La violencia es un negocio. El enunciado, en voz de un especialista, denotaba de manera contundente su postura con respecto a los feminicidios y otras formas de violencia extrema en la frontera norte. Enfatizaba: la violencia existe porque produce grandes ganancias. La entrevista era breve porque tenía que ajustarse a los tiempos del documental,2 pero esa afirmación, como semilla de fuego, abría una veta para la reflexión y el análisis. La violencia ha sido una preocupación constante en el trabajo de Héctor Domínguez Ruvalcaba. Su libro Nación criminal. Narrativas del crimen organizado en México aborda la relación -existente y persistente- que el Estado mexicano ha establecido con la delincuencia organizada.
La violencia, en sus distintas formas y grados, produce desarticulación política e incluso el colapso del Estado de derecho. El politólogo italiano Eligio Resta (1992) plantea que la firma imaginaria del contrato social -esa abstracción jurídica que nos permite pensar que por lo menos una vez existió consenso para transitar hacia un Estado civil- supone la renuncia individual a la violencia y la confianza consecuente en las instituciones. El Estado teme precisamente la violencia indiscriminada, la llamada ‘justicia por propia mano’ que, precisamente por constituir una forma de venganza privada, cuestiona la legitimidad y la existencia misma del orden jurídico. Nación criminal pone de manifiesto una situación donde la violencia se generaliza, se cubre de un manto de naturalidad y convierte la vigencia de los derechos humanos es una mera ilusión.
En su análisis, Domínguez Ruvalcaba aborda cuatro ejes temáticos: la génesis del crimen organizado en la colonialidad del sistema legal, la estética del terror, el sostenimiento de un Estado autoritario y el modelo de control necro-político. Así expuestos los temas, una primera mirada enfocaría las instituciones, las normas legales, los conflictos políticos y las crisis de gobernabilidad. En efecto, en el recorrido al que nos convoca la lectura del texto, que va de las postrimerías del siglo XIX hasta la actualidad, confluyen diversas voces. Por una parte, se dan cita las concepciones que tienen de la violencia algunos filósofos reconocidos, como Georges Sorel o Jean Paul Sartre (que apuntan su potencial revolucionario o por lo menos liberador), Hannah Arendt (que la define como la otra cara del poder) o Walter Benjamin (que le atribuye el carácter de fundadora del derecho). Están también las reflexiones contemporáneas de Judith Butler -que vincula la violencia, el duelo y la política- y de Célia Amorós, que explica cómo se construyen y consolidan numerosos pactos patriarcales. En el terreno propiamente del análisis político, es posible advertir la presencia de Aguilar Camín, Jorge Castañeda, Carlos Montemayor, Sergio Zermeño, Luis Astorga, Edgardo Buscaglia. Hay múltiples miradas que encuentran acomodo en las páginas de Nación criminal. Sin embargo, por extraño que pueda parecer a primera vista, esta policromía académica es música de fondo, argumentos y discursos que sirven de apoyo y representan una utilidad indudable. El verdadero protagonista es otro: la narrativa.
En una propuesta amplia y novedosa, el autor coloca en el centro del debate la ficción en sus distintas expresiones. Es en ese terreno donde ha de buscarse la representación de los actores políticos en los distintos periodos. La investigación -histórica y sociológica- se nutre con un acervo literario de autores decimonónicos como Luis G. Inclán, Ignacio Manuel Altamirano o Manuel Payno, hasta obras contemporáneas como Delincuentos: historias del narcotráfico (Arminé Arjona), Efecto tequila (Élmer Mendoza) o Como cashora al sol (Rosina Conde), pasando por grandes figuras del siglo XX: Elena Garro, Carlos Fuentes, José Revueltas, Octavio Paz, Jorge Volpi, entre otras. Junto con la literatura, están algunas películas significativas: El automóvil gris, El compadre Mendoza, El prisionero 13, El impostor, Cadena perpetua, Conejo en la luna, El infierno, Todo el poder. Hay que agregar, además, alguna propuesta teatral (Rascón Banda) y una exposición que rompe cualquier esquema (La muda estridencia de los muertos, de Martha Pacheco). Así pues, un primer mérito del libro es la originalidad de las fuentes para abordar un problema de gran envergadura como es la criminalidad organizada: poder de facto ‘indestructible’ que resulta de una compleja y sofisticada maquinaria del terror.
