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Norteamérica

versión On-line ISSN 2448-7228versión impresa ISSN 1870-3550

Norteamérica vol.4 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2009

 

Ensayos

 

¿Wilderness vs. desierto? Representaciones del septentrión mexicano en el siglo XIX

 

Wilderness vs. Desert? Representations of Mexico's North

 

Enrique Rajchenberg S.,* Catherine Héau–Lambert**

 

* Facultad de Economía y Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. El autor agradece el apoyo brindado por el Archivo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores para la realización de este trabajo. enriquer@economia.unam.mx.

** Escuela Nacional de Antropología e Historia, INAH. gilberto@servidor.unam.mx.

 

Resumen

A partir del inicio del siglo XIX, los viajes de los estadounidenses, por una parte, y de mexicanos, por otra, por el septentrión mexicano se multiplicaron. Con propósitos distintos, los actores de estos periplos escribieron informes, diarios, crónicas de viajes, etc. que nos permiten conocer cómo percibían este inmenso espacio que en gran medida era una terra incognita. El propósito de este artículo consiste en dar cuenta del bagaje cultural que unos y otros portaban desde sus respectivos lugares de origen para después comparar los documentos que unos y otros redactaron acerca del mismo territorio pero con "miradas" diferentes.

Palabras clave: norte de México, siglo XIX, representaciones territoriales, expansionismo estadounidense, puritanismo, frontera.

 

Abstract

From the early nineteenth century on, Americans and Mexicans made journeys through northern Mexico more and more frequently. With different aims, the travelers wrote reports, diaries, travel logs and other documents, giving us a glimpse of how they perceived that immense expanse, largely unknown territory. This article aims to relay the cultural baggage the travelers of both nationalities brought with them from their places of origin and then compare the documents they wrote about a single territory that they saw through different eyes.

Key words: Mexico's North, nineteenth century, territorial representations, U.S. expansionism, Puritanism, border.

 

Según si se proviene de las orillas del Misisipi y de Luisiana o del altiplano mexicano, dos palabras definen al septentrión decimonónico: wilderness y desierto. No son simplemente diferencias en dos idiomas para nombrar un mismo espacio, sino dos formas de "verlo", dos modos de representarlo, o sea, de simbolizarlo.

Indudablemente, los hombres, para designar algo que desconocen, echan mano del repertorio disponible de imágenes, concepciones y palabras que previamente colonizaron su imaginario. Cada uno de los términos, wilderness y desierto, posee su propia genealogía, su especificidad de sentido en sus respectivos códigos discursivos.

En este artículo, nos referiremos, en primer lugar, al wilderness con que los angloamericanos designaron tan frecuentemente el territorio por el que se adentraban en el norte mexicano y posteriormente, a manera de contraste, daremos cuenta de los paisajes textuales construidos por los mexicanos de aquel vasto espacio que se extendía antes de 1848 desde el actual norte mexicano hasta los confines septentrionales del imperio español en América,1 vale decir, los actuales estados del oeste y suroeste estadounidenses. Básicamente, el periodo que estudiamos en este trabajo se limita a la primera mitad del siglo XIX.

Como es sabido, México perdió una porción considerable del gran norte en 1848 tras la invasión de Estados Unidos y el Tratado de Guadalupe–Hidalgo. Desde casi medio siglo antes, los anglos empezaron a aventurarse en aquellas remotas tierras para emprender lucrativos intercambios con los pobladores novohispanos. Muchos de estos viajeros redactaron crónicas de su periplo que dejaron testimonio de los parajes recorridos. Aun si en ocasiones sus descripciones llegaron a ser muy detalladas, nos "hablan" más de sus autores que del objeto que ven. En otras palabras, no los asumimos como libros o cuadernos de geografía física, sino como materiales para la comprensión de sus autores. La misma postura puede sostenerse respecto de los apuntes, informes y crónicas que nos legaron los mexicanos de la misma época y que, por diversas razones, se internaron también en esa región.

Las imágenes que unos y otros, anglos y mexicanos, van formándose de esta terra incognita son diferentes. Pero, ¿acaso son opuestas? Mientras los que venían de la Luisiana, punto de partida del viaje que penetraba en el espacio mexicano desde Estados Unidos, veían en el territorio surcado un océano de posibilidades para una vida apacible y sobre todo llena de abundancia, algunos de los que arribaban desde el altiplano mexicano parecen estar urgidos por regresar a la patria chica y, por supuesto, escapar de un territorio que reconocen como extraño y, a veces, también inhabitable.

Sería tentador, con una perspectiva idealista de la historia, explicar la pérdida de la mitad del territorio en 1848 por esta desafección mexicana hacia su septentrión. No es nuestro propósito sostener una interpretación de esta índole, aun si está documentado que algunos actores políticos del liberalismo afirmaron, dado su desdén por el norte, que la venta a Estados Unidos de porciones aun mayores a las consignadas en el Tratado Guadalupe–Hidalgo no lesionaban la integridad de la soberanía. O sea, como si la nación no llegara más allá de Durango y Nuevo León, y en nada se viera afectada por la pérdida de los territorios situados más al norte.

La misma estructura argumental podría utilizarse para explicar el expansionismo estadounidense, basándose en una concepción turneriana de la frontera, es decir, aquél sería el resultado de una mentalidad que cultiva la valentía y vuelve héroes a los hombres que se atreven a traspasar los umbrales de lo conocido y confortable.2

La comparación entre representaciones del mismo espacio requiere de una precaución metodológica elemental: es preciso que los actores sean también equiparables. En otras palabras, así como nuestros "informantes" anglos son viajeros, comerciantes, colonos o militares, que conocieron el gran norte mexicano, tenemos que escuchar a los que recorrieron la misma región, aun si su periplo inició en el altiplano central. Unos y otros son subsidiarios, por supuesto, de bagajes culturales de sus lugares de origen e incluso de lo que en cada uno de éstos se dice sobre el septentrión y de lo que se encontrará en él. Empero, puede haber enormes divergencias entre las imágenes con las que principia el viaje y la experiencia del viaje mismo.

