INTRODUCCIÓN
Las mujeres indígenas se enfrentan dentro de su vida cotidiana con diversos tipos y modalidades de violencia, la mayoría influenciadas por su condición étnica y de clase, sin embargo, las más graves se relacionan directamente con su condición de género al vivir en contextos con patrones patriarcales de dominación (Triviño Rodríguez, 2022).
La obstétrica es uno de los tipos de violencia que más viven las mujeres en México, su frecuencia llega a ser tan significativa, que nuestro país se sitúa dentro de los tres países, junto con Venezuela y Argentina, con legislación específica para actuar frente a este tipo de violencia. En siete de los treinta y dos estados que conforman el país se ha tipificado como delito, aunque en los últimos cinco años no se ha emitido una sola sentencia al respecto (Senado de la República, 18 de julio de 2022).
Aunque el término violencia obstétrica no está incorporado actualmente dentro de todas las leyes estatales de acceso de las mujeres a una vida libre de violencia, en la del estado de San Luis Potosí sí está y se define como:
Todo abuso, acción u omisión intencional, negligente y dolosa que lleve a cabo el personal de salud, de manera directa o indirecta, que dañe, denigre, discrimine, o de un trato deshumanizado a las mujeres durante el embarazo, parto o puerperio; que tenga como consecuencia la pérdida de autonomía y capacidad de decidir libremente sobre su cuerpo y sexualidad. Puede expresarse en: Prácticas que no cuenten con el consentimiento informado de la mujer, como la esterilización forzada, omisión de una atención oportuna y eficaz en urgencias obstétricas, no propiciar el apego precoz del niño con la madre, sin causa médica justificada, alterar el proceso natural de parto de bajo riesgo, mediante su patologización, abuso de medicación, uso de técnicas de aceleración, sin que ellas sean necesarias, y/o practicar el parto vía cesárea sin autorización de la madre cuando existan condiciones para el parto natural. (Ley de acceso de las mujeres a una vida libre de violencia para el estado de Estado de San Luis Potosí, artículo 4o)
La violencia obstétrica fue incorporada hasta 2016 como uno de los tipos de violencia que se exploran dentro de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), y es a partir de los resultados de dicha encuesta que pudo documentarse que para 2021, tres de cada diez de las mujeres de entre 15 y 49 años fueron sujetas a una o más de las prácticas que configuran la violencia obstétrica (Instituto Nacional de Estadística y Geografía [INEGI], 2022).
Las poblaciones indígenas resultan particularmente vulnerables frente a este tipo de violencia, ya que en ellas se conjuga el inacceso a los servicios de salud -no solo en términos geográficos sino culturales-, y la normalización de la discriminación y el maltrato social; lo que hace que, además de ser más vulnerables que otros grupos frente a este tipo de violencia, suelan denunciar menos, dado que por su particular cosmovisión, enfrentan limitaciones para identificar la violencia obstétrica (Rangel Flores et al., 2019).
Si bien la violencia obstétrica es una realidad que experimentan mujeres de todas las razas y clases sociales, configurándose más en forma de abandono entre las mujeres racializadas y pobres, y de hipermedicalización entre las urbanas y de clase media y alta (Campiglia Calveiro, 2017, p. 261). Diversos autores han demostrado que las mujeres indígenas enfrentan formas particulares de vulneración frente a situaciones de negligencia médica y violaciones institucionales dentro de los servicios de salud (Pelcastre-Villafuerte et al., 2020), situación que se potencia cuando se habla específicamente de la atención del parto, toda vez que el modelo médico hegemónico, que enmarca los protocolos institucionales, contrasta con las costumbres e imaginarios que rodean el embarazo, parto y nacimiento en las cosmovisiones indígenas.
Las constantes transformaciones y la evolución de la sociedad han terminado por hacer de las instituciones hospitalarias, espacios donde el interés central se circunscribe en el resultado y no en el proceso que conlleva el parto, pasando a un segundo plano a los individuos y sus emociones. La tecnificación de la atención del parto “ha situado este como un procedimiento biomédico que requiere de un control externo para su resultado, dejando de lado la experiencia que viven las mujeres, a quienes incorporan a protocolos hospitalarios rutinarios que le niegan y desconocen su protagonismo” (Montero C., 2017. p. 43).
La misma Organización Mundial de Salud ha reconocido que “en el mundo entero mujeres son asistidas de manera violenta, viviendo situaciones de malos tratos, falta de respeto, abusos, negligencias, violación de los derechos humanos por profesionales de salud, siendo más frecuente durante la asistencia al parto y al nacimiento” (Barbosa Jardim y Módena, 2018).
Es por esto que la OMS en conjunto con otros organismos internacionales han participado en convenios que protegen el derecho de vivir los procesos reproductivos en contextos libres de violencia, sin embargo estos acuerdos son ajenos en lo operativo, particularmente en contextos pobres y conformados por minorías étnicas sujetas a modelos de atención carentes de perspectiva intercultural “con características opresoras y dominadoras que excluyen la subjetividad femenina como trazo esencial para la construcción de la asistencia centrada en la mujer y del ejercicio de su plena ciudadanía” (Aguiar et al., 2013).
METODOLOGÍA
El objetivo de la investigación fue analizar las experiencias y las condiciones que potenciaron la vulneración en un grupo de mujeres nahuas frente a la violencia obstétrica. Se realizó una aproximación de tipo cualitativo, las informantes fueron seleccionadas a través de muestreo por conveniencia, procurando la participación de quienes se reconocieran como integrantes de una etnia nahua y hubiesen vivido la experiencia de un parto en los últimos 36 meses.
