Introducción
Atendiendo a su posición geográfica, México es un país situado en la porción del Norte del continente americano. Por cultura y por vocación política, nuestro país forma parte del concierto de naciones latinoamericanas.
Esta aseveración, así parezca evidente al lector de nuestros días, tomó mucho tiempo y fatiga deliberativa para ser aceptada en la sociedad mexicana y en la comunidad hemisférica. Durante largos años, la pertenencia a ambas regiones se apreciaba como excluyente; no se podía ni se debía ser a la vez latinoamericano y asumir una posición geoestratégica privilegiada frente a las dos potencias de América del Norte.
El resultado de este debate es que tanto la América Latina como la América Sajona, nos advertía como punto límite, como frontera entre dos grandes civilizaciones unidas por la continuidad geográfica, pero divididas por un legado cultural distinto.
Este razonamiento no carecía, ni carece de verdad. Sin embargo, los interesados de México se ven mejor servidos asumiendo esta característica geopolítica singular: somos a la vez parte integrante de América del Norte y de nuestra América Latina. La exclusión, fuese de uno o de otro lado, no significaba más que una mutilación autoimpuesta de esta posición geográfica privilegiada. Lo mismo se advirtió con respecto a la Cuenca del Pacífico -de la cual nuestro país forma parte- y de los nexos históricos y muy antiguos de México con Europa. La diversificación de la política exterior de México tomó en consideración estas realidades, sin ignorar la historia, pero accediendo también a los intereses nacionales más prioritarios.
Con América del Norte no sólo nos une la geografía. El grueso de las transacciones económicas se realiza con esta región. América del Norte es parte consustancial de nuestra vida cotidiana. Así sólo fuese porque la mayor población mexicana fuera de nuestro territorio habita en Estados Unidos, así fuese sólo porque el mayor número de estadunidenses que vive fuera de Estados Unidos radica en México.
Dado el peso internacional de Estados Unidos de América, las negociaciones de todo tipo con Canadá -su vecino por partida doble- adquieren un carácter estratégico de primer orden. En las negociaciones del Tratado de Libre Comercio, Canadá advirtió en México a un socio privilegiado. El TLCAN les permitió, entre otras cosas, reabrir el acuerdo bilateral que habían suscrito en 1988. A México le abrió una nueva veta para la negociación con Washington y una nueva posición -ahora regional- frente a los grandes bloques comerciales y de integración que se vienen gestando en el mundo.
Estados Unidos concentra más de las dos terceras partes del comercio y las inversiones extranjeras en las que participa México. Asumir esta realidad, primero, y regularla en beneficio mutuo después, fue motivo de una de las negociaciones más intensas y complejas en las que nuestro país haya participado. A fines de 1993, luego de dos cambios de poderes en Otawa y en Washington, los congresos de los tres países ratificaron el Tratado de Libre Comercio con América del Norte. Con ello, se inauguró una nueva etapa en las relaciones regionales y frente a otros conglomerados multinacionales del mundo.
Cabe dejar registro que dichas negociaciones -si bien amplias- dieron pie para que México diferencie con la mayor claridad los alcances de sus derechos soberanos. Dentro del periodo de las negociaciones, México reafirmó su rechazo a los intentos de aplicación extraterritorial de leyes norteamericanas en nuestro país. Así lo puso de manifiesto el caso del nacional mexicano Humberto Álvarez Machain, secuestrado por instrucciones de la autoridad estadunidense en territorio de México. Lo propio sucedió con el amago de empresas de capital de Estados Unidos establecidas en México para aplicar la legislación estadunidense en suelo mexicano.
Estas y otras diferencias que se produjeron en los márgenes de la mesa de negociaciones dieron una muestra del grado de madurez alcanzado en las relaciones bilaterales. Los dos países aceptaron como fórmula de entendimiento que cualquier roce con alguno de los temas en la agenda bilateral común empañaría o contaminaría el curso general de las relaciones entre México y Washington. Las dos administraciones estadunidenses del periodo -la de los presidentes Bush y Clinton- aceptaron la propuesta mexicana de utilizar este medio de entendimiento para regular las relaciones bilaterales.