Por ejemplo, Stephen Austin escribe: "cuando ingresé a Texas en 1821–1822 con los primeros inmigrantes, la idea de formar una colonia en este remoto wilderness entre tribus de indios no civilizados fue ridiculizada por mis mejores amigos y calificada como impracticable" (Carta a J.L. Woodbury, 6 de julio de 1829, The Austin Papers, 1928: 227). Como veremos más adelante en las notas del primer viaje de Austin a Texas, habría que concluir que obvió u olvidó pronto las advertencias de su círculo de amigos.

En cambio, José María Sánchez, quien viajó a Texas en fechas cercanas, cuenta que él no tenía ningún temor, "pero no me era posible alentar a los carreteros y soldados que nos escoltaban, pues [a] éstos a cada paso se les figuraba que se les aparecían los indios y los asaban o se los comían vivos" (Sánchez, 1939: 10). El contingente "portaba" consigo los relatos profusamente difundidos desde el siglo XVII acerca de indios que quemaban vivos a sus prisioneros mientras les iban cortando pedazos de carne, tal y como el propio Sánchez relata en su crónica. Era tan marcada la huella dejada por aquellos supuestos testimonios que no dejaba lugar para la elaboración derivada de la propia experiencia.

Las ideas, las mentalidades, las representaciones, etc., tienen un lugar en la historia; no son meros apéndices de fenómenos que transcurren en otros espacios y que determinan unívocamente lo que los hombres piensan, creen o imaginan. De todas maneras, no es éste el lugar indicado para desarrollar un marco teórico sobre la fuerza de los mitos o de cualquier otra elaboración intelectual en el quehacer histórico. Basta por ahora señalar que, en el caso de Estados Unidos de principios y mediados del XIX, la religiosidad protestante que impregna a la sociedad y en la cual está enclavada la noción de wilderness es parte constituyente de la acción de los hombres.

Se impone igualmente otra precisión. El concepto de representación que utilizamos no es equivalente a cualquier percepción de la realidad, sino que son "informaciones, creencias, opiniones y actitudes" (Abric, 1994), pero que "contribuyen a la construcción de una realidad común de un conjunto social" (Jodelet, 1989). Esto es, el concepto de representación posee obligadamente una dimensión colectiva que hace de ella algo compartido por un grupo y que simultáneamente coadyuva en la consolidación del grupo. En suma, no es una opinión individual y, muy particularmente en el caso que estamos abordando, menos aún una colección de impresiones de viaje.

 

WILDERNESS, UNA FRONTERA QUE HABRÍA QUE HACER RETROCEDER

Con esta palabra, los colonizadores ingleses del siglo XVII aprehendieron el mundo al que arribaron y que debía retroceder a medida que ellos redimieran esa tierra que indudablemente se encontraba bajo el dominio satánico.3 La religiosidad que acompañaba la colonización no era una mera construcción ideológica que justificaba el progreso de su presencia en el continente, sino un genuino motor de la multiplicación de las colonias de ingleses.

Yi Fu–Tuan ha trazado la genealogía de la palabra wilderness. Al adjetivo wild, salvaje, se le agrega deor con que en antiguo inglés se designaba al animal. Por consiguiente, wilderness, señala Tuan, "es la región de animales salvajes sobre los que los seres humanos no tienen control" (Tuan, 1979: 80). Pero también al investigar el origen de la palabra wild, el mismo autor encuentra que se origina en weald o woeld que era el vocablo para designar al bosque (Wood), como antítesis del campo cultivado, es decir, "el mundo familiar y humanizado". Por lo demás, bosque (forest) y forastero tienen la misma raíz, observa Tuan, porque significan situado fuera.

Los puritanos desconocían el mundo en el que desembarcaban, por esto echaron mano del abanico de representaciones que poseían previamente. Aquél, ha señalado Carroll, estaba impregnado de las referencias bíblicas al wilderness:

El wilderness del Antiguo Testamento es frecuentemente descrito como un desierto o como un baldío. En el Éxodo, Dios conduce a los israelitas a través de estas áridas áreas para comprobar su fe. [...] Los puritanos, concibiéndose ellos mismos como hijos de Israel, vieron los peligros de la colonización como parte del divino plan de purgar a los colonizadores de las iniquidades antes de que pudieran ingresar a la Tierra Prometida (Carroll, 1969: 61).

Y así como, prosigue Carroll, el wilderness está bíblicamente opuesto a la Tierra Prometida, "los puritanos estaban convencidos [de] que ellos podrían transformar las tierras pecaminosas en jardines del Señor" (Carroll, 1969: 62).

La colonización aparecía entonces como la genuina obligación ante Dios de hacer retroceder el pecado mediante la conversión de los caídos en las garras del Diablo y transformando lo salvaje en una tierra bien ordenada y cultivada. Dicho de otro modo, al wilderness se le opone el jardín, que no es sino la obediente realización humana de un mandato divino.

Esta representación del territorio a la que se adjuntaba la utopía del jardín no fue exclusiva de los primeros tiempos de la colonización, sino que se extendió hasta el siglo XX la idea de transformar la tierra salvaje en "un nuevo Jardín del Mundo" (Marx, 1977: 141).

No obstante, tales imágenes no recaudaron unanimidad. Si bien un estudio literario demostró que la palabra jardín era la más frecuente, junto con adjetivos como exuberante, fértil y abundante, también los hay de signo negativo como estéril e improductivo (Ronda, 1996: 210). Igualmente, el wilderness no era para todos una posibilidad de jardín, sino un desierto cuando empezaron a aventurarse hacia el oeste y a compararlo con las regiones situadas al este del Misisipi. Así, Zebulon Montgomery Pike se refirió a las vastas llanuras del occidente como a los arenosos desiertos de África (Ronda, 1996: 211).

Más aún, si la tarea de hacer retroceder el wilderness era mayoritariamente asumida como demostración de devoción al mandato divino, para otros, era una barrera que no había que traspasar. Tanto para Pike como para Edwin James, a inicios del siglo XIX, había una ventaja que el pueblo estadounidense podía extraer de estos desiertos: contener a la población en un perímetro más estrecho fortalecería su cohesión.4

Aun así, fueron voces minoritarias que no alteraron el esquema dominante de representaciones territoriales ni tampoco el afán expansionista que prosiguió su marcha a lo largo de los siglos XVII al XIX.

