Introducción1
Tijuana, ubicada en la frontera noroeste de México, colinda con Estados Unidos y con el océano Pacífico. En la última década, ha cobrado importancia como lugar de espera para miles de personas que son expulsadas de Estados Unidos como consecuencia de la deportación o de la huida para evitar que eso ocurra. En el fenómeno de los desplazamientos forzados de norte a sur ya no existe la imagen heroica del emigrante, sino una imagen deteriorada que subraya el fracaso de la travesía para alcanzar el sueño americano.
Si bien el fenómeno de las deportaciones no es una novedad en la historia de la migración mexicana a Estados Unidos, el contexto y las condiciones en que éstas se efectúan sí lo son. En 2011 el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) de Estados Unidos registró la cifra más alta de personas deportadas bajo una orden de retiro desde el interior del país (más de 293 000) (DHS, 2011, cit. en Izcara y Andrade, 2015). De acuerdo con la Encuesta sobre Migración en la Frontera Norte de México (Emif, 2013), el 22 por ciento del total de personas deportadas (65 894) tenían más de un año de residencia en Estados Unidos, mientras que casi 23 000 personas declararon haber pasado más de diez años de vida allá (Emif, 2013). De acuerdo con Golash-Boza y Hondagneu-Sotelo (2013), entre el 85 y el 90 por ciento de estas expulsiones han sido ejecutadas contra hombres latinos con lazos afectivos cercanos en Estados Unidos, lo cual ha generado crisis en las familias y comunidades latinas de aquel país. Por estas razones, es comprensible que no todos los expulsados regresen inmediatamente a su lugar de origen, sino que se estacionen en las ciudades fronterizas para intentar un nuevo cruce o mantener la cercanía con sus familiares.
Los habitantes de las ciudades fronterizas, las instituciones y las propias asociaciones de atención a los migrantes han resentido esta situación. Una constante en la investigación de campo fueron las historias de rechazo o desconfianza vividas por las personas expulsadas a México, quienes relatan que cuando algunos habitantes de las ciudades fronterizas se enteran de que han sido deportados, les rehúyen, les niegan la posibilidad de ser empleados o el acceso a ciertos servicios. Esta apreciación se refuerza en los medios de comunicación y en los discursos de las autoridades de gobierno, que constantemente contribuyen a que se asocie a los deportados con la criminalidad y el peligro.
Parecería entonces que, en Tijuana, la categoría social de "deportado" se vincula con problemas de seguridad pública, como crimen y drogadicción, a la vez que evoca discursos de solidaridad y compasión. En definitiva, la imagen de antaño del hombre y la mujer sacrificados que van en busca del "sueño americano" ofreciendo su trabajo y envían remesas a México ya no corresponde con la imagen de estos, en su mayoría hombres, expulsados por faltas administrativas y otros delitos que se penalizaron con cárcel, y que ahora se encuentran sucios, deambulando por la ciudad, al amparo de la caridad y añorando a una familia que no parece responder a su necesidad de recursos económicos y afectivos.
En este artículo se analiza la construcción del estigma del deportado desde dos perspectivas: la primera, los discursos y prácticas de los funcionarios públicos y los medios de comunicación; la segunda, la narrativa que emerge de la subjetividad o vivencia de las personas que experimentan tal expulsión, quienes por distintas circunstancias se asentaron en condiciones de extrema precariedad en el último resquicio de Tijuana, entre la valla fronteriza y las zonas norte y centro de la ciudad, lugar conocido como El Bordo de la canalización del río Tijuana (véase Mapa 1). Es importante aclarar que nuestro estudio se enfoca en un tipo de deportado cuya característica principal es vivir en la calle aunque, en su estancia en la ciudad, haya transitado por algunos albergues.
Fuente: Google, <https://www.google.com.mx/maps/place/Tijuana,+B.C./@32.5332416,-117.0284217,14z>, s. f., captura del 4 de febrero de 2016.
La hipótesis es que la deportación es un hecho administrativo que se suma o detona la tragedia ya patente en la condición de no ciudadanos (indocumentados) en Estados Unidos, tanto a nivel personal como familiar y comunitario. Una vez en México, el proceso de estigmatización que ya enfrentaban se agudiza al teñirse de imágenes contradictorias y siempre excluyentes: se les observa como potencialmente sospechosos de delinquir o como seres caídos en desgracia. Ambas fuerzas parecen tener como nudo simbólico el fracaso de la odisea migratoria y la experiencia de la persecución.
En términos metodológicos, este artículo se basa en investigación de campo realizada en diferentes momentos en confluencia de proyectos con población residente en El Bordo en el periodo de 2008 a 2015 (Velasco y Contreras, 2011; Velasco y Albicker, 2013; Albicker, 2014; Contreras-Velasco, 2016); sin embargo, la fuente principal del artículo es la investigación sobre El Bordo, reportada en Albicker (2014) y Velasco y Albicker (2013), la cual se desarrolló en tres fases: primera, observación participante en los meses de junio y julio de 2013, en el desayunador "Padre Chava" de adscripción salesiana y con dieciséis años de servicio, aledaño a El Bordo, donde fue posible detectar la distribución de la población, sus rutinas y espacios en la ciudad, así como sus principales dificultades y problemáticas; segunda, observación sistemática y aplicación de una encuesta sociodemográfica a 401 personas residentes en El Bordo del 16 de agosto al 15 de septiembre de 2013; por último, preparación de doce relatos de vida sobre la deportación y la vida en El Bordo, los cuales fueron realizados de septiembre de 2013 y febrero de 2015, pocos días antes de ser desalojados.
Cabe señalar que la población habitante de El Bordo fue expulsada mediante un operativo policiaco en marzo de 2015. A pesar de las peticiones de distintos miembros de la sociedad civil, actualmente no se cuenta con un reporte del gobierno municipal que informe dónde se encuentran los residentes de El Bordo, sitio que permanece vigilado por la policía las veinticuatro horas para evitar la reinstalación.
A continuación, se presenta el contexto fronterizo que enmarca la relación entre la experiencia de la deportación y la vida en El Bordo. En este punto se describe dicho espacio físico en el contexto de la ciudad de Tijuana. Después, se analiza el estigma de la deportación en su doble filo: desde las principales imágenes producidas por el discurso y las prácticas de funcionarios públicos y medios de comunicación, y desde la propia construcción narrativa de su condición de deportación y vida en la calle.
Deportación, frontera y vida en la calle en Tijuana
En 2010, Tijuana era la ciudad más poblada de Baja California y de la región fronteriza, con 1 559 683 habitantes (INEGI, 2010). Escenifica la fuerte asimetría económica y política entre México y Estados Unidos, pues colinda con San Diego, California. A la luz de las corrientes de inmigrantes, principalmente provenientes del centro y sur del país, en las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo XX, la ciudad creció a un ritmo más acelerado (el 10.9 por ciento) que otras ciudades del país (Ybáñez y Alarcón, 2007).
En los noventa, fue el área de cruce hacia Estados Unidos de cerca del 50 por ciento de los migrantes indocumentados, situación que cambió en las últimas décadas con el desplazamiento de esta migración hacia el este de la frontera como resultado de las operaciones de control fronterizo por parte de Estados Unidos. A la vez, el volumen general de las deportaciones por la ciudad ha disminuido. En 2006, las realizadas por la frontera San Diego-Tijuana representaron el 24 por ciento de toda la frontera y, en 2012, el 17 por ciento (Emif, 2011 y 2012); sin embargo, como se mencionó, se han incrementado las deportaciones desde Estados Unidos a través de esta ciudad.