Estados Unidos y México dieron un gran salto adelante con la adopción mutua y convencida de este mecanismo diplomático.
Reuniones binacionales México-Estados Unidos
La agenda bilateral que existe entre México y Estados Unidos se singulariza por su extensión y complejidad. Los temas comprenden desde los asuntos migratorios hasta el destino de desechos tóxicos en ambos lados de la frontera.
La naturaleza de esta agenda exige una comunicación política fluida y permanente, de ahí que ambos gobiernos hayan reconocido la necesidad de que sus dos gabinetes -prácticamente en pleno- se reúnan una vez por año a uno y otro lado de la frontera, para discutir y estimular la buena marcha de las relaciones bilaterales. Desde hace más de diez años, el mecanismo de diálogo y negociación por excelencia ha sido la Comisión Binacional México-Estados Unidos.
Reuniones ministeriales México-Canadá
México y Canadá han registrado un incremento explosivo en sus vínculos bilaterales. Todavía en la década pasada, ambos países se advertían como aquellos territorios ubicados al otro lado de Estados Unidos. La vecindad común con Washington permitía identificar intereses comunes que no se habían materializado debidamente para provecho común. A principios de los años noventa, tanto Ottawa como México tomaron la decisión de reconocerse mutuamente por sus valores y perspectivas propias, más allá de la realidad de contar con un poderoso vecino común, fue así como surgieron las Comisiones Ministeriales México-Canadá.
La complementación, el beneficio común y una visión estratégica compartida han dotado a ese mecanismo de una agilidad y una visión de gran significado para las relaciones internacionales de México.
La política exterior de México para los años noventa
Agradezco a la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard su invitación para exponer algunas líneas de la política exterior de México durante los años noventa. Abusando de la licencia que brinda la academia, me permitiré incurrir en los riesgos de la reflexión prospectiva.
En este foro, el tema de la política exterior mexicana cobra particular relevancia, por nuestra vecindad, y porque ahora México es uno de los países que marcan pautas acerca de cómo enfrentar y resolver algunos de los problemas del mundo en desarrollo.
Las reflexiones que siguen están organizadas en tres partes; primero me refiero a los cambios en el mundo; enseguida, se revisa la función central de la política exterior mexicana en la nueva estrategia general de desarrollo del país; finalmente, se reseña la política de México hacia Estados Unidos de América y se analizan las ventajas que podrían obtener ambos países de llegar a firmar un acuerdo equitativo de libre comercio.
El nuevo entorno internacional: oportunidades y riesgos
El fin del siglo XX será recordado como un periodo de acelerada transformación de las relaciones internacionales. Tenemos el privilegio de vivir en una época vibrante y de cambios vertiginosos, que marca nuevos cauces -llenos de riesgos pero también de oportunidades- para la convivencia entre los países. Aun cuando los cambios son múltiples, se trata de una transformación que podemos considerar en torno a cuatro fenómenos principales: globalización, distensión, multipolaridad y ampliación de las diferencias entre los países ricos y los países pobres ya que la interacción entre ellos define el marco del mundo actual.
La revolución tecnológica -en particular en la informática, las telecomunicaciones y los nuevos materiales- precipitó la llamada "globalización". El concepto incluye todos aquellos procesos tecnológicos, fenómenos políticos, reorganizaciones económicas y situaciones anímicas que hacen al planeta más interdependiente. Hoy, las decisiones de unos afecta más a los otros; los mercados, la producción industrial y los sistemas financieros se integran, y se derrumban barreras al comercio, a la inversión y a la interacción entre los países.
