Introducción
Numerosos autores desde diversas perspectivas han abordado el estudio de los huertos familiares, solares o traspatios (Lope-Alzina 2012, Montagnini 2006, Vogl et al. 2004, Millat-e-Mustafa 1996). La amplia literatura al respecto coincide en resaltar su importancia como escenario de procesos de domesticación, diversificación y producción en las zonas rurales del mundo, además de funcionar como una fuente permanente de productos con valor de uso y de cambio que complementan la dieta y los ingresos de las familias campesinas (González-Jácome 2012, Lope-Alzina 2012, Mariaca 2012, Vázquez-Dávila y Lope-Alzina 2012, Vogl et al. 2004, Fernandes y Nair 1986, González-Jácome 1985). Probablemente se trata del agroecosistema más difundido a nivel global, ya que por lo regular se encuentra uno en cada casa-habitación rural; habiéndolos también, aunque en menor medida y con distintas características, en hogares urbanos y suburbanos (Mariaca 2012, Vogl et al. 2004).
La complejidad de la conformación de este agroecosistema y las múltiples dimensiones espacio-temporales que lo caracterizan, provocan que se torne una tarea difícil construir una definición que abarque y refleje tal multiplicidad (Mariaca 2012), sobre todo en espacios de alta diversidad biocultural, como América Latina. Es así que una de las discusiones actuales entre personas dedicadas a su estudio procura esbozar una definición incluyente y completa que permita el análisis holístico de los huertos familiares o traspatios, pero que también pueda servir como base para elaborar procesos de investigación participativa que coadyuven en su valoración, enriquecimiento y revitalización (Mariaca 2012, Cano y Moreno 2012, Moctezuma-Pérez 2010).
De ese modo, el presente escrito ofrece una reflexión acerca de cómo las características de los huertos pueden representar un camino para la soberanía alimentaria tanto en entornos rurales como en medios urbanos y suburbanos.
¿Qué es el huerto familiar?
Los primeros estudios y definiciones sobre el sistema productivo huerto familiar datan de la década de 1970 y se realizaron principalmente en regiones tropicales de Asia y con pueblos indígenas de los llamados países «en desarrollo» (Lope-Alzina y Howard 2012, Vogl et al. 2004, Millat-e-Mustafa 1996). Una de las primeras acotaciones ha sido distinguir entre diversas palabras utilizadas para definir este espacio. En la literatura anglosajona especializada se han empleado los términos home garden, homegardens, backyad gardens, dooryard gardens y kitchen gardens (Lope-Alzina y Howard 2012). No obstante, son los términos homegarden y homegardens1 los que hacen referencia al sistema productivo campesino, indígena o tradicional de producción alrededor de la casa-habitación, que en la literatura latinoamericana y sobre todo en los estudios realizados en México ha sido denominado solar , huerto familiar o traspatio(Mariaca 2012, Vogl et al. 2004).
De acuerdo con Lope-Alzina y Howard (2012), y como se discutió en el Primer Simposio de Huertos Familiares en el Sureste de México realizado en Villahermosa, Tabasco, en julio de 2011, existen múltiples perspectivas desde las cuales se han propuesto definiciones de lo que es un huerto familiar, traspatio o solar en América Latina. Por una parte, se define a los huertos familiares como sistemas agroforestales de uso de la tierra «con árboles y arbustos multipropósito en asociación íntima con cultivos agrícolas anuales y perennes y animales, en el área alrededor de las casas, y manejados con base en la mano de obra familiar» (Torquebiau 1992).
Desde otras visiones, el huerto o solar es un espacio asociado a la casa en el cual crecen árboles, arbustos y herbáceas silvestres o arvenses, mezclados con cultivos anuales y frecuentemente con animales domesticados (Caballero 1992) y ocasionalmente, fauna silvestre (Mariaca 2012). Este espacio está dividido en varias áreas de manejo, variables en tamaño, distribución y composición de especies que son definidas de acuerdo con los intereses de las personas que lo habitan y manejan (Lok 1998, Pulido et al. 2008). Junto con construcciones como la casa, cocina, sitio para bañarse, lavadero, pozo, gallineros y chiqueros, conforman la unidad donde habita la familia campesina (Terán y Rasmussen 1994).
