Introducción
En el horizonte del siglo XXI no cuesta trabajo concebir a México, y a su población, como una nación en las postrimerías del XIX e inicio del XX. Es decir, pareciese que la nación y el sentimiento de comunidad imaginada1 hubiesen existido y estado presentes desde la propia consumación de la independencia. Sin embargo, esto es dudoso, al menos en términos de la existencia de un proyecto de unificación mediático que permitiera la consolidación de un territorio y comunidad, con sus respectivos lazos afines y estrategias para salvaguardar intereses. Duda que es posible refutar, si se considera que desde la emancipación hasta finales del siglo XIX coexistieron fases de inestabilidad política, deficiencia de paz social e incluso falta de compromiso ideológico: republicanos contra monárquicos, centralistas contra federalistas, conservadores contra liberales y después el Estado contra la Iglesia.2
Aunado a lo anterior, los contornos entre los integrantes de cualquier bando político estaban determinados por sus intereses personales y clientelares.3 A lo que hay que sumar el referente regional de caudillismo y de los cacicazgos locales, los conflictos con grupos étnicos y las pugnas por el poder. El panorama era complicado y poco propicio para la concreción de una nación. Pero a partir de la segunda mitad del siglo XIX, a merced de distintos acontecimientos, se propició una conciencia del territorio y de reconocimiento como mexicano.4 No obstante, fue hasta el ascenso de Porfirio Díaz a la Presidencia cuando se generó una estabilidad política, paz social y las condiciones que permitieron que se impulsara un proyecto de Estado-nación.
Durante este periodo se generaron algunos cambios en la esfera administrativa, para la concreción de tal empresa, sobre todo la inserción de factores de distinta índole como el nacionalismo,5 con el que se trataba de ejercer un sentimiento colectivo buscando la identidad y la cohesión de la población. En función de ello se evidenció que se entremezclaran los aspectos étnico e histórico. De ellos se desprenden otros de los cuales echaban mano para su difusión, con tal de que entre los individuos se asimilara una conciencia de nación. Lo étnico generaba una vinculación entre los individuos, que en una comunidad se traduciría en términos de Estado-nación y lo histórico. El objetivo de la reconstrucción histórica y la recopilación de símbolos del pasado era crear una identidad propia, pero sobre todo de un proyecto de nación.6 Prueba de ello es la existencia de una historia que insistía en representar los procesos colmados de coherencia, es decir, de una forma encadenada o adaptada desde su comienzo hasta su presente,7 de tal forma que se presentaba como seria, científica y única. Además de que instruía al mexicano y exaltaba su pueblo con el fin de identificarlo, inspirarlo, pero sobre todo que legitimaba y justificaba el ascenso de Díaz y su régimen al poder (Zamora 2003, 172).
Una historia que rescataba los orígenes del pueblo mestizo, que evocaba las hazañas heroicas del pasado y que, en suma, daban como resultado el presente en el que se encontraba el nuevo mexicano. El producto de tal proyecto fue México a través de los siglos de Riva Palacio.8 Con este tipo de historia se conciliaban todos los pasados para crear un presente, con miras al futuro en el que estaba de por medio la concreción de una nación.
Asociados al nacionalismo, la construcción de una nación y los aspectos que le preceden (étnico e histórico), surgen varios fenómenos que se entremezclan con ello. Por un lado la creación tanto artística como cultural, sobre todo la que destacara en el espacio urbano,9 mediante obras escultóricas y arquitectónicas. Por otro, surge un afán monumentalista por parte del Estado en el que se plasmara, a través de las obras artísticas, el interés por crear una cultura nacionalista con la intención de dar una identidad nacional (Shávelzon 1988, 21) .
