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Región y sociedad
versión On-line ISSN 2448-4849versión impresa ISSN 1870-3925
Región y sociedad vol.26 no.especial4 Hermosillo 2014
Artículos
Violencia laboral contra jornaleras agrícolas en tres comunidades del noroeste de México1
Ma. del Carmen Arellano Gálvez*
* El Colegio de Sonora. Obregón 54, colonia Centro, Hermosillo, Sonora, México. C. P 83000. Teléfono: (662) 259 5300, extensión 2222. Correo electrónico: marellano@colson.edu.mx
Resumen
El objetivo de este artículo es analizar las formas de violencia laboral contra mujeres jornaleras agrícolas en tres comunidades de Sinaloa, Sonora y Baja California, para lo que se utilizó una metodología cualitativa, a través de entrevistas grupales que se les hicieron a ellas. Los resultados señalan que las trabajadoras reconocen la violación a sus derechos laborales, como no contar con servicios médicos para ellas y sus hijos, ni ingresos por faltar al trabajo cuando éstos enferman y menos opciones laborales durante el embarazo. A diario viven el acoso y el hostigamiento ejercido por hombres posicionados en distintas jerarquías laborales, pero no son pasivas ante la violencia, ya que diseñan estrategias de autocuidado. Otras se organizan para brindar asesoría a mujeres sobre sus derechos laborales y las acompañan en los procesos de denuncia y búsqueda de justicia.
Palabras clave: jornaleras agrícolas, violencia contra las mujeres, hostigamiento sexual, relaciones de poder.
Abstract
The aim of this article is to analyze how violence against women is expressed in the work environment of agricultural laborers in three communities of Sinaloa, Sonora and Baja California. A qualitative methodology was used, including group interviews with female agricultural workers. According to our results, women working in agricultural fields recognize the violation of their working rights, such as not having medical services for themselves and their children, a lack of income for missing work when their children are sick, or less employment options when they are pregnant. They live harassed by males positioned in different labor hierarchies, but they are not passive in the face of violence, and instead design self-care strategies. Additionally, some women organize to advise other women about their labor rights and support them in the process of filing complaints and pursuing justice.
Keywords: female agricultural workers, violence against women, sexual harassment, power relationships.
Introducción
Con la apertura a los mercados mundiales, la industria agroalimentaria requiere mano de obra que responda a la demanda de productos de alta calidad. Según informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, por sus siglas en inglés) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), los 450 millones de hombres y mujeres que se emplean en la agricultura alrededor del mundo pertenecen a los estratos socioeconómicos más pobres de los países desarrollados y en vías de desarrollo, la mayoría vive en comunidades rurales y una proporción significativa es de algún grupo indígena (Hurstet al. 2007). Dicho informe da cuenta de las similitudes en la organización del trabajo agrícola en el mundo, en la cual prevalecen las violaciones a los derechos laborales y humanos básicos de los y las trabajadoras, como carecer de contratos y prestaciones sociales y de salud básicas; vivir en condiciones insalubres y de hacinamiento; percibir bajos salarios y tener inestabilidad laboral.
El trabajo agrícola ha tenido una creciente feminización en todo el mundo; las trabajadoras agrícolas asalariadas representan entre 20 y 30 por ciento del total del empleo asalariado, proporción que aumenta hasta 40 en los países de América Latina y el Caribe (Ibid.), donde éstas se han integrado como temporales (OIT 2012). En Francia, Italia y España se ha analizado el impacto de la industrialización de la agricultura y los flujos migratorios,2 y con ello la aparición de los y las trabajadoras agrícolas que viven en la pobreza, la ilegalidad y la discriminación étnica (Giménez 1992; Rau 2009). En estos países, las mujeres forman parte activa y la mano de obra preferida por los empresarios, ya que son más estables, cuestionan menos las condiciones laborales, son menos conflictivas que los hombres y tienen menor capacidad organizativa (Miedes y Redondo 2009; Reigada 2012; Pedreño 2012).
En Paraguay, México, Guatemala y Bolivia, donde hay una alta participación femenina en el trabajo agrícola, existe una diferencia salarial entre hombres y mujeres, y son las indígenas y las personas de procedencia rural quienes tienen menores ingresos (Ballara y Parada 2009). En un estudio de la OIT (2012) en Argentina, Chile, Costa Rica, Brasil, Perú, Ecuador y México acerca de las mujeres rurales y el trabajo agrícola, también se concluye sobre dicha diferencia salarial; sin embargo, para muchas de ellas la incorporación a esta actividad significó la oportunidad de contar con ingresos propios. En Perú se documentó que las trabajadoras agrícolas no tienen un contrato formal con la empresa, lo que obstaculiza el acceso a los derechos laborales y de seguridad social. Las hablantes de lengua indígena, que viven en zonas rurales, son madres solteras, analfabetas y más vulnerables a las violaciones de sus derechos (Bastidas 2011). Los estudios de Becerril (2005, 2006) y Mummert (2010) dan cuenta de la incorporación de migrantes mexicanas en el agro canadiense y estadounidense y las limitaciones en el ejercicio de sus derechos laborales. Asimismo, con la apertura comercial entre México y Estados Unidos aumentó el cultivo de hortalizas de exportación, y con ello la demanda de mano de obra femenina en el agro mexicano (OIT 2012).
Las trabajadoras agrícolas alrededor del mundo laboran en condiciones similares, pero además viven la violencia simbólica y cotidiana ejercida en su contra por el hecho de ser mujeres, que se expresa en el acoso, el hostigamiento y otras, basadas en la desigualdad de género; reconocer las múltiples violencias que ocurren en los entornos laborales permitirá identificar el sistema de relaciones de dominación y subordinación que las reproduce.
El objetivo del artículo es analizar las formas de violencia laboral contra jornaleras agrícolas en tres comunidades de Sinaloa, Sonora y Baja California, para lo cual se utilizó una metodología cualitativa. En el documento se presentan parte de los resultados de una investigación nacional sobre la violencia que viven las mujeres en México y su vínculo con la violencia social (Riquer y Castro 2012). En dicho proyecto se realizaron estudios en la región conformada por Baja California, Baja California Sur, Sinaloa y Sonora,3 en la cual se decidió analizar, como un grupo específico, a las trabajadoras agrícolas y sus experiencias ante las distintas formas de violencia en su contra. Aquí se retoman los discursos sobre la violencia que viven en el trabajo, como un espacio donde se reproducen las desigualdades de género, según la lógica masculina del mundo.
