Introducción
Actualmente, alrededor de 422 millones de adultos viven con diabetes mellitus, enfermedad que se ha vuelto una prioridad en la agenda de salud pública global. Su prevalencia va en aumento en todo el mundo, pero más marcadamente en los países de mediano ingreso.
En México la diabetes se ubica entre las principales causas de muerte y discapacidad (Ensanut 2012). En solo 30 años (1980-2010) ha pasado de ocupar la novena posición a la segunda en el renglón de causa de muerte para la población general (Ensanut 2012:38), y contribuye a 12% de todas las defunciones (Hernández-Romieu et al. 2011:35 ). La edad mediana de los decesos por diabetes en 2010 fue de 66.7 años, lo cual implica una pérdida de 10 años de vida respecto de la media general (Hernández-Ávila et al. 2013:130 ).
Los costos humanos de la enfermedad son acompañados por el impacto patrimonial tanto para los pacientes y sus familias como para el sistema de salud nacional. El peso económico de la diabetes en México ha sido analizado en varios estudios. En uno de los más recientes, Barraza-Llorens et al. (2015) estimaron que en 2013 esta carga, comprendiendo costos directos e indirectos, correspondió a 2.25% del PIB. La mayor parte de los costos directos (87%) se debe al cuidado médico relacionado con las complicaciones (Lugo-Palacios y Cairns 2016:34 ). De hecho, la diabetes es el segundo motivo por el cual la población busca atención en la medicina general y el quinto en la especializada (Doubova et al. 2013:608). La atención a la diabetes en el país absorbe 15% de los recursos, y es el mayor rubro de costos para la principal institución de seguridad social mexicana, el IMSS (Hernández-Romieu et al. 2011:35). Las enfermedades crónicas, entre ellas la diabetes, suponen un reto sin precedentes al ya frágil sistema de salud público, caracterizado por ineficiencias y desigualdades estructurales.
Con un gasto en salud inferior a la media de la OCDE (6.2% vs 9.3%), pero con los costos administrativos más altos (OCDE 2014:33), el sistema de salud mexicano presenta múltiples problemas, entre ellos su alta fragmentación y la falta de una cobertura universal, a pesar de la reciente introducción del Seguro Popular (2012), cuya recepción ha sido muy controvertida. Los analistas más críticos sugieren que este, aparejado al desmantelamiento progresivo del IMSS, forma parte de un proyecto más amplio que pretende asegurar a extensos sectores de la población mediante un paquete de cobertura de servicios limitado, una situación que inevitablemente lleva a abrirles las puertas a seguros privados y compradores de servicios de salud particulares (Laurell 2013). En realidad, ya es un hecho que las insuficiencias del sistema de salud público hacen que las familias mexicanas incurran en fuertes gastos, y eso constituye de hecho una de las principales causas de pobreza (OCDE 2014:33). Aún más grave, las familias menos atendidas son las más desamparadas. Lo demuestra el hecho de que los afiliados en el Seguro Popular tienen gastos de consulta cuatro veces más elevados que los afiliados al IMSS (OCDE 2014:34).
Lo crítico de esta situación se agudiza entre la población indígena, que no solamente se ve afectada por barreras ligadas a su estatus socioeconómico, sino también por su etnicidad. Como señalan Lerin et al. (2015:29), las grandes acciones de salud pública, fomentadas por el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo
han impactado durante los últimos 18 años de forma negativa en los derechos a una salud intercultural que se deben implementar para y con los pueblos indígenas en materia de salud y educación. Persiste para todo el periodo un modelo que excluye el derecho a la participación social y se niega a ampliar la cobertura geográfica (inmuebles físicos) de los servicios de salud en zonas rurales, se privilegia la ampliación de cobertura a través de equipos itinerantes en salud que no reciben capacitación intercultural estratégica para el respeto a la lengua, las creencias y los valores de los pueblos originarios.
Tanto la situación epidemiológica de las poblaciones indígenas -su vulnerabilidad frente a la doble carga de las enfermedades, infecciosas y no transmisibles- como la atención insuficiente que reciben y la negación de sus derechos humanos en salud (Lerin et al. 2015) hacen que el estudio deba incluir el factor étnico. La pertenencia étnica1 repercute en la experiencia que los afligidos tienen de la enfermedad, en los recursos de cuidado, la atención médica a su disposición y los obstáculos que les dificultan un acceso equitativo a la salud.
El estudio de diabetes entre las poblaciones indígenas mexicanas es urgente. Abundante literatura afirma que (1) las poblaciones indígenas en el mundo están viviendo cambios sociales, culturales, demográficos, nutricionales y psicoemocionales importantes con un alto impacto en su bienestar (Valeggia y Snodgrass 2015:117); (2) las enfermedades crónicas se están volviendo la primera causa de morbilidad y mortalidad (Valeggia y Snodgrass 2015:124); (3) la diabetes entre los grupos indígenas tiene un significado amplio que apunta a un sufrimiento no solamente individual, sino como grupo étnico (Thompson y Gifford 2000, Garro 1995, Ferreira y Lang 2006).
En México, las diferencias etnorraciales en la prevalencia y mortalidad por diabetes son a menudo mencionadas como indicadores de susceptibilidad genética (Flores et al. 2004, Gutiérrez et al. 2011, Gardner et al. 1984) y/o de patrones comportamentales y culturales que, bajo el yugo de relaciones político-económicas desiguales, llegan a ser dañinos (Page 2013). En 2001 todavía se señalaba que los estudios sobre trastornos metabólicos en grupos indígenas eran escasos (Alvarado-Osuna et al. 2001). Desde aquel entonces la situación ha evolucionado. Por un lado, se han instituido ambiciosos proyectos de mapeo genético que pretenden formar un banco de ADN de distintos grupos indígenas de México para arrojar luz sobre la susceptibilidad genética de los mexicanos a la diabetes. El proyecto Genoteca Indígena de la Facultad de Química de la UNAM (con el apoyo del Hospital Juárez de México y del Instituto Nacional de Medicina Genómica) es el más importante y se basa en la hipótesis del «genotipo ahorrador». Cabe señalar que dicha hipótesis sigue siendo debatida y que la comunidad científica no ha llegado a un consenso. Sin embargo, aunque la diabetes es una enfermedad multifactorial donde los elementos ambientales parecen jugar un rol preponderante, «una gran energía ha sido dirigida hacia el descubrimiento de una conexión genética» (Fee 2006:2990).2 Algunos antropólogos han analizado las políticas raciales que sustentan el estudio genómico de la diabetes tipo 2 (Montoya 2011) y los riesgos éticos inherentes a la racialización de la diabetes ( Ferreira y Lang 2006).
Frente al esfuerzo que se ha puesto en hallar una vulnerabilidad de tipo genético entre la población indígena mexicana, magnificado por los medios de comunicación (Ocampo 2013, La Jornada 2014, Hernández s./f.) y que a menudo soslaya «las condiciones de inequidad, racismo, desigualdad socioeconómica, legal y cultural en que (los pueblos originarios) subsisten (Page Pliego 2011:9, citado en Yañez Moreno 2013:817-818 )», se vuelve imprescindible proponer un modelo de vulnerabilidad de tipo holístico, relacional y de larga duración que resalte las interacciones entre etnia, clase y género dentro de un contexto determinado históricamente. Para llegar a este modelo de vulnerabilidad es importante incluir el punto de vista de los sujetos. El estudio etnográfico, enfocado al entendimiento del punto de vista nativo (Malinowski 2002/1922), es particularmente apto para captar la complejidad del vivir con diabetes entre la población indígena.