¿Nación criminal? Parece una contradicción insuperable. Un oxímoron. La línea que separa los opuestos se diluye con suavidad hasta desaparecer casi por completo. La historia de la nación -nuestra nación- está atravesada por el crimen. Los contrarios se aproximan en una suerte de confrontación especular que confunde las identidades. Los bandidos sociales son próceres de la patria. La figura del caudillo se vuelve indisociable de la del presidente. El gobierno se desmarca en el discurso de todo nexo criminal, pero hay delincuentes protegidos. El régimen ostenta su carácter democrático, pero castiga la disidencia. La realidad y la ficción se confunden. Eso es un motivo más para buscar, en la literatura y en el cine, la explicación de la nación criminal.
En su análisis de la Revolución Mexicana, Domínguez Ruvalcaba la presenta como una gran organización criminal. Quebrantar la ley es lo habitual. La normalidad cotidiana está cifrada en una suerte de equilibrios en el código penal: los protagonistas se mueven entre el robo, el abuso de confianza, el fraude, el secuestro. El héroe y el villano se confunden. En el siglo XIX, las novelas de bandidos presentan a sus personajes como hombres rebeldes, hijos desterrados, forjadores de la nación. Se apropian de la ley infringiéndola, precisamente porque no hay correspondencia entre legalidad y justicia. Ya en el siglo XX, tanto Villa como Zapata son, a la par, bandidos sociales y próceres de la patria. La contradicción es sólo aparente. El carácter heroico de estas grandes figuras deriva precisamente de su habilidad para transgredir las normas y construir una cultura desde la disidencia. No hay confianza en el sistema legal ni en el aparato judicial, pero sí en la justicia. Es otra justicia, la que ha de impartirse al margen de la ley y que convierte al forajido en un héroe legendario, legítimo. El ejército constitucionalista de Carranza, por otra parte, saqueaba propiedades para financiar su propia causa; a su líder, primer presidente del México posrevolucionario, se debe el neologismo ‘carrancear’ como sinónimo de robar. Ha tenido un uso tan extenso que, sintomáticamente, a un siglo de distancia no ha perdido vigencia. El uso lucrativo de la violencia es bastante claro. Para conocer a los bandidos sociales e insurrectos, así como su vinculación con la clase gobernante, Héctor Domínguez recurre a novelas como Astucia (Luis G. Inclán, 1866), El Zarco (Ignacio M. Altamirano, 1869), Los Bandidos de Río Frío (Manuel Payno, 1893), Los de Abajo (Mariano Azuela, 1916), Sucedió ayer (Fernando Robles, 1940), Los recuerdos del porvenir (Elena Garro, 1963), entre otros.
Los regímenes emanados de la Revolución -que según Adolfo Gilly (1980) seguían hablando en su nombre porque era la única forma de contenerla- instauran una política del miedo. La legalidad resultante del movimiento revolucionario, aun con ciertos avances incuestionables, tampoco goza de legitimidad. En una clara continuidad con el régimen porfirista, los gobiernos tienen una ‘cara oculta’ que se advierte en guardias blancas, golpeadores, halcones. El ‘crimen revolucionario institucional’ impone una suerte de justicia sacrificial al perseguir a los disidentes, cuya heterogeneidad queda subsumida en una denominación común: todos son enemigos de la Revolución. La figura del caudillo no sólo sigue presente, sino que dota de investidura al primer mandatario. Las leyes se convierten en instrumentos para el enriquecimiento ilícito, el partido oficial (con sus distintos nombres) establece prácticas clientelares, en la actividad política se celebra el arte de ‘madrugar’ (adelantarse y robar o escamotear) y, en suma, se consolida un principio básico: simular es gobernar. Junto con la simulación, existe la censura. Hay que suprimir todo aquello que pueda dar alguna visibilidad a lo que perjudica o incomoda. La sombra del caudillo (Martín Luis Guzmán, 1929), El gesticulador (Rodolfo Usigli, 1947) y La muerte de Artemio Cruz (Carlos Fuentes, 1961) son algunas obras que permiten ver la representación de estos procesos en la literatura. Las dos primeras pueden presumir que fueron censuradas.