Para examinar los datos empíricos se partió de las premisas de la perspectiva de género, ya que permite comprender los procesos de construcción sociocultural de las subjetividades femeninas y masculinas, basadas en las desigualdades de poder y en relaciones sociales de dominación y subordinación (Scott 1999). Es a través de la sociologización de la diferencia sexual como se construyen y reproducen las desigualdades entre hombres y mujeres, bajo el supuesto de una superioridad de los primeros sobre las segundas (Bourdieu 2000). La normalización y naturalización de esta dominación da lugar a prácticas que violentan y subordinan a las mujeres como grupo social carente de poder. La perspectiva de género busca deslegitimizar tales prácticas, definidas por la cultura heterosexual dominante (Butler 2001), y cuestionar la violencia a la que históricamente han sido sometidas las mujeres en todos los espacios sociales (Lamas 1996), incluso el laboral.
En el documento se analiza la violencia contra las mujeres en el trabajo agrícola, con el fin de relacionar la organización y dinámica que propicia sus expresiones. Las tres comunidades donde se realizó la investigación de campo pertenecen a entidades del noroeste de México caracterizadas por contar con una agroindustria de exportación, que requiere cada año mano de obra para cubrir la demanda de producción (Secretaría de Desarrollo Social, SEDESOL 2010). Parte del personal son mujeres que viven en localidades cercanas a los predios agrícolas, algunas son originarias de ahí mismo; otras provienen de Oaxaca, Guerrero, Veracruz y Chiapas, estados expulsores del sur de país, con alta composición de población indígena (Rubio et al. 2000; De Grammont y Lara 2005).
En tales contextos de diversidad cultural se analizan las situaciones de violencia que viven las mujeres en el empleo, expresión de un patrón generalizado que las subordina en distintos contextos sociales. Las participantes comparten entre sí la experiencia previa de ser trabajadoras agrícolas, insertas en una organización laboral cuyas relaciones entre los distintos actores sociales están delimitadas por la violencia, y es el trabajo el eje que estructura sus discursos frente a ésta.
El estudio se llevó a cabo en San Quintín, Baja California; Estación Pesqueira, Sonora, y Villa Juárez, Sinaloa; poblados aledaños a los campos agrícolas, cuyo crecimiento poblacional se debe al asentamiento de familias que llegan para emplearse en el agro (Ortiz 2007; Haro 2007; Anguiano 2007), lo que ha producido un tejido social en donde las expresiones de violencia contra las mujeres se recrudecen ante la pobreza, las escasas oportunidades de empleo y la falta de acciones para atenderla, entre otros mecanismos institucionales que obstaculizan la visibilización de este problema.
El artículo consta de antecedentes teórico-conceptuales en el estudio de la violencia, aborda en particular algunos estudios con mujeres trabajadoras agrícolas y violencia. Incluye también un apartado metodológico, donde se describen las características de las participantes, para continuar con los resultados empíricos referentes a las formas de violencia laboral que viven las jornaleras agrícolas, así como las estrategias de resistencia ante las violencias que les permiten nombrarla e identificarla y, en ciertos casos, enfrentarla y contenerla. Por último se presentan algunas conclusiones sobre la violencia laboral y el trabajo agrícola de las mujeres, donde se consideran las formas de reproducción de la dominación masculina en el espacio laboral.
Sobre la violencia contra las mujeres
De las diversas expresiones de desigualdad de género, la violencia contra las mujeres afecta a más de la mitad de la población mundial de todos los estratos socioeconómicos, niveles educativos, grupos étnicos y edades (García 2000). Las perspectivas feministas posicionaron el tema como un asunto legal, de salud pública y de derechos humanos (Maier 2001; Engle 2002). El estudio y análisis de la violencia contra las mujeres ha pasado por distintos momentos, disciplinas y enfoques teóricos. Su propia conceptualización ha tenido varias etapas, que se han modificado conforme avanza la discusión teórica (Castro 2012) y se definen las normativas para atenderla y erradicarla.
En febrero de 2007 se aprobó en México la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV), que define la violencia contra las mujeres como "cualquier acción u omisión, basada en su género, que les cause daño o sufrimiento psicológico, físico, patrimonial, económico, sexual o la muerte tanto en el ámbito privado como en el público" (Cámara de Diputados 2013, 2).
En la LGAMVLV se especifican las distintas modalidades de violencia, incluso la laboral definida como la que "se ejerce por las personas que tienen un vínculo laboral, docente o análogo con la víctima, independientemente de la relación jerárquica, consistente en un acto o una omisión en abuso de poder que daña la autoestima, salud, integridad, libertad y seguridad de la víctima, e impide su desarrollo y atenta contra la igualdad" (Ibid., 4), incluido el acoso y el hostigamiento sexual.
El análisis de los datos empíricos aquí presentados tiene como base estas conceptualizaciones, así como la perspectiva de género, cuyo enfoque permite visibilizar las desigualdades entre hombres y mujeres en los campos sociales, entre ellos el laboral. El género, como categoría de análisis social, se ha utilizado ampliamente en investigaciones sobre violencia contra las mujeres (Duarte 1994; Riquer et al. 1996; Cabral y García 2001; Maier 2001; Torres 2004; Fernández 2004; Castro y Casique 2006) haciendo una revisión en fino de las expresiones de desigualdad de poder de las mujeres.
En el análisis se parte de las premisas de la dominación masculina como estructura estructurante del orden social, que da lugar a relaciones de subordinación interiorizadas a través de esquemas de percepción, que estructuran las subjetividades masculinas y femeninas (Bourdieu 2000; Bourdieu y Wacquant 2005). La asimilación de las desigualdades de poder da un sentido lógico a las prácticas socialmente construidas y diferenciadas para hombres y mujeres (Bourdieu 1991). En los distintos campos sociales se reproducen las lógicas de dominación masculina, cuyo fin último es someter y controlar a las mujeres, tanto en sus condiciones objetivas como subjetivas de vida.
