algo recuerdan los párrafos del discurso fonológico o bien enunciados enteros», y recuerdan «las réplicas de un diálogo. Por algo el lenguaje interno fue conceptualizado ya por los pensadores más antiguos como diálogo interno» (Voloshinov, 1929:67; cursivas en el original). Cosa que le quedaba clara a Mead (1934:90), para quien el pensamiento «es simplemente una conversación subjetivada o implícita del individuo consigo mismo», arguyendo que «la internalización en nuestra experiencia de las conversaciones de gestos externos que llevamos a cabo con otros individuos en el proceso social es la esencia del pensamiento». Que es lo mismo que esgrimió Vygotsky (1934) al enunciar que el habla interna, el pensamiento, deriva de la comunicación, del contacto social, de la influencia del medio, y que de algún modo refleja propiedades del diálogo entre personas.

Ese traslado no es un acto mecánico, ni copia a calca del mundo exterior. Tal proceso de internalización que se produce en las personas, la adquisición de la cultura, no es el mero traslado de algo (alguna «cosa» ya existente) de un plano externo a un plano interno de actividad, pues se trata más bien de «la constitución lingüística real de un modo de ser psicológico nítidamente social y ético»; sí, porque «al aprender a ser miembros responsables de determinados grupos sociales, debemos aprender a hacer determinadas cosas de la manera correcta: cómo percibir, pensar, hablar» y otras tantas cosas más (Shotter, 1993:79; cursivas en el original). En ese sentido, el aprendizaje internalizado que se da, constituye un movimiento social, una práctica, en la que las personas se forman a partir de los elementos que brindan aquellos de quienes se rodean conjugando diversos elementos de los grupos y comunidades distintas a las que se pertenece.

A pesar de lo anterior, la psicología cognoscitiva insiste y se apresura a encontrar reglas con las que opera el pensamiento para buscar un orden de las cosas, estrategias con las cuales resolver los problemas, llegando a hablar incluso de «niveles» y «metaniveles», de «cognición» y «metacognición», puesto que concebido el pensamiento desde la postura individualista se mira como un saber que siguiendo reglas llegará a solucionar adecuadamente ciertos problemas, y cuando el problema queda resuelto el pensamiento concluye, se va de descanso, porque ya no hay más en qué pensar. Desde esta perspectiva, se asume que lo que desencadena el pensamiento es el problema, y si el problema ya no existe, el pensamiento tampoco. A lo cual los retóricos-respondientes, entre los cuales se encuentra Shotter, replican que la vida interna, es decir, el pensamiento de la gente, no es ni tan privada ni tan interna y tampoco ordenada o lógica como suponen las visiones individualistas: más bien, tiene la estructura y contenido de una conversación abierta, pública. Es esa la postura que asume otro retórico, Michael Billig (1987), quien como buen elocuente argumenta que las situaciones de la vida cotidiana no atraviesan por estas formas cerradas y ordenadas de pensamiento, en tanto que no poseen ningún punto final definible al que pueda llegarse por una deducción correcta, debido a que no es lógica formal la que se pone en juego, sino argucias de la cotidianeidad que van delineando la forma y el contenido del pensamiento. En efecto, la forma del tipo de problemas sobre los que se piensa ordinariamente es la misma con la que se argumenta en los espacios públicos, porque son los mismos problemas de la vida diaria los que delinean los discursos externos y también los internos. En sentido estricto, y a diferencia de lo señalado por la corriente cognoscitivista o individualista, los problemas diarios, con su pensamiento, son de final abierto, tienen continuación, como ocurre en la retórica, donde es interminable la discusión, porque siempre hay algo que anteponer a un argumento, como cuando la adolescente, al pensar, establece un debate con la mamá para que le permita llegar a casa más tarde de lo acostumbrado: como si la mamá estuviera presente, establece un diálogo (interno), le argumenta por qué ha de llegar tarde, y su progenitora le responde, y así hasta que la joven cae en la cuenta de lo difícil que será convencerla y que será mejor inventar otro argumento, como el del estudio para los exámenes, que siempre tendrá un contraargumento, como el de «por qué no estudian aquí», y así sucesivamente. Se cae en la cuenta, de este modo, de que no se ha salido del diálogo interno, es decir, se ha estado pensando todo el tiempo. Se ha estado pensando retóricamente.