La ciudad y su efecto simbólico
De acuerdo con Brenes (2004, 112), es posible argumentar que durante el régimen liberal de Díaz, con el fin de inculcar una lealtad afectiva hacia la nación y de forjar patria, se (re)crearon y (re)elaboraron representaciones colectivas, tradiciones e imaginarios en los que diversos grupos sociales podían encontrar -simultáneamente- una identidad, tanto colectiva como secular. Este nacionalismo se manifestó y se hizo patente en espacios públicos en las ciudades del país. El caso más emblemático es la Ciudad de México, donde confluyen los poderes del Estado, así como la extensión poblacional, y el mayor desarrollo urbano y arquitectónico. Hay obras que rescatan el aspecto monumentalístico, arquitectónico y su énfasis en el nacionalismo, como las de Verónica Zárate Toscano (2010 y 2001), Antonio Bonet Correa (1980) , Carlos Martínez Assad (2005), Ramón Vargas Salguero (1989) , Federico Fernández (2000), Barbara Tenenbaum (1994) , Mauricio Tenorio Trillo (1998) , Celia Berkstein (2004), Annick Lempérière (1995), Arnaldo Gutiérrez Moya (2007) y Enrique X. de Anda (1995). Algunas se centran en la descripción de los aspectos estéticos, en tanto que otras marcan el relieve en que las obras públicas y monumentos fueron medios para la legitimación y reafirmación del régimen de Díaz, cada una desde enfoques y alcances historiográficos distintos.
Desde la propuesta de Françoise Choay, en el urbanismo culturalista10 los equipamientos colectivos constituyen el soporte de otras tantas significaciones imaginarias o simbólicas. Desde la óptica del consumo, la población, a través de los equipamientos colectivos, se apropia de lo simbólico y recrea imaginarios y representaciones11 (Fourquet y Murard 1978, 25). Aunado a ello se encuentran las formas en las que se consumen los símbolos que emergen de los equipamientos como el panoptismo, retomado de Michel Foucault, los elementos mediáticos y los rituales cívico-patrióticos, categorías utilizadas en este trabajo.
El objetivo del presente artículo es evidenciar un ejercicio del poder,12 a través del espacio urbano y del cumplimiento de funciones simbólicas de la ciudad, como las que cumplieron los equipamientos de ésta durante la época finisecular. Para explicarlo se retoman tres tipos de fenómenos: a) la nomenclatura de las calles como elemento cohesionador y generador de una conciencia patriótica y nacionalista; b) la estatuomanía, obsesión de la época por generar monumentos y c) los rituales cívico-patrióticos, como elementos cohesionadores de una misma índole.
De la localización y el olvido a la memoria: la toponimia y nomenclatura de las calles
Existen objetos creados especialmente para ayudarles a las personas a recordar. Esto lo consiguen gracias a su forma y localización, así como el texto que suelen llevar. Algunos son rasgos relativamente constantes del medio ambiente, como una lápida o una inscripción en honor de una autoridad local. Otros son marcadores transitorios de un hecho para recordar (una bandera en la cima de una montaña, un listón negro en referencia fúnebre) o de una acción por emprenderse (un nudo en el pañuelo). En ambos casos -transitorio o permanente-, la gente crea objetos o instala artefactos para que algo sea recordado o conmemorado en el futuro. Por lo tanto, el mundo de los objetos como cultura material representa el registro tangible de los logros humanos, tanto sociales como individuales (Radley 1992, 65) .
En cuanto al argumento de Radley, las nomenclaturas de las ciudades han fungido como elementos destinados a la ordenación de sus calles y lugares, desde una perspectiva funcional, ya sea para orientarse o no olvidarse de ellos. Pero también han fungido en "el mundo de la cultura material" -y desde la lógica del consumo y de los elementos mediáticos-, como símbolos y representaciones para evocar acontecimientos históricos, próceres y héroes patrios, así como ciertas particularidades propias del contexto en el que se emitió dicha regulación. Por tanto, la nomenclatura de las calles, plazas, ciudades y demás fungen en ocasiones como elementos creados a fin de que influyan en la generación y pervivencia de un imaginario colectivo.
La creación de la nomenclatura de Hermosillo se remonta a finales del siglo XIX; antes no se contaba con una oficial y específica, por lo que en ocasiones la población le adjudicaba uno o varios nombres a las calles. Un ejemplo es la actual calle Aquiles Serdán, la cual tomó el nombre de calle Real, a partir de la fundación del Pitic (hoy Hermosillo), y lo conservó hasta 1825. Partía de la alameda (hoy parque Madero) hacia el poniente, hasta la iglesia primera (San Antonio), desde 1826 hasta 1890 fue conocida como la calle de Los Molinos y también de La Alameda, mientras que la voz popular la llamó de Los Naranjos y hasta calle de María Amparo, durante el porfiriato llevó el nombre de Don Luis, en honor a Luis E. Torres13 (Galaz 1996, 440; Escobosa 1995, 130). Cuando no se le adjudicaba nombre a las calles, era usual que la población usara elementos asociados con ellas, por ejemplo el referente agrario, para fines de orientación era recurrente señalar la calle de la acequia mayor, la que da al río, el callejón, la del puente colorado, la que da a la huerta de tal, entre otras (Galaz 1996, 440).