Este artículo presenta las vivencias de pacientes ikojts3 del sur de Oaxaca y las analiza en sus múltiples dimensiones: subjetiva, familiar y colectiva. El estudio sugiere que para muchos ikojts la diabetes es una expresión de la vulnerabilidad, síntoma y metáfora de los cambios que han sufrido recientemente en su comunidad. Estos hallazgos son respaldados por una investigación etnográfica de corte fenomenológico de un año de duración (2013/2014). La finalidad fue entender las representaciones socioculturales de la diabetes, es decir, los significados compartidos y las experiencias de vida de los afligidos. Fue a partir de la interpretación de sus experiencias con la diabetes que he llegado a formular un concepto de vulnerabilidad de tipo relacional que es fundamental para atender las preocupaciones de las poblaciones indígenas y plantear intervenciones de salud pública apropiadas.
San Dionisio del Mar, Oaxaca: una comunidad ikojts
San Dionisio del Mar es cabecera del municipio homónimo y cuenta con alrededor de 3 000 habitantes. Es una de las cuatro principales comunidades de etnia huave del istmo de Tehuantepec, aunque su composición es plural dada una importante presencia zapoteca y un menor número de mestizos, zoques y mixtecos. Tradicionalmente, la mayoría de las familias viven de la pesca y del campo, donde cultivan principalmente maíz para autoconsumo, además de ajonjolí y sorgo para venta. La cultura huave ha sido definida como una cultura lagunar (Signorini 1982), dada la cercanía con las lagunas del istmo y la influencia que estas han tenido en su desarrollo biológico y cultural. La pesca es una actividad clave en definir su identidad comunitaria y étnica frente a la sociedad zapoteca y mestiza.
Aunque las actividades primarias siguen siendo determinantes en el sostén de las familias ikojts, ya no son suficientes para su reproducción. Dramáticos cambios socioeconómicos durante las últimas cuatro décadas los han hecho recurrir a pluriactividades (e.g., venta de comida, comercio en pequeña escala, trabajo asalariado) y a la migración, tanto hacia los grandes centros urbanos del país como a Estados Unidos. El proceso de absorción en el Estado nación a través del mercado capitalista, impulsado más agresivamente a partir de los años setenta del siglo pasado (Frey 1982), ha tenido resultados mixtos: aumento de la escolaridad para ambos sexos a costa de la pérdida de la lengua materna; mayor conexión con la ciudad, modernización de los medios de producción, junto con una dependencia creciente respecto del capital y la contaminación de las lagunas; mejor manejo de las enfermedades infecciosas y acceso a los servicios biomédicos, pero con un incremento de las enfermedades crónicas; inclusión de nuevos productos alimentarios (aceite, azúcar, arroz, carnes rojas, bebidas carbonatadas y cerveza) aunado a una pérdida de soberanía en ese renglón; mayor flujo de dinero, pero acompañado por una estratificación social cada vez más intensa y por la persistencia de la pobreza. Los últimos datos disponibles de Coneval indican que en 2010, 85.9% de la población vivía en pobreza, mientras solo 1.3% podía considerarse no vulnerable. Estos cambios sociales, fomentados por el Estado en la entera zona del istmo dentro de un marco desarrollista (piénsese, por ejemplo, en el Plan Huave o el Plan Puebla-Panamá y, más recientemente, en las Zonas Económicas Especiales), han incidido de manera profunda en la conciencia etnohistórica de los ikojts, agudizando su dependencia hacia el exterior, exponiéndolos al despojo neoliberal de sus recursos y generando nuevas formas de sufrimiento social.4Este sufrimiento se filtra a través de las experiencias mórbidas de los sujetos de este estudio. Lo que aquí se plantea, entonces, es que la experiencia de la diabetes entre los ikojts es una transición nueva, que sin embargo se enraiza en una secuela de transiciones conflictivas que han venido dándose a lo largo de su historia.
Contexto epidemiológico y médico
Durante las últimas seis décadas, en San Dionisio la diabetes ha pasado de ser un misterioso y raro acontecimiento a una presencia lamentablemente difusa, tanto que, en palabras de un anciano campesino, «hoy en día todos la tienen, desde que son así de chiquitos». Los datos epidemiológicos sobre diabetes en la comunidad son fragmentados y de difícil acceso. En 2016, la clínica rural IMSS-Oportunidades (única presencia médica en la cabecera de San Dionisio del Mar y en operación desde el 1979) tenía bajo tratamiento a 170 diabéticos (comunicación personal de los médicos pasantes). Si consideramos que hay 1 678 personas derechohabientes de servicios sanitarios del IMSS, esto significa que más de 10% tiene un diagnóstico de diabetes. Estos datos son parciales y no nos arrojan el cuadro epidemiológico completo de la comunidad, dado que no contamos con información acerca de las personas que desconocen su padecer, las que no demandan o no tienen acceso a atención médica y las que la reciben por otras instituciones. Según un farmacéutico local, es probable que haya alrededor de 300 diabéticos. A pesar de la gravedad de la situación, hasta la fecha no ha habido iniciativas institucionales de prevención y manejo de la enfermedad, además de lo ofrecido por el programa Oportunidades, ahora Prospera. El tratamiento médico de base consiste en el manejo dietético y farmacológico, principalmente basado en metformina y glibenclamida (fármacos hipoglucemiantes orales). Las citas médicas generalmente son cada dos meses, aunque pueden darse con más frecuencia. Los médicos pasantes, actualmente dos, dan consulta a alrededor de 70 pacientes diabéticos al mes, de los cuales solamente 20 tienen su glucosa bajo control, generalmente varones. El hospital de referencia para la clínica de San Dionisio del Mar se ubica en Matías Romero (a 90 km de distancia). Sin embargo, dada la lejanía, los médicos generalmente mandan a sus pacientes a urgencias en el Hospital General de Juchitán de Zaragoza (a 60 km). Esto no garantiza que reciban atención médica, dada la falta de insumos, medicamentos e infraestructura, lo cual resulta común en otras localidades istmeñas y que ha llevado a los trabajadores del sector a suspender sus labores en varias ocasiones y por periodos prolongados. Así, retinopatías, cuidado del pie diabético e insuficiencias renales quedan a cargo de los pacientes y sus familias. Las fallas estructurales del sistema de salud son un índice, entre otros, de las profundas disegualdades del país.