El estudio de la yuxtaposición entre la condición de deportados y la vida en la calle, en una ciudad fronteriza como ésta, dialoga con los estudios sobre movilidad transfronteriza y su relación con los procesos de diferenciación y jerarquización social en la frontera México-Estados Unidos abordados por Núñez y Heyman (2007), Trápaga (2009) y Correa-Cabrera y Staudt (2014). Dado lo reciente de las deporta ciones masivas, se cuenta con menos reflexión académica sobre este fenómeno, en particular de los deportados en situación de calle. Algunos estudios tocan tangencialmente el tema enfocándose en el incremento de los deportados en los albergues antes habitados por migrantes en tránsito y la criminalización de la que han sido objeto (Moreno, 2000; Alarcón y Becerra, 2012) o bien en la separación familiar, sobre todo en el caso de las madres deportadas que llegan a los albergues de Tijuana (Ruiz, 2014).
En gran medida, los estudios realizados en los albergues confirman la condición de migrantes y expulsados; sin embargo, quedan fuera de ese mundo institucional los deportados que por alguna razón se quedan en la calle. Tal enfoque metodológico dificulta observar a los habitantes de El Bordo como una expresión más de las expulsiones de Estados Unidos y pensarlos como personas que fueron inmigrantes en ese país al igual que los que viven en albergues o han regresado a los lugares donde nacieron. Por lo anterior nos parece importante estudiar, ampliamente, los efectos sobre los seres humanos de una política migratoria de expulsión, esto articulado con la asimetría fronteriza entre ambos países, no sólo en términos económicos sino también políticos.
La condición de indocumentados, o bien de residentes que, por cometer alguna falta, fueron expulsados, ubica a los habitantes de El Bordo en el escenario de las deportaciones masivas de los últimos años. Hay evidencia documental de que en la última década se incrementaron las deportaciones de personas que residieron en Estados Unidos incluso durante décadas. En 2013, el 66 por ciento de los deportados que indicaron haber vivido en Estados Unidos señalaron tener al menos un hijo allá y, el 83 por ciento, que contaba con un empleo (Emif, 2013). Estos indicadores dan cuenta de una vida construida en aquel país y permiten entender la dificultad de la reinserción en un lugar distinto al que consideraban su hogar.
En 2013, se registraron 46 875 deportaciones vía Tijuana (Unidad de Política Migratoria, 2013). En esta ciudad, las organizaciones religiosas y de la sociedad civil son quienes en mayor medida se encargan de brindar apoyo en forma de albergue, alimentación, vestido y atención a la salud que requieren los deportados. Por su parte, el gobierno federal, a través del Programa de Repatriación Humana (PRH), detecta las necesidades de los migrantes devueltos y los canaliza a las distintas instancias gubernamentales y de la sociedad civil que participan en los comités de ayuda a los repatriados; sin embargo, su alcance es limitado y reactivo, por lo que no es capaz de aminorar los riesgos que la población migrante enfrenta una vez que se encuentra en la ciudad (López Acle, 2012: 106). Por otro lado, y de acuerdo con sus propios datos, el gobierno municipal únicamente apoya en el traslado de los repatriados a los centros de atención de la sociedad civil (XX Ayuntamiento de Tijuana, 2012: 42).
Aquellos migrantes que agotaron los apoyos de la sociedad civil y del gobierno, por lo general se concentran en las zonas centro y norte de Tijuana, desde donde puede observarse Estados Unidos. En la complejidad de estos espacios se ubican restaurantes, hoteles, bares y cantinas donde convergen personas que buscan diversión con baile, alcohol, drogas y prostitución. Los migrantes que cuentan con recursos monetarios pueden instalarse en los hoteles o en cuarterías de estas zonas; sin embargo, al agotarse esos recursos deben acudir a los precarios albergues y centros de acogida que por quince pesos les permiten cenar, dormir y asearse.
Conforme avanza el tiempo, varios de ellos encuentran difícil conseguir un empleo que les permita ubicarse en la ciudad, por lo que cada vez les cuesta más trabajo reunir el mínimo dinero necesario para el sustento diario. En pocos días, se encuentran viviendo en la calle, sustentándose a veces de la caridad y de pequeños trabajos informales y precarios que les impiden obtener los recursos necesarios para conseguir una vivienda. Al mismo tiempo, deben lidiar con la persecución sistemática de los agentes de la policía municipal, quienes constantemente cometen abusos en su contra.
La vida en El Bordo: al filo de los sueños rotos
El Bordo como el último resquicio de Tijuana
La canalización del río Tijuana fue el proyecto urbano más ambicioso del siglo XX y la primera de sus tres etapas inició en los años setenta. El objetivo fue canalizar el río desde la presa Abelardo Rodríguez hasta la línea fronteriza con Estados Unidos. Históricamente el lecho de este río ha sido un lugar de asentamientos precarios que han sido desalojados en varios momentos. Primero, fue sede de un grupo de deportados en la época de la Gran depresión estadunidense en la tercera década del siglo XX (Piñera, 1983: 235); luego, lugar de asentamiento de población inmigrante en el periodo de urbanización intensa de la ciudad en los setenta, también del siglo XX (Valenzuela, 1991: 48-49). En ambos casos, estas personas fueron desalojadas y reubicadas. El argumento para el segundo desalojo fue que se llevaría a cabo la canalización matizado con un discurso sobre la imagen de limpieza de la ciudad (Valenzuela, 1991); sin embargo, la obra escasamente posee agua, por lo que constituye un espacio de circulación y asentamiento de personas.
El espacio conocido popularmente como El Bordo está concentrado en los primeros dos kilómetros de la canalización del río Tijuana desde la línea fronteriza, por lo que sus habitantes conviven cotidianamente con los oficiales de la Patrulla Fronteriza que merodean la zona, así como con otros dispositivos de seguridad que Estados Unidos ha implementado para evitar el cruce indocumentado.
El Mapa 2 señala con estrellas la zona de El Bordo, en la primera parte de la canalización del río Tijuana, donde está asentada la población sujeto de este artículo. La línea continua señala la línea fronteriza que se desplaza de un lado a otro de la canalización y la llave señala el puente para llegar a la garita mexicana (El Chaparral), donde los oficiales de migración estadunidenses entregan a las personas deportadas a las autoridades de migración mexicanas.
Fuente: Elaboración propia con base en una fotografía de Alfonso Caraveo, 2013, El Colegio de la Frontera Norte.
La zona de El Bordo tiene una ubicación estratégica ya que está a pasos de la garita de deportación, del centro, de la zona comercial más moderna de Tijuana y está en medio de la bonanza comercial de ambas ciudades fronterizas; sin embargo, no es tocado por ninguna. Los pobladores de este espacio de precariedad y los residentes de Tijuana se observan mutuamente y tienen encuentros constantes debido a la mendicidad o a que muchos se ofrecen a limpiar los autos que transitan por la zona. Ejemplo de esta separación es el testimonio de un usuario del centro comercial, quien, en una entrevista para una nota informativa, señaló "que al momento no ha sido intimidado por ningún indigente, ya que si se los ve es del lado del puente peatonal localizado sobre la canalización del río Tijuana" (Pérez, 2014). Así, la estigmatización supone una segregación tácita de los espacios en los que estas personas se mueven, logrando que cada quien se circunscriba al lugar que socialmente le corresponde.
