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CONfines de relaciones internacionales y ciencia política

versión impresa ISSN 1870-3569

CONfines relacion. internaci. ciencia política vol.13 no.25 Monterrey ago./dic. 2017  Epub 20-Ene-2025

 

Artículos

Algunas reflexiones sobre la representación política. Una mirada desde el postfundacionalismo

Some Reflections about Political Representation. A Look from the Post-Foundationalism

Fernando Chávez-Solca1 

Andrés Daín1 

1CONICET-CIECS, UNVM.


Resumen.

El presente trabajo tiene por objetivo aproximarse a un fenómeno político cuyo protagonismo ha ido creciendo en los sistemas políticos modernos: la representación política. La ciencia política no ha alcanzado un consenso sobre el significado de dicho vínculo político y, contrariamente, la representación política sigue siendo un fenómeno sobre el cual las disputas acerca de su sentido permanecen abiertas. Desde una perspectiva postestructuralista, intentaremos mostrar, por oposición a los enfoques canónicos de la ciencia política, cómo se puede pensar la representación como una relación mutuamente constitutiva entre los representantes y los representados, en la cual la identidad de ambos se modifica de manera permanente, siendo este proceso central para pensar la democracia.

Palabras clave: representación; postfundacionalismo; identidades políticas; democracia

Abstract.

The present work aims to approach a political phenomenon whose role has been growing in modern political systems: political representation. Political science has not reached a consensus on the meaning of this political link. On the other hand, political representation is still a phenomenon in which disputes over their meaning are open. From a poststructuralist perspective, this work will try to demonstrate, as opposed to canonical approaches of political science, how can you think of representation as a mutually constitutive relationship between representatives and represented, in which the identity of both is changed permanently in order to think about democracy.

Key words: representation; postfoundationalism; political identities; democracy

INTRODUCCIÓN

El presente trabajo tiene por objetivo aproximarse a un fenómeno político cuyo protagonismo ha sido creciente en los sistemas políticos modernos. La representación política irrumpió fuertemente en esta escena desde la antigüedad hasta conformarse como una institución central de los estados democráticos contemporáneos. Expresión de su relevancia es que el sentido moderno de la democracia está precisado por el calificativo “representativa”.

En nuestro contexto geográfico latinoamericano, la noción de representación está en el centro de los diversos debates sobre la democracia y el populismo. El particular vínculo que tradicionalmente establecen los líderes latinoamericanos con sus pueblos pone en tensión las perspectivas clásicas sobre la democracia y sobre la representación política. Por ello, entendemos que sigue teniendo gran vigencia pensar en estas cuestiones para incrementar nuestras posibilidades de comprensión acerca de las especificidades de los sistemas políticos. A partir de ello, entendemos que la ciencia política no ha alcanzado un consenso sobre el significado de dicho vínculo político y, por el contrario, la representación política sigue siendo (y debería seguir siendo) un fenómeno en el cual las disputas sobre su sentido están abiertas.

En las líneas siguientes buscaremos, partiendo de una perspectiva crítica de algunos de los principales estudios sobre la representación política, dar cuenta de sus limitaciones y abrir nuevos horizontes que nos permitan abordar la cuestión desde lugares más fructíferos, con el fin de pensar en nuestra propia realidad latinoamericana. Para ejecutar nuestro propósito, realizaremos un repaso que permita sistematizar las reflexiones sobre el tema efectuadas por diferentes autores que podrían ubicarse dentro del campo postfundacionalista (Marchart, 2009), al tiempo que intentaremos articular estas visiones.

Siendo más específicos, nuestro objetivo es mostrar, por oposición a los enfoques canónicos de la ciencia política, cómo se puede pensar la representación como una relación (bidireccional) mutuamente constitutiva entre los representantes y los representados, en la cual la identidad de ambos es modificada como consecuencia de dicho proceso. Sostenemos que intentar buscar un “verdadero” sentido de la representación y sus mecanismos no produce los mejores resultados, motivo por el cual es importante repensar este fenómeno desde otras posiciones postesencialistas/postfundacionalistas que brinden la oportunidad de abordarlo desde nuevos marcos ontológicos. Cabe señalar que se definen estos términos como una constelación de desarrollos teóricos que tuvieron lugar a partir de la segunda mitad del siglo XX, principalmente en Francia, pero que luego se expandieron a otras latitudes que tienen como premisa central el reconocimiento del carácter contingente y plural, necesario de todo fundamento de lo social. En otras palabras, nos referimos a un conjunto de autores que sostienen que no hay esencias, fundamentos últimos o sustancias de los objetos y prácticas sociales, sino que aquellas son asignadas a partir de una operación de poder que las instituye como tales. En consecuencia, las características o propiedades de cada significante no remiten a un en sí de cada elemento, sino que están fundados políticamente. Sin embargo, ello no implica sostener un relativismo ingenuo o desconocer los modos sedimentados y estabilizados de relacionarnos con los entes y prácticas como propondría un antifundacionalismo ramplón; a distancia de ello se reconoce que los fundamentos (aunque precarios y susceptibles de ser disputados en ciertas coyunturas) operan y se vuelven necesarios para poder significar y comunicarnos. A partir de ello es que la discusión política por excelencia no es otra que la disputa por el sentido de las palabras y la estabilización de su significado. En este marco la pregunta del postfundacionalismo se traslada desde el qué es de las cosas, el interrogante ontológico por excelencia de la filosofía, hacia las condiciones de posibilidad que permiten ciertas fijaciones significativas respecto a los objetos.1

CUATRO MIRADAS CANÓNICAS SOBRE LA REPRESENTACIÓN

Las reflexiones acerca de la representación política tienen una larga trayectoria en la historia del pensamiento político. Inauguradas por Hobbes, continúan siendo tema de discusiones teóricas en la actualidad. Eso se debe al rol central que ocupa el concepto en la estructura de todo orden político. Si nos remontamos en el tiempo, podemos decir que la importancia de la representación se puso de manifiesto con la aparición del Estado Moderno, a raíz de la necesidad de legitimar el poder que este nuevo fenómeno provocó como consecuencia de la decadencia de las fuentes tradicionales de legitimación del poder, tales como la existencia de un orden natural de origen divino. La justificación del sometimiento al poder político, ahora entendido como una creación voluntaria de los miembros, se basa en que quienes mandan representan a quienes obedecen. O, en otras palabras, que quienes obedecen, de alguna manera, se están ordenando a sí mismos. En relación a este problema, diferentes posicionamientos han surgido intentando dar cuenta de este fenómeno.