Métodos
El trabajo de campo se realizó con personas con diagnóstico previo de diabetes de tipo 2 autorreportado. Dado que al principio de mi estancia no obtuve la colaboración del médico de la clínica, quien dijo que no daba entrevistas por miedo a que sus palabras fueran mal representadas por investigadores o periodistas, los pacientes fueron seleccionados con técnica de bola de nieve a partir de mis conocidos. En total, entrevisté a 38 personas de ambos sexos, aunque predominantemente mujeres (26 vs 12). La edad media fue de 56.4, con el más joven de 24 años y el más anciano de 79. La mayoría de los entrevistados, correspondiente a alrededor de 43%, estaban afiliados al programa Oportunidades, lo cual denota escasez de recursos; 11% correspondía al ISSSTE y 31% declaró no tener cobertura alguna. De estos, la mitad pertenecía a redes familiares sólidas con recursos materiales, de varios tipos, disponibles. Los demás o no contestaron o declararon haber sido afiliados al programa Oportunidades en el pasado.
Las entrevistas semiestructuradas exploraron los ámbitos del modelo médico explicativo (Kleinman et al. 1978), aunque muchas se convirtieron en narrativas del padecimiento (Kleinman 1988). Se realizaron todas en español, menos dos que se hicieron en lengua materna. Estas fueron transcritas y traducidas por un colaborador nativo en mi presencia, para poder discutir el significado del léxico utilizado por los entrevistados. Las conversaciones con personas diabéticas constituyeron solo una parte del proceso investigativo. También llevé a cabo alrededor de ochenta entrevistas sobre múltiples aspectos de la vida social, económica, ritual y religiosa de la comunidad. Además participé intensamente en los acontecimientos del pueblo y conviví largos ratos con un par de familias con miembros diabéticos. Por un tiempo limitado (dos meses) tuve acceso a la clínica (ocupada por otro médico) y observé la relación médico-paciente. Hay que enfatizar que esta investigación se caracteriza por una estancia prolongada, ya que trabajo en y con la comunidad desde 2009. Esto facilitó el desarrollo de una orientación fenomenológica, con su énfasis en los procesos empáticos (Hollan 2008, 2012) que se construyen a través del tiempo, el descubrimiento de saberes corpóreos por medio de la activación de los sentidos y la atención a las emociones (Stoller 1989). Muchos hallazgos derivaron de convivir y el compartir experiencias más allá de las meras entrevistas. Los resultados que se presentan aquí son una extrema síntesis del conjunto de este trabajo. Antes de entrar en la etnografía, vale la pena dedicar unas líneas a los principios de un acercamiento de tipo fenomenológico.
Consideraciones teóricas
La tarea fenomenológica consiste en una descripción atenta y cuidadosa de las experiencias tal y como se ofrecen en la vida, suspendiendo en la medida de lo posible las creencias e ideas previas que sesguen el contacto primordial (García 2009:16)
La fenomenología, tradición filosófica desarrollada a partir del trabajo fundador de Edmund Husserl (2014), se pone como reto el descubrimiento del mundo previo a su representación a través de la inmediatez de la experiencia.5 Para Merleau-Ponty (2005), el mundo no es lo que uno piensa sino lo que uno vive y está «ahí» antes de que la reflexión empiece. Para Heidegger (1962), la naturaleza del mundo que nos rodea no se descubre por sus propiedades abstractas, sino por su rol y presencia en nuestra experiencia. La fenomenología descubre la representación solo después de haber explorado la experiencia inmediata, prerreflectiva y preteorética. Esta postura ha cobrado influencia en la antropología, sobre todo en el ámbito de los estudios que ponen el cuerpo en el centro de la atención. Desde el trabajo pionero de Scheper-Hughes y Lock (1987) que postuló a la fenomenología como instrumento para entender el cuerpo individual y la vivencia, los trabajos que exploran sentimientos, emociones, afectaciones (Scheper-Hughes 1992, Green 1999, Wikan 1990, Desjarlais 1992) han buscado no limitarse al estudio de cómo los sujetos representan sus experiencias, sino también de cómo las viven en su inmediatez y en el flujo cambiante del día a día. Sin embargo, el afán de liberarse del acercamiento hermenéutico-semiótico a la cultura, hasta entonces prevalente, ha revigorizado un dualismo lenguaje/cuerpo que niega el solapamiento y la complementariedad de estos. Al contrario, la representación a través del lenguaje también es una experiencia multisensorial, material y emocional (Porcello et al. 2010:60 ).
Mi investigación se fundó sobre este último entendido y buscó seguir los acontecimientos cambiantes en la vida de las personas con diabetes, sin omitir sus narrativas. Estas no son meras representaciones, sino activas organizadoras de sentido y moldeadoras de las experiencias de vida. Como Jackson subraya: «la narración no nos ayuda necesariamente a comprender el mundo conceptualmente o cognitivamente; más bien, parece trabajar a un nivel ‘protolingüístico’, cambiando nuestra experiencia de los eventos que nos han sucedido restructurándolos simbólicamente» (2002:16). En este sentido, «cuerpo y voz no se pueden separar» (Becker 1997:193). El sentido de vulnerabilidad que la experiencia de vivir con la diabetes genera se articula tanto corpóreamente y tal vez de manera desgarradora, como narrativamente, en cuentos individuales y colectivos.
La diabetes como expresión de vulnerabilidad, síntoma y metáfora corporal, sintetiza múltiples sucesos violentos que se inscribieron en el cuerpo y en el horizonte de sentido de muchos ikojts. En este tenor, el concepto de vulnerabilidad aquí empleado difiere de los usos más comunes en la ciencia médica, social y política, las cuales categorizan de manera objetivista y objetivante a individuos o grupos sociales con base en criterios preestablecidos. Vulnerabilidad aquí tiene que ver con las relaciones desiguales en las cuales personas y grupos se desenvuelven, viven y luchan; que contribuyen a reproducir y desdibujar; y que experimentan en sus subjetividades.
La dimensión histórica de la vulnerabilidad
Cuando preguntaba por qué tantas personas en San Dionisio sufren de diabetes, la gente a menudo me contestaba con un lacónico «¡Quién sabe!» Sin embargo, a esta súbita respuesta, y después de un momento de silencio, seguía una serie de observaciones acerca de cómo se hacían las cosas antes y después de emerger la enfermedad. Los ikojts son casi unánimes en decir que anteriormente vivían vidas más largas y sanas. Aunque admitan que su existencia era más dura y dar de comer a tantos hijos requería un gran trabajo en el campo, en el mar y en la casa, la gente era más fuerte y poco inclinada a enfermarse.
Lo que mis entrevistados entendían por «anteriormente» no es discernible de inmediato. Algunas veces, se refiere al tiempo lejano de los ancestros, es decir, antes de la Conquista, cuando los ikojts «no tenían bautizo» y «tenían poderes» que ahora se consideran sobrenaturales; más a menudo se refiere al tiempo de los abuelos o a la propia infancia. A pesar de las discrepancias, estas remembranzas tienen el sabor de la nostalgia por un pasado armónico ya perdido. Estas reflexiones, históricamente acertadas o no, pueden considerarse una «voz autobiográfica colectiva» (Lang 2006:58 ).
Ricardo, un campesino ya en sus ochenta, quien cubrió cargos importantes en la comunidad, recuerda a la primera persona en enfermarse de diabetes en San Dionisio del Mar: Alejandro, hijo de una prominente familia zapoteca, los Pineda, quien fue presidente municipal en 1942 y 1947.
