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Región y sociedad
versión On-line ISSN 2448-4849versión impresa ISSN 1870-3925
Región y sociedad vol.26 no.especial4 Hermosillo 2014
Artículos
Mujeres, narco y violencia: resultados de una guerra fallida
Elsa Ivette Jiménez Valdez*
* Académica del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente (ITESO). Teléfono: (33) 3669 3434, extensiones 3320 y 3546. Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Tlaquepaque, Jalisco. Correo electrónico: elsa@iteso.mx
Resumen
El objetivo de este artículo es identificar los cambios que se han presentado en la participación de las mujeres en el contexto de la guerra contra el narcotráfico, así como visualizar algunas de las implicaciones de estas modificaciones para las mujeres en el noroeste del país.
Palabras clave: mujeres, narcotráfico, género, guerra contra el narcotráfico.
Abstract
The objective of this article is to identify the changes that have taken place in women's participation in the context of Mexico's drug war, as well as to show the implications of these changes for women in the northwest part of the country.
Keywords: women, drug trafficking, gender, drug war.
Introducción
Para cumplir con el objeto de este texto, primero se definen algunos conceptos útiles para explicar la construcción social del género. Después se identifican las formas específicas de masculinidad y feminidad presentes en el universo simbólico de la narcocultura para, a partir de ello, definir los roles, espacios y actividades asignados a las mujeres. En el tercer apartado se ilustran las modificaciones encontradas en el papel que juegan las mujeres en el narcotráfico, y se identifican algunos de los efectos que esta situación está generando para ellas.
La tesis que sustenta este artículo es que el contexto de expansión y guerra del narco ha impactado profundamente la forma en que se mueve y organiza este negocio, pero también ha propiciado cambios en la participación y roles de las mujeres dentro de él. Se identifican problemáticas que repercuten en formas e intensidades nunca antes vistas en este grupo.
Varios autores han advertido un cambio cualitativo y cuantitativo en la presencia de mujeres en el narcotráfico (Ronquillo 2008; Valdez 2011; Santamaría 2012); ellos han descrito casos de mujeres involucradas en la actividad o con hombres vinculados a ella. La propuesta aquí es presentar un análisis que, desde la perspectiva de género, ofrezca un marco para la interpretación de este fenómeno y permita apuntar hacia posibles líneas de investigación para las y los interesados en estudiar las condiciones de vida de las mujeres.
La información empleada para redactar este ensayo provino principalmente de fuentes bibliográficas. Los ensayos periodísticos, investigaciones y notas de prensa sobre el narcotráfico fueron de gran utilidad, aunque no trataran en específico sobre la participación de las mujeres. También se realizaron observaciones complementarias por parte de especialistas en el tema de violencia contra mujeres a quienes se entrevistó en Baja California, Sonora y Sinaloa, de marzo a julio de 2012, como parte del trabajo de la coordinación noroeste para la elaboración de un diagnóstico nacional sobre violencia contra las mujeres (Riquer y Castro 2012).
El papel del género en la configuración de las vidas de hombres y mujeres vinculados al narcotráfico en el noroeste del país
Al estudiar a los grupos sociales alrededor del mundo, las y los antropólogos han identificado que cada sociedad sanciona algunos espacios, comportamientos y tareas que se consideran exclusivos para hombres y otros para mujeres. Y aunque la constante es esta diferenciación entre sexos, la forma como cada grupo humano la ha concebido y organizado ha sido muy variable y cambiante en el transcurso de la historia.
La tendencia de la mayoría de estudiosos -predominantemente varones- era interpretar estas diferencias como muestras de la división y complementariedad entre hombres y mujeres. Eso fue así hasta que las feministas problematizaron la naturaleza y efectos de estas relaciones, en un intento por explicar las raíces de las desigualdades históricas entre los sexos, que tan perversas habían resultado para las mujeres -como es el negarles la ciudadanía, el derecho a decidir sobre sus cuerpos, a participar en los espacios educativos y recibir menos salario por igual trabajo, entre muchas otras situaciones que aún hoy violentan a este grupo-.
Con la reflexión y aportaciones de numerosas activistas y académicas surgió y evolucionó el concepto de género, el cual hace referencia a construcciones culturales que, con base en los cuerpos sexuados, establecen roles apropiados para hombres y para mujeres, y generan identidades subjetivas distintas para unos y otras (Scott 1996, 271). La construcción genérica en cada sociedad asigna, entonces, a cada sexo un conjunto de espacios, tareas y características que están fuertemente delimitados pero a la vez en cambio constante, para responder a coyunturas y procesos sociales, culturales, económicos y políticos.
Si los roles de género se entienden como un modelo o imagen que condensa el ideal de masculinidad o feminidad vigente en una sociedad -a manera de "tipo ideal" weberiano-, es posible acercarse a la propuesta de la filósofa estadounidense Judith Butler (2006), que comprende la construcción de identidad genérica como un esfuerzo continuo de teatralización, que la persona lleva a cabo con la intención de encajar dentro de los moldes socialmente definidos para su sexo. De manera que siempre están haciendo algo que convenza a los demás y a sí mismas de que "están siendo" o actuando como hombres o mujeres, según sea el caso (Ibid., 45). La noción del género como teatralización permite explicar cómo unos y otras se encuentran tentados a realizar distintas práctica orientadas a "encajar" en el estereotipo de género hegemónico, que se va modificando en este ejercicio de recreación, pues las y los actores tienen siempre un margen para la acción, reflexión, incluso la subversión. Esto hace que las construcciones de género sean muy dinámicas y mutables.