Entre las visiones canónicas que dominan la ciencia política, encontramos a quienes piensan la representación en términos de delegación. En este sentido, el representante no es más que un mero ejecutor de las decisiones e intereses de los representados y no hay posibilidad de que tenga iniciativas propias, pues carece de toda autonomía. Las demandas y las identidades de los representados anteceden al vínculo representacional, ante esto lo único que queda es transmitirlas y comunicarlas de la forma más transparente posible por parte de los representantes. Esta visión fue perdiendo vigencia y hacia finales del siglo XVIII comenzó a generalizarse la desvinculación entre el representante y el sector particular que lo eligió, siendo ahora representante de una totalidad (la nación) de la cual sus electores son solo una parte. Este último sentido funcionaría como el paradigma vigente en una gran cantidad de expresiones vertidas por los políticos de turno, configurando una suerte de “sentido común” en muchos de nuestros países. Por ejemplo, en Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, hace algunos años, en ocasión del denominado “conflicto con el campo”2, sostuvo que representa los intereses de todos los argentinos y que actúa en nombre de todos ellos:

Yo represento los intereses, no solamente de los que me votaron, que fueron muchos, sino también de los que no me votaron. Yo represento, además, los intereses de lo que dije en la campaña electoral, porque hay otra cosa de la que nadie habla. Si hoy un dirigente rural tiene la representación de su sector, yo también tengo la representación de lo que dije que iba a hacer como presidenta de la República Argentina, porque eso es calidad institucional (Fernández de Kirchner, 2008).

Más recientemente, en su discurso de asunción al cargo, el actual presidente del mismo país, Mauricio Macri, de signo político opuesto al de Cristina Fernández de Kirchner, señalaba en una línea similar a su predecesora:

Quiero agradecer a todos mis compatriotas porque los siento parte de un camino común y porque decidieron darme el honor de ser presidente. Yo voy a poner lo mejor de mí para que esa decisión beneficie a todos. Veo al país como un gran equipo conformado por millones de seres esperanzados y a ellos les ofrezco, agradecido, mi mejor esfuerzo. (Macri, 2015).

Una segunda visión posible es la opuesta a la planteada: ahora el representante tiene un grado de autonomía máximo frente a sus representados. Ya no debe escuchar la opinión de sus electores, sino su propio juicio y conciencia en busca del bien general de la totalidad. Dicho de otro modo, la carga con respecto al primer modelo se invierte: el representante ya no recibe instrucciones vinculantes, ahora maniobra según su propio criterio.

Desde nuestra perspectiva, ambas posturas parecen convivir en la actualidad en el complejo proceso que constituye la representación. Si bien, por un lado, el representante ya no es un simple ejecutor de órdenes, por otro, el mandato delegativo se impone como límite al criterio subjetivo del representante para actuar. En consecuencia, para comprender la representación, sería necesario articular ambas perspectivas. Diremos algo más al respecto en algunos momentos.

Un tercer modo de ver la representación lo conforma la visión de la representatividad sociológica, que se ocupa principalmente del organismo representativo en tanto “microcosmos” y reproducción fiel del cuerpo de representados. Es decir, la representación consiste básicamente en una personificación por parte del representante de algunas características relevantes de los representados considerados en su conjunto. En ese contexto, los partidos de masas representan a los actores sociales en el campo político, haciendo de la representación un mero reflejo de la estructura social. Como puede deducirse, existe cierta similitud entre este último modelo representativo y la primera perspectiva planteada. Si la representación consiste en una traslación de aquello que se constituye en el campo de lo social hacia el campo político, el rol del representante se reduce tanto que prácticamente sería equiparable con el rol que tiene en un modelo de mandato imperativo. De esto se desprende que, por un lado, se produciría una mayor identificación entre gobernantes y gobernados, y por otro, que nos aproximaríamos lo más posible al autogobierno del pueblo. Sin embargo, nos interesa marcar, porque será un punto que retomaremos más adelante en nuestra argumentación, que esa postura asume una visión ciertamente negativa de la representación, en el sentido de que emerge de la imposibilidad material de una efectiva forma de autogobierno por parte del pueblo. Si bien se va asumiendo el carácter inevitable de órganos de gobiernos representativos como producto de la complejidad que van adquiriendo las sociedades, la utopía del gobierno del pueblo sigue siendo el parámetro para evaluar la deseabilidad de las distintas formas de gobierno, de forma que el modelo sociológico de representación es visto como mejor en la medida en que refleja de manera más fiel el campo de lo social. En próximos apartados sostendremos que la problematización de esta visión permitirá arrojar luz sobre varios aspectos de la representación que no son tomados en cuenta.