 

LA FRONTERA DEL WILDERNESS EN EL SIGLO XIX

Los primeros tiempos de la expansión fueron sobre tierras relativamente cercanas a los asentamientos iniciales. Por lo tanto, aun si los parajes eran desconocidos, poseían cierta semejanza con los ya explorados y poblados. La población indígena encontrada seguía siendo concebida como "instrumentos de la malicia de Satanás" (Carroll, 1969: 76) con quien sostenían una estrecha camaradería.

Las noticias acerca de Virginia o de Kentucky eran variaciones de un tema ya tratado. Robert Beverley escribió en 1705 un libro acerca de Virginia. El entusiasmo por el lugar se transparenta a través de sus líneas: "The Country struck the early voyagers as so delightful, and desirable; so pleasant, and plentiful; the Climate, and Air, so temperate, sweet, and wholsome; the Woods, and Soil, so charming, and fruitful; and all other Things so agreable, that Paradise it self seem'd to be there, in its Native Lustre" (Beverley, cit. en Marx, 1977: 76).

Casi al final del siglo XVIII, John Filson, al describir Kentucky, empleó un lenguaje igualmente ditirámbico, lo comparó con una tierra prometida, "flowing with milk and honey, a land of brooks of water [...] a land of wheat and barley, and all kinds of fruits" (The Discovery, Settlement and Present State of Kentucke, cit. en Smith, 1957: 146–147).

Durante el XIX, la marcha hacia el suroeste prosiguió. Ahora no sólo era la novedad de regiones muy distintas a las ya recorridas, sino que además eran habitadas tanto por indígenas como por mexicanos.

De las riberas del Misisipi salieron algunos a establecer el Santa Fe Trail, la ruta comercial que enlazaba Nuevo México con Estados Unidos, a partir de la ciudad de Saint Louis, y más al oeste la de Independence. También el gran río de América del Norte le permitió transportarse a Stephen Austin hasta Texas para ocupar las tierras que la Corona española había concedido a su padre Moses.

Ya hicimos mención de la crónica de Pike acerca de su viaje a Nuevo México, pero asimismo insistimos en el carácter minoritario de su opinión. Vale entonces comparar sus propósitos con los de otros viajeros.

No es de extrañar que si Pike no vio más que arena, como si atravesara un desierto africano que seguramente no conoció nunca, el sentimiento de soledad lo embargara profundamente: "We pass over the desert as men pass through a glimmering and lonely dream" (Hyslop, 2002: 88).

Josiah Gregg también se internó en el camino que iba desde Independence hasta Santa Fe y, sin embargo, lo colmó de virtudes: "The prairies have, in fact, become very celebrated for their sanative effects –more justly so, no doubt, than the most fashionable watering–places of the North. Most chronic diseases, particularly liver complaints, dyspepsias, and similar affections, are often radically cured" (Hyslop, 2002: 88).

Sin embargo, agregó que era posible contraer disentería por las malas condiciones sanitarias y la calidad del agua.

Al igual que había sucedido en las colonias inglesas originales, lo que quedaba fuera de la tierra bardada y ordenada, vale decir el jardín, era territorio diabólico.

El inmenso suroeste era, por lo tanto, un dominio de fuerzas satánicas cuyas manifestaciones aparecían incluso en los animales: "La cabeza del búfalo", escribió un viajero, "se parece tan nítidamente a la idea que somos capaces de concebir acerca del diablo" (Hyslop, 2002: 152).

Otros no dejaron de hacer referencia a los ojos diabólicos de la bestia cuando ésta caía herida tras el acoso de los hombres. El búfalo era el emblema mismo del wilderness que habría que remover por completo si se intentara habitar aquellas comarcas.

Había algo más que formaba parte de este paisaje wild: eran sus habitantes. John T. Hughes no tuvo empacho en decir que si el valle de El Paso fuera cultivado por una enérgica población americana –léase estadounidense–, reportaría diez veces más vino y frutas que las que se producían en ese momento (Noggle, 1959: 114).

Mas no era simplemente un deseo, sino un proyecto anexionista: "Si el conjunto de influencias y protección de nuestras Instituciones Republicanas [en mayúsculas en el original] fueran extendidas a toda el área, una población americana, poseedora de sentimientos Americanos y angloparlante, crecería rápidamente [...]" (Noggle, 1959: 114). Llevar a esta población el "escudo de la protección americana" consistiría en un "acto de caridad" (Noggle, 1959: 114).

W.W. Davis veía incluso signos esperanzadores, ya que el contacto con los comerciantes estadounidenses había propiciado que las clases altas de Nuevo México abandonaran su indumentaria habitual –por ejemplo, el sarape– para empezar a usar camisas y abrigos.

Se trataba de un plan de regeneración de una población que había acumulado los vicios del gobierno colonial español. No obstante, Philip St. George Cooke, miembro del ejército estadounidense, dudaba de la eficacia de la fórmula: "¿Cuándo será ese pueblo capaz de autogobernarse –capable of self–government–? ¿Podrá haber gobierno territorial por treinta años y el lenguaje no cambiará más rápido que el color de los ciudadanos" (Noggle, 1959:118.

La otra "nueva" frontera que se dibujaba en los inicios del siglo XIX era Texas y, para nosotros, no hay mejor informante que el protagonista de la colonización anglo de esa provincia septentrional, o sea Stephen Austin.

La correspondencia de Austin debe ser leída con cautela porque algunas cartas tienen por objeto atraer a nuevos colonos con el imán de una prosa cuyos términos, él lo sabía muy bien, tendrían el impacto deseado. Sus textos no son siempre una suma de impresiones o apuntes de viaje, como lo fueron otros documentos citados anteriormente, sino con frecuencia "mensajes publicitarios". Pero aun así, el hecho de emplear una retórica que se inscribía en el marco discursivo compartido, nos permite ratificar el carácter colectivo de las representaciones de larga duración.