Un Pineda llegó aquí y se estableció en esta tierra. Los Pineda eran de Juchitán y tenían ganado. Pobres huaves, ¿qué podían ganar del mar? Esa gente era la que tenía el ganado. Sí, la familia Pineda. German Pineda vivió aquí. El padre de Alejandro era Pineda pero la madre era huave, así él era Cuevas Pineda. Se hizo rico aquí, tenía mucho ganado, y se enfermó de diabetes, fue el primero en tener ese diabetes, ese diabetes terrible hizo que se tuviera que cortar su pie. Hilarión Rodríguez también tuvo ese diabetes. ¡Los dos tenían! ¡Oh! ¡Ahora casi todos tienen! Antes no. Solo esos dos hombres tenían.
León, otro anciano señor, recuenta su historia dándole una interpretación significativa:
Ese hombre tenía ganado. Antes, aquí la gente no tenía mucho ganado, no hay persona que dijera «¡Ah! ¡Quiero ser rico!». No teníamos ningún interés en acumular cosas para tener una vida mejor. La gente no compraba cosas. Solo iban a pescar. Bueno, ese finado Alejandro trabajó en el campo, crecía maíz, y también tenía un rancho y ganado, por eso lo llamaban don Alejandro. Pero fue el primero en tener ese diabetes. Solo él. Bueno, se dice que le dio porque no trabajaba, eso es porque te da la enfermedad, porque no sudas. Si soy rico, mañana estoy en la casa. No trabajo. El día siguiente lo mismo. Solo adentro, bajo la sombra. Ahora, si sudas, el dolor deja tu cuerpo. Así querían cortar su pie. Pero él no quería. Pero la enfermedad avanzó, así que le cortaron primero una pierna, luego la otra. ¡Al final murió! Y aquí (en San Dionisio) no había ese diabetes. Después de su muerte, nadie más tuvo. Pero luego apareció otra vez y ahora, ahora todos hablan de azúcar, todos tienen.
Ambas narraciones enfatizan la diferencia en estatus y riqueza entre don Alejandro y los demás ikojts, discrepancia evidenciada por la contraposición entre ganadería y pesca, esta última una actividad típicamente huave e ideológicamente asociada a la vida frugal, tipificación de la moderación y la equidad comunitaria. León remarca que en aquel tiempo los ikojts no solamente no sabían cómo volverse ricos, sino que no tenían ningún interés en la acumulación. Dentro de este marco ideológico, es muy elocuente el hecho de que la diabetes de Alejandro sea asociada con su estatus, tan desigual respecto del resto de la población. Igualmente importante es el origen alóctono de Alejandro, que lo asimila al mundo de la ciudad y de los zapotecos, tradicionalmente hegémonicos en esta relación interétnica. La señora Virginia, diabética por 18 años, confiesa: «Nosotros aquí no sabíamos la diabetes. Lo escuchábamos como una enfermedad de la ciudad, de Juchitán, pero aquí no». Milena, una mujer que ha vivido con diabetes por 15 años, expresa el problema y la solución de la siguiente manera:
Ahora el pueblo no está bien, está dividido en partidos políticos. Necesitamos estar unidos porque es a partir de esta unidad que la comunidad prospera para sus hijos. (...) Necesitamos reunirnos en asamblea, hacer el esfuerzo para que las cosas regresen como antes. Hay que organizar a la gente, dejar la costumbre de ahora y regresar a como se hacían antes las cosas, a comer nuestra misma comida.
Aunque no es tan común que las personas en San Dionisio hagan un enlace tan explícito entre la diabetes y la necesidad de reorganizar las relaciones sociales y éticas a nivel comunitario, el testimonio de Milena presenta similitudes con las palabras de las viudas guatemaltecas entrevistadas por Linda Green (1999) , quienes articulan una etiología política de sus malestares: «Lo que necesitamos es unidad para poder demandar lo que queremos como indígenas» (Green 1999:120), o con las palabras de los dakotas/sioux, quienes asocian la diabetes con la pérdida de sus tradiciones (Lang 2006). De manera similar, desde una perspectiva ikojts, la diabetes es síntoma de la pérdida cultural, del quiebre de las relaciones entre paisanos y de las transgresiones morales que, en último análisis, fueron favorecidas por las presiones ejercidas por el orden ideológico y económico neoliberal, basado en la explotación intensiva de los recursos, la acumulación de capital y la desagregación social. Estos sucesos históricos, por un lado, se reflejan en las nostalgias de los ancianos y, por otro, en la incorporación de dichas fuerzas en los estados de salud y enfermedad de la población.
En la siguiente sección analizo a mayor detalle cómo la diabetes fue el resultado de una incorporación física de la modernidad de corte capitalista.
Vulnerabilidad como efecto de la cronicidad
El antropólogo Dennis Wiedman propuso la teoría de las «cronicidades de la modernidad» (2012) para entender, dentro de un marco biocultural, las enfermedades y las condiciones metabólicas. Según Wiedman, la diabetes es una incorporación física de la modernidad que refleja la respuesta, prolongada en el tiempo, del cuerpo a las cronicidades sociales y culturales que estructuran los hábitos en la cotidianidad (2012:595). Por cronicidad se entiende la falta de estaciones y variaciones en las actividades humanas, así como en los recursos explotados. Para Giddens (1990), la disociación entre tiempo y espacio es una característica clave de la modernidad. Claramente, la condición crónica del vivir es un acontecimiento histórico que influye en múltiples aspectos de la vida individual y colectiva.
Como he anticipado previamente, San Dionisio del Mar fue englobándose más marcadamente en el sistema capitalista a partir de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, cuando los partidos políticos permearon el tejido social de la comunidad y el Estado, por medio de créditos de inversión en el sector pesquero y agropecuario, logró la inclusión desigual del campesinado en la economía capitalista (Frey 1982). Esta inserción, especialmente visible en la revolución pesquera que ocurrió con la tecnificación de la pesca y la intensificación de la producción con fines comerciales en los años setenta, incrementó los flujos de dinero y determinó una serie de externalidades como la contaminación de las lagunas, la afectación de la fauna acuática y la dependencia de los pescadores hacia los intermediarios zapotecos y mestizos, quienes controlan vías de comunicación, mercados y gasolina. A nivel agrario, toda la región del istmo fue interesada por procesos de modernización que cambiaron profundamente las modalidades de cultivo. La inauguración del distrito de riego 119, por ejemplo, implicó que el cultivo del maíz zapalote ya no dependiera tanto de los ciclos de cultivo, además de que se introdujo el sorgo como planta redituable pero ajena al conjunto ceremonial tradicional. En San Dionisio, donde aún las actividades agrícolas son de temporal, la escisión de tiempo y espacio ocurrió con la pesca intensiva que prescinde de los ciclos reproductivos de la fauna y de los rituales de petición de lluvias a estos asociados.
Tales procesos fueron reflejándose en la transición alimentaria que se concretó, a pesar del aumento en el producto sacado del mar, en la disminución del consumo de productos pesqueros y la asimilación de carnes y productos altamente procesados en la dieta (Cuturi 1990). El desplazamiento del pescado por la carne (de res, puerco y pollo) puede considerarse «el cambio más dramático en los hábitos alimenticios huaves, tanto en términos culturales como de salud. Esta revolucionó los valores adjudicados al acto del comer, la manera en que la comida contribuye a crear un sentido de hogar y las prácticas a través de las cuales los huaves se constituyen como grupo étnico» (Montesi 2017).