Finalmente, una última visión, aunque vinculada a las anteriores, es la que piensa en la representación en términos de responsabilidad, en la cual se distingue entre pueblo y nación. Siguiendo a Sartori (1992), decimos que afirmar que la soberanía reside en el pueblo supone la existencia de al menos dos voluntades, la del pueblo y la del órgano representativo (Monarca, Asamblea et al.); pero si, por el contrario, es la nación el lugar del poder soberano, “entonces existe, en concreto, únicamente una voluntad, puesto que la voluntad de la nación es la misma voluntad de los que están legitimados para hablar en su nombre” (Sartori, 1992, p. 227). Y este es precisamente el cambio que supuso la Declaración de Derechos de 1789, al ubicar a la nación como el lugar donde reside la soberanía, cuestión que impacta drásticamente en el concepto de representación, vinculándose al representante en términos de responsabilidad hacia los representados. La representación va a dejar de ser pensada exclusivamente en términos de una relación donde los representados delegan a los representantes o donde estos últimos reflejan alguna condición de aquellos. Por el contrario, ahora los representados otorgan un poder (la soberanía) a los representantes, que les permite decidir en nombre de una totalidad única e indivisible (la nación). De este modo, “no sólo los representantes eran declarados agentes libres a los cuales no se debía dar instrucciones; eran llamados a representar una voluntad que no preexistía, en concreto, a su propia voluntad” (Sartori, 1992, p. 227). De esto se deriva para Sartori una importante conclusión: “que la representación no puede no tener un fundamento electivo” (Sartori, 1992, p. 233). Si ahora el vínculo está definido por la responsabilidad (en la medida en que los representantes gobiernan), la representación exige la existencia de algún modo de expresarse y protegerse por parte de los representados y que les asegure la obligación de que los representantes respondan por su accionar. En definitiva, estamos frente a un desplazamiento fundamental sobre la idea de representación; tal cual lo expresa Abal Medina parafraseando a Bernard Manin: “el gobierno representativo no es un tipo (el indirecto) de gobierno del pueblo (democracia), sino otra cosa distinta, una forma de gobierno en la que algunos gobiernan en lugar de otros, es decir los re-presentan” (Medina, 2004, p. 53).

Una vez dicho esto, nos proponemos reflexionar críticamente sobre estas posiciones y plantear, siguiendo a otros autores, algunas ideas alternativas surgidas desde nuestro posicionamiento postfundacionalista para pensar la cuestión abordada.

MIRANDO LA REPRESENTACIÓN DESDE EL POSTFUNDACIONALISMO

Desde la visión que intentamos plantear, entendemos que emprender discusiones sobre el “verdadero” sentido de la representación, o sobre los mecanismos que garantizan una representación “correcta”, resultan estériles. Partiendo de la precariedad y la contingencia existente en el vínculo entre el significante (representación) y el significado que resulta siempre parcial, arbitrario, fruto de una operación política, la búsqueda del “verdadero” concepto de la representación a través de su desarrollo histórico se vuelve improductiva. Pierde sentido la búsqueda de una “verdad” subyacente a través de la comparación de los diferentes sentidos que la representación política va asumiendo en los diferentes contextos sociopolíticos. Por ello se vuelve pertinente poner en evidencia una serie de limitaciones presentes en las aproximaciones expuestas en las líneas anteriores.

Situándonos desde el denominado pensamiento político postfundacional (Marchart, 2009), concebimos la ruptura como un momento fundacional, a la vez que sostenemos la imposibilidad ontológica de la existencia de un fundamento último (o verdad), proponiendo a cambio la existencia de fundamentos siempre contingentes, que se constituyen a partir de intervenciones políticas. Este pensamiento, que se caracteriza por su potencial desestabilizador, comprende a lo político como una dimensión constitutiva de toda construcción social y como terreno del “aparecer”, en donde se configuran las identidades de los sujetos. Desde esta perspectiva, no podemos dejar de remarcar “la importancia que tiene en la política el momento de la ruptura fundacional, es decir, ese momento en que la representación instituye una identidad política nueva” (Yabkowski, 2010, p. 42). Así, el postfundacionalismo, que busca “garantizar la contingencia de lo social, pero sin olvidar la necesidad de fundarlo”, entiende que “la representación es el proceso que instituye una identidad política nueva, cuando se crea una nueva comunidad política a partir de un fundamento contingente” (Yabkowski, 2010, p. 45). Esta comunidad es necesaria, pero simultáneamente imposible o incompleta por tener un afuera excluido que siempre subsiste. De esta manera, y teniendo en cuenta a Lefort, la representación política sería una forma institucionalizada del conflicto que encarna una diferencia, impidiendo que el Estado se cierre en sí mismo y se configure como un polo de poder total. La representación política somete al Estado a la diversidad de las demandas y hace depender al gobierno siempre del pueblo.

Siguiendo a Yabkowski, decimos que la representación implica pensar en el momento de ruptura fundacional y no tanto en las condiciones que posibilitarían que esta identidad surgida de ese quiebre se consolide, se mantenga o se extienda (momento institucional). Sin embargo, una vez situados desde la perspectiva postfundacional y establecida la importancia del momento de lo político, se vuelve relevante “volver a pensar el momento institucional de la representación, pues es posible que, para llevar a cabo un proceso democratizador, este momento resulte ser tan fundamental como el momento de la ruptura instituyente.” (Yabkowski, 2010, p. 54). Retomaremos esta idea en breve.

Se trata entonces de pensar la representación como un fenómeno creador, que no parte de un objeto original que le preceda, sino que construye un sentido a partir del hiato existente entre las partes. Ahora ya no se piensa la relación como autorización por ocupar un lugar institucional (tradición hobbesiana) en donde el representante es autorizado para actuar, al tiempo que se libera de la responsabilidad de las consecuencias de su acción, quedando la representación definida previamente a su efectivización. Por oposición, ver la representación como alguien que actúa en lugar del otro, abre las puertas a las preguntas por las características del accionar. En este caso, la legitimidad de la representación se construye, pretende y sostiene más allá del acto institucional eleccionario, aunque comience con él. Se trata de un proceso que no deja de producirse.