Las incursiones de los residentes de El Bordo en la ciudad, en las vías estratégicas de circulación o rumbo al cruce internacional de la garita de San Ysidro son constantemente contenidas por la policía o por cercos metálicos. De hecho, en agosto de 2013, fue construida por el gobierno local una valla paralela a la barda fronteriza con Estados Unidos con el objetivo de evitar que quienes habitan en este sitio crucen la vía rápida, incrementando su segregación (Camarillo, 2013). Dicha medida afianzó en la ciudad la imagen de presunta peligrosidad de esa población.
En su interior, El Bordo está organizado en espacios que a su vez se diferencian por el tipo de residencias; existen los "ñongos" que son construcciones a base de lámina, cartón, tela y otros desechos sólidos, que simulan casitas de campaña; los hoyos son excavaciones en la tierra capaces de albergar a más de diez personas; las alcantarillas de la ciudad que desembocan en El Bordo, así como varios puentes peatonales y vehiculares que atraviesan la canalización (Velasco y Albicker, 2013).
¿Quiénes son los habitantes de El Bordo?
Según estimaciones de la Encuesta a la Población Residente en El Bordo, en este espacio habitan entre setecientas y mil personas, de las cuales el 91 por ciento fueron deportadas a México; el 96 por ciento son hombres; el 67 por ciento tiene hijos y su edad promedio es de cuarenta años (Velasco y Albicker, 2013). Llama la atención que la vida en ese lugar es un fenómeno preponderantemente masculino, y las pocas mujeres que ahí se encuentran suelen estar allí porque son compañeras de algu nos hombres o acuden a visitar amigos o a consumir algunas de las drogas allí comercializadas.
Los testimonios femeninos y masculinos hacen pensar en un ambiente interno hostil asociado a la condición de género de las mujeres que viven en El Bordo, de tal forma que el estigma se intersecta con su condición femenina y escuchamos comentarios como: "¿Qué hace una mujer en un lugar así?". En una de las visitas, dos de los jóvenes encuestadores escucharon a una mujer que gritaba que la habían violado. Al preguntar a otros residentes del lugar sobre el evento, ellos lo negaron diciendo que la mujer mentía y no le dieron importancia. Más tarde, entró una patrulla de la policía municipal y se la llevaron. En pláticas informales, los hombres hablaban de las ventajas que una mujer tenía en El Bordo para conseguir droga. Por ejemplo, Román mencionó: "Las mujeres no tienen dificultades para conseguir lo que quieren porque cuentan con una chequera" e hizo una seña con las manos para simular una vagina (Román, entrevista, 2016).
La violencia simbólica contenida en esos comentarios y las narraciones sobre la violencia física contra las mujeres, a través de las violaciones, hacen pensar que el estigma contra las residentes en El Bordo pasa por la moral sexual y la violencia de género con la que se construye tanto lo femenino como lo masculino. No contamos con información de campo suficiente para profundizar en el análisis de las relaciones de género de los habitantes de El Bordo, por lo que nos referimos a la construcción del estigma de esa población en general; aunque, sin duda es importante ahondar sobre quiénes son las mujeres deportadas que quedan en situación de calle.
Siguiendo con el perfil de los habitantes de El Bordo, se sabe también que, a pesar de ser ciudadanos mexicanos, el 72.6 por ciento no cuenta con ningún documento de identidad (Velasco y Albicker, 2013). En cuanto al nivel de escolaridad, llama la atención que registran un promedio de años de estudio similar al de los habitantes de Tijuana (el 24.3 por ciento y el 24.5 por ciento en preparatoria, respectivamente); sin embargo, su nivel educativo resulta superior al del resto de deportados por Tijuana. En este mismo tenor, el 52.4 por ciento de los habitantes de El Bordo tiene conocimientos de inglés, mientras que el 6.7 por ciento habla o entiende alguna lengua indígena (Velasco y Albicker, 2013).
Por otro lado, la mencionada encuesta encontró que la mayoría son originarios de Baja California, Sinaloa, Jalisco, Aguascalientes, Michoacán y Guerrero. Mientras que el 22 por ciento tenía cinco años o menos viviendo en Estados Unidos, el 38 por ciento entre seis y quince, el 33 por ciento entre dieciséis y treinta y cinco y casi el 7 por ciento más de treinta y seis años (Velasco y Albicker, 2013).
California es el lugar de procedencia del 67 por ciento de los deportados que allí viven (Velasco y Albicker, 2013). La conexión entre Los Ángeles, ubicada a tres horas en auto de la frontera sur de Estados Unidos, y Tijuana parece clara en los datos de la encuesta y en las entrevistas realizadas con algunos residentes de El Bordo. Las redes familiares transfronterizas entre estas dos ciudades son intensas, con intercambios culturales fluidos que van más allá de lo que se puede llamar "el periodo de la frontera cerrada después de 2011" (Dear, 2013). El 72.6 por ciento de los entrevistados dijo provenir de Los Ángeles y su zona conurbada (Velasco y Albicker, 2013), lo cual coincide con el patrón de flujo general de deportados en el mismo año (Emif, 2013, en Velasco y Coubès, 2013) y señala una conexión social fuerte entre ciudades. Asimismo, la importancia de Baja California como lugar de nacimiento entre la población que habita en El Bordo da cuenta de su pertenencia a un sector fronterizo con fuertes redes familiares en ambos lados de la línea.
Casi la mitad de los residentes vivieron la deportación y su instalación en El Bordo en tiempo reciente: el 55.4 por ciento expresó haber sido deportado en los últimos cuatro años y el 42.6 por ciento señaló llevar menos de un año viviendo en el canal (Velasco y Albicker, 2013); no obstante, hay un grupo numeroso con más de cuatro años de haber sido deportado y que ha pasado un tiempo mayor viviendo en este espacio; incluso, algunos de ellos se instalaron en los años noventa y han reintentado entrar a Estados Unidos varias veces sin éxito.
La mayoría de los habitantes de El Bordo tiene trabajos sumamente precarios. Muchos se levantan temprano para ir a descargar y limpiar fruta y verdura en el mercado local (el 20.4 por ciento), otros se dedican al reciclaje, la venta ambulante y otros oficios (el 44.4 por ciento), también en las mañanas. Unos más (el 4.4 por ciento) tienen horarios variados que se ajustan al flujo vehicular, ya que se dedican a limpiar parabrisas en las filas de autos que esperan cruzar la garita de San Ysidro. Los que no trabajan y sólo piden dinero son la minoría (el 9.5 por ciento) (Velasco y Albicker, 2013).
Durante los recorridos vespertinos por El Bordo, fue común observar jeringas tiradas en el piso y personas usando algún tipo de droga. Estos hallazgos coinciden con los datos de la encuesta, según la cual en este espacio se consumen principalmente heroína, cristal y marihuana (el 69 por ciento). Aunque la gran mayoría inició esta práctica en Estados Unidos, por lo común durante la adolescencia, llama en particular la atención que el 20 por ciento inició su consumo en El Bordo (Velasco y Albicker, 2013).
