INTRODUCCIÓN1
En América Latina toma cada vez más fuerza la construcción de una alternativa propia al «desarrollo» que ha acompañado la modernidad colonial capitalista (Acosta, 2009). Esta otra vía va integrada a los procesos de reconstitución de los pueblos indígenas (Burguete, 2010). Las propuestas están madurando alrededor de los movimientos de lucha contra las actividades extractivas y las políticas neoliberales que las sustentan, que se han generalizado en la región.
Guatemala es un buen ejemplo de ello. En el momento histórico del fin del ciclo de la paz, que terminó en falso con 30 años de conflicto armado, se puso en marcha una lucha por defender los territorios comunitarios ante unas políticas que han abierto el país a la inversión extranjera; y en esa pugna han ido tomando forma una serie de propuestas del modelo de sociedad, de desarrollo y de participación política al que aspiran quienes conforman la resistencia.
DESPOJO Y MOVILIZACIÓN COMUNITARIA EN GUATEMALA: DEL GENOCIDIO AL NEOLIBERALISMO MILITARIZADO
En las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX en prácticamente todas las comunidades del altiplano guatemalteco se dio un proceso de organización política (Falla, 1980; Le Bot, 1992) similar al que se venía dando en toda América Latina. El Estado guatemalteco se había volcado en la lógica contrainsurgente para mantener la reproducción del orden cafetalero recreado tras la contrarrevolución de 1954 (Palencia, 2012), al mismo tiempo que se iba incorporando a los nuevos modelos de «desarrollo» que se manifestaban en la explotación del petróleo y el níquel (Solano, 2012).
Por ello, los gobiernos militares no dieron cauce a los reclamos de participación, justicia y dignidad de los mayas. En su lugar, como para el resto de los sujetos sociales movilizados, la represión fue la respuesta sistemática (Figueroa, 1991). En los lugares en que la organización comunitaria y la movilización política habían sido más profundos y dinámicos, se dio una vinculación con el movimiento insurgente que se había rearmado en el área indígena. Esta suma de una rebelión campesina indígena con el accionar revolucionario puso al sistema contra las cuerdas (Vela, 2009; Palencia, 2012), y ante esta amenaza, la estrategia represiva dio un salto cualitativo a inicios de los ochenta, cuya consecuencia fue la mayor matanza de indígenas ocurrida en el siglo XX en América Latina (ODHAG, 1998; CEH, 1999).2 La brutalidad de estas políticas genocidas (Casaus, 2008) y la posterior militarización por más de una década, cerraron este ciclo de movilización comunitaria y permitieron a la oligarquía y a los militares preparar una salida a la crisis.
El proceso y la posterior firma de la paz en 1996 entre el gobierno y la insurgencia unificada en la Unidad Revolucionaria Nacional de Guatemala -URNG- permitieron recoger algunas de las demandas que se habían ido fraguando en la movilización comunitaria.3 Pero los gobiernos posteriores desconocieron los acuerdos de paz y se centraron en una inserción del país en la economía global, basados en políticas neoliberales que promovían la llegada de capital externo (Hernández, 2005). Se pusieron en marcha iniciativas de «integración regional» como el Plan Puebla-Panamá (Solano, 2005); se favorecieron los cultivos asociados a los agrocombustibles -azúcar, palma africana- (Hurtado, 2008; Alonso et al., 2011); se promovió la inversión eléctrica para integrarse al mercado regional (Cabanas, 2012); y la minería fue la punta de lanza de esta apertura (Yagenova, 2012). Álvaro Arzú, el mismo presidente que firmó la «Paz firme y duradera» y ratificó el Convenio 169 de la OIT, promovió los cambios a la Ley de Minería que permitirían el desembarco de las poderosas empresas en unas condiciones muy ventajosas (Dougherty, 2011).
De forma paralela a esta apertura económica se fue creando una «democracia» que no daba respuestas a las necesidades de la mayoría, y la corrupción se naturalizó de tal manera que «la política» -y sobre todo «los políticos»- fueron cayendo en un descrédito del que los partidos de izquierda no han sabido desmarcarse (Torres, 2007). El mismo proceso de paz separó a las organizaciones de sus bases, y las fuerzas populares y progresistas quedaron desfondadas y dispersas, con lo que apenas pudieron presionar para el cumplimento del programa de paz (Bastos, 2013).
La apuesta cada vez más decidida por la apertura a la inversión internacional no se puede desvincular del rearme ideológico y publicitario de la derecha militar y empresarial, y de las soluciones autoritarias que se han ido convirtiendo en respuesta ante las demandas e inconformidades cada vez mayores de la población. Con la llegada a la Presidencia en 2012 del general retirado Otto Pérez Molina - señalado por su participación activa en el genocidio de los años ochenta-, se ha dado un salto cualitativo en el recrudecimiento de la represión y criminalización de cualquier expresión de disenso.
INDUSTRIAS EXTRACTIVAS Y AGRESIÓN A LAS COMUNIDADES
Con el cambio de siglo, empresas transnacionales como las mineras Goldcorp, Tahoe Resources Inc o Kappes Cassiday & Associates KCA, la cementera Holcim o la eléctrica Iberdorla, empezaron a desplegar sus actividades, aliadas a firmas locales propiedad de familias oligárquicas o de militares (Anónimo, 2014). Las licencias de exploración y explotación de minas e hidroeléctricas fueron cubriendo el mapa de Guatemala, con una tendencia que aún sigue en auge. En 2003 la firma canadiense Goldcorp abrió la mina Marlin de oro en el departamento de San Marcos ( Van de Sandt, 2009); para 2015 ya había 342 licencias de minería otorgadas -de las cuales 79 eran de minerales metálicos-; además de 552 licencias en trámite -320 de minerales metálicos- (Ministerio de Energía y Minas, 2015).