Situándonos en el pensamiento de Laclau, y dejando atrás las perspectivas trazadas en el apartado anterior, decimos que la relación que se origina en el proceso de representación no es un fenómeno que, como la teoría de la democracia ha creído, se produzca a partir de una lógica dicotómica entre las siguientes dos opciones: “o bien el líder representa la voluntad de sus seguidores, o bien los seguidores representan la voluntad del líder” (Laclau, 2005, p. 199). Esta idea presupondría que resulta saludable que la relación de representación sea lo más transparente posible, a fin de que se transmitan de manera fiel los intereses de los representados. En oposición a esta visión, creemos que la representación cuenta con dos dimensiones o movimientos que le son inherentes, constitutivos y se dan, de manera simultánea, del representado al representante y del representante al representado. Así, la tarea del representante no se caracteriza por transmitir ciegamente la voluntad de sus representados, sino en hacerla creíble y compatible con los intereses de la comunidad, dándose esta negociación en un espacio diferente de donde aquella voluntad fue originalmente constituida. De esta manera, el representante no solo recibe órdenes, sino que, además, agrega algo al interés que representa, provocando la modificación en ese mismo proceso de representación de la identidad que representa. En consecuencia, “el representado depende del representante para la constitución de su propia identidad” (Laclau, 2005, p. 200). Dicho de otro modo, la política deja de verse como el grado cero a partir del cual identidades políticas predefinidas discuten desde intereses preconcebidos y cerrados, o como un epifenómeno que sencillamente reproduce y transmite identidades determinadas en otras esferas, y comienza a verse como un proceso de construcción y articulación permanente de identidades complejas en el que la representación cumple un rol central que habilita la conformación de diversas equivalencias entre intereses plurales.

Vinculado a lo que venimos sosteniendo, un problema que queremos destacar y que nos parece central por estar en la base de las aproximaciones clásicas a la representación política, es que estas parten de una escisión entre lo social y lo político. Y es a raíz de esa distinción que luego pueden pensar en identidades plenamente constituidas y cerradas. Esto no les permite dar cuenta del hiato, falta o fisura, existente en todo sujeto y que constituye la base de todo proceso de construcción de identidades políticas que nunca es anterior al de representación. En otras palabras, la representación ocupa el espacio de esa falta y construye la identidad de los representados performativamente, a partir de discursos que logran interpelar a ciertos sectores previamente desarticulados, que una vez que sienten que sus demandas han sido tenidas en cuenta, pasan a conformar un campo común en una identidad compartida previamente inexistente. De esta manera, la conformación de ese “pueblo”, de esa identidad popular común, existe (y llena, aunque parcialmente, su falta) solo a través de y en su representante (además de la necesaria alteridad a la que debe oponerse, al exterior constitutivo que toda identidad necesita para ser tal). Pero simultáneamente, el representante solo puede ser representante en tanto tenga a quien representar, a alguien que lo designe. Se configura de esta forma un proceso circular de la representación, nunca completamente acabado. En este punto, parece importante introducir una aclaración: estas prácticas articulatorias que construyen sentido no se producen en el vacío discursivo, sino en un “campo parcialmente objetivado por la sedimentación de prácticas articulatorias pretéritas, y en un campo en que el sentido deberá establecerse a partir de la competencia entre las diferentes prácticas articulatorias” (Aboy Carlés, 2001, p. 42).

Lo que decimos se sostiene en que las voluntades de los representados no se encuentran constituidas de manera anterior en un espacio que podríamos considerar prepolítico. Es esta falta en la identidad, ese vacío existente en la constitución del sujeto, lo que otorga margen de maniobra a los representantes, que desarrollan la tarea democrática de “incorporar diversos sectores a la esfera pública” proveyendo un “punto de identificación” y generando “la constitución de esa voluntad mediante el proceso mismo de representación” (Laclau, 2005, p. 201). Así, contrario a lo que las teorías clásicas de la representación política postulan -y más recientemente la lógica de los grupos focales como técnica a la que la política apela para saber lo que la ciudadanía ya demanda-, la voluntad del pueblo no existe de manera previa al proceso de representación, ya que los representados necesitan de los representantes por tener su identidad incompleta, ocupando el representante el lugar del suplemento y contribuyendo en la construcción de esas identidades, de manera no neutral (Laclau, 1998, p. 201). Eso es lo que hace que la relación de representación sea necesaria o constitutivamente impura y no transparente: la necesidad recíproca de ambos movimientos (del representado al representante y del representante al representado). El representante tiene la responsabilidad de interpelar, de dar voz, palabra y parte a aquellos excluidos, faltos de identidades sociales, para de esa manera construir una voluntad que los represente en el sistema, por ello el vínculo bidireccional (tanto ascendente como descendente) de la representación constituye un aspecto de suma importancia para la democracia.

Retomando algunos puntos que mencionamos más arriba, decimos que la representación consiste en hacer presente a alguien en un lugar en el que no está. El problema, como marca Laclau, se presenta porque el espacio en donde se produce la representación no es el mismo que en donde se constituyó la identidad; esto provoca, que la relación no pueda ser del todo transparente, porque implicaría la desaparición de la representación, por estar presente la misma voluntad en dos lugares distintos, y que se transmita sencillamente la voluntad ya constituida. Entonces, debe producirse algo nuevo a partir de esa relación que no está dado por la identidad del representado, la transparencia no se logra nunca en tanto que hay una dislocación permanente entre representante y representado. Incluso podríamos radicalizar aún más el argumento y sostener, tal como lo hace Aboy Carlés, que no existe algo así como una “identidad básica” a partir de la cual se configura el proceso de representación, sino que existen “campos parcialmente objetivados y sedimentados (no ajenos a la lógica de la representación y la suplementariedad en su constitución) sobre los que toda identidad se construye (Aboy Carlés, 2001, p. 44).