Estas características hacen de los huertos familiares un agroecosistema tradicional, en que se mantiene una alta agrobiodiversidad, definida como «la diversidad biológica doméstica y silvestre de relevancia para la alimentación y la agricultura. Está constituida por recursos genéticos vegetales, animales, micóticos y microbianos, adaptados a las condiciones locales y que reflejan las dimensiones socioeconómicas y culturales de las familias campesinas que los crean y mantienen, así como el conocimiento tradicional local asociado» (ADRS 2007, citado en Cahuich 2012).
Es así que, desde la perspectiva de la ecología cultural, el huerto familiar ha sido definido como «... un agroecosistema con raíces tradicionales donde habita, produce y se reproduce la familia campesina. Está integrado por árboles, además de otros cultivos y animales que ocupan espacios a menudo reducidos y, que están ubicados en las cercanías de las viviendas. Se le considera uno de los agroecosistemas mexicanos más antiguos, que generaron las bases de las civilizaciones mesoamericanas, que hicieron posible la generación de excedentes, alcanzando sofisticadas formas de adaptación local a las distintas condiciones ecológicas del territorio» (González-Jácome 2007).
Asmismo -y desde la perspectiva teórica de la etnbotánica-, se trata de un sistema tradicional de producción agrícola complejo y diversificado, en que se llevan a cabo procesos de domesticación, conservación y diversificación de especies animales y vegetales.
Esta agrobiodiversidad local permanece y es conservada en el huerto familiar rural puesto que se trata de un sistema de producción altamente adaptativo y de origen ancestral, donde la familia campesina se recrea generación tras generación, manejando el ambiente físico-biótico para producir plantas, animales, hongos y muchos otros de sus satisfactores necesarios (Mariaca 2012).
Los huertos familiares, a su vez, proveen Servicios Ecosistémicos (SE) de diversos tipos (Cano y Moreno 2012), abarcando las cuatro categorías de se propuestas por la UNESCO: a) provisión: agrodiversidad, captación de agua, control de plagas; b) regulación: clima, control de erosión; c) culturales y d) de soporte: control de plagas, captura de carbono, polinización, dinámica de suelos. Incluye el manejo de plantas -árboles, arbustos y herbáceas- con animales domésticos.
Además, con frecuencia los huertos familiares -sobre todo en medios rurales aledaños a parches de vegetación conservada- conforman un ecotono entre el medio silvestre y los sistemas antropizados (Cano y Moreno 2012).
En cuanto a su conformación y organización espacial, a un huerto familiar lo pueden constituir diversas zonas, entre las cuales se cuentan la casa habitación misma, áreas de trabajo -en correspondencia con las principales actividades productivas de la familia-, áreas para cultivo, áreas de esparcimiento, baño, zona de plantas de ornato, cercos -vivos o de algún otro material-, áreas de intercambio social interno y externo, estructuras especiales -como hornos, molino, temazcales, entre otros-, almacén y bodega, cocina -en muchas zonas rurales colocada fuera de la casa habitación-, área de lavado, corrales y gallineros.
Al respecto, Mariaca et al. (2007) han propuesto una zonificación generalizada para los solares, sugiriendo que en el área que abarca pueden encontrarse 18 elementos arquitectónicos bien definidos, cuyo análisis aporta elementos fundamentales para la comprensión profunda de las dinámicas sociales, económicas, productivas y culturales que se le asocian.
El huerto familiar, en cuanto zona circundante al hogar rural -e incluso urbano y suburbano-, también es un territorio simbólico en el que se producen y reproducen prácticas y conocimientos culturales, relaciones al interior y al exterior del núcleo familiar, constituyéndose como un espacio sumamente importante para la permanencia, producción y reinvención de la cultura, la tradición, la historia y la identidad (Moctezuma-Pérez 2010, Gispert et al. 1993, González-Jácome 1985).