Durante el primer reconocimiento de las tierras texanas en 1821, Austin lleva un diario que se acerca más al género literario de otros viajeros. Desde Nacogdoches, en los límites de Texas con Luisiana, prevé lo que aún desconoce: "La riqueza del suelo, lo saludable del clima, la proximidad del mar y otras ventajas naturales, prometen una recompensa a nuestro trabajo como pocos lugares en el mundo pueden proveer en cantidad semejante" (Carta a Joseph Hawkins, 20 de julio de 1821, The Austin Papers, 1924: 403).

No bien ingresa a la provincia, su entusiasmo crece: "We then suddenly came to an open rolling country [...] covered with the most luxuriant growth of Grass I ever beheld in any country [...] The country so far is well watered" (Austin, 1904: 288).

A medida que se interna en Texas, su admiración sube de tono: el viernes 10 de septiembre de 1821 arriba al río Guadalupe y escribe que es "el lugar más hermoso que jamás haya yo visto" (Austin, 1904: 296), además de celebrar la calidad del agua.

Una semana después tiene su primer encuentro con los indios coacos y karanquas a los que les atribuye el practicar canibalismo con sus víctimas de guerra. Por lo tanto, para Austin, la única forma de dominarlos es con el exterminio (Austin, 1904: 305).

Años más tarde, al hacer un recuento de su periplo inicial, no ceja en reiterar su impresión de 1821: "Estaba deleitado y asombrado de encontrar la más favorecida región que yo hubiera visto. Su fertilidad y recursos naturales, tan excedidos de lo que hubiera imaginado, me decidió a entregar mi vida al grandioso objetivo de redimirla de su wilderness" (Carta a Thomas F. Leaming, 14 de junio de 1830, The Austin Papers, 1928: 413–414).

Al igual que sus compatriotas que se habían internado en Nuevo México, Austin halló un territorio con muy baja densidad pero habitado al fin. No hay referencias explícitas, como en sus homólogos, a alguna noción de inferioridad de los mexicanos, aunque reconoce que su objetivo principal –la redención de una tierra salvaje– requirió de paciencia y perseverancia, mismas que reunió por la "vasta importancia al mundo civilizado" para realizar esta tarea.

Pero va más allá de estas observaciones, reprocha a los mexicanos el ser "profundamente ignorantes del valor real" de Texas y el haber escogido una estrategia equivocada para la colonización del territorio salvaje plagado de indios. No era, pues, con fuerzas militares y con presidios como se lograba tal fin, sino con "perseverancia e industriosidad, silenciosamente", porque "el hacha, el azadón y el arado hacen más que el rifle y la espada" (Carta a Thomas F. Leaming, 14 de junio de 1830, The Austin Papers, 1928: 414).5 Gracias a la elección de los medios adecuados, Austin podía congratularse de que "Texas ya no forma parte del mundo salvaje" (The Austin Papers, 1928: 416).6

En todo caso, las permanentes referencias de Austin al cuerno de la abundancia potencial que representaba Texas, al retroceso del wilderness ante el avance civilizatorio, etc. tuvieron eco en quienes contaban hacer la América, aunque fuera lejos del territorio ya "civilizado". Significa, en suma, que Austin hablaba el lenguaje que era audible y portador de sentido para el pueblo estadounidense mucho tiempo después de la mística puritana del siglo XVII y que seguía siendo un poderoso combustible que impelía a la gente a moverse.

Por ejemplo, Th. H. Ficklin escribía a Austin poco tiempo después de la creación de la colonia en Texas que sus cartas "me han producido una fiebre por vender todo y mudarme sin necesidad de mayor información sobre el lugar; una idea me asaltó hace pocos días desde que vi un comentario sobre la situación y el clima de la provincia de Texas acerca de que un hombre podía en poco tiempo acumular una riqueza considerable estableciendo una fábrica de ropa en su país" (Carta de Th. H. Ficklin, Caledonia, Misouri, 8 de enero de 1822, The Austin Papers, 1928: 462).

Aunque el enriquecimiento personal no estuvo nunca reñido con la moral religiosa puritana, sino que era la recompensa al cumplimiento de la voluntad divina, en el siglo XIX, el premio económico empieza a prevalecer por sobre otras consideraciones.

Frente a las crónicas que hablan de exuberantes praderas, de ríos abundantes, de aguas salobres, de futuros radiantes cuando la escasez será apenas un vago recuerdo, la palabra desierto parece vedada. Por ello, dos cartas pueden ser excepcionales. Ambas están fechadas en 1822. La primera no pronuncia la palabra desierto, pero su contenido es casi idéntico al empleado por Pike cuando recorrió el camino hacia Santa Fe y lo llamó así. En marzo de 1822, después de haber cruzado el espacio que hay entre el río Medina y "Loredo" [sic], Stephen Austin dice que "es el lugar más pobre que he visto en mi vida, no es otra cosa sino arena, totalmente desprovisto de maderaje" (Carta a James E.B. Austin, Loredo [sic], 23 de marzo de 1822, The Austin Papers, 1928: 487).7

El segundo escrito está fechado en mayo del mismo año 1822 y corresponde a un memorial elevado ante el Congreso de México. Se trata de un documento en que, para obtener ciertas prerrogativas, requiere demostrar las penalidades que han soportado y soportan los colonos texanos. Concluye, después de enumerar las dificultades, que éstas son "consecuencias ordinarias de las empresas de establecimientos en los desiertos" (Memorial de Stephen Austin al Congreso de México, 13 de mayo de 1822, The Austin Papers, 1928: 515).