Pensando por ejemplo en lo ocurrido con la emergencia del kirchnerismo en Argentina, la crisis del 2001 habilitó el ingreso a la agenda política nacional de determinadas demandas, que no podrían ser desconocidas por el gobierno que aspirara a representar a la ciudadanía. Sin embargo, esa disponibilidad de demandas fue asimilada por el proceso político iniciado en 2003 en la Argentina de un modo singular, configurándose como una de las respuestas posibles a ese escenario abierto y en disputa. Lo que estamos señalando con esto es la ruptura con todo vínculo de necesidad que pudiera llegar a sugerirse o leerse. De esa manera, la recuperación de la actividad política capitalizada por el kirchnerismo, levantó los pilares de la nueva legitimidad, de la credibilidad en el nuevo lazo de representación (Rinesi y Vommaro, 2007, p. 458), a partir de la inscripción en su discurso de esas gramáticas que emergieron durante la crisis y que fueron articulados y dotados de sentido en la cadena equivalencial kirchnerista.

Tal como señala Laclau, “si necesito identificarme con algo, es, ante todo, porque carezco de una identidad plena; tales actos de identificación sólo pueden concebirse como el resultado de una falta que existe dentro de la estructura y llevan la huella permanente de ella” (Laclau, 1993, p. 6). Toda identidad está constitutivamente dividida, contando por un lado con su especificidad y por otro con una alteridad a la que se opone. O, dicho de otro modo, por un lado será su propio contenido y por otro encarnará “la forma general de completamiento”, es decir, completa la brecha existente.

Algunas líneas atrás, enunciamos la imposibilidad de la transparencia en la relación de representación. Esto es consecuencia de que, en la representación, el representante sustituye y al mismo tiempo encarna al representado. Si la voluntad del representado estuviera plenamente constituida, el representante solo asumiría una función mediadora, teniendo un lugar casi invisible. Sin embargo, esta idea de representación perfecta no puede producirse por la lógica inherente el mismo proceso de representación. Eso es producto de la calidad de incompleta de la identidad del representado, una condición ontológicamente no erradicable, que a través del proceso de representación adquiere el suplemento necesario para completar (parcialmente) su identidad, siendo este suplemento un agregado enteramente nuevo, lo que modifica y amplía la identidad del representado (Laclau, 1993, p. 6). Lo que se representa entonces no es una esencia preconstituida del sujeto, sino aquello que le falta, “la forma de la plenitud ausente”. Hay un hiato variable entre la esfera de la “heterogénea turbulencia social” y “los gobernantes”, que viene a ser zanjado por la representación (Rinesi y Vommaro, 2007, p. 452).

Como consecuencia, el rol de representante nunca puede reducirse a la mera transmisión de un interés preconstituido, porque el espacio en donde debe representarlo “requiere procesos de negociación y de articulación con toda una serie de fuerzas y de problemas, que superan de lejos lo imaginable y deducible desde el lugar” (Laclau, 1993, p. 10) en donde se formuló. Ese proceso construye y transforma el interés y la identidad tanto del representante como del representado. Por ello el proceso de representación se conforma de “dos direcciones de un movimiento indecidible que es constitutivo e irreductible” (Laclau, 1993, p. 10). Por ejemplo, en el Parlamento, un congresista ligado a los intereses del sector agropecuario deberá articular y negociar los intereses que representa con otros representantes de sectores diversos, empresariales, económicos, industriales, etc. a fin de hacerlos compatibles o partícipes de un propósito común. De esa negociación se producirá una modificación de las identidades. Esto genera que intereses que en principio no tienen vinculación puedan terminar formando parte de una misma cadena equivalencial como efecto de la coyuntura. Se podría pensar, por ejemplo, en el contexto de un debate por el aborto, en donde un representante de los sectores en contra de su legalización se presenta como articulador de distintos grupos que incluiría a grupos católicos y a otros que no los son, pero que terminan conformando una misma identidad discursiva. O, pensando en una situación distinta, el caso de Argentina y el menemismo, habilitado por un contexto favorable, que reconvirtió la identidad peronista con sus políticas, al tiempo que actuó como receptor de determinadas demandas provenientes de los sectores vinculados al establishment o los organismos internacionales de crédito, los cuales históricamente habían permanecidos excluidos de dicha identidad.

Por otra parte, la necesidad del exterior constitutivo de toda identidad nos muestra la representación como un objeto a la vez que necesario, imposible. Imposible porque nunca puede ser total, porque la dislocación es siempre una amenaza a la identidad; y necesario porque es tal amenaza la que permite constituir dicha identidad. Esto es lo que implica el antagonismo como constituyente de toda identidad: una identidad que al tiempo que es afirmada es puesta en cuestión. Dicho de otra manera, lo que se representa es la forma de la plenitud ausente. La representación presupone así el vaciamiento y la encarnación de esa forma vacía por los contenidos particulares más diversos (Laclau, 2000, p. 79). Eso explica que la relación de representación no solo es la constitución de algo nuevo, sino también un objeto que a la vez que imposible es necesario.

En síntesis, una vez que asumimos la representación como un proceso bidireccional, de contaminación mutua entre representantes y representados, que consiste en la producción de una identidad inexistente anteriormente, pero que a su vez no deja de estar en permanente reconfiguración, podemos derivar ciertas consecuencias significativas para pensar algunas temáticas teórico-políticas relevantes de los últimos años en la región.