Para los encuestados, habitar allí es soportable mientras sea visto como un lugar de paso o temporal (el 38 por ciento), en el que permanecerán hasta que logren reingresar a Estados Unidos para reunirse con sus familias y recuperar sus trabajos. Quienes reconocen que Estados Unidos es un territorio que les es negado, y tampoco cuentan con ningún arraigo en México, desean establecerse en Tijuana y encontrar allí un trabajo (el 33.6 por ciento) (Velasco y Albicker, 2013); sin embargo, no cuentan con las herramientas y oportunidades para ello. Es importante mencionar la ambivalencia de este lugar como espacio de exclusión, a la vez que refugio y comunidad para los excluidos, pues en el trabajo de campo se encontró que varias personas duermen en los albergues, pero van a El Bordo a pasar el día, pues ahí encuentran a sus pares, otros excluidos en condiciones similares.
Vivir la deportación: nuevamente indocumentados
En párrafos anteriores se mencionó que la mayoría de las personas que viven en El Bordo fueron deportadas después de residir en ciudades de California. Otra encuesta más reciente, realizada en el desayunador salesiano "Padre Chava", encontró que el 16 por ciento de sus comensales proviene de este espacio (Coubès et al., 2015). Este desayunador brinda alimentación a cerca de setecientas personas con casa y sin casa en la ciudad; no obstante, llama la atención que, al igual que los habitantes de El Bordo, su condición es la de "retornados" de Estados Unidos, ya que el 74 por ciento regresó a México como deportado (el 83 por ciento). De esta población, la tercera parte fue expulsada por no tener documentos migratorios (el 34 por ciento), otro tanto (el 28 por ciento) por delitos no significativos (multas de tránsito o problemas vecinales) o bien delitos menores significativos (el 33 por ciento) y sólo un 5 por ciento por delitos graves (Coubès et al. 2015).
Estos datos coinciden con las experiencias narradas por personas que viven o han vivido en El Bordo en los últimos cinco años y que constituyen nuestros casos de estudio. Algunos fueron detenidos y deportados por no tener documentos migratorios y otros fueron enjuiciados por algún delito y luego deportados desde alguna cárcel. El Cuadro 1 muestra su condición común de deportación en los últimos años. Llama la atención que seis de los doce entrevistados salieron por primera vez de sus lugares de origen a principios de los ochenta; nueve fueron deportados por última vez entre 2010 y 2013, lo cual corresponde al periodo de mayores deportaciones. Tres de los doce entrevistados llevan más de diez años en El Bordo, dos de ellos entre uno y tres, y el resto menos de uno. Su edad promedio es de treinta y nueve años, pero sus lugares de origen y escolaridad son sumamente variados.
Fuente: Elaboración propia con base en trabajo de campo. Véase Albicker (2014), Velasco y Albicker (2013), y Velasco (2015).
* Vivió en El Bordo hasta su muerte en 2012.
Según Genova (2002), la deportabilidad conlleva la posibilidad de que una persona sin documentos pueda ser expulsada en cualquier momento; sin embargo, desde el punto de vista del afectado siempre existe la otra posibilidad, la de quedarse siempre, como fantasía o ilusión. Varios de los entrevistados llegaron desde pequeños a Estados Unidos y vivieron sin documentos o sin realizar los trámites pertinentes para obtener su ciudadanía durante décadas.
Julián había vivido toda su vida en Estados Unidos, ya que sus abuelos lo llevaron a ese país cuando tenía cinco meses de edad y lo deportaron hace cinco años. Menciona que se desesperó y se dijo: "Dios mío, pero dime, ¿por qué me haces esto? ¿Por qué estoy en un país que supuestamente es mío, pero en el que no entiendo nada?" (Julián, entrevista, 2015). En Estados Unidos trabajaba como comentarista de deportes para diversos periódicos y "todo se vino abajo" cuando fue detenido por la policía por manejar en estado de ebriedad. Lo enviaron dos años a la cárcel y luego lo deportaron por Tijuana. No posee ninguna identificación, por lo que agentes de la policía municipal lo han detenido en dos ocasiones. Al preguntarle por qué nunca arregló su situación migratoria en Estados Unidos, su respuesta fue: "Por desidia, ¿para qué?" (Julián, entrevista, 2015). Y así se les pasa la vida a millones de personas que creen que nunca serán deportadas.
Agustín tuvo la oportunidad de regularizar su situación, pues su esposa es ciudadana estadunidense; no obstante, nunca se decidió a hacerlo: "Ya ves cómo es uno de mexicano, ¡bien machista! Yo siempre le decía: 'Yo siempre voy a pasar por el cerro, no ocupo papeles', porque lo que tiene ella es que cuando ya se pelea uno o cualquier cosa, te puede decir: 'Te voy a quitar los papeles', entonces le dije: 'No, mejor no quiero nada'" (Agustín, entrevista, 2013).
A pesar de ello y aunque no podía abrir una cuenta bancaria ni comprar una casa, Agustín manifiesta que su condición de indocumentado no le acarreaba ningún problema, por lo que no tenía temor de ser deportado; en este sentido, para él y su familia su detención y posterior deportación por conducir ebrio fueron una sorpresa: "Pues sí estábamos conscientes de que cualquier cosa sí podía pasar un día de éstos, pero nunca pensé que pasara. Ya cuando menos piensas ya pasaron las cosas" (Agustín, entrevista, 2013). El sistema migratorio cuenta con la expectativa de quien cree que "nunca le pasará" para el funcionamiento del sistema de jerarquías sociales, donde los que no tienen documentos o no son ciudadanos se encuentran en el estrato inferior.
Estas experiencias contrastan con otras de inmigrantes indocumentados. Por ejemplo, los trabajadores agrícolas de California y Baja California, cuya movilidad está muy acotada a los campamentos o viven en los cerros escondidos sin poder transitar por la ciudad por miedo a ser detenidos.
El estigma de la deportación: el fracaso de la travesía migratoria
Para Goffman, el estigma es una situación o una condición antes que un proceso (1963); sin embargo, constantemente alude al tema de la aceptación por parte de los otros, que permite al individuo flotar en las aguas de lo que socialmente se entiende como normal. Dado que tiene que ver con la interacción, el tema del reconocimiento corre por el cauce de las relaciones sociales. En este trabajo se presenta y aplica una adaptación del concepto de estigma del mencionado autor, al definirlo como un proceso relacional de atribución de un valor a otra persona a partir de características específicas que lo desacreditan o lo vuelven susceptible de descrédito en relaciones sociales específicas. Como proceso relacional, se construye siempre en la interacción situacional específica, en donde confluyen diversas narrativas estigmatizadoras que adquieren fuerza y presencia gracias a los discursos que circulan en la tradición oral, en la música, en los discursos gubernamentales o bien en los medios de comunicación. Siguiendo a Berger y Luckman (1993), en esos discursos se objetiva el estigma en marcas sociales específicas que a la vez subjetivan a los sujetos.
En este artículo es posible distinguir dos formas narrativas del estigma que provienen de agentes externos a las personas que han padecido la deportación y viven en la calle: los medios de comunicación y las autoridades gubernamentales. A continuación se analizan ambas narrativas que parecen coincidir en una visión criminalizadora de los deportados que se quedan en el espacio intersticial de El Bordo de Tijuana.
Criminalización y deportación: discursos y prácticas del gobierno y los medios de comunicación de la ciudad
La prueba más reciente del trato a los residentes de El Bordo como criminales es la ausencia de un informe sobre su expulsión el 1° de marzo de 2015. Un año y medio antes se había realizado otro desalojo que derivó en la creación de un campamento para deportados con el liderazgo de la organización Ángeles sin Fronteras. A fines de 2013, el campamento, ubicado en una plaza pública entre El Bordo y la zona norte de Tijuana, fue creciendo y alojando a una gran variedad de personas, no sólo exresidentes de El Bordo. El tema de las deportaciones y la vulnerabilidad de los expulsados se había convertido en un tema de debate público transfronterizo.