Figura 1: Nueva nomenclatura de las calles según la procedencia de sus nombres
Estados y ciudades del país | Regiones del estado | Héroes de la independencia | Héroes de la reforma | Relativos al grupo porfirista | Nombres tradicionales | Héroes: invasión EE UU y otros personajes |
Tehuantepec | Arizpe | Victoria | Rosales | Don Luis | Del Carmen | Urrea |
Guanajuato | Cucurpe | Narbona | M. González | Porfirio Díaz | Del Cerro | Arista |
Orizaba | Oposura | Ramírez | B. Juárez | Reyes | Del Rastro | Comonfort |
Querétaro | Bavispe | Iturbide | G. Morales | Carbó | De la Moneda | Ocampo |
Chiapas | Rosales | Yáñez | Del Ferrocarril | Astiazarán | ||
Tabasco | Matamoros | Pacheco | Del Río | |||
Celaya | Guerrero | Escobedo | ||||
Tampico | Mina | Lerdo | ||||
Chihuahua | Álvarez | |||||
Campeche | Hidalgo | |||||
Monterrey | Morelos | |||||
Morelia | Allende | |||||
Jalapa | Bravo | |||||
Yucatán | Galeana |
Fuente: a partir del plano topográfico de 1900 de Hermosillo (véase Figura 3 del anexo), donde aparecen los nombres otorgados a las calles de la ciudad.
En un plano hablado de Hermosillo, que data de 1835 (véase Figura 1 del anexo), sólo algunas calles poseen nombre, como la Del Cupido, que va a la acequia, el callejón que conduce a los pinos, la Guamuchilares y la que iba al río, las demás sólo aparecen como "calle". Por ende, la población recurría a las improvisaciones mencionadas, para solventar la carencia de nombres oficiales. El siglo XIX trascurrió de manera pasiva, en cuanto a la adecuación de algún servicio de nomenclaturas, cuando menos la inexistencia de fuentes así lo indica. No obstante, a finales de siglo la prensa exhortaba al ayuntamiento para que trabajara en un proyecto de nomenclatura, por ejemplo en 1876 el periódico La Regeneración lo hizo evidente, a razón de la desorientación de los visitantes (Carrasco 1876) .
En 1883, durante la gestión del gobernador porfirista Luis E. Torres, se implementaron ciertas medidas a fin de reorganizar la ciudad y darle mejor imagen, por ejemplo se plantaron árboles o se penalizaba a los vecinos por tirar la basura y excrementos en las acequias. No obstante, la propuesta más trascendente fue la de dotar a las calles de una nomenclatura oficial, proyecto que estuvo a cargo del ingeniero Francisco Dable (Galaz 1996, 440; Karp 1992). Sin embargo, sólo se menciona el documento sin haber evidencia de éste, por lo que la segunda fuente más precisa son los planos topográficos de 1895 y 1900 (véase figuras 2 y 3 del anexo), donde ya aparece la nueva nomenclatura de las calles de Hermosillo con nombres muy particulares.
En dicha representación, de sur a norte, figuraban algunos nombres de ciudades y estados de la república mexicana, de oriente a poniente se incluían los de héroes de la independencia y la reforma, a las calles de las inmediaciones del cerro de la Campana (referente urbanístico y eje unificador de la ciudad) se le adjudicaron nombres de regiones sonorenses. Asimismo, se conservan algunos tradicionales que hacían referencia a algún elemento, por ejemplo Del Carmen, Del Cerro, De la Moneda, Del Río, entre otros y también aparecen nombres de personajes del grupo porfirista, como Don Luis (en referencia a Luis E. Torres), Porfirio Díaz y Reyes (en relación con Bernardo Reyes).
En teoría, la nueva nomenclatura desplazó a los nombres anteriores, pero también se adquirió una racionalización, ordenamiento y control del espacio urbano y poblacional. De igual forma, con este tipo de prácticas se cumplían otros objetivos, bajo el supuesto de que, al dotar a las calles con nombres de personajes importantes de la historia nacional y regional, se exaltaba un patriotismo por medio del cual se intentaba construir un imaginario de la nación. Este supuesto va en función de que, en la percepción de la población, se haría patente la idea de una nación a partir de su representación en la nomenclatura, ahora aparecía Sonora con los demás estados de la república.14 También pervivían los nombres de héroes de la independencia y de la reforma, así como los porfiristas ilustres, por ejemplo Porfirio Díaz y Luis Emeterio Torres, quienes ahora se hacían dignos de tener en la localidad una calle con su nombre.