Como quiera, el pensamiento no se alberga en la cabeza; más bien, nosotros nos albergamos en el pensamiento. Ciertamente, cuando expresamos nuestras actitudes, se va más allá de mostrar las creencias personales, pues nos posicionamos dentro de una controversia mayor, pública, lo cual se muestra claramente en los sondeos de opinión, pues los temas en cuestión están relacionados con asuntos públicos y de debate: no se pregunta sobre cuestiones carentes de polémica; en dicha polémica lo que se requiere son argumentos, y el argumento de una pieza particular de razonamiento discursivo se relaciona con el significado básico de argumento entendido como un debate entre personas (Billig, 1987). En ese sentido, al escribir su trabajo, cualquier conferencista actúa como la hija ante la mamá: argumenta y contraargumenta en sus textos, previendo ciertas situaciones, como si se encontrara en un debate. Como se hace en este escrito. Lo cual se entiende perfectamente si se piensa que hay un público al cual se dirige, así se piense solitariamente: en todo momento, hay alguien más, pareja, amigos, grupo, auditorio, espectadores, colectividad a la que uno se dirige, en la que uno piensa.

De ahí que desde esta visión se señale que nuestros pensamientos privados tienen la estructura de los argumentos públicos, en razón de que cuando se piensa qué hacer, los pensamientos se manifiestan como la oratoria deliberativa de los retóricos, en donde un rétor aportaba los argumentos a favor de una cierta cuestión y otro manifestaba los argumentos en contra: «la diferencia principal entre la oratoria deliberativa y la deliberación del pensamiento es que, en este último, la persona provee los dos conjuntos de argumentos y se divide en dos partes, las cuales debaten y se refutan entre sí» (Billig, 1986:22).

Efectivamente, mediante el pensamiento «quien conversa interiormente se convierte en alguien más, en aquel al que habla, al que puede interpelar, juzgar, criticar, animar, alentar, replicar» (Fernández Christlieb, 1994:79), como ocurre con los públicos de Gabriel Tarde (1902), con la misma estructura, pero en cantidad de uno: es decir, uno es su propio público, y consigo mismo uno habla, debate, discute, delibera y hasta se pega en la cabeza para significarlo, acuerda consigo mismo, se regaña o se complace de lo que uno mismo se ha dicho, de lo que ha pensado. Quizá sea esa la razón que movió a Isócrates a plantear que «los mismos argumentos que usamos para persuadir a otros cuando hablamos en público, también los empleamos cuando deliberamos en nuestros pensamientos»; algo parecido a lo que expresaba Francis Bacon cuando indicaba que era similar lo que se decía «en una argumentación, en la cual discutimos con otro» y lo que se pensaba en «la meditación, cuando consideramos y resolvemos cualquier cosa con nosotros mismos» (citados en Billig, 1986:27). Por eso es que Edwald Iliénkov (1984:26), esgrime que para los retóricos el pensamiento propio existe en cuanto es para los otros, mediante el discurso, el pensamiento está conformado verbalmente. Y es que, en efecto, como bien lo señala Fernando Vallejo (1983:12): con los textos de la retórica griega se inician los estudios sobre el lenguaje, sobre el discurso, en Occidente.

Visto así, el pensamiento no sólo es modelado como un diálogo, sino que de hecho el pensamiento nace fuera, en el campo interactivo, nace afuera de los individuos, más exactamente, en la cultura (Fernández Christlieb, 2011:44). De esta forma, si las deliberaciones internas se basan en formas argumentativas públicas, entonces, estudiando esos debates podemos observar la estructura del propio pensamiento, al menos en una de sus formas. Extendiendo esta reflexión, Billig (1987) argumenta que, así como los manuales de retórica proporcionan guías para el debate, pueden también considerarse guías para el pensamiento. En consecuencia, si la máxima de Protágoras asevera que en cada cuestión hay dos lados del argumento, exactamente opuestos el uno al otro, esto resulta aplicable al mundo interno, del cual puede decirse que para todo pensamiento hay otro pensamiento opuesto igualmente válido.