Castro (2012) refiere que el análisis de la violencia contra las mujeres debe abarcar la estructural, reproducida por un esquema de dominación masculina a través de normas sociales, ideologías, tradiciones y prácticas culturales, que se expresa mediante la desigualdad de género, cuya finalidad es reproducir el orden social androcéntrico; y se concretiza en agresiones físicas visibles que pueden culminar con la muerte, hasta expresiones sutiles de descrédito y otras formas de violencias simbólicas y cotidianas, que dañan la integridad de las mujeres (Bourdieu 2000). Por violencia simbólica Bourdieu comprende la que no es cuestionada, sino asumida y aceptada, que es invisible; la que se ejerce contra las mujeres, incluso la simbólica, pasa por ese reconocimiento práctico de su subordinación en los distintos campos sociales (Ibid. 2000).
Trabajo agrícola femenino
De acuerdo con la postura sobre la dominación masculina, ésta se expresa en distintos campos sociales entre ellos el espacio laboral, en el cual se reproducen las relaciones de dominación y de jerarquías marcadas invisibilizando las desigualdades de género (Zúñiga 2008a). La incursión de las mujeres en el ámbito laboral responde a la división sexual del trabajo (resultado de esa visión masculina del mundo). Ciertas actividades se definen conforme a su relación con el sexo femenino, como brindar cuidados, educación y servicios a otros, lo que puede analizarse como una extensión de las funciones domésticas. Bourdieu refiere que las posibilidades de las mujeres de actuar en igualdad en el espacio laboral se ven reducidas, ya que en el imaginario social "una mujer no puede tener autoridad sobre unos hombres" (2000, 1 17), por lo que son relegadas a tareas subordinadas y aceptadas socialmente como propias para ella.
Las mujeres ocupan los puestos más bajos, más precarios, y tienen menos oportunidades de colocarse en los altos. La violencia contra ellas en el trabajo se expresa de formas distintas: la solicitud de pruebas de ingravidez, la posibilidad de perder el empleo por estar embarazadas, la vigilancia sobre su cuerpo (en específico el ciclo menstrual), su sexualidad y las relaciones de pareja (Zúñiga 2008b). Además, se suma que las mujeres continúan siendo las responsables de las labores domésticas y la crianza de los hijos, lo que constituye una doble carga (Camarena et al. 2012).
El trabajo de las mujeres en el campo es visto como parte de esas tareas vinculadas a la feminidad, la reproducción y el cuidado. En México, el estudio de las ruralidades ha dado cuenta del papel activo de las mujeres en la producción agrícola para el autoconsumo primero, así como la incursión al mundo laboral, a través de su mano de obra en el mercado agrícola, sin que implique el reconocimiento y el pago por un trabajo calificado y especializado (Hernández 2011).
En el país, la reforma agraria de la década de 1990 recrudeció la pobreza en múltiples poblaciones rurales, y algunos de los campesinos que originalmente eran dueños de sus tierras se emplearon como jornaleros en los campos, sobre todo en el norte, donde se desarrollaba la agroindustria de exportación (Ortiz 2007). Una parte considerable de ellos son migrantes, que año con año regresan durante las temporadas de cosecha (Barrón 2004; SEDESOL 2010).
Hay estudios que refieren las circunstancias del tránsito migratorio de los y las trabajadoras agrícolas, en su mayoría provenientes de Oaxaca, Chiapas y Guerrero (De Grammont y Lara 2005), donde la emigración hacia el noroeste del país constituye una forma de subsistencia familiar, ante la precariedad y pobreza (Ortiz 2007). Algunos de ellos emigran durante la temporada de trabajo, y regresan a sus lugares de origen (migración pendular) ; otros recorren Sinaloa, Sonora y Baja California, de acuerdo con las épocas de más trabajo (migración golondrina); mientras que otros deciden asentarse en las comunidades cercanas a los campos, en estados donde encuentran la posibilidad de emplearse cuando hay mayor trabajo agrícola y, si éste disminuye, también en otras actividades que permiten su subsistencia (migrantes asentados) (García 2001).
Diversas investigaciones sistematizan las condiciones laborales de los y las trabajadoras agrícolas en el noroeste de México (Barrón 2004; De Grammont y Lara 2005; Ortega et al. 2007; Anguiano 2007; Lara 2007). Otras describen los procesos de cambio en las comunidades receptoras de las y los jornaleros migrantes (Anguiano 2007; Chávez y Landa 2007; Ortiz 2007). Todos concluyen que tanto hombres como mujeres trabajadoras agrícolas locales y migrantes son una población que ha visto violentados sus derechos humanos básicos.
Asimismo, estudios sobre la migración en México refieren que es a partir de los años setenta cuando las mujeres se integraron como agentes activos en la cadena productiva (Lara 1995; De Grammont y Lara 2005; Hernández 2011). Ingresar al mundo del trabajo como jornaleras y obtener un ingreso produjo reacomodos en las dinámicas familiares (Velasco 1995 y 2000a). Tales cambios y reconfiguraciones muestran algunos avances en cuanto la participación masculina en las tareas domésticas; sin embargo, las mujeres siguen siendo las principales responsables del hogar y de la crianza de los hijos, a la par de desempeñar un empleo asalariado (Mummert 2003; Maier 2006).
Otras investigaciones versan sobre las experiencias de trabajadoras agrícolas y la violencia que enfrentan desde que deciden emigrar, hasta las condiciones laborales que trasgreden sus derechos humanos básicos (Velasco 1995 y 2000b; Lara 2003; Castañeda y Zavella 2004; Woo 2004; Chávez y Landa 2007). La violencia se ejerce a través de la fuerza física, pero también por medio de miradas y propuestas de tipo sexual, expresiones cotidianas que reproducen la posición subordinada de las mujeres en un mundo masculino.
La participación de las mujeres en labores agrícolas responde a la necesidad de una mano de obra entrenada, resultante del proceso de división sexual del trabajo que les enseña a ellas actividades relacionadas con la hierba, lo verde, el agua, la tarea de recoger, de lo bajo (Bourdieu 2000, 45). Pero este entrenamiento no es reconocido como calificado, por eso las mujeres raramente ocupan puestos superiores en este ámbito, como el manejo de maquinaria o de supervisión del trabajo de los otros, resultado de un mecanismo sexista de naturalización de sus competencias, que opera para las mestizas e indígenas; pero son las últimas, por su pertenencia étnica y de migración, las que ocupan el peldaño más bajo en la escala laboral (Lara 2003).