La información se recabó a partir de entrevistas individuales, conducidas bajo un guion de preguntas semiestructurado. Fue realizada por una de las dos investigadoras que condujeron este estudio, quien es mujer nahua y habla el idioma. Los encuentros tuvieron lugar en las viviendas de las participantes, con una duración aproximada de entre 60 y 90 minutos. Con todas las informantes fue suficiente un solo encuentro para recabar la información.
Las entrevistas fueron audiograbadas y transcritas con absoluta exactitud, con la finalidad de identificar patrones emergentes y concurrentes, que permitieran identificar categorías y posibles relaciones entre ellas. El análisis de las entrevistas fue realizada por las dos autoras, con el objetivo de triangular las perspectivas teóricas y epistémicas, tal como lo plantean en su propuesta Strauss y Corbin (2002, p. 62). La estrategia para la construcción de categorías y subcategorías se hizo de manera manual, sin acceso a un software de análisis de datos cualitativos (Farías y Montero, 2005). Lo primero fue elaborar la codificación abierta, es decir, identificar códigos concurrentes, para poder llegar a la codificación axial fue necesario agrupar los códigos de manera lógica, con el fin de rastrear las categorías primarias y sus interrelaciones, en una tercera etapa se procedió a la codificación selectiva, desde la cual, emergió la categoría central, la cual se articuló con las subcategorías consolidando las interrelaciones y dependencias.
La investigación se clasificó, según la Ley General de Salud en Materia de Investigación, como un estudio sin riesgo, ya que no se realizó ninguna intervención o modificación intencionada en las variables fisiológicas, psicológicas y sociales de quienes participaron en el estudio. De acuerdo con el artículo 14, se cumplió con la instrumentación del consentimiento informado con base en el cual, se aseguró que las participaciones fueran voluntarias, explicándoles de manera previa los propósitos de la investigación, sus características y los beneficios posibles de su participación, dejando en claro a las participantes, su libertad para decidir sobre su participación y su derecho a renunciar a la misma en el momento en que lo decidieran.
Todas las participantes entrevistadas son mayores de edad y en esta publicación se cumple con el compromiso de mantener el anonimato, evitando compartir sus nombres o cualquier dato que las pueda hacer identificables.
EL ESCENARIO DE ESTUDIO
Tamazunchale es un municipio ubicado al sur del estado de San Luis Potosí, colinda al norte con los municipios de Matlapa y Tampacan, al este con San Martín Chalchicualtla, y al sur y el oeste con el estado de Hidalgo. Es uno de los municipios catalogados con mayor índice de pobreza y marginación, y cuenta con una densidad poblacional de 95 037 habitantes, de la cual, el 48.6 % son hombres y el 51.3 % mujeres, el 56 % de su población total habla náhuatl (Consejo Nacional de Población [CONAPO], 2022).
En lo que respecta a su desarrollo social, el 80.8 % vive en condiciones de pobreza, de los cuales el 53 % se encuentra con pobreza moderada y el 27.8 % en pobreza extrema. El 18 % tiene carencias educativas, el 14.5 % de acceso a la salud, el 72.7 % de acceso a la seguridad social, el 17.9% de calidad y espacios de la vivienda, el 76 % presenta insuficiencias en los servicios básicos de vivienda y finalmente el 24.1 % sufre de carencias por acceso a la alimentación (CONAPO, 2022).
EL PARTO DESDE LA COSMOVISIÓN NAHUA
El parto es un momento único dentro de la familia y alrededor de este proceso existen innumerables conocimientos, costumbres, rituales y demás prácticas culturales. En las comunidades indígenas existen una serie de barreras personales e institucionales que hacen deseable y preferible el parto en casa.
Existen factores personales como la edad, el bajo nivel educativo, el antecedente de parto domiciliario y la procedencia rural, por las que el parto domiciliario sigue siendo la práctica más frecuente. Entre los factores institucionales más importantes tenemos: poca accesibilidad (distancia y costos), la atención del parto por personal masculino, falta de continuidad del personal de salud que tiene a su cargo la atención del parto, percepción del profesional joven como practicante considerado como inexperto; el rechazo a los procedimientos de rutina en la atención del parto, la percepción del tacto vaginal como señal de violencia, el temor a la episiotomía, el rechazo al lavado y rasurado perineal, el rechazo a la posición ginecológica, la sensación de frialdad y la falta de calidez del personal de salud durante el parto. (Borda, citado por Tarqui y Barreda, 2005)
El parto dentro de las comunidades nahuas conlleva una serie de prácticas culturales que hace más ameno el proceso cuando se comienza con los dolores de parto, la mayoría de las veces quienes atienden los partos son las parteras, mamás y suegras. Según la cosmovisión nahua, la placenta tiene que enterrarse cerca, para que el recién nacido no tenga que irse lejos de casa, o en caso de que sean niñas, que al casarse no tengan que irse muy lejos de sus padres. Si algún perro desentierra la placenta, se dice que cuando el niño crezca se llevará a sus papás lejos de casa, ya sea por trabajo o por problemas dentro de su comunidad. Al momento de llevar la placenta a enterrar, la persona responsable no tiene que voltear ni a los lados ni atrás para evitar que el niño presente algún problema de visión.
Otros de los rituales comunes en el pueblo nahua es el xictokilistlij, un ritual que se lleva a cabo 7 días después del nacimiento y corresponde al entierro del cordón umbilical, y el tlahahaltilistlih, festividad donde se invitan a familiares y a toda la comunidad a convivir y conocer al recién nacido, porque es la primera vez que el bebé sale a la luz del sol. La ueyijnana ‘suegra’ o la partera, quien recibió al niño, carga al recién nacido mientras las personas pasan a conocerlo, colocan una tina de agua revuelta con una planta muy conocida, el mohuite, y con esta bañan al bebé y a la mamá como una forma de purificación. Del agua ya utilizada, las personas enfermas, que formen parte de las comunidades, pueden ir a tomar un poco para sanar sus dolencias. Durante este ritual los familiares agradecen la buena salud del recién nacido y ofrecen una comida a quienes asisten al ritual, asimismo llevan a cabo rezos en adoración al dios de la religión católica.