Además, en la configuración de género hay tres elementos que siempre están presentes; uno es su binariedad, puesto que -al menos en la mayoría de las culturas- se reconocen sólo dos géneros, los cuales se construyen siempre en diferenciación y oposición entre sí, que es la segunda característica. De modo que lo femenino es diferente a lo masculino, y lo masculino se construye como tal en oposición a lo que socialmente se considera femenino (Serret 2001, 36). La tercera es la relación de jerarquía presente, pues a la vez que se produce la diferenciación masculino/femenino, mediante una operación mental de construcción del orden simbólico, también se establece la superioridad de uno sobre otro (Ibid., 44). La constante histórica ha sido la superioridad de los atributos designados masculinos, que ha generado una forma de dominación de género, que el sociólogo Pierre Bourdieu calificó como "el mejor ejemplo de violencia simbólica".1
La dominación masculina se traduce en el acceso y control diferenciado entre hombres y mujeres a los recursos materiales y simbólicos, que producen una repartición inequitativa del poder (Scott 1996, 293), comprendido éste como un juego de relaciones desiguales entre individuos o grupos, que permiten ejercer una acción sobre las acciones de otros. En palabras de Foucault, el poder "incita, induce, seduce, facilita o dificulta, amplía o limita, vuelve más o menos probable; de manera extrema constriñe o prohíbe de modo absoluto; con todo, siempre es una manera de actuar sobre un sujeto actuante o sobre sujetos actuantes" (1988, 15).
Pese a la insistencia de las feministas en la desigualdad de poder, presente en las relaciones entre los géneros, las aportaciones de numerosos trabajos empíricos permiten dar cuenta de que también existen diferencias intragénero. En el caso de las masculinidades, los hombres que cuentan con mayores privilegios y recursos materiales y simbólicos ejercen mayor control respecto de las mujeres, pero también sobre otros hombres. Esta gradación en el acceso al poder entre mujeres y hombres y luego entre estos últimos, lleva a postular la existencia de construcciones masculinas "hegemónicas" (Careaga y Cruz 2006, 11; Ramírez 2006, 39 y 40).
Un elemento muy presente en las relaciones entre hombres y mujeres es el empleo de la violencia de género, que se puede comprender como un sistema de discursos y prácticas que buscan "reducir y aprisionar a la mujer en su posición subordinada, por todos los medios posibles recurriendo para ello al empleo de la violencia física, sexual y psicológica y a través del mantenimiento de un orden social y económico en la estructura" (Segato 2003, 15).
En el apartado siguiente se retoman estos conceptos para analizar los espacios y formas de relación entre hombres y mujeres en el ámbito de la narcocultura, lo que permitirá identificar algunas prácticas y discursos que moldean las identidades de género de hombres y mujeres tanto como sus posibilidades, limitaciones y potencialidades.
Construcciones hegemónicas de género en la narcocultura
El concepto de cultura se ha abordado desde múltiples enfoques, y no se ha podido construir un significado en torno al cual exista un consenso. Pedro Güell interpreta a Weber, y conceptualiza la cultura como una "operación que permite organizar lo real como espacio y como recurso predecible para la acción y, por lo mismo, como condición de la satisfacción de las necesidades" (2008, 49). Es decir, la cultura se puede considerar como una forma de mediación entre el sujeto y la "realidad" a la que busca dotar de orden, de sentido para guiar sus acciones, su proceder, en un proceso mediante el cual construye y reconstruye al mismo tiempo su identidad.
Hay autores y autoras que abordan el tema del narcotráfico, y describen la existencia de una narcocultura que se identifica por un sistema de símbolos, valores, creencias, normas, definiciones, usos y costumbres íntimamente ligado al mundo del narco y cuya manifestación más ostensible se localiza en el estado de Sinaloa.
Sánchez Godoy ubica el nacimiento de la narcocultura en los años cuarenta, y explica cómo tres décadas después ya se había convertido en una "institución imaginaria consolidada" (2009, 79). De acuerdo con él, la narcocultura se originó en el municipio de Badiraguato, en la sierra de Sinaloa, de donde retomó varios elementos de la cultura rural. Luego, de manera paulatina, al tiempo que se industrializó la producción de amapola y mariguana, comenzó a permear en las periferias de las ciudades, extendiéndose y reconfigurándose mientras se nutría de algunos elementos citadinos y otros que fueron adoptando los capos en sus viajes a otros países (por ejemplo, el empleo de marcas exclusivas de ropa al estilo de la mafia siciliana).
En la actualidad, académicos, reporteros y el público en general perciben que el fenómeno de la narcocultura está muy presente y arraigado en Sinaloa, pero no sólo ahí; se ha ido extendiendo a diversos lugares con mucha celeridad. Una parte de ello se explica por su expansión a zonas en donde antes no había tenido presencia o no era tan fuerte -por ejemplo en Baja California y en algunas ciudades de Sonora-; situación que trae aparejado el incremento de hombres y mujeres involucrados;2 también tiene que ver con una creciente aceptación social de las personas y valores vinculados al narco -incluso de la admiración que despiertan sobre todo en los sectores juveniles-. Además de estos factores, estrechamente ligados, la narcocultura se expresa y reproduce en numerosos productos culturales que se reciben y consumen en todo el país, como los narcocorridos, narco películas, series de televisión, blogs y videos caseros que reflejan y ensalzan elementos relativos al narcotráfico.3
Según el planteamiento teórico expuesto en el primer apartado, habría de esperarse que la narcocultura tuviera sus propias construcciones de género, ¿cuáles son, entonces, las construcciones hegemónicas que para hombres y mujeres se pueden ubicar en ese espacio simbólico? Para hacer una caracterización sobre los valores y principios de la narcocultura, así como la definición de identidades de género se utilizaron los trabajos de Julio Scherer (2008), José Manuel Valenzuela Arce (2010) y Marcela Turati (2011). En específico, se retomó información de los estudios empíricos sobre mujeres y narcotráfico realizados por Víctor Ronquillo (2008 y 1996), Javier Valdez Cárdenas (2011 y 1996), y los compilados por Alejandro Páez (2009) y Arturo Santamaría (2012). Esta información se completó con la proporcionada por Itselín del Rocío Mata (2012), cuya tesis de maestría versa sobre el imaginario social que rodea el estilo de vida de las mujeres del narco.4
La narcocultura se caracteriza por exaltar un estilo de vida marcado por el derroche, la trasgresión, corrupción e impunidad en un contexto circunscrito por la violencia, drogas y armas. En el imaginario social, estos elementos se combinan con lujos excéntricos como enormes mansiones, fajos de billetes, fiestas exorbitantes, carros y celulares de lujo, alhajas llamativas y el consumo desenfrenado de alcohol y otras drogas. La promesa para quien ingresa a este mundo es la obtención de placeres rápidos, momentáneos, a base de poco esfuerzo, a sabiendas de que la expectativa de vida se reduce en forma drástica.