Bajo el supuesto del panóptico, es posible observar entonces una acción disciplinaria a través del espacio urbano, en el sentido de educar a la sociedad, puesto que a partir de la creación de una nueva nomenclatura con elementos patrióticos y de nacionalismo era posible persuadirla e inculcarle el imaginario de la época.15 El imaginario de nación recreado en sus calles pero, sobre todo, tratando de legitimar el régimen de Díaz en función de que también nombres alusivos a éste se incluían en la nueva nomenclatura.
Otros elementos de transición fueron el paso de un espacio tradicional a uno moderno, y a una resignificación ideológica sustentada en el tránsito de la cultura clerical y tradicional a una "ciudad moderna", cívica y laica. Este supuesto va en función de que se despojó a ciertas calles de sus antiguos nombres como de La Ermita, de Jesús Nazareno, Del Retiro, de La Amargura, de La Soledad, Del Piojo, para sustituirlos por Tabasco, Manuel González, Yáñez, Carbó, Iturbide, Porfirio Díaz y Monterrey, entre otras.
Las plazas, los parques y los jardines, que se incorporaban a esta parafernalia del poder con sus nombres, también promovían el ideario patriótico. Sitios como la plaza Zaragoza, los parques Pesqueira y Ramón Corral y, con el paso de algunos años, el jardín Juárez y la plazuela Hidalgo. Todos ellos evocaban acontecimientos y forjaban reconocimientos a las insignes fechas y próceres patrios; como la independencia, el Cinco de Mayo, la expulsión francesa y la reforma. Mientras que el parque Ramón Corral reconocía a un porfirista de la región.16
En la nueva nomenclatura, además de percibir el fomento del ideario nacionalista, también se advierte el elemento simbólico del culto a los héroes. Por lo que el segundo elemento característico de la nueva nomenclatura fue la promulgación e inculcación de nombres de insignes patrios que, según la historia "oficial" -construida por el grupo porfirista-, habían servido a la patria. Así se apostaba por la generación de un recordatorio permanente entre la sociedad de las virtudes cívicas, patrióticas y liberales de dichos héroes y del actual gobierno, que los representaba y se concebía acreedor de su herencia.
No obstante, es posible inferir una dicotomía en dicho ejercicio del poder, pues años después de la implementación de la nomenclatura oficial, a principios del siglo XX, es posible observar en los documentos oficiales así como en el ideario público una especie de resistencia o tradicionalismo, en el sentido de que se seguían conservando o usando los viejos nombres de las calles y las plazas.17 Lo cual denota una especie de resistencia por parte de algunos sectores de la población.
Estatuomanía porfirista
La propagación del nacionalismo se hizo patente por medio de otros dispositivos mediáticos como la estatuomanía,18 un fenómeno nacional ocurrido hacia 1888, mediante el cual se buscó reafirmar la identidad y unidad de los mexicanos, y las intenciones del régimen eran fomentar y cultivar la erección de estatuas.19 En Hermosillo es posible observar este fenómeno a partir de la iniciativa de Francisco Sosa y la aprobación de Díaz de erigir estatuas de héroes ilustres en el Paseo de la Reforma.20 En 1889, los porfiristas en Sonora, bajo la administración de Ramón Corral y Luis Emeterio Torres, se encargaron de darle seguimiento a tal convocatoria. Eligieron como héroes a los caudillos Ignacio Pesqueira y Jesús García Morales, y colocaron sus estatuas en el Palacio de Gobierno, un espacio semipúblico (Escobosa 1995, 75-76). Ambos participaron en la guerra de reforma, en la sostenida contra la intervención extranjera y el segundo imperio, y también eran personajes políticos de Sonora. El primero murió en 1886 y el segundo en 1883, época en la que ya estaba instaurado el grupo porfirista, por lo que estaba muy vigente el sentido de conmemorar su vida y obra.21 También se edificó una estatua en honor a Miguel Hidalgo, en la plaza Centenario.