La globalización representa, de hecho, una verdadera revolución internacional, una de sus consecuencias más importantes es la distensión, que se presentó con una contundencia inusitada. La modernización y difusión de nuevos instrumentos de comunicación, permitieron que en pocos años la información y la propaganda modificaran las expectativas y las esperanzas de millones de seres humanos. A partir de esto, en unos cuantos meses se derribaron muros, gobiernos y sistemas de poder que aparentaban gran solidez, se cambió el mapa de Europa y se alteraron, de modo irreversible, equilibrios políticos y viejas alianzas.
El fin de la guerra fría detonó un proceso de reformulación de las relaciones internacionales y abrió espacios para un reacomodo profundo de la economía mundial. En principio -y subrayo, en principio-, parecería que permitirá dedicarse menos a temas de seguridad y más al impulso de desarrollo.
Globalización y distensión produjeron un nuevo espacio económico y político, donde se perfila un número limitado de polos de poder. El mundo bipolar de la posguerra desaparece. Todavía pueden darse transformaciones importantes, pero es previsible que a principios del siglo XXI predominen más de dos centros de fuerza económica, política y militar.
Estados Unidos seguirá siendo factor determinante y sitio de donde emanarán las principales decisiones, pero lo será cada vez con menos peso relativo. Al concluir la segunda guerra mundial, Estados Unidos generaba prácticamente el 50 por ciento del PIB mundial, hoy produce entre el 26 y el 27 por ciento, y es muy probable que dicha participación continúe reduciéndose. El predominio que tiene actualmente tenderá a moderarse. El rezago tecnológico acumulado durante varios lustros de escaso ahorro y baja inversión, su relativamente menor productividad frente a sus principales competidores, y la situación de sus finanzas públicas, hacen difícil anticipar otro resultado.
A partir del impulso y de la sinergia que le da su nueva estructura económica y política, la Comunidad Europea consolidará un peso creciente en la comunidad internacional, con Alemania ineludiblemente al centro.
Japón basará el nuevo perfil de su presencia internacional en su fuerza económica y terminará de definir un área de influencia en la cuenca asiática del Pacífico, la que adquirirá importancia creciente.
A pesar de innumerables problemas, la Unión Soviética continuará ocupando un lugar destacado en el escenario internacional. Dadas sus dimensiones, recursos naturales, población y poderío militar, incluso si no lo actualiza, seguirá siendo objeto de atención, quizá precisamente por el riesgo que significaría que perdiera su estabilidad interna. Otros polos, aunque de menor fuerza económica y política, podrían ser Brasil, China, India, incluso el resto de América Latina, si avanzaran realmente en sus procesos de integración y modernización.
La multipolaridad se muestra también en lo militar. Hay cinco potencias que cuentan con fuerte equipamiento de armas nucleares. Además, veintisiete países mantienen ejércitos con más de doscientos mil hombres y cincuenta dedican más del 3 por ciento de su producto nacional a gastos de "defensa".
En los albores del siglo XXI, en un contexto de globalización, distensión y multipolaridad, han aumentado dramáticamente diferencias entre los niveles de vida de los países industrializados y los del mundo en desarrollo. El producto promedio per cápita de los países de la OCDE aumentó de 1980 a 1988 de 9200 a 17 500 dólares. Para el mundo en desarrollo, cambió el año pasado: el producto por habitante ascendió a sólo 860 dólares esto es, 20 veces inferior al de la OCDE.
La participación en el producto mundial de los países que conforman el Grupo de los Siete pasó de 1980 a 1988 del 64 por ciento al 69 por ciento. En ese mismo periodo, el producto por persona del G-7 aumentó de dieciséis a veintidós veces, respecto al del mundo en desarrollo.
Los cambios del entorno internacional son relevantes, no sólo por la manera como configuran el mundo de hoy; lo son, sobre todo, porque sugieren un escenario internacional sustancialmente diferente para la primera parte del siglo XXI.
El nuevo escenario internacional parece ofrecer oportunidades extraordinarias. Por ejemplo:
• Una gran expansión de la economía mundial, impulsada por ganancias de productividad a nivel global.