La transformación de las personas deportadas en adictos en el discurso público fortalece, avala y normaliza las prácticas de abuso contra los habitantes de El Bordo. Según la Encuesta a la Población Residente en El Bordo, más del 90 por ciento de los habitantes encuestados fue detenido al menos en una ocasión por policías municipales; de hecho, el 70 por ciento señaló haber sido arrestado al menos una vez a la semana. De acuerdo con el mismo estudio, estos deportados son detenidos arbitrariamente con argumentos tales como "no portar consigo ninguna identificación", "deambular por la ciudad", "encontrarse en una zona conflictiva" o simplemente por su vestimenta o aspecto físico. En la misma encuesta, el 44.4 por ciento de los habitantes de este espacio señaló haber recibido golpes por parte de los agentes de la policía municipal de Tijuana; asimismo, el 52.9 por ciento dijo haber sido víctimas de abuso verbal y el 33.2 por ciento declaró que estos agentes les robaron sus pertenencias o destruyeron sus documentos de identificación.
La estrategia de control, aislamiento, persecución y criminalización sistemática contra los habitantes de El Bordo contribuye a la generación de discursos y prácticas discriminatorias de los comerciantes y personas que se encuentran en las zonas centro y norte de la ciudad, quienes se apropian del discurso que sostiene que estos deportados generan inseguridad en este espacio.
Que las autoridades adjudiquen a dicha población migrante un perfil criminal genera un discurso que niega o anula la condición de migrante o deportado de quienes habitan en El Bordo. Al mismo tiempo, resalta aspectos que permiten la emergencia de una identidad deteriorada (por ejemplo, enfatiza que la mayoría consume drogas y afirma que por lo general se dedican a la mendicidad).
Por otro lado, los medios de comunicación también construyen una narrativa que parece nuclearse alrededor de la criminalización. El análisis de treinta y siete notas informativas, publicadas de marzo de 2013 a julio de 2014 por la prensa local y nacional, permite constatar la difusión de una imagen deteriorada tanto de los deportados que llegan a la ciudad como, específicamente, de los habitantes de El Bordo. Encabezados tales como "Deportados cometieron ocho asesinatos en Tijuana" (Chávez, 2013) y "Deportados secuestraban y asesinaban a migrantes" (Betanzos, 2014) subrayan la relación entre deportación y delitos; así, el estigma se construye al asociar la condición de deportado con prácticas criminales que advierten del potencial delictivo de los cientos de personas que cada día llegan a la ciudad.
El discurso estigmatizador que producen y reproducen los medios informativos homogeniza a la población que habita en El Bordo al imponer sobre todos ellos un pasado común que los asocia con el consumo de drogas, la pertenencia a pandillas y la estancia en cárceles en Estados Unidos. Según los redactores de las notas analizadas, la extrema precariedad en la que viven los habitantes de este espacio potencia su capacidad de cometer actos ilícitos. En este sentido, el pasado inscrito en el cuerpo es también motivo para la producción del estigma, por lo que el uso de tatuajes es signo de criminalidad y riesgo para la ciudadanía.
La concepción residual que generan estos discursos impide que los deportados y los habitantes de El Bordo sean reconocidos como personas, por lo que es socialmente permitido referirse a ellos con adjetivos que denotan suciedad, falta de arraigo y malas costumbres. Comúnmente, tanto el discurso de los medios de comunicación como el de los funcionarios asocia el acto de limpiar El Bordo con desalojar a sus habitantes; asimismo, las notas informativas y los comentarios que los usuarios de las redes sociales hacen sobre esta población están plagados de un lenguaje discriminatorio que concibe a estas personas como viles y despreciables.
Por otro lado, en los medios de comunicación, también existe un discurso que heroifica a los deportados, al concebirlos como capaces de sobrevivir a cualquier experiencia en la frontera con tal de regresar a vivir con la familia que dejaron en Es tados Unidos. Este discurso privilegia su identidad como padres, esposos y trabajadores; sin embargo, está fuertemente asociado con la idea de no permanecer en Tijuana porque su vida está "en otro lado", sea en Estados Unidos o en sus lugares de origen.
Hasta aquí se han delineado los grandes ejes narrativos que alimentan la criminalización de los residentes de El Bordo: la construcción narrativa del estigma esencializa a las personas en torno a atributos negativos y extiende la criminalización construida al otro lado por falta de documentos migratorios. Esta narrativa estructura no sólo la discusión pública sino también el proceso de subjetivación de los residentes de El Bordo, quienes se ven a sí mismos como indeseables, sin lugar en la ciudad de Tijuana aunque curiosamente en el centro de ella.
La construcción subjetiva del estigma: las marcas del fracaso
En el apartado anterior, se delinearon algunas de las fuerzas que definen la estigmatización de las personas que viven el entrecruzamiento de ser deportados y quedar en la calle. Su imagen no corresponde a la de los migrantes exitosos que regresan a México deslumbrando con su ropa nueva, regalos y autos.
En la voz de los funcionarios públicos y los medios de comunicación son sospechosos y culpables del fracaso que representa su deportación; por lo tanto, la falla no está en el sistema migratorio o en el funcionamiento de la sociedad, sino en la persona.
En este apartado se analiza cómo asumen e interiorizan esta imagen las mismas personas que viven tal entrecruzamiento. Según algunos estudiosos, quienes viven en la calle tienen una imagen deteriorada de sí mismos (Montecino, 2008: 337-348) debido a su situación de exclusión social (Bourgois, 2003: 31-40).
Para el análisis de la subjetivación del estigma se distinguieron algunas marcas surgidas desde los propios relatos y que en conjunto parecen articular dos formas na rrativas, no siempre coherentes, sobre el fracaso en la travesía migratoria: una, como violencia simbólica que acepta las marcas de la identidad deteriorada, las asume y se culpa; y la segunda, como resistencia a la etiquetación por parte de esos discursos denigrantes, con la reivindicación de otra imagen de sí mismos. Dada la condición masculina de los entrevistados, la narrativa del fracaso está ahondada por los mandatos de masculinidad, que exigen al hombre un mayor éxito vocacional y financiero, produciendo una sensación de inadecuación social cuando éste no se logra (Rokach, 2005: 100-109).
A continuación se describen y analizan los emblemas o marcas específicas tales como la vida en la calle, la suciedad, la vestimenta, la adicción a las drogas y la persecución. Al final se analizan las narrativas que dibujan este conjunto de marcas negativas.
Perder la casa: la vida en la calle
Ser deportado en Tijuana significa enfrentar una serie de atributos negativos asociados con la delincuencia y la criminalidad. Para aquellos deportados que son más vulnerables porque no cuentan con redes ni lazos afectivos en la ciudad (ni fuera de ella), vivir en estas condiciones implica la necesidad de construir nuevos lazos sociales, la ausencia de posibilidades de acceder a un empleo, la perpetuación de la adicción al alcohol y a las drogas, y el sufrimiento sistemático de abusos perpetrados por la policía municipal. Desde este contexto, algunos construyen sus identidades narrativas con base en la esperanza del futuro reingreso a Estados Unidos, mientras que otros no tienen claridad sobre el rumbo a seguir y unos más desean establecerse en esta frontera de manera permanente.