Pues bien, con lenguaje se edifica el pensamiento, sus tramas, sus argumentos, sus contenidos. Asimismo, con lenguaje y pensamiento se configura el recuerdo social, esto es, la memoria colectiva.

La delineación social de la memoria

Con el lenguaje se construyen, mantienen y comunican contenidos y significados de la memoria colectiva (Mendoza, 2015). En tanto que espacio social de las ideas, el lenguaje como entidad y sistema que permanece, que dura, que tiene cierta fijeza, concede que los recuerdos fluyan por él. El lenguaje es una construcción social del que hacen uso las personas, las colectividades: los hombres que viven en sociedad usan palabras de las que comprenden el sentido, lo cual es la condición del pensamiento y del recuerdo. Ciertamente, las palabras que se comprenden se acompañan de recuerdos, siendo así que no hay recuerdos a los que no podamos hacerles corresponder palabras: hablamos de nuestros recuerdos para evocarlos; esa es una función del lenguaje, «y de todo el sistema de convenciones que lo acompaña, lo cual nos permite, a cada instante, reconstruir nuestro pasado», afirma el inaugurador de la perspectiva de la memoria colectiva Maurice Halbwachs (1925:377). Eso mismo, pero con otras palabras, manifestó otro estudioso del recuerdo, Frederic Bartlett (1932): la organización social aporta un marco consistente en el que encajan las evocaciones e influye fuertemente tanto en la forma como en el fondo del recuerdo. Una de esas organizaciones sociales fuertes, también denominada marco social por Halbwachs y signo por Vygotsky, es el lenguaje.

Vale una nota aclaratoria: para fines conceptuales, se entiende por recuerdo las experiencias vividas que se depositan en algún objeto significativo, sea piedra, lugar o fecha. Y por memoria colectiva el proceso social de reconstrucción de un pasado vivido o significado por un grupo, sociedad o colectividad (Fernández Christlieb, 1994). En consecuencia, los recuerdos son contenidos de la memoria. De aquí en adelante, cuando se hable de memoria o recuerdo será en referencia a la memoria colectiva.

Ahora bien, el lenguaje permite guardar los recuerdos, constituir la memoria misma. Un conjunto de experiencias se sedimentan y objetivan a través del lenguaje, incorporadas a un conjunto de tradiciones; de ahí que se asevere que la memoria se encuentra inextricablemente unida al lenguaje (Bartlett, 1932), lo cual se debe a que «las convenciones verbales constituyen el marco más elemental y estable de la memoria colectiva» (Halbwachs, 1925:111), es el sitio donde se contienen y delimitan. Por eso, ahí se pueden localizar los recuerdos; por ejemplo, en las fechas y en los lugares, y se mantienen de manera más duradera mediante el lenguaje. Las convenciones lingüísticas, las palabras que la sociedad nos presenta, tienen un poder evocador y proporcionan el sentido de lo evocado: la memoria depende en buena medida de la palabra, y en tanto que la palabra sólo es posible en el marco de una sociedad, «al mismo tiempo, podemos demostrar que, en la medida que el hombre deja de estar en contacto y comunicación con los demás, se encuentra en menor capacidad de recordar» (Halbwachs, 1925:87), porque al alejarse del grupo o de la colectividad se aleja del lenguaje que posibilita narrar lo acontecido tiempo atrás.