• Suponiendo un éxito relativo de la Ronda Uruguay del GATT, las nuevas políticas en material comercial abrirán mercados potenciales adicionales para el mundo en desarrollo.
• La inversión podría fluir hacia aquellas regiones que configuren nuevos ámbitos de competitividad.
• La distensión podría -quizá debería- permitir concesiones y alivios adicionales para los países en desarrollo.
• La transmisión de ideas y conocimientos se daría de manera aún más fluida, universalizando información y conocimientos.
• Personas y bienes podrían moverse cada vez con mayor libertad, dando lugar a un mayor progreso de las comunicaciones y a un mundo mucho más cercano para todos.
Existen oportunidades, pero el nuevo entorno internacional no carece de riesgos y peligros. El más evidente y grave es quedar al margen del proceso de transformación de la economía y de las relaciones globales. Eso podría sucederles a algunos países en desarrollo si no inician pronto una estrategia explícita y exitosa para incorporarse a la dinámica mundial.
Además de ese riesgo básico, existen otros. Señalo algunos:
• Los problemas financieros podrían posponer o de plano impedir la gran expansión de la economía mundial.
• Todo parece indicar que pueden profundizarse las diferencias entre los niveles de vida de los países ricos y de los pobres. Hasta ahora, la distensión no se ha traducido en acciones concretas orientadas a moderar siquiera a esa injusticia.
• Los nuevos bloques comerciales podrían convertirse en zonas cerradas con un renovado proteccionismo.
• Podrían acentuarse las pretensiones de hegemonía ideológica y los intentos de universalizar valores y formas sociales.
Las oportunidades y los riesgos definen el espacio donde México debe desenvolverse. Las cosas del mundo no volverán a ser iguales. Es claro que el gran proceso de transformación apenas empieza, ya que son más las interrogantes que las respuestas. Por ello, no deberíamos sorprendernos demasiado ante la confusión, pero tampoco podemos perder tiempo para tomar las decisiones fundamentales que se necesitan.
La política exterior mexicana
La multipolaridad, que implica una nueva distribución del poder, y la rapidez del cambio, obligan a países como México a revisar sus estrategias. Se trabaja a favor de los objetivos nacionales en materia de soberanía, desarrollo, democracia y justicia; de aprovechar las oportunidades que ofrece la nueva dinámica del mundo; y de prever y evitar los riesgos que se presentan con los ajustes y reacomodos del poder.
Al presidente Salinas de Gortari le gusta insistir que México ha decidido cambiar para seguir siendo México. Quiere, y con él queremos los mexicanos, que nuestro país preserve y fortalezca sus valores, su manera de ser, su lengua, sus gustos, su estilo de vida, su latinoamericanidad y su capacidad para continuar tomando las decisiones fundamentales que afectan su destino. Por eso hemos resuelto cambiar; para fortalecernos y preservarnos; para asumir resueltamente las transformaciones y las oportunidades que ofrecen los nuevos tiempos; y para estar en condiciones de participar en las decisiones que están conformando el mundo del siglo XXI.
Sabemos que nada de eso es fácil, pero estamos resueltos a lograrlo. Por eso, hemos puesto en marcha un gran proyecto de modernización. Para que la historia no nos deje atrás, tenemos que aumentar nuestra productividad, moderar las grandes desigualdades sociales que hay en nuestro país y acabar con la pobreza extrema. Tenemos que perfeccionar nuestro sistema político, y lo estamos haciendo: dar trabajo a los mexicanos en México y ser capaces de competir dentro y fuera de México con nuestros productos.
Para lograrlo, hemos abierto nuestra economía, hemos simplificado trámites administrativos y hemos aumentado la eficacia del gobierno, por eso, el presidente impulsa una política exterior que busca abrir los espacios que requiere el México que estamos construyendo. Una política exterior basada en los principios que son fruto de nuestra historia y orientada por objetivos precisos, que no son otra cosa que nuestros propósitos hacia el futuro.