Así como el dinero proveniente del narco se ha ido filtrando en diversos sectores de la economía mexicana, también ha aumentado la aprobación social hacia las personas que realizan esta actividad. Con mucha rapidez el narco se ha posicionado en varias zonas del noroeste y en Sinaloa, donde se ha convertido en una tradición y estilo de vida. Los motivos y formas de ingreso o acercamiento a él son distintos para hombres y mujeres; para ellos, los elementos que determinan su inserción son la pobreza, el olvido de las instituciones, el desempleo, la exclusión del sistema escolar, pertenecer a pandillas y la reclusión en penales por infracciones menores. Pero también participan los de la clase media y alta (los narcojuniors) que buscan adrenalina, dinero, poder y pertenencia a un grupo poderoso (Valdez 201 1, 132). Otros factores vinculados en la adopción de este estilo de vida son el abandono de los padres y la violencia presente en los medios de comunicación; situaciones estructurales, psicológicas y familiares, que generan un caldo de cultivo para que más y más jóvenes sean reclutados por los cárteles, a cambio de drogas, dinero, poder y mujeres (Turati 2011).
En la narcocultura, la construcción masculina hegemónica es la del jefe o capo; hombres involucrados en el narco cuyas cualidades son la valentía, arrojo y poder, a quienes les agrada imponerse, sentirse respetados, y se exhiben magnánimos, eufóricos y briagos. Una característica en ellos es el repudio a la vida, que se constata en narcocorridos sanguinarios, el gusto por matar, la venganza. Ellos estarían acostumbrados a mandar, someter y controlar, imponer su voluntad a costa del dinero, influencias y armas. El ejercicio del poder es vertical, bajo los jefes están sus valientes (sicarios, informantes) 5 a quienes no toleran ninguna equivocación, pues los errores y traiciones se pagan con la vida.
Es como una cadena en donde las frustraciones se descargan contra la persona que se encuentra abajo en la escala jerárquica, la que tiene menos posibilidades de defenderse y a quien se percibe como más débil, además contra quien se puede ejercer un daño con total impunidad, debido a la creencia de que les pertenece por derecho natural. En el mundo del narco se justifica, desde esta óptica, la subordinación de los hombres en una escala jerárquica inferior y del colectivo de las mujeres.
La narcocultura es misógina. Para humillar los cuerpos de los rivales asesinados, en muchas ocasiones los muertos se colocan en poses "afeminadas" (Turati 2011). El rol tradicional de las mujeres es el de sujeto subordinado. En la construcción social del narco ellas son artículos decorativos, para exhibirse, y para los más jóvenes son sólo compañía, diversión y sexo (Ibid. 2011).
Valenzuela Arce (2010) plantea el prototipo de mujer vinculada en forma sentimental con un narcotraficante en la figura de "mujer trofeo". Esta categoría, que el autor retoma del análisis discursivo del narcocorrido, hace referencia a una visión que cosifica a las mujeres y las vuelve "un objeto al que simplemente se le debe tomar, con independencia de su voluntad", con el fin de "exhibir el trofeo", de lucirlo. Lo importante es el reconocimiento a la capacidad para tenerlos y demostrar lo macho que se es, aun cuando en el fondo se sepa que esto corresponde al glamour del mundo del narco (Ibid., 165 y 166). La mujer, entonces, se convierte en objeto "por medio del cual el narcotraficante comunica a la sociedad con la que interactúa, su éxito en términos de riqueza y poder social" (Ovalle y Giacomello 2008, 34).
Los atributos de estas mujeres serían su belleza, sensualidad y coquetería, poseer cuerpos voluptuosos, ser carismáticas y desinhibidas. En específico, las sinaloenses son descritas como a las que les gusta explotar su belleza y llamar la atención, se muestran seguras y altivas. Para ellas el consumo se refleja en artículos de moda de firmas exclusivas, uñas largas, postizas, con decoraciones de pedrería, lujo, tacones altos, maquillaje y atuendo llamativo.
Dentro de esta construcción de subjetividades se puede distinguir a dos tipos de mujeres; las primeras, a quienes Mata (2012) denomina "mujer del narco", incluyen a las esposas, hijas y otros miembros de la familia. Son las que mantienen la belleza, el lujo, tienen acceso a estudios y también al poder por pertenecer a la estirpe narco, lo que les proporciona una suerte de legitimidad frente a otras que buscan pertenecer a este mundo. También es posible identificar otra categoría, las "buchonas" (Ibid., 8), como se llama a las que para ingresar a este mundo usan su belleza y acceden a través de su relación con hombres del narco. Con sus parejas sentimentales, muchos narcotraficantes establecen una relación que "no es afectiva propiamente [...] sino más que nada un contrato de acompañante" (funcionaria pública, Sinaloa).
Algunas de estas mujeres, seducidas por el poder que representa esta industria, pueden mostrarse embravecidas, incluso algunas armadas. Y vincularse a un narcotraficante les otorga lujos, viajes, coches y otros artículos que les proporcionan sus parejas. Para muchas jóvenes la tentación de pertenecer a este mundo es muy grande, y para llegar ahí son capaces de pagar altos costos, como se verá más adelante. Aunque también están las que no buscaban ingresar, pero cuando eran muy jóvenes fueron cortejadas por los narcos, quienes las llenaron de regalos y placeres caros, y terminaron por convencerlas de convertirse en sus amantes o esposas. Existen también aquéllas cuyo destino fue más trágico, pues fueron secuestradas por narcotraficantes, quienes en los casos más afortunados las hicieron sus esposas.6
La imagen de las mujeres que se mantienen como exitosas en el mundo del narco es espectacular; ultra delgada pero con glúteos y senos grandes, labios gruesos, cabello largo y por lo general oscuro. El cuerpo de éstas se moldea en función de los deseos del tipo de mujer que a los hombres les gustaría tener a su lado, y que se vuelve el prototipo del cuerpo que desearían las demás.7
Para tratar de empatar con este modelo, las mujeres tienen que someterse a "pequeñas violencias y cometer autoatentados contra su propio cuerpo (cirugías, implantes, modificaciones corporales, dietas y ejercicios excesivos)" (Mata 2012). En su investigación sobre el imaginario social de las mujeres del narco, Mata entrevistó a algunas que confesaron que podían llegar a someterse a alrededor de 30 cirugías a lo largo de su vida, con el afán de cumplir el estereotipo de belleza.