Eso ocurre incluso con la denominada memoria personal: hace referencia a una persona que recuerda algo y a través del lenguaje puede comunicar eso que recuerda, sea para sí mismo (que aquí se denomina pensamiento) o para comunicarlo a otros (que aquí, estrictamente, se denomina lenguaje). Además, el objeto del recuerdo es social, porque se presenta sobre algo que ocurrió a quienes lo experimentaron. La individualidad se sume en lo colectivo, sea amigos, familia, clase o gente allegada; por ello, no hay recuerdo estrictamente individual. Puede, asimismo, aducirse que el cómo recordamos es social: cómo se fija la experiencia y cómo es reconstruida en forma de recuerdo. Sí, porque la experiencia para que se signifique hay que fijarla lingüísticamente, en el uso del lenguaje para narrar lo ocurrido. Por lo demás, la vivencia de la gente no se presenta de forma aislada práctica y comunicativamente, sino que se comparte el mundo con otros, hay participación. De esta forma, para esta visión los distintos grupos «van generando, a lo largo del tiempo, un pasado significativo, siempre abierto a reelaboraciones atentas a las solicitudes del presente» (Ramos, 1989:71). Y de ellas se nutren las personas en lo individual; en ese sentido, las memorias individuales son parte de las colectivas, son memorias de memorias relacionadas comunicativamente. Puesto en una frase quedaría así: la memoria individual es una parte y un aspecto de la memoria del grupo: «se conserva un recuerdo duradero en la medida en que se ha reflexionado sobre ello, es decir, se le ha vinculado con los pensamientos provenientes del medio social» (Halbwachs, 1925:197).

Palpablemente, la mediación lingüística y narrativa permite entender que la memoria, incluida la personal, es constitutivamente de carácter social, pues con lenguaje reconstruimos el pasado, nuestros recuerdos. Cómo conectamos los distintos acontecimientos que se muestran como dispersos en el tiempo y en el espacio y podemos atribuirles significados, depende en buena medida de nuestro uso del lenguaje, y ese lenguaje, también en buena medida, nos antecede: «lo que yo he experimentado, acerca de lo que he sido consciente en diversos momentos de mi vida, puede recibir una forma, términos semióticos, palabras, previamente ‘verbalizadas’ por otros» (Shotter, 1996:219).

La memoria, en consecuencia, es lingüística, verbal, afirmará Vygotsky: «una palabra nos hace pensar en su significado, igual que un objeto cualquiera puede recordarnos otro» (1934:199): la memoria se encuentra mediada con ayuda de los signos. Asunto que sabían Pierre Janet, quien adujo que la memoria es conducta de relato, y Roger Schank, quien dijo que hablar es recordar. Y no podía ser de otra forma, toda vez que no hay memoria por fuera del lenguaje, o al menos se ve de alguna manera imposibilitada, pues su reconstrucción se dificulta. Cierto, porque «la memoria se abre paso a través de la verbalización, sólo como uno de sus numerosos caminos», y no obstante que las «formas de la memoria puedan exceder la palabra misma» y aunque haya una memoria imborrable e incluso innombrable y se manifieste de distintas formas, «se la llama y se la modela desde el lenguaje» (Calveiro, 2001:18-19). En tanto que las palabras son sociales, «y constituyen la forma más directa de comunicar significados», cosas como las imágenes para ser comunicadas tienen que «ser expresadas a través de palabras» (Bartlett, 1932:295). Es la misma reflexión que manifiesta Paul Ricoeur (1999:27) y por ello habla de memoria declarativa, puesto que ésta alude siempre a algo, declara: «decir que nos acordamos de algo, es declarar que hemos visto, escuchado, sabido o aprehendido algo, y esta memoria declarativa se expresa en el lenguaje de todos, insertándose, al mismo tiempo, en la memoria colectiva».

Puede argumentarse que no sólo con lenguaje se comunican los recuerdos, puesto que también se reconocen, y del mismo modo por el lenguaje se identifican y se nombran para uno mismo, a lo cual se le denomina pensamiento; para ubicar una sensación como recuerdo hace falta pensarla, pues si es mera sensación aún no se le ha vestido con significado (palabras) y no se le reconoce como recuerdo. Por eso se dice: ‘lo tengo en la punta de la lengua’. Por eso se ha dicho que para recordar hay que pensar. En el lenguaje, en todo caso, sea externo (de palabras) o interno (de pensamiento) se contiene lo social, se posibilitan los recuerdos, las representaciones, las imágenes, las ideas sobre el presente, pero también sobre el pasado; de ahí que Jean Baudrillard (2000:9) haya argumentado que las palabras «se convierten en contrabandistas de ideas»; en efecto: si «el lenguaje diseña las percepciones y bautiza los afectos, con mayor razón construye las memorias» (Fernández Christlieb, 1994:96). Porque con lenguaje se llama a los recuerdos y se significa su contenido.