Precisamente por la dinámica del cambio internacional y por el importante efecto del entorno sobre el desarrollo de México, la política exterior se caracteriza por una actividad intensa y respetuosa con la que no sólo busca participar en el acontecer internacional sino, también, en las grandes decisiones que orientan al mundo.
La política exterior de México tiene un claro objetivo de diversificación. Los mexicanos reconocemos sin ambages los factores geográficos que determinan la prioridad de nuestra relación económica y comercial con Estados Unidos, pero también trabajamos para ampliar nuestras posibilidades de cooperación y de intercambio comercial con Europa y la Cuenca del Pacífico y, por razones de identidad y prioridad histórica y cultural, con América Latina.
México encuentra opciones reales para estrechar sus relaciones con otros países, en algunos casos a causa de la geografía; en otros, por recomendación de la historia, o bien por afecto o por la economía, y en varios más, por nuestra visión de futuro.
Ponemos atención especial en los países con los que colindamos: Guatemala, Belice y Estados Unidos. Atendemos nuestras fronteras mediatas, como el resto de Centroamérica, Canadá y el Caribe. Seguimos con atención especial a la Europa comunitaria, sobre todo a España, por razones históricas y culturales, y a Alemania, por la dimensión presente y futura de su economía. Trabajamos para fortalecer nuestros vínculos con Japón, y mantenemos un vínculo estrecho y único con nuestros hermanos de América Latina.
En el sur del continente están sucediendo cosas importantes y positivas. Argentina, Brasil y Uruguay han avanzado mucho en facilitar el comercio entre ellos, los dos primeros han triplicado su comercio bilateral en sólo dos años; Chile y México han suscrito un compromiso para caminar hacia el libre comercio entre ambos; Chile y Venezuela y Colombia y México piensan hacer algo similar.
Revitalizado por la paz y la unidad política, el mercado común centroamericano avanza todavía con lentitud. Día a día esos países buscan superar múltiples obstáculos, entre los que destaca la escasez absoluta de divisas adicionales del exterior. Hay una extraordinaria miopía en la lenta respuesta, casi abandono, de parte de la comunidad internacional de Centroamérica.
Ubicada en la parte norte de América Latina, la economía mexicana es una de las más abiertas del mundo. En el marco de la ALADI otorgamos concesiones especiales a los países latinoamericanos y tenemos un sistema de preferencias que favorece en especial a los países centroamericanos y a aquellos de menor desarrollo relativo.
El grupo de Río se amplió para incorporar a Chile y Ecuador, y se invitó ya a Bolivia y a Paraguay, a un representante por Centroamérica y otro por el Caribe a formar parte del grupo. El diálogo fue fructífero en múltiples temas, particularmente en el análisis de los criterios de apertura comercial propuestos por el presidente de México. Los resultados confirman la vigencia del Grupo de Río como el foro central de concertación latinoamericana.
La política exterior hacia Estados Unidos
Las principales relaciones económicas de México han sido, son y seguirán siendo con Estados Unidos de América. Al definir la relación rica, compleja, a veces difícil pero llena de oportunidades de México con este vecino del norte, deben considerarse tres elementos fundamentales: la vecindad, la historia y el futuro.
Somos países que colindan en 3234 kilómetros y nuestras fronteras registran doscientos millones de cruces al año. México vende a Estados Unidos el 65 por ciento de sus exportaciones. Los mexicanos somos su tercer abastecedor, ya que le proporcionamos el 5.7 por ciento de sus importaciones totales. Por su singularidad, la frontera entre los dos países constituye una de las zonas de mayor crecimiento en el orbe y previsiblemente lo seguirá siendo. Esto genera una dinámica demográfica, urbana, económica y política que requerirá cada vez más atención. En Estados Unidos viven 4 700 000 000 de mexicanos, cifra que ascendería a quince millones si incluyéramos en ella a los estadunidenses de origen mexicano.