Estos proyectos fueron llegando dentro de una lógica que buscaba una acumulación sin tener en cuenta a las sociedades locales (Garibay, 2010). Prácticamente en toda comunidad a la que llegó una empresa se dio un patrón común: se instalaba antes de tener las licencias y sin avisar oficialmente, sin hacer caso de las consultas u otras formas de expresión ciudadana, comprando terrenos por medio de intermediarios y sin decir para qué eran. Se apoyaban en algunos pocos vecinos a los que daban empleo y favorecían -algunos de ellos seleccionados por ser autoridades comunitarias-. A quienes no querían vender, se oponían, o cuestionaban las formas, se les amenazaba e intimidaba de modo más o menos abierto. Ante estos hechos, la gente se moviliza y ejerce una oposición cada vez más organizada y rotunda. Empezaba así una dinámica de organización y demandas que las empresas no atendían. Al contrario, aumentaban la intimidación y la violencia (Mingorría y Gamboa, 2010; Yagenova, 2012; Macleod y Pérez, 2013; Bastos y de León, 2014).4
Así, desde que en 2005 empezaron los «problemas» con la mina Marlin en San Miguel Ixtahauacán, no han dejado de darse conflictos provocados por las actividades extractivas de diverso tipo. Sipacapa, San Juan Sacatepéquez, el Valle de Polochic, Barillas, La Puya, San Rafael Las Flores, Mataquescuintla, Santa Eulalia, Cerro Blanco, El Estor, Cotzal y Cunén, San Mateo Ixtatán, Lanquín y Monte Olivo, Xalalá; son nombres asociados con una geografía de conflictos que salían a la luz pública en los momentos de máxima tensión.
El Estado, a su vez, ha permitido a las empresas actuar impunemente y no ha considerado las demandas comunitarias ni las exigencias de justicia ante los múltiples atropellos e irregularidades. Por el contrario, ha puesto todo su aparato al servicio de las empresas, mostrando su cara más represiva y entrando en la lógica de criminalización (Korol y Longo, 2009). Se ha servido de prácticas represivas ya clásicas en la historia reciente de Guatemala, como la intimidación, la agresión, el secuestro y la muerte de los líderes.5 También ha aplicado la militarización a través de la práctica de Estados de sitio o de excepción en lugares concretos en momentos críticos de movilización social (Bastos y de León, 2014). Y cada vez recurre más a la «judicialización» de la represión (Romo, 2008): el trato a los líderes como delincuentes y sus acciones como delitos.6
Todo este despojo accionado desde las empresas, con apoyo de los gobiernos, se ha legitimado en un discurso manejado tanto por el Estado como por los medios de comunicación, que se han convertido en una parte fundamental de la criminalización. Los tradicionales estereotipos racistas del «indio salvaje y manipulado» y los del anticomunismo más visceral, propios del discurso oligárquico (González, 2006), se unen ahora a los del «terrorista bochinchero» (Figueroa, 2013).
Estas descalificaciones embonan así con el discurso del progreso y el desarrollo que se utiliza para justificar la actividad de las empresas. Se plantea que estas últimas y, en general, la iniciativa privada, traerán «el progreso» que necesita Guatemala; y entonces, al facilitar su labor, el Estado cumple con la función de sacar de la pobreza a sus ciudadanos. Esto supondría empleos y servicios para la población, pero la capacidad de generación de puestos de trabajo de estas actividades es mínima (véase Garibay, 2010), las regalías de las mineras no llegan a 5 % (Yagenova, 2012) y el precio de la energía eléctrica aumentó en 212 %, siendo que 45 % se generó por hidroeléctricas (CODECA, 2014), pues esta es utilizada para conexión a redes internacionales (Solano, 2005) y no para las aldeas cercanas carentes de luz eléctrica.
Así, las afirmaciones sobre el supuesto «progreso» que traen las actividades no se basan en hechos que se puedan probar, aunque se usa todo el poder del Estado, de las mismas empresas y de los ideólogos de la prensa y la televisión para difundirlas. Se asienta y se propaga la idea de que quien se opone a la actividad de las empresas se opone al progreso y, por tanto, a las posibilidades de alcanzar el bienestar de todos los guatemaltecos. Por medio de estos discursos y la desinformación sistemática se hace ver a los luchadores sociales como delincuentes que atentan contra el bien de la sociedad, y de esta manera se justifica el uso de la fuerza y de la ley contra quienes cuestionan sus actividades.
LA REARTICULACIÓN COMUNITARIA
En el cambio de siglo, el mundo rural indígena y mestizo de Guatemala apenas estaba saliendo del trauma de la tierra arrasada y casi dos décadas de militarización; las políticas neoliberales provocaron el aumento de la pobreza, la emigración generalizada a los Estados Unidos (Camus, 2008), y una gama de violencias sociales múltiples (López et al., 2009).7 Pese a ello, ante la imposición del modelo extractivo en el país, las comunidades se organizaron en contra de estas actividades y exigieron ser tomadas en cuenta.