Para la creación de las esculturas de los dos insignes sonorenses se recurrió al escultor Henry Alciati, de origen franco-italiano y con residencia en México.22 El contrato incluía la instauración de las estatuas hechas en bronce para el Paseo de la Reforma, después la creación e instalación de réplicas en yeso para el Palacio de Gobierno.23 Contrario al material propuesto inicialmente para el Paseo de la Reforma, las réplicas en yeso denotaban menos resistencia aunque mayor facilidad de uso, según el contrato con Alciati, la confección y reproducción en yeso era sólo una forma de embellecer el palacio.24
La estatua de Hidalgo se hizo en el marco de los festejos del centenario, en 1910, para lo que se formó el Comité de Suscripción Popular Pro-monumento del Padre Miguel Hidalgo. Sin embargo, después el encargo lo asumiría la comisión del centenario.25 Este hecho promovió la creación de otras y también de monumentos en el país. La estatua de Hidalgo fue consignada, en un proyecto desde 1908, al arquitecto italiano Aquiles Baldassi.26
En el marco de los festejos del centenario se construyó el jardín Hidalgo, ubicado en la calzada Centenario, inaugurada el 15 de septiembre de 1910. Al día siguiente, en un acto simbólico, fue colocada la primera piedra de lo que sería el monumento ya encargado, cuya base sería de mármol de Carrara, Italia, y la estatua de bronce.27
Cabe destacar que hubo otros proyectos monumentalísticos regionales, sin embargo se quedaron como iniciativa, y en algunos casos se emprendieron y fueron abandonados. Entre ellos, un monumento a Antonio Rosales y Antonio Molina, en Álamos,28 y otro en honor a Juárez, que se pretendía erigir en Bacoachi.29 Esto se debió a la falta de capital, financiamiento del estado y apoyos federales y de organización, es decir, de clubes, juntas patrióticas u organismos no gubernamentales que emprendieran tales empresas, aunque el factor más fuerte fue la falta de escultores hacia finales de siglo y de algún taller de escultura o grabado en la región.30 Sin embargo, este tipo de situaciones se solventaban recurriendo a arquitectos y artistas de fuera de Sonora.31
El financiamiento de este tipo de obras era sufragado de lo recaudado por colectas entre las organizaciones como la Junta Patriótica o la Comisión del Centenario, asimismo, se contaba con el apoyo de otros distritos y, por ende, de sus municipios.32 En otras partes del país se recurría a los comerciantes e industriales, así como a comités y gobiernos de otros estados.33
Algunas consideraciones sobre la estatuomanía
Carlos Martínez Assad señala que "un monumento o una estatua, nos habla mucho más del estilo artístico en el que fue creado. Nos habla sobre una identidad en formación, un contexto político en el cuál se trataba de exaltar la cuestión patriótica, asimismo, revive la cuestión ideológica de una sociedad" (2005, 34). A partir del supuesto anterior es posible apreciar distintas intenciones del régimen, al fomentar la edificación de monumentos y estatuas. Por ejemplo, que le dieran a la ciudad donde se había erigido el mérito de civilidad y la distinción de histórica, ya que resguardaban símbolos patrióticos del pasado, así la destacaría frente al extranjero, bajo la insignia del espíritu del progreso irradiado, y el elemento de la memoria. Aunque el más fuerte, de acuerdo con Martínez (2005, 36), era la formación de una identidad, la cual se encuentra inherente al elemento de la memoria.