De ese modo en el huerto como práctica cultural confluyen una serie de acciones y sentidos, inscritos en el marco de relaciones sociales de poder, resistencia, adaptación, apropiación y transformación, que se encuentran insertos en hechos socioeconómicos. Como práctica, es simultáneamente un hecho simbólico y económico. Constituye un espacio social y simbólico del ámbito doméstico en el que está depositada la cultura local y donde converge un flujo de satisfactores determinantes para la reproducción de la familia, sobre todo en lo concerniente a la alimentación y a la salud (Cano y Moreno 2012, Moctezuma-Pérez 2010, Vogl et al. 2004).
En relación con el tema del presente artículo, en las siguientes líneas se presenta un esbozo de las características más sobresalientes de los dos principales subsistemas de producción agrícola en el solar, esto es plantas y animales.
Las plantas y los animales del solar
La mayor parte de los estudios realizados para conocer los huertos familiares se han enfocado en el componente vegetal, abarcando tanto sus rasgos y composición ecológica como su caracterización, listado de especies y sus usos, entre otros tópicos. Es así que sabemos que los huertos familiares están conformados por una gran diversidad de especies vegetales que ocurren en los tres estratos -arbustivo, herbáceo y arbóreo- en un acomodo óptimo, de manera vertical y horizontal, dentro de los espacios (Lope-Alzina y Howard 2012, Vogl et al. 2004, Gliessman 2013).
Las plantas cultivadas, fomentadas o toleradas en los huertos son utilizadas por sus moradores a partir de conocimientos transmitidos de generación en generación o adquiridos por la movilidad física y el intercambio de conocimientos con otras personas, foráneas o locales (Mariaca 2012). Estas pueden cubrir las más diversas necesidades de la familia y se encuentran bajo categorías de uso tales como ornamental, condimenticia, ritual, para obtención de leña y materiales de construcción, medicinal, aromática, insecticida, para limpieza, envolturas, estimulantes, cosméticas, lúdicas, veterinarias o para elaboración de artesanías, por citar algunas (Mariaca et al. 2010).
La presencia de esta diversidad de especies vegetales es el resultado directo de factores ambientales como el clima, la precipitación pluvial, el relieve y, en general, la ubicación geográfica y las condiciones de la zona en que se asienta el huerto; mas no debe dejarse de lado la relevancial del manejo, intercambio y obtención de especies por parte de las personas que lo habitan (Gispert 1993, González-Jácome 1985). Es así que ambos factores -ambientales y socioculturales- confluyen para definir la composición y estructura florística que tendrá un traspatio en un sitio dado.
Ello determina la gran cantidad de plantas cultivadas, fomentadas o toleradas en estos espacios alrededor del mundo, además de resaltar la importancia del estudio de los huertos en la comprensión -en primera instancia- y permanencia de los procesos de domesticación que dinamizan y enriquecen la agrobiodiversidad campesina a nivel mundial, misma que podemos ver reflejada en mercados y dietas locales tanto en zonas rurales como suburbanas e incluso urbanas (Pulido et al. 2008).
Actualmente la cría de aves de traspatio -patos, gallinas, guajolotes y ocasionalmente gansos- representa uno de los principales recursos del medio rural y y de los productos con valor de cambio y de uso que se crean en la huerta familiar campesina (Rodríguez-Buenfil et al. 1996), lo que ha propiciado que, a través de la experiencia propia y transmitida, se haya forjado un conocimiento amplio y claro sobre su crianza, variabilidad, las enfermedades que les aquejan, las posibles causas que las producen y estrategias de curación y de prevención.
De acuerdo con Vant Hooft (2004), la mayor parte de los animales domésticos del mundo están en manos de los sectores más pobres; 70 % de la población rural incorpora la ganadería como recurso para subsistir. En América Latina, dicha actividad suele ser de gran importancia, y permite el ejercicio de la agricultura, de tal modo que existen vínculos «orgánicos» entre ambas.
Mariaca et al. (2007) afirman que el subsistema de producción animal es uno de los aspectos menos analizados en el estudio de los huertos familiares y como un acercamiento, proponen seis categorías de uso para la fauna asociada al solar. Estas categorías son: animales de protección, fauna asociada a la reproducción de la unidad familiar (de consumo o con valor de cambio y uso), fauna de trabajo y fauna de ornato (Mariaca et al. 2007).