 

EL SEPTENTRIÓN VISTO POR LOS MEXICANOS

Las noticias que del septentrión se tuvieron en el México central desde el siglo XVII no alentaban a adentrarse en aquel mundo. En la Nueva España, no existió una mitología tan poderosa como la basada en el recorrimiento de las fronteras entre el wilderness y el garden. Como se sabe, el propio Hernán Cortés tuvo que divulgar una leyenda acerca de ciudades repletas de piedras preciosas y de parajes habitados por lujuriosas mujeres para impulsar a los españoles a explorar la península de California. Las desilusiones cundieron y, desde entonces, el septentrión quedó representado como un lugar inhóspito, desértico y extremadamente peligroso como consecuencia de que los indios nómadas estuvieran permanentemente en guerra, vale decir, eran bárbaros.8 La literatura, la prensa del siglo XIX e incluso los primeros libros de historia y de geografía para niños se encargaron de recuperar esas leyendas sórdidas y convertirlas en argumentos de novelas, en noticias periodísticas y en lecciones escolares. En una palabra, para las elites del centro de México,9 el septentrión no era un lugar al que convenía dirigirse, sino mantenerlo a distancia.

Será en el siglo XVIII, durante lo que algunos historiadores denominaron "segunda reconquista de América", cuando el gran norte será objeto de una más vigilante atención por los reformadores borbones. El imperio peligraba en sus extremos con el avance sigiloso de los vecinos. Años más tarde se describía esta situación, por supuesto, más deteriorada que medio siglo antes:

Por esta parte se ofrece Sonora, California y el Nuevo México como puntos de contacto con dos poderosos pueblos: nuestros vecinos del norte, que en diversas carabanas [sic] se avanzan desde sus últimos establecimientos en San Luis hasta Santa Fe y desde la Bahía de Hudson hasta la desembocadura del río Colombia y el gigante de la Europa, el imperio ruso, que con un extremo de sus dedos toca las columnas de Hércules, mientras que con otra mano amaga á la California (Zúñiga, 1985: 17).

La corona española envió, para reconocer el estado que guardaban los presidios –una de las instituciones junto con las misiones que avanzaron sobre el norte desde el siglo XVI– (Weber: 1976a), comisiones dirigidas por oficiales encargados de elaborar detallados informes. En la primera mitad del siglo XVIII, el brigadier Pedro de Rivera visitó el norte del virreinato. De Nuevo México dijo que "son los territorios de dicha provincia, despejados, amenos y fecundos" (De Rivera, 1993: 62) y de la provincia "de los Texas" que "en todo el espacio que ocupa la dicha provincia se pueden hacer siembras de maíz, legumbres y otras semillas" (De Rivera, 1993: 93).

Estos gratos juicios contrastan con uno de los más connotados y detallados informes rendidos por un comisionado real, el de Nicolás de Labora, quien describió a Texas como un insalubre lugar, repleto de animales ponzoñosos, de insectos de picaduras intolerables, de indios violadores y secuestradores de mujeres, y con un régimen pluvial que a veces imposibilitaba la vida por su escasez y en otras ocasiones incomunicaba a los poblados por su abundancia. Por todo ello, De Lafora se preguntó en un momento si ese territorio valía el situado enviado por el rey, vale decir, las remesas de dinero que sostenían a los presidios septentrionales (De Lafora, 1939).

Tras 1821, nuevamente, se enviaron comisiones a visitar el norte, cuya decadencia era ya notable, dado que durante la guerra de Independencia se había dejado de enviar el sostén monetario a los presidios, de tal suerte que las tropas carcelarias sobrevivían a duras penas o habían sido licenciadas porque ya no tenían forma de mantenerlas.

 

LOS MEXICANOS EN EL "EXTRANJERO"

A pesar de la retórica del nacionalismo que procura demostrar la antigüedad milenaria de las naciones modernas, es una cuestión ya admitida en el debate contemporáneo que éstas son construcciones recientes y que el proceso de producción de la nación es el de la búsqueda febril de evidencias que comprueban lo contrario para que la fortaleza de la "comunidad imaginada"10 resida en las varias veces centenaria historia de un pueblo que se ha conservado en el tiempo idéntico a sí mismo.

Desde el México central, el inmenso norte era la frontera, no en el sentido turneriano, sino en el de un lugar que convenía mantener a distancia por su altísima peligrosidad. No era nueva esta concepción, sino una de las herencias coloniales.11

El septentrión fue estigmatizado hasta en la lírica y produjo imágenes contrastantes entre un centro del país lleno de colores y de una fauna risueña y un norte plagado de animales que simbolizan la rapiña de despojos y la muerte; tórrido y seco; mientras el altiplano y el sur son simbolizados con el colibrí y las flores. La providencia, dice José María Tornel en 1841, lo ha vestido de "púrpura y oro" para hacerlo vivir "en la estación del amor y los placeres" (cit. por Vázquez Mantecón, 1995). En cambio, del norte se dice: "La árida tierra apenas se divida / Cubierta en parte por la yerba inculta; / y aves nocturnas extienden su vuelo/ Mudas recorren el fatal camino" (Villalobos, 1850).

Con excepción de algunos intentos pioneros por crear lazos cívicos entre los ex novohispanos durante los primeros decenios ulteriores a 1821 (Guerra, 2003), en realidad, los habitantes del nuevo país no sienten que forman parte de una misma comunidad que hermana a todos y que comparten una historia y un territorio. Los hombres del altiplano son los mexicanos, mientras que los del norte son denominados de acuerdo con el nombre de su provincia: "Se está introduciendo en los hijos de California odio muy notable contra los Mejicanos" (Carta de Enrique Virmond a Lucas Alamán, The Nettie Lee Benson Latin American Collection, cols. Valentín Gómez Farías, Hernández y Dávalos, doc. 5169, 21 de febrero de 1831).12

Al abandonar el Anáhuac, como a veces llamarán al centro de México, inmediatamente sienten pisar suelo extranjero. José María Sánchez, quien ha sido citado anteriormente, comenta al internarse en Texas: "Al contemplar que para mí desaparecían los terrenos montuosos donde vi la luz primera, una feroz melancolía se apoderó de mi alma, y volví el rostro a México para dar un adiós tal vez a las personas que allá quedaban y merecían mis afectos y ternura" (Sánchez, 1939: 15). Sánchez dejaba México, su patria, su tierra, para adentrarse en otra hacia la cual no sentía vínculos afectivos.