Metodología
La investigación tuvo un corte cualitativo, la información empírica se obtuvo a través de entrevistas grupales, ya que permiten conocer la subjetividad de las informantes (Taylor y Bogdan 1992). Se buscó la participación de trabajadoras agrícolas, que al momento del estudio vivieran en San Quintín, Villa Juárez o Estación Pesqueira. Se trata tanto de mujeres locales como migrantes asentadas, ya que el objetivo era recobrar sus experiencias ante situaciones de violencia en las faenas agrícolas.
Las diez entrevistas grupales se realizaron de marzo a junio de 2012, y se contó con el apoyo de personas en las comunidades de Sinaloa y Baja California,4 quienes se encargaron de la logística e invitación a las mujeres. El criterio para invitarlas fue que tuvieran al menos un año de experiencia en el trabajo agrícola (ya sea en la localidad donde se efectuó el estudio, o en otra de su trayecto migratorio) y que hablaran español, debido a la limitante de no dominar la variedad de idiomas y la imposibilidad de invitar al resto de trabajadoras.5 Dos de las entrevistas fueron en Baja California (de diez y nueve integrantes), cuatro en Sinaloa (de diez, cinco, tres y dos) y cuatro en Sonora (tres grupos de seis y uno de cuatro) ; fueron 61 participantes, la mayoría inmigrantes del sur de México: 50 por ciento de Oaxaca, 21 de Guerrero y Veracruz y 27 nacidas en los estados del estudio. Algunas se identificaron a sí mismas como pertenecientes a grupos indígenas; la mitad hablaba alguna lengua indígena, con predominio del mixteco (24 por ciento), le siguió el zapoteco (16) y otras (8).
El promedio de edad fue de 39 años; la más joven fue 16 y la mayor de 70. Respecto al estado civil, 29 declararon estar casadas, 21 vivir en unión libre, 7 ser solteras y 4 estar separadas. Todas, menos la más joven, tenían al menos una o un hijo. Las participantes han laborado en la agricultura desde edades tempranas, y algunas por más de 40 años; 33 de ellas lo ha hecho entre 15 y 40 años. Estos datos cobran importancia al relacionarlos con el acceso a los servicios de seguridad social y salud, ya que sólo 15 por ciento está afiliada al Instituto Mexicano del Seguro Social, mientras que 66 está adscrita al Seguro Popular y 18 señaló no contar con un sistema de salud. La organización y dinámica del trabajo agrícola delimitan el acceso a estos derechos sociales y definen cierta forma de vida presente y futura de las trabajadoras agrícolas, al carecer de un sistema integral de atención a la salud, y un mecanismo de pensiones y jubilaciones, lo que recrudece y reproduce la pobreza.
Resultados y análisis de datos cualitativos
Tanto hombres como mujeres trabajadoras agrícolas se enfrentan a distintas formas de violencia laboral, y constituyen un grupo social subordinado por la condición de clase. Aquí se detallarán y analizarán los procesos de dominación masculina y desigualdad de género, que dan un sentido práctico a la violencia laboral que viven las jornaleras agrícolas.
La presentación de la información empírica responde a dos ejes de análisis vinculados entre sí. Primero se revisaron las formas de violencia laboral identificadas por las mujeres, después las opciones de denuncia y las estrategias empleadas para resistir y enfrentar violencia. Se retomaron los testimonios de ellas para examinar las experiencias y significados de la violencia en sus vidas.
Las mujeres jornaleras agrícolas y la violencia laboral
La organización del trabajo agrícola permite la interacción entre diversos actores sociales que, independientemente de su jerarquía, en momentos y espacios diferentes cometen abusos de poder, a través de acciones u omisiones que dañan la integridad de las trabajadoras agrícolas. Entre ellos están los contratistas, quienes son los intermediarios entre ellas y la compañía; los cuadrilleros que seleccionan y son responsables de un número de personas (una cuadrilla) para realizar ciertas tareas, y cumplir con las metas de producción; los transportistas, también identificados como choferes, raiteros o camioneteros, son los encargados de llevar a las trabajadoras de las comunidades en donde viven hacia los campos agrícolas. En algunos de ellos la misma persona cumple todas estas funciones, mientras que en otros son más desagregados. La estructura jerárquica de la organización laboral reproduce las desigualdades de poder entre hombres y mujeres, lo que posibilita la violencia (Zúñiga 2008a y 2008b). La mayoría de los actores son hombres y son quienes seleccionan a las trabajadoras, en algunos casos con base en la apariencia física o en las probabilidades de recibir algún favor sexual a cambio de trabajo, expresión de las violencias contra las mujeres en el empleo.
Los datos empíricos refieren que las mujeres viven diversas manifestaciones de violencia basadas en el género, y que son atenuadas por ellas mismas ante la necesidad de tener un trabajo, a pesar de las múltiples violaciones a los derechos laborales. Una de esas expresiones se presenta al momento del embarazo; la mayoría de las participantes refieren que algunos mandos medios les advierten y prohíben trabajar durante la gestación debido a los riesgos a la salud, pero también a la ausencia de servicios médicos para la atención. Las mujeres relatan que no se les pide prueba de embarazo al ingresar, pero sí son cuestionadas sobre la posibilidad de estar embarazadas, como lo comentaron las de Sinaloa:
Nos preguntan, no es la prueba [de embarazo] en sí, sino que nos preguntan si estamos embarazadas [...]
Y si saben por otras personas [que están embarazadas], las corren inmediatamente (EG 2, Sin).6
Tales experiencias se pueden catalogar como una violación a los derechos laborales al excluirlas de la posibilidad de trabajar, pero para las jornaleras tienen significados contradictorios. Por un lado, la oportunidad de saber tempranamente de un embarazo y evitar exponerse a los agentes químicos que pudieran dañar el desarrollo embrionario y, por otro, también implica reducir las probabilidades de obtener el ingreso necesario para mitigar la pobreza en que viven:
Entrevistadora: ¿Y qué ventajas o desventajas le ven ustedes a que se les pida la prueba de embarazo para trabajar en el campo?
Pues yo pienso que si lo hacen, ahí se va a saber que uno está embarazada, mal para uno, pero a la vez está bien, pero también ¿cómo va a salir uno adelante? (EG 2, Son).