REPRESENTATIVIDAD, POPULISMO Y DEMOCRACIA

Visto así, un proceso sobre el que se ha dicho mucho en los últimos años, como es la crisis de representación, significaría la ausencia de la interpelación, la pérdida de legitimidad, la falta de sutura de las identidades y la ausencia del suplemento que son los representantes para las identidades. O, en palabras de Rinesi y Vommaro, la crisis de representación no implica una crisis del principio de la representación (es decir, de la separación) como principio organizador de la vida política, sino, exactamente al revés, su pleno triunfo, su perfecta apoteosis. Lo que lo que suele llamarse “crisis de representación” implica en realidad la idea de que solamente hay, en la relación entre representantes y representados, ese lazo vertical y distanciador que es la representación, no corregido, ni compensado por ninguna forma de participación popular. Por eso, quizá convendría hablar, cuando se quiere aludir a este fenómeno que suele designarse como “crisis de la representación”, de algo ligeramente distinto: de “crisis de la representatividad”. (Rinesi y Vommaro, 2007, pp. 424-425). En otros términos, la crisis de la representatividad se entiende como la inexistencia de una mediación política e institucional que funcione como mecanismo reductor de la distancia entre representantes y representados. En tanto se cristaliza el lazo produciendo la total diferenciación entre unos y otros, se produce un espejismo en el cual los polos de la relación operan de manera escindida, prácticamente sin vínculo y los representantes no tienen nada que ofrecer manejándose en un espacio sin contacto. De alguna manera, los procesos catalogados como populistas que se desarrollaron desde comienzos del siglo XXI en América Latina, lograron (con diferente grado y nivel de profundidad) modificar ese escenario, produciendo la interpelación de amplios sectores populares a los que afectaron identitariamente y restituyeron (parcialmente) el lazo representativo bidireccional.

Pasando a otro punto, aunque vinculado con lo que acabamos de indicar, si enfocamos nuestra reflexión en el populismo, entendido en términos de Laclau3, podríamos decir que la lógica de la representación es la que permite la emergencia de las identidades populares y del populismo. Funcionando en muchas oportunidades el representante o líder como el significante vacío que encarna a la totalidad de la cadena equivalencial, homogeneizando y articulando a las diferentes demandas que conforman dicha cadena.

De esta manera, la representación asume una caracterización intrínsecamente populista en los términos de Laclau. La lógica populista, a través de la cual se conforma al pueblo como una identidad, impide por sí misma la realización de lo que autores como Žižek denominan su “tendencia al fascismo” (2008). Fundamentalmente, porque siempre quedará un resto heterogéneo que no se puede incorporar a la cadena de equivalencias que conforma el pueblo y que obliga a su constante reconfiguración, pues siempre hay algo que le falta; o bien como una representación imposible por exceso, porque siempre habrá algo que la excede y que permanecerá por fuera. En este mismo sentido, es la constante incorporación de particularidades a la cadena de equivalencias, ese movimiento extensivo, el que impide la clausura y la totalización, evidenciando su carácter siempre contingente y en permanente disputa por el trazado de su límite. (Yabkowski, 2010).

La representación nunca es plena y los desplazamientos involucran a entidades que en otro momento se ubicaban fuera del esquema, sin ser representadas (esa es la tarea del populismo, incorporarlas). Los discursos aparecen como el factor fundamental en la configuración de un lazo representativo, legítimo, entre los representantes y los representados de una democracia. Ese discurso, para poder cumplir de manera adecuada con la tarea de volver legítimo un cierto modo de ejercicio del poder político, “debe por su parte dialogar con (interpelar a, hacerse carne en) un público movilizado y activo, una ciudadanía organizada y crítica, que se reconozca en ella, la tome y la arraigue en el movimiento vivo de la historia” (Rinesi y Vommaro, 2007, p. 427). Así, la falta de palabras es entendida como falta de discursos que nos interpelen y generen una democracia fuerte. La posibilidad de construir un lazo de representación legítimo o representativo está asociado a la aptitud de los políticos o de las élites políticas para articular discursivamente programas, razones y promesas verosímiles y capaces de interpelar exitosamente a la ciudadanía y de generar en ella la confianza y la credibilidad que ese lazo requiere (Rinesi y Vommaro, 2007).

Un último punto que quisiéramos abordar en este apartado es que la condición misma de una democracia con participación y movilización popular está estrechamente ligada a la concepción que tengamos sobre la relación entre representante/representado. Para una democracia que cuente con una esfera pública vibrante, se hace imprescindible que los representantes adquieran un rol activo en la formación de voluntades colectivas en vez de ser solo el espejo pasivo de intereses preconstituidos en el nivel de la sociedad civil. Romper con la transparencia defendida desde otras posiciones entre la voluntad del representado y el accionar del representante, permite activar la democracia (Mouffe, 1999).

Pensar en anular de antemano la distancia existente entre representantes y representados, que colabora con el desarrollo de la democracia, significa anular el trabajo de la política democrática que busca achicar esa brecha; significa eliminar la política, siendo de esa forma una de las expresiones más evidentes de la antipolítica. Las teorías sobre la democracia se han preocupado de manera casi exclusiva por la posibilidad de que el repre-sentante desoiga o traicione la voluntad de su electorado, olvidando el papel que este tiene en la constitución de la voluntad de sus representados. Visto así, ahora la democracia no sale fortalecida en la medida que la representación vea limitada sus alcances en favor de la participación directa, sino que debido a la multiplicidad de niveles y ámbitos en que se conforman las identidades, y también gracias a la inestabilidad y falta de integración de estas, la representación política que permitirá la articulación de intereses y la conformación e integración de identidades colectivas se vuelve vital para el fortalecimiento democrático. En este mismo sentido, pensar en la representación como una relación de suplemento en la construcción de identidades, evita concebir a las identidades cerradas, lo que devendría en la imposibilidad de la competencia democrática, ya que no se requeriría de representación alguna. Entonces, como señala Laclau:

Si existe una brecha en la identidad de los actores sociales, en cambio, el completamiento de esa brecha generará por fuerza una división entre el contenido del completamiento y la función del completamiento y como esta última no está necesariamente asociada a ningún contenido, los diversos contenidos rivalizarán entre sí para encarnar la forma en sí del completamiento. Una sociedad democrática no es aquella en la que predomina incuestionado el “mejor” contenido, sino aquella en la que nada ha sido adquirido de manera definitiva y siempre existe la posibilidad de cuestionarlo (Laclau, 1993, p. 11).

