INTRODUCCION
El buen vivir o lekil kuxlejal (maya tsotsil-tseltal), sumak kawsay (quechua), suma qamaña (aymara), Teko porã (guaraní) o Küme mogen (mapuche de Chile y Argentina), no es solo un ideal utópico, como afirman algunos, ni solo una crítica a la situación que vivimos como humanidad. En realidad es eso y más: la expresión «no puede dar cuenta del espesor semántico del concepto original, que en la cosmología indígena es un principio de vida, de plenitud, así como una guía para la acción» (Vanhulst y Beling, 2013:10). Asimismo, es una reconstrucción de estilos de vida de los pueblos originarios de América, que han practicado por siglos, pero que su defensa se vuelve ahora urgente ante la devastación de sus territorios.
Si bien el concepto del buen vivir es de reciente aparición pública, se trata de una elaboración antigua, fruto de la reflexión desde los pueblos originarios de América Latina sobre su propia vida y que culminó en un amplio debate, en la Conferencia de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra en Cochabamba, Bolivia, en 2010.
Esta práctica milenaria de los pueblos originarios de América íntimamente relacionada con su cosmovisión se aprecia con claridad en las palabras pronunciadas por Fernando Huanacuni, aymara boliviano, en el Foro Público «El Buen Vivir de los Pueblos Indígenas Andinos», donde afirmó lo siguiente:
La enseñanza de los abuelos y abuelas no es solo racional, tiene el ímpetu y la fuerza de la vivencia, la claridad de la mente y del corazón […] hoy emerge vigorosa, fuerte, traslúcida, la voz de los pueblos indígenas originarios. Tenemos que ir hacia algo, hacia alguna parte. En aymara decimos Taki, el camino sagrado. Indudablemente ahí aparece el allin kausay (quechua) sumak qamaña (aymara), vivir bien (castellano). Ese horizonte nos permite reconstituir nuestra fuerza, nuestra vitalidad, saber quiénes somos, cómo vivimos, con qué fuerzas, y quiénes nos acompañan. Armonía y equilibrio Vivir bien nos hace reflexionar que debemos vivir en armonía y en equilibrio. En armonía con la Madre Tierra. La Pachamama no es un planeta, no es el medio ambiente… es nuestra Madre Tierra.1
El buen vivir sale a la luz en un momento en que el mundo exterior ha llegado a afectar profundamente a la naturaleza toda y la vida de las comunidades indígenas. Es verdad que la llegada del capitalismo influyó desde hace más de un siglo en la vida de los pueblos originarios considerándolos siempre como «reserva de mano de obra barata» (Barre, 1983). Ellos comprendieron siempre su posición desventajosa respecto del resto de la sociedad y por lo mismo, se distanciaron, reafirmando su autonomía frente a un sistema que los oprime y explota.
Lo que sucedió después, a consecuencia de la llamada «Era del desarrollo» que inició a mediados del siglo XX, sobrepasó los límites de sus posibilidades de acción y autonomía, en los años ochenta y noventa (Escobar, 1998). El uso indiscriminado de los recursos naturales, por parte de los grandes capitales, despojó a numerosos pueblos de sus tierras y a otros de sus fuentes de agua, animales y plantas silvestres, así como de innumerables valores tangibles e intangibles de sus culturas.
Muchos de los análisis realizados por miembros de las comunidades indígenas no se han escrito, porque son culturas ágrafas. Sin embargo, en los últimos años esto ha empezado a cambiar y una muestra de ello es el libro El Vivir Bien, como respuesta a la crisis global, escrito por un colectivo boliviano interétnico anónimo, que se dio a conocer por internet (véase bibliografía). Pero la historia de este concepto no empieza ahí. En cada rincón de América, donde había pueblos originarios, desde siempre se hacían reflexiones y análisis, a veces acompañados de personas no-indígenas, que en un diálogo multicultural buscaban reconocer y difundir los modos de vida de pueblos originarios como un modelo de resistencia al capitalismo depredador y a la hegemonía de la cultura occidental.
En este trabajo se presentan dos experiencias que pueden ayudar a comprender lo que se conoce como el buen vivir entre algunos indígenas de Chiapas, a partir de la información empírica obtenida en el trabajo con comunidades; son experiencias de dos regiones distintas del estado, en dos momentos de la historia también diferentes. La primera es una recuperación etnográfica de algunos aspectos de la vida en la región Selva del municipio de Las Margaritas, en el último cuarto del siglo XX; la segunda se ubica en la actualidad, en la región Altos de Chiapas: se incursiona dentro de un grupo de mujeres tsotsiles de Zinacantán para consultarles acerca de su idea del buen vivir (o la «vida buena», como ellas la llaman). Debido a que para algunas de ellas resulta abstracta la pregunta directa ¿qué es el buen vivir?, se pensó en la técnica de la comparación, es decir: llevar-las a conocer un proyecto de desarrollo -una de las llamadas «Ciudades Rurales Sustentables» de Chiapas- y preguntarles si este permite, desde su punto de vista, el buen vivir, en qué aspectos sí y en cuáles no y, naturalmente, ellas lo compararon con la vida que llevan en su pueblo.
Considero que el reconocimiento de la importancia de la etnografía en el campo antropológico, para comprender cómo se extiende el concepto que nos ocupa, desde abajo hacia arriba, es fundamental. La información recabada acerca de la primera etapa es equiparable a la de otros pueblos originarios en Latinoamérica, por lo que se busca colaborar en una propuesta general.2
Por otro lado, un objetivo del trabajo de investigación realizado en 2012 fue indagar acerca de si los valores del buen vivir forman parte del acervo cultural en los pueblos originarios o si solo hablan de ello algunas de las personas indígenas que asisten a congresos o conferencias internacionales. Esto se analizó en la segunda parte de este trabajo.
VIDA COMUNITARIA EN LA SELVA
Cuando se habla de la vida de las comunidades indígenas de Chiapas es fundamental mencionar de qué región se trata, pues las historias difieren enormemente. Incluso en una misma región, como la Selva, puede variar mucho la historia de un municipio a otro, lo cual no implica que no se puedan encontrar también múltiples similitudes (Legorreta, 1998). En este caso, como se ha dicho, se tratará de comunidades asentadas en el municipio Las Margaritas, que iniciaron la colonización de la Selva en la segunda mitad del siglo XX, con lo que su historia es muy reciente y muy distinta a la de los pueblos de la región Altos.
En los años setenta visité por primera vez algunas comunidades indígenas de Chiapas, tanto de los Altos como de la Selva; en los años ochenta me mudé a vivir por varios años a una comunidad de la Selva del municipio de Margaritas y así conocí la dinámica en diversas zonas de esa región.3 La información de este apartado fue obtenida por la observación participante y en innumerables conversaciones con los campesinos mestizos e indígenas, que formaron la primera generación de colonizadores. Mención especial merecen las conversaciones con mujeres en grupos, quienes generalmente no hablaban en público, ni con hombres que no fueran de la familia, pero conmigo se mostraron abiertas y amables.
A la Selva de Margaritas llegaron no solo indígenas de Chiapas provenientes de otras regiones del estado, sino también campesinos no indígenas de otros estados de la República. Se fueron al «baldío» porque allá les entregó el estado tierras para trabajar; eran familias muy jóvenes, que habían dejado en su lugar de origen a sus padres y abuelos. Iniciaban una nueva vida en los años sesenta fundando comunidades próximas a otras con culturas muy diversas y distintas lenguas. Había comunidades que trataban de continuar con tradiciones ancestrales de sus pueblos de origen; mientras que otras, quizás la mayoría, querían iniciar con nuevas costumbres, rompiendo con viejos esquemas de opresión interna.
Abrieron sus acahuales, sembraron sus milpas y sus cafetales; algunos tenían varias cabezas de ganado; hicieron sus casas con los materiales que la selva les brindaba. Algunos padres y madres de familia habían trabajado en las fincas desde niños y ahora conocían la libertad. Los adultos «paraban» escuelas para sus hijos y los mismos padres enseñaban lo que sabían, pues no esperaban que el estado les mandara maestros. Los niños trabajaban en los tiempos de siembra y cosecha; las niñas lo hacían siempre, en las labores de su madre. No era el paraíso, había innumerables conflictos internos, quizás el más importante era y es la desigualdad por razones de género y el hecho de que las mujeres se mudan de su comunidad de origen al casarse, por la costumbre del matrimonio patrilocal. La lejanía de sus familias las deja en mayor desprotección y vulnerabilidad, que aumenta porque no suele haber unidad entre ellas. Sin embargo, tener tierras para cubrir el autoabasto de las familias y un cultivo comercial -el café- les permitía cubrir sus necesidades en forma autónoma, con frugalidad pero con suficiencia, hasta que los precios del café se desplomaron. Se vivía con dignidad y, salvo algunos elementos, podría hablarse de buen vivir.
La población indígena que siempre está atenta a los hechos que se presentan frente a sus ojos, los analizan interiormente y luego los comparten en grupos; antes, en sus pueblos de origen, lo hacían principalmente los Consejos de Ancianos; en las comunidades de la Selva lo empezaron a hacer entre todos y todas juntos. A los problemas que observan les buscaban soluciones en las asambleas de comunidad; si había que realizar acciones, se repartían las tareas por comisiones «entre dos» o «entre tres» personas, para actuar juntos, nunca solos. Es verdad que en las asambleas ejidales solo los hombres asistían, pero poco a poco algunas mujeres empezaron a hacerlo y no siempre las reuniones eran de ejidatarios.
En diversas ocasiones tuve oportunidad de acudir a reuniones comunitarias y constaté la forma como se discutían y resolvían los asuntos de la comunidad en consenso. Las mujeres con sus diversas formas de participar, a veces hablando entre ellas en voz baja, llegaban a conclusiones que una de ellas exponía a los demás; otras veces, algunas mujeres externan su punto de vista (o «dan su palabra», como dicen) en forma individual. Aunque algunos hombres no estén de acuerdo, ellas lo hacen cuando son admitidas en las reuniones. En algunos lugares no eran bienvenidas.
En los años setenta la diversidad religiosa en la Selva no era tan grande y a la ermita católica llegaban todas las personas de la comunidad. Ahí todas las personas eran admitidas, se trataban los temas más diversos, no solo religiosos, sino todo lo relacionado con la vida de la comunidad, y se tomaban decisiones en asuntos como: dónde llevar al ganado en la próxima temporada de lluvias; qué hacer con quienes estaban cortando madera en la zona que se había decidido dejar como reserva, o cómo evitar que siguieran lavando ropa algunas mujeres río arriba o, incluso, cómo castigar a quienes maltrataban a sus mujeres, cuando ellas lo denunciaban; hasta otros temas como quiénes formarían la comisión para ir a Tuxtla Gutiérrez a dar seguimiento a la petición de ampliación del ejido; o cómo se repartirían las tareas para la celebración de la fiesta patronal -qué hacían los hombres, qué las mujeres, quiénes formarían la comisión para ir al pueblo a comprar el pan, el pox o aguardiente, etc.-. Asimismo, se trataban otros asuntos comunitarios como el lugar más adecuado para construir la cancha de basquetbol, la necesidad de reparar la escuela, la repartición de los trabajos comunitarios como la limpieza de los caminos y los lugares comunes, la forma de hacer una red de agua potable a partir de un manantial cercano… Todo esto era presentado por la Autoridad y discutido para llegar a acuerdos y repartir tareas. Generalmente hablaban los hombres, pero a veces las mujeres expresaban ante todos sus puntos de vista. La fiesta patronal, la planificación de los terrenos, la limpieza de los ríos, eran asuntos que estaban en sus manos y los iban resolviendo conforme se presentaban las necesidades, podían armonizar su vida con los ciclos naturales y sus creencias. Eran comunidades hasta cierto punto libres, dueños de su trabajo cuando tenían tierras que les permitía satisfacer las necesidades de todos, sin mayores diferencias sociales.
No se trata de idealizar la vida de otros tiempos. Es verdad que la subsistencia en las comunidades no era, ni es, fácil en muchos sentidos, principalmente para las mujeres, como se decía, y que la gerontocracia a veces no aceptaba -ni lo hace ahora- las posturas de los jóvenes, pero sí habrá que reconocer que tenían una autonomía para mantener su vida como lo decidían (Santana, 1996), aunque con otro tipo de limitaciones como los conflictos intracomunitarios, que surgirían con el paso de los años, como se verá más adelante. Sin embargo, el Buen vivir estaba ahí cuando trabajaban unidos y tenían «un solo corazón», se solía decir. Recordemos que eran comunidades de reciente formación, por lo que estaban intentando erradicar viejas costumbres que los oprimían. Todavía no se formaban cacicazgos como los que habían dejado en los pueblos de los abuelos.
La Autoridad se fundamentaba en el valor cultural del servicio. Según Maurer (s.f.), «… entre los tseltales del municipio de Chilón, aún […] se llama ‘Autoridad’ a la persona que sirve a la comunidad, que da ejemplo, lo que le confiere prestigio y fuerza ante los miembros de la comunidad». Después de haber servido en el más alto rango, algunos quedan como los «Principales», aunque no en todas las comunidades la forma de llegar a ser Autoridad es igual. Es verdad que esta idea originaria de «Autoridad» se fue perdiendo en muchos pueblos indígenas, como lo analiza George Collier (1990 y 1992), en los Altos de Chiapas, donde los padres hacían que sus hijos trabajaran para ellos, bajo una suerte de explotación, con tal de conseguir cargos y ascender en la escala de poder comunitario.
La vida de los pueblos indígenas en los Altos y en las comunidades de la Selva de Chiapas era y es muy diferente; en ambos casos la realidad ha cambiado porque son culturas vivas y laten al pulso de los tiempos. Es claro que no todos los indígenas sienten y piensan lo mismo, ni siquiera quienes siguen viviendo en las comunidades -que en otros tiempos Wolf (1981) llamó «comunidades corporativas cerradas»-, pero la cosmovisión es muy similar y sigue marcando la vida de estos pueblos. Incluso aquellos que salen de su comunidad para estudiar o los que emigran para trabajar, se siguen guiando por su cosmovisión que ni la intromisión de los partidos políticos ni las diversas religiones han podido borrar.
TENER UN SOLO CORAZÓN: COSMOVISIÓN INDÍGENA
¿Qué se pretende decir con «tener un solo corazón»? En las lenguas indígenas mayas se hace alusión al corazón en muchas expresiones. Su saludo, traducido al castellano es «¿Cómo está tu corazón?»; cuando alguien dice «eso ya cayó de mi corazón» significa que ya lo olvidó. O cuando alguien quiere decir que no puede concentrarse o que tiene alguna preocupación utiliza la expresión: «estoy con dos corazones», es decir, dos cosas me preocupan, no estoy en paz. El corazón, es pues, el centro de la vida y lo expresan de esa forma.
La aspiración es «tener un solo corazón», es decir, estar en paz, en armonía y equilibrio, no solo internamente, sino con todo lo que rodea al ser humano. Este es el fundamento de la cosmovisión maya: es la forma de entender y relacionar al ser humano con su entorno y su influencia en la definición de sus relaciones socioculturales y con la naturaleza (Maurer, s.f.). Afirmar el principio de la armonía y el equilibrio es entender y respetar la interdependencia entre todos los seres vivos y con todo lo viviente; reconocer a la Madre Tierra o Pachamama como fuente de vida de todo lo que existe: todos los animales -pequeños y grandes-, las plantas y el agua; incluso las piedras son consideradas seres vivos y el daño que se hace a un elemento repercute en todo y en todos. Vanhulst y Beling (2013:10) lo dicen de la siguiente manera, citando a su vez a otros autores:
Todas las cosmovisiones de los pueblos indígenas andinos y no andinos (Estermann, 2012a), contemplan aspectos comunes sobre el Buen vivir que podemos sintetizar como vivir en plenitud, saber vivir en armonía con los ciclos de la Madre Tierra, del cosmos, de la vida y de la historia, y en equilibrio con toda forma de existencia en permanente respeto (Huanacuni, 2010:32).
Este principio de armonía y respeto se ve claramente tanto en formas cotidianas como en rituales periódicos. Por ejemplo, en la vida cotidiana, cuando alguien va a consultar a un médico tradicional indígena maya, o ilol, este le toma el pulso con sus dedos índice y medio colocados en la muñeca del enfermo, «escucha el latir de su sangre» y luego le pregunta al consultante acerca de su vida: cómo están en tu casa, cómo está la relación con tu pareja, cómo va tu trabajo, tu milpa, si no ha ensuciado un manantial, o tiene problema con un vecino, o con alguien más…4 Los indígenas están convencidos de que los males vienen al cuerpo por la pérdida de armonía y esto sucede cuando se descuidan las relaciones o el cuidado de la naturaleza. Ven la salud y la vida toda en forma holística, en la que todo está interconectado y si no se respeta la naturaleza de todos los seres vivientes, se pierde esa armonía. Se pierde por incumplimiento de un pacto o promesa, por una ofensa a un miembro de la comunidad, cuando una persona daña a otra o a cualquier ser vivo. Las preguntas del ilol propician que el enfermo se desahogue y exprese sus sentimientos, hasta llegar a una catarsis.
«Habrá salud biológica si lo que dice el cuerpo está en armonía con lo que dicen el corazón y la mente», afirma Maurer (s.f.) y agrega: que quien tiene salud psicológica es «una persona tranquila y placentera, se la describe como nakal yo’tan -su corazón está tranquilo dentro de su casa-; en contraposición con el intranquilo, o sin armonía consigo mismo, cheb yo’tan -corazón partido o dos corazones-».
Los indígenas mayas piensan que una caída es consecuencia de caminar distraído, pensando en otras cosas distintas a lo que se está haciendo y al caer, «se sale el alma del cuerpo», por eso temen mucho caer y la expresión de despedida es: «cuida tus pasos, que no caigas en el camino». Porque caer es muestra de que la mente y el cuerpo no van juntos, sino separados y también las emociones y el «corazón» deben estar en armonía.
Asimismo, en los ciclos anuales, cuando se va a sembrar la tierra, por ejemplo, se hace un ritual en el área de cultivo, en que se pide perdón a la Madre Tierra por que «se rascarán sus entrañas» para obtener el fruto que los alimenta. La Madre Tierra da vida y sustento: se llevan velas, se enciende incienso y se come en el terreno donde se sembrará la milpa; se le pide generosidad a la tierra para que su pueblo no sucumba de hambre y solo entonces se siembra el maíz, el frijol, la calabaza…5
Es verdad que muchos indígenas ya no hacen estos rituales, mucho menos en los cultivos comerciales dentro de invernaderos, por ejemplo. Pero también es cierto que cuando caen enfermos, muchos de ellos se preguntan si su enfermedad se deberá a que no hicieron el ritual.
DE LAS ASAMBLEAS A LOS ENCUENTROS Y A LOS CONGRESOS
A finales del siglo XX, los caminos y los transportes acercaron a las comunidades, pero también aproximaron más los productos y los valores capitalistas. Los indígenas ya no solo eran mano de obra potencial y barata para el sistema dominante, se convirtieron en algo más importante: consumidores. Llegaron los refrescos, las galletas, la «comida chatarra». Años antes, con la llamada «revolución verde», llegó el fertilizante, que al principio les fue entregado como regalo, pero una vez que se aprendió a depender de él, fue vendido hasta la orilla de sus parcelas (Nash, [1970] 1993). La degradación de la tierra y la contaminación del agua se iniciaban, la salud se deterioraba en las comunidades y en las escuelas se enseñaban cosas que no estaban relacionadas con sus culturas, ni con sus problemas.
En los años setenta se realizaban encuentros por regiones. Las observaciones y el análisis comunitarios sobre su propia realidad comenzaron a ser motivo de preocupación y pronto cayeron en la cuenta de que ya no estaba en manos de cada comunidad poner solución, y que tenían que adoptar acuerdos comunes con otras comunidades.6
Había encuentros regionales donde llegaban muchas personas de cada comunidad y no solo representantes, iban familias enteras. Para algunas jóvenes era la primera oportunidad que tenían de salir de su lugar de nacimiento. La comunidad anfitriona recibía en sus casas a los que podía «mantener» por los tres días que duraba el encuentro. Los hombres que iban solos se quedaban en la casa ejidal, la escuela o en la ermita. Llevaban tortillas, tostadas, pozol y las familias del lugar les complementaban su alimentación con frijoles, café, lo que tuvieran.
En diferentes partes de Latinoamérica esto estaba sucediendo. La reflexión se convertía en preocupación. En Chiapas se organizaron las diferentes regiones de los pueblos mayas para realizar el Primer Congreso Indígena en 1974, promovido por el Comité Lascasiano,7 con el apoyo de misioneros de la teología de la liberación, pero donde la agenda la hicieron los representantes indígenas nombrados en las regiones.
La ciudad de San Cristóbal de Las Casas fue la sede de este congreso histórico que marcó un parteaguas respecto del lugar ocupado por los indígenas en la sociedad mexicana (Barre, 1983). Ahí los pueblos mayas de Chiapas analizaron y discutieron sus principales problemas -apoyados por traductores de cada lengua- y se sorprendieron al escuchar que los demás tenían dificultades semejantes que cada uno había discutido y evaluado en sus propias regiones y comunidades. Sus preocupaciones se centraban en cuatro elementos de su realidad: tierra, salud, educación y comercio. Tierra para cultivar, y cuya propiedad estuviera en manos de quien la trabaja, la vieja demanda zapatista; salud en sus comunidades, porque vivían enfermos y la medicina que les llegaba desde fuera empobrecía sus bolsillos y perdían confianza en sus conocimientos por falta de valoración; en las escuelas, la educación que llegaban a dar los maestros del estado desvaloraba su cultura y eso donde había escuelas, pero a la vez no querían ser analfabetas en un mundo donde el lenguaje escrito se convertía en herramienta para sobrevivir; «por eso nos chingan en el comercio» -decían. El café y los productos agrícolas eran muy mal pagados, comparados con las mercancías que ellos tenían que adquirir en los pueblos: azúcar, petróleo para alumbrarse, zapatos y ropa, todo muy caro, sin contar las medicinas que requerían cada vez más, al perder sus conocimientos de herbolaria y sus terapias tradicionales.
Los representantes de las zonas y regiones regresaron a trasmitir estos acuerdos con la esperanza de que dialogando con el gobierno estatal sus problemas se solucionarían. Pensaban que el cambio estaba cerca, pero al no ser escuchados en múltiples intentos, comenzaron a buscar nuevas estrategias.
La constatación de que sus problemas eran semejantes los mantenía en unidad interétnica y los fortaleció en una lucha por conquistar una mejor vida. Ya se hablaba del buen vivir, sin llamarle de ese modo. Los indígenas unidos eran una amenaza para la clase terrateniente y la oligarquía de un estado en que prevalecían condiciones de servidumbre en muchas regiones. No fue casual que los obstáculos para conquistar una vida mejor fueran muchos, y se dieron los enfrentamientos cuando recibían ejidos con límites empalmados; las divisiones por la introducción del Instituto Lingüístico de Verano confrontaron a unos pueblos con otros; después se sumaron organizaciones de diferentes partidos políticos y se extendió el proselitismo de múltiples religiones, todo lo cual provocó desánimo respecto de la unidad en las comunidades cuyos lazos sociales ya eran de por sí frágiles.
Cada vez estaba más lejos lo que querían como vida. Paradójicamente, esa era su fuerza: la esperanza por lograr la vida que buscaban. Algunos tomaban conciencia de que el diálogo con los distintos niveles de gobierno nunca se daría. Las asambleas comunitarias y regionales tuvieron un tiempo de crisis, pero después se convirtieron en fiestas interreligiosas, y la cultura de los derechos humanos crecía. En estas reuniones participaban indígenas que con el tiempo fueron parte del movimiento zapatista. Hubo quienes encontraron que si bien había motivos de división, también había otros para trabajar unidos, a pesar de las diferencias.
SURGE EL BUEN VIVIR
El concepto del buen vivir surge como tal de la Conferencia de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra en Bolivia, 2010; los antecedentes, se ha dicho, se encuentran en la práctica comunitaria a nivel local y las reuniones regionales que realizaban los pueblos originarios en América Latina mucho tiempo antes. Pero no se queda ahí, la vida de las comunidades de población indígena sigue cambiando.
La atracción de las ciudades crecía y la oportunidad de continuar los estudios más allá de la educación básica aumentaron. Para los años ochenta y noventa muchos jóvenes se convirtieron en universitarios y algunos se graduaron. Y una vez convertidos en profesionistas, muchos se alejaron de sus comunidades, otros, al contrario, trataban de comprender el origen de la pobreza y marginación a pesar de tanto trabajo en las comunidades indígenas; hubo quienes empezaron a participar en diálogos interétnicos y a representar a sus comunidades y pueblos en diversos eventos nacionales e internacionales, aportando nuevos elementos a la visión del buen vivir. Tal es el caso de Petul, un joven tseltal ahora líder en su comunidad, que estudió en San Cristóbal y en la segunda mitad de los años ochenta participó en un encuentro de pueblos originarios en Perú y trajo de regreso a Chiapas las discusiones y preocupaciones de estos pueblos de América. Habían analizado, me decía a su regreso, que la riqueza biológica de sus territorios se estaba viendo amenazada por las grandes empresas, porque el crecimiento de la producción capitalista no tiene límites; que sus conocimientos de herbolaria se perdían; que muchos jóvenes ya no querían hablar su lengua materna y el maltrato a las mujeres crecía, así como otros problemas que amenazaban a sus culturas. Me dijo que en esa reunión tomaron el acuerdo de defender las culturas milenarias de sus pueblos. Ahora esta lucha es de todos conocida, pero no lo era hace 25 años.
La posición de las mujeres indígenas ha cambiado también paulatinamente. El trabajo de la sociedad civil en favor de los derechos específicos de las mujeres propició que estas defendieran su deseo de estudiar no solo la educación básica, sino salir y continuar sus estudios hasta llegar a las universidades. Poco a poco las mujeres van ganando espacios en sus comunidades, manejan su propio dinero de las artesanías que elaboran u otros trabajos que realizan, lo que hace 30 años era impensable (Santana, 2012). Aún el porcentaje de mujeres analfabetas es superior al de los hombres y muchas no participan en asambleas públicas por temor a la crítica y a la desaprobación de sus esposos, como se dice en seguida, pero existen logros en la vida de las mujeres más jóvenes, como se verá más adelante.
A partir de los noventa, los foros y congresos de pueblos originarios se realizaron con más frecuencia y en distintos puntos del continente. Las preocupaciones aumentan porque se analizan los problemas con mayor amplitud y profundidad. Los representantes de los pueblos originarios de América han considerado que la respuesta tendría que encontrarse ya no dialogando con los gobiernos de cada país, sino mirando hacia dentro de sus culturas. En estos diálogos interétnicos se suman causas diversas, una importante es que los pueblos indígenas reconozcan la importancia de la participación de las mujeres en los asuntos públicos, ya que cuando llegan a participar, no reciben el respaldo comunitario ni familiar, llegan a recibir mensajes inapropiados, se minimiza la importancia de su participación, y son víctimas de expresiones de desprecio y humillación (serjus, 2014).
Pero el tema que más les preocupaba era el ecológico. El modelo de crecimiento económico occidental ha alcanzado un grado de desequilibrio con la naturaleza que está llevando al planeta al borde del colapso, amenazando su supervivencia. El industrialismo y la lógica de consumo están deteriorando los recursos del planeta en forma irreversible, hasta el punto en que ya no hay suficiente tierra y mar para proporcionar los recursos que utilizamos y absorber nuestros desechos. Este nivel de sobreconsumo y creciente presión sobre la naturaleza ha aumentado a tal punto, que la Madre Tierra apenas puede dar cobijo y abrigo a sus hijos y será incapaz de mantenerse constantemente en su lucha de regeneración (Colectivo boliviano interétnico, 2014:33).8
Antes de llegar a la Conferencia de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra se hicieron múltiples reuniones de estudio para entender cómo el llamado cambio climático afecta fuertemente la producción agropecuaria y provoca presión sobre el agua; que el desarrollo es un fenómeno global que se puso en marcha para hacer crecer la producción industrial en forma ilimitada (lógica capitalista) y haciendo uso -y abuso- de la naturaleza, que en dicha lógica son «recursos naturales», jamás apreciados en todo lo que valen, afirma el colectivo boliviano.
La cultura de dominación de la naturaleza, es decir, la producción agrícola de monocultivos de grandes extensiones, la producción de riego y de invernaderos, la minería a cielo abierto, el embotellamiento del agua y múltiples formas del uso indebido del líquido vital están secando a la Madre Tierra, afirman, y la producción agrícola ni siquiera es de alimentos, sino de insumos para la industria transnacional y para producir etanol, lo que también está conduciendo a una crisis alimentaria jamás vista en sus pueblos. Todo ello beneficia a unos cuantos, y acentúa la pobreza de las mayorías. Por lo que este colectivo afirma que «el desarrollo es un fenómeno de saqueo… que está acabando con pueblos y culturas ancestrales».
Por esas causas, la armonía con la naturaleza está amenazada. Lo más esencial de su cosmovisión está en peligro y por eso los pueblos originarios de América se propusieron «salvar al planeta y a la humanidad»; ellos piensan que sus comunidades pueden alimentar al mundo, produciendo a favor de la vida y no dependiendo de nadie, retomando sus propias tecnologías y saberes y reconstruyendo la vida del campo.
EL BUEN VIVIR DESDE DENTRO
Fue necesario «mirar hacia afuera» y analizar lo que estaba pasando con el mundo, para constatar que «mirando hacia adentro» de sus culturas encontrarían la solución. Entender que ante la mala vida y el mal futuro que impone el modelo civilizatorio dominante, ellos podían acceder y ofrecer al mundo un buen vivir.
Los términos de buen vivir o vivir bien durante un tiempo se usaron como equivalentes, pero terminó prevaleciendo el primero, para distanciarse de la idea de vivir bien relacionada con «tener más», y contrario a «vivir mejor», que se confunde con «ambicionar más».9
La pregunta que surge, sin embargo, es si estas ideas son conocidas y retomadas por los indígenas, hombres y mujeres comunes, o si son patrimonio de una élite de intelectuales indígenas que idealizan la vida en sus comunidades; si no estamos hablando de ideas brillantes pero poco realistas y si las mujeres -todavía excluidas y minimizadas dentro de estas culturas- comparten estos ideales, coinciden con este concepto.
A la pregunta de lo que es el buen vivir para el común de los indígenas se buscó respuesta en los tres foros organizados en comunidades indígenas por el Cuerpo Académico «Etnia, Estado y desarrollo» de la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH). Cada foro se enfocó en grupos específicos, ya sea jóvenes, ancianos y autoridades y mujeres. A este último nos referimos a continuación.
Fue arduo indagar entre las mujeres indígenas el sentido del buen vivir, porque ellas no suelen hablar de sus puntos de vista ante un público abierto. Pero sí les gusta discutir en grupos pequeños, de 10 a 15 mujeres que se conozcan entre sí. Así que se optó por hacer el foro con mujeres, exclusivamente. Este se realizó en la cabecera municipal de Zinacantán, con un grupo de socias de la cooperativa Antzetik ta sts’un skuxlejalik o Mujeres Sembrando la Vida. Esta sociedad surgió en noviembre de 2004 con 44 «mujeres indígenas del medio rural que se juntaron para trabajar», con el objetivo de «aprender poco a poco a guiar la organización para ser más independientes»; habían recibido microcréditos de la asociación civil Foro para el Desarrollo Sustentable y buscaban ser independientes. Básicamente eran artesanas y floricultoras. Para 2008 ya eran 250 mujeres de 20 comunidades del municipio de Zinacantán en el programa de ahorro y crédito.10 En 2012, cuando se realizó la visita que se relata a continuación, ya eran independientes de la asociación civil y siguen trabajando la artesanía, asociadas para la compra de insumos y ventas colectivas, así como otras actividades. Entre ellas se encuentran tanto mujeres zapatistas como no zapatistas, algunas simpatizantes con un partido político, pero estas posturas no identifican a la cooperativa.
Para conocer lo que para las mujeres es el buen vivir, no se pide que lo definan, sino se hace referencia a lo que para ellas es una vida buena, y términos similares, pues lo importante no es el nombre, sino el concepto. En un principio ellas expresaron más lo que para ellas no es buen vivir, a través de experiencias de vida que han generado dolor. Por ejemplo, ellas decían: «vida buena es no tener enfermedad», «es que el esposo no beba ni golpee» (a los hijos y a ellas), «es no pasar hambre»… Así que para ir más a fondo, sin definirlo por lo que no es, se pensó en la estrategia de comparar un «proyecto de desarrollo» con su vida diaria y ver así cuáles son sus puntos de vista. Se pensó en poner ante sus ojos un proyecto del gobierno estatal, en este caso se eligió visitar una de las llamadas Ciudades Rurales Sustentables, como las denominó la administración del gobernador Juan Sabines Guerrero (2006-2012).
Como antecedente hay que señalar que Sabines Guerrero elevó a rango constitucional los objetivos del Milenio propuestos por la Organización de las Naciones Unidas para «erradicar la pobreza del mundo». Las Ciudades Rurales Sustentables se suponía que serían una forma de poner en práctica dichos objetivos. La paradójica expresión de «ciudad-rural» consiste en concentrar a la población rural para, hipotéticamente, suministrarle servicios públicos. La justificación de la creación de estas «ciudades» fue, desde un principio, que la dispersión de la población rural en pequeños caseríos (de menos de 100 habitantes) complica y vuelve muy costosa la dotación de servicios públicos. Así que para «sacar de la pobreza» a la gente, era necesario concentrarla en poblados donde la agrupación de las casas, al estilo urbano, facilitara la dotación de «todos los servicios» y se gastara menos en infraestructura. Asimismo, se abrirían fuentes de trabajo asalariado, con la idea de que con dinero «se combate a la pobreza» (Red por la Paz en Chiapas, 2012).11
En la realidad, el proyecto consistió en construir viviendas pequeñísimas, alineadas en calles pavimentadas, con banquetas, como se muestra en la siguiente imagen y con cableado eléctrico y tubos de agua en la calle, lo cual no es garantía de que se haya dotado de tales servicios a las viviendas. Y las fuentes de trabajo, al menos en una de las ciudades, solo perduraron durante la administración de Sabines.12
El foro sobre buen vivir con las mujeres se dividió en dos partes: la primera fue la visita a la ciudad rural sustentable (CRS) en Santiago El Pinar, que es la más cercana a San Cristóbal de Las Casas, y la segunda parte consistió en una mesa de análisis con el grupo de mujeres tsotsiles de Zinacantán y cuatro estudiantes de la Licenciatura en Antropología que participaban en el Seminario de Investigación «Género y Economía Solidaria»,13 una de ellas indígena tseltal.
El lunes 23 de enero de 2012, partimos de San Cristóbal de Las Casas en una camioneta de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNACH, hacia Zinacantán, para recoger a las mujeres tsotsiles y de ahí a Santiago El Pinar, que por cierto es un municipio de reciente creación (1999) y se localiza a 23 km de Zinacantán y a 33 de San Cristóbal. Al pasar el pueblo indígena de San Andrés Larráinzar, inmediatamente se pudo ver a lo lejos la Ciudad Rural Sustentable sobre un cerro talado. Al llegar al lugar, las diminutas casas llamaron la atención de las zinacantecas, sobre todo de la mujer mayor quien exclamó «¡Ay, qué chiquitas están las casitas!». «Ahí no caben nuestras familias» -dijo otra.
Las caras de admiración se mezclaban con las de tristeza y algo de confusión, como de incredulidad de pensar que esas casas podrían ser habitadas por indígenas, igual que ellas, que acostumbran tener gallinas en su traspatio y un patio central para poner su telar y sentarse a tejer juntas. «Están mejor nuestras casas, aunque parezcan más pobres» -comentaban.
Caminamos por las calles desiertas de este proyecto gubernamental. Las más jóvenes buscaban una posibilidad para entrar y conocer cómo eran esas casas por dentro. Y cuando lo lograron, en una de las muchas casas vacías se sorprendieron de ver un espacio que parecía ser la cocina, sin estufa; el baño, adentro, sin agua corriente. «Nosotros los indígenas del campo no usamos estos baños, no nos gusta que estén dentro de la casa», dijeron.
La mujer mayor no quiso subir las escaleras exteriores por miedo a caer y dijo: «Si trajera a vivir aquí a mi mamá, no podría salir de la casa… se podría resbalar y romper los huesos, estaría encerrada todo el día… Ni mi nietecito me podría visitar porque yo aquí no lo podría cuidar ¡siempre tenemos criaturas!».
Las que entraron preguntaron unas a otras: «¿Dónde hacen sus tortillas? Si aquí adentro no se puede poner el fogón», y otra de las jóvenes le contestó: «pues ya no van a hacer tortillas, ¡puro comprado!»; «No hay dónde hacer fuego para cocer la comida». Por eso en algunas casas se han hecho arreglos para una cocina con paredes de tablas donde pueda haber un fogón, conforme a sus tradiciones.
Tampoco se pensó en el área para lavar la ropa: el lavadero improvisado es esa «mesa» que está atrás del tinaco. Es evidente que no hay mucha seguridad en los arreglos. Una mujer nos comentó que nunca llega agua a las casas, que ella tiene gracias a que atrás de su casa hay un «ojito de agua». Sin embargo, las pocas casas habitadas no lo están permanentemente. Algunas mujeres que encontramos en dos casas decían que solo están ahí dos días a la semana «para no perder la casa», por temor a que se la quiten (saben que vale dinero, aunque no la habiten).
Según algunas personas que se pudo entrevistar, la gente no permanece ahí porque sus campos de cultivo están lejos, hasta el lugar donde recogen su leña para cocinar está lejos. Pero, como dijo una mujer, «tenemos que venir porque el gobierno nos ayudó».
Volviendo a lo que dijo una de las mujeres zinacantecas, «¡puro comprado!»: la ciudad rural está planeada para que todo se compre, por eso se abrieron fuentes de trabajo remunerado -para algunos- al menos mientras estuvo el gobernador Sabines. Pero no hay tiendas abiertas en este lugar, así que el dinero que se gana se va a otro lado: Ya sea a San Andrés Larráinzar o, lo más probable, a los grandes almacenes de San Cristóbal de Las Casas (como se ha podido constatar, Santana, 2011).
Una de las «fuentes de trabajo» es una armadora de «carritos» (triciclos) para vender productos en forma ambulante. Los insumos para armar estos carritos los enviaba la administración de Sabines y una vez armados los compraba el mismo gobierno. Cuando Sabines dejó de ser gobernador, esa armadora se cerró (se pudo constatar en visita realizada en 2013). Es verdad que se crearon empleos y que se capacitó a los jóvenes que ahí trabajaron, pero estos no viven ahí y finalmente ahora ya no tienen ese trabajo. También se construyó un «beneficio de café», pero no se usó.14 Otra fuente de trabajo era un restaurante para que comieran los trabaja-dores de la armadora; la comida también era subsidiada por el gobierno de Sabines y también cerró después. Ahí trabajaban mujeres, que se quedaron sin esa fuente de ingresos. Asimismo, hubo una granja comunitaria de gallinas que nunca funcionó adecuadamente, según lo explicó el que cuidaba a las aves. Decía que no le surtían de alimento necesario y nadie quería comprar los huevos ni los animales.
Después de este recorrido, regresamos a Zinacantán, donde comimos gallina de rancho, acompañada de sabrosas tortillas de maíz criollo, hechas a mano. Luego de un rato de convivencia con la familia que nos acogió, nos desplazamos a la Casa de la Cultura para realizar nuestra mesa de análisis sobre las impresiones de lo observado y tratar de analizar si este proyecto de las Ciudades Rurales Sustentables que «busca el desarrollo» contribuye a tener una vida buena, es decir, si conduce al buen vivir.
¿DESARROLLO O BUEN VIVIR?
Las observaciones más insistentes de las mujeres fueron sobre las casas (que ya se mencionaron: que son muy pequeñas, que no tienen lugar para hacer su comida, ni para lavar ropa, etc.). Es explicable que esto haya sido lo que más llamó su atención porque la vivienda es el espacio por excelencia de las mujeres indígenas: ahí hacen casi todas sus actividades, sobre todo quienes obtienen sus principales ingresos de la venta de artesanías, que elaboran en los patios de sus casas; el buen vivir estaría muy relacionado con su espacio de vida, que habitan casi las 24 horas del día. Además de las críticas a las condiciones de las viviendas, sus impresiones se refirieron a la elevación de estas por encima del nivel del suelo y en planos inclinados. Expresaron temor por percibir las viviendas frágiles: montadas sobre columnas en la ladera de un cerro: «Yo pensé en un temblor, qué tal si tiembla fuerte y no aguantan los palos sobre los que están paradas las casas... yo pensaba que eran casas de concreto, por los anuncios de la televisión, pero no en realidad no son casas buenas». Esta comparación las llevó al aprecio por tener sus casas acorde a sus costumbres y con las condiciones que les permitan realizar sus actividades, lo reconocieron como parte de «una buena vida» que ellas han construido en su cotidianidad, mencionaron que su vida tiene más dignidad de la que vieron en las pocas casas habitadas.
Otra de las jóvenes indígenas de Zinacantán perteneciente a Mujeres Sembrando la Vida y estudiante de la Licenciatura en el Centro de Lenguas de la unach, dijo con firmeza:
Las casas las hicieron, tal vez, pensando en que la gente tuviera una vida mejor, pero pensaron como gente de ciudad, no del campo. Porque aquí la gente quiere su leña, cosechar sus frijoles, buscar algo de comer ¡pero de la tierra! y en el espacio que tienen no es suficiente; la gente tiene sus animales, sus gallinas, pero ahí no hay dónde. Yo pensaba si estaría a gusto la gente, yo digo que no. Si les preguntamos no lo van a decir. Pero en realidad no, porque la mayoría de las casas no tiene habitantes.
Es decir, no se consideró la forma de vida de la gente cuando se construyeron estas «ciudades rurales», ni siquiera se pensó en ello.
Las mujeres opinaron que si se trataba de «ayudar a la gente» mejor les hubieran dado material para que hicieran su casa a su gusto y sin moverlos de donde tenían sus hogares.
Es que la mayoría de la gente tiene sus casas, por eso no usan estas… aunque más humildes, pero tienen sus casas y creo que las prefieren porque tienen espacios más amplios… La gente está acostumbrada a tener libertad, tiene su espacio amplio. Tal vez en diez años algún hijo que haya vivido en la ciudad sí quiera vivir ahí, pero si son campesinos que hacen milpas, lo dudo.
Estas palabras cuestionan las ideas occidentales acerca de la «pobreza» de la gente que no tiene el modo de vida urbano. Ellas afirman que la gente no necesita esas casas porque tiene las suyas y son más adecuadas, donde pueden vivir de acuerdo a sus costumbres y «a su libertad». Elementos clave del buen vivir. Ellas concluyeron que no habitarían esas viviendas, que definitivamente prefieren sus moradas actuales que están hechas de acuerdo a sus necesidades.
En relación a los proyectos de empleo, las mujeres zinacantecas observaron la armadora de carritos que aún estaba en funciones y pudieron hablar en tsotsil con algunos jóvenes trabajadores. Una de las mujeres indígenas que es una de las líderes del grupo de Mujeres Sembrando la Vida, dijo:
Está bonito el proyecto de la fábrica, pero hay que pensar en que la gente se apropie de los proyectos, porque esperan que el gobierno les dé el material y luego les compre lo que hicieron, qué pasará si en un día ya no les dan material, ya no van a tener trabajo, porque ¿con qué?, si no tienen cómo porque no lo hacen el material. Así como a las mujeres del restaurante, que es el gobierno el que les paga las comidas. Cuando se vaya este gobierno la gente ya no va a tener nada.15
La idea del beneficio del café está buena, pero ahí no hay nada de café, entonces no tuestan nada… y las máquinas parecen nuevas, no se ven sucias de trabajo. O tal vez es que a ellos les paga el gobierno sin hacer nada.
Obviamente se refiere al rechazo de la dependencia del gobierno para su producción y para ganarse la vida. Lo que entre líneas expresa una preferencia por la autonomía que les confiere un trabajo en el que ellas se proveen de lo necesario y la desaprobación de recibir un dinero por no hacer nada. Otra de las mujeres hizo la siguiente reflexión:
Es que el gobierno está esperando que la gente se acostumbre a depender más. Así como pasó con el fertilizante: antes no se usaba aquí, al principio lo regaló pero ya después lo vendió carísimo, y ahora la gente lo tiene que comprar porque ya no sale el maíz sin el fertilizante… Igual, ahora quieren que la gente compre el material para producir.
Es decir, tienen bien claro que la dependencia la provoca el gobierno para obtener ganancias… Otra mujer completó y fue más lejos en su análisis:
Sí, yo pienso eso también: que este gobierno está dando mal ejemplo a la gente. Dice que la ayuda, pero en realidad no nos ayuda sino que el gobierno está echando a perder nuestras culturas y tradiciones, porque te saca de tu comunidad, te pone en un lugar donde no vas a poder hacer nada. Entonces yo pienso que eso es lo que quiere el gobierno, que dependamos de él para después poder mandar y no estar dependiendo de nosotros y es lo que veo en Oportunidades también. En Oportunidades muchas mujeres ya no trabajan ya no quieren hacer nada, y entonces qué pasaría con ellas si algún día ya no hay programa, ¿qué van a hacer ellas? ¡Nada! No sé si vivirían o se suicidan, sufrirían porque ya no van a tener recursos. Sí, es triste… Nosotras no pedimos al gobierno, sacamos nuestra comida de nuestro trabajo.
La primera afirmación es muy fuerte porque delata el doble discurso gubernamental: dice que le interesa preservar las culturas indígenas y sus acciones están acabando con ellas. Por otro lado, el gobierno no solo obtiene ganancias de la dependencia que fomenta, sino que con programas asistencialistas va minando la base productiva de las culturas indígenas y controla a la gente una vez que su dependencia es total. La última frase denota la importancia de su trabajo para conservar su autonomía, lo que implica cuidar su propia cultura, además de la libertad que confiere hacer la vida que decidan. Una tercera remató:
Al gobierno no le importamos los indígenas; no le importa nuestra cultura, ni nuestras costumbres. Por eso nos quiere mandar a vivir a esas ciudades donde la gente no puede hacer la vida a la que está acostumbrada, todo lo que hacemos para vivir al gobierno no le importa. Por eso construyeron esas casas, sin pensar cómo van a vivir ahí la gente indígena y lejos de donde tiene sus tierras la gente.
Cuando ella pronunció estas palabras, se percibía en su voz coraje y tenía expresión de preocupación. Es posible afirmar que se sentían ofendidas por no ser respetadas, porque lo que vieron atenta contra su dignidad. Además, concentrar a las comunidades «dispersas» para dotarles de servicios -que es el discurso gubernamental- forzosamente aleja a muchos campesinos de sus campos de cultivo y a la larga podrían quedar abandonados esos campos. Esta es parte de una crisis del campo provocada por políticas agrarias que desalientan la producción (cfr. Rubio, 2013).
La estudiante tseltal de Antropología Social, que tiene su casa y su familia en la selva de Ocosingo, también expresó su opinión:
Si a mí me dijeran que me fuera a vivir a esta ciudad, no me gustaría, yo no dejo mi pueblo, no quiero ir a vivir donde todo es comprado, donde no hay espacio para vivir. Ya no tendría la libertad que tengo en mi pueblo, con mi gente a la que yo quiero, está lejos la familia. No está bien eso que está haciendo el gobierno.
Las relaciones humanas de cercanía que se pueden tener en los pueblos y comunidades son otro elemento del buen vivir que valoran los pueblos originarios. La relación cara a cara que se pierde en la vida urbana es un valor que los indígenas aprecian.
Las mujeres zinacantecas y las estudiantes de la unach expresaban preocupación en sus rostros; su voz reflejaba pesadumbre cuando hablaban de lo que vieron en la Ciudad Rural Sustentable de Santiago el Pinar. Pero su expresión cambió al comparar esta con la vida de sus pueblos: las mujeres fueron rescatando elementos importantes que aprecian para tener una vida con calidad.
Entre los elementos mencionados para una vida buena o un buen vivir están:
Tierra: La relación con la tierra es un elemento fundamental en la vida de los pueblos originarios para conservar la armonía. Porque aquí la gente quiere cosechar, buscar algo de comer ¡pero de la tierra! (no comprado). La idea no solo es comer, es relacionarse con la Madre Tierra, de otra forma no hay relación con la naturaleza. Ellas son mujeres tejedoras, pero tienen su milpa, borregos que llevan a pastar, tienen sus huertos en el traspatio de sus casas. Esta separación entre la vivienda y la tierra es algo inconcebible para una persona indígena.
Vivienda: Cuando una de las mujeres dijo en nuestra casa vivimos con dignidad, las demás asintieron con la cabeza. Tener un espacio para un buen vivir significa que sea acorde a cada cultura para llevar una vida decorosa, suficiente para realizar sus actividades diarias: que haya lugar para sus animales domésticos y para sembrar lo que se ocupa para preparar la comida o yerbas medicinales; un espacio diseñado por las personas que van a habitar ahí, es algo que se merecen; un lugar donde puedan recibir visitas y compartir sus momentos rituales: nada de eso hay en ese «desarrollo urbano sustentable» de un gobierno que las ignora, pese a lo que diga en la televisión; por eso la afirmación de una de ellas: «Al gobierno no le importamos los indígenas; no le importa nuestra cultura, ni nuestras costumbres».
Libertad: como uno de los elementos fundamentales del buen vivir. Los campesinos estamos acostumbrados a vivir en espacios abiertos… la gente está acostumbrada a tener libertad. En sus comunidades, la gente aprecia sus amplios horizontes. Respecto a las fuentes de trabajo, les gusta trabajar en lo que saben hacer y cuando los obligan a producir lo que no quieren, solo porque otro lo necesita, lo asocian con los tiempos en que fueron peones de hacienda. La expresión «caso soy peón» (no soy peón) la dicen cuando los obligan a hacer algo que no quieren. Ahora se dan cuenta de que las dádivas de programas gubernamentales los conducen a la dependencia y los someten.
Autonomía: Nosotras no pedimos al gobierno, sacamos nuestra comida de nuestro trabajo. A pesar de que muchos economistas consideran que la agricultura del autoabasto, la milpa, es signo de atraso, es la forma más eficaz con la que los campesinos indígenas han logrado mantenerse a lo largo de décadas; han sobrevivido a las crisis económicas aun frente a programas de gobiernos estatales y federales que buscan eliminar el cultivo del maíz. Alejar a la gente de sus tierras es el medio más eficaz para terminar con esa autonomía. Las mujeres artesanas quieren vivir de su trabajo, no quieren dinero regalado, necesitan puntos de venta y eso les produciría una beneficio mayor que el de los programas asistencialistas.
Identidad indígena: Cuando las mujeres hacen artesanías y reproducen las habilidades que aprendieron de sus madres y abuelas, están reproduciendo su cultura, se enorgullecen de su identidad; lo mismo sucede cuando hombres y mujeres hacen producir la tierra y obtienen el sustento para sus familias. Ese orgullo por su cultura se siente ofendido cuando observan programas de gobierno que buscan acabar con sus tradiciones y costumbres, de ahí la indignación al ver lo mucho que se ignora de ellos.
PALABRAS FINALES
Las reacciones de las mujeres indígenas que pudieron conocer el proyecto de las Ciudades Rurales Sustentables permiten ver con claridad que los programas asistencialistas provocan una pérdida de contacto con la Madre Tierra y con ello de la armonía y el equilibrio; que la naturaleza de sus culturas les confiere seguridad, certidumbre y confianza, mientras que alejarse de su vida sencilla les transmite temor e incertidumbre. Por lo que se puede asegurar que su visión del buen vivir es lo que practican en sus culturas.
La falta de respeto que perciben cuando se demuestra un desconocimiento de las culturas de los pueblos originarios, y en particular de la vida de las mujeres, las ofende, por el desprecio que perciben ante esta ignorancia. Para quien tiene dignidad, esos sentimientos de minimización provocan pérdida de armonía, porque «su corazón se pone triste». Pero se alegra cuando se sienten respetadas y aceptadas por su propia gente y por otras sociedades.
Con estos elementos se aprecia que las mujeres indígenas, aun cuando participan escasamente en los asuntos públicos, están plenamente conscientes de su cultura y del buen vivir que esta les proporciona. No lo llaman de esta forma, pero los elementos los tienen claramente asimilados porque son parte esencial de esas culturas. Aunque esta afirmación no se puede generalizar para todas las mujeres, indígenas o no.
Este ejemplo explica la alarma de tantos pueblos originarios de América ante la expansión del llamado desarrollo, incluso el llamado «desarrollo sustentable». La amenaza que se expande por todo el planeta con la etapa del capitalismo del despojo o «acumulación por desposesión» (Harvey 2004) ha sido, de alguna manera, el detonador de las reflexiones comunes y la postura franca y abierta del buen vivir manifestada en las Conferencias de Pueblos Originarios de América. La racionalidad capitalista, con su pretensión de universalidad, avanza implacable sin diálogo con los pueblos afectados, pues según esta lógica, no hay otra posibilidad de existencia, como afirma Boaventura de Sousa Santos (2000). Pero es claro que si este tipo de «desarrollo» niega y elimina los elementos de vida y armonía de las culturas de los pueblos originarios, hay suficientes fundamentos para afirmar que ese no es el camino para todos. De ahí el rechazo rotundo por parte de los pueblos originarios y su propuesta del buen vivir para salvar a la humanidad.
El diálogo abierto a la diversidad cultural es una herramienta necesaria para la construcción de sociedades sustentables, afirma Enrique Leff (2002) y para el buen vivir, agregaríamos. Leff propone que en lugar de esa racionalidad económica (del crecimiento ilimitado y del cálculo costo-beneficio), se vire hacia una racionalidad ambiental, la cual coincide con la propuesta del buen vivir en el sentido de que no solo se incluye la diversidad cultural, sino también la de todos los seres de la naturaleza y un diálogo de saberes en la construcción de un futuro sustentable.
Los pueblos originarios de América convocan a un diálogo amplio y diverso que enlace distintos discursos, significaciones, interpretaciones, modelos culturales, que en sus relaciones complementarias y antagónicas generen un nuevo tejido discursivo social: ellos proponen llamarle buen vivir, pero esta no es la única propuesta alternativa al desarrollo capitalista: los Foros Sociales Mundiales realizados en este siglo en América Latina y en otras partes del globo han lanzado el reto ¡Otro mundo es posible! Son múltiples las formas de hacerlo posible. El buen vivir está presente dentro de una discusión plenamente actual.