No es de extrañarse entonces que, recíprocamente, los habitantes del norte denominaran mexicanos a los habitantes meridionales y tendrán que pasar varias décadas para que ellos mismos se reconozcan como tales.13 En El Periquillo Sarniento, escrita en 1816 y considerada la primera novela americana, al estar el protagonista en Filipinas, un personaje le dice: "Usted como español sabrá muy bien las restricciones que sus reyes han puesto en este tráfico" (Fernández de Lizardi, 2006: 323 [el subrayado es nuestro]).14 Con razón señala Nettie Lee Benson que "Texas en 1820 no era en la mente de los mexicanos otra cosa sino los pocos miles de personas que vivían ahí, todavía bajo la dominación del gobernante español" (Benson, 1987: 219).

Los viajeros, al intentar describir lo que van conociendo, comparan el territorio con otros paisajes: "La naturaleza, sin presentar la magestad que le es propia en los países calientes de la zona tórrida, ofrecía, sin embargo, donde la tierra estaba cubierta de flores, la risueña verdura de las regiones meridionales de Europa" (Berlandier y Chovell, 1989: 99).

De manera similar, al intentar explicar la arquitectura del norte, el referente comparativo puede ser el altiplano: "La Catedral de Monterey [sic] [...] el edificio es muy pequeño y su simplicidad contrasta con la suntuosidad de la mayor parte de los santuarios de Anáhuac" (Berlandier y Chovell, 1989: 60).

No es la nacionalidad lo que puede llegar a hacer que el viajero se sienta como en casa, sino la religión compartida: "La vista de este templo [el de la misión franciscana de Espada, cercana a San Antonio de Béjar] y de las escasas pequeñas casas que lo rodean me impresionaron de un modo que no puedo expresar. La vista de esos edificios me trajo al espíritu el hecho de que aún estaba viviendo entre mis paisanos" (Mier y Terán en Jackson, 2000: 15).

No obstante, el sentimiento de paisanaje se detiene cuando se trata de entrar en relación con ellos. En una carta que envía Mier y Terán al presidente mexicano, le comenta sobre la población, a medida que se dirige desde San Antonio hacia el noreste y llega a Nacogdoches: "Los Mexicanos de este poblado son lo que la gente denomina habitualmente la clase ínfima, la más pobre y la más ignorante" (Mier y Terán en Jackson, 2000: 97). A tal punto considera denigrante la condición de estos mexicanos, que no parece sorprendido cuando los estadounidenses que lo reconocen como a un "hombre educado" le atribuyen nacionalidad francesa o española: "Al no conocer otros mexicanos más que los que aquí viven y al faltar las autoridades que son necesarias en toda sociedad, piensan que México posee solamente negros e indios" (Mier y Terán en Jackson, 2000: 98).

 

¿QUÉ HACER CON EL NORTE?

De Lafora había sido tajante: esos territorios no valían las remesas que enviaba la corona de España para sostener los puestos fronterizos. Después de él, en el centro del país se multiplicaron las referencias a los desiertos del norte, tan áridos como bárbaros por la incivilidad de sus indígenas habitantes. Como dijimos al inicio, estas imágenes adquirieron una permanencia que se extendió más allá del siglo XIX, aunque advertimos que ese punto de vista no coincidía necesariamente con el de los viajeros.

Conviene recurrir nuevamente al diario de viaje de la comisión de límites comandada por Mier y Terán y del cual un párrafo merece ser citado in extenso:

Desde el río de las Nueces hasta las fronteras de la Luisiana, el terreno pertenece al Estado de Coahuila y Téjas, que formaba antiguamente dos de las provincias internas de Oriente. Esta vasta extensión [sic] de terreno, que está limitada al O. por el bolsón de Mapimí y al Oriente por el golfo de México, puede por su posición (sobre todo en la parte de Téjas) llegar á ser el jardín agrícola de la República. En fin, un clima suave y templado, en el que se reunirían todas las producciones del globo favorecería mucho una población nueva, si el congreso dignase concederle asistencia y protección contra los salvages (Berlandier y Chovell, 1989: 117 [el subrayado es nuestro]).

Es la única referencia que hemos hallado en toda la documentación a la noción de jardín tan cara al repertorio de significados angloamericanos cuando de la antítesis del wilderness se trata. ¿Es acaso un mimetismo lingüístico tras una larga estancia en Texas y prolongado contacto con el universo cultural angloamericano? No lo sabemos, pero lo relevante es cómo la percepción previa del territorio se muta en una suerte de profecía acerca de sus bondades.

Aunque no emplea la noción de jardín, Juan Nepomuceno Almonte realizó observaciones con un contenido semejante. Tras deplorar reiteradamente la presencia de indios bárbaros,15 porque sin ellos "volarán megicanos á poblar esas fertilísimas tierras que están invitando al trabajo", el hijo de Morelos destaca las potencialidades de Texas. Una vez más la califica como "aquel fertilísimo é interesante país". Se explaya sobre el clima del departamento de Béjar: "Su clima es templado y muy notable por su salubridad, el termometro rara vez sube más de 85° [Farenheit] y pocas veces yela. Los vientos del Sur y del Norte son los más reinantes y suelen ser algo fuertes. El agua es deliciosa, sus legumbres son las mejores que se conocen en Texas y la carne es escelente" (Almonte, cit. en Gutiérrez Ibarra, 1987: 20).

Años más tarde, en 1839, cuando Texas se había proclamado República de Texas, la de la estrella solitaria, Manuel Payno recorrerá el norte mexicano. No atravesará el río Bravo, pero sus apuntes convertidos ulteriormente en artículos del periódico Siglo XIX nos dan una pauta más precisa de la diferencia entre quienes conocen el septentrión porque lo recorren y quienes, desde el altiplano, hablan de él.

Conviene detenerse en dos aspectos de sus crónicas. El primero concierne a los indios del norte y a los pobladores blancos o mestizos. Distingue a los irremediablemente bárbaros de otros grupos étnicos. Aunque descarta toda la mitología caníbal de los comanches, es lapidario en sus conclusiones: "Esta tribu es feroz y guerrera y el gobierno debe fijar su exclusiva atención en organizar las compañías presidiales para repeler a esos bárbaros" (Payno, 1999: 32). En cambio, se complace en oír cómo el general Arista asegura a una delegación de la nación Cadó que "la sangre que corría por sus venas, era la misma que circulaba en la de los mexicanos" (Payno, 1999: 24).