Las cronicidades de la modernidad también se manifiestan en el desdibujo de las fronteras entre tiempo/espacio sagrado y pagano. El análisis de la transformación ocurrida en el sistema de fiestas, con su complejo intercambio de comida, revela en extrema síntesis las contradicciones propias de los nuevos patrones de consumo.
Las celebraciones religiosas, dado el estrecho vínculo entre calendario católico y ciclo agrícola, marcan los cambios de estación. La fiesta del patrón Dionisio Areopagita, por ejemplo, señala el pasaje de la temporada de lluvias a la de sequía. Sin embargo, y en paralelo al desarrollo capitalista en la comunidad (Frey 1982), el sistema de fiestas ha conocido una profunda transformación con la ampliación de la duración del evento festivo, el énfasis en el lado «pagano» y no estrictamente litúrgico de la celebración y el aumento en el consumo de alcohol. En paralelo, las ocasiones de festejo por bautizos, quinceaños, bodas, cumpleaños se han intensificado e incrementado en suntuosidad. La alta frecuencia con la cual se consumen platillos altamente calóricos -botanas fritas, atole de espuma, alcohol, refrescos, mole, pan de manteca- indica una cronicidad que confunde el confín entre ritual y profano, excepción y cotidiano. Una desestructuración que el sociólogo Fischler (2010) describe como pasaje de la «gastro-nomía» a la «gastro-anomía»; es decir, de la normatividad al desorden alimentario.
Este desorden en San Dionisio ha terminado codificándose e institucionalizándose en tradiciones renovadas, antiguas y modernas a la vez. Tal complejidad alimentaria y social es vivida por los ikojts con sentimientos encontrados, así como lo evidencian los siguientes testimonios:
«Hoy la gente celebra hasta el cumpleaños de su cotorro», exclamó un día Marcelo, de 45 años de edad y ciego por efecto de la diabetes. «Antes», me contó Gumercindo, «la gente tomaba, pero no mucho. La fiesta empezaba a las doce y alrededor de las seis ya terminaba». Sin embargo, hoy las fiestas son distintas y parecen encubrir ambiciones personales o de grupos particulares. Juan, un anciano, comenta: «Las fiestas hoy son puro baile y negocio», mientras José subraya: «La mayordomía ya está muy politizada». En ocasiones, patrocinar una fiesta puede ser una oportunidad para sacar un provecho económico a través de la venta del alcohol (Montesi 2012) y/o robustecer relaciones políticosociales, además de obtener estatus y prestigio.
El carácter total (Mauss 2011) de las fiestas y del intercambio de comida, alcohol y favores que esta conlleva explica por qué los diabéticos, a menos que sufran de complicaciones ya severas, raramente matizan su participación y disminuyen el consumo de alimentos y bebidas «restringidas» por la dieta. Además de tener una importante dimensión recreativa, las fiestas también presentan un elemento de obligación social que las vuelve casi ineludibles. A varias de las personas con diabetes con las que he trabajado, la enfermedad parece afligirlas más por el deterioro social que conlleva o por el deterioro físico. No poder ofrecer ayuda en la preparación de las fiestas es fuente de gran preocupación y tristeza, uno de los motivos por los cuales se rehúye el rol de enfermo. Blanca, una mujer de 60 años con la diabetes diagnosticada solo desde hace dos, expresa su sentido de aislamiento de la siguiente manera:
Estoy triste porque no puedo ir a la fiesta. Me canso luego luego y no puedo trabajar. ¿Para qué ir si no puedo trabajar? La gente se enoja y empieza a hablar que solo viniste a comer y te da vergüenza. Hay gente que dice ¿Para qué viene si no puede trabajar? Por eso lo único que puedo hacer es enviar mi limosna. Yo quiero ayudar pero no puedo, solo siento y miro. Así te sientes triste y peor tu azúcar.
Marcelina, de 70 años de edad y con una larga historia de diabetes y problemas para caminar, está preocupada porque en cuatro años la espera la mayordomía y no sabe si tendrá suficiente salud para cumplir con su propósito: «¿Cómo voy a hacer la mayordomía del Santo Patrón? ¡De alguna manera lo haré! ¿Cuántos años faltan? Por esta mayordomía es que le doy fuerza a mi corazón. ¡Patrón, sana mi pie para que pueda caminar!». A pesar de la preocupación, el compromiso que Marcelina tiene con el Santo y su pueblo le da la fuerza para soportar el deterioro de sus condiciones de salud.
Aunque las fiestas y la convivencia sean altamente apreciadas y tengan un rol simbólico fundamental en la reproducción social de la comunidad, la gente ha empezado a preocuparse por su carácter suntuoso, su frecuencia y sus excesos. Estos excesos desbordan el tiempo ritual y se vuelven costumbre mundana.
Arturo, de 39 años y con una diabetes descontrolada, comenta: «Antes la diabetes era en la persona adulta. Ahora, desde que uno es joven. La diabetes aquí está estacionada, ha ganado terreno y mucho. Por el mal hábito alimenticio. Aquí lo único que se menciona es que se murió por azúcar». Y sin embargo, durante nuestra conversación admite:
Yo no puedo dejar el refresco. Es que no acepto la enfermedad. Yo veo a mis hermanos antes de ir a dormir, toman un vaso de agua, yo tengo que comprarme un refresco, me levanto dos o tres veces en la noche a sorbetearlo y así estoy tranquilo. El día que no tengo el refresco yo creo que ese día me voy a morir. ¿Por qué? Porque lo he hecho costumbre.
Es este cambio de costumbre, en lo ritual como en lo cotidiano, que incita a diabéticos y no diabéticos a reflexionar sobre el progresivo decaimiento de las condiciones de salud a raíz de la ingesta de productos procesados y deslocalizados que sintetizan la alteración de prácticas culturales sedimentadas en el tiempo:
Antes nosotros no tomábamos ese mentada yumbo (…), no tomábamos ese refresco, cosa de químico, cosa de llegar de otro lugar. Mamá de nosotros puro de casa, el maíz va a cocer mi mamá, tenemos metatito de piedra, ahí mi mamá muele el maíz y hace tortillita, vamos a comer, (…) hacemos atole sin azúcar y no tomamos café (...) y mi papá fue a pescar, va a traer pescado del mar, nada que va a congelar. Antes atarrayita, va con su canasto, echa su pescado, cantidad de pescado, grande, ¡y brilla! Mi mamá lo va a abrir, nos va a llamar a nosotros, ¿Cómo lo quieren, hija? Asadito en la brasa, mami, vamos a ahorrar dinerito porque el aceite (es caro…) mejor no vamos a comer la grasa, el asado suelta la gordura del pescado donde está cociendo, si queremos dos, dos pescados cada quien, vamos a comer con la tortilla del horno. ¡Nada de ese Maseca, de tortillería! Ahorita ese maíz, ese polvo, ¡saber qué polvo es! (…). No comemos cosa de lo que hay ahorita. La gente, vas a ver, cualquier casa que vas a pasar, un Coca en la mesa en la mañana, un Coca a las doce, un refresco por la calle donde vayas. Creo que por este motivo (nos enfermamos).