La tensión sobre la imagen y la apariencia es evidente, en particular en Sinaloa, en donde las mujeres fungen como objetos que son juzgados por su aspecto y en función de ello reciben o no algunos beneficios económicos. Por eso, para muchas conseguir dinero es un imperativo, pues lo requieren para moldear su imagen de acuerdo con el canon dominante, lo cual les implicaría asegurar su bienestar material a través de su relación con un narco.
En ocasiones sus mismas parejas deciden que ellas se operen, como señalaba una funcionaria pública en Sinaloa: "y por eso las operan, para presumirlas, porque a pesar de que [los hombres] son tan celosos y tan 'machos' les gusta traer una 'buena' mujer, que tenga de todo en abundancia". Es decir, se promueve la voluptuosidad como atributo de la feminidad y en función de esta apariencia se encasilla, juzga y valora a las mujeres.
En conjunto estas mujeres, además de fungir como acompañantes, han actuado también como relacionistas públicas, correos entre capos y adornos en las fiestas, algunas son intercambiadas para cerrar algún trato o alianza con otro actor ligado al narco. La belleza y el narco se han relacionado de tal forma que son varias las reinas de belleza vinculadas a narcotraficantes.8
A la par del grupo de las relacionadas sentimentalmente con narcotraficantes, cada vez emerge más la imagen de las mujeres que participan de manera más activa en el negocio. Este fue el tema del trabajo coordinado por Arturo Santamaría (2012), que hace alusión en especial a las que han logrado abrirse paso en el mundo masculinizado de los capos del narco accediendo también a dinero, armas y poder. A la fecha es poco lo que se conoce de ellas, fuera de los afiches que han generado algunos libros y series de televisión.9 La caracterización mostrada en los textos del libro de Santamaría hace referencia a la categoría "mujeres del narco" antes descrita, para quienes fue fácil continuar con el negocio familiar o que ingresaron a él con la muerte de su pareja. Sin embargo, estas "mujeres-capo" siguen siendo pocas, la gran mayoría de ellas ocupan puestos mucho menos imponentes y redituables.
Con frecuencia se cree que la incursión de las mujeres en el narco es reciente; sin embargo, la evidencia señala que desde la década de 1920 han participado en el tráfico de drogas en la frontera, y que durante la Segunda Guerra Mundial su papel cobró mayor relevancia. Incluso mucho antes colaboraron junto a sus esposos, campesinos, en el trasiego de droga (Santamaría 2012, 33 y 34). Algunas otras han trascendido por ocupar puestos importantes; en Ciudad Juárez es conocido el caso de Ignacia Jasso, La Nacha, quien en las primeras décadas del siglo XX formó un pequeño imperio de producción y venta de droga en los hogares juarenses (Páez 2009, 22 y 23). A finales del siglo pasado, Enedina Arellano (Reveles 2011, 61) tomó las riendas y dio nuevo aliento al cártel de Tijuana.
Aunque hay mujeres que han logrado escalar en el mundo de la mafia, sus principales actividades actuales son el traslado de mercancía, el narcomenudeo y el ingreso de drogas a los penales. Éstas implican una alta posibilidad de que las sorprendan y encarcelen, se han considerado menos relevantes y por lo cual reciben pagos más bajos.
Las razones de las mujeres para incorporarse al narcotráfico son variadas. Algunas lo han hecho al vincularse sentimentalmente con narcos y sicarios quienes las obligaron, usaron o invitaron a trasladar droga; algunas llegaron a interesarse en el negocio y escalaron a puestos de mediana o mayor envergadura. Otras ingresaron por necesidad, porque eran madres solteras, amas de casa o desempleadas, tenían carencias o quedaron viudas y desprotegidas con el asesinato de su pareja vinculada con el narco. Otro segmento, el que ha conseguido escalar mayores posiciones es el de las que provienen de familias o familiares inmiscuidos en el narco. De entre todas ellas, muchas han sido seducidas por las alhajas, prendas costosas, vehículos y una vida llena de lujos y placeres que no podrían tener de otro modo.
Otra categoría incluye a las aprehendidas por la justicia. Según un estudio de Giacomello (2013) con presas, éstas ingresan al narcotráfico en su mayoría de manera consciente, pero muy influidas por las relaciones asimétricas entre hombres y mujeres. Ellas consienten su participación sobre todo por los vínculos de dependencia emocional que establecen con sus parejas (Ibid., 233) y por su perfil, por lo general son de estratos socioeconómicos bajos y con escolaridad entre primaria y secundaria incompleta.
El estereotipo de madre-esposa que acepta sacrificarse por amor está tan arraigado culturalmente en las mujeres, que se vuelve una razón por la que muchas aceptan enfrentar cargos o realizar acciones de alto riesgo. Esta construcción cultural continúa presente incluso durante su estancia en la cárcel. Hay ejemplos de que esta situación es aún evidente: "en una ocasión hicimos [un taller] sobre autoestima [pedimos que hicieran] su canción personal y [...] como cinco mujeres de ese taller hicieron una canción a él porque la canción era, [sobre] 'qué es lo mejor que tengo', [...] y las canciones decían que por ellos volverían a cometer ese delito" (funcionaria, Sonora).
Con este testimonio se aborda la última de las categorías de construcción de género presentes en el narcotráfico, el de madre-esposa, muy extendida en la cultura latinoamericana y en la mexicana en específico. La mayoría de las mujeres se han definido como seres para los demás, y proyectan la construcción de su identidad en función de las necesidades, gustos e intereses de otras personas y en específico de los hombres a su alrededor; la figura de la madre-esposa abnegada, dócil, sufrida, la que protege, que se sacrifica por el bienestar de los demás. Como señala Valenzuela, "la mujer sacrificada es la que se niega para servir al macho, la que acepta en silencio su invisibilidad y se conforma con el pago gratificante de saber que su destino en la vida es servir a otros [...] la mujer sacrificada es también la mujer sacrificable; condición límite del autoabandono, la mujer sacrificable 'se juega la vida por su hombre'" (2010, 171).