El elemento de la memoria era el medio para gestar la identidad nacional. Una forma de hacerlo era por medio de la historia, pero también de las estatuas, en el sentido de que éstas fungían como elementos educativos, es decir, el grupo porfirista "sacó la historia" a las calles a fin de fomentar las virtudes cívicas de los héroes en los ciudadanos (Zamora Müller 2003, 179) .34 De esta forma, el Estado era la institución que delegaba con la memoria y el olvido y, en función de ello, el uso que se le daba al pasado en su horizonte temporal recreaba un sentido de conciencia histórica, fomentada por los monumentos y obras emblemáticas.35
Un ejemplo es el uso implícito de las estatuas del Palacio de Gobierno, bajo el supuesto de que funcionó como un medio de reivindicación con el pasado -con el que los gobernantes hacen las paces-. Curiosamente, Ramón Corral, uno de los principales seguidores del régimen porfirista y simpatizante del afanoso monumentalismo, había sido contrincante y opositor de Ignacio Pesqueira,36 en honor a quien ahora ordenaba la creación de una de las estatuas, para que se colocara en el Paseo de la Reforma y su réplica en el Palacio de Gobierno de Sonora. Este tipo de acciones repercutían en el imaginario de la época.37
Otro ejemplo similar de ejercicio del poder es el proceso de sacralización en el que se reconoce a los héroes del pasado, convertidos con el tiempo en epónimos de la reforma y del México político moderno. De esta forma se realiza un homenaje en doble sentido, del mero reconocimiento se pasa a lo implícito, se trata de alinear el pasado con el presente, en cuanto a que los propios gobernantes y Díaz se ligan a estos héroes como sus herederos. En este caso, Corral y el grupo porfirista como los legítimos sucesores renovados.38
El Estado porfirista como grupo de poder se perfila así como una entidad institutora, que actúa como el principal generador de creencias, mitos y valores dirigidos hacia las colectividades; un elemento propio de las representaciones sociales (Rodríguez 2003, 1 17-132). Asimismo, el Estado es el fundador y el encargado de escoger a sus héroes y personajes que sean dignos de reconocer y honrar en la memoria colectiva. Lo cual se considera como un ejercicio de poder en el que el Estado impone y disuade a las colectividades con fines propios.39
Apoteosis local: crónicas inmortales de 1910
Los rituales apoteósicos fueron algunas de las manifestaciones del ejercicio del poder político, en un contexto donde convivía el pueblo, lo colectivo y los grupos de poder, la elite y los gobernantes.40 Cuando se habla de apoteosis se hace referencia al ensalzamiento, las alabanzas y la honorificación por los clásicos, que al aplicarlos a héroes, emprendedores y otros mortales dignos de ocupar un lugar en la inmortalidad histórica, los coloca junto a los dioses clásicos.
De ahí que se retomen los rituales cívicos patrióticos, en específico los festejos del centenario, los cuales son analizados desde la perspectiva de la invención de la tradición de Hobsbawm, y con base en su propuesta se sugiere que dichos acontecimientos perpetúan una continuidad con el pasado a través de ciertos rituales, con el fin de generar un conciencia patriótica y nacionalista colectiva, y con miras a enaltecer el propio régimen porfirista.
Hobsbawm (2002, 8) concibe la invención de la tradición como el grupo de prácticas, gobernadas por reglas abiertas o tácitas, y de naturaleza simbólica o ritual, que buscan inculcar determinados valores o normas de comportamiento por medio de su repetición, lo cual implica continuidad con el pasado. Las tipologías formuladas por Hobsbawm son:
a) las que establecen o simbolizan cohesión social o pertenencia al grupo, ya sean comunidades reales o artificiales; b) las que establecen o legitiman instituciones, estatus o relaciones de autoridad, y c) las que tienen como principal objetivo la socialización, el inculcar creencias, sistemas de valores o convenciones relacionadas con el comportamiento (2002, 16).
Las tres tipologías se encuentran ligadas al ejercicio del poder en distintos aspectos; la primera se relaciona con el nacionalismo, por medio de la identidad y la invención de una nación, en este caso propagado o representado a partir de elementos visuales tangibles, como la escultura de próceres patrios y la nomenclatura de las calles. La segunda se asocia con la creación e inauguración de recintos arquitectónicos que emblematizaban al Estado, como el Palacio de Gobierno, el Palacio nacional, la penitenciaría del estado y el cuartel del Catorce en Hermosillo. La tercera se vincula con los festejos de la independencia, en el sentido de que promueven el patriotismo, además de recrear el imaginario a partir de un mito fundacional.
En Hermosillo los rituales cívico-patrióticos eran de distinta índole, por ejemplo solían ser la llegada de algún gobernante, el ascenso de éste, la conmemoración de algún evento como el 5 de Mayo o la independencia, cuyos festejos datan de 1850, que solían realizarse cada 15 de septiembre por la noche en la Plaza de Armas, a donde acudía una población tumultuosa con antorchas encendidas para dar la voz de grito (Galaz 1996, 552) .