Ejemplo de ello es Leo quien, después de vivir sin documentos durante diez años, optó por regresar voluntariamente a México para visitar a su familia, pensando que el reingreso a Estados Unidos sería tan fácil como en el pasado; sin embargo, cuando en 2014 intentó cruzar por Reynosa, Tamaulipas, primero fue extorsionado por el crimen organizado y después detenido por la Patrulla Fronteriza. Se trasladó a Tijuana para buscar cruzar por otro punto, pero, al no lograrlo, comenzó a vivir en la calle, luego vio que había gente viviendo en El Bordo y ahí se instaló. Bajo uno de los puentes de la canalización, relataba que su esperanza era poder encontrar el perdón del sistema migratorio estadunidense para así regresar al país en el que trabajaba y vivía (Leo, entrevista, 2015). Él no consume alcohol ni droga alguna.
Otro caso es el de José (entrevista, 2013), quien es originario de Mexicali, Baja California, tiene cincuentaiún años y estuvo más de treintaiún en una prisión de alta segu ridad en California. Luego de que en 2010 fue deportado, se trasladó hacia Mexicali, de donde es oriundo, pero su familia no lo apoyó, por lo que tuvo que regresar a Tijuana. Una vez en esta ciudad, se encontró con algunos de sus compañeros de prisión, quienes lo llevaron a vivir con ellos a El Bordo, lugar que él compara con los puentes de la ciudad de Los Ángeles, adonde iba cuando era joven para consumir drogas y estar con sus amigos. Hasta la fecha de la entrevista, José consumía metadona como paliativo a la ausencia de heroína.
Por su parte, Julio llegó a Tijuana en 1994: primero se quedó en un hotel y con un grupo de amigos se dedicaba a descargar carbón en el mercado de la ciudad, pero el dinero se fue terminando por lo que comenzó a dormir con amigos y cuando los recur sos económicos se agotaron por completo, se mudó al El Bordo (Julio, entrevista, 2013).
Otro caso es el de Julián (entrevista, 2015), quien en 1975, siendo muy pequeño, migró a Pasadena, California. Cuando fue expulsado de Estados Unidos, su esposa y su suegra (ambas ciudadanas estadunidenses) se mudaron a Tijuana para estar con él; sin embargo, luego de una crisis matrimonial ellas regresaron al Norte y él se quedó en la calle, ya que no tenía trabajo y su esposa era la que recibía el seguro de desempleo de Estados Unidos. Durante su juventud, Julián consumió crack y formó parte de pandillas, ahora señala que se ha convertido al cristianismo. De acuerdo con su narrativa, vive en El Bordo porque su misión es salvar a sus compañeros. Para Julián, este resquicio tijuanense no es un lugar carente de sentido, como lo podría ser cualquier espacio de la calle, sino es más bien un refugio en donde se forma una comunidad.
Frente al ambiente hostil que los rodea, El Bordo les permite construir lazos de solidaridad. Santiago cuenta que, mientras vivió en este espacio, aprovechó su tiempo para conocer a sus habitantes y estrechar relaciones con ellos: "Pues ésta es mi familia ahora, ¿qué más puedo hacer? Familia limpia no puedo hacer porque ando mugroso, pues ésta es mi familia ahora y así me acoplo [...] Dije: 'Si mi familia ya se perdió allá, pues aquí voy a empezar otra'. Y fue así que conocí a todos esos amigos" (Santiago, entrevista, 2014).
En forma parecida, Agustín conoció compañeros que le informaron de la existencia de El Bordo, a donde llegó para encontrarse con hombres que, al igual que él, tienen familia en el sureste de Los Ángeles y no cuentan con recursos económicos para pagar la renta de un departamento. Al platicar con ellos, nutría la esperanza del pronto regreso, por lo que los lazos de amistad que Agustín teje en El Bordo funcionan para el compañerismo y la solidaridad, elementos que incluso en la precariedad se pueden compartir y reciprocar.
En El Bordo, las casas son más bien pequeños refugios construidos con ropas viejas y pedazos de cartón, a veces incluso debajo de la tierra. Vivir en este espacio trae nuevas rutinas asociadas a una cotidianidad marcada por trabajos informales, la adicción a alguna droga, los horarios de los grupos de apoyo que traen comida y las persecuciones de la policía. Por ejemplo, para Julio y su grupo de amigos de la alcantarilla, la vida cotidiana se trata de salir a trabajar para conseguir la siguiente dosis de heroína: "Nos levantamos todos temprano y unos se van al mercado, otros a la taquería, otros en el parking, otros a descargar camiones, otros a la línea a limpiar carros, otros a vender chocolates y así. Regresamos después de una o dos horas y de ahí a traer lo que consumimos [de droga]" (Julio, entrevista, 2008).
En sus relatos, la idea de no tener una casa es un signo de fracaso, tanto para ellos como para quienes los observan. Por ejemplo, cuentan que en sus encuentros con los policías hay reclamos como: "Cuando tengas una casa, un trabajo y andes limpio, entonces te respetaré" (Felipe, entrevista, 2013). Al respecto, el concepto de hipergueto desarrollado por Wacquant (2010: 17-23) puede ayudar a comprender la equiparación que se hace del lugar excluido con la persona que habita en él y viceversa. En este sentido, tal vez El Bordo es el microgueto que sintetiza las múltiples exclusiones del hipergueto: la que se vive en términos presentes, luego de haber sido expulsados de Estados Unidos, pero también aquella que se carga por un pasado vivido como no ciudadanos en los barrios pobres y violentos de Los Ángeles y sus alrededores. El Bordo es, entonces, la síntesis de la doble expulsión.
Suciedad y vestimenta
Los relatos muestran que la falta de recursos económicos, que lleva a los deportados a vivir en la calle, ocasiona un deterioro físico y emocional que se revela en sus cuerpos y rostros, y les provoca sentimientos de aflicción y vergüenza. En este contexto, las imágenes que tienen de sí mismos se alimentan del discurso y de las prácticas sociales de discriminación y criminalización, las cuales repercuten en la se gregación y el confinamiento en la zona de El Bordo, donde viven con la conciencia de que no son como deberían ser.
La alusión a la vestimenta y la suciedad como elementos estigmatizantes apareció recurrentemente en los discursos de funcionarios y de la opinión pública. Una de las razones más frecuentes que la policía les daba para ser detenidos era "su apariencia" o "mal aspecto". Así, la vestimenta es una de las marcas que más claramente contribuyen a la construcción de una imagen deteriorada de sí mismos, la cual se hace más evidente cuando ellos mismos aclaran que no siempre se encontraron en la misma situación. Rogelio, quien perteneció a una pandilla en Los Ángeles, narra que cuando llegó a Tijuana se sorprendió por el desprecio construido hacia estos grupos sociales: "Miré mucha diferencia cuando llegué aquí esta segunda vez: a nosotros los pandilleros ahora nos miran como lo peor de aquí. Antes yo sentía que hasta nos tenían envidia porque nosotros teníamos buena ropa y eso, y ahora ya no. Los policías no nos decían nada, si acaso nos paraban, pero nos dejaban ir y ahora ya no. Ahora somos como lo peor de aquí [...] Nos miran así porque somos pandilleros y deportados" (Rogelio, entrevista, 2013). Asimismo, en el trabajo de campo se observó cómo varios habitantes de El Bordo buscan formas de mantenerse aseados; por ejemplo, en duchas instaladas al interior de las alcantarillas o al lavar la ropa en el canal de aguas negras que corre por allí.