Ser mujer vinculada al narcotráfico en el contexto de guerra contra el narco
En los albores del siglo XXI, los cárteles mexicanos se han venido reconfigurando en el marco de una disputa por el control de las zonas de operación y las rutas de distribución. Enrique Krauze sostiene que la confrontación entre bandas de narcotraficantes se vio favorecida por las modificaciones del entorno político mexicano, pues la derrota del Partido Revolucionario Institucional en los comicios del año 2000 limitó el poder presidencial ampliando la injerencia de los actores locales legales e ilegales, y generando fracturas en el equilibrio de poderes establecido y negociado entre la elite política y las cabecillas del narco (2012, 18). Esta situación fue influida, además, por la guerra contra el narcotráfico, pues las acciones gubernamentales contra los cárteles propiciaron su reacomodo (BBC Mundo 2012).
A finales de 2006, el Ejecutivo federal inició un ataque a gran escala contra el narcotráfico dañando las redes de distribución y producción de los cárteles más importantes. Para el año siguiente se movilizaron 12 mil soldados en todo el país, y se gastaron más de 2 500 millones de dólares (Contreras 2010, 22). En marzo de 2007, México y su vecino del norte firmaron lo que se conoce como Iniciativa Mérida, orientada a fortalecer las instituciones gubernamentales encargadas del control y combate al narcotráfico y a apoyar algunos programas de la Procuraduría General de la República, con un presupuesto de 400 millones de dólares (Ibid., 23).10
Sin desestimar la urgencia de detener la escalada de violencia y el Estado de sitio generado por la guerra entre cárteles -incrementado por la ausencia de un Estado de derecho, derivado de la corrupción y suplantación de autoridades en ciertas regiones-, las críticas realizadas al proceder del presidente Felipe Calderón, respecto a la decisión de declarar la guerra contra el narcotráfico y erigirla como la prioridad de su sexenio, se centran en la pertinencia de la estrategia elegida y en sus graves omisiones.
Las medidas emprendidas por el gobierno no contemplaron la incorporación de actividades de inteligencia, disposiciones para frenar y sancionar el lavado de dinero o la reestructuración de las instancias de justicia, entre otras, que resultarían integrales para garantizar el éxito de esta "guerra".11 Su foco fue el empleo extraordinario de la fuerza, el aumento y movilización de las distintas agencias encargadas de la seguridad nacional.12 Para probar la efectividad de sus acciones, el gobierno exhibió el encarcelamiento y defunción de los principales capos, hizo públicas las aprehensiones de los cuadros medios de la delincuencia organizada, así como los aseguramientos de drogas, armas y vehículos a los traficantes, la destrucción de plantíos ilegales, el incremento de elementos de la Policía Federal y las reformas legales en temas de seguridad, tráfico al menudeo y justicia (Krauze 2012, 17). Sin embargo, como señala Luis Astorga:
La oposición política y la sociedad civil ha insistido más en las críticas a la estrategia desplegada, el papel de los militares, las violaciones de los derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad, el número de homicidios y en la adjudicación de responsabilidades por los resultados negativos en varias regiones del país donde no hay paz ni tranquilidad y sí mucha violencia armada, incontenible y modalidades de la destrucción del otro no experimentadas anteriormente (2012, 27).
El saldo sexenal fue de decenas de miles de muertes; en promedio, durante 2011 se asesinó a 47 personas diarias; de ellas, cuatro fueron torturadas, dos decapitadas, diez fueron jóvenes y tres mujeres (Molzahn et al.2012). Ha sido tal el horror y diversidad de atentados, que Ovalle (2010, 105) llama la atención sobre la ampliación en el vocabulario mexicano para describir la cantidad de crímenes derivados del narcotráfico: "baleados", "encajuelados", "encobijados", "enteipados", "zarandeados", "empozolados", "decapitados y "troceados", palabras, imágenes y formas de acabar con el otro de manera tan tortuosa que ya son parte de la jerga presente en los medios de comunicación y conversaciones en el país.
La guerra entre cárteles y de éstos con las autoridades se ha traducido, además de las ejecuciones y "levantones", en la toma de ciudades, quema de viviendas, atentados en sitios públicos, así como en la ampliación de las zonas de distribución de droga (Dávila 2010, 4346). Esto ha requerido del reclutamiento de miles para desempeñar tan diversas actividades.
La pregunta que surge es ¿cuál es el efecto que el entorno de violencia social, derivado de la guerra contra el narcotráfico -y en el interior de éste- tiene en la vida de las mujeres vinculadas con él y con los narcotraficantes? Este artículo busca aportar algunos elementos para responderla. Puesto que las construcciones de género son sensibles a cambios coyunturales, en donde las y los actores tienen un margen para promover modificaciones y responder ante ellas.
Una de las repercusiones principales en el contexto descrito es la ampliación de los espacios de participación de las mujeres en el narcotráfico y en el número de las involucradas. En la actualidad, ellas colaboran como "mulas" (persona que acarrea cantidades pequeñas de droga), que introducen estas sustancias a los penales (Lizárraga 2012, 153) y en el narcomenudeo, en los llamados "picaderos". Se trata de segmentos con ganancias muy modestas pero que, como resultado de la guerra contra el narco, van en aumento. También están las que se han prestado o han sido obligadas a trasladar sumas importantes en efectivo y especie (Scherer 2008, 9), y a ejercer el "lavado de dinero" (Ronquillo 2008, 33).