En el discurso, las mujeres reconocen los riesgos que corre su salud durante el embarazo; comparten en el imaginario social el vínculo entre algunas enfermedades y el contacto con diversos agentes químicos.7 Sin embargo, sus lógicas prácticas responden a la necesidad inmediata de cubrir la alimentación de sus familias, pero las del mundo laboral responden a las del ámbito masculino, al cual las mujeres se han insertado, a pesar de no existir las disposiciones requeridas para el ejercicio pleno de los derechos, tal como lo viven las trabajadoras agrícolas durante la gestación.
A esto se suma que en las tres comunidades son escasas las oportunidades de emplearse en algo distinto a la agricultura, y a pesar de las restricciones de trabajo durante el embarazo, las mujeres narran experiencias en las cuales, a través de la permisividad de un doble discurso, se les permite continuar laborando, y cuando están a punto de parir son "descansadas" hasta que puedan regresar al surco, sin contar con las prestaciones reglamentadas:
Cuando los mayordomos se dan cuenta que están embarazadas lo que hacen es: 'tú estás embarazada ya no puedes trabajar, vete a tu casa, descansa, ya cuando te alivies, tengas a tu hijo y ya cuando tú puedas, ya vienes a trabajar' (EG 1, BC).
El poder simbólico se construye y refuerza a través del lenguaje, ya que mediante él se reconoce y legitima a quienes ocupan la posición dominante en el campo, definido en una parte por los roles de género (Castro 2011), y por su posición en la escala jerárquica de trabajo. La utilización de la palabra "descanso" enmascara el incumplimiento de las prestaciones laborales, por parte de las empresas agrícolas, recreando una imagen de interés y cuidado a la salud de las mujeres, sin ofrecer opciones de seguridad social y salud, como parte de sus derechos, lo que es identificado en el discurso de ellas, al referir: "A nada no tienes derecho [.. .]"(EG 4, Son).
La noción del derecho a las prestaciones sociales y de salud está atenuada por las condiciones del trabajo agrícola, como la eventualidad, y carencia de contratos formales y directos con la compañía; más bien hay acuerdos verbales con intermediarios como los contratistas, los cuadrilleros y los camioneteros. La organización misma del trabajo agrícola dificulta la exigencia de tales prestaciones, y las jornaleras asumen en sus discursos que no contarán con estos servicios, e incluso en la comunidad de Sinaloa reportaron como práctica común que era necesaria la afiliación previa al Seguro Popular para ser admitida:
Aquí trabajamos con nuestro seguro, el Seguro Popular [...] si no tienes, pues no te aceptan y no tienes Seguro Social (EG 3, Sin).
Las mujeres describen que la adscripción al Seguro Popular les permite acceder al servicio en caso de algún accidente o emergencia médica, ya que las empresas no ofrecen la afiliación a un sistema de salud. Tales prácticas son permitidas por una estructura laboral donde los y las trabajadoras agrícolas no aparecen como sujetos de derechos, sino como mano de obra que recibe las partes proporcionales en su pago diario, argumento que las empresas utilizan para justificar que no estén inscritos a un servicio de salud, además de no contar con aguinaldo, prestaciones para vacaciones, ni antigüedad.
Hombres y mujeres viven experiencias similares, pero los efectos son diferentes para unos y otras. Ante la sociedad, las mujeres son las principales cuidadoras de la salud de los hijos, y cuando los atienden por alguna enfermedad ven reducidas las posibilidades de continuar laborando. Ellas toman estas decisiones en contextos de precariedad económica, y muchas con la ausencia de pareja masculina y de redes sociales que participen en el cuidado de los y las hijas. La precariedad económica de las jornaleras se agrava cuando se requiere invertir en recuperar la salud debido a la falta de prestaciones sociales y servicios médicos y, al igual que otras trabajadoras, se enfrentan a las amenazas de despido por el cumplimiento de las tareas reproductivas y cuidado de los hijos (Zúñiga 2008a).
En el discurso, las mujeres reconocen y dan nombre a estas violencias; sin embargo, las urgencias económicas y la carencia de opciones laborales las posiciona frente a un escenario de relaciones de poder subordinadas. La violencia se expresa en la interacción con los compañeros de trabajo, quienes las cosifican como objetos sexuales, las acosan con la mirada, con frases denigrantes de contenido sexual, insinuaciones y hasta peticiones y exigencias directas de favores sexuales:
Aquí el acoso se da de varias maneras, desde que te subes al camión. A cómo te ves, te trata hasta el chofer, él va fijándose si le conviene o no le conviene subirte; allá llegas, el mayordomo si le caíste bien, qué bueno no te va a molestar, y si eres una persona que él te habló y a la primera le renegaste, te va a traer cortita todo el día, llamándote la atención, no rindes, haces tu trabajo pero siempre con los nervios, o mañana ya no te va a querer dar trabajo [...] aquí la mujer sí sufre mucha violencia (EG 2, BC).
La jerarquía laboral, recrudecida por la desigualdad de género, prevalece en las relaciones descritas como violentas por las mujeres. Entre los actores sociales que ejercen diversos grados y prácticas de violencia están los compañeros del surco, transportistas, supervisores, capataces y mayordomos. Desde mediados de los años noventa, Lara (1995) refiere la violencia sexual que viven las trabajadoras agrícolas en el espacio laboral, sobre todo las que pertenecen a grupos indígenas, ya que en ellas convergen sistemas de dominación basados en el género, la etnia y la clase. Algunas de las informantes mencionaron experiencias personales de peticiones de favores sexuales por parte de supervisores o mayordomos a cambio de ventajas en el trabajo:
Una vez me corrieron porque no le hice caso al mayordomo. Para poder trabajar no tiene uno por qué andarse metiendo con nadie, si uno viene a trabajar, simplemente por necesidad [.] mejor me salí [...] Ni modo, prefiero mil veces que me despidan, hay muchos campos, pero sí nos pasa eso, más a las madres solteras (EG 1, Son).
El ser madres solteras pone a las mujeres en riesgo de recibir insinuaciones sexuales, ya que el imaginario social las ubica como "fáciles", mientras que los hombres usan este argumento para acosarlas. La falta de regulación en las relaciones laborales reproduce la subordinación de las mujeres y las expone a múltiples violencias, que son silenciadas con el castigo (como no ser contratadas de nuevo) y el abuso de poder de las personas que ocupan una posición de dominación en la jerarquía laboral.