Entre la fauna doméstica que compone el solar campesino, las aves poseen un papel preponderante (Rodríguez-Buenfil et al. 1996). Las variedades criollas son un importante un acervo biocultural de pueblos campesinos e indígenas en México y América Latina (Mariaca 2012). Entre ellas, cabe destacar el pavo o guajolote (Meleagris gallopavo), especie domesticada por las civilizaciones mesoamericanas de México, que desarrollaron una zootecnia orientada a la crianza de esta ave (Camacho-Escobar et al. 2011).
Actualmente en las regiones rurales de México se conserva la técnica tradicional para criar aves domésticas (gallinas y guajolotes); empero, este conocimiento desarrollado independientemente al resto de las prácticas avícolas del mundo ha sido poco estudiado y tiende a desaparecer junto con las culturas indígenas locales (Moctezuma 2014).
El huerto familiar en la alimentación campesina
De acuerdo con Cahuich (2012), cuando se analiza la alimentación de un pueblo o cultura, la necesidad de alimentos no debe ser entendida únicamente desde una dimensión biológica, sino enmarcada en una estrategia campesina compleja de uso múltiple de los recursos naturales, dada en el marco de la cosmovisión local, que permite a los grupos sociales identificarse, construir lazos de reciprocidad, compartir y generar conocimientos.
Así, es la cultura de cada grupo humano la que determina la forma como se relaciona con la naturaleza (Pérez y Alcaraz 2007, Rebato 2009) y, por tanto, las formas de producción, selección, aprovisionamiento y preparación de sus alimentos, además de los espacios para su elaboración y conservación, los utensilios empleados, las maneras en que los presentan y los tiempos en que se deben consumir (Cachuich 2012, Pérez y Alcaraz 2007).
En la actualidad se reconoce que la alimentación es un proceso biocultural (De Garine y Vargas 1997) y es uno de los factores que condicionan el bienestar físico, la salud y la calidad de vida de las poblaciones.
En el aprovisionamiento y preparación de los alimentos, los huertos familiares representan una estrategia importante de las mujeres campesinas para mantener una agrobiodiversidad adaptada a las condiciones ambientales locales, pero sobre todo a las preferencias sociales y culturales de la familia y la sociedad a la que pertenece (Anderson 1993, Caballero 1992, Cahuich 2012, Christie 2004, González-Jácome 2007).
Huertos familiares y soberanía alimentaria
Más allá de la importancia del huerto familiar en la adquisición de recursos diversos para la familia campesina, es necesario enfatizar la importancia de los huertos familiares como parte de la estrategia social para alcanzar la soberanía alimentaria. En un contexto globalizante y en las actuales condiciones económicas originadas por un modelo neoliberal que privilegia a los grandes productores y abandona -e incluso amenaza- la producción campesina de baja escala y autoconsumo (Altieri y Toledo 2011), cobra importancia resaltar el papel potencial de la producción y organización intrínseca a los huertos familiares como una vía integral y factible para alcanzar metas a difentes escalas: de lo local a lo global.
Es importante destacar que el enfoque de soberanía alimentaria proviene de los movimientos campesinos mundiales y, por tanto, posee un carácter político y autogestivo (Carballo 2011). El término seguridad alimentaria, por su parte, posee un uso más generalizado entre instancias oficiales y organismos internacionales, aunque en ocasiones son erróneamente usados como sinónimos.
De ese modo, al hablar de soberanía alimentaria se debe tener clara la diferencia entre esta y la seguridad alimentaria. La soberanía alimentaria es fundamentalmente un ejercicio político de autodeterminación, autonomía, reivindicación y sustentabilidad (Carballo 2011), mientras que la seguridad alimentaria entiende que «todas las personas tienen en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias en cuanto a los alimentos a fin de llevar una vida activa y sana» (FAO 1996), sin especificar los mecanismos a través de los cuales se adquirirán y por supuesto, sin hacer referencia a los aspectos políticos y económicos relacionados con el abasto y la comercialización de comida en el mundo.
En contraste, la soberanía alimentaria se refiere, entre otros aspectos, al derecho de cada pueblo a consumir alimentos sanos, definir sus propias políticas agropecuarias y de alimentación y decidir en qué medida quieren ser autosuficientes (Rosset 2003).