Como resultado de la reconfiguración del narcotráfico en los últimos años, se han modificado algunos patrones que excluían a las mujeres de ciertas actividades. Así, de 2006 a 2007 se sumaron a los cuerpos de ejecución, secuestro, organización y a las labores financieras de los cárteles (Santamaría 2012, 47). Para las vinculadas de alguna manera al mundo del narcotráfico, y para muchas otras que no lo estaban, emplearse dentro de esta industria se vuelve una opción viable ante un entorno marcado por la discriminación y segregación laboral por sexo,13 que determina condiciones de mayor explotación, inseguridad laboral, bajos salarios y desempleo para ellas. Al respecto, una informante de Sinaloa señalaba que, debido a las brechas y desigualdades que afectan a las mujeres y ante la fuerte presencia del narcotráfico en su entidad, ellas han tenido que buscar en la informalidad los trabajos e ingresos que no consiguen en la economía formal.
Otro factor es la ambición, el anhelo de probar placeres, bienes y lujos accesibles para unos cuantos, pero que en este mundo se encuentran de forma rápida y a manos llenas. Muchas mujeres han caído en la ambición de poseer joyas, viajes, ropa cara y autos exclusivos (Scherer 2008). Cuando se ha probado este estilo de vida son pocas las que pueden dejarlo, así que se enganchan gracias a sus relaciones con hombres vinculados al narcotráfico (familiares, amigos y parejas).
La reconfiguración de los cárteles, debido a la aprehensión y muerte de sus miembros, genera un espacio que posibilita el reclutamiento de las mujeres en las actividades delictivas (Santamaría 2012, 45), lo cual también explica que ellas asciendan cada vez más a puestos de poder (Molina 2012, 15). El encarcelamiento y asesinato de los hombres del narco deja también a sus parejas e hijos en una posición vulnerable, en donde algunas enfrentan la falta de sostén económico, el despojo por parte de familiares y socios de sus parejas y un tren de vida cuya continuidad sólo puede darse dentro del narco.
Los cárteles están volteando a ver a las mujeres para ofrecerles oportunidades de participación. En un principio, éstas habían estado relegadas a tareas menos lucrativas y más riesgosas y, ante el panorama de crisis que están enfrentando los cárteles, apenas se comienza a ampliar y aceptar su colaboración en actividades más diversas y que implican un mayor poder, aunque éste depende de su asimilación dentro de un mundo eminentemente masculino.
La situación de las mujeres es más arriesgada, tanto entre quienes están siendo incorporadas en contra de su voluntad como las que lo hacen con plena conciencia. Muchas trabajan sin el cobijo de las redes del narco y con menos garantías de que no serán aprehendidas por las autoridades. Debido a estas posiciones de vulnerabilidad y al interés del Gobierno de Calderón en demostrar su éxito, mediante las cifras de muertos y detenidos, ellas se volvieron presas fáciles de los sistemas penitenciarios.
Antes del sexenio de Calderón, el robo era la causa principal por el que las mujeres eran procesadas, después la estadística se modificó en favor de los delitos contra la salud (Santamaría 2012, 44). De acuerdo con el cálculo de un informante de Sonora, dos terceras partes de las mujeres en el estado están encarceladas por posesión, venta o traslado de droga. En las cárceles de Sinaloa, las recluidas por este delito representan 60 por ciento (Lizárraga 2012, 152) y en Tijuana poco más de la cuarta parte (Zeta s/f).
De acuerdo con datos del Instituto Nacional de las Mujeres (INMUJERES) en el país, en los últimos tres años14 la cifra de presas por delitos federales se disparó en 400 por ciento, y la mayor cantidad de estas internas está en Jalisco, Sinaloa, Nayarit y el Distrito Federal (El Informador 2010). En Baja California fueron 100 las procesadas por estos delitos en 2003, tres años más tarde la cifra creció casi una tercera parte (Zeta s/f). Según declaraciones del director del Sistema Estatal Penitenciario de este estado, la mayor cantidad de hombres se encuentran procesados por robo, mientras que en el caso de las mujeres es por delitos contra la salud (Ibid.).
Es claro que las mujeres están más indefensas ante una detención debido a su poca experiencia y a la falta de protección, además de carecer de recursos económicos y redes sociales que las protejan de ir a prisión (Carrillo 2012, 65-68). Es paradójico que exista la tendencia a creer que los policías sospecharán menos o que serán más flexibles con ellas, lo cual también incide en su mayor criminalización (Ibid., 70), por lo que muchas acceden a desempeñar tareas de alto riesgo o aceptan su culpabilidad aunque no estén vinculadas en forma directa con el hecho delictivo.
Para muchas, su vínculo con el ilícito se debe más bien a su relación con un consumidor o traficante, ya sea como pareja o familiar, puesto que con frecuencia se adjudican el delito pensando que por ser mujeres las penas serían menores, para proteger a un ser querido, o bien accedieron voluntariamente a cometerlo por un lazo amoroso. Como indica una informante:
Es altísimo el caso de mujeres que están presas por cuestiones de narcotráfico y cuando llegamos a platicar con ellas es porque el novio, la pareja, el esposo las involucró en el narcotráfico [...] es la relación que nosotras hemos visto, y ese es un caso de violencia, porque ellas no ingresaron a este trabajo como, 'sí quiero entrar', sino en algunos casos forzadas, en otros no sabían en lo que se estaban involucrando, o sea ignoraban la situación realmente, pero finalmente pues son cómplices o lo sabían y no tenían esa conciencia de realmente lo que estaban viviendo por la misma violencia en la que ya estaban sometidas (activista, Baja California).
Quienes están en la cárcel pocas veces son jefas o sicarias, la gran mayoría participaba activamente en la cadena más baja del narcotráfico, si es que lo hacía. Con mucha frecuencia las mujeres fueron procesadas porque se le encontró drogas en el momento en que ingresaban a un penal. En el mundo del narcotráfico esta tarea es muy devaluada, porque las ganancias y la cantidad que puede ser traficada es poca, el riesgo de ser sorprendido y las penas imputadas son altas y porque es un delito que cometen típicamente las mujeres, por lo que es visto como inferior y débil, "pues muchas veces ellas acceden a realizar esa actividad por fidelidad y por amor a su pareja o familiar varón" (Lizárraga 2012, 172 y 173).