Por otro lado, algunas participantes relataron conocer a otras que acceden a las peticiones y son ellas mismas quienes las cuestionan, ya que sus lógicas de pensamiento también obedecen a un discurso masculino y de dominación, que subordina la posición de las mujeres y las culpabiliza. La aceptación de tales relaciones de dominación pueden analizarse siguiendo a Bourdieu (2000), como la subordinación erotizada o, en su extremo, como el reconocimiento erotizado de la dominación, resultado de la división social entre los papeles masculinos (lo activo sexualmente) y femeninos (lo pasivo). En la visión masculina, el discurso estigmatizante hacia las mujeres encuentra su sentido lógico al ser culpabilizadas:
En los campos hay ingenieros que se relacionan con mujeres [...] [Ellas] no trabajan [...] mientras que las otras mujeres se están matando el lomo trabajando y las que están ahí muy a gusto, conchudas con el ingeniero y ganan lo mismo o más que las que están trabajando (EG 2, Sin).
La subordinación y el acoso constante son invisibles para las mujeres, resultado de la asimilación de esquemas de percepción que construyen y naturalizan una imagen desvalorizada de la mujer (Ibid.). En las relaciones entre empleadas y empleadores, los hombres son los que tienen la posibilidad de tomar decisiones, ya que las mujeres son tratadas como objetos sexuales con cierta vigencia, como lo narraron en el siguiente testimonio:
Yo he visto a dos, tres muchachitas que ya están embarazadas del mayordomo general, del mayordomo de la cuadrilla, o del camionero, a veces ya es un veterano y niñas de 15, 14, 13 años [...] se ve mal y pues, ¡ay! pues ya la usó, ya la desechó y ya le dice, es que ella era la que andaba de ofrecida. Agarran a otra y ya (EG 1, BC).
En el imaginario social se comparte la idea de las mujeres como objetos sexuales intercambiables, pero a la vez son culpabilizadas y juzgadas, reproduciendo la violencia simbólica que las somete al control y vigilancia social:
Siempre dicen: '¡ah! es que ella se me ofreció' [...] 'Son las culpables, ellas no asumen la responsabilidad'. Es lo que ellos se justifican y está mal [...] se ve en el trabajo, pero eso no lo denuncian (EG 1, BC).
En los discursos y las prácticas se individualizan las responsabilidades, sin cuestionar las relaciones de trabajo y la organización laboral (Zúñiga 2008a) estructurada según la lógica de pensamiento masculino-hegemónico, reforzado por la falta de mecanismos de denuncia y atención, además de la asimilación de un discurso compartido socialmente que subordina la posición de las mujeres en varios ámbitos, incluso el laboral. Tanto hombres como mujeres comparten estos esquemas de percepción, y aunque algunas logren cuestionarlo, las condiciones objetivas no permiten deslegitimizar el orden social masculino. Las decisiones cotidianas de las mujeres de resistir o enfrentar la violencia laboral responden a lógicas prácticas contextualizadas en la pobreza, la ausencia de redes sociales de apoyo y la permisividad social ante la violencia.
Las opciones de denuncia y justicia ante la violencia contra las mujeres en el trabajo
El miedo a perder el trabajo es el principal motivo para no denunciar las violencias vividas por las jornaleras agrícolas, ya que para la mayoría es la única opción de empleo. Incluso, para algunas acceder a éste fue el motivo para insertarse al tránsito migratorio, resultado de una estrategia de supervivencia familiar. De acuerdo con esta lógica, el objetivo de las acciones de las mujeres es conservar el trabajo, aunque signifique invisibilizar ciertas formas cotidianas y simbólicas de violencias, a lo que se suma el desconocimiento de las instancias encargadas de recibir las quejas o denuncias:
Entrevistadora: ¿Y dónde se denuncian estas irregularidades en el trabajo?
Pues no sabemos, y si vamos y denunciamos y nos corren. Con el miedo de que les vayan a hacer algo o correrlos, de ahí mejor se quedan callados (EG 2, Sin).
En el discurso se significan los procesos institucionalizados de atención y de desarticulación entre las dependencias, para proteger y hacer valer los derechos laborales de las mujeres, sobre todo cuando se trata de relaciones laborales inestables y donde la mayoría de los acuerdos son verbales.
Las participantes nombran e identifican en su cotidianeidad distintas expresiones de violencia laboral; las enfrentan con diversas estrategias que les permiten seguir trabajando, y contar con ingresos para la subsistencia familiar; sin embargo, la mayoría de tales estrategias son de carácter personal y les brindan soluciones temporales. En las narrativas, el temor a hacer público el acoso y hostigamiento se traduce en prácticas concretas de autocuidado y en alianzas silenciosas entre ellas, para protegerse de situaciones riesgosas, por ejemplo el acompañamiento durante los traslados cotidianos de las comunidades hacia los campos agrícolas, ya que el aislamiento de los caminos recrea escenarios posibles para los abusos, como los asaltos o ataques sexuales, situaciones de riesgo identificadas por las trabajadoras agrícolas en las tres localidades.
Ellas se saben vulnerables a la violencia por el hecho de ser mujeres, lo que se agrava por trabajar en un contexto de dominio masculino (por lo general los hombres ocupan los puestos de mando), donde además son escasas las oportunidades para la denuncia. Estas violencias son invisiblizadas y minimizadas por los capataces o mayordomos, actores sociales que se mantienen indiferentes a las experiencias de las mujeres:
[...] si ven que a uno [a un jornalero] le gusta una mujer y ahí andan [...] los mayordomos y los supervisores no se angustian ni para bien, ni para mal [...] ya es tu problema, ellos quieren su trabajo y nada más (EG 3, Son).
La falta de atención a tales violencias se expresa en las lógicas del pensamiento de dominación masculina que las posibilita, al no cuestionar el acoso del que son objeto las mujeres, y normalizar las relaciones laborales que reproducen las desigualdades de género. Estas relaciones obedecen a que el mundo del trabajo es territorio masculino, en donde los hombres no necesitan legitimarse ni justificar sus acciones (Zúñiga 2008a). Además, la dinámica del trabajo agrícola está centrada en la producción y los tiempos determinados por el mercado, mientras que las relaciones laborales ocupan un plano intangible en la organización laboral.