En última instancia la democracia es eso, significa no cerrar de manera definitiva las identidades y la imposibilidad de una “cimentación racional última”.4 De esta forma:

Está claro que si no existe un cimiento racional supremo de lo social, la representatividad total es imposible; pero en tal caso no podemos hablar tampoco de representaciones “parciales” que serían, dentro de sus respectivos límites, cuadros más o menos adecuados del mundo. Si la contingencia radical ha ocupado el terreno del cimiento, todo significado social será una construcción social y no un reflejo intelectual de lo que son las “cosas-en-sí”. La consecuencia es que en esta “guerra de interpretaciones”, el poder, lejos de ser meramente aparente, pasa a ser constitutivo de la objetividad social (Laclau, 1993, p. 13).

Por ello decimos que lo que caracteriza a la democracia no es su identificación con una forma jurídica específica (aunque estas no le resulten indiferentes), ni tampoco la lógica de la infundabilidad y la autodivisión, sino más bien el reconocimiento de esa lógica en tanto constitutiva (Marchart, 2009). O como sostiene Yabkowski:

la democracia consiste en abrir ese juego de enunciaciones y construcciones del mundo hacia todas aquellas esferas donde se lucha por el sentido, de modo que ya no queda reducida a los estrechos márgenes de las instituciones, sino que puede (y debe) desplegarse hacia todos los espacios donde transcurren las luchas raciales, étnicas, de género, ecológicas, etc. (Yabkowski, 2009, p. 176).

Coincidimos en señalar que, en la actualidad, a diferencia de lo que sucedía en otro momento histórico, la democracia ya no se encuentra amenazada por “la rigidez, la totalización, lo cerrado, la osificación, el olvido y la negación de la contingencia, sino más bien lo contrario” (Yabkowski, 2010, p. 48). El problema hoy parece ser la dispersión, la imposibilidad de construir una unidad, una articulación hegemónica significativa que permita fijar sentido y articular el espacio social a partir de él. El problema ahora es la escasez de representación, por lo que será necesario encontrar elementos que nos permitan reactivar el momento “para la institucionalización, para la sedimentación, para la constitución de la unidad ante el paisaje de la pura dispersión” (Yabkowski, 2010, p. 48). Efectuada la ruptura instituyente, lo que se necesitaría sería encontrar los elementos que permitan sedimentar, cristalizar esa ruptura.

A MODO DE SUGERENCIA: EL APORTE DE WITTGENSTEIN PARA PENSAR LA REPRESENTACIÓN

Finalmente, sin intentar profundizar y dejando abierta la intuición para futuras indagaciones, consideramos importante pensar en la representación como un concepto que posee una típica estructura de parecido de familia empleado por Wittgenstein. Como puede observarse, se aplica el concepto representación a un conjunto diverso de relaciones (entre burgueses y asamblearios; entre notables y pueblo; entre monarca y súbditos; entre ciudadanos y parlamentarios; entre nación y ciudadanos; etc.), suponiendo que cada una de estas tienen una o más propiedades en común. Sin embargo, esto es lo que no deberíamos dar por supuesto.

Siguiendo el famoso ejemplo que propone Wittgenstein sobre la palabra “juegos” (Wittgenstein, 1953, pp. 87-89), sería interesante pensar que el término representación, “en vez de indicar algo que sea común a todo lo que llamamos… [una relación de representación] no hay nada en absoluto común a estos fenómenos por lo cual empleamos la misma palabra para todos -sino que están emparentados entre sí de muchas maneras diferentes-. Y a causa de este parentesco, o de estos parentescos, los llamamos a todos [representación] (Wittgenstein, 1953, p. 87). En otras palabras, no hay nada parecido a un “común denominador”, sino más bien un repertorio complejo de similitudes y diferencias, de características que a veces están y otras no cuando intentamos compararlas entre sí. Por ejemplo, hablábamos de una relación de representación para dar cuenta del vínculo entre las corporaciones burguesas medievales y los miembros de los órganos representativos de los burgos, pero también nos referíamos con el mismo término cuando caracterizábamos el vínculo entre los partidos de notables y los pocos ciudadanos que tenían derecho a voto. Como ya advertimos, en uno y otro contexto el rol de los representantes es sustancialmente distinto: en el primer caso no gobernaban, sino que solo eran un canal de transmisión entre los habitantes de las ciudades y el gobernante territorial; mientras que en el segundo caso eran miembros de un Parlamento que iba progresivamente ejerciendo funciones gubernamentales. Ahora bien, ¿qué hay en común, entonces, entre estos dos vínculos? Podríamos decir que en ambos casos los representantes representaban a un conjunto más o menos amplio de personas. Pero, como hemos puesto en evidencia, tras la Revolución Francesa los representantes no lo eran de los ciudadanos, sino que representan a la nación en su conjunto. Sin embargo, seguíamos utilizando el mismo significante para dar cuenta de un vínculo que es sustancialmente distinto pero que a la vez guarda un parecido de familia que nos habilita a seguir empleándolo. Y esta es una de las principales consecuencias de la propuesta de Wittgenstein: no solemos aplicar un concepto a diferentes situaciones o casos porque tengan una propiedad común, sino que, al contrario, adquieren estas propiedades comunes como consecuencia de la operación que los incluye en el mismo concepto.