La historia, aunque a veces nos incomode, es también elemento determinante de la relación entre ambos países. Durante casi dos siglos, México ha oscilado entre la emulación y el rechazo cuando piensa en Estados Unidos. Al inicio de nuestra vida independiente nos dejamos influir por el modelo constitucional norteamericano. La América mexicana, como la llamó Morelos en 1814, se convirtió en 1824 en los Estados Unidos Mexicanos, que poco después, en 1848, se vería obligada a reconocer la pérdida de más de la mitad de su territorio. Y así seguimos, entre emulación y rechazo, perdiendo La Mesilla, en 1853, y salvando apenas otras amenazas, no menos severas, durante la segunda mitad del siglo pasado y el primer tercio del presente.
También Estados Unidos ha visto hacia México con ambivalencia, con indiferencia cuando vamos bien, con preocupación cuando los "expertos" en seguridad nacional consideran que "vamos mal".
La historia está ahí, y no es aparentando olvidos o escondiéndola en como vamos a construir una nueva relación respetuosa y creativa.
Empezamos a vivir tiempos en los que nos reconocemos a través de miradas más realistas e inteligentes. Afortunadamente, porque es justamente respeto, creatividad, inteligencia y equidad lo que se necesita para sacar en el futuro mayor beneficio mutuo de las innumerables oportunidades que a ambos ofrece nuestra vecindad.
La política exterior hacia Estados Unidos se basa en un hecho evidente del futuro: ambos países seguiremos siendo vecinos y compartiendo una historia. Además, la interacción entre ambos aumentará sustancialmente. A pesar de que disminuya la preponderancia global de Estados Unidos respecto al resto del mundo, para México seguirá siendo el centro inmediato de poder económico y político.
Estos tres elementos establecen parámetros básicos para la política mexicana hacia el país del norte. Se trata, en esencia, de una política que parte de la vecindad, reconoce la historia y enfrenta el futuro. La decisión fundamental es buscar la mejor relación posible, superando los estándares del pasado.
Los responsables directos de la relación política hemos trabajado de facto con nuevos criterios que facilitan la solución de las diferencias, la posibilidad de la cooperación y la acción conjunta para obtener ventajas mutuas de las oportunidad que ofrece nuestra vecindad. Entre esos criterios destacaría tres:
• Reconocer las diferentes características y valores de ambos países, y ver en ellos un activo valioso para enriquecer la relación bilateral, y no una fuente para la disputa o el conflicto.
• Aceptar que no tenemos -ni podemos- estar siempre de acuerdo. Hemos aprendido a escuchar los puntos de vista de cada uno, a señalar los desacuerdos cuando los hay, y a respetarlos.
• Concentrar la atención en los puntos de coincidencia entre ambos países.
En los últimos dos años, diversas acciones de los respectivos gobiernos han buscado cumplir con esos propósitos a fin de mantener una relación buena, constructiva y de confianza entre los dos países.
La próxima etapa de las relaciones entre Estados Unidos y México podría partir de la suscripción de un acuerdo inteligente y creativo de libre comercio. La decisión tomada por ambos presidentes es trascendental. Para lograrlo requerirá de los dos países, del trabajo, de una ardua negociación y del respeto; de igual forma debemos realizar un esfuerzo especial para convencer, en el interior y en el exterior de nuestros países, que los beneficios derivados de un acuerdo equitativo son mucho más que sus costos; y también dejar en claro que ninguna nueva posibilidad comercial habrá de limitar las posiciones que cada país tenga, en función de sus respectivos valores, principios e intereses.
Conviene hacer algunas precisiones. Un trabajo de libre comercio no impide que cada parte amplíe sus relaciones económicas con terceros países. Ése es el caso de algunos compromisos que tiene México con naciones de América Latina; y el de Estados Unidos, que mantiene acuerdos de libre comercio con Israel y Canadá. Ninguno de ellos se vería afectado por una nueva relación comercial.
Los alcances de un tratado de esta naturaleza no tienen que ver con lo que en sentido estricto se llama "mercado común": no se establecerían aranceles comunes con respecto a terceros países ni habría acuerdos para coordinar las políticas monetaria y crediticia, ni menos aún se plantearían condiciones políticas entre ambos.