Las consultas comunitarias fueron la forma de expresión masiva de este rechazo.8 Todas se basan en un mismo principio: organizar a las personas de una comunidad en la que se había instalado o a la que podía llegar una actividad que pusiera en peligro los recursos y el mismo territorio, para que expresaran su acuerdo o desacuerdo respecto de esa actividad. Al regirse por el artículo 6 del Convenio 169 de la OIT, en el Código Municipal y la misma Constitución de la República, se plantearon como una forma legal y legítima de expresar las decisiones comunitarias en torno al futuro de su territorio.
Este fenómeno comenzó en 2005, cuando el 18 de junio el municipio de Sipacapa (San Marcos) decidió colectivamente, a través de una consulta comunitaria pública, su rechazo a la operación de la mina Marlin en su territorio. Previamente se habían hecho otras dos, en Comitancillo -también San Marcos- y Río Hondo -Zacapa-; pero este caso tuvo una resonancia especial al mostrar la posibilidad de oponerse a un gigante como la Goldcorp (Otzoy, 2006; Sosa, 2009; Van de Sant, 2009).
De ahí prendió la mecha, y alrededor de las iniciativas regionales que habían ido surgiendo ante las amenazas que empezaban a suponer los megaproyectos (Yagenova, 2012), el fenómeno se fue extendiendo. Primero fueron los departamentos occidentales de Huehuetenango y San Marcos, en donde en los tres años siguientes se dieron consultas comunitarias en contra de los proyectos mineros y la explotación de recursos naturales (CEIBA y ASDITOJ, 2007).
Conforme la apuesta del gobierno por las actividades extractivas se materializó en licencias concretas, la realización de consultas avanzó por el occidente del país -Quiché, Quetzaltenango- y más tarde también por el oriente -Santa Rosa, Jalapa-. El ciclo de las consultas comunitarias llegó a su máxima expresión en 2010 y a partir de 2011 empezó a decaer el ritmo de su realización -aunque se mantiene hasta el momento de escribir este texto (finales de 2014)-.
Se ha llegado así a la cifra de casi un millón de personas movilizadas -en un país de 12 millones- en consultas comunitarias realizadas en más de 60 municipios -casi 20 % del total- (Figura 1).
Lo que convirtió las consultas comunitarias en un fenómeno político trascendente fue la participación lograda: allá donde se convocaron, acudieron hombres mujeres y niños en proporciones siempre muy altas, votando de forma prácticamente unánime contra las actividades extractivas en sus territorios (Camus, 2010; Rasch, 2012; Sieder, 2010). En su organización confluyeron actores muy diversos - expatrulleros, exguerrilleros, maestros, jóvenes, ancianos, evangélicos y católicos organizados- alrededor de las estructuras comunitarias oficiales, tradicionales y recreadas con base en procedimientos propios de consulta y decisión (Trentavizi y Cahuec, 2012).
Las consultas comunitarias […] fueron posibles porque las autoridades comunitarias hicieron suyo el proceso […] el gran involucramiento de la gente se debió a la labor de información y discusión realizada por estas autoridades en los mismos espacios comunitarios en los que después se formalizó la decisión. Incluso en Barillas, se dio un proceso posterior que también se puede considerar como consulta: una a una las asambleas comunitarias reafirmaron su negativa a la presencia de la hidroeléctrica en su territorio (Bastos y de León, 2014:104).
Estas consultas fueron el inicio o se dieron en medio de procesos de organización como los mencionados ante la llegada de las empresas, que en otros casos, por variadas circunstancias, no incluyeron consultas. Ante la negativa del Estado a dar validez jurídica ni política a esta expresión de la voluntad de las comunidades y frente al desembarco de las empresas en sus territorios, aquellas se fueron movilizando de diversas formas para mostrar su oposición y resguardar su integridad.
En un principio se priorizaron las denuncias ante las autoridades -primero municipales, después centrales-; se pusieron en contacto con organizaciones campesinas e indígenas de carácter nacional, promovieron marchas y manifestaciones. Se opusieron a desalojos y encarcelamientos; organizaron plantones pacíficos desde los cuales ejercieron una resistencia frente a pelotones de policía o convoyes de maquinaria.9
Los cauces de organización de todas estas actividades normalmente han sido los espacios comunitarios de representación: los Comités Comunitarios de Desarrollo, Asambleas y Alcaldes comunitarios, o Alcaldías Indígenas allá donde se habían renovado. A través de ellos expresan sus quejas y construyen sus demandas, se relacionan con otras organizaciones y se articulan en muy diversas instancias, llegando a espacios nacionales e internacionales (Bastos y de León, 2014).
De esta manera, las comunidades movilizadas contra las actividades extractivas y las políticas neoliberales han sido la base de la rearticulación de la organización popular e indígena en la posguerra (Bastos y Sieder, 2014). Un buen ejemplo de esto es cómo la coordinación de las primeras experiencias de consultas en Huehuetenango llevó a la integración de la Asamblea por la Defensa de los Recursos Naturales de Huehuetenango (ADH), formada por organizaciones campesinas, ONG y comunidades (Mérida y Kremayr, 2008).10 Al vincularse con la COPAE (Comisión Pastoral de Ecología) y que en San Marcos funcionaba como órgano articulador de la movilización, constituyeron el núcleo del Consejo de Pueblos de Occidente (CPO). Más tarde se fueron sumando a la iniciativa nuevos consejos como expresión de un nuevo tipo de organización de base territorial que aglutina actores locales y regionales.11 Para las elecciones de 2015 el CPO se va a presentar como la opción que recoge las demandas de las comunidades movilizadas contra el modelo neoliberal militarizado.