Por ello, la soberanía alimentaria se plantea y discute como una contrapropuesta al paradigma de desarrollo dominante que se fundamenta en el comercio agrícola internacional liberalizado, la seguridad alimentaria basada en el comercio y en la producción industrial agrícola y de alimentos realizada por productores con abundantes recursos materiales. La soberanía alimentaria se ha convertido en el nuevo marco de política para cuestionar las tendencias actuales en desarrollo rural, así como las políticas alimentarias y agrícolas que no respetan ni apoyan los intereses y necesidades de los productores de pequeña escala, los pastores y pescadores artesanales, ni los asuntos del ambiente (Windfuhr y Jonsén 2005).
Aunque no se cuenta con una definición concluyente del término soberanía alimentaria, la primera de ellas se propuso en 1996 por organizaciones campesinas de alcance mundial y considera que «soberanía alimentaria constituye el derecho de cada pueblo y de todos los pueblos a definir sus propias políticas y estrategias de producción, distribución y consumo de alimentos, a fin de garantizar una alimentación cultural y nutricionalmente apropiada y suficiente para toda la población» (Carballo 2011).
Posteriormente, este nuevo paradigma sobre la alimentación fue llevado al Segundo Foro sobre Soberanía Alimentaria de los Pueblos, que se efectuó en 2002 en Roma, de manera paralela a la Cumbre Mundial Sobre Alimentación +5 y en ella la Vía Campesina (1992) -organización que coordina a nivel mundial las luchas y propuestas de estos sectores- consideró necesario acotar que la soberanía alimentaria también constituye «el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas sustentables de producción, transformación, comercialización, distribución y consumo de alimentos, garantizando el derecho a la alimentación de toda la población» (Carballo 2011).
Es así que durante este Foro se lanzó la propuesta, actualmente más difundida, sobre los alcances e implicaciones de la soberanía alimentaria, y se estableció una acepción del término plasmada en la Declaración «Soberanía Alimentaria, un derecho para todos», en la que se establece que:
Soberanía Alimentaria es el derecho de los pueblos a definir su propia alimentación y agricultura; a proteger y regular la producción y comercialización nacional a fin de lograr objetivos de desarrollo sostenibles; a determinar la medida en que quieran ser autosuficientes; a restringir el dumping2 de productos en sus mercados; y a proporcionarle a las comunidades de pescadores artesanales la prioridad en la administración y los derechos sobre el uso de recursos acuáticos. La Soberanía Alimentaria no invalida el comercio, sino más bien fomenta la formulación de políticas y prácticas de comercio que sirvan a los derechos de los pueblos a la alimentación y a la producción inocua, sana y ecológicamente sostenible (tomado de Windfuhr y Jonsén 2005).
De tal suerte, esta soberanía tiene repercusiones en la autodeterminación de las personas para decidir su alimentación; implica prácticas de comercio justas y una producción ambientalmente responsable.
Debido a que se posiciona en una perspectiva rural y otorga fundamental importancia a los pequeños productores, consideramos que es el marco idóneo para el análisis político de los aspectos productivos, alimenticios y organizativos de los huertos familiares, además de representar una sólida plataforma desde la cual realizar análisis y elaborar propuestas que contribuyan a la revaloración y el fortalecimiento de este agroecosistema en aras de mejorar las condiciones de vida del medio rural.
¿Cómo acercarnos a la soberanía alimentaria desde los sistemas agrícolas tradicionales?
Aunque también se trata de una necesidad impostergable, la seguridad alimentaria debe ser replanteada y entendida yendo un poco más allá, tal como lo formula el movimiento social de La Vía Campesina (Rosset 2003), al explicitar y visibilizar los mecanismos frecuentemente desleales y poco éticos de producción, comercialización y distribución de alimentos.
El logro de la soberanía alimentaria es fundamentalmente un proceso político, que implica la toma de conciencia, la acción comunitaria, la reflexión y la acción de los mecanismos de producción e intercambio de alimentos. Se debe abogar por la capacidad de producir nuestros alimentos y tener mecanismos de intercambio, producción y abastecimiento que no dependan de agentes externos (Carballo 2011).