El Estado niega todo vínculo con grupos criminales, pero no tiene credibilidad. Se sabe -así de impersonal: todo mundo sabe- que hay delincuentes protegidos y que desde el propio aparato gubernamental se controlan las luchas campesinas y sindicales. El movimiento estudiantil, en cambio, se reprime ferozmente; a la propuesta de diálogo, se disparan las bayonetas; entran en juego provocadores y porros. La masacre de 1968 pone de manifiesto la necesidad de preservar a toda costa el orden autoritario y, junto con los presos políticos, surge una nueva figura asociada con el gobierno represor: los desaparecidos. Entre las referencias literarias que alimentan la reflexión, pueden citarse Hasta no verte Jesús mío (Elena Poniatowska, 1969), El tren pasa primero (Elena Poniatowska, 2005), Los errores (José Revueltas, 1964) y Los días y los años (novela autobiográfica de Luis González de Alba, 1971).3
Hablar de Estado fallido puede parecer una exageración. Como hecho, la línea que separa el trabajo gubernamental y la delincuencia organizada llega a ser muy tenue. La situación que se ha vivido en varias entidades, principalmente en el norte del país (Chihuahua, Coahuila, Tamaulipas, Durango, Sinaloa) pero también en Veracruz, Guerrero y Michoacán, requeriría una declaración de emergencia humanitaria. Se ha constituido ya una ciudadanía del miedo. No hay confianza en las instituciones ni se cree una palabra de lo que dicen los funcionarios. Se trata, de acuerdo con el autor, del despliegue de una ‘épica del terror’, donde hay una clara interacción del gobierno con los grupos criminales, cuya estructura es además tan eficiente, que tiene una amplia y reconocida injerencia en la economía global. Por añadidura, la ciudadanía participa cada vez más en actividades delictivas. La violencia se ha generalizado y el vínculo con grupos criminales ofrece opciones laborales que también se han envuelto en el ropaje de la inevitabilidad. Crímenes de diversa índole traspasan los linderos de la nota roja para llegar a las primeras planas de los periódicos y a los noticieros radiofónicos o televisivos. Aparecen películas y canciones sobre narcos. La vida cotidiana está marcada por la inseguridad y los temores aislados se han convertido en pánico generalizado. Junto con el miedo, surge la vigilancia -difusa pero constante- y, consecuentemente, la desconfianza creciente, la angustia y la paranoia paralizante. El sistema político mexicano opera también con espías e infiltrados. Es un secreto a voces. Las historias circulan a un lado y otro de la línea que pretende separar la realidad y la ficción. Se sabe. Y sin embargo, qué difícil ha sido documentarlo. Los asesinatos de Camarena Salazar y Manuel Buendía dan cuenta de ello.
El panorama no es precisamente alentador. La naturalidad de la violencia conduce a un consenso de la ilegalidad. Si, como sostiene Hannah Arendt, el poder implica una capacidad de negociación para vivir concertadamente, la hegemonía criminal se impone porque esa capacidad ha dejado de existir. Hay un ejército de hombres hambrientos que están dispuestos a entregar su vida al narco. No es una metáfora. El precio que pagan es una muerte prematura o, si se prefiere, una vida breve. Son cuerpos desechables, falsas identidades fácilmente sustituibles. La frontera es un escenario privilegiado para entender esta dinámica. Los flujos migratorios, la persecución del sueño americano, el anhelo de cruzar la línea a toda costa, la necesidad implacable de obtener un ingreso digno y proteger a la familia son algunos factores que conforman el contexto de vulnerabilidad. Las fronteras -decía Carlos Fuentes- son cicatrices: sangran y desangran. Ahí operan también las redes de tráfico de armas, estupefacientes, órganos, personas. ¿Quién los va a identificar, reconocer, incluso extrañar después de tan largos periplos? ¿Serán siquiera registradas sus ausencias? La frontera opera con su propia lógica, desfasada y contradictoria. La extracción y tráfico de órganos muestra una crueldad descarnada que otorga literalidad a la metáfora de los cuerpos desechables. Como telón de fondo, las enormes ganancias de los negocios ilícitos son difícilmente calculables.
Las obras literarias que dan sustento al análisis sobre el llamado “paisaje social del tortilla western” con Como cashora al sol (Rosina Conde, 2007), Los informes secretos (Carlos Montemayor, 1999), Un asesino solitario (Élmer Mendoza, 1999), Delincuentos: historias del narcotráfico (Arminé Arjona, 2009), El lenguaje del juego (Daniel Sada, 2012), La frontera huele a sangre (Ricardo Guzmán Wolfer, 2002). Además, están las películas El criminal (1985), El infierno (2010), Todo el poder (1999), Conejo en la luna (2004).