En las comunidades indígenas, el don de procrear y de tener hijos está enraizado con la creencia de que cuando la mujer está en proceso de gestación se encuentra más cercana a la Virgen María, la madre de Dios en la religión católica, es decir que cuando las mujeres se encuentran embarazadas, se cree que se encuentran más cerca de esta virgen y la mujer representa la manera en que el hijo de Dios vino a la tierra en forma humana. Se sugiere a los esposos que la mujer tiene que ser cuidada porque lo que lleva en el vientre es el signo de la promesa de Dios y representa la vida misma del Dios, dueño de todo lo que nos rodea. El proceso de embarazo y la maternidad desde los nahuas y desde sus palabras es sej tlatiochiualistlij dej toueyijtekoj ‘una bendición de Dios’ y sej tlanemaktilij ‘un regalo’.
En el proceso de parto, las parteras o las ueyijnanas le comentan a los esposos que el proceso será largo y algunas veces complicado, pero que tengan la confianza de que todo saldrá bien en el momento del parto. Si la atención es con partera, la gestante permanece en compañía de su madre y su suegra, ellas le ayudan a que este proceso de parto sea más ameno, cuando solo ese encuentra el esposo, él es quien accede a entrar con su pareja, pues tienen que estar monitorizando cómo evoluciona el proceso de parto y también como una manera de concientizar a los esposos sobre lo difícil y riesgoso que es el ser madre.
DESCRIPCIÓN DE LAS PARTICIPANTES
Participaron diez mujeres cuyo promedio de edad fue de 32 años, con una mínima de 24 y una máxima de 39. Cuatro estaban casadas con sus parejas, el resto cohabitaba con estas en unión libre. Todas eran hablantes de náhuatl como lengua materna y solo tres hablaban además español. Todas se dedicaban al trabajo doméstico no remunerado y dependían económicamente de sus parejas. Respecto al nivel educativo, poco más de la mitad (60 %) contaba con secundaria terminada, 30 % solo cursó la primaria y solo una tuvo la oportunidad de cursar el bachillerato.
En lo que respecta a las experiencias obstétricas, seis vivieron la experiencia de un parto vaginal y cuatro quirúrgico (cesárea). Tres eran primigestas, dos secundigestas, dos habían vivido su tercer parto, una su cuarto parto, y dos eran multigestas, con cinco y nueve partos respectivamente.
Del total de las participantes, una narró el antecedente de un aborto, otra mencionó que en el último embarazo presentó hipertensión gestacional, y dos dijeron haber cursado su último embarazo con anemia. Todas se dijeron católicas.
EXPERIENCIAS DE VIOLENCIA OBSTÉTRICA
Esta fue la categoría central y emergente del análisis y la teoría fundamentada propuesta por Strauss y Corbin (2002, pp. 35-37), que resultó consolidada a partir de las narrativas que evidencian condiciones estructurales y simbólicas que merman la eficiencia percibida del personal sanitario durante la atención del último parto; entre estas, el tener que esperar largos periodos de tiempo para recibir atención, y es que el retraso se significa y vive como una negación, e incluso como un acto de abandono.
Ya entré [a revisión], y no, nomás se echaban la pelota, de que yo entraba y no entraba, de que, si me iban a recibir, que, si lo mío era urgente o no era, y así, pero en el momentono me atendieron... luego, cuando dijieron [sic] que me iba a atender, me pusieron en rincón...
Dijeron no sentirse consideradas por parte del personal de salud, ya que no se les otorga información sobre los procedimientos que les son realizados, lo que les genera emociones tales como miedo, molestia e indignación. Emociones que por supuesto, no comunican al personal.
Namás [sic] te revisan, te revisan ahí, pos [sic] a veces los doctores ni saben lo que siente una mujer porque a veces te meten la mano y te meten toda la mano y pos [sic] te duele, no te explican porque te meten toda la mano y cada rato.
Me sentía incomoda, pero pues ellos no me decían nada.
Pero no nomás [sic] yo [no se quejaba del trato], todas las mujeres no decían, no preguntaban, solo escuchaban, yo creo que pos [sic] tenemos miedo de que nos digan de cosas.
En un contexto como el antes descrito es necesario mencionar cómo para estas mujeres puede resultar preferible que el personal sanitario no se comunique con ellas, pues cuando esto ocurre, se hace desde una superioridad moral e intelectual, impostada en un pensamiento patriarcal que legítima el ejercicio de violencias, con tal de controlar y castigar los cuerpos de mujeres que están en un trance que se asocia con el ejercicio de la práctica sexual.
Escuché que a las señoras les dicen que no griten, que se callen, porque unas señoras gritan y les dicen que ¿por qué cuando se acostaron con su esposo no gritaron?, que porque ahora están gritando, ¿por qué entonces no les dolió cuando hicieron relaciones?
[El médico] me dijo que es así, dijo, “aguántese, señora, por eso usted, ¿bien rico, verdad, cuando hace el amor?”, así te dicen, es que son muchas cosas, de que hay que bien rico, pues ahora así aguántese, así nos dicen.
Volví a escuchar que las regañaban, y les decían y les hablaban feo, las obligaban a pararse estando solas, porque pues ya ves cuando ya se alivia una se tiene que levantar de la cama y cambiarse, bañarse.
El trato fue muy feo, ellos se enojaban, porque iba y les tocaba porque me dolía y me decían, por eso nadie le dijo que se embarazara.