Con la entrada del grupo porfirista este tipo de festejos siguió vigente, por ejemplo en 1880 se pronunciaban dos discursos, uno el 15 y otro el 16 de septiembre, por parte de algún orador, después se ofrecía un baile en la plaza de la Moneda o Pesqueira (Escobosa 1995, 46). A estas festividades se fueron añadiendo más, por ejemplo, en 1909 se sumó la creación de obra pública, por lo que se aprovechaba el marco de tales fechas para inaugurarla, como sucedió con el paseo de caracol en el cerro de la Campana, una especie de camino con dirección a la cumbre, creado bajo la dirección del ingeniero Tomás Fregoso. También se abrían espacios de recreación, como carreras de caballos para la población, como una carrera de carruajes hacia la punta de este mismo cerro, por el camino de caracol (Galaz 1996, 516) .
En 1910 se conmemoraría un centenario de la independencia, por lo que el fervor era más fuerte en comparación con el de las celebraciones anteriores.41 Desde el centro del país se trataba de evocar un ideario colectivo, para que fuera notorio en las demás entidades.42 En la Ciudad de México se habían programado inauguraciones de edificios, paseos, monumentos y demás obra pública, a fin de resaltar el imaginario de progreso.43 Este modelo fue retomado de las festividades en París con L'Exposition Universelle á 1889.44
Los festejos del centenario se hicieron notorios en las capitales de los estados, a través de la instauración de construcciones. Por ejemplo, en Guanajuato se edificó el mercado Hidalgo; en Guadalajara, el monumento a la Independencia; en Yucatán se creó el zoológico El Centenario; en Hermosillo45 hubo algunas mejoras: la instalación de candelabros para lámparas en la plaza Zaragoza, la construcción de la calzada Centenario, la colocación de la primera piedra del monumento a Hidalgo y del mercado municipal "Luis E. Torres" y la inauguración de una fuente (calle Orizaba).46 Asimismo, se instaló un asta para la bandera en la plaza Zaragoza y se inauguró la escuela Leona Vicario, la cual al mismo tiempo fue sede del primer día de clases, pues así lo había dispuesto Luis E. Torres.47 Además, se plantearon otros proyectos que no se llevaron a cabo.48
Este tipo de mejoras se sumaban a los eventos o, cuando menos, se incluían en el programa de los festejos; se emprendían a través de organizaciones, como las juntas patrióticas, presididas por personajes respetados en la sociedad y notables de la época.49 Éstos se daban a la tarea de sugerir proyectos que se tradujeran en mejoras materiales para la ciudad (construcción, rehabilitación de algún espacio o edificio), a la honra patriótica de algún personaje o conmemoración cívica, como sucedió con los festejos del centenario en Hermosillo. Para llevarlos a cabo buscaban las formas de alentar y conseguir el financiamiento del estado, la iniciativa privada o pública (Galaz 1996, 313) . Después de la inauguración de la escuela Leona Vicario se efectuó un recorrido en carruajes, berlinas y carretas por las calles de la ciudad, donde se ondeaban banderas nacionales. Una especie de reconocimiento a los propios grupos de poder. Esta comitiva estaba conformada por personajes destacados de la época como Luis E. Torres, Rafael Izábal, Alberto Cubillas, Aurelio D. Canale, Guillermo Domínguez y Tomás Fregoso, entre muchos más (Galaz 1996, 353).
Por la noche se dio el grito de independencia en la Plaza de Armas, al llegar a este punto la multitud que venía de las distintas zonas de la ciudad podía observar la majestuosidad de la luz eléctrica en la plaza, puesto que el kiosco se encontraba adornado con luces, el palacio de igual forma contenía centenares de foquillos en los dos pisos, balcones y cornisas, que le daban una imagen de residencia palatina. Mientras que la plaza contaba con algunos alumbrados arbotantes, es decir, estructuras de arcos iluminados (Galaz 1996, 353) .