La justificación fundamental del tratado se encuentra en el siglo XXI: Norteamérica, como región, sólo podría competir con Japón, con la Europa comunitaria y con Alemania si opera aprovechando las ventajas que representa una integración económica mucho mayor.
¿Qué esperaría México de un tratado de libre comercio?
Una garantía de acceso para los productos en que es competitivo, dejando atrás los viejos vicios proteccionistas de Estados Unidos; un sistema justo, no unilateral, de solución de diferencias; un motor para dinamizar su economía, acelerar la transformación de su industria y alentar nuevas inversiones que aportaran no sólo recursos sino tecnologías de punta y nuevos mercados; un estímulo para avanzar en el proceso de modernización del sistema de educación superior, particularmente el de las altas tecnologías; nuevas oportunidades de trabajo para los mexicanos en su país, pues hoy somos ochenta y dos millones, y un millón se suma al mercado de trabajo cada año. Los queremos -dice el presidente Salinas- trabajando en México, no emigrando a Estados Unidos.
De manera más específica, los beneficios para México de un tratado razonable y equitativo de libre comercio serían, entre otros:
1. Eliminar incertidumbre acerca del acceso de productos mexicanos al mercado estadunidense.
2. Contar con un mecanismo bilateral, equitativo y justo de solución de controversias.
3. Permitir instrumentar una estrategia más agresiva para penetrar el mercado estadunidense, al que México vende sólo el 5.7 por ciento de sus importaciones totales.
4. Adquirir mayor competitividad respecto a otras regiones del mundo, ya que sus exportaciones podrían incorporar insumos estadunidenses libres de aranceles y en mejores condiciones.
5. Ser destino de un flujo adicional de inversiones del exterior, de empresas que buscan producir para los mercados internacionales y que, por ello, introducirán tecnologías de punta.
6. Acelerar el crecimiento de la economía mexicana, lo que a su vez permitiría generar más empleos y reducir la dolorosa pérdida de mexicanos que emigran, en especial hacia Estados Unidos.
7. Dar a los consumidores mexicanos acceso a mejores productos.
Los beneficios para México de un tratado de libre comercio equitativo serían importantes, pero también lo serían para Estados Unidos. Podrían, por ejemplo:
a) Asegurar un mercado adicional de consumidores -cien a fin de siglo- con una creciente capacidad de consumo.
b) Contar con reglas permanentes para las exportaciones hacia el sur de no haber tratado. México tendrá que reaccionar de manera más enérgica frente a prácticas desleales de comercio o represalias proteccionistas de Estados Unidos, que con frecuencia golpean a nuestras exportaciones de tomate, cemento, vidrio, camarón, entre otras, y hace apenas tres días, de atún. En ausencia de un acuerdo, los mexicanos tendríamos que recurrir cada vez más a contramedidas comerciales que, a su vez, podrían provocar nuevas represalias, eso no conviene a nadie.
c) El tratado tendería a estimular un mayor crecimiento económico de México, lo cual se traduciría en mayores importaciones que, finalmente, beneficiarían a los productores y exportadores estadunidenses.
d) Ganar acceso a un espacio con ventajas adicionales para sus inversiones en el exterior, con vistas a penetrar terceros mercados.
e) Aminorar el flujo de inmigraciones de mexicanos. En la medida en que nuevas inversiones acudan a México, será posible retener la mano de obra, con el efecto de evitar que busquen empleo en el país del norte.
g) Aumentar el atractivo como destino para inversiones de terceros países. La ubicación de nuevas plantas en esta región tomará en cuenta las ventajas específicas que cada uno de los países que la conformen, así como la ventaja de su espacio de libre comercio.