Así, en el cambio de siglo, cuando las transnacionales iniciaron sus actividades de despojo, las comunidades que las sufrían directamente se empezaron a organizar. Las consultas comunitarias y las diferentes formas de resistencia se convirtieron en el modo en que las comunidades de Guatemala -sobre todo indígenas, pero no únicamente- se expresaron en contra de la amenaza que suponían las actividades extractivas. Después de siglos de exclusión, de varias décadas de organización local y comunitaria, de un proceso de «concientización» y un genocidio, después de 20 años de escuchar hablar de derechos humanos y derechos indígenas, de Convenios y Constituciones, de «democracia» y «rostro maya», estas comunidades se organizaron. Necesitaban defender prácticamente lo único que les queda después del terrorismo de Estado y las políticas neoliberales: su entorno más inmediato y su dignidad. Y lo hicieron apostando por la institucionalidad y la legalidad.
LA DEFENSA DE UNA FORMA DE VIDA
Este es el proceso en el que en Guatemala están tomando forma las propuestas respecto al desarrollo. Conforme avanza la lucha y se van planteando los argumentos por la defensa del territorio más inmediato y los recursos más próximos, va surgiendo una crítica al modelo de desarrollo que se pretende imponer y que se percibe como depredador e injusto. Y paralelamente va conformándose una propuesta de modelos basados en todo eso que se les quiere arrebatar en nombre del «progreso». Quizá no los saca de la pobreza -tampoco el de las empresas-, pero les ha permitido mantenerse como comunidades. De ahí se va forjando una idea de resistirse a las opciones que se denuncian como depredadoras de la economía, el ambiente, las comunidades y sus símbolos.
Las comunidades se oponen a estas actividades en primer lugar porque ponen en riesgo la precaria economía comunitaria, y que no van a dejar ningún beneficio concreto a cambio. La primera oposición a las actividades surge por amenazas reales a los medios de subsistencia familiares: la instalación de la hidroeléctrica implica el cierre del camino para llegar a la milpa y el desvío del río que la riega; el polvo que genera la planta cementera amenaza los cultivos de flores; la caña directamente deja a las familias sin tierras para cultivar. Hay una preocupación económica directa y concreta. Las ofertas de empleo, seguridad, servicios que las empresas publicitan no se consideran suficientes como para poner la balanza de su lado. Directamente no se cree en ellas: las experiencias conocidas demuestran que no llegan a materializarse: los empleos son para unos pocos, y la electricidad no es para las comunidades.
Sobre esta amenaza, se percibe otra también directa y palpable, pero a la vez más amplia y más a largo plazo: las minas, cementeras, hidroeléctricas o agroindustrias se advierten como amenazas al ya muy precario equilibrio del ambiente y los recursos de los que se vive. La mina contamina el agua que se bebe y hace que se derrumben las casas. Además, la cantidad de árboles que se talan, los cerros que se desgajan, los ríos que se desvían, las palmas africanas que se siembran por miles, todo ello va a tener efectos sobre un ambiente que es parte de la vida de la comunidad y una responsabilidad para con hijos y nietos.
Además del elemento material, existe una dimensión simbólica que se refiere a la destrucción de un espacio que es vivido y considerado como propio y definidor de la comunidad como colectivo. El cierre unilateral del paso al altar maya ubicado en las cascadas del río Q’ambalam en Barillas, o al cementerio católico de Santa Fe Ocaña en San Juan Sacatepéquez, son muestras de este despojo impune. Y el escenario se puede ampliar a todos los cerros, corrientes, vegetales que son considerados como elementos que dan sentido e historia al espacio y al colectivo, y que son destruidos y arrebatados por las actividades de las empresas.
Por último, todo lo descrito afecta profundamente al tejido social comunitario. La estrategia de dar empleo a miembros de las comunidades que se muestran más opuestas a su funcionamiento, de cooptar a sus líderes y ofrecer fuentes de trabajo y ventajas económicas a quienes sí los aceptan genera dinámicas de tensión que se perciben como nuevas y, desde luego, ligadas a la presencia de estas empresas. Se suman a las que buscan amedrentar a los líderes y comunitarios opuestos a ellos: las amenazas directas o anónimas, las presiones sobre las familias, las intimidaciones constantes con lujo de fuerza por parte de personeros y agentes más o menos legales. Y en demasiadas ocasiones se ha llegado a la violencia asesina: gente vinculada a las empresas ha herido y ha matado a adultos y niños; las empresas han participado abiertamente en procesos judiciales que han llevado de forma irregular a la cárcel a líderes opuestos a ellas. Con todo ello, la idea generalizada es que «las empresas destruyen las comunidades», y esa es una de las razones en que más comúnmente se basa la demanda de que se retiren.
La suma de esta serie de efectos se puede resumir en que el tipo de actividades que llega a las comunidades no solo destruye la economía, el medio ambiente o las relaciones sociales: lo que destruye son las formas de vida que han manejado estas comunidades históricamente. Y a eso es a lo que se oponen.