Hablar de esta memoria es hablar de colectividades y, para el autor originario de esta perspectiva, la colectividad comprende sociedades, grupos, clases sociales, corrientes de opinión, porque la colectividad es un pensamiento compartido: «es el punto de encuentro de varias corrientes de pensamiento colectivo que se cruzan en nosotros, se producen estos estados complejos donde uno ha querido ver un estado único, que no existe, sino gracias a nosotros». Por eso se argumenta que la memoria es colectiva, porque en nuestro pensamiento se cruzan en todo momento «multitud de corrientes que van de una conciencia a la otra, y donde el pensamiento es el lugar de encuentro»; es «el cauce de un pensamiento colectivo» (Halbwachs, 1950a:29), de tal suerte que se puede argumentar que «la conciencia individual no es más que el lugar de paso de estas corrientes, el punto de encuentro de los tiempos colectivos» (Halbwachs, 1950a:127).

Los diversos tiempos y lenguajes que en la sociedad se manifiestan, posibilitan que la memoria se edifique, que se contenga; para mantenerla, es necesario comunicarla de alguna forma. Si la memoria quiere perdurar, no caer en el olvido, requiere comunicarse para tener receptores que se interesen en perpetuar ciertos acontecimientos que permitan reconocerse en ellos, siendo así que uno de los procesos por los que se mantiene la memoria colectiva es la comunicación. La comunicación es intercambiar, compartir, poner en común (Gómez de Silva, 1985), es decir, posibilitar que a quien se le narren ciertos sucesos participe de éstos, que los sienta, que los experimente. La narración aquí es concebida como la articulación de sucesos y datos aparentemente aislados y sin relación en un todo cohesivo e interdependiente (Fernández Christlieb, 2006:74). Así que tanto narración como comunicación es expresión, interpretación y memoria de experiencias que permite conferir lo vivaz de lo ocurrido tiempo atrás. La memoria comunicativa logra que el pasado esté en el presente o, más exactamente, que eventos del pasado tengan determinados significados en el presente. Tales significados se confeccionan, como se ha argumentado, de manera social y mediante lenguaje, y éste configura el pensamiento. Por consiguiente, si se quieren mantener los recuerdos hay que pensarlos o expresarlos, pues recuerdos que no se piensan o no se comunican tienden a perderse, se vuelven parte del olvido social (Mendoza, 2009). Y la sociedad, comunicativamente hablando, se achica, se encoge, porque entonces su pasado se ve empobrecido, toda vez que se piensa y se habla menos sobre su pretérito. Así vista, la memoria conforma el pensamiento de la sociedad. Una amplia memoria es pensamiento vasto y lenguaje extenso, una memoria empobrecida es pensamiento arremangado y lenguaje diluido. Entre menos versiones sobre acontecimientos del pasado confluyan en el presente, menos plural y vivencial es ese pasado, menos significados se ponen en juego y, por tanto, menos discursos se encuentran en la esfera social. Y a la inversa, entre más se hable sobre temas pretéritos, más amplio, plural y significativo es ese pasado.

De esta manera, memoria, lenguaje y pensamiento, comienzan a confluir en una sola entidad: lo mental, lo mentado. La cultura como un «eslabón mediador», que es una condición para la conformación de la mente humana (Iliénkov, 1984:27).