Las mujeres se enfrentan al descrédito de las experiencias de sus congéneres, con la justificación mencionada de ser ellas quienes "provocan" ser acosadas, debido a que los funcionarios reproducen el discurso culpabilizador y estigmatizante hacia las mujeres, quienes ven reducidas las posibilidades de denuncia:
Aquí usted va y platica una cosa de estas al MP [Ministerio Público], al otro día una sale del trabajo, mejor uno ya se queda callado. No hay confianza, hay mucha cosa que mejor se calla una [...] (EG 1, Son).
Estos discursos resultan de la asimilación de los procesos institucionales en los cuales la voz de las mujeres es desvalorizada y cuestionada. Es dentro de las instituciones donde la violencia encuentra su sentido lógico, su justificación y reproducción. Las opciones para denunciar la violencia son escasas en las tres comunidades, y las mujeres deben acudir a las cabeceras municipales donde se encuentran las dependencias correspondientes (en algunos casos, los recorridos son de una a tres horas). La ausencia de organismos en las localidades implica para las trabajadoras agrícolas destinar parte de su escaso recurso económico para trasladarse a otro lugar. Las condiciones materiales de pobreza dificultan la decisión de emprender una denuncia, sobre todo el temor a la consecuencia inmediata que es reducir las posibilidades de empleo y con ello el ingreso familiar. A esto se suma que los servidores públicos o representantes sindicales no comparten el mismo lenguaje que las jornaleras:
Mucha gente de allá de Oaxaca, como nosotras, no pueden expresarse bien, nosotras más o menos porque entendemos, pero muchas no pueden hablar y mucha gente se aprovecha de eso (EG 4, Son).
El lenguaje es el vehículo básico para tratar de conocer la realidad del otro, pero al no compartir los códigos se estropea el camino en la búsqueda de soluciones, en el cual diversos actores sociales toman decisiones según una lógica que reproduce la subordinación femenina, recrudecida por la migración y la etnicidad.
Ante distintas situaciones de violencia contra las mujeres en el trabajo, en Baja California, Mujeres en Defensa de la Mujer A. C., grupo conformado por indígenas que inmigraron hace años al estado en busca de empleo, ha diseñado e implementado mecanismos para hacerla visible y exigir atención. Ahora ellas realizan acciones para dar a conocer los derechos laborales y ofrecer acompañamiento a mujeres durante sus denuncias, tal como relató una de sus integrantes:
En una ocasión una compañera me dijo, 'vamos [a la delegación], porque yo sola como que no me animo.' Fuimos y dijo: 'yo vengo a hacer una demanda, no, aquí demandas no se hacen, denuncias' [le respondieron], y luego le dije 'por lo menos explíquele, usted le da el cortón así [...] es que aquí vienen tantos casos todo el día, estamos tan estresados nos viene cada cosa y cada tontería, espérense ahí yo les hablo' [...] Una hora o dos horas [...] Entonces a veces la gente se desespera y se va [...] No les interesa, hasta injusticia estamos batallando (EG 2, BC).
Las mujeres reconocen las relaciones de dominación; sin embargo, ciertas prácticas sociales impiden la transformación del orden social (Bourdieu 2000); los procesos institucionalizados para atender la violencia definen ciertas condiciones de posibilidad o imposibilidad para que las mujeres ejerzan sus derechos (Castro Vásquez 2012), en este caso a una vida libre de violencia. Las condiciones de posibilidad se enmarcan en las acciones políticas de los estados, así como en los patrones culturales que permiten o dificultan el ejercicio de derechos (Amuchástegui 2005).
En Baja California, las mujeres organizadas han encontrado ciertas condiciones favorables para emprender acciones colectivas; han confluido en momentos históricos, ya que el proceso mismo de asentamiento de las comunidades en San Quintín es resultado de la participación de grupos de hombres y mujeres migrantes (Anguiano 2007; Velasco 2007); comparten intereses y visiones políticas que les permitieron cuestionar su posición en un mundo masculino; han encontrado eco en otras mujeres dentro y fuera de México, que comparten sus objetivos; han enfrentado múltiples desigualdades y subordinaciones, expresadas a través de una violencia institucionalizada que las desacredita y subordina por ser mujeres, pobres, migrantes e indígenas.
Las experiencias de este grupo organizado de mujeres, junto con otras de indígenas en México (Altamirano 2004; Duarte 2008), sienta precedentes importantes en los estudios de género y en específico contra la violencia, cuya visibilización, al identificarla y nombrarla, les ha permitido a las jornaleras agrícolas del grupo emprender luchas cotidianas contra la violencia laboral, reconocer sus derechos laborales y a vivir sin violencia, resultados iniciales de un proceso de empoderamiento de las mujeres y de ejercer acciones de contrapoder (Lara 2003). Sin embargo, aceptan que en sus condiciones objetivas y subjetivas de vida no han logrado eliminar del todo la violencia, y comparten la percepción de injusticia ante las denuncias:
La violencia no se acaba ni en el trabajo ni en la casa, aquí la mujer sigue sujeta, allá a los mayordomos, a los mandamás, aquí en casa llegas pues ya tienes a tu esposo [...] la violencia no termina, el hecho de ser mujer es una injusticia (EG 2, BC).
La frase encierra el sentir, percibir y vivir de miles de mujeres que se emplean como trabajadoras agrícolas. Identifican la cadena de dominación en los espacios públicos y privados, y su posición en estas relaciones de poder, que se traducen en múltiples violencias y violaciones a sus derechos humanos básicos. El hecho de "darse cuenta" es posible, en parte, por la participación organizada de las mujeres, que cuestionan el orden social que subordina lo femenino a lo masculino, y la identificación de los procesos de discriminación y violencia a la que históricamente han sido sometidas como mujeres ya que, como plantea Bourdieu:
Sólo una acción política que tome realmente en consideración todos los efectos de dominación que se ejercen a través de la complicidad objetiva entre las estructuras asimiladas [tanto en el caso de las mujeres como en el de los hombres] y las estructuras de las grandes instituciones en las que se realiza y se reproduce no sólo el orden masculino, sino también todo el orden social [.] podrá, sin duda a largo plazo, y amparándose en las contradicciones inherentes a los diferentes mecanismos o instituciones implicados, contribuir a la extinción progresiva de la dominación masculina (2000, 141).