Es decir, cuando usamos la palabra “representación” para referirnos a ciertas relaciones políticas, no lo hacemos porque estas tengan un rasgo en común sino que, en realidad, estas acaban poseyendo estas propiedades comunes como resultado de la operación que las clasifica como relaciones de representación. Por lo tanto, todo dependerá de los criterios que seleccionemos como relevantes para considerar una relación como de representación y -cuestión en absoluto menor- cuáles criterios decidamos excluir de dicha operación. Por esto podemos afirmar que el presidente boliviano, Evo Morales, “representa” a su pueblo al igual que la canciller Ángela Merkel representa a los alemanes… Este sugestivo aporte que Wittgenstein nos pone a disposición para pensar los conceptos de las ciencias sociales nos obliga a reconsiderar el modo en que nos venimos relacionando con ellos y, en consecuencia, con el modo en que construimos el mundo.

REFLEXIONES FINALES

Para finalizar, solo queremos recapitular brevemente algunas de las principales ideas expuestas en estas páginas. Nos propusimos exponer algunas dimensiones de las que las aproximaciones tradicionales de la ciencia política sobre la representación política no pueden dar cuenta. En este sentido, es que desde el posestructuralismo consideramos que el representante nunca puede ser un simple transmisor de una voluntad preconstituida, sino que la misma se construye en el proceso de representación modificando la identidad de las partes intervinientes (representantes y representados). Así, el representante agrega “algo” al interés que representa, funcionando como suplemento de la falta constitutiva de las identidades. De esta forma, la relación de representación tiene dos direcciones: una que va desde los representados hacia los representantes; pero también existe otra, la que va desde los representantes hacia los representados.

Las aproximaciones canónicas que hemos revisado se sostienen en la existencia de una escisión ontológica entre el Estado y la sociedad, entre un campo de la política y un campo de lo social. Desde este relato, los sujetos conforman su propia identidad en el campo de lo social y llegan ya constituidos al campo de la política, subestimándose consecuentemente el carácter constitutivo y performativo de la representación (y de lo político más en general). De una u otra manera, en todas las definiciones de representación está presente la noción de que el representado posee algo (valores, intereses, etc.) y de que el representante tiene que representar dado que su conformación es previa al momento de la representación. De lo que se trata entonces, es de romper con la visión institucionalista (que paradójicamente tiende a subestimar la influencia de las instituciones representativas sobre el comportamiento de los ciudadanos), que reduce la representación a la autorización, y también reduce a la democracia a sus aspectos formales; se encuentra vinculada a la forma liberal de comprender la política, que sostiene la separación entre gobernantes y gobernados, dejando de lado la participación y el contralor ciudadano del gobierno. Entonces buscamos reintroducir la importancia de lo político como dimensión constitutiva de lo social, que permite dar cuenta de la conformación de identidades y repensar el proceso de representación.

Pensar la representación de la forma que planteamos permite entenderla como el cruce entre dos tradiciones: la tradición liberal, que enfatiza la centralidad del valor de la representación política y del establecimiento de lazos verticales entre los ciudadanos y las instituciones del Estado; y la tradición democrática, que acentúa la importancia del valor de la participación popular, deliberativa y activa, en los asuntos públicos y en consecuencia, auspicia el establecimiento de lazos horizontales de los ciudadanos.

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1 Si bien no es el objetivo de este escrito hacer un desarrollo detenido de la perspectiva, se mencionará algo más al respecto en el apartado “Mirando la representación desde el postfundacionalismo”.

2 Se denominó así al conflicto que comenzó en marzo del 2008 cuando el Poder Ejecutivo dictó la resolución 125/08, que establecía un nuevo régimen de alícuotas sobre los derechos de exportación de oleaginosas con el objetivo de contener la producción de soja, principalmente, ante la subida creciente de los precios internacionales. Esta medida provocó la reacción de las entidades agropecuarias que decretaron el cese de comercialización y realizaron cortes de ruta en diferentes puntos del país. Luego de un mes de protestas, el gobierno logró que las entidades se sentaran a negociar, aunque dichas negociaciones no prosperaron y los ruralistas volvieron a detener la comercialización de alimentos y provocando “desabastecimientos” en algunos lugares. Varios meses más tarde, el Congreso debatía la medida dirimiéndose con el voto “no positivo” para el proyecto oficial del propio vicepresidente Julio Cobos, dejando así la medida sin efecto (Cremonte, 2010).

3 Laclau sostiene que el populismo comienza con la aparición de un antagonismo que implica un espacio social fracturado ante la existencia de demandas insatisfechas y de un poder insensible a ellas. Entre estas demandas se produce luego una articulación equivalencial donde se privilegia lo que ellas tienen en común, su antagonismo con el poder. Finalmente, se cristaliza una identidad popular a través de una operación hegemónica, cuando una de las demandas particulares de la cadena equivalencial se vacía para encarnar la universalidad del pueblo. En consecuencia, se invierte la relación entre las demandas particulares y el lazo equivalencial, de modo que es el pueblo el que actúa sobre los elementos que lo constituyen, modificándolos.

4 Pensamos junto a Laclau que toda configuración social es constitutivamente contingente, siendo el momento de la institución originaria de lo social el momento donde la contingencia queda en evidencia, ya que esa institución originaria (que siempre es política) ocurre a partir de la represión de otras opciones igualmente posibles, con las que antagonizó y ocultó a partir de operaciones de poder. En consecuencia, lo social no es más que la sedimentación de acciones políticas previas que pretenden ser objetivadas y así borrar la huella de su contingencia, de su fundación política, es la exclusión y el olvido de que alguna vez todas las alternativas estuvieron igualmente abiertas. De esta forma, toda construcción política siempre ocurre sobre una superficie de prácticas sociales sedimentadas, aunque esa frontera entre lo político y lo social se encuentre en constante desplazamiento a raíz de la contingencia.

Recibido: 11 de Enero de 2016; Aprobado: 01 de Agosto de 2017

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