Los efectos de una modernización que fragiliza la autonomía y soberanía local y crea nuevas formas de dependencia dentro de un contexto de subalternidad-subordinación y exclusión termina favoreciendo a los grupos dominantes que, cooptando expresiones culturales del grupo subalterno (Page 2013:128), reproducen condiciones de exposición, en ocasiones crónica, a la vulnerabilidad.
Incorporación del trauma y la vulnerabilidad a las inquietudes
Entre las condiciones de cronicidad que, en sinergia con la inactividad física y el mal hábito alimenticio, contribuyen al desarrollo de la diabetes también se encuentra la exposición al estrés psicosocial (Wiedman 2012:596 , Kelly y Ismail 2015). Hay abundante literatura, especialmente sobre la población latina (Mendenhall et al. 2012, Mendenhall et al. 2010, Mendenhall y Jacobs 2012, Poss y Jezewski 2002, Schoenberg et al. 2005), que demuestra cómo los pacientes diabéticos relacionan las causas de su padecer con algún trauma y cómo el manejo de la vida emocional es para ellos importante para controlar la enfermedad (García de Alba et al. 2006). Otros autores van más allá del trauma individual, proponiendo hipótesis sobre que las altas tasas de prevalencia entre poblaciones indígenas deben asociarse con el trauma histórico que han padecido a partir de la colonización ( Ferreira y Lang 2006).
La conexión entre diabetes y emociones fuertes y negativas (sobre todo susto, coraje y muina, pero también la tristeza y el pensar mucho) constituye una dimensión central del padecer en la vida de los ikojts con diabetes, y es una verdad compartida también por parte de los no afligidos. De los 38 diabéticos entrevistados, tanto hombres como mujeres, 30 relacionaron su enfermedad con una impresión fuerte o con una serie prolongada de situaciones de estrés. Sin embargo, los motivos sociales a raíz de sus trastornos emocionales variaron según el género. Mientras los hombres mencionaron accidentes en el trabajo, encuentros con animales peligrosos o hechos violentos en la calle, las mujeres atribuyeron su descontrol emocional a problemas intrafamiliares: una discusión fuerte con el marido, violencia física intrafamiliar, preocupación por las vicisitudes de los hijos. En estos relatos, el rol del alcohol en la exacerbación de las relaciones familiares fue central, y así lo ilustra el testimonio de Anita:
Digo yo, achaque, un susto, tuve un susto. Recién nos casamos con mi marido, toma mucho, toma y llega aquí, espanta nosotros, da un susto, agarra machete, agarra una silla, ya no sabes por dónde va y mis hijos todos están chiquitos, yo mucho enojo pues, me da muina, ¿por qué hace así? (…) Fíjate, crecí todos mis hijos, así estamos, a veces toma y me pega, me jala y después, cuando acabé de llorar, voy a limpiar mi ojo, voy a ir a traer agua, voy a bañar. A veces acabando de llorar, ya voy a echar mi comida, voy a decir a mis hijos: vamos a comer, ya durmió ese borracho, pero todo ese estoy juntando pues, estoy juntando seguro.
El vínculo entre diabetes y emociones fuertes, sustanciado por una compleja epistemología del cuerpo y de los procesos de salud/enfermedad, nos remite a la doble naturaleza de la diabetes: expresión de la vulnerabilidad, síntoma y metáfora corporal, donde experiencia somática y voz se entremezclan íntimamente (Hamui 2011). El cuerpo diabético, a través de su padecer, trasciende su problemática inmediata y habla de una alteración más profunda. Por medio de la aflicción, la persona diabética encuentra un lenguaje culturalmente apropiado (Nichter 1981) para narrar su historia y con ella negociar con los demás actores sociales su identidad y su posibilidad de acción social. Por supuesto, la narración y el padecer no son estáticos y monolíticos, sino que van cambiando junto al desarrollo de la enfermedad, a la sintomatología y al entorno sociocultural de la persona. Los familiares más cercanos a Anita reconocían que su diabetes se debía a las tensiones familiares del pasado, y con ella tenían una atención especial que manifestaban visitándola y, a veces, compartiendo comida.
Aunque las experiencias del padecer varían de persona en persona y a través del tiempo, el trabajo con los pacientes diabéticos muestra algunas coherencias que hablan de un marco cultural compartido. Primero, las narrativas del padecer indican en forma retrospectiva que un susto o coraje descontrolado afecta el estado normal de la sangre y el balance humoral: la sangre se calienta y se «corta», deja de fluir normalmente. El calor excesivo pone a la persona en un estado de alteración muy peligroso que cualquier acto incauto puede afectar en forma irreparable. Un trago de agua fría o un baño comprometen el equilibrio del cuerpo. De ahí a poco, la persona empieza a sentir una variedad de síntomas, entre ellos cansancio, mareo, dolor de cabeza, taquicardia, visión borrosa y desmayo.
Aunque todos pueden ser víctimas de una emoción desgarradora, los diabéticos son a menudo considerados particularmente sensibles al estrés y con una sangre más delgada y clara, es decir, más sensible: «Los que tienen azúcar se ponen bravos, una cosita y se alteran», me dijo una mujer no diabética un día. Los mismos diabéticos a veces interiorizan esta verdad: «No quiero llorar, no quiero, pero siempre no puedo hacer normal, ¡no puedo hacer valiente! (…) Estoy muy débil, por eso voy a escuchar una cosa y no aguanto».
Es importante señalar que algunos de los síntomas de la diabetes -pérdida de peso, mareo, vómito, cansancio, entorpecimiento de las extremidades- son muy similares a los del susto, lo cual posiblemente ha facilitado una interacción entre los saberes del campo biomédico y la epistemología indígena. Sin embargo, esta interacción queda ampliamente ignorada en el ámbito clínico, ya que las terapias biomédicas se centran en perseguir el control glucémico, casi exclusivamente a través del suministro de fármacos y del cambio de hábitos.
El enfoque biologicista del modelo médico hegemónico pone poca atención en la experiencia del padecer (Rock 2003) y no está diseñado para atender los aspectos espirituales de la enfermedad. Por ende, aunque los ikojts entrevistados asocian la diabetes con las curas biomédicas («esta enfermedad es para doctor, no para curandero»), con frecuencia recurren a sus terapeutas tradicionales, quienes curan sus almas, atienden sus sustos y tratan la causa última de su enfermedad, a la que evidentemente consideran de tipo social y espiritual.
La inclusión de la historia autobiográfica del paciente diabético, la posible colaboración con terapeutas tradicionales, la consideración seria del susto y de las emociones que los pacientes evocan dentro de sus experiencias somáticas constituyen un gran reto al acercamiento biomédico a la diabetes que se rige por un paradigma comportamentista que internaliza los procesos fisiopatológicos. Entender la diabetes como incorporación del trauma y atender los determinantes políticosociales, que inducen y avalan la violencia detrás de los traumas individuales, nos interrogan a todos, particularmente a médicos e instituciones, legisladores y tomadores de decisiones.