Como hemos visto, desde la propaganda y el discurso oficial se habla de cómo las empresas van a llevar «el desarrollo» a las comunidades; pero la gente lo que ve es esta destrucción y no ve qué ventajas puede traerles a ellos este «progreso» que pone en peligro el futuro de sus hijos, y no deja nada a cambio. Hay una memoria histórica que habla de que las promesas y ese «desarrollo» nunca ha traído beneficios, más bien ha destruido las comunidades. La misma actitud de los agentes de las empresas conforme van actuando en la comunidad deja muy claro que no hay voluntad de escucharles ni de favorecer el «desarrollo» de la gente, sino solamente de hacer negocios por encima de cualquier otra cosa. Incluso de la voluntad y de la vida de la gente. Y eso, evidentemente, no va a favorecer a la comunidad.
LAS BASES DEL DESARROLLO PROPIO
Estamos, pues, ante un proceso en que una serie de comunidades organizadas está oponiéndose a las empresas y gobiernos que actúan desde las lógicas de un desarrollo que no solo es depredador con los recursos, sino que atenta directamente contra sus formas de vida. Al hacerlo, se están creando y recreando formas de actuar en el mundo que les son propias a los indígenas -y mestizos- del siglo XXI, y que se van convirtiendo en sus propuestas de desarrollo.
Podemos entender entonces los elementos que dan forma a esta movilización como bases socioculturales que sustentan ese pensamiento y son los motores de la movilización en contra de las políticas neoliberales de despojo. Lo «propio» no es una esencia inmutable ni excluyente. Como vamos a ver, se construye de componentes diversos, que provienen de dinámicas y dimensiones variadas.
LA COMUNIDAD COMO ESPACIO DE PARTICIPACIÓN
Uno de los elementos centrales de la propuesta que se está activando en la resistencia contra las industrias extractivas, y en gran cantidad de otros procesos que se están dando en el país, es que la comunidad es y debe ser el espacio desde el que se da la participación política desde abajo, el espacio desde el que se actúa como colectivo, con la toma colectiva de decisiones y la asunción de responsabilidades entre todos:
La organización comunitaria, se refiere a ponerse de acuerdo en lo que se debe definir: qué tareas realizar, quién las hace, quién reporta a quién, dónde se decide, cómo participar, en dónde se asignan los recursos, en cuánto tiempo se hacen los trabajos, dónde y cómo. Si es en la casa, en el trabajo, en la comunidad, en la familia u otros. Se necesita ordenar nuestra participación para poder realizar las distintas actividades en todos los ámbitos y campos de la vida (Mateo Baltazar, en ADH 2012:31).
Y también se entiende como algo que no es nuevo, sino como un rescate de lo propio, como parte de la búsqueda de los mecanismos históricos de articulación:
La organización comunitaria se construye desde la práctica […] Siempre tienen en mente la sabiduría de nuestros abuelos y abuelas que lucharon y resistieron ante todo lo que utilizaron los invasores para esclavizarlos, sin embargo esa sabiduría de los abuelos/as sigue vivo en todo momento de lucha y resistencia de los pueblos originarios del Abya Yala (Mateo Baltazar, en ADH 2012:32).
Como hemos visto, esta centralidad no es solo discursiva, la comunidad es el espacio desde el que se está dando la organización y movilización contra el desarrollo impuesto. Claro que «la comunidad» no es un espacio idílico de relaciones horizontales solidarias, sino el escenario de conflictos, luchas y desigualdades que, eso sí, se dan dentro del marco comunitario. Un joven de la comunidad de San Carlos resume muy bien el carácter de este compromiso:
Cuando alguien es autoridad en la comunidad y si uno le exige, él tiene que levantarse. Así es lo que hicimos nosotros, le dijimos a ellos que se levantaran, que dijeran «no», y ahí vamos nosotros detrás. Ellos no querían, porque ellos sabían en qué problemas se iban a meter, pero como nosotros les exigimos, entonces sí, ellos sí tuvieron que meter con todo (Bastos, 2014:5).
Tampoco se trata de un remanente de un pasado -glorioso o abyecto-, sino que se va construyendo como producto de su entorno y en estrecha relación con él. Estamos hablando de un espacio social caracterizado por unos comportamientos colectivos, corporados según Wolf (1957), que son producto de una forma de entender las relaciones sociales que ha surgido de una historia concreta de subordinación étnica (Bastos, 2012).
Esta institucionalidad ha ido cambiando históricamente al irse articulando a las formas creadas por el Estado -y la Iglesia- en cada etapa (Barrios. 2001), funcionando y organizándose de formas muy diversas (Pollack. 2013), cumpliendo diferentes papeles políticos. Después del desastre de la guerra y el genocidio, en muchos lugares estas estructuras se empezaron a rearticular en formas reconocidas por el Estado (Ochoa. 2013), o en otras que se reclaman «ancestrales» desde una lógica de pueblos indígenas en proceso de reconstitución (Bastos. 2010).
El caso es que fruto de un proceso más amplio de cambio (Ekern. 2010), en la actualidad muchas comunidades indígenas se basan en entramados densos de espacios de participación comunitaria, que han mantenido su legitimidad y es parte de la socialización habitual en los espacios sociales indígenas de Guatemala tal y como los conocemos:
En mi comunidad a finales del año 1998 empecé a colaborar en aportes de mano de obra cuando hay trabajos comunitarios, aportes económicos, participación en reuniones de la comunidad, redacción de documentos para la gestión de proyectos y participación en otras actividades de la misma. Los proyectos son: carretera, introducción de energía eléctrica, construcción de edificio escolar, cancha polideportiva de la escuela, construcción de sanitarios y defensa de los bienes de la comunidad ante las construcciones de las torres de antena de Tigo, Claro y Movistar (UDEFEGUA, 2014).