La luz eléctrica jugó un papel fundamental durante estos festejos, pues sus adornos dotaron de belleza y atracción visual al paisaje haciendo de la Plaza de Armas un teatro donde los protagonistas eran los héroes representados en figuras,50 así como los gobernantes que reafirmaban su poder al situarse en el balcón y dar el "grito" de independencia. De esta forma se ligaba el pasado con el presente, por medio del mito fundacional de independencia; ahora el gobernante porfirista se hacía acreedor a la herencia. La usanza del balcón para la presentación y reconocimiento del dirigente estaba incorporada a este ritual, bajo el supuesto de que se reforzaba el ejercicio del poder en un sentido simbólico.51
El grito de independencia estuvo ataviado con cohetes, la diana de la banda y el repique de las campanas. Al día siguiente se llevó a cabo un desfile militar, compuesto por un pelotón de caballería, con bandas de guerra, de una tropa de infantería del cuerpo de rurales del onceavo batallón. Para darle más majestuosidad a la celebración usaron una indumentaria vistosa, así como cajas de carreta tiradas con mulas, exhibiendo sus armas, balas de cañón y ametralladoras de cintas (Galaz 1996, 355) . Este ritual, de acuerdo con las tipologías de Hobsbawm, remarca la segunda etapa, en el sentido de que con este desfile se legitimaban las instituciones de poder de la época: el Estado y el Ejército, a la vez que se establecía una relación de autoridad. Los militares eran aplaudidos a su paso. Así, a través del Ejército, las bandas de música, los edificios y el pueblo se daba una impresión "de poderío y fuerza" (Galaz 1996, 355). Otro ejemplo notable en la región, y similar al de Hermosillo, fue el de Álamos.52
Lo que refieren este tipo de conmemoraciones es que los rituales tejen formas elementales de sociabilidad en una comunidad, ya que el espectáculo y la cultura política que promueven encierran persuasión, cuando en la pompa de las ceremonias cívicas se crean espacios de unanimidad alrededor de símbolos, emblemas e imágenes de representación estatal. También fomentan la coerción, porque permiten la puesta en escena de los imaginarios del poder (González 1998, 8; Brenes 2004, 114).
Los festejos del centenario en Hermosillo reflejaron un ejercicio de poder, a través de dispositivos simbólicos de las instituciones del Estado, con el objetivo último de generar un comportamiento deseable, mediante el fomento de una tradición cívico-patriótica a fin de mantener y legitimar el régimen porfirista en la localidad. Por ejemplo, el mero referente de la independencia subrayaba la premisa fundamental del discurso nacionalista del régimen remarcando que México había nacido en 1810 como nación independiente, y que a partir de esa fecha se había iniciado una marcha de evolución constante hacia 1910, por lo que quien se encontraba en el poder en ese momento era el acreedor de dicho discurso (Brenes 2004, 112).
Consideraciones finales
A partir de lo expuesto, es posible afirmar que la estructura espacial de Hermosillo durante el porfiriato presenta una red panóptica, en la que se conjugan elementos disciplinarios como la nomenclatura de sus calles y corredores, que bajo una lógica de poder somete a la sociedad y recrea un sentido de persuasión, con símbolos y signos del nacionalismo, patriotismo y culto a los héroes, a fin de hacer patente el ideario del régimen. Contempla entre transeúntes y habitantes la idea de pertenencia, a través de la cohesión e imaginarios del porfiriato, "la nación y los héroes que nos dieron patria", la reforma y la independencia. En lo referente al cariz que adquirieron dichas acciones, es posible observar que el propósito era instaurar la infraestructura de una ciudad funcional, en relación con su ordenamiento, y fomentar simultáneamente la intensificación de los sentimientos cívicos y patrióticos; implementar proyectos de este tipo era otra forma de "educar" a los ciudadanos.
Las tres estatuas en Hermosillo reforzaron el elemento histórico haciéndolo público, y resaltaron así a los héroes distinguidos, de los que se sirvieron los grupos hegemónicos regionales para legitimar su ascenso y permanencia en el poder.53 Se trataba de preservar la memoria histórica, la cual era un medio para la gestación de la identidad nacional. El Estado porfirista -como grupo de poder- se perfiló como una entidad institutora, generadora y promotora de creencias, mitos héroes y valores dirigidos hacia la colectividad.
Por otro lado, los rituales cívico-patrióticos representan la culminación del ejercicio del poder del régimen, pues es donde se conjuga la totalidad de los medios visuales tangibles o los mecanismos de coerción, que se habrían creado a la usanza del espacio urbano como escenario de éstos. Cada administración pública imprime su toque y ejercicio del poder, como ocurrió en las calles de Hermosillo que al entrar el movimiento de la revolución cambiaron de nombre, a fin de resignificar el espacio público. Por ejemplo, las que tenían algún referente del porfiriato, como la de Don Luis, cambió a Aquiles Serdán, el primer mártir de la revolución, al igual que la de Porfirio Díaz que cambió a Vázquez Gómez.54 Hubo una reapropiación ideológica del espacio, el nuevo grupo de poder imprimía su toque en el espacio urbano al borrar la historia y reimprimir una nueva, que justificara el ascenso de los nuevos gobernantes.