La delineación social de la mente: pensamiento, lenguaje y memoria

Pensar, en un sentido psicológico, no es sólo recuperar una situación adecuada del pasado, de acuerdo con ciertos intereses; significa además «utilizar el pasado para resolver dificultades planteadas en el presente», adujo Bartlett (1932:295), y agregó Halbwachs (1925:323) que «no puede existir ni vida ni pensamiento social sin la presencia de uno o varios sistemas de convenciones». En ese mismo sentido, Denise Jodelet (1998:347) argumentará que la identidad entre memoria y pensamiento descansa en sus contenidos y sus herramientas y que tanto los estados de conciencia como los hechos psíquicos, ambos, «tienen la misma estructura mixta compuesta de imágenes, de conceptos, de palabras y de significaciones asociadas a las palabras por convenciones sociales»; y en tanto que la memoria se contiene en marcos sociales, como el tiempo, el espacio y el lenguaje, la memoria es una parte integrante del pensamiento social. Hablando de pensamiento, se cuela la memoria.

Sin duda, la memoria que se expresa es también una forma del pensamiento social, el cual no es nada abstracto, puesto que cuando las ideas de la sociedad pertenecen al presente, y el presente se manifiesta por medio de ellas, tales ideas se encarnan en personas o grupos, y es de saberse que tanto hombres como grupos viven en sociedad y en el tiempo, y dejan ahí su traza. Por eso es que puede afirmarse, al mismo tiempo como se ha hecho páginas atrás, que no hay idea social que no sea, al mismo tiempo, un recuerdo de la sociedad. De tal suerte que el pensamiento social es básicamente una memoria, en tanto que su contenido está hecho de recuerdos colectivos, aunque es claro que únicamente permanecen presentes en la sociedad «esos recuerdos que la sociedad, trabajando sobre sus marcos actuales, puede reconstruir» (Halbwachs, 1925:343-344). En efecto, aquí el pensamiento de la sociedad y el de las personas se forma de memoria. Memoria y pensamiento van trazando lo mental.

Aunque también ocurre a la inversa: el pensamiento, siendo parte integrante de la memoria, cuestión de preguntarle a Rousseau, quien dirá: «sólo tengo pensamientos en mis recuerdos» (citado en Candau, 1996:5). Y la memoria también resiste con lenguaje, cuestión de preguntarle al sobreviviente de un campo de exterminio nazi, y alumno de Halbwachs, Jorge Semprún (2001:120), quien sobre su lengua materna y los recuerdos dice que era necesario repetir una y otra vez, aunque fuera en voz baja, las cifras en español para recordarlas, para mantenerlas en la memoria, números de calles, fechas de citas o de cumpleaños, se las repetía una y otra vez en su idioma maternal para inscribirlas en la memoria. Tenía que hacerlo en español porque, en el destierro, ya pensaba y hablaba en francés. En el primer caso, la memoria tiene como materia el pensamiento, y en el segundo la memoria se comunica con lenguaje. Pensamiento y lenguaje delinean la memoria, y en triada perfilan lo mental.

Pensar, recordar y expresarse, por ejemplo, en buenos discursos, en conjunto, conforman lo mental. Su expresión, así en bloque, se reconoce como brillante. Mentes brillantes, se suele decir. De Tucídides se dice que era un buen relator; por tanto, se creería que también buen recordador. Varios nombres griegos saltan bajo esas cualidades. Hippias, por ejemplo, podía escuchar cincuenta nombres y acto seguido repetirlos verbalmente. El propio Séneca, el sabio, esgrimía tener la capacidad verbal de repetir dos mil nombres. Y de Latro se dice que llegaba a la casa de subastas desde temprano hasta la puesta del sol y podía recordar todos los detalles de las ofertas y las ventas (Billig, 1987). Pensamiento, lenguaje y memoria formaron a estos retóricos griegos.