En los relatos de las personas que habitan El Bordo, hay una conciencia clara de que la suciedad y la vestimenta son dos marcas estigmatizadoras asociadas al fracaso. Por ejemplo, el caso de Santiago (deportado en 2012) es parecido al de Agustín, pues al paso de una semana de rentar junto con un amigo un cuarto de hotel en la zona centro de Tijuana, se quedó sin dinero y sin saber a dónde dirigirse para encontrar asistencia básica. Él mismo relata: "Me dejó un poco de dinero, pero el dinero se acabó y terminé aquí en El Bordo, y pues al último terminé caminando mugroso y sin ningún rumbo. Yo estaba sentado ahí con hambre, mugroso y corriendo de la policía" (Santiago, entrevista, 2014). De acuerdo con él, una vez que los recursos se agotan, El Bordo se convierte en "la casa del que quiera vivir aquí, la casa de todos: mugrosos, limpios, de todos [...], no tienes otra opción. Vas en el centro, todo mugroso; allá en el centro no te van a querer, porque allá vienen turistas que vienen a comprar medicinas y cosas de artesanía y no quieren mugrosos, malandros" (Santiago, entrevista, 2014).
De esta forma, la suciedad se convierte en una marca de exclusión en sí misma. Freddy tiene veintisiete años y no vive en El Bordo, sino que está hospedado en un albergue aledaño a esta zona; sin embargo, dado que lleva seis meses deportado y debido a sus condiciones inciertas, es un potencial habitante de este espacio. Durante todo este tiempo no ha podido comunicarse con su mamá que está en Los Ángeles, ciudad en la que creció. En la entrevista informal sostenida con él, Freddy expresó lo mal que se sentía por andar sucio, con muchos días sin bañarse y sin cambiarse la ropa; no obstante, lo peor era la vergüenza de pedir ayuda, pues se daba cuenta cuando la gente lo despreciaba por su falta de limpieza (Freddy, entrevista, 2013).
Así, la suciedad y la vestimenta se imponen como categorías de desprecio social que contribuyen al aislamiento y les quitan capacidad a las personas para insertarse en la sociedad.
La adicción a las drogas
El consumo de drogas en El Bordo parece responder tanto a un pasado construido en los barrios angelinos excluidos como al contexto de consumo de la ciudad de Tijuana. La adicción al cristal y a la heroína es un factor relevante cuando se trata de comprender la trayectoria de vida desde antes de ser deportados, así como algunas de las razones por las que ahora en Tijuana no han podido insertarse en una vida laboral.
De acuerdo con las narrativas de estos hombres, las drogas no se consumen por la búsqueda de una experiencia placentera, sino para aliviar el dolor y sufrimiento que cargan. Brandon relata que pudo establecerse en una casa en Tijuana; sin embargo, se sentía solo: "Siempre viví en la soledad, ¿me entiendes? Y pues no me sentía a gusto de vivir en una casa yo solo. Es así que yo me volvía a refugiar en las drogas y pues a consecuencia de eso aquí estoy todavía" (Brandon, entrevista, 2013). De manera similar, José explica que consumía heroína porque le quitaba sus problemas: "Yo me he limpiado dos veces aquí, y he vuelto a caer por la soledad que uno pasa aquí, y la nostalgia que tiene uno" (José, entrevista, 2014).
Si bien la causa del consumo es un sentimiento asociado a la depresión, la consecuencia es el aislamiento social que dibuja un círculo vicioso agotador, precisamente por lo difícil que resulta salir de él. Felipe explica hasta dónde lo ha llevado su adicción: "Como nosotros vivimos no es vida. Vivir en una alcantarilla, vivir en la calle, taparte con un cartón... El hecho de que vivamos como animales no es de una persona bien. Ya me cansé de comer del contenedor: meter la mano en la bolsa de la basura y sacar tu mano hasta acá de gusanos y nomás hacerle así [sacudirla] y agarrar un pedazo de pan y echártelo a la boca, o sea te da igual. Siempre con hambre, siempre. Nunca deja uno de tener hambre, siempre con hambre" (Felipe, entrevista, 2013).
Por su parte, Julio, oriundo de Michoacán, se consideraba cada vez menos capaz de controlar su adicción a la heroína, lo cual le provocaba sentimientos de culpa y de rechazo dado el fracaso que representaba para sí mismo su propia vida. Cada día tuvo en mente dejar atrás las drogas; no obstante, murió en 2012 en El Bordo. Al final de sus días, no logró cumplir su anhelo: "ser una persona que vive de su trabajo, que tiene una familia, un hogar y vive bien, feliz y tranquilo, y sin preocupación de que nadie te vaya a llevar a la cárcel" (Julio, entrevista, 2008).
Así, el consumo de drogas añade el elemento de la frustración a la narrativa de rechazo construida por la falta de casa y la deteriorada vestimenta. Desde este elemento, el fracaso se estructura a partir de la certeza de no haber podido llevar a cabo los sueños que tenían cuando eran jóvenes; por lo tanto, de que desperdiciaron su vida. La narrativa del fracaso se va articulando por haber perdido la casa, por no tener la apariencia debida y por no tener la voluntad o el control sobre sí mismos por su adicción a la droga.
La persecución transfronteriza
La idea de persecución se asocia con la de vigilancia. En las áreas aledañas a El Bordo, con frecuencia es posible observar cómo corren los residentes de El Bordo cuando una patrulla de policía se acerca. Esto se conecta con las experiencias de persecución de las autoridades migratorias en Estados Unidos, siempre en vigilancia. Por ello, carecer de un documento de identificación oficial es la premisa que justifica y alienta la persecución de la policía municipal de Tijuana, que constantemente detiene y consigna a esta población por faltas administrativas que no tienen sustento jurídico. En este sentido, estos deportados pasan de ser perseguidos por carecer de documentos de regular estancia en Estados Unidos, a serlo por la falta de un documento de identidad en México.
Para los habitantes de El Bordo, la violencia ejercida contra ellos por parte de los policías municipales se ha normalizado; de hecho, en algunos casos ni siquiera es cuestionada. Rogelio cuenta que él fue víctima de fuertes golpes perpetrados por elementos policiacos; sin embargo, no consideraba que valía la pena denunciarlo (Rogelio, entrevista, 2013). En el mismo tono, Felipe reflexiona: "Para la policía municipal somos como un juguete [...] O sea, no nos podemos defender de ninguna forma, por eso hacen lo que quieren con nosotros" (Felipe, entrevista, 2013).
La marca de la persecución generó dos narrativas distintas. Por un lado, una especie de justificación del actuar de la policía por su condición de vivir en la calle, de no tener trabajo, de su apariencia y de su adicción (una especie de coronación del fracaso); por otra parte, también es posible analizar la narrativa de la injusticia, cargada de coraje y frustración: un sentido de dignidad y de reivindicación de un merecido trato justo y respetuoso.
Estas dos narrativas tienen eco en los programas de atención a esta población, que desde décadas atrás han estado en manos de las secretarías de Salud estatal y municipal. En 2011, ambas secretarías iniciaron un convenio con veintinueve centros de rehabilitación para internar a los habitantes de El Bordo. Al mismo tiempo, el Instituto Nacional de Migración declaró que después de tres meses de ser repatriadas a México, las personas no serían más sujetas de atención de ese instituto (Ángel, 2011).