Vulnerabilidad como anticipación del daño
Si la literatura antropológica y los estudios biomédicos han llegado a reconocer que la diabetes también se arraiga en una exposición crónica al estrés psicosocial y que los afligidos vinculan su enfermedad retrospectivamente a eventos traumáticos, menor atención se ha dedicado a otras temporalidades y, en particular, al estrés que genera la anticipación del daño.
Entre los ikojts registré un miedo compartido a que la epidemia de diabetes se intensifique en razón del deterioro ambiental que muchos creen que se desencadenará en caso de instalarse en sus tierras un proyecto trasnacional de energía renovable planeado. La violencia política que se desató durante las negociaciones con las empresas y los tres niveles de gobierno generó un clima de sospechas, miedos y sufrimiento cuyos efectos, en términos de salud colectiva, aún están por estudiarse. La anticipación temerosa de un recrudecimiento de las «nuevas» enfermedades, sobre todo diabetes y cáncer, por efecto de la cementificación que conlleva la instalación de un parque eólico y por la pérdida de aceites que lubrican las turbinas, ha generado grandes preocupaciones. Además, las tensiones posteriores a la propuesta del proyecto trasnacional han desatado temores entre los ikojts, que sienten amenazada su existencia como pueblo indígena.
Scheper Hughes, al presentar la obra editada por Ferreira y Lang (2006) sobre diabetes y pueblos indígenas, subraya cómo la experiencia de la expansión colonial y su herencia, la ocupación y el despojo de las tierras por parte de la sociedad dominante producen cambios observables en el sistema endócrino, que afectan la producción y circulación de hormonas, incluyendo la insulina (2006:xix).
Adams et al. (2009:248) sugieren que «sin importar que los desastres efectivamente lleguen a pasar, estos ya han tenido un impacto en nuestro presente vivido». Reconocer que vivir en contextos de sufrimiento social y con la percepción de desastres inminentes puede originar ansiedad y otras situaciones de estrés socialmente estructuradas nos lleva a interrogarnos acerca del rol que la anticipación y la aprehensión de un futuro siniestro juegan en el desarrollo de enfermedades crónicas, desórdenes y discapacidades psicosociales desde una perspectiva de largo plazo (Adams et al. 2009:251).
Vulnerabilidad estructural y desconfianza
Los sandionisianos aprecian la disponibilidad de un servicio médico en el pueblo. Sin embargo, también lamentan la mala calidad de la atención, la cual, según ellos, se manifiesta en largas esperas, escaso abastecimiento de medicamentos, ineficacia de los medicamentos comparados con los del servicio particular, infraestructura inadecuada, privilegios asignados a algunos pacientes según las voluntades del personal médico, falta de preparación del médico y diagnósticos equivocados. Todos estos factores inducen a las personas a buscar atención sanitaria en la ciudad con médicos particulares y en farmacias, una conducta que se asemeja a la de otras poblaciones mexicanas marginadas (Molina y Palazuelos 2014).
Los más pobres postergan las consultas médicas, con consecuencias lamentables, como diagnósticos tardíos, escaso monitoreo del estado de salud e inconstante apego a los tratamientos. Además, los costos asociados con la atención médica particular son muy elevados y estos gastos contribuyen a precarizar las economías familiares, incluso las más acomodadas. A su vez, esto aumenta el sentido de culpa en los miembros de la familia que padecen diabetes, cuyas complicaciones se vuelven progresivamente más severas y más demandantes en términos sociales y económicos. Así, Jeremías, un hombre que ya lleva 30 años con diabetes y al cual han amputado ambas piernas a partir de la cintura, comenta su situación:
Yo ya no tengo esperanza de medicina, de doctor, de curandero. Ya estoy resignado. Ya probé todo lo que se pudo. Mi preocupación es (el entierro) porque aquí hay una costumbre de muerto, hacen un entierro, piden cuantas cosas. Eso es que piensa uno, ¿cómo va a hacer el que queda? Ahorita tiene mucho tiempo que no estoy ganando, no estoy trabajando, (la diabetes) acabó todo. Cuando empezamos (con la enfermedad) teníamos dinero: casita, lancha, changarrito, ganado, terreno, mi marrano, mi gallina; la enfermedad acabó todo.
Estos sentimientos de resignación están lejos de ser síntomas de fatalismo, pues manifiestan «los años de frustraciones y acceso inadecuado a la salud que, en parte, crea patrones razonados para evitar la atención» (Drew y Schoenberg 2011:177). Además, señalan la vulnerabilidad estructural que se reproduce a nivel institucional y llega a ser introyectada en el plano subjetivo.
Está fuera del alcance de esta sección describir de manera detallada las barreras institucionales a las que los pacientes diabéticos en San Dionisio, así como en otras comunidades indígenas, deben enfrentarse. Más bien, dado el enfoque fenomenológico de esta investigación, me interesa presentar cómo la vulnerabilidad estructural alimenta sentimientos de desconfianza hacia la biomedicina y, más en particular, hacia los servicios de salud del gobierno.
Quesada y colegas caracterizan la vulnerabilidad estructural como un concepto que «extiende las dimensiones económica, material y política de la violencia estructural para abarcar de manera más explícita (…) no solamente las causas político-económicas que generan estrés físico y psicodinámico, sino también las causas culturales e idiosincrásicas» (Quesada et al. 2011:341). Dichos autores enfatizan la relación dinámica que existe entre desigualdades y modelamiento de comportamientos, prácticas y autoconcepciones, es decir, subjetividades.
El concepto de vulnerabilidad estructural demostró ser muy útil al momento de interpretar los rumores de falsos diagnósticos de diabetes que circulaban entre varios sandionisianos, diabéticos y no diabéticos. Según varias personas, se dieron casos de doctores de la clínica o del hospital en Juchitán que convirtieron a personas sanas en diabéticas al suministrarles las pastillas para diabetes o provocarles un susto con el diagnóstico.
Paciencia, diabética desde hace tres años, acusa: «Los doctores mismos provocan la diabetes. Te dan las pastillas y, como eres pobre y no tienes dinero para ver si es cierto, las tomas. Luego descubres que no era cierto, que no tenías azúcar pero con tanta medicina, ahora ya lo tienes».
Lupe, cuatro años con diabetes, comenta que ella no la tenía cuando el doctor le prescribió los medicamentos que la hicieron enfermar. Por su parte, ella tomó las pastillas al sentirse obligada por el programa Oportunidades: «Tomo las medicinas por mis hijos, para que me den mi pedazo (de dinero)», un claro ejemplo de biopoder y disciplinamiento de las conductas (Foucault 1978) en virtud de una desigualdad de poder.