Estas instancias y comportamientos se están convirtiendo en eje de la participación y articulación política en una diversidad de procesos comunitarios, y que en estas dinámicas se están renovando y reforzando allá donde se practican. Y así ocurre con las movilizaciones que hemos estado viendo: se dan en todos los lugares a partir de estas autoridades e instituciones comunitarias y siguiendo procedimientos que se han creado entre los vecinos para informarse y tomar decisiones (Trentavizi y Cahuec, 2012). Ante la inoperancia de las instancias oficiales y las organizaciones sociales, estos mecanismos internos retoman su función de intermediación a través de las que ahora son las instancias reconocidas para ello: COCODE y Asambleas y Alcaldes comunitarios, líderes religiosos, maestros y ancianos de la tradición maya. Así nos cuenta su trayectoria una actual líder también de Barillas:
Desde 1985 participo en la iglesia, como anciano de la iglesia Jesús Salva. Esto quiere decir, líder de la iglesia. Mis responsabilidades consisten en asistir a las sesiones. A veces hay problemas en las aldeas, en donde hay congregaciones, ahí tenemos que hablar sobre las congregaciones. Ese es el cargo del anciano.
Entre los años de 2007 y 2008, participé en los cocode, como tesorero. En la actualidad, soy miembro del Comité del Agua Potable, soy Vocal II. En el comité [de Defensa de los Recursos Naturales], que tiene seis años de organización, participan cinco comunidades: San Carlos las Brisas, el Recreo B, Recreo A, Canto B Las Lisas y Santa Rosa. Para poder ser del comité es la comunidad la que lo elige a uno (UDEFEGUA, 2014).
LA IDENTIDAD COMO PUEBLOS INDÍGENAS
Esta concepción revalorada de la comunidad como espacio propio no se puede desligar de la dinámica de la lucha por los derechos indígenas que, pasando por todo el conflicto y el genocidio, fue consolidada en los años noventa (Brett, 2006; Bastos, 2013). El discurso que proviene de las luchas indígenas del siglo pasado es recreado ahora desde las comunidades movilizadas. La adhesión al Convenio 169 de la oit no supuso cambios en la política del Estado guatemalteco, pero ahora las comunidades lo usan como base jurídica de sus demandas. La propuesta panétnica de un pueblo maya no logró cuajar (Bastos, 2013), pero ahora la articulación regional de las movilizaciones se hace a partir de unos pueblos que tienen mucho más sentido para las gentes organizadas.
Las figuras de la «comunidad» y el pueblo se convierten en una importante base para reclamar una forma «propia» y «ancestral» de política, dando una legitimidad étnica a todo lo que se hace desde esta lógica; y las comunidades organizadas se apropian también el discurso del buen vivir, que proviene de los desarrollos ideológicos del movimiento indígena suramericano.
Un modelo alternativo de vida necesariamente debe garantizar el bienestar de la persona, prevé una vida con alegría, entusiasmo, compartiendo como seres activos y participativos; pensando en las nuevas generaciones en armonía con la madre naturaleza. Para el efecto es fundamental la reconstitución de nuestros conceptos originarios para definir el modo de vivir bien; por ejemplo, «Kawil Walil» en el idioma maya poptí; wa´ch Ye´c kuuj para el pueblo chuj, entre otros (ADH, 2012:38).
Todo esto legitima y recupera prácticas y creencias antes menospreciadas como «cosas de indios» y ahora valoradas como muestras de la cosmovisión y particularidad de los pueblos indígenas. Quizá el mejor ejemplo en este caso es la concepción de complementariedad con el entorno, que ahora es legitimada como la relación con la Madre Tierra; pero también sirve para otras cuestiones que se practicaban, pero a las que no se les daba valor o directamente se ocultaban y ahora se pueden esgrimir y reclamar como propias.
Los abuelos nos enseñaron el respeto a la Madre Tierra, por todo hay que pedir permiso. La Madre es santa, es sagrada, lo que está debajo de la tierra es sagrado, no se puede tocar, es la energía que nos protege, que protegió nuestro pueblo.
Por favor usted que está aquí hoy, por favor, díganle a esta gente que no queremos, que ya dimos nuestra palabra, que no queremos nos quiten nuestra tierra, nos destruyan nuestra tierra, es nuestra tierra, de ella vivimos para ser felices. Cuando esté escribiendo y piense en mí, recuerde. No, no queremos. No se le olvide, llévense consigo mis palabras (Trentavizi y Cahuec, 2012:65).
De todas formas, no se puede decir que la movilización comunitaria en Guatemala sea solo un asunto de indígenas. Las comunidades mayas, por su historia de subordinación étnica, cuentan con los elementos culturales e institucionales que les han permitido enfrentar el despojo dese las lógicas comunitarias. Pero en una dinámica de «recreación» más amplia, este comportamiento comunitario como forma de enfrentar el despojo se ha extendido a todo el país. Hay espacios «ladinos» que se movilizan contra las industrias extractivas y ponen en marcha parte del repertorio comunitario «indígena».
LA «CONCIENCIA»
En esta faceta transétnica de las propuestas de desarrollo propio tiene mucho que ver el hecho de que buena parte de los protagonistas de la movilización comunitaria actual provienen de las luchas populares y revolucionarias de los años setenta y ochenta del siglo pasado, en que indígenas y mestizos compartieron una «conciencia», una utopía y un proyecto común.12 En el impulso inicial de las movilizaciones intervinieron actores de izquierda; y muchas de estas iniciativas locales y regionales son dirigidas por antiguos militantes de la URNG, activistas mayas que siguen trabajando para sus comunidades con la misma identidad revolucionaria de siempre (Toj, 2009), pero sin la presencia orgánica de las agrupaciones en las que se formaron.
Esa experiencia que hoy es parte de nuestra historia, nos mantiene con los mismos ideales de lucha y solidaridad entre hermanos. Si en los duros años de conflicto armado logramos sobrevivir por ese modo de organización que teníamos, hoy estamos claros que solo de esa misma manera podemos salir adelante y lograr nuestro desarrollo en comunidad (Mateo Baltazar, en ADH 2012:30).
Esta base histórica, que se formó en una realidad social cimentada en el capitalismo cafetalero, ahora toma nuevos sentidos ante la ofensiva extractivista de la acumulación por despojo.
En este sistema capitalista existe una estructura organizativa vertical, represora, opresora, discriminadora y corrupta. Ya que cualquier aplicación concreta que se hace, siempre se basa sobre la organización comunitaria sin justificación para implementar todo tipo de actividad o negocio, y sin importar lo que implica para la vida de la comunidad (Mateo Baltazar, en ADH 2012:31-32).
Esta tradición les permite a las comunidades movilizadas leer las agresiones que sufren como parte de un capitalismo neoliberal más amplio y ha facilitado que la movilización comunitaria acercara el movimiento indígena guatemalteco a las propuestas y demandas de izquierda como del zapatismo mexicano y de los movimientos boliviano y ecuatoriano, que unifican utopías étnicas y de izquierda.
LA PRESENCIA DE LAS MUJERES
Por último, una dinámica sin la cual no se pueden entender las movilizaciones ocurridas en las comunidades ni la propuesta de desarrollo que se está conjugando desde ellas, es la de la presencia cada vez más evidente de las mujeres en liderazgos de gran fuerza moral y en todas y cada una de las facetas de movilización (Tejido y Schram, 2010). En las consultas comunitarias ha llamado la atención su presencia (Camus, 2010 y Mérida y Krenmayr, 2008), y en las dinámicas generadas alrededor de la represión y la criminalización, su acción ha sido fundamental para mantener la capacidad de resistencia sin que ello haya implicado abandonar sus responsabilidades en el hogar.
Nosotras como mujeres somos las que más sufrimos, miramos a nuestros hijos llorar, miramos a nuestros hijos sentir hambre, nosotras con la pena de que el ejército nos sentencia, aunque no hicimos tales cosas, nos van a llevar y nos metan en la cárcel por muchos años, yo quiero que por dios se esclarezca esto (mujer comunitaria afectada de Barillas, en Colibrí Zurdo, 2013:74).
Esta importante presencia se debe por un lado al papel de las mujeres en todo lo referente a los recursos naturales y el territorio, que las hace estar especialmente alertas en este sentido. También son importantes los cambios socioeconómicos ocurridos en las últimas décadas -generación de recursos, escolarización, migración masculina (Camus, 2008)- y las luchas por los derechos de las mujeres en todos los frentes, que han permitido su presencia en estructuras antes vedadas, como las comunitarias. Sus voces se hacen sentir cada vez más en las propuestas que están surgiendo.
En este aspecto no podemos dejar de mencionar las propuestas de feminismo comunitario que se están desarrollando, de forma complementaria y paralela a las que se dan en el sur del continente (Paredes, 2012), que buscan abiertamente cuestionar las formas de patriarcado que rigen en el pensamiento indígena, y que llegan a las prácticas comunitarias e incluso a las formulaciones del buen vivir. Así lo plantea Lorena Cabnal, lideresa xinka:
Es vergonzoso para los hombres que una mujer llegue a ocupar el cargo de Mayordoma o Principala Mayor en el Gobierno indígena xinka, porque eso nunca ha sido así, desde la costumbre de los antiguos eso siempre ha sido cargo de hombres, porque las mujeres no tienen que mandar a los hombres ni el pueblo.
Es pertinente una reflexión inicial [sobre] el planteamiento del buen vivir. Tanto los documentos consultados como por los procesos en que he participado, puedo argumentar que mucho del planteamiento es desde una construcción cosmogónica masculina (Cabnal, 2010:18-19).
LA PARTICIPACIÓN DESDE LA COMUNIDAD
La resistencia a las actividades de las empresas se organiza en las comunidades sobre dos demandas básicas: no quieren que en su territorio se lleve a cabo la actividad que consideran perjudicial para ellos y su entorno, y quieren ser escuchados al respecto, ser considerados como esos ciudadanos a los que tanto se apela en el discurso de la democracia y la nación. Estos dos asuntos van totalmente unidos: no quieren las actividades de la empresa, precisamente por la forma de actuar que ha mostrado. No quieren imposiciones y este es el inicio de una oposición al modelo de desarrollo no propuesto, sino impuesto.
Por eso, todas estas luchas que están dando desde las comunidades tienen un significado muy concreto en la Guatemala del cambio de siglo. Al buscar en forma explícita dar uso a los mecanismos jurídicos e institucionales surgidos de la legalidad posconflicto, se busca dar sentido a una democracia que ha sido negada en los hechos -como hemos visto en las respuestas del Estado ante los reclamos comunitarios-. Con ello, estos reclamos se convierten en demandas de una ciudadanía que nunca se ha llegado a ejercer.
Además, la práctica de la toma de decisiones y búsqueda de soluciones desde la comunidad supone de hecho una forma de democracia participativa como las que se están buscando y dando en América Latina. Esto también permite ver que el proceso de resistencia y defensa del territorio está generando la construcción de una forma de ciudadanía que supone una propuesta alternativa surgida desde la práctica de formas propias de decisión que hemos visto.13
La defensa a toda costa de los recursos materiales y simbólicos de las comunidades, la actuación desde las instituciones y autoridades comunitarias, son elementos que van recreando y reforzando las estructuras de participación como formas de ejercer la pertenencia comunitaria.
Al mismo tiempo, en su lucha, la gente de las comunidades exige que las autoridades que ellos consideran que las representan sean asumidas por el Estado central como sus representantes y sean respetadas sus decisiones. También exigen que este Estado les interpele a través de estas instituciones y estructuras comunitarias. Es decir, reclaman ser tenidos en cuenta por el Estado como ciudadanos que forman parte de unas comunidades, y que plantean que la relación con ese Estado se dé a través de las estructuras comunitarias desde las que actúan.14
Con ello, están forjando una propuesta de ciudadanía comunitaria, que recoge lo propio para crear algo alternativo: dar reconocimiento a una pertenencia corporativa que siempre ha existido como forma de lograr la plena pertenencia a las sociedades nacionales y globales desde una forma colectiva.
Esta formulación de la ciudadanía supone un cuestionamiento y un paso más allá a las de la ciudadanía étnica. Esta idea fue una forma de plantear los debates sobre autonomía y derechos indígenas en el contexto teórico-ideológico de las políticas del reconocimiento y el multiculturalismo -de hecho supone una adaptación de la «ciudadanía multicultural» de Kymlicka (1996)- en los años noventa del siglo XX. Se trataba, pues, de adaptar la situación indígena a un debate que se daba en el seno de la filosofía y la práctica política liberal (Díaz, 2006), dentro de un paradigma que según Burguete (2010) surgió para contrarrestar el de la autodeterminación planteado por los pueblos indígenas. Posiblemente por ello se movió en una ambigüedad (Leyva, 2007) que no iba más allá de la idea del reconocimiento del sujeto colectivo del pueblo.
En cambio, ahora tenemos una propuesta que está surgiendo de los hechos, como resultado de la experiencia histórica del sujeto en el contexto del reclamo a un Estado que los sigue excluyendo y reprimiendo. Es entonces una propuesta alternativa que supone un paso adelante en el camino de la autodeterminación.
CONCLUSIONES: CONSTRUYENDO FORMAS PROPIAS EN UN CONTEXTO ADVERSO
La idea de un desarrollo desde bases propias como pueblos originarios está presente en las propuestas indígenas desde sus inicios. Así lo planteaba Bonfil Batalla (1981:37) al transcribir el pensamiento de los años setenta: «El mundo indio avanza hacia una forma de sociedad diferente a cualquiera de las que ha experimentado o postula la civilización occidental, porque parte de premisas distintas y busca otros objetivos» (1981:37).
Después de varias décadas de madurar, estas ideas han tomado sentido para las comunidades cuando a su llegada las diferentes formas de las industrias extractivas han mostrado la cara más desnuda y brutal del «desarrollo» capitalista, con una «acumulación basada en la depredación, el fraude y la violencia» (Harvey. 2004:112). Después de décadas de organización política, recreación identitaria y reconstitución como pueblos, en las luchas ante estas amenazas concretas, las comunidades están creando con sus prácticas las propuestas de estas formas propias de desarrollo.
En Guatemala es fundamental ubicar este proceso después de un intento frustrado de crear un proyecto de nación en que una porción considerable de la sociedad dejó literalmente la vida. La oligarquía se ha servido del neoliberalismo extractivista para renovar su poder, pero buena parte de la sociedad no parece dispuesta a ceder ante este nuevo embate. Por eso, la movilización comunitaria actual se ha convertido, en Guatemala, en un asunto de dimensión política fundamental: lo que está en juego de nuevo es el modelo de desarrollo de una sociedad que sea viable sin basarse en la violencia y el racismo.
Por eso, en la propuesta al desarrollo que se está construyendo desde las comunidades organizadas es muy importante la faceta de la dignidad, y la participación, frente a la imposición y el desprecio históricos. Por eso el reclamo del respeto a la voz y la voluntad como ciudadanos, expresada en las consultas; que se les considere como los primeros interesados y los beneficiarios de las actividades económicas y las políticas estatales.
Así, lo que las comunidades guatemaltecas demuestran en su actuación es que esas formas alternativas de desarrollo se van creando en muy estrecha relación con este contexto concreto. Después de la experiencia de la guerra, la búsqueda de los métodos legales y no violentos se ha generalizado; la revolución ya no será un asunto de la toma del poder; sino de la reconstitución interna. Y esta reconstitución de lo propio no significa lo antiguo, lo arcaico o lo exclusivo.
Y en su misma actuación está surgiendo la propuesta propia de participación: la historia del país -como parte de América Latina- ha hecho que la comunidad se convierta en el eje la participación política y la relación con el Estado, como la forma que los sujetos consideran propia y desde la que han defendido sus intereses.
Los hechos nos muestran cómo las movilizaciones actuales no se podrían entender si no es desde la figura histórica de la comunidad, pero también cómo en Guatemala esa comunidad organizada no se podría entender sin la experiencia revolucionaria, la luchas por los derechos indígenas y el papel de las mujeres: son comunidades mayas del siglo XXI.