El maltrato verbal no es cosa menor, logra un cometido que marca para siempre la imagen que estas mujeres tienen del personal de salud, infunde miedo y a largo plazo, afecta la iniciativa para la búsqueda de servicios sanitarios.
Ya con el miedo con el que tratan los médicos y las enfermeras, pues ya uno no tiene el ánimo de tener otro hijo y si lo tienes pues no regresar allí [al hospital].
Porque si una no sabe con qué cuidarse es cuando la regañan y maltratan, porque lo que ellos quieren es que ya no tengamos más hijos, entonces si hay otro hijo, ya no vuelves.
Se documentó de igual forma, la existencia de una intención y práctica centrada en la búsqueda de la esterilización sexual, la cual identificamos como un acto de violencia obstétrica, dado que, la manera en que se busca intervenir los cuerpos, no parte de una postura de reconocimiento y garantía de derechos, sino de una imposición que se hace desde el “conocimiento legítimo de la medicina”, como menciona Belli (2013), desde el reconocimiento de una “relación asimétrica que existe entre las mujeres y los profesionales de la salud, la cual revela una desigualdad, tanto simbólica como real, que dificulta el ejercicio de los derechos de la mujer”.
Estas formas de (mal) trato obstétrico restan protagonismo a las mujeres durante la vivencia de sus embarazos, partos y puerperios; desplazándolas por la autoridad del saber médico y “reduciendo la posibilidad de valerse por sí mismas, dependiendo de una intervención técnico-médica para afrontar su vida sexual y reproductiva” (Camacaro Cuevas, 2009).
La infantilización es la que hace posible y legítimo decidir sobre lo que más conviene en cuerpos que no son nuestros, que se viven dentro de cotidianidades distintas a las nuestras y se interpretan desde cosmovisiones que no compartimos. Esto es más profundo cuando se habla de esterilizar o colocar dispositivos Anticonceptivos Reversibles de Acción Prolongada (ARAP).
Al otro día me dijeron que me iban a operar para ya no tener bebé, porque si no, yo otra vez me iba a embarazar… No es que no quisiera, pero a mí me daba miedo, porque en esta comunidad a un señor se murió su esposa, y no sé porque, por eso me daba miedo… ah bueno me dijeron, entonces no te vamos a dar de comer, te esperas otras doce horas para ver si te animas.
Cuando yo estaba con dolor, ahí me presionaron mucho para que me operara de eso que no sé qué nombre tenga eso para ya no tener hijos, me operaron de eso, pero haz de cuenta que me presionaron mucho y en ese momento yo ya no podía firmar, pero haz de cuenta que ellos agarraron mi mano y con mis huellas porque yo ya no podía, y entonces como que en ese momento casi me obligaron, casi me obligaron a que ese método de que más seguro que para ya no tener hijos, porque ya tenía cuatro, y me dijeron que me opere, y a mi esposo le exigieron, así, de que me opere porque si no me llego a embarazar.
Esta experiencia resulta indignante e inaceptable, sin embargo, para muchas de las mujeres indígenas es esperable, ellas saben, por sus experiencias previas, que entrar al hospital es incidir en un escenario en el que otros deciden por ellas, como mencionan Valdez Santiago et al. (2016).
La mayoría de las mujeres entra en contacto con el modelo médico dominante que tiene varias implicaciones, entre las que resaltan, una relación médico-paciente jerarquizada y de subordinación, una visión medicalizada del proceso de atención del parto, que deriva en procedimientos rutinarios que se aprenden durante la formación académica. (p. 43)
Las mujeres saben que en este espacio se espera que actúen acorde a lo que se espera de una “buena paciente”, lo que implica actuar para la complacencia del personal y no ser insistentes en opinar y menos aún en poder tomar decisiones, porque se asume que los que saben sobre nuestros cuerpos son los otros.
Yo mejor solo escuchaba todo, no me decían nada, pero eso de que los maltrataban ya lo sabía porque mi hermana si me decía que cuando vaya al hospital Zacatipan haga el intento de no gritar porque regañan bien feo y te dicen de cosas.
Yo lo quiero tener normal le dije el ginecólogo, no, me dice, “pero es que se te puede complicar a la hora del alumbramiento” y pues la verdad pos yo no sé ¿verdad?
El silencio, que guardan cuando otros deciden sobre sus cuerpos, emerge como producto de la normalización de comportamientos agresivos o por el sentimiento que nos atañe en el momento de recibir atención médica “sin pagar un solo peso”, lo cual hace que el “someterse a tratos poco amables es parte inherente de hacer uso de dicha atención de manera gratuita” (Belli, 2013, p. 30), y responde al desconocimiento que se tiene sobre el acceso a la salud como un derecho humano que el Estado debe garantizar, de modo que, las decisiones que otros toman se encarnan en cuerpos que aparentemente aceptan pasivos los procedimientos que se encuentran más convenientes desde la mirada occidental y colonizadora del modelo médico hegemónico.
No me preguntaron nada, la enfermera me dijo que me lo pusieron [el dispositivo intrauterino, DIU] cuando me hicieron la cesárea, no recuerdo haber firmado y elegido eso, solo recuerdo que me dijeron que firme hojas, pero no me dijeron de qué es, y como yo estaba asustada firmaba todo en ese momento.
Pues yo siempre quería implante, pero ellos me dijeron que no me lo podían poner porque tenía muchas hormonas y como iba a dar leche a mi bebé y que se los puedo pasar…, pero pues a mí nadie me había explicado eso cuando iba a consultas, ellos me dijeron que me iban a poner el DIU, es lo que tienen en el hospital y la mayoría usa ese, el más efectivo.
Las mujeres toleran esta situación porque están agotadas de la demanda física y psicológica que trae consigo el parto, pero también y principalmente, porque dan por hecho que no hay posibilidad alguna de acordar con el personal sanitario, cuando este les pregunta “si aceptan” como un mero acto de cortesía y no desde el reconocimiento de su autonomía.