Conclusiones
Los y las trabajadoras agrícolas son mano de obra que responde a las necesidades de producción agrícola, y las empresas exportadoras están sujetas a las demandas del mercado mundial. La dinámica de trabajo de cada campo agrícola significa grandes ganancias para los empleadores, mientras que para los y las jornaleras implica jornadas extenuantes. Ambos viven en sus condiciones objetivas y subjetivas de vida los efectos de esa violencia estructural, resultado de las desigualdades sociales basadas en la clase y etnia. Para las trabajadoras agrícolas, comprender los significados de la violencia contra las mujeres en general y en el trabajo en particular permite discutir las dificultades para hacer aplicables las normas oficiales y las leyes dentro de las organizaciones laborales, mismas que reproducen el orden masculino.
Para las mujeres, integrarse a la dinámica del trabajo agrícola significa vivir en sus cuerpos la desigualdad de género, expresada en la violencia que viven en él, desde la posibilidad de acceder a determinadas tareas en la cadena productiva (y con ello a cierto ingreso), hasta el acoso que violenta sus cuerpos. Para la mayoría, el trabajo agrícola es la única opción de ingresos, necesarios ante las condiciones materiales de pobreza; y la temporalidad de éste conlleva escasas, si no es que nulas oportunidades para que ellas accedan a servicios sociales y de salud, y con ello a una pensión para la edad adulta, perpetuando la desigualdad social y de género, ya que "el género, como elemento constitutivo de la estructura y las prácticas de las organizaciones laborales, se integra al conjunto de relaciones propias de los mercados de trabajo" (Zúñiga 2008a, 181) reproduciendo estas violencias.
Las situaciones y realidades compartidas subjetiva y objetivamente por las trabajadoras agrícolas encuentran su sentido en las desigualdades de género, clase y etnia que reproducen la violencia en sus diversas expresiones, unas simbólicas, otras abiertas y manifiestas. Ellas reconocen y nombran las distintas violencias en el trabajo, se perciben a sí mismas violentadas; identifican los distintos espacios en los que pueden ser más proclives a la violencia; diseñan estrategias cotidianas de autocuidado, debido a la falta de acción institucional y la permisividad social ante la violencia; establecen lazos de apoyo entre ellas, intentando evitarla. Sin embargo, no las libra de la violencia ya que las dinámicas de trabajo favorecen estas relaciones, en las cuales la mayoría de los mandos medios son hombres y cuyo interés central es la producción, no las relaciones entre los y las trabajadoras, donde ellas ocupan la posición más subordinada y carente de poder, elementos para que se exprese todo tipo de violencia.
Asimismo, los mecanismos de legitimización del poder masculino se expresan en las relaciones laborales entre los y las jornaleras, donde el acoso sexual, cuyo fin último es la dominación sobre el cuerpo (Bourdieu 2000), permea las subjetividades de las mujeres y limita su acceso a los espacios públicos y de poder. Ante tales situaciones, la organización social de las mujeres en pro de los derechos aparece como una forma de visibilizar las desigualdades. Estas luchas se enfrentan colectivamente a los mecanismos institucionalizados que reproducen relaciones violentas, pero la experiencia de organización permite que las mujeres se apropien de un discurso de derechos con el cual exigen acabar con la violencia.
A través de la participación social, las mujeres establecen lazos de pertenencia y solidaridad creando un sentido de cohesión e identidad grupal (Lévy y Malo 2010), pero además las posiciona en el espacio público (el que socialmente ha estado destinado a los hombres) como actores sociales que demandan acciones institucionales ante hechos concretos (González 2005). Tal posicionamiento implica cierto conocimiento de derechos (en este caso, exigir atención a la violencia), y con ello la noción de percibirse a sí misma como ciudadana (Castro Vásquez 2012).
En investigaciones posteriores habría que analizar los procesos de organización social en contra de la violencia, en los cuales las mujeres se posicionan como sujetos políticos y con derechos, así como los mecanismos institucionalizados expresados en las decisiones de los servidores públicos, que facilitan u obstaculizan los procedimientos de denuncia de la violencia laboral. Aquí no fue posible rastrear a profundidad los elementos contextuales y políticos en cada comunidad estudiada, pero sí se observaron diferencias en cuanto a la capacidad organizativa de las mujeres, que sería importante analizar bajo la óptica de derechos y ciudadanía, previo estudio histórico, político, económico y social en la conformación de estas localidades.
Una de las debilidades de la investigación fue no haber profundizado en las diferencias en el discurso y las experiencias de violencia por grupo étnico, ya que implicaría primero un análisis histórico de los distintos grupos indígenas a los que pertenecen las participantes y sus cosmovisiones. Como se mencionó al principio, lo que se buscó enfatizar en el documento fue la experiencia de trabajo y su relación con la violencia, ya que puede ser distinta entre mujeres indígenas y mestizas, y más aún entre indígenas que hablan español y las que sólo hablan su lengua materna, puesto que la mayoría de los servicios informativos, de denuncia y atención se ofrecen en español. Estos mecanismos estructurales subordinan a las mujeres por su pertenencia étnica, y las excluyen de las posibilidades de acceder a la justicia. Las particularidades de un país con gran diversidad étnica como México requieren considerar tales necesidades, y propiciar las condiciones de posibilidad para que las mujeres accedan a una vida libre de violencia en los espacios públicos y privados. Caracterizar el ámbito laboral como un escenario donde se reproducen las desigualdades de género, permite analizar las prácticas y discursos que dan lugar a la violencia contra las mujeres, así como profundizar en el sistema de relaciones entre diversos actores sociales.
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1 Agradezco a Patricia Aranda las discusiones y comentarios a una primera versión de este documento.
2 Para más información véase Berlan (1987).
3 El proyecto regional estuvo coordinado por Mercedes Zúñiga et al. (2012a).
4 A las integrantes de la organización Mujeres en Defensa de la Mujer A.C., en San Quintín, Baja California, que ayudaron a la realización de las entrevistas y al doctor Celso Ortiz, quien colaboró en la coordinación de trabajo de campo en Villa Juárez, Sinaloa, se les agradece el apoyo.
5 En San Quintín participaron algunas hablantes del mixteco, y una de las integrantes de Mujeres en Defensa de la Mujer, A. C., hizo la traducción.
6 Cada testimonio indica la entrevista grupal (EG) de la que se trata, así como el estado donde se realizó. Sin: Sinaloa, Son: Sonora y BC: Baja California.
7 Para mayor información sobre los agroquímicos y las mujeres jornaleras, véase Camarena et al. (2012; 2011 y Zúñiga Violante et al. (2012).