A raíz del primer desalojo de los habitantes de esta zona, realizado el día 5 de agosto de 2013 por los cuerpos de seguridad pública del municipio, algunos grupos defensores y de atención a migrantes como Ángeles sin Fronteras se movilizaron y atizaron una ya candente polémica sobre la identidad de los habitantes de El Bordo: "Indigentes, adictos, migrantes, deportados o repatriados". Esta polémica no encontró un consenso en las propias asociaciones proinmigrante;2 sin embargo, sí hizo visible la magnitud de la crisis humanitaria que las ciudades fronterizas estaban enfrentando ante el aumento de las deportaciones desde Estados Unidos con un nuevo perfil de deportado con fuertes lazos y arraigo a ese país. Una respuesta estatal fue la creación del Consejo Estatal de Atención al Migrante en 2013, el cual entre sus diferentes ejes de trabajo estableció entre sus objetivos crear un programa de hospedaje temporal, sobre todo para la atención de los migrantes concentrados en la zona de El Bordo (SanDiegoRed.com, 2013). Este organismo tuvo un papel central en la coordinación del programa de retorno al origen, así como en la cuestionada coordinación interinstitucional en el último desalojo en el mes de marzo de 2015, del que hasta la fecha no se tiene información oficial.
Estos programas y acciones no corresponden a una política pública integral, lo cual no menoscaba su importancia para estas poblaciones; sin embargo, este análisis enfatiza el discurso estigmatizante detrás de esas acciones y en voz de sus principales responsables acerca de los pobladores de El Bordo a quienes se define como criminales dañinos para la imagen de la ciudad o como agentes de transmisión de enfermedades contagiosas.
Conclusiones
La última década registra un cambio importante en el flujo de deportados a México como resultado de las políticas migratorias y de seguridad nacional de Estados Unidos. A diferencia de lo que sucedía en la época del Programa Bracero (1942-1964), las deportaciones de los últimos años (a partir de 2001) son vividas por un elevado número de personas con mayores tiempos de estancia en Estados Unidos.
El papel de las ciudades fronterizas en el proceso de deportación es sumamente importante, no sólo por ser la entrada terrestre de los miles de expulsados sino porque es territorio liminal para estos nuevos deportados, que han sido separados de sus familias y cuyo arraigo principal no es con México, sino con Estados Unidos. Estacionarse en alguna ciudad fronteriza permite visitas más constantes, a la vez que alimenta el sueño de regresar de nuevo a tierra estadunidense.
Asimismo, se observa como algo relevante el surgimiento de espacios fronterizos de espera y refugio como El Bordo para un tipo de deportados que han desgastado totalmente sus redes. Se trata de un espacio que puede ser pensado en el conjunto de microguetos fronterizos y que sintetiza la exclusión espacial y social de los deportados. Tal como lo señala Contreras-Velasco (2016), ellos mantienen como lazo principal con el Estado la persecución por parte de las fuerzas de seguridad y las acciones de beneficencia emprendidas por ciertos grupos sociales.
Un segundo cambio importante es la imagen del migrante en la persona del deportado actual, en la que el proceso de estigmatización ha jugado un papel fundamental, pues a través de la creación de discursos antideportados se perpetúa el discurso antiinmigrante vigente en Estados Unidos, que deviene en una ideología transfronteriza de criminalización. Es así como el estigma del deportado se ancla a diferentes mecanismos discursivos que estructuran la subjetivación de las personas expulsadas y los excluyen del reconocimiento de su ciudadanía.
En la investigación se distinguieron dos niveles de esos mecanismos: primero, los discursos de los funcionarios del gobierno local junto con los de los medios de comunicación, cuyas narrativas criminalizan y desplazan la responsabilidad de la situación a cada individuo, por lo que naturalizan una condición social ante la que el Estado tiene responsabilidad. En otro nivel, está el de los habitantes de El Bordo, quienes filtran esa narrativa criminalizante que los culpa de su condición y construyen su propia narrativa en torno a emblemas como vivir en la calle, estar sucios, usar drogas y ser perseguidos. Cada una de estas marcas elabora una trama narrativa ligada al deseo, la fantasía y el fracaso de la travesía migratoria; no obstante, fue notoria también la trama del sentimiento de injusticia y abuso. Por lo tanto, se puede hablar de un sentido de dignidad y búsqueda de respeto que no se pierde por el hecho de vivir en El Bordo.
El discurso del estigma es asumido de distintas formas por estos deportados, quienes se construyen a partir de éste como personas conscientes de su condición de segregación y desprecio social. Mientras que algunos sólo cuestionan la discriminación que sufren, otros además quieren transformar su situación.
Ante la falta de rumbo que define el presente, la vida cotidiana se recrea a partir de la construcción de un sentido de futuro en el que ninguno se visualiza en El Bordo: la estancia en este lugar es soportable porque se intuye como pasajera. Al plantear que la meta es recuperar a la familia, tener un trabajo, dejar atrás las drogas o regresar a casa con dinero. Se puede ver que todos los sujetos de estudio anhelan dejar atrás el estigma y, por ende, ser percibidos como vidas reconocidas, que saben construirse y desarrollarse desde el anhelo hegemónico de la "normalidad".
A la vez, esta narrativa no sólo se alimenta de sus vivencias y reflexiones sobre lo que sucede en esta frontera mexicana, sino de lo que están viviendo sus familiares en Estados Unidos y de sus expectativas de regresar a ese país. Al respecto, Campbell y Lachica (2013) señalan cómo las personas sin casa en la frontera entre Ciudad Juárez, Chihuahua y El Paso, Texas, usan los servicios y las redes transfronterizas para sobrevivir. La estigmatización de quienes son deportados tiene una particular vitalidad en la región fronteriza por la intensidad de las interacciones transfronterizas, a la vez que por la densidad de la infraestructura e instituciones asociadas al control fronterizo como parte de las políticas locales de seguridad nacional de Estados Unidos.
Esta investigación tiene fines analíticos, pero también de generación de conciencia social sobre los procesos de construcción de identidades deterioradas a través de la estigmatización de miles de personas que fueron despojadas de su condición de ciudadanos, de seres humanos con derechos básicos desde que salieron de México, pero que, cuando vuelven, tampoco son considerados ciudadanos.
El estigma de la deportación es un indicador de que esta devolución forzada se conforma como una categoría identitaria cuya expresión narrativa se vuelve central debido a la ausencia de realización por otras vías. La narración de las vidas es uno de los pocos recursos con los que estas personas cuentan para enfrentar su condición de precariedad, exclusión y estigmatización; sin embargo, es aún más importante comprender que a nivel estructural esta categoría identitaria es producida y reproducida por el discurso hegemónico, que construye la diferencia a partir de asociar a los expulsados de Estados Unidos con el crimen y el peligro, enfatizando esta característica por encima de las demás categorías identitarias de las personas. En este sentido, no son las personas las que, al llegar a México, adquieren por sí mismos la categoría de deportados, sino que ésta se les impone como un indicador de diferenciación social. Una vez que los devueltos aprehenden su identidad de deportados, generan relaciones de adscripción y diferenciación, por lo que es posible encontrar prácticas de solidaridad al mismo tiempo que discursos que discriminan y criminalizan a los propios pares.