Un último punto que las feministas han tratado de evidenciar, por su gravedad y la dificultad para visualizarlo, debido a la ausencia de estadísticas oficiales, es el incremento y recrudecimiento de la violencia que viven las mujeres. En el ambiente de violencia social, impunidad y corrupción, las razones para acabar con la vida de ellas llegaron a ser ínfimas, las armas para hacerlo estaban a la mano y la impunidad fue escandalosa, factores que se tradujeron en el aumento de los feminicidios.15 De 2007 a 2009, el porcentaje de crecimiento de defunciones femeninas con presunción de homicidio fue de 423.9 para Baja California, de 126.4 para Sinaloa y de 125.3 para Sonora, aunque Baja California Sur reportó una disminución de 36.4 por ciento (ONU Mujeres 201 1, 39).
La proliferación de armas de fuego -generada por la misma guerra contra el narco y los controles laxos frente al tráfico de armas- repercute en las condiciones en que mueren las mujeres -en muchos de los casos la muerte fue causada por arma de fuego, el indicador más alto fue en Sinaloa, después en Sonora, luego Tabasco y en cuarto lugar se ubicó Baja California (Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio, OCNF 2009, 29)-, pero habría que estudiar si también lo tienen en su incidencia al facilitar la comisión del acto.
El papel del Estado mexicano ha sido lamentable frente a estas situaciones, pues el aumento y profesionalización de los cuerpos de seguridad en el marco de la guerra contra el narcotráfico no se tradujo en una mayor protección para las mujeres. Por el contrario, las instancias de protección para ellas operan con pocos recursos materiales y en cuanto a los humanos, en gran medida su preparación es deficiente, no se les otorga a las y los funcionarios encargados la capacitación y herramientas que requieren para detener la violencia. El resultado es la impunidad de los agravios que sufren las mujeres, que parecen ser crímenes de segunda o tercera categoría ante los delitos considerados "de alto impacto".
En este entorno de violencia creciente y ante la ausencia de un Estado de derecho, la vulnerabilidad de las mujeres aumenta, pues éstas son castigadas con la única finalidad de darle una lección a otro hombre; disponer de la vida de las mujeres se ha vuelto una táctica más en la guerra entre cárteles.
Hace un par de décadas, las riñas entre grupos delictivos se arreglaban entre narcos, sin involucrar a mujeres e hijos, pero ahora esta especie de "código" se ha roto. Así lo manifestaron informantes de los tres estados estudiados: "Anteriormente aunque estuvieran involucradas las mujeres [con algún narcotraficante], a las mujeres no se les tocaba, o sea, la familia era sagrada, todo se ajustaba entre hombres y hoy en día no, se ajusta con todo mundo, eso es lo grave" (funcionaria, Sinaloa). Así, hay casos sobre todo en Sinaloa en donde niñas, jovencitas y mujeres en edad madura habían sido secuestradas, violadas, mutiladas, y el único móvil para cometer estos actos era su relación con algún narcotraficante.
Para seguir con la tónica de percibir a las mujeres como objeto y propiedad de los varones, dentro del imaginario del narco -y entre los elementos castrenses-, la violencia contra éstas se concibe como un mecanismo para establecer una comunicación entre ellos, como un medio para ejercer una relación de poder respecto a otro. En ese medio ellas son agredidas y privadas de la vida, "utilizándolas como un objeto simbólico porque pertenece a otro que sí es interlocutor, porque sí es hombre" (reportera, Sonora).
En el mundo de los narcotraficantes, así como en gran parte del imaginario de mujeres y hombres del país, existe la idea de que aquellas pertenecen a éstos, sobre todo si son "compradas" con regalos y comodidades. En muchas ocasiones los mismos narcos ejercen hacia sus parejas gran violencia y saña, haciéndolas víctimas de intimidaciones, secuestros, amenazas y violaciones, que culminan en suicidios (Scherer 2008) y asesinatos que quedan en la impunidad, como relataron varias funcionarias en los tres estados del noroeste.
Conclusiones
La narcocultura delimita espacios, roles, actitudes y valores para hombres y para mujeres, es decir, define los matices de las identidades de género que moldean en buena medida la vida de quienes están inmersos en este entorno cultural en el norte del país. Por supuesto, estas construcciones no implican que las personas las calcen como tales, pero sí dirigen las decisiones que muchos de ellos y ellas toman, sus acciones y discursos, configurando relaciones de poder y violencia que afectan las vidas de miles de mujeres.
Las construcciones de la narcocultura que encasillan a las mujeres se erigen en función de la imagen de "jefe del narco", construcción hegemónica masculina. Los roles que se les asignan son los de "mujeres del narco", es decir, las esposas y familiares del narcotráfico o "buchonas", término empleado para referirse a aquéllas que aspiran a los lujos y comodidades de que disponen las primeras; ambas categorías se encuentran estrechamente ligadas al estereotipo de "mujer trofeo". Las relaciones de poder entre hombres y mujeres en esta categoría se traducen en la estilización e intervenciones corporales para las mujeres y en trayectorias distintas de participación y vinculación con el narcotráfico. En el otro extremo de la construcción social está el rol de madre-esposa, muy arraigado en la cultura mexicana, que no deja de estar presente en el narco.
Estas categorías convergen en distintas formas de participación en las actividades del narcotráfico, las cuales se encuentran fuertemente categorizadas para las mujeres, y que las han mantenido en tareas mal pagadas y de alto riesgo. Entonces, se está presentando un traslado en los espacios donde ellas transitan en este mundo: de "mujeres trofeo" a participantes en el narcotráfico y después a presas.
Es importante hacer esta categorización que, si bien se ha esbozado en la literatura contra el narcotráfico, ha sido en la mayoría de los casos abordada desde una postura acrítica a la construcción del género. Asimismo, reconocer que si bien muchas mujeres utilizan su belleza para acceder a los lujos provenientes del narco, esto ha sido en una posición subordinada y en un contexto de violencia. La realidad que moldea las relaciones entre hombres y mujeres es mucho más compleja que lo que a simple vista se puede observar.
Las fragmentaciones, reconfiguraciones y embates, sufridos por los cárteles en el contexto de guerra contra el narcotráfico, han repercutido en los espacios de participación de las mujeres diversificando sus labores y posibilitando que algunas estén alcanzando puestos de mayor jerarquía y poder. En este sentido, habría que analizar las formas en cómo ellas participan y hacen una trayectoria en estos espacios altamente masculinizados. Sería interesante conocer cómo conciben ellas el poder y en qué medida sus prácticas se asemejan o diferencian de sus contrapartes masculinas, y si su participación propicia modificaciones en la forma en que opera esta industria.