Respecto a los habitantes no indígenas, se encuentran en Payno comentarios dispares. Cerca del río Bravo, se topa con una mujer a quien describe como "una joven de ojos azules, blanca como el alabastro, y cabello de oro" (Payno, 1999: 45). Pensó en un inicio que era "una mujer que había cambiado las románticas orillas del Rhin por las soledades del Bravo" (Payno, 1999: 45), pero luego quedó persuadido de que "era mexicana de la frontera" (Payno, 1999: 45). No obstante, al referirse a la población de Tamaulipas, su prosa es menos halagadora: "Se ve uno inclinado a creer cuando pasa una noche en esas chozas sucias y llenas de insectos, que los moradores son más bárbaros que los mismos salvajes del desierto" (Payno, 1999: 68). A pesar de ello, observa con satisfacción una sociedad más igualitaria que en el altiplano: no hay "plebe" ni léperos y la "vecindad con los Estados Unidos ha introducido la civilización más de golpe" (Payno, 1999: 36).

El segundo aspecto por evidenciar es cómo el autor de Los bandidos de Río Frío califica a los vastos territorios norteños, a los que no duda en denominar desiertos. Incluso Texas recibe el mismo calificativo cuando habla de aquella provincia en los siglos XVIII y XIX. Al aludir a la conveniencia de reclutar a gente de la región como soldados presidiales, los llama "hombres del desierto".

La noción de desierto en Payno adquiere significado cuando se propone explicar los lazos afectivos que él mantiene con ese territorio. "Decididamente éstos son unos países (pensé yo) sin recuerdos y sin porvenir" (Payno, 1999: 43). En otro ensayo es aún más claro:

Desiertos y melancólicos estos lugares, son de la mayor importancia. Mirándolos poéticamente, nada tienen que llame la atención; pero considerándolos mercantilmente, son susceptibles de una prosperidad asombrosa, a poco que la industria y las artes ayudaran a la naturaleza (Payno, 1999: 41).

No parece sentirse particularmente atraído por el norte; no hay en él ningún pasado compartido ni nada le evoca la "mexicanidad" a la que cree pertenecer. Sus juicios positivos están basados en una mirada utilitaria. En suma, no son territorios de desperdicio; ciertamente no, son desiertos por su desnudez histórica, pero pueden ser aprovechados productivamente.

Más adelante, Payno reafirma esta distancia emotiva que mantiene con el norte. Al pernoctar en Mier, un poblado de la frontera y siendo Jueves Santo, se apresta a dormir mientras "me arrullaban ciertos halagüeños recuerdos de México" (Payno, 1999: 56). Tiene un sueño cuyo escenario es la iglesia de San Francisco en la capital del país y en el que desfilan los personajes de la ciudad. Los léperos cuya existencia deploró en páginas anteriores se convierten en "nuestros amables léperos". Intempestivamente, el sueño concluye y despierta: "¡Horrible transición! Pasar súbitamente en un Jueves Santo, desde San Francisco de México a un jacal de la frontera" (Payno, 1999: 57).

 

UNA REFLEXIÓN FINAL

Nettie Lee Benson se preguntó por qué si las noticias que llegaban de Texas describían a la provincia virtualmente como un paraíso, los españoles y los mexicanos a partir de 1821 no se consagraron a poblar aquella tierra que se parecía tanto a la que Dios prometió a los judíos para consolarlos de su larga travesía por el desierto tras huir de Egipto (Benson, 1987). ¿A qué atribuir el desdén a tan estimuladoras imágenes? E inversamente, ¿a qué atribuir el fervor con que fueron acogidas en Estados Unidos las semblanzas del norte mexicano escritas por los anglos?

Las imágenes del septentrión de unos y otros son divergentes, pero ambas lo son en mayor medida respecto a las representaciones territoriales elaboradas en el centro de México. En lo que concierne a Texas específicamente, hemos visto que incluso Mier y Terán llegó a hablar de la provincia como un jardín agrícola, empleando el repertorio de significados que profusamente se encuentra en la literatura estadounidense. La extranjería que perciben los viajeros al pisar esas lejanas tierras llega a atenuarse respecto a sus temores previos, aunque otros subsisten, por ejemplo, el relativo a la ferocidad de los indígenas norteños.

Por supuesto, el misticismo, meramente verbal o realmente interiorizado, de los angloamericanos no existe en los mexicanos. Ese poderoso ingrediente que moviliza a los hombres a enfrentar el peligro en nombre de una fuerza que los trasciende no aparece en ningún momento en las crónicas de los que vienen del altiplano. Éstos no son los colonizadores o los futuros colonizadores. Son oficiales del ejército o personas que los acompañan y que, de antemano, saben que regresarán a su patria chica, aquélla de la que se despiden al cruzar el río Bravo para internarse en Texas, como lo hizo Sánchez. Han acudido al septentrión para rendir un informe oficial, aun si a veces escapan a la rigidez impuesta por ese género de escritos y dan rienda suelta al sentimiento. Han hecho el viaje a una frontera que hay que resguardar, no empujar como en el caso de los anglos, y con el objeto, asimismo, de proponer estrategias efectivas de protección de dicha frontera (sumisión o exterminio de los indios, fortalecimiento de los presidios, colonización con mexicanos o con extranjeros católicos, etc.). En fin, no es un móvil religioso ni una codicia de enriquecimiento que, como ya dijimos, no están divorciados en el puritanismo. Es un objetivo político–estratégico lo que los lleva tan lejos hacia el norte.

Manuel Payno va hacia esas latitudes con otros fines, y sus crónicas escritas cuando ya Texas era república resultan ser un ensayo pionero de nacionalismo,16 junto con Mañanas de la Alameda de México escrita por Carlos María de Bustamante en 1835. Payno no desprecia el norte ya algo encogido, aunque ciertamente no siempre parece complacido por estar en él. Más bien lo considera habitable y concibe su prosperidad futura, pero no encuentra ningún hilo afectivo que lo pudiera ligar al norte. En suma, ¡quien llama desierto a un territorio no puede llegar a encariñarse con él ni poéticamente!