La violencia feminicida merece un comentario aparte. No es un acto aislado ni único. Es un continuum de horror inimaginable. A principios de los años noventa del siglo pasado, empezó a denunciarse esta forma de violencia extrema cuya definición rebasaba cualquier esquema y hacía insuficientes los tipos penales. Mujeres jóvenes -muchas de ellas migrantes, trabajadoras de la maquila- eran secuestradas en la vía pública, violadas reiteradamente, torturadas, mutiladas y asesinadas. Los cuerpos -desechables- eran arrojados a distintos lugares: Lote Bravo, Lomas de Poleo, Campo Algodonero. Junto con la investigación académica (Ravelo, 2015; Monárrez, 2009) y periodística (Ronquillo, 2004; González Rodríguez, 2010), hubo diversas reacciones de los gobiernos estatal y federal, así como de organismos internacionales. El caso conocido como Campo Algodonero culminó con una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (noviembre de 2009). La secuencia delictiva implicada en la violencia feminicida no es resultado del azar. Es siempre producto de una decisión. Y ese es el punto que discute Héctor Domínguez: la determinación de dañar a un ser humano, dominar violentamente, experimentar un goce y alimentar una adicción.
¿Qué es la crueldad? ¿Por qué hay hombres que causan intencionalmente un daño extremo a víctimas que ni siquiera conocen? ¿Cómo se activa el mecanismo de placer precisamente al infligir tanto dolor? La violencia feminicida se ha considerado reprobable -sin un atisbo de duda- pero sobre todo irracional e incomprensible. “La crueldad misma -afirma Domínguez Ruvalcaba- es la comprobación de que tal poder prevalece” (p. 178). No es una estrategia de control o sometimiento. Va más allá. Pretende aniquilar lo femenino.
En este punto, es posible observar otro mérito notable de Nación criminal: el análisis de género y, más específicamente, de la construcción de determinados modelos de masculinidad. Es una subjetividad caracterizada por el ánimo de destruir y el goce de dominar. El asesino actúa de manera irracional, obnubilado por los celos, la rabia, la indignación o cualquier otra emoción que es incapaz de controlar. El planteamiento suele esgrimirse como argumento legal; se pretende exculpar las acciones porque el delincuente simplemente no sabía lo que hacía. Es importante evitar que se diluya la condena. De nuevo se escucha la voz de Hannah Arendt, que subraya la pérdida de significación moral y la extinción de la culpa. Los actos de crueldad rebasan cualquier previsión normativa e incluso los códigos de lo reprobable. Si esa violencia es ejercida por miembros del crimen organizado en contra de mujeres y tiene además un contenido sexual, entonces la tendencia es considerarla un acto secundario, un mal menor o una consecuencia casi insignificante. Sin embargo, en la visión de Domínguez Ruvalcaba, la violencia de género no es un aspecto suplementario de la violencia del crimen organizado, sino su forma y sentido. El ejercicio de una sexualidad violenta es un elemento central de la configuración de ese modelo de masculinidad. El victimario se regodea con el daño que produce y lleva la crueldad hasta sus últimas consecuencias: la muerte.
El delincuente es un hombre fuerte, furioso y cruel. Disfruta el despliegue de poder y se siente orgulloso de su capacidad destructiva. Tiene que ser frío y calculador. Si alguna emoción se asoma en ese rostro imperturbable es la satisfacción por el daño causado. No hay remordimientos ni empatía. Los feminicidios están ligados con el crimen organizado. La violencia sexual es un rito de iniciación y una credencial de ingreso a la cofradía masculina. Es una forma de sellar y perpetuar un pacto patriarcal, diría Amorós. Las compañeras sentimentales resienten la violencia en casa, pero a la vez negocian con esos hombres fuertes y furiosos su propia posición en el sistema criminal. Su participación puede servir como muro de contención y para establecer cierto orden moral en el interior de la familia. Las relaciones de género están atravesadas por las relaciones económicas y esto se advierte con claridad en el contexto dominado por el crimen organizado. El binomio que forma con el patriarcado es absolutamente nítido y funcional para ambos sistemas, que se fortalecen mutuamente.
En el epicentro de la violencia feminicida está el odio. Se ha difundido de una manera tan extensa como implacable. Gracias al modelo de masculinidad que ha establecido y consolidado el crimen organizado -“somos sanguinarios, locos bien ondeados, nos gusta matar”, dice el corrido que ilustra el documental Narcocultura- la disposición permanente a cometer un asesinato, la adicción que provoca y, sobre todo, el inefable goce que genera, se inscriben en un sistema de prestigio. La masculinidad se reafirma no sólo con la sujeción estricta, sino también y fundamentalmente con la humillación y el aniquilamiento. En palabras del autor, es el hedonismo del exterminio.
Además, los actos de secuestrar, torturar, violar y asesinar tienen un sentido lucrativo. Las víctimas valen por su muerte. En los feminicidios, la producción de cine snuff, el tráfico de órganos también es posible advertir que, a fin de cuentas, la violencia es un negocio.