A la par que las mujeres se han venido sumando a las actividades delictivas, una mayor cantidad de ellas ha sido procesada por delitos contra la salud, aunque el motivo de su detención se ha debido más a ser chivos expiatorios que a su pertenencia real a la estructura de los cárteles. Algunas investigadoras se han acercado a analizar este fenómeno (Lizárraga 2012; Giacomello 2013), aunque aún falta por conocer más sobre sus condiciones de vida, las formas en las que se llevan a cabo sus procesos y la vida y estigmatizaciones que encaran como presas y por enfrentar cargos vinculados con el narcotráfico.
Otro resultado funesto para las mujeres en este contexto es el incremento de la violencia de la que son objeto, lo cual se intensifica por la indiferencia del Estado y el incremento en la violencia social que posibilitan que su asesinato y vejación se vuelva una forma de interlocución entre capos. Una línea de investigación de género podría dirigirse a este tema también, para descifrar los significados que en estos ámbitos guardan las mujeres y sus cuerpos, así como tratar de identificar cuantitativamente la relación entre narcotráfico y violencia contra las mujeres, lo que es imposible en este momento debido a la opacidad con la que se manejan las cifras oficiales, la falta de protocolos para investigar y dar seguimiento a los asesinatos y vejaciones de mujeres.
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1 Para Pierre Bourdieu se caracteriza como "la violencia amortiguada, insensible, e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento, o más exactamente, del desconocimiento, del reconocimiento, o en último término, del sentimiento" (2000, 1 2).
2 El sector juvenil que labora en el narco ha crecido exponencialmente, sobre todo en el marco de la "guerra contra el narcotráfico". Marcela Turati calcula que en todo el país unos 30 mil jóvenes son empleados por los cárteles (2011, 111).
3 Entre los exponentes más reconocidos de narcocorridos están Los Tigres del Norte, Los Canelos de Durango, Los Sembradores de la Sierra, Los Titanes de Durango, Los Tucanes de Tijuana, Ramón Ayala, Grupo Exterminador, El Komander. También hay géneros nuevos que hacen alusión más explícita de la violencia, como el "Movimiento Alterado" o "Corridos Enfermos". Existen blogs como corridosalterados.net y narcopeliculas.blogspot.mx donde se pueden descargar narco películas, narco series y documentales. En la televisión mexicana se han producido varias series cuya trama gira alrededor del narcotráfico, es el caso de La ruta blanca, La reina del sur, Estado de gracia y Capadocia.
4 Como puede notarse, el tipo de bibliografía empleada es académica y periodística. La inclusión de esta última se debe a que el tema no se ha estudiado lo suficiente por los y las investigadoras, lo que puede deberse a lo peligroso de su abordaje, y a que antes no se había considerado como legítimo, para plantearse académicamente. Los trabajos periodísticos citados fueron elaborados por profesionistas reconocidos por su seriedad y honestidad.
5 En paralelo a las actividades de producción, venta y distribución de estupefacientes, los cárteles también han establecido alianzas con pandillas locales que cometen otros delitos: secuestros, robo de autos, asaltos, tráfico de personas, venta de armas o extorsiones (Turati 201 1, 33). Este artículo se centra específicamente en lo que se refiere al narcotráfico.
6 Por ejemplo, la sinaloense Rocío del Carmen, reina del carnaval mazatleco, raptada por Francisco Arellano Félix poco antes de cumplir 1 8 años, quien después se casó con ella (Santamaría 2012, 3 7). Un atentado similar fue el que sufrió Sandra Ávila, conocida como Reina del Pacífico, quien fue sustraída de su hogar con lujo de violencia por el que era su novio, lo que le impidió continuar sus estudios universitarios (Scherer 2008, 2 7).
7 En contraste, Alejandro Páez encuentra grandes semejanzas entre la vestimenta y peinado de Ignacia Jasso, alias La Nacha, precursora del cártel de Juárez alrededor de 1920, con la de Sara García.
8 La lista de narcotraficantes vinculados a ex reinas de belleza es larga e incluye a Manuel Salcido, alias El Cochiloco, Francisco Arellano Félix, Ernesto Fonseca Carrillo y Joaquín El Chapo Guzmán, entre muchos otros.
9 En específico La reina del sur, basada en el libro homónimo de Arturo Pérez Reverte.
10 Además de la violencia que la guerra entre cárteles estaba provocando y de la presión estadounidense sobre el gobierno mexicano para detener el narcotráfico, se argumenta que el principal motivo por el cual Calderón emprendió esta acción fue para tratar de legitimar su gobierno tras las controvertidas elecciones en las que fue declarado vencedor, generando gran descontento popular. Así lo señalan varios analistas, entre ellos Enrique Krauze (2012) y Eduardo Guerrero (entrevistado por Fernando García 2012).
11 Al respecto, indica Eduardo Guerrero, experto en temas de violencia, que "hay lugares donde la base social del crimen organizado es enorme, donde existe una simbiosis entre los grupos criminales y la sociedad. La presente administración no quiso entrarle a este problema. Optaron por una estrategia punitiva y dejaron de lado la dimensión social del problema" (García 2012, 36).
12 Fueron varias las acciones en distintos puntos del país, se concentraron en las zonas de Culiacán, Tijuana y Ciudad Juárez (Krauze 2012, 19).
13 De 134 naciones evaluadas en el informe de la brecha de equidad de género mundial, del Foro Económico Mundial, México ocupa la posición 105 por la diferencia de ingresos en contra de las mujeres (Periódico am 2012)
14 Información publicada en 2010.
15 La Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia lo define como "la forma extrema de violencia de género contra las mujeres, producto de la violación de sus derechos humanos, en los ámbitos público y privado, conformada por el conjunto de conductas misóginas que pueden conllevar impunidad social y del Estado y puede culminar en homicidio y otras formas de muerte violenta de mujeres".