Les dije que no iba a ocupar método, pero insistían que me pusiera, hasta cuando ya terminé, ya cuando cómo se llama, ya me había aliviado, ya cuando me pasaron al cuarto, si todavía me pasaban a insistir, si me ponía un método.
Ya después, dije, ya para que no me anden molestando, porque si pasaban a cada rato de que, si no me ponía, que era para mi bien, y porque si no me iba a volver a embarazar y este ya después le dije que mejor si me iba a poner.
Yo la verdad nunca me había puesto [un método anticonceptivo], cuando tuve a mi hijo el segundo, yo ocupaba las inyecciones, y pues con eso me cuidaba, pero ese día cuando ya me hicieron la cesárea, me obligaban a que yo me ligara, y pues yo les dije que no, pero pues me decía, “no pasa nada, nomás [sic] te vamos a ligar”, pero a mí me daba miedo.
Observamos entonces, la prevalencia de una contradicción entre lo que se dice en las agendas globales y las distintas realidades, aún existe un largo camino para hablar realmente de atención intercultural, una acción que debe centralizarse en la formación de los recursos humanos, ya que solo a través de esto, se evitaría perpetuar lo que Sosa Sánchez y Menkes Bancet (2015) señalan, respecto a que las experiencias de las mujeres en los servicios públicos de salud durante la atención de eventos reproductivos, son la prolongación y al mismo tiempo, la expresión de experiencias más amplias de violencia estructural, relaciones de dominación (no solo de género) y desigualdad social.
CONDICIONES QUE POTENCIAN LA VULNERACIÓN A LA VIOLENCIA OBSTÉTRICA
El Género
El ser mujer representa obviamente una condición estructural de la violencia obstétrica (Al Adib et al., 2017; Belli 2013), dado que es la condición anatómica-fisiológica la que determina la posibilidad de vivir un embarazo y un parto, sin embargo, en este apartado nos referiremos más bien, a cómo la construcción social del ser mujer que se impulsa en el contexto patriarcal (Delgado Ballesteros, 2018, p. 28) motiva y justifica la violencia obstétrica.
Ejemplo de lo anterior, es el miedo que se genera en las mujeres de morir en el parto (Rangel et al. 2019), pero no desde un sentido de reconocimiento del valor de la propia vida, sino más bien en el sentido de dejar de estar para, imaginarios se promueven desde el personal de salud y se incorporan en su discurso.
Incluso muertas, las mujeres se piensan resolviendo las vidas de las demás personas, y siquiera imaginarlo es una forma de tortura para ellas. “Pero me asustó la doctora, me dijo que me iba a morir, que mi esposo se iba a quedar solo, se iba a casar, que mis hijos nadie los iba a cuidar, nadie los iba a querer.”
Lo que deriva de las normas internas y formas propias del tejido comunitario, asociando a tareas productivas y reproductivas, como formas de denotar las construcciones culturales y estereotipadas sobre los cuerpos sexuados (Fausto-Sterling, 2006, p. 18). Al respecto Martha Lamas (2013, pp. 97-125) en su texto “La antropología feminista y la categoría ‘género’”, hace hincapié en esta asimetría entre hombres y mujeres, reconociendo que la posición de la mujer en la sociedad actual no está determinada por lo biológico, sino por la cultura sexista y desigual en que nacemos, crecemos y nos desarrollamos.
Rescatando aportes de la misma autora, encontramos que en su crítica sobre la división sexual del trabajo menciona que:
las mujeres paren a los hijos y por lo tanto los cuidan, lo femenino es lo maternal, lo doméstico, contrapuesto con lo masculino como lo público. La dicotomía masculino-femenina, con sus variantes culturales establece estereotipos que condicionan los papeles y limitan las potencialidades humanas al reprimir los comportamientos en función de su adecuación al género. (Lamas, 2013, p. 114)
Lo señalado explica muchas de las realidades que se viven dentro de las comunidades indígenas, donde desde el nacimiento, las mujeres están marcadas para ser madres-esposas, sin tener la oportunidad de elegir cómo ellas quieren vivir desde sus propios cuerpos. Culturalmente los nahuas desarrollan cosmovisiones desde la religión desde las que establecen mandatos para “casarse”, “buscar esposo a una edad determinada” y “tener hijos” y seguir con los patrones que los antepasados dejaron establecidos, establecen correlaciones entre las vidas de las mujeres y la virgen, desde lo que promueven una visión divina-terrenal de la maternidad.
Este abordaje, que se hace desde las experiencias de las mujeres, nos coloca un lente analítico que posibilita profundizar desde sus sentipensares en las relaciones de dominación y subalternización que ponen en entredicho esa atención cálida que se espera por parte del personal sanitario, y es lo que encontramos en sus propias narrativas, las mujeres ingresan al hospital y en automático asumen la identidad de mujer-paciente, es decir, pasan a ser cuerpos de mujeres que se intervienen y se subordinan de manera obediente a las normas institucionales y a las de los profesionales que la asisten, según las palabras de Canevari Bledel (2013)“dejan de tener autonomía sobre sí mismas y sobre la posibilidad de tomar decisiones, porque los conocimientos no les pertenecen”(p. 13).
Esta misma construcción social del género,1 que utiliza el personal para comprometer a las mujeres con el cuidado y la responsabilidad de su propia vida, sostiene también, el hecho de que se deje de lado la importancia de intervenir en el acompañamiento durante la crianza inicial, desde un imaginario que naturaliza que las mujeres sabemos qué hacer con nuestros hijos, aunque esto resulte contrario a lo que dictan las normas en materia de salud, que insisten en la participación del personal para familiarizar a las mujeres con los cuidados de sus recién nacidos, por ejemplo, una de las entrevistadas comentó: “No me dijeron nada más, no me dijeron como cuidarme ni cómo cuidar a mi bebé, ya ellos solo te entregan a tu bebé y ya tú sabrás cómo le haces.”