Y si a la manera de Wittgenstein (1953) hay cajas de herramientas para el lenguaje, no ocurre algo distinto para el pensamiento: tiene sus cajas de herramientas, como los signos, la argumentación, la retórica, la imaginación, el significado, de las que hará uso para posibilitarse e incluso manifestarse. Dichas herramientas, a su vez, lo son de la memoria, con ellas se forma y se comunica. El que sea de esta forma, que compartan cajas de herramientas, se debe a que son parte de la misma entidad: lo mental. Puede hablarse de una caja de herramientas que comparten estos tres procesos psicosociales y, debido a ello, se entrecruzan, alimentan y el impacto o desarrollo que uno experimente en los otros repercute. Un pensamiento ampliado posibilita una mejor memoria. Entre más significados lingüísticos se compartan en una comunidad discursiva y más memoria se comunique, es más posible que el pensamiento de sus integrantes se vea enriquecido. Existen mediadores, como los objetos, la cultura, los significados, para dar forma a la mente humana (Iliénkov, 1984:30).

Por eso se vuelve relevante hacer una psicología del anticuario, porque hurgando en autores y textos relegados, empolvados y poco revisitados, puede reintroducirse una serie de argumentos que revitalicen la disciplina. Por ejemplo, la psicología de los pueblos, de Wundt, es una psicología del espíritu, porque estudia tradiciones, cultura, lenguaje, mente social.

En algún momento, por ejemplo, a fines del siglo XIX, mente significó alma o espíritu, incluso inteligencia: no había una clara distinción entre estos términos. La obra de Wundt, el proyecto de la Völkerpsychologie de diez volúmenes, es un trabajo sobre «los productos del desarrollo mental colectivo»; para que la gente se desarrolle, requiere de un «entorno mental», que no es otra cosa que la cultura (Jahoda, 1992:200). La psicología de los pueblos puede entenderse como «el campo de investigaciones psicológicas que se relacionan con aquellos procesos que, debido a sus condiciones de origen y desarrollo, están ligados a las colectividades mentales» (Fernández Christlieb, 2006:47). Para Wundt, la historia es un recuento de la vida mental. No podría ser de otro modo, ya que esa psicología era una psicología cultural, como la de Vygotsky, como la de Mead, como la psicología colectiva, primer nombre de la psicología social.

Un cierre social de lo mental

Tanto en Halbwachs y Blondel, así como en Bartlett y Vygotsky, no hay memoria sin pensamiento, ni pensamiento sin lenguaje. Autores estos un poco relegados en el campo de la psicología social, pero reintroducidos por la psicología colectiva (Fernández Christlieb, 1994). Estos cuatro autores postergados tenían razón: la memoria se contiene con pensamiento y se comunica con lenguaje. Y el pensamiento no es sino lenguaje interiorizado, conversación silenciosa. La memoria se abre a una cantidad de corrientes de pensamiento colectivo, y el pensamiento a una gran cantidad de convenciones lingüísticas; no es esto, sin embargo, un círculo vicioso, sino una interrelación procesual que sólo se ha argumentado separadamente por fines de exposición. De ahí que al argumentar sobre el pensamiento se cuele el lenguaje, y al hablar sobre el lenguaje se cuele el pensamiento y la memoria. Asimismo, al hablar de memoria se cuela el lenguaje y el pensamiento. Y en los tres se cuela, invariablemente, la vida social. De esta manera, se puede argüir que cuando las personas creen encontrarse a solas, otros hombres emergen y, con ellos, los grupos de los cuales proceden, y aunque parezca que la sociedad se detiene en el límite de la vida interior de estas soledades, la sociedad sabe que, incluso entonces, el hombre no se sustrae de ella más que en apariencia y en ese momento es cuando despliega sus mejores cualidades de ser social.

Cuando la gente intenta no recordar, no hacer memoria, lo que suele hacer es endosarse de una gran cantidad de actividades al día para evitar pensar en ciertos sucesos, como el abandono afectivo; ahí se muestra cómo la memoria está, entre otras cosas, contenida por el pensamiento; cuando las personas en la vida cotidiana intentan olvidar un acontecimiento, dicen que no quieren hablar sobre ello, ahí el lenguaje va dibujando la memoria. Cuando la gente intenta hablar sobre algo que le aconteció en el pasado y no lo logra, suele decir que tiene el recuerdo en la punta de la lengua, y lo que está ocurriendo es que no logra pensar lo que aconteció y, por tanto, no puede ponerlo en lenguaje, ni interiorizado ni externalizado.