Estos testimonios se juntan a los de pacientes diabéticos que postergan intervenciones importantes para evitar ser operados en el hospital del gobierno y juntar suficiente dinero para clínicas privadas. Josefa viajará hasta Cancún, donde viven sus hijos, para una cirugía ocular, «si no, me joden el ojo». Cristina sostiene que pudo evitar una amputación ya planeada en el hospital general gracias a las curas de una clínica privada. Sus palabras demuestran el sentimiento difuso de involuntaria «biodisponibilidad» (Cohen 2005) que influye en las relaciones entre paciente, médico e institución de salud pública. Este sentimiento de biodisponibilidad, es decir, la percepción real o imaginada de tener un cuerpo disponible biológicamente y expuesto al manejo arbitrario por parte del personal médico, se alimenta de las desigualdades que caracterizan el sistema de salud público. Así, la estrategia de extensión de la cobertura médica por medio de médicos pasantes o equipos itinerantes, las carencias estructurales de los servicios y la falta de una atención adecuada a las especificidades culturales limitan objetivamente el bienestar de los pobladores indígenas y hacen que la discriminación se interiorice dolorosamente.
Lupe, de 57 años, reflexiona: «No sabemos si estos doctores son buenos. Puro van y vienen. Son aprendistas, no son doctores de verdad». Sonia, con 52 años, expresa un sentimiento similar: «La gente dice que estos doctores no están bien preparados, por eso es que los mandan a este pueblito. Si no, estarían en la ciudad». Martha, de 56, ofrece una lúcida explicación: «Estos doctores no saben, porque no han terminado su escuela. Por eso los traen aquí, porque así el gobierno no tiene que gastar dinero. Ponen a los doctores que no saben en la clínica y en el hospital porque los pacientes no pagan».
La conciencia de situarse en la escala más baja de la estructura social mexicana alimenta la desconfianza. Ser pobres y vivir en un «pueblito» rural y marginado son fuentes de una discriminación institucionalizada que es percibida como tal. La desconfianza llega a ser tan fuerte que a veces fomenta miedos agudos, como los de Iselda (I) y Eugenio (E), una pareja en sus sesenta, ella con diabetes:
E: Yo nunca voy a ir con el doctor, me da miedo, me va a matar, me va a dar un calmante y ya.
I: ¿No ves en el hospital general cuántos mueren? Te lo traen culo culo, nada de ropa, ¡así!
E: Ya quieren que se muera de una vez. Mismo gobierno quiere matar la gente enferma.
Yo: ¿Por qué piensan que el gobierno quiere matar a los enfermos?
I: Para que ya se queda poco, ya mucho bastante (somos). No hay trabajo y ya hay cantidad de alumno. Ya hay mucha gente y el gobierno no quiere más.
Eugenio: A ese (doctor) de gobierno no voy. Solo particular.
Y así como Eugenio e Iselda, Fulgencia sintetiza: «Debes pagar para recibir atención médica». La mercantilización de los procesos de salud/enfermedad/atención y de la vida misma hace que los sectores más vulnerables de la población utilicen sus pocas finanzas para asegurarse un margen de protección. La relación entre barreras institucionales y materiales de un lado y sentimientos de desconfianza del otro impiden un acercamiento positivo entre médico y paciente con consecuencias nocivas en la salud y en el seguimiento de las terapias. Si la vulnerabilidad estructural no es enfrentada y resuelta, los llamamientos al autocuidado y a la adherencia terapéutica seguirán siendo hechos en vano.
Discusión
En el lenguaje médico y epidemiológico contemporáneo, el concepto de «riesgo» es muy difuso y representa una categoría operativa que permite detectar grupos poblacionales vulnerables, así como patrones de conducta dañinos. El riesgo se considera calculable y objetivo. El concepto de riesgo generalmente omite lo que el concepto de vulnerabilidad acoge, es decir, la subjetividad, la cual, lejos de ser mero psicologismo, participa en la (de)construcción del riesgo, así como lo señala Nichter, ya que organiza las representaciones socioculturales del riesgo y las respuestas populares a este (2006:110). Las políticas públicas diseñadas para abordar las enfermedades crónicas ignoran las miradas de las personas que padecen diabetes, y en la actualidad se encuentran en el fracaso.
Recientes estudios entre población indígena indican que las enfermedades crónicas se están convirtiendo en una amenaza que pone en riesgo la misma existencia de las comunidades. Sin duda, considerar el factor étnico en el estudio de la fenomenología de la diabetes no es sencillo, ya que la definición misma de «indígena» es controvertida y las condiciones de vida de estos pobladores pueden variar considerablemente, sobre todo si se toma en cuenta el gran número de personas que migran en forma temporal o permanente.
Un esfuerzo sustantivo se está llevando a cabo para conformar un banco de ADN de las diferentes etnias mexicanas que permita identificar componentes genéticos asociados con la susceptibilidad a enfermedades como la diabetes, proyecto cuyo significado político y social aún está por investigarse. Al lado de estos estudios genéticos, consideramos que es importante contar con trabajos etnográficos que exploren la etnicidad en otros términos, es decir, la forma en la que influye en los procesos de salud/enfermedad/atención desde las perspectivas subjetiva, cultural y político-social.
A partir de una investigación de corte fenomenológico que integra la experiencia del padecer con la de la representación individual y colectiva, he demostrado cómo para los ikojts la diabetes es una metáfora de la vulnerabilidad, es decir, la «percepción real de estar» y, agrego yo, haber sido «expuesto a algún padecimiento o desgracia» (Nichter 2006:110). He intentado describir cómo la diabetes permite a los afligidos articular la experiencia de la vulnerabilidad en múltiples niveles, hecho que invita a una formulación holística, compleja y relacional del concepto de vulnerabilidad.
Como hemos visto en este estudio, la vulnerabilidad a la que da lugar la diabetes es articulada por los ikojts como el síntoma de una pérdida cultural a raíz de profundos cambios socioeconómicos, alimentarios y ambientales, que se han desarrollado en la segunda mitad del siglo pasado. Su mirada no se dirige nada más hacia el pasado sino que también se proyecta hacia el futuro y expresa preocupación por el recrudecimiento de la epidemia en el caso de la realización, en sus tierras ancestrales, de un proyecto trasnacional de corte poscolonial. Hay un entendimiento de que la diabetes se ancla en procesos de desigualdad y despojo. Asimismo, el nostálgico y parcialmente romantizado recuerdo de un pasado en el cual los ikojts eran fuertes, sanos y libres de mayores situaciones de estrés, apunta a un progresivo deterioro físico que tiene que ver con el consumo de productos ajenos a su dieta tradicional. En el plan de la etiología individual y de la experiencia del padecer, la diabetes se presenta como la incorporación -a menudo acumulativa- de traumas relacionados con diferentes formas y grados de violencia. Aunque los pacientes diabéticos manifiesten sus sustos y corajes en la consulta médica, estos quedan desatendidos en razón de que no responden al paradigma de comportamiento a partir del cual se estructura la terapia médica para la diabetes. La discordancia desatendida entre las perspectivas de médico y paciente es un ejemplo que esclarece la disparidad en el encuentro clínico, hecho que representa una barrera al otorgamiento de un servicio de atención médica sensible y eficaz. La relación médico/paciente está además comprometida por las desigualdades estructurales e institucionalizadas que impiden el otorgamiento de servicios médicos de calidad.
Estos límites objetivos nutren una radical desconfianza del paciente indígena hacia los servicios públicos de salud. Aquí, el factor étnico se entremezcla con el estatus social y la clase y los lleva a un sentimiento de miedo hacia el poder de vida