El septentrión visto por los anglos contrasta notablemente con lo que se dice de él desde el México central. La estigmatización de ese territorio da continuidad a toda la cauda mitológica tejida desde los años coloniales. Es, desde esa perspectiva, "el revés de la nación" (Serje, 2005), una nación confinada al México central. Como lo describimos escuetamente con la poesía decimonónica, el colibrí frente al ave de rapiña y a la serpiente venenosa.

Volvamos a la pregunta de Nettie Lee Benson, aun si nuestra respuesta será parcial. ¿Por qué entonces si los informes que los comisionados remitían a la ciudad de México eran alentadores, no hubo durante las primeras décadas de vida independiente esfuerzos sistemáticos por convertir al septentrión en parte integral de México? Desde nuestro punto de vista, esos informes y sus contenidos no lograron desplazar o sustituir genuinas representaciones territoriales forjadas con mucha anterioridad. Su impermeabilidad a los informes que llegaban de los viajeros o a los cambios procesados en los confines del país revela la fuerza que aquéllas poseían en el imaginario de las elites centrales. Chihuahua y Durango, por ejemplo, estaban lejos de ser deshabitadas a mediados del siglo XIX y, sin embargo, seguían siendo llamados "desiertos". Vale decir, los informes no cristalizaron en la creación de una realidad común, de acuerdo con la definición de representación que hemos adoptado, sino que quedaron confinadas al repertorio de imágenes individuales que no tuvieron la fuerza o no hallaron la circunstancia favorable para confrontarse con las representaciones enraizadas sólidamente en el imaginario colectivo de los habitantes del Anáhuac.

 

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NOTAS

1 Éstas han sido objeto de un estudio más exhaustivo en Rajchenberg y Héau–Lambert, 2005a; 2005b; 2007, 2008a y 2008b.

2 "Desde una interpretación turneriana, hay que admitir que la frontera Norte –o cualquier otra frontera– no ejerció sobre España ni sobre la cultura nacional mexicana una influencia ni remotamente parecida a la que tuvo, o parece que tuvo, la American Frontier en la formación de los Estados Unidos" (Jiménez, 2006: 456–457).

3 Incluso actualmente, dice un autor, "el héroe político de Texas debe liberar al pueblo de una variedad de fuerzas diabólicas" (Cuthberston, 1986: 176).

4 "But from these immense prairies may arise one great advantage to the United States, viz: The restriction of our population to some certain limits, and thereby a continuation of our union" (Ronda, 1996: 222).

5 Años después, Sam Houston adoptaría la misma postura: "La esperanza de obtener por medio de la guerra la paz es esperanza vana. Es mejor estimularlos que humillarlos. Ninguna de estas cosas podemos con la esperanza de exterminarlos" (Nettie Lee Benson Latin American Collection, cols. Valentín Gómez Farías, Hernández y Dávalos, University of Texas of Austin, doc. 5154, 20 de diciembre de 1842).

6 "Texas no longer belongs to the wilderness".

7 Aunque no es nuestro propósito evaluar la precisión o distorsión de las observaciones de Austin respecto a una realidad geográfica exterior a la subjetividad, cabe notar su similitud con las que recoge el diario de viaje del general Mier y Terán en 1827: "El 28 de julio entramos al presidio de Laredo, uno de los más tristes de los estados de Oriente. Hacía catorce días que vegetábamos por inmensos desiertos [...]. No sólo el aspecto de la superficie de la tierra es desagradable; pero la falta de montañas, de grandes bosques y aun de aves, son otras tantas causas capaces de hacer detestar la soledad de estos países" (Berlandier y Chovell, 1989: 135).

8 Sobre la barbarie atribuida a los indios del norte y las diversas formas de su caracterización, existe una vasta bibliografía. Entre muchos otros, véanse Chávez, 2003; Hers, 2000, y Salas Quintanal y Pérez Taylor, 2004.

9 Elites, puesto que la población alfabetizada no rebasaba porcentajes ínfimos.

10 La autoría de la expresión corresponde, por supuesto, a Benedict Anderson.

11 "En las antípodas del criterio de una frontier progresiva [...] la conquista española fue una frenética cabalgata por un continente inmenso, atravesando ríos, selvas, montañas, de un espacio cercano a los diez mil kilómetros, dejando a su paso una ringlera de ciudades, prácticamente incomunicadas y aisladas en el inmenso vacío americano" (Rama, 1984: 22).

12 "Some contemporaries questioned whether Mexico existed as a notion or whether it was simply a collection of semiautonomous provinces" (Weber, 1987: 114).

13 A manera de ejemplo, son interesantes las cartas que envían en 1851 los habitantes de Mulegé y de San José del Cabo al presidente de la república. En ellas afirman su voluntad de seguir conservando "nuestra nacionalidad y la religión que heredamos de nuestros padres. Queremos ser mexicanos". También aseguran a "nuestros hermanos de la nación mexicana", su orgullo de "llevar el nombre de buenos mexicanos" (Terrazas, 1995: 75 [el subrayado es nuestro]). Pero era 1851 y había sido ya firmado el Tratado de Guadalupe–Hidalgo, ¡el desencadenador de los sentimientos nacionalistas!

14 Decía Ignacio Altamirano que "las gentes [sic] de las antiguas provincias centrales hablaban de México como nosotros hablamos hoy de Pekín o de Singapur" (Altamirano, 2002: 109).

15 "Si se deja a los bárbaros continuar sus asesinatos y robos concluirán con el país y después con el ausilio de los Anglo–Americanos se irán sensiblemente internando hasta los Estados del centro" (Almonte, cit. en Gutiérrez Ibarra, 1987: 15).

16 Ésta es la dimensión de los escritos de Payno puesta de relieve por Álvaro Matute en el prólogo a la obra del primero que hemos citado.

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