La mejor manera de lograr todos esos beneficios es suscribir un tratado de libre comercio equitativo. Sería la forma más transparente, eficaz y expedita de avanzar en esa dirección. De cualquier manera, las fuerzas de la economía de la región norte del continente americano empujan en ese mismo sentido. Con un tratado, liberaríamos y ordenaríamos esas fuerzas con beneficio de todos.
Yendo aún más lejos, México, Canadá y Estados Unidos configurarían el mercado más grande del mundo. Este mercado, de más de 360 000 000 de personas, sería mayor que el mismo mercado europeo de 1992, y más adelante, el mercado hemisférico sólo sería la antesala de un mundo de libre comercio.
Consideraciones finales
El siglo XX ha sido de preeminencia de Estados Unidos de América. Ya desde los años finales del XIX, la industria de esa nación había superado la producción de la inglesa. Los espacios que abrieron la nueva frontera y el fin de la guerra civil crearon las condiciones para el ímpetu creador de la generación que construyó, en el último tercio del siglo pasado, las bases de la que sería la mayor potencia del mundo.
En 1990, los estadunidenses saben que han perdido su posición de liderazgo en varios campos tecnológicos, que su productividad no crece al ritmo de la de sus principales competidores y que en 1992 dejarán de ser el mayor mercado del mundo.
México, por su parte, se pasó el siglo XIX dirimiendo conflictos internos que lo debilitaron enormemente y abrieron el espacio para que perdiese territorios, capacidad económica y prestigio, por ello, no logró consolidarse como estado estable y moderno sino hasta 1867 cuando Juárez restableció la república. A partir de entonces caminan juntas, lado a lado, por la historia, dos naciones distintas, casi siempre desconfiadas la una de la otra, viéndose con simpatía o antipatía, según los tiempos, los humores y los hechos.
Es necesaria una nueva actitud. La dimensión demográfica de ambos países, la abrumadora evidencia de su complementariedad económica, la fuerza de sus respectivos valores nacionales y las oportunidades -no sin riesgos- que ofrece las revolución tecnológica y la globalización, que están transformando al mundo en este fin de siglo, invitan y obligan a una estrategia nueva de respeto mutuo y de cooperación profunda y eficaz.
La velocidad del cambio podría superar nuestra capacidad de reflexión. Sin embargo, se ha pasado de la sorpresa a un optimismo razonable sobre las oportunidades que se presentan, pero no hay garantía de que las transformaciones conducirán a una época de crecimiento sostenido y prosperidad generalizada. Debemos estar atentos y trabajar arduamente, juntos, todos los países del mundo, para lograrlo.
Ante la expectativa de un mejor porvenir para las naciones, producto de la globalización y la distensión, se ciernen varias amenazas: una recesión internacional; olas adicionales de proteccionismo; competencia por los escasos recursos financieros; indiferencia sobre el problema que la deuda externa plantea todavía a muchos países en desarrollo; la profundización de las diferencias entre los países y, dentro de cada uno de ellos, el peligro de que lleguen a levantarse fortalezas económicas, centradas en los nuevos bloques comerciales; las pretensiones de hegemonía ideológica de algunos sectores y países; la fuerza incontrolada de algunos centros supranacionales de toma de decisiones, y el debilitamiento -de facto- del derecho entre las naciones.
Es justamente el respeto al derecho internacional un factor que puede ayudar a fortalecer las posibilidades del gran cambio y a moderar los peligros del mismo. Cumplir la norma cada uno, más que pretender imponer nuestros criterios a los demás es el único código de conducta que puede prometer una paz duradera, o, en palabras más breves y conocidas, el respeto al derecho ajeno.
En México hay clara coincidencia de las oportunidades y riesgos que conlleva la vertiginosa transformación del mundo, por ello, se está dando el gran esfuerzo interno para ajustar y modernizar nuestra economía, así como nuestros sistemas político y social. Sin faltos optimismos, México avanza seguro al encuentro del siglo XXI. Los mexicanos estamos en buenas condiciones y en mejor ánimo para enfrentar los retos y aprovechar las oportunidades que se perciben ya en el horizonte.