Si se repara en las ideas y los objetivos implícitos -y explícitos- en la propuesta de la soberanía alimentaria, es necesario remitirnos a los estudios de los agroecosistemas tradicionales, puesto que, tal y como lo afirmaba Efraím Hernández-Xolocotzi -pionero en su estudio y revaloración- (Pérez 2013), los productos de la milpa y el solar son la mejor respuesta para satisfacer las necesidades nutricionales de la familia campesina y producir su comida.
No obstante, esta estrategia de producción de alimentos, tal y como se ha propuesto desde la agroecología, no debe ser exclusiva del medio rural (Gliessman 2013). La implementación de agroecosistemas productivos de baja escala debe formar parte de las estrategias de soberanía alimentaria también en los medios urbanos y suburbanos. De esta manera, las sociedades podrían estar mejor preparadas ante contingencias -ambientales o económicas- y fomentar redes de abasto e intercambio que no dependan de los caprichos del mercado.
Aunque existen múltiples estrategias campesinas que se hacen efectivas en los huertos familiares y que deben ser revitalizadas y fortalecidas para comenzar a andar el camino hacia la soberanía alimentaria, a continuación desarrollaré dos que pueden ser aplicadas, tanto en contextos rurales como urbanos.
Conservación de razas y variedades locales de plantas y animales
Es necesario conocer cuál es la variedad intraespecífica de las especies animales y vegetales que han sido conservadas y creadas en los huertos familiares locales, para así fomentar estrategias de intercambio, tanto en la misma región como en otras con características ambientales similares. De esta manera no solo se asegurará la permanencia y conservación de este importante acervo genético, sino que se enriquecerá la cantidad de recursos disponibles para la familia.
Una de las vías para realizar esta labor puede ser por medio del fortalecimiento de la organización tradicional para la producción: familiar -tareas distribuidas entre todos los miembros de la familia, nuclear o extensa- y comunitaria (tequios, trabajo comunitario, siembra colectiva, ayuda mutua), tal y como se plantea desde colectivos agroecológicos urbanos y propuestas como la permacultura (Heckert 2014).
Prácticas tradicionales sustentables de manejo de recursos
Se propone enriquecer y revitalizar prácticas tradicionales de manejo y obtención de recursos alimentarios que sean ambientalmente responsables. Enmarcar estas acciones en diálogo e intercambio de saberes puede constituir una alternativa viable para la defensa de la autonomía de producción y contribuir a la visibilización de los huertos como espacios de reivindicación política y enriquecimiento de las prácticas tradicionales de producción y manejo. Algunas acciones concretas que se proponen son:
El reforzamiento identitario para la revaloración de prácticas productivas culturales en proceso de deterioro.
Establecimiento de bancos de germoplasma in situ, representados por la creación de huertos comunitarios en los que se conserven, manejen e intercambien las variedades y razas locales e incluso puedan servir como espacios de recuperación de variedades en peligro de extinción.
Manejo integral de aves de corral y animales para consumo de carne y subproductos.
Diversificación de usos de productos del solar.
Enriquecimiento de huertos a partir del intercambio local y regional de especies útiles (Mariaca 2012).
Asimismo, existen nuevos enfoques de producción, repartición y consumo de alimentos que pueden orientar para tomar las riendas de la producción justa de alimentos, para el ambiente y para las personas, como la agroforestería (Soto-Pinto et al. 2008), la permacultura (Heckert 2014, Mollison 1988, Mollison y Holmgren 1981) y algunas corrientes de la Agroecología (Rosset y Martínez-Torres 2013, Altieri y Toledo 2011, Rosset 2003, Wezel y Soldat 2009, Van der Ploeg 2008).
Es necesario reconocer la importancia de las prácticas y los saberes ancestrales, contribuir a su revitalización y en un proceso de diálogo intercultural -desde una interculturalidad reflexiva, crítica y políticamente comprometida3- lograr nuevas formas de producción y repartición de alimentos, en aras de una mejor salud para los seres humanos y la naturaleza.
Se propone partir de que los sistemas productivos tradicionales también son un ejercicio político: campesinas y campesinos que cultivan, crían, domestican, fomentan, seleccionan, cosechan y manejan las plantas, animales y hongos en sus parcelas y traspatios, realizan día a día un ejercicio político de reivindicación y autonomía.
