INTRODUCCIÓN1
Un 21 de diciembre de 2012, cuando comenzaba el nuevo b’ak’tun de la cuenta larga del calendario maya (o sea, un nuevo ciclo del tiempo y no el «fin del mundo» que algunos anticipaban), más de 40 000 zapatistas con pasamontañas ingresaron en marcha silenciosa a las cinco ciudades de Chiapas que habían tomado aquel día primero de enero de 1994. La selección de la fecha fue un ejemplo del uso estratégico de la identidad indígena. Los medios masivos comerciales y la clase política nuevamente se asombraron, al constatar que aquel movimiento que desconocieran en vísperas de 1994 todavía existía, o más bien se había vuelto a presentar ante sus ojos de una forma imposible de seguir negando. De hecho, durante el más reciente «silencio» definido por la ausencia durante unos años de comunicados irónicos (e icónicos) del Subcomandante Insurgente Marcos, había un flujo constante de mensajes y denuncias emitidos por las Juntas de Buen Gobierno (JBG) que conforman la estructura de autoridad de las comunidades bases de apoyo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (BAEZLN); pero al no ser escuchados por oídos externos, el espacio se definía como silencio. Luego los zapatistas aclararon, en un conciso comunicado, cómo escuchar el sonido del silencio.2
Aquí se propone reflexionar sobre ese zapatismo menos visible, la identidad colectiva que se va forjando en la cotidianidad de las comunidades autónomas, procesos no necesariamente apreciados desde una óptica muy exterior. Se exponen tres argumentos: 1. La persistencia del movimiento zapatista, a 20 años de su aparición pública y a pesar de tantos pronósticos y declaraciones de su supuesta desaparición, se debe en gran parte a la construcción de una nueva subjetividad que se manifiesta como una identidad colectiva entre los participantes en resistencia contra el modelo hegemónico. 3 Esa identidad a su vez se caracteriza más por un proceso de construcción, en las prácticas de relaciones sociales y formas de hacer política en los territorios autónomos, que por un perfil fijo. 3. En ese sentido, la autonomía zapatista es un ejemplo de «contrapoder», que puede ser relevante para los demás movimientos sociales antisistémicos de América Latina, sobre todo en el contexto actual del siglo XXI, donde estos se encuentran ante la incertidumbre de cómo relacionarse con Estados ya gobernados en muchos casos por la izquierda electoral. Esta reflexión es principalmente de orden teórico, pero se nutre de un trabajo de campo realizado (con la anuencia de las autoridades autónomas) en el periodo 2005-2006 en los cuatro municipios autónomos rebeldes zapatistas (MAREZ) correspondientes al Caracol de La Garrucha (Stahler-Sholk, 2011).
SUBJETIVIDAD E IDENTIDAD COLECTIVA EN LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
Las luchas antisistémicas en esta época de globalización necesariamente asumen una forma muy distinta a la de las fuerzas revolucionarias de antaño, dirigidas a tomar por asalto el poder del Estado. De acuerdo con la formulación de Hardt y Negri (2003), si bien el Estado-nación sigue cumpliendo una función importante de regulación en las esferas económicas, políticas y culturales, el sistema global se caracteriza como imperio, entendido como un nuevo tipo de soberanía móvil y flexible que sobrepasa los límites fronterizos. Dado que el Estado-nación cede su rol de soberano, en esta transición a la fase de imperio el espacio nacional, y hasta el imaginario de la nación, comienzan a perder su definición. En este nuevo contexto histórico, Hardt y Negri identifican tres elementos de lo que llaman el contrapoder: resistencia, insurrección y poder constituyente, expresado este último como «la invención en común de una nueva constitución social y política, pasando juntos por un sinnúmero de circuitos micropolíticos» (Hardt y Negri, 2003:119). Las nuevas teorías de rebelión y resistencia en la era de la globalización se enfocan en los agentes del cambio que en el mismo proceso de lucha engendran nuevas narrativas de empoderamiento, espacios alternativos al Estado que surgen en las propias grietas del capitalismo global (Holloway, 2011). La opción frente al patrón actual de globalización, según Holloway, es dejar de hacer el capitalismo para crear otro modelo en nuestra vida cotidiana.
Los movimientos sociales en América Latina (y más allá) en la época neoliberal y posneoliberal no solo desafían a las estructuras de poder, sino que a la vez buscan construir y ejercer otras modalidades de relaciones sociales y nuevas subjetividades, basadas en la dignidad y la solidaridad humana. Se trata de redefinir «lo político» para liberar su significado de los viejos esquemas de «la política» -es decir, del estrecho ámbito liberal-representativo hegemonizado por las élites-, y de ese modo visibilizar y legitimar otras prácticas de relaciones sociales (Motta, 2009:36-38), es decir, de «democratizar la democracia» (Santos 2004). Son proyectos de acción directa y a la vez de replanteamiento conceptual y epistemológico, ya que cuestionan la invisibilización de sujetos y relaciones sociales subalternas y, por ende, redefinen la esfera pública con nuevas prácticas que generan un «contrapúblico» (Fraser, 1997).
Desde hace tiempo se ha reconocido la importancia del elemento subjetivo y de la identidad colectiva para la emergencia y cohesión de los movimientos sociales (Polletta y Jasper, 2001). Específicamente en el contexto de los movimientos de alterglobalización, la identidad colectiva se entiende no solamente como producto, y tampoco se visualiza desde la óptica del impacto en un individuo que se motive a incorporarse, sino también como el mismo proceso colectivo de construcción de una realidad alternativa, dentro de la cual la diversidad y la fluidez de la identidad se convierten en bases para la solidaridad (Fominaya, 2010). La idea de ese proceso de construcción de una identidad colectiva en constante estado de flujo se capta en los conceptos zapatistas de «caminar preguntando» y de «un mundo en donde quepan todos los mundos». Al enfocarse en el proceso, negándose a aceptar una separación entre medios y fines, muchos movimientos de alterglobalización (incluido el zapatismo) efectivamente están poniendo en práctica la exhortación de Gandhi de «ser el cambio que uno quisiera ver en el mundo». En otro contexto de movimientos sociales de la «nueva izquierda» de los años setenta, Breines (1980) inventó la frase «política prefigurativa» para referirse a la tarea de vivir, en la práctica, dentro del movimiento aquellas relaciones sociales y formas políticas que encarnaban o «prefiguraban» la sociedad deseada. Breines especificaba elementos característicos de esa prefiguración tales como una política antijerárquica, la democracia participativa y valores comunitarios (Breines, 1980:421). La constelación de movimientos de alterglobalización se caracterizan en el presente por su compromiso con la política prefigurativa (Maeckelbergh, 2011). Muchos de ellos, incorporando influencias anarquistas, ponen énfasis en estrategias de formación de redes de movimientos, en su dedicación al principio de la horizontalidad, reflejado en prácticas como asambleas, consultas, toma de decisiones por consenso y rotación de tareas (Sitrin, 2005).
No es casualidad que los movimientos de alterglobalización hayan adoptado esa postura de ir adoptando, desde abajo y desde la sociedad, prácticas alternativas. El capitalismo neoliberal ha intentado acorralar y estructurar espacios desde arriba, con la lógica universal y homogenizadora del mercado global, a través de procesos que David Harvey (2004) ha denominado «acumulación por desposesión». Lefebvre (2009) detalla las formas en que el capitalismo moderno define espacios políticos, sociales y nacionales (por cierto, con características homogéneas, jerárquicas y fragmentadas), así como la necesidad, por otro lado, de inventar nuevos espacios de diferencia, ejerciendo el «derecho al espacio» a través de prácticas de autogestión. En eso está el zapatismo, movimiento que se hizo público precisamente el mismo día en que se hizo el lanzamiento del Tratado de Libre Comercio, acuerdo comercial emblemático de un modelo que amenazó con la desposesión espacial y a la vez identitaria de campesinos (con la contrarreforma agraria iniciada por la modificación del Artículo 27 constitucional), de comunidades indígenas y hasta de ciudadanos del Estado-nación obligados por los efectos devastadores del mercado global a migrar hacia el Norte.
Entonces, en los intersticios de ese espacio configurado por el capitalismo global se encuentran alternativas definidas por sus acciones, por ejemplo, los espacios autónomos zapatistas, donde se construyen en las prácticas cotidianas de resistencia las identidades, creencias, valores y normas alternativas, que pueden juntarse en una articulación contra el poder de la globalización neoliberal (Featherstone, 2008; Adamovsky et al., 2011). Zibechi (2008) plantea que sobre el proyecto zapatista de autonomía se están creando otros espacios sociales:
El control del territorio es la base primera sobre la que se construye la autonomía. Pero la autonomía no consiste en una declaración ni representa un objetivo ideológico. La autonomía está vinculada con la diferencia […]. En estos territorios controlados por los zapatistas comenzó a registrarse un proceso autonómico. Y resulta necesario enfatizar el aspecto de «proceso», ya que la autonomía no puede ser fruto de «un acto único» sino que requiere «un lapso relativamente prolongado, cuya duración no es posible determinar de antemano». Esto es así porque la autonomía no es una concesión de una de las partes (el Estado), sino una conquista del sector social que necesita proteger y potenciar su diferencia para poder seguir existiendo como pueblo (Zibechi, 2008:137).
La idea de ocupar y reconfigurar espacios como forma de lucha altermundista no es exclusiva del zapatismo. El levantamiento zapatista de 1994 fue una de las inspiraciones de la emblemática «Batalla de Seattle» en ocasión de la reunión ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 1999, protesta que ensayó nuevas formas de enfrentar un modelo de globalización que aparentemente rebasaba la vieja espacialización de los territorios nacionales. Asimismo, en el marco de la crisis económica global del 2008, el movimiento de los Ocupa que estalló primero en el lugar simbólico de Wall Street plantea la idea de ocupar espacios para ejercer prácticas horizontales y democráticas (ya sean territoriales, como el Parque Zuccotti en el distrito financiero de Nueva York, o bien simbólicos, como las operaciones de socorro después del huracán Sandy, o los embargos por deudas hipotecarias). De acuerdo con una interpretación reciente de los Ocupa, se trata de dos conceptos opuestos del espacio público, uno «soberanista», en donde el Estado monopoliza su estructuración y uso, y el otro de corte popular, de un espacio «para encontrarse como ciudadanos en vez de consumidores o clientes. El espacio público es un lugar donde los individuos pueden unirse para superar el efecto desempoderador del aislamiento» (Kohn, 2013:107).
Para concluir este apartado teórico, cabe notar que el desafío representado por los movimientos antisistémicos como el zapatismo se inscribe en el marco de la poscolonialidad. La autonomía zapatista es un proyecto descolonizador en el sentido de que desestabiliza el concepto de la soberanía del Estado. En los espacios autónomos, los zapatistas no están pidiendo al poder oficialmente constituido que cambie, sino que están ejerciendo el poder por medio de una autonomía de facto, creando una red de prácticas y una organización social que obvia el poder soberano del Estado y refuerza una concepción diferente del poder (Stahler-Sholk, 2010; Reyes y Kaufman, 2011:512-516). El concepto de marginación, por ejemplo, de las comunidades indígenas del sureste mexicano, implica una relación espacial entre los márgenes y un centro que es el punto de referencia (Cerda, 2012). Por otro lado, el acto de visibilizar las luchas populares en la vida cotidiana de las comunidades implica un desplazamiento del eje de nuestra perspectiva (decentering). En ese sentido, los investigadores académicos y los grupos que acompañan cualquier proceso de cambio social necesariamente asumen un posicionamiento con respecto a esos procesos (Speed, 2008:1-14). Los que cuestionan y explicitan las relaciones de poder Norte/Sur, Estado/comunidad, investigador(a)/«objeto» de investigación, están reconociendo el derecho a la autonomía que forma parte de un proyecto descolonizador (Mora 2008, Leyva et al. 2008, Santos 2010). El cuestionamiento a los paradigmas positivistas de la «objetividad» y de la metodología única para estudiar la realidad desde una mirada distanciada, abre espacio a la posibilidad de considerar «otros saberes» desde la óptica y la experiencia de los pueblos indígenas (Hale y Stephen, 2013). Es en ese espíritu que podemos escuchar los «silencios» zapatistas, que en realidad son los procesos y prácticas que van formando y constantemente transformando su identidad colectiva como movimiento.
La propuesta teórica del presente trabajo es examinar cómo las prácticas cotidianas de un movimiento, en este caso el zapatismo, pueden ir consolidando una nueva subjetividad que se convierta en contrapoder, en oposición al sistema dominante. Mediante una metodología mixta que combina la observación directa (interacción vía asambleas y visitas a comunidades bases de apoyo zapatistas) en los cuatro municipios autónomos del Caracol de La Garrucha en 2005-2006, complementada con lectura de otras investigaciones de campo, se propone identificar las prácticas y relaciones que corresponden a los elementos de contrapoder de acuerdo con Hardt y Negri (2003): resistencia, insurrección y poder constituyente.
LOS SILENCIOS ZAPATISTAS
Los «silencios» zapatistas, comenzando con los diez años de organización clandestina anterior al levantamiento de 1994, se pueden interpretar por un lado como la estampa de la diferencia indígena, de la subalternidad impuesta desde la época de la conquista, y por otro lado como un espacio para sentir la experiencia de comunidad y organizar la resistencia, es decir, una oscilación entre la particularidad y la universalidad (Saldaña-Portillo, 2002:300-307). La identidad política colectiva del zapatismo tiene antecedentes evidentemente previos al levantamiento de 1994. Una serie de cambios en las estructuras económicas y sociales que afectaban a las comunidades indígenas a partir de los años cincuenta desencadenaron un flujo migratorio de los Altos y otras regiones de Chiapas hacia la Selva. Los migrantes internos, inconformes con las limitaciones de acceso a tierra y las estructuras sociopolíticas caciquiles en los Altos, manifestaban sus diferencias con la estructura político-religiosa de control local y en algunos casos fueron expulsados de sus comunidades, en otros casos migraron por su cuenta. El Estado toleró el establecimiento de asentamientos en las Cañadas de la Selva Lacandona como válvula de escape para las presiones agrarias. En esos espacios de migrantes desarraigados y diversos, en un medio caracterizado por la escasa presencia efectiva del Estado, surgieron por la misma necesidad de supervivencia nuevas formas de cooperación y hasta cierto punto de autogobierno, con base en un sentido de identidad colectiva:
El «comon» se basaba en los sentimientos de pertenencia a una comunidad política solidaria y consensual, en consensos alcanzados a través de las asambleas comunales, regionales y generales de la Unión de Uniones. En la vida diaria, los colonos de la Selva, antes de 1994, utilizaban la palabra «comon», primero, para evocar la voz colectiva creada en las asambleas (Leyva Solano, 2002:60).
Habían varias iniciativas de organización indígena-campesina en las Cañadas independientes del hegemónico partido PRI, entre ellas la mencionada Unión de Uniones, otros organizadores políticos maoístas y de otras tendencias, los catequistas de la diócesis de San Cristóbal adherentes a la teología de la liberación, y un núcleo guerrillero llamado las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN). Esas organizaciones se cruzaban, se escindían, se fusionaban, en una historia regional de los años setenta a los noventa ya documentada aunque todavía disputada en algunos aspectos (Harvey 2000).
En la corriente que llegaría a constituirse en el EZLN, el intercambio y el acercamiento entre los cuadros político-militares de las FLN y las comunidades indígenas terminaron modificando la visión de las dos partes. De acuerdo con entrevistas realizadas en las Cañadas, lo que dio forma al EZLN en ese periodo «silencioso» de unos diez años anteriores al levantamiento fue una combinación de factores estructurales (el impacto de las políticas neoliberales), coyunturales (la decisión de otras organizaciones de limitar sus reivindicaciones o dejarse cooptar), pero también una nueva identidad colectiva que se iba gestando (Stahler-Sholk, 2011:417-420). Un estudio de ese lapso da cuenta de la cambiante relación entre los cuadros de las FLN y la «subvanguardia indígena» que iba desarrollando confianza y definición propia:
En el proceso de constitución del sujeto político étnico se observan los mismos elementos causantes de la acción colectiva, aunque la asociación entre la tierra y la identidad y, sobre todo, la amenaza a esta identidad, más que la cuestión ideológica, fue definitoria. En la lucha, los indígenas se empoderaron, se politizaron y reclamaron un nuevo tipo de relación con el Estado que no pasara por el sometimiento o la cooptación […]. Con el ingreso de un número de indígenas que superaron por mucho a los cuadros mestizos, el EZLN caminó por otros derroteros y terminó por rebasar y minar a las FLN (Cedillo-Cedillo, 2012:29).
Las comunidades bases de apoyo en enero de 1994 ya llevaban una década de pertenecer a una estructura organizativa clandestina. Posteriormente, en otros momentos de la lucha zapatista, ya fuera de silencio o de «silencio ruidoso», esa experiencia compartida iba evolucionando para desarrollar y modificar la identidad colectiva. Cuando el Estado quiso cercar militarmente y circunscribir territorialmente el movimiento en diciembre de 1994, los zapatistas declararon 38 Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas (MAREZ), incluso fuera del límite territorial trazado, revelando de ese modo que ya habían reorganizado el espacio en las narices de la ocupación militar. Asimismo, rompieron otros tipos de cercos con la «Marcha Color de la Tierra» en 2001, para evidenciar a nivel nacional la lucha por el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés, la conformación de otro nivel de autogobierno representado por los Caracoles en agosto de 2013, la Otra Campaña en 2005-2006, la marcha del 21 de diciembre de 2012, y la Escuelita Zapatista con su primera sesión en agosto de 2013. Podemos identificar cada uno de esos momentos, comenzando con el levantamiento del 1 de enero de 1994, como ejemplos de insurrección que forman parte de la definición del contrapoder. Pero la identidad que sostiene el movimiento es lo que se ha forjado dentro de las comunidades, en el proceso de construcción de la autonomía (Stahler-Sholk, 2010).
LA AUTONOMÍA COMO PROCESO
Un aspecto de la identidad del zapatismo es la insistencia en reivindicar simultáneamente los derechos como indígenas, campesinos y ciudadanos mexicanos, o sea, una identidad múltiple e incluyente. Comenzando por la primera de esas dimensiones, ser indígena, puede tener diferentes significados, entre ellos el «indigenismo» histórico mexicano definido por una relación clientelar con el Estado y específicamente manejado por el aparato del PRI; y el «multiculturalismo» de la época neoliberal, que consiste en una especie de pluralismo manejado y permitido (Hale, 2002). Los zapatistas en cambio insisten en una «autonomía verdadera», que como anota Harvey (2007, 2008), no tiene que ver con «la política» en el sentido de la participación en las instituciones del Estado, sino más bien con «lo político» en el sentido de un espacio de resistencia. Es notorio que la negociación sobre la implementación de los Acuerdos de San Andrés de 1996 colapsó cuando el gobierno insistió en reemplazar el concepto de «sujetos de derecho público» por la frase «entidades de interés público». La experiencia vivencial en las comunidades, por ejemplo con los largos y generalmente infructuosos procesos de peticiones de repartición de tierra en las Cañadas, los enseñó a desconfiarse de los interlocutores autorizados desde arriba por el Estado, y también de las «despensas» distribuidas por medio de agencias y programas gubernamentales en momentos oportunos para aplacar el descontento.
En vez de dejar que otros definan qué y quién representa de forma «auténtica» lo indígena, los zapatistas -sobre todo en las Cañadas, donde las «tradiciones» eran en muchos casos innovaciones y adaptaciones de los colonos de data reciente, incluso a veces de herencias étnicas diversas- insisten en definirse a sí mismos, y en delinear sus prioridades y acciones en procesos de asamblea para buscar el consenso de la comunidad real y actual. Ya que muchos de los fundadores del movimiento fueron autoexiliados de cierta forma, al huir de las «tradiciones» adaptadas para el control político moderno (Rus 1998), no tuvieron más remedio que innovar.
Los cambios en las relaciones de género, por ejemplo, aunque incipientes y no exentos de contradicciones y obstáculos, representan un esfuerzo deliberado de modificar las tradiciones que no servían (Speed et al., 2006; Klein, 2015). Padierna Jiménez (2012:265) analiza la forma en que:
[…]la participación de las mujeres en distintos espacios sociales reservados tradicionalmente a los varones […] permite la inclusión de las mujeres en el centro de las decisiones comunitarias, y […] obliga a la modificación de la gramática comunitaria, facilitando con ello que las mujeres tengan acceso a los saberes apreciados y a cargos cada vez más importantes dentro de la estructura organizativa del EZLN.
La Ley Revolucionaria de las Mujeres, publicada en 1994, marcó la pauta, pero lo importante es la forma en que los cambios en las relaciones de género comienzan a reflejarse en las prácticas cotidianas en las comunidades. A finales de 2007, en el primer Encuentro de las Mujeres Zapatistas con las Mujeres del Mundo, realizado en el Caracol de La Garrucha, ese proceso de cambio fue expuesto al mundo. Pero la reunión también representó un espacio de socialización interna de las normas de equidad de género entre mujeres (y hombres) de todos los territorios zapatistas, y entre las diferentes generaciones reunidas en La Garrucha.
REINVENTANDO LA IDENTIDAD INDÍGENA
Al resistir las definiciones esencialistas de una identidad indígena ancestral congelada en el museo del tiempo, el zapatismo reivindica el derecho de las comunidades indígenas contemporáneas a definir sus prácticas, sus prioridades, y su relación con la tierra y con los recursos naturales. Para ilustrar esa concepción dinámica de la identidad indígena me permito citar como ejemplo una conversación que sostuve con un joven zapatista que se estaba desempeñando como guía y también como aprendiz del arqueólogo responsable de la conservación del sitio maya de Toniná, cerca de Ocosingo y colindante con una comunidad zapatista. Me explicó varios detalles de la pirámide y de la historia de sus habitantes originarios; señalaba que algunas secciones de las edificaciones que eran reconstrucciones modernas al estilo antiguo. Al preguntarle sobre una pieza específica si era de la obra maya, el joven respondió con una sonrisa orgullosa: «Sí. Es de la época tseltal [su etnia]. Lo hice yo».
Un componente importante de la reconfiguración del espacio en los territorios zapatistas fue la constitución progresiva de estructuras propias de autogobierno. En los nuevos espacios, las comunidades indígenas definen sus gobiernos y sus formas de elegirlos, sin intermediación de los partidos políticos y demás instancias de la clase política nacional. Las elecciones se realizan en asambleas participativas, y los cargos son rotativos y sin sueldo, lo cual implica una desprofesionalización del ámbito de lo político. De hecho, tanto las autoridades zapatistas (a nivel de comunidad, municipio autónomo y las Juntas de Buen Gobierno correspondientes a los cinco caracoles zapatistas) como los promotores de educación y salud asumen sus cargos de forma voluntaria, aunque sus gastos de transporte, así como, a veces, las tareas en sus milpas son asumidas por acuerdo de sus respectivas comunidades. De ahí que todo el colectivo se sienta implicado en esa nueva esfera pública, que sirve como una escuela cívica y un espacio de empoderamiento de la sociedad civil (González, 2009).
Entre los mecanismos para evitar que los espacios de autogestión se conviertan en nuevas relaciones jerárquicas se practican las «tres erres»: rotación frecuente de cargos, rendición de cuentas para asegurar la transparencia, y revocabilidad de la autoridad. Por ejemplo, cada tres años las comunidades eligen por asamblea al grupo de personas disponibles para servir en las Juntas de Buen Gobierno (JBG), las cuales prestan servicio por periodos que pueden variar entre diez días y un mes, dependiendo del Caracol, con representación de todos los municipios autónomos en cada turno, para luego rendir cuentas al que lo releva y regresar a sus milpas y sus comunidades. Cada JBG cuenta con una Comisión de Vigilancia, compuesta por bases de apoyo, que tiene entre sus funciones la de informar a las comunidades y asegurar el buen desempeño de las labores de la Junta.4 En su estudio sobre el Caracol de Morelia, Mora Bayo (2008:156-158) ofrece ejemplos que demuestran que las JBG en vez de dar órdenes desde arriba a las comunidades, más bien canalizan las decisiones hacia las asambleas a nivel local.
Al empoderarse en esos espacios de autoridad, las comunidades no se definen de forma excluyente, ni plantean un modelo de autarquía. Pero los que forman parte de la comunidad y aceptan las normas definidas colectivamente, sí reivindican su derecho a definir sus relaciones con los externos. Un ejemplo del proceso de ganar experiencia en esas negociaciones de identidad y de poder es la relación con la investigación académica. El concepto zapatista de autonomía visualiza la producción del conocimiento como un proceso participativo, en donde las comunidades indígenas no se reducen a objetos de estudio dentro de los marcos teóricos, temáticos y metodológicos de los académicos externos. El trabajo de Mariana Mora (2008, 2011) realizado en el Caracol de Morelia da testimonio del proceso de construcción de esa nueva relación descolonial. Asimismo, ha evolucionado la actitud de las autoridades zapatistas hacia los indígenas no zapatistas, producto de un proceso de aprendizaje sobre la marcha, ya que en los primeros años después de 1994 las autoridades zapatistas generalmente nombraban a los no zapatistas que los acosaban como «priístas» o «paramilitares» (imputaciones que eran en algunos casos acertadas, pero no en todos). Posteriormente comenzaría a utilizarse la referencia a los no zapatistas como «partidistas», o a veces con frases como «nuestros hermanos indígenas perdidos». La percepción de las comunidades indígenas como una identidad contestada concuerda con la realidad de un territorio poroso, de filiaciones mixtas y cambiantes, donde las autoridades zapatistas habían ganado cierto espacio de legitimidad pero no necesariamente controlaban un territorio contiguo en el mismo sentido de un Estado soberano. Como recordatorio de esto, el Estado ha mantenido una nutrida presencia militar dentro de las zonas de mayor presencia zapatista, junto con actividades características de una «guerra de baja intensidad» (que también se ha denominado «guerra integral de desgaste»), encaminadas a cooptar y dividir.
Un indicador de la legitimad de la autoridad zapatista que vi en los cuatro municipios autónomos del Caracol de La Garrucha era el grado de aceptación del sistema de justicia zapatista, incluso por no zapatistas que recurrieron a la JBG para resolver conflictos.5 Eso aparentemente se debe a las prácticas zapatistas de oír casos en forma objetiva, sin exigir paga, en los idiomas indígenas, y de impartir justicia con sentido de reparación (con sentencias de labor comunitaria) en lugar de encarcelamiento. De acuerdo con un estudio en la zona Selva Tseltal (Fernández, 2014), tanto el proceso de elección de autoridades judiciales como los mismos procesos jurídicos se han caracterizado por una horizontalidad y grado de participación que han contribuido a ganar un espacio de legitimidad. Por cierto, sus prácticas a veces entraban en conflicto con las normas liberales de justicia y de derechos individuales, discrepancia que el gobierno oficial no dudó en usar con fines políticos represivos. Sin embargo, el estudio de Shannon Speed (2008:76-82, 109-113, 167-173) demuestra que ese ejercicio del derecho a la autodeterminación fortaleció la construcción de un espacio de resistencia, y también alentó a algunas comunidades a «recuperar» su identidad como indígenas.
Esa nueva concepción de ser tanto indígena como mexicano, o de «ciudadanía pluriétnica» (Harvey, 2007), es un replanteamiento del pacto ciudadano:
Al reivindicarse como «indígenas mexicanos» los zapatistas no proponen dejar de relacionarse con el Estado mexicano, sino más bien, que esta relación adquiera un carácter distinto, esto es, que se reconozca su capacidad y derecho de autogobernarse […]. La actual conformación de municipios y Caracoles autónomos se vuelve especialmente contundente al ser implementados de facto. Se trata de un nuevo giro de la noción de ciudadanía al conceptualizarla como proceso histórico que se conforma a través de prácticas que construyen visiones alternativas en relación a cuestiones fundamentales para el actual debate en torno a los derechos indígenas, como son el autogobierno y el territorio (Cerda, 2011:159).
La recuperación del significado de ser indígena, en un Estado-nación que no reconoció oficialmente su carácter pluricultural hasta 1992 (con la modificación del Artículo 4 constitucional) , tuvo varias dimensiones. El movimiento zapatista fue el principal impulsor de la creación de un Congreso Nacional Indígena (CNI); aunque la coordinación no hegemonizada por el zapatismo sí compartía muchos aspectos de su visión de la autonomía y los derechos indígenas dentro de la diversidad. Cuando el Estado se negó a aceptar la interpretación amplia de derechos indígenas contemplados en los Acuerdos de San Andrés, firmados en 1996, los zapatistas procedieron a instaurar sus derechos con la conformación de los cinco Caracoles, en agosto de 2003, apoyados, por un lado, en el Artículo 39 constitucional que reconoce el carácter esencialmente popular de la soberanía, y por otro lado en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que reconoce a nivel internacional el derecho de autodeterminación de los pueblos originarios en sus territorios. Por cierto, el haber recurrido al discurso de los derechos humanos universales y al Convenio 169 de la OIT se puede ver como uso estratégico de la indigenidad, lo cual no le resta validez, sino que refleja una capacidad autónoma [agency] para definirse a sí mismos.
Aparte de la relación con el Estado, otra dimensión de la identidad de las comunidades bases de apoyo zapatista tiene que ver con las ONG, los colectivos solidarios y, en fin, con las «redes neozapatistas» (Leyva, 1999) que constituyen las alianzas del movimiento zapatista ampliado. Desde el primer momento del levantamiento de 1994, la movilización de la sociedad civil fue un instrumento eficaz para frenar la respuesta militar del Estado, aun cuando las causas de la rebelión todavía no eran ampliamente conocidas. El zapatismo rechazó el modelo vanguardista de la vieja izquierda, y más bien instó a diversos sectores y grupos a organizarse a su modo: desde «abajo y a la izquierda». El EZLN planteó una serie de iniciativas y encuentros para apoyar la construcción de espacios organizativos, con resultados mixtos, mientras siguieron su propio camino de desarrollar la autonomía en sus comunidades. Llegaron propuestas y proyectos solidarios a los territorios zapatistas, con ritmos bastante variables de recursos, entusiasmo y consistencia, y se produjeron los desencuentros y trabas quizás inevitables en vista de las diferencias culturales, los factores impredecibles de la coyuntura, las diversas agendas ideológicas e institucionales de los de fuera, los protagonismos y comportamientos oportunistas, y también las desigualdades de poder en donde la descolonización era todavía un trabajo en proceso (Barmeyer, 2009). La interacción con el «zapatismo ampliado» en la sociedad civil forma parte del proceso dinámico de la reinvención continua de la identidad (Diez, 2011). La creación en 2003 de los cinco Caracoles zapatistas iba apuntado entre otras cosas a reforzar la autoridad de las mismas comunidades y establecer instancias de coordinación en donde las propuestas de proyectos solidarios serían revisadas y modificadas por representantes de todos los municipios autónomos del Caracol afectado, con el fin de evitar desigualdades y de volver a centrar la determinación de prioridades en las mismas comunidades indígenas. El avance en la construcción de instancias de autogobierno, comenzando con las comunidades que se levantaron en enero de 1994 y procediendo a la construcción de municipios autónomos y luego Caracoles, así como la renegociación de relaciones con las ONG y la reivindicación de derechos indígenas en los ámbitos nacionales e internacionales, son ejemplos del poder constituyente que se construye sobre la marcha.
TIERRA Y PRODUCCIÓN
La condición de ser indígenas se entrelaza con la de ser campesinos, con el orgullo de subsistir en relativa autosuficiencia con la tierra (aunque por definición, también con cierta precariedad en su relación con la tierra y con el mercado). Para las comunidades zapatistas, la tierra representa un elemento imprescindible para la producción, pero a la vez significa territorio en el sentido de la autogestión del espacio, así como el terruño que es el repositorio de la memoria colectiva y el hábitat de la comunidad (Aubry, 2007), lo cual es reconocido por el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo como derecho de los pueblos indígenas.
La «recuperación» de tierras a raíz del levantamiento abrió otros espacios alternativos (territoriales y sociales). La creación de «nuevos poblados» (o «nuevos centros de población») en las tierras tomadas generó la posibilidad de crear un sentido de comunidad entre pobladores sin tierra o desplazados. Al realizarse de ese modo una nueva reforma agraria de facto (después de la contrarreforma oficial, anunciada con la modificación a partir de 1992 del Artículo 27 constitucional), se establecieron en efecto nuevos fondos colectivos de inversión, ya que en la repartición zapatista de tierras siempre se designaba un terreno como «colectivo general», con asignación rotativa de tareas de producción, cuyas ganancias se destinaban a fines colectivos decididos de forma consensuada por la comunidad. A diferencia de los mecanismos de toma de decisión en los ejidos, que en muchos casos se dividieron entre familias zapatistas y no zapatistas, en los nuevos poblados la norma era que la participación plena en la comunidad (definida como zapatista) era requisito para quedarse con la tierra, ya que la lucha por la toma y defensa de los terrenos recuperados era un proyecto específicamente zapatista.
La reforma agraria de facto, otro acto de insurrección frente a la legalidad e institucionalidad del Estado, sentó las bases para resistir los embates del capitalismo neoliberal con sus efectos desarticuladores contra la economía campesina, por medio de prácticas de autosuficiencia y de reproducción de la vida comunitaria no totalmente vulnerable a la lógica del mercado. En ese sentido son prácticas prefigurativas (Breines, 1980; Maeckelbergh, 2011), que implantan otra realidad sin esperar un cambio en las políticas nacionales. Los zapatistas están buscando lo que Holloway (2011) llama las grietas del capitalismo, ejerciendo otras formas de producción y de relaciones sociales para no ir reproduciendo el capitalismo con sus acciones.
Más allá de lo estrictamente material, se puede argumentar que las dinámicas de cooperación y las prácticas participativas de toma de decisiones en territorios zapatistas han ido consolidando una economía moral específica (Gebara, 2012).
En las palabras de un formador de educación del Caracol de Roberto Barrios:
Los que hicieron los gobiernos autónomos de nuestra zona con la tierra recuperada es que pudieron entender que no debe seguir la propiedad privada de la tierra, ya entendieron por qué no se le va a dar una parte a cada compa […] Hay que entender las ventajas de que la tierra sea comunal, porque cuando uno es propietario de la tierra no hay lugar para todos, por ejemplo, cuando cada quien tiene su parcela está esa costumbre de que el ejidatario hereda a su hijo menor, algo así, y si tiene más hijos quedan afuera […] Los que estamos luchando tenemos que pensar cómo hacer para que todos tengamos la posibilidad de disfrutar las tierras, sean tierras ejidales o tierras recuperadas, porque hablamos de que en esta lucha no debe haber exclusión (Escuelita Zapatista, 2013:74).
Por supuesto que el Estado no dejó de intentar dividir esas comunidades, prometiendo titulación de la propiedad, por ejemplo, a campesinos no zapatistas en caso de que lograran desalojar a aquellos. Pero esa misma amenaza de «regularización» de la tenencia de la tierra por parte del Estado, y el rechazo zapatista al reconocimiento de la autoridad legal de un gobierno que ellos consideraban ilegítimo, reforzó la identidad colectiva de los nuevos asentados. Entre los no zapatistas, aunque muchos se beneficiaron indirectamente en términos de acceso a tierras y recursos gracias a la brecha abierta por la insurrección zapatista, quedaba siempre la opción de beneficiarse otra vez al convertirse en los «indígenas buenos» y aceptar las disposiciones del Estado para la resolución de los conflictos agrarios.
De igual forma, las políticas gubernamentales de «meter proyectos» (y hasta de «labor social» realizada por el mismo ejército desplegado en las zonas de conflicto) contribuyeron paradójicamente a reforzar la identidad zapatista. Uno de los requisitos definitorios de ser integrante de una comunidad base de apoyo (BAEZLN) es aceptar estar «en la resistencia», frase que se refiere al compromiso de no aceptar ayuda del gobierno ni participar en proyectos organizados por instancias oficiales. Desde luego que eso implica un sacrificio, y en términos estrictamente materiales el zapatismo no necesariamente tiene los recursos (aun contando con el apoyo solidario) para hacerle la competencia al presupuesto federal, máxime cuando este se ha girado hacia las zonas pobres de Chiapas a partir de 1994 con lógica evidentemente contrainsurgente. Sin embargo, en mis entrevistas en comunidades correspondientes al Caracol de La Garrucha, detecté una nota de orgullo cuando los miembros de comunidades zapatistas afirmaban: «estamos en la resistencia» (Stahler-Sholk, 2011). Al profundizar sobre el tema, varios de los entrevistados mostraban hasta lástima para los beneficiarios de proyectos gubernamentales que «ya no trabajan», que habían perdido la costumbre de sembrar milpa, que «echan trago» los fines de semana; es decir, ellos estaban en proceso de perder su identidad. También pude constatar que el principio de no aceptar despensas del gobierno era relativo, ya que muchas veces los no zapatistas que recibían láminas de techo u otros regalos del gobierno luego los vendían barato a zapatistas (monetizando así la ayuda que podría terminar financiando sus compras de bebidas alcohólicas, sus ahorros para el coyote que los llevara a los Estados Unidos, o la construcción de una casa más ostentosa que la del vecino).
Entonces las diferencias entre comunidades indígenas zapatistas y no zapatistas no se manifestaban tanto en el nivel de vida económico, sino en sus prácticas y en su grado de cohesión comunitaria. El concepto de resistencia -uno de los componentes de lo que Hardt y Negri definen como el contrapoder- se entiende no solo de forma negativa y opositora, sino también como la construcción de nuevas subjetividades colectivas. En las palabras de «Ana», del MAREZ El Trabajo, Caracol de Roberto Barrios:
Aunque eran duros los castigos que aplicaban las autoridades de la iglesia en la Santa Inquisición, aunque había momentos en que quisieron aniquilar a nuestros abuelos, ellos guardaron en su memoria toda la vida de nuestros abuelos […]. Pero la resistencia no solo es no recibir los apoyos del mal gobierno y no pagar impuesto predial o luz eléctrica, sino que la resistencia es construir todo lo que nos hace mantener con vida a nuestros pueblos. Por eso la resistencia es un arma de lucha para enfrentar a este sistema capitalista que nos domina (Escuelita Zapatista, 2013:70).
Sobre todo para los colonos de la Selva Lacandona, su condición de indígenas-campesinos está estrechamente ligada con la supervivencia de los trasplantados, es decir, la sustentabilidad de sus asentamientos. En muchos casos adquirieron habilidades de adaptarse a nuevas tierras y medios, y a veces a convivir en nuevas comunidades interreligiosas o interétnicas. La sustentabilidad era un tema evidentemente político en el contexto de los conflictos agrarios y la lucha contra las políticas neoliberales a partir de los años ochenta, de modo que la identidad colectiva de las comunidades se definió en el marco de un concepto politizado de sustentabilidad (Stahler-Sholk, 2011). Asimismo, fue evolucionando una visión ecológica propia, de reproducción social de la comunidad en interacción con el medio ambiente y los recursos naturales (Gómez, 2011 y 2014). Esa visión refleja una combinación de las necesidades de supervivencia en el marco de una economía campesina precaria, un cálculo político de cómo contrarrestar el discurso «ecológico» que manejaba el gobierno como pretexto para desalojar comunidades rebeldes, y un proceso de aprendizaje de la agroecología en regiones de patrones cambiantes de asentamiento humano.
Por cierto, el fenómeno de la migración ha afectado la identidad de las comunidades indígenas de cualquier filiación política, en regiones esencialmente de subsistencia. Los zapatistas adoptaron normas para desalentar la migración hacia los Estados Unidos, y los mayores vieron con alarma la pérdida del sentido de comunidad entre los emigrantes. Sin embargo, para algunos jóvenes zapatistas, además del factor económico estaba el motivo de buscar la aventura, de salirse de las restricciones de la subcultura zapatista-indígena (Aquino, 2012). El tema de la migración ha sido complicado, ya que permanecer en las bases de apoyo zapatistas implica una serie de compromisos de trabajo comunitario y participación en asambleas que difícilmente cuadran con un periodo de ausencia. El peso de las obligaciones a veces constituye uno de los motivos de éxodo del movimiento, pero lo interesante es que generalmente los motivos de deserción no son de orden ideológico (Aquino, 2013), y algunos de los que se salen optan por seguir «en resistencia» y acatar otras normas y elementos de la identidad zapatista. En todo caso la migración sufrió una disminución debida a la crisis económica en Estados Unidos a partir de 2008 y por las medidas de refuerzo de la línea fronteriza. Pero queda por ver si los zapatistas deciden adaptarse al fenómeno migratorio con modalidades flexibles que permitan la migración temporal sin perder los nexos comunitarios, al estilo, por ejemplo, del Frente Indígena Oaxaqueño Binacional (FIOB) o las comunidades transnacionales centroamericanas.
PRÁCTICAS Y RELACIONES SOCIALES: TRANSFORMANDO EL ESPACIO
Al rechazar la soberanía del Estado en sus territorios y al ejercer un poder alternativo, el proyecto zapatista de autonomía dio lugar a una «nueva espacialización de lucha» (Reyes y Kaufman, 2011:506). Las autoridades zapatistas, por ejemplo, comenzaron a remplazar los sistemas oficiales de salud y educación con redes de «promotores», que si bien carecían de recursos económicos, han mantenido una relación más orgánica con sus respectivas comunidades. Sería muy difícil cuantificar de manera acertada los resultados en esos dos rubros, aunque algunos estudios comparativos indican mejoras en los indicadores, para una población de aproximadamente 300 000 personas en unos 40 municipios autónomos de los cinco Caracoles zapatistas (Reyes y Kaufman, 2011:516-521).
Más allá de las estadísticas, en términos cualitativos la reorganización de esos espacios representa una transformación significativa. Por ejemplo, el modelo de salud comunitaria se contrasta con el modelo centralizador y jerárquico, típico de los gobiernos. La figura del promotor (o la promotora) conlleva una serie de prácticas de difusión de conocimientos intergeneracionales y aun interculturales, a través del reclutamiento en las comunidades y por medio de talleres locales y regionales de capacitación. Junto con la medicina alopática se incorpora la tradicional, entendida no solamente en términos de saberes ancestrales de técnicas como la herbolaria, sino también como una cosmovisión alternativa con respecto al concepto mismo de salud.6 Por ejemplo, en un estudio en una comunidad tojolabal la diagnosis del «susto» (XIWEL) se relacionaba con una serie de factores que afectan el bienestar comunitario, entre ellos las condiciones generalizadas de vivienda inadecuada y las incursiones intimidatorias del Ejército Federal (Cerda, 2011:261-70). Sobre todo en el contexto de la guerra integral de desgaste, la salud también se concibe de una forma integral dado que el bienestar (incluso psicosocial) de la comunidad no se separa de la condición de un «paciente» individual, y su promoción se ve como parte de la resistencia.
La capacitación de las personas promotoras de salud y de educación, al igual que los cargos rotativos en las distintas instancias de gobierno autónomo, también representan una inversión comunitaria y un compromiso mutuo entre promotor y comunidad. En contraste con el modelo de profesionalización de técnicos en esos rubros, el modelo zapatista busca la forma de que no se pierda su condición de indígena, campesino, zapatista y miembro de la comunidad. Como lo explica un coordinador de salud del Caracol de Morelia en una asamblea de promotores, con respecto a las capacitaciones:
[…]Pues, compañeros, a los que quieren desarrollar más sus conocimientos en esto, pero también no quiere decir que si vienen acá y abandonan todo: «yo soy promotor y entonces me vengo para acá y dejo todo mi cargo», no, es cubrir, porque el plan ahorita son diez días de práctica, diez días de teoría y diez días de trabajar en nuestros pueblos; pero por el momento no se está obligando pues tienen que entrar a pura conciencia a estudiar también, porque aquí no se está dando dinero, sino a pura conciencia (Híjar, 2008:158).
De forma parecida en la educación, el promotor en una tierra recuperada en la zona tseltal de las Cañadas de Ocosingo aclara la relación promotor/comunidad así: «La autonomía en la educación es que aquí el pueblo manda cómo quieren que haga el promotor, y le damos apoyo, pero como le hace falta el maíz y frijol, también él trabaja en su milpa» (Baronnet, 2012:19).
El proceso de capacitación de promotores de salud y educación, además de motivar el control propio y comunitario de las prioridades sociales, funciona también como escuela de cuadros para desarrollar capacidades de liderazgo -lo que Baronnet denomina capital militante-, lo cual se difunde especialmente entre jóvenes, y de ese modo se busca reproducir entre las nuevas generaciones el proyecto autónomo zapatista.
Con respecto a la educación, al igual que en el terreno de la salud, se ha producido una transformación del contenido y del énfasis y se ha redefinido el concepto mismo de educación de una forma menos centralizadora, más acorde con las necesidades comunitarias. A diferencia del sistema oficial de educación (de la Secretaría de Educación Pública), la enseñanza se da en el idioma local, y el español como segunda lengua.7 Las bases insisten en una función de servicio a la comunidad para lo que llaman la «educación verdadera», como lo expresa el consejo autónomo en Ricardo Flores Magón, uno de los cuatro MAREZ de La Garrucha:
Lo que se quiere es una educación que no diga mentiras sobre el pueblo, que no es individualista sino colectiva, que es de la comunidad y que le sirva al pueblo para crecer su conciencia, mejorar su vida, por eso decimos resolver sus demandas. Queremos una educación verdadera donde se puede compartir ideas con nuestra comunidad, una educación de veras que nace de la comunidad, para todos parejo (Baronnet, 2012:289).
Los Caracoles no bajan líneas didácticas, sino que el contenido y los materiales se definen de una forma descentralizada y participativa entre promotores y comunidad. Incluso dentro de las aulas, la filosofía de la educación autónoma zapatista también respeta y refuerza la capacidad de las niñas y los niños para definir sus actividades escolares, y así se promueven nuevos valores antijerárquicos (Núñez, 2013:86-87). El estudio de Rico Montoya (2013) a nivel micro en las comunidades de un municipio autónomo en la Selva Lacandona destaca que niñas y niños son considerados como actores con responsabilidad y capacidad de participar en las decisiones y en la vida comunitaria.
CONCLUSIONES: LA AUTONOMÍA ZAPATISTA Y SUS IMPLICACIONES PARA MOVIMIENTOS SOCIALES ANTISISTÉMICOS
A más de 20 años del levantamiento zapatista, uno de los interrogantes que se plantean es cómo explicar la persistencia del movimiento frente a un sistema famoso por su capacidad de aplastar, cooptar o desviar cualquier oposición. En esta época de globalización, las disputas por el poder no necesariamente toman la forma de asalto frontal al Estado por la vía de las armas o mediante la organización electoral para ocupar espacios institucionales. El zapatismo es un ejemplo paradigmático de otra forma de lucha, desde abajo y desde la sociedad, que a veces no se aprecia en sus fases de acumulación silenciosa de fuerzas, al no escucharse la bulla acostumbrada de una campaña electoral ni el rugir de un cañón.
Este trabajo ha desarrollado tres argumentos, respaldados por la experiencia de las prácticas y relaciones sociales en las comunidades zapatistas. El primero es que esas prácticas han generado una identidad colectiva entre las bases de apoyo zapatistas, y de ese modo se ha conformado una nueva subjetividad. Hemos examinado sus actos rebeldes, de insurrección -el ejercicio de autoridad a través de estructuras propias de autogobierno, una reforma agraria de facto, la creación de mecanismos de justicia y educación y salud que responden a las comunidades y no al gobierno oficial, el rechazo a los programas del gobierno por estar «en resistencia»-, los cuales generan nuevas capacidades y un sentido de orgullo y dignidad.
El segundo argumento ha sido que el proceso de desarrollar y poner en funcionamiento esas prácticas alternativas representa un poder constituyente, que se va construyendo en lo cotidiano. La experiencia de servir en los consejos municipales autónomos y en las Juntas de Buen Gobierno, de ser nombrados por las comunidades como promotor(a) de educación o salud, de participar en las asambleas para decidir sobre el uso de las tierras colectivas sobre los excedentes que generan, la inclusión progresiva de mujeres y de jóvenes como sujetos plenos en los procesos de autonomía, tiene un poder transformador. Al realizar esos cambios por la vía de los hechos, sin pedir ni esperar permiso, el zapatismo se caracteriza como un movimiento prefigurativo.
Para último, el tercer argumento que abarca elementos de los primeros dos, es que el zapatismo representa un esfuerzo por establecer el contrapoder. Frente al poder hegemónico que busca convertir la tierra, la naturaleza y la mano de obra en pura mercancía, que define la esfera política y las políticas sociales de una forma centralizada y poco accesible para muchos, vimos ejemplos de cómo el proyecto de autonomía zapatista va configurando espacios más horizontales y participativos.
Las prácticas zapatistas de autonomía -que contemplan entre otras, nuevas relaciones en cuanto a tierra y producción, gobierno, impartición de justicia, salud y educación- representan una producción de espacio social que desafía de manera radical la soberanía del Estado y la organización neoliberal del espacio (Zibechi, 2008; Featherstone, 2008; Hesketh, 2013). Por un lado, esas prácticas son muy locales y particulares y no se proponen marcar pauta para que otros copien el modelo. Por otro lado, la producción de un contrapoder a nivel local y comunitario es precisamente lo que tiene una aplicación universal:
La reapropiación del espacio municipal como terreno privilegiado de ejercicio autonómico muestra cómo se está resolviendo prácticamente el debate entre la autonomía como proceso ligado a la construcción del sujeto y la autonomía como régimen preestablecido al que se llega por decreto. Las experiencias desarrolladas muestran que la autonomía no es un régimen que se decreta, sino que se vive previamente, que requiere de la formación de un actor político con demandas autonómicas y que pasa por la reconstitución de los pueblos indios sobre la base de la recuperación y la reelaboración de sus formas de vida y de organización propias […]. Esta reapropiación del espacio municipal -que no niega ni cuestiona su dimensión regional o nacional o incluso internacional- es también la matriz alrededor de la cual se ha construido una de las claves de la política zapatista (Gasparello y Quintana, 2009:44-5).
A través del ejercicio de ese contrapoder, el movimiento zapatista de autonomía ha entrado en un proceso de construcción de una nueva identidad colectiva. Es una identidad muy propia, pero a la vez incluyente, de manera que otros se sienten de alguna forma reflejados e inspirados a reivindicar sus derechos aunque no se definan específicamente zapatistas (Mattiace et al., 2002 Gabriel y López, 2005) otro tipo de sociedad posible (Cerda, 2011), mientras sigue la lógica de la política prefigurativa de vivir esa visión alternativa.
Podemos concebir la autonomía como un proceso de construcción de espacios estratégicos de lucha, pero sin perder de vista que «los movimientos sociales autónomos siempre se encuentran incrustados en relaciones específicas de carácter social, económico, cultural, y político que uno no puede simplemente obviar» (Böhm et al., 2010:28). De ahí que la apuesta a largo plazo es una acumulación de fuerzas, y una proliferación de autonomías que se van vinculando, de tal manera que se logre un escalamiento del desafío a las estructuras de poder (Hesketh, 2013:82; Young y Schwartz, 2012). El movimiento zapatista apunta hacia esa posibilidad con sus estrategias de reconocimiento incluyente de identidades múltiples (interseccionalidad), la creación de nuevas estructuras políticas como son las Juntas de Buen Gobierno, y sus repetidos llamados a formar redes de movimientos anticapitalistas y horizontales. No es que sea inevitable su éxito como estrategia para derrotar al poder constituido, sino que representa, en el lenguaje de los altermundistas, una visión afirmativa de que otro mundo es posible.