Eso es lo que se sentía y expresaba de manera clara hace veinticinco siglos con los griegos: que el lenguaje se empalma con el pensamiento. Es decir, que el sonido de los argumentos es el sonido del pensamiento. Ya lo había expresado claramente El sofista, un retórico griego: «pensar y hablar son la misma cosa: sólo que al primero, el cual es una conversación interior y silenciosa del alma consigo misma, se le ha dado el nombre de pensamiento» (Billig, 1987:111). Y hace poco menos de un siglo Vygotsky (1932) habría dicho que en un primer momento para las personas pensar es recordar y al paso del tiempo recordar es pensar. A esto le denominó procesos psicológicos superiores o facultades mentales. Idea que retomarían décadas después algunos antropólogos al señalar que la mente se extiende más allá de la piel (Geertz, 1973). Que era justo lo que quería decir el psicólogo ruso, pues de acuerdo con James Wertsch (1991) lo traducido como «interpsicológico» e «intrapsicológico» es, en la lengua de Vygotsky, «intermental» e «intramental», respectivamente (pero en castellano la mente está muy «mentalizada», es decir, muy individualizada).

Lo que se intentó en el presente trabajo fue argumentar el trazo mental del pensamiento, el lenguaje y la memoria. Y se puede sintetizar con algunos ejemplos cotidianos: cuando se nos advierte que hay que mentalizarnos, o cuando en diversos sitios se nos interroga sobre si no hemos oído mentar a fulano o zutano, o cuando nos mientan la madre, en realidad con el concepto mentar se está aludiendo a lo mismo; es decir, en el primer caso al pensamiento, en el segundo al lenguaje y en el tercero al recuerdo. Pensamiento, lenguaje y memoria que confluyen en una sola entidad. Y eso es lo que se denomina lo mental.

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1Si bien los procesos psicológicos superiores, que son los que se encuentran mediados por la actividad de los instrumentos y los signos (Vygotsky, 1932), son más, como el razonamiento lógico, la creatividad, entre otros, en este trabajo se argumentan tres: el lenguaje, el pensamiento y la memoria.

2Derivada de la primera aproximación individualista, se puede hablar, ya entrado el siglo XX, de una mente computacional, que tomó como metáfora la computadora y, al final, la mente se intenta explicar como si de computadora se tratara; a eso Jerome Bruner (1997) le denominó mente computacional, que se interesa en el procesamiento de la información, que indica lo que deberíamos ser capaces de hacer, no lo que hacemos. La otra mirada se ha denominado mente culturalista, en el entendido de que la mente se forma en un medio cultural, en un entramado simbólico, en ciertas prácticas sociales, en intercambios y en significados que son comunes en una cultura donde se comparten discursos, mitos, creencias, saberes y símbolos. Una característica de esta perspectiva sobre la mente es que es narrativa, relata cuando se le interroga sobre cuestiones de la vida humana. Esta mente narrativa se configura de acuerdo con ciertos marcos locales, pues es ahí donde cobra forma, de tal suerte que se narra según los guiones culturales del contexto; por ejemplo, hay culturas que narran de manera lineal los sucesos, y otras, como la nuestra, lo hace a sobresaltos, no de manera lineal. La mente así se configura culturalmente.

Recibido: 08 de Junio de 2016; Aprobado: 26 de Mayo de 2017

* Profesor Titular de la Universidad Pedagógica Nacional, México. Licenciado en Psicología, maestro en Psicología Social por la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México. Doctor En Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Sus más recientes publicaciones son Memoria Colectiva: Procesos Psicosociales (coord., 2012), México: Miguel Ángel Porrúa; La Construcción del Conocimiento. Miradas desde la Psicología Educativa (coord., 2012), México: UPN; Introducción a la Psicología Social (coord., 2013), México: Miguel Ángel Porrúa; Sobre Memoria Colectiva. Marcos Sociales, Artefactos e Historia (2015), México: UPN. Su línea de trabajo es sobre memoria colectiva, olvido social y guerra sucia en México. <jorgeuk@unam.mx>.

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