Estos mismos imaginarios dotan a la figuran del padre de una serie de cualidades que en medida justifican su nula o poca participación en los procesos que derivan de la gestación y el parto, también le siguen reconociendo como un actor que tiene potestad para decidir sobre el cuerpo de su pareja y sus procesos reproductivos.
La mayoría de las veces me fui sola, me iba caminando, y mi esposo casi nunca me acompañó, él siempre ha sido así, Benito [su esposo] casi no se involucraba en los embarazos.
Le hablaron a mi esposo y ya le dijeron que firme y después ya me dijo que él ya fue a firmar, y después le pregunto para qué, y después dice no sé, le digo, y ya después me dice para que te operen y ya después le digo “¡ay!, a mí me da miedo”, me daba miedo morirme ahí, pero él ya firmó.
Habría también que reconocer, entonces, que parte de todas estas formas de transgresiones en el momento del parto derivan del control social sobre las mujeres, ese control directo hacia su sexualidad, fundada en estereotipos de género, cuya razón de ser es que “las mujeres interioricen las normas sociales y los valores dominantes desde su más tierna infancia, así como las consecuencias de salirse de dichas normas, lo que conllevaría la represión y el castigo” (García et al., 2018), dentro de un contexto patriarcal aplastar la sexualidad femenina en todos sus ámbitos resulta un mandato invisible del patriarcado y una manera de perpetuar los estereotipos de género para conservar la posición privilegiada masculina.
Etnia
En la violencia obstétrica, la condición de género converge con otras de igual envergadura, tales como la clase y la etnia, dentro de contextos en los que el poder médico figura como “un complejo entrelazado de poderes, intereses y prejuicios, donde lo que está claro es el objetivo de disciplinamiento institucional a través de diferentes dispositivos, como la enajenación y la violencia” (Canevari, 2011, p. 20). María Lugones (2008, p. 74) profundiza en lo anterior, sumando la indolencia del Estado y la sociedad, y mencionando “la indiferencia a la violencia contra la mujer en las comunidades, es una indiferencia hacia transformaciones sociales profundas en las estructuras comunales y por lo tanto totalmente relevantes al rechazo de la imposición colonial”, además dice, que estas indiferencias generan múltiples barreras e intersecciones en las luchas que las mujeres sostenemos para nuestra integridad y liberación.
En este contexto, las mujeres indígenas acumulan dobles o triples discriminaciones, y dentro de los servicios de salud esto no es la excepción. En el estudio Salud sexual, reproductiva y VIH de los jóvenes adolescentes indígenas, realizado por la Organización Panamericana de la Salud (OPS, 2010), se documentó que, dentro de los ámbitos hospitalarios, la actitud y la manera de atender del personal de salud, al saber que las mujeres que necesitan atención son población indígena, contribuye a mayores incidencias de negligencia y menos seriedad e importancia al trato de las usuarias, prácticamente no se les habla y no se les pregunta sobre sus procesos sexuales y reproductivos.
En el Diagnóstico de tipos y modalidades de violencia contra las mujeres en el Estado de San Luis Potosí realizado en el 2019, se documentó la existencia de un déficit de denuncias en mujeres indígenas respecto a la violencia obstétrica (López Pérez 2019, p. 176), es decir, aun cuando la viven no la denuncian, porque temen que la autoridad las califiqué de ignorantes o quejumbrosas, o bien, porque no están ciertas de que estos maltratos sean motivo para quejarse ante las autoridades o dentro de su propia organización o grupo.
La realidad es que el miedo y la carencia de elementos cosmogónicos para interpretar la atención institucionalizada, hace que duden de su propia percepción sobre el trato que reciben.
Me checó el doctor y me dijo que en unos momentos nace mi bebé, que me esperé, después ahí me dejaron en la cama, me daban dolores y nadie estaba, me dejaban, tal vez porque veían que yo casi no hablaba, pos [sic] soy de una comunidad, se iban, me dejaron sola y cuando ya sentía que viene el bebé, les grité, pero ya hasta que ya viene el bebé.
El distanciamiento al momento de otorgar la atención está vinculado con el imaginario de la imposición étnica. Quijano (2014, p. 4) dice que las clasificaciones etnoraciales son piedra angular para fincar las relaciones de poder que operan en la relación médico-paciente, dentro de los hospitales se desapropia a las indígenas de su calidad de sujetas, porque resulta más sencillo maniobrar sobre ellas, que interactuar con ellas.
La interacción es una situación que se identifica compleja, y es que si bien, muchas hablan español, lo hacen en un nivel muy básico, y algunas palabras técnicas del vocabulario médico no llegan a serles comprensibles, situación que aporta al miedo y la subordinación.
Pero hay palabras que no le entiendo, aunque hablo el español, unas cosas no le entendía.
Las mujeres no decían, no preguntaban nada, solo escuchaban, yo creo pos [sic] tenemos miedo de que nos digan de cosas.
Algunas cosas sí entiendo, pero otras cosas no, ya ves que acá pues nos hablamos así, como nosotros nos entendemos, pero pos [sic] ya que ellos son los que saben que nos hacen, una lo único que quiere es que su bebé ya nazca.
Hace falta transversalizar la interculturalidad en los programas de salud, pero, sobre todo, es urgente garantizar que el personal de salud desarrolle competencias interculturales para la intervención con grupos indígenas, porque si bien es importante tener nociones del idioma indígena, el reto radica en que realmente se asuma que no existe una sola manera de ver el mundo y que otras formas son posibles, válidas y necesarias.
Las competencias interculturales tienen el potencial para modificar las relaciones entre el personal de salud y las mujeres, “buscando atenuar la desigualdad social respetando la dignidad de las personas, la recuperación de los valores de los pueblos, sus interpretaciones y valores del fenómeno salud-enfermedad” (Muñoz et al. 2012), estas formas de cuidados y de respeto harían de la atención algo más cálido y el trato más humano y respetuoso.
La prevalencia de un imaginario etnocentrista2 enmarca las relaciones entre el personal de salud y usuarias de los servicios, normaliza y legitima asimetrías de poder en las relaciones terapéuticas, dificultando que las mujeres identifiquen las formas de maltrato que proceden los actores institucionales, principalmente “porque la mayoría de las mujeres indígenas crece y se desarrolla en ambientes donde cotidianamente viven formas de discriminación y malos tratos, espacios donde no existe libertad para que ejerzan su autonomía y su capacidad de decisión” (Rangel et al., 2019), incluso, muchas de ellas ni siquiera posee agencia sobre sus propios cuerpos, y eso las sujeta a tener que obedecer a ese “alguien” que consideran con más poder, todo esto, influenciado también por una red de valores entrelazados y enmarcados en las costumbres y tradiciones de los pueblos indígenas, bajo preceptos de normas morales y religiosos y por el desconocimiento de los derechos que se tienen.
Chirix García (2014) en su texto “Subjetividad y racismo: la mirada de las/los otros y sus efectos” invita a reflexionar sobre la subjetividad de nosotras mismas, interiorizando la importancia de transformar las funciones psíquicas y el sistema de valores, “cambios profundos a nivel estructural, para ser más humanas y felices” (p. 211), descolonizarnos forma parte de la liberación, porque este dominio a partir de lo racial, resta agencia y autonomía, pero particularmente, nos arrebata el derecho de vivir el nacimiento de los hijos con felicidad, así puede verse en estas narrativas.
De veras que me da miedo hasta contar lo que pasó, a veces pienso que si les cuento todo ya no me quieran atender en los hospitales, ya ves que todos ellos son los que tienen que decidir a quién atender y quien no.
Yo de veras nomás [sic] de pensar en lo que me pasó con mi hija me da como escalofríos, ellos de veras no saben por lo que pasa una en su casa, las preocupaciones que tiene por los hijos que se quedaron solitos, yo estaba pensando desde antes de irme, cómo decir y cómo preguntar, pero ya en ese momento una se entrega y que hagan lo que ellos quieran con uno, solo quería que mi bebé naciera bien.
Clase
En el sistema de salud siguen permeando diferencias en la atención a la salud, vinculadas con la existencia de las clases sociales,3 lo que también aporta a la existencia de “relaciones de poder desiguales en las que sustentan y reproducen las distintas formas de violencias contra las mujeres” (Villarreal, 2001, p. 2), y de forma más específica, a la violencia obstétrica.
La clase se narra como una condición que contribuye a la probabilidad de vivenciar una experiencia de violencia obstétrica. En ocasiones las mujeres no asisten a los centros de salud porque no cuentan con recursos económicos para trasladarse, ya que en su comunidad no tienen el servicio médico, o porque en ocasiones, argumentando que llegan tarde se les niega la atención o se les reprograma, sin reflexionar en las limitaciones estructurales que enfrentan para trasladarse hasta los servicios de salud, todo esto, ellas lo viven como una negación de la atención y una forma de opresión e injusticia.
Porque pues en transporte público es más rápido, pero si no hay dinero, aunque una quisiera, pero pos [sic] no se puede.
Muchas veces sin comer y sin dinero, porque pues imagínate te esperas hasta la tarde y al final te dicen que ya no hay tiempo para atenderte, pues sí da coraje, porque nos vamos caminando y está muy lejos, con el sol y a veces con los hijos.
Estas situaciones son observables en las poblaciones indígenas de toda América Latina, en un estudio realizado en población indígena de Guatemala, se concluyó que “la principal causa de la discriminación no es por ser indígena, es por ser pobre. La pobreza es la principal fuente de los problemas; de ella derivan las barreras económicas, geográficas y culturales” (Hautecoeur et al., 2007, p. 90).
Como se ha podido dar cuenta, las mujeres indígenas sufren de dobles o triples discriminaciones (Álvarez Ossa, 2015, p. 41), y con base en la condición de género, etnia y clase, el personal de salud ostenta la autoridad para tomar decisiones sobre cuerpos no propios y prescribir cuantos hijos se “deberían” tener.
Pero si te regañan ahí, no digas que te atienden bien, siempre te tienen que regañar o te dicen a veces “o ya opérate o por qué quieres tener más hijos”, “¿tu esposo qué carrera tiene?, ¿cuánto gana?” y así te ofenden.
Te dicen “¿A tu hijo le das todo?, ¿todo lo que él necesite?” y así, pues quién sabe, talvez una parte pos [sic] tienen razón, pero hay formas de que te explican también, o a veces en la mera hora te agarran cuando estás con dolor y eso, no esperan a que tú estés bien o así, quieren ellos en ese momento y aprovechar.
Narrativas como las anteriores, dan cuenta de las desigualdades sociales a las que se enfrentan las mujeres que viven en la ruralidad, para quienes las oportunidades laborales son escasas, y donde la pobreza se traduce en las peores condiciones para el mantenimiento de la salud en general, sin acotarse necesariamente en la reproducción:
¿Yo cómo voy a ir? Si no tengo dinero, yo no voy a mis consultas y tampoco llevo a mis hijos, allá hay muchas tiendas y luego los niños se les antoja comer cosas como galletas o Sabritas. Ellos no les importa, solo piden, y pues una acá en la casa a veces va pasando con lo que va encontrando, puras tortillitas nos conformamos.
Cosmovisión
Las mujeres que viven en las comunidades indígenas tienen una manera propia de ver e interpretar el mundo, la vida sexual y reproductiva es percibida de acuerdo con sus costumbres y tradiciones particulares. El ser madre representa, por ejemplo, no solo un evento biológico, sino fundamentalmente una bendición del creador, momentos sagrados que se viven en familia, pero que fortalecen la comunidad, para las mujeres indígenas ser madres no es solo parte de un proyecto de vida personal, sino la oportunidad de contribuir con su grupo social.
Los procesos reproductivos significan una forma de unión y de dominio femenino, y el maternaje emerge como una oportunidad para que mujeres de diversas generaciones transmitan saberes que enseñen a las jóvenes madres las diversas técnicas de cuidado. El cómo las mujeres de las familias y de la comunidad se alistan para el día esperado y cómo se apoyan significa una verdadera fiesta entre la comunidad, ya que los nacimientos en casa representan actos de complicidad y sororidad que las mujeres originarias han tenido a través de la historia.
Asociado a las experiencias contadas por otras mujeres, las entrevistadas señalaron que la emoción prevalente al saber de sus embarazos y pensar en sus partos fue el miedo. Atenderse dentro de un hospital no es lo mismo que parir en casa, y el trato de la partera no resulta comparable con el que otorga el personal sanitario. Ellas siguen prefiriendo la atención de la partera.
Yo prefería ir con la partera, porque ella trata bien y te dice cómo está el bebé y todo. Pues ya ves en la comunidad es bien difícil, no hay carros, no hay dinero, imagínate que te den dolores de noche, cómo se hace, pues solo ir con la partera.
Escuchaba las señoras que ya iban hasta allá que cómo, por eso me daba más miedo, porque unos me decían que los regañaban, que sus pies arriba, no sé cómo lo hacía, por esa razón, por eso no quería ir, ya lo quería tener aquí, pero ya qué, si me dice la doctora que tenía que ir, así que mejor voy a ir, porque si no me iba a morir, de verás ya me habían asustado.
Con la partera, pues es que ella me decía cómo estaba, me atendía bien, me platicaba, me acomodaba el bebé cuando se movía, y si yo voy con la doctora, la doctora no siente como está el bebé, no te toca solo escucha su corazón con un aparato y ya te dice cuánto tiempo tienes, y pues ese [sic] es la diferencia.
A pesar de este contexto, todas accedieron a la atención del parto institucionalizado por el temor que el mismo sector sanitario infunde sobre la muerte materna y neonatal, por la amenaza de perder apoyos sociales o de no poder tramitar los registros de nacimiento de sus hijos, todo como resultado del despliegue medicalizador que el Estado impulsó desde el siglo XX y que ha sido documentado en otras investigaciones (Gómez, 2021; Celaya, 2023). De estas maneras, todas hemos sido forzadas a un proceso de adaptación hegemónica, tal como mencionan Alarcón y Nahuelcheo (2008).
La mujer ha tenido que reconstruir un mundo de significaciones para adaptar su conducta cultural a un espacio ajeno -el hospital, el consultorio, a nuevos personajes que controlan su cuerpo y privacidad, el médico, la enfermera, y a nuevas tecnologías y procedimientos, la sala de parto, el quirófano y el instrumental obstétrico-. (p. 19)
Algunas de las entrevistadas mencionaron que sus primeros partos fueron en casa acompañadas de su partera y su madre, se sentían más comprendidas y confiadas, puesto que el vínculo estrecho con su religión les permitía seguridad.
Las mujeres primerizas mencionaron el desinterés de parte del personal de salud por enseñarles sobre el cuidado de sus bebés, lo que, en contraparte, si satisface una partera comunitaria.
Este es mi primer bebé, no sabía cómo tenía que cuidarlo, o cómo hacer cuando no me sale leche, o de los métodos anticonceptivos, yo creo que las mujeres que tenemos a nuestro primer bebé nos deberían atender y tener paciencia. Y acá en la casa yo ya me tomé unos calditos que me dijo mi suegra para que tenga leche y si me salió poco a poco.
Cuando ya entré me metí sola, tenía miedo, era mi primer bebé… Fue mi primer bebé, así que yo no sabía cómo.
CONCLUSIÓN
La investigación tuvo como objetivo analizar las experiencias de violencia obstétrica y las condiciones que potenciaron la vulneración en un grupo de mujeres nahuas frente a la violencia obstétrica. Los resultados permiten dar cuenta de las vulneraciones a los derechos humanos que vivieron las participantes y cómo las condiciones de etnia, clase y género, y el desconocimiento de estos derechos, las sitúa en una doble o triple vulnerabilidad frente al fenómeno de la violencia obstétrica. Estas son las principales situaciones que se logran visibilizar al momento de escuchar las voces, y sí, estas situaciones no solo se encuentran al momento de la búsqueda de la atención médica, también pueden verse reproducidas en los diversos ámbitos públicos y privados. De igual forma, damos cuenta de cómo las mujeres indígenas han normalizado tanto a la violencia que, al momento de padecerla y vivirla, dentro de los espacios institucionales y por parte del personal de salud, no logran identificarla, y cuando se identifica impera la normalización de la opresión y el miedo a la denuncia.
Finalmente, el estudio muestra las realidades a las que se enfrentan las mujeres indígenas, las cuales no se circunscriben al hecho de ser mujeres, sino también, a que son mujeres con altos niveles de pobreza y marginación, que no entienden bien el español, y que tienen una cosmovisión que les hacen vivir de forma más dolorosa la desapropiación de sus cuerpos, dentro de instituciones machistas, patriarcales y carentes de interculturalidad.