Huertos urbanos: ¿hacia el solar posmoderno?
Movimientos como la agroecología, la permacultura, la agricultura orgánica y holística, toman cada vez mayor importancia en contextos urbanos y se significan como una alternativa para «volver a la tierra» (Rothe 2014). Jóvenes de múltiples latitudes estamos redefiniendo conceptos y hábitos de consumo de alimentos; tratando de recordar los orígenes campesinos de nuestros ancestros, y desde los posgrados y profesiones eminentemente urbanas hay un interés manifiesto y práctico por «recordar» cómo se siembra y se hace agricultura (Holmes 2014). Azoteas verdes, reuso de materiales para elaboración de macetas, visita a tianguis y mercados orgánicos, intercambio de semillas de hortalizas son prácticas que cada vez van tomando más fuerza entre adultos jóvenes, estudiantes y profesionistas de ciudades, relacionados o no con el estudio de los agroecosistemas, el conocimiento tradicional o, al menos, de las ciencias biológicas.
¿Qué sigue? ¿Realizar estudios sobre huertos familiares en ciudades? También esa es una tendencia trabajada de manera reciente, sobre todo desde la agroecología (Merçon et al. 2012). No podemos cerrar los ojos a estas nuevas redefiniciones y reapropiaciones de estos espacios considerados tradicionalmente como exclusivos de zonas rurales. Los solares también existen en zonas urbanas y ya no son llevados únicamente por personas provenientes del medio rural: la soberanía alimentaria también se construye desde la «guerrilla jardinera» en camellones, balcones y azoteas. ¿Se trata acaso de la respuesta a la modernidad de un agroecosistema tradicional cambiante, dinámico, flexible y sobre todo, perdurable?
¿Qué podemos hacer?
Es necesario que desde la academia se ejerza una mayor acción científica y política para acompañar, fomentar y enriquecer procesos que promuevan la soberanía alimentaria, como una necesidad urgente para las poblaciones no solo campesinas, sino también urbanas y suburbanas. El acto de comer también es un «acto político» (Vivas 2014): la toma de conciencia y el intercambio intercultural de saberes son fundamentales para ejercer el derecho al acceso a alimentos sanos, ambientalmente responsables, social y culturalmente apropiados y adquiridos por medio de procesos económicos justos.
La soberanía alimentaria también brinda una oportunidad para crear estrategias locales de adaptación al cambio climático, pues si una localidad o territorio tiene capacidad de producir de manera sustentable y continua, estará mejor preparado para enfrentar posibles contingencias ambientales (Heckert 2014).
Es necesario que la práctica académica relacionada con los sistemas productivos tradicionales, los conocimientos locales y la alimentación, se asuma como política (Fornet-Betancourt 2009).
De esta manera, y realizándose de forma participativa, contribuirá a fortalecer las capacidades locales de la población y a que desde las instituciones y los proyectos de investigación se generen propuestas y acciones que contribuyan al diseño de políticas públicas que realmente respondan a las demandas populares. La valoración y visibilización de los sistemas productivos en general, y de los huertos familiares en particular por parte de autoridades y agencias estatales de desarrollo, es urgente. Los múltiples ejemplos de proyectos, iniciativas y programas que han fracasado por no tomar en cuenta la cultura y realidades locales, nos hablan de ello.
González Jácome (2012) afirma que el huerto está en proceso de extinción
no por su falta de éxito económico, o de sus funciones ecológicas, sino por las decisiones educativas, económicas, sociales y culturales tomadas por sus propietarios, en relación con formas de vida a las rurales. De igual manera, la modernización y urbanización del país ha coadyuvado en la extinción del huerto como sistema sustentable, altamente productivo en varias dimensiones. La capacidad de resiliencia del huerto familiar en México se ha visto destruida por la nueva cosmovisión que campesinos y agricultores tienen del bienestar, la cultura y la vida en general (González-Jácome 2012).
Sin embargo, desde una perspectiva más esperanzadora, probablemente el huerto en los próximos años cobre más sentido, como eje articulador de esperanzas y acciones que nos permitan caminar hacia la más noble de las luchas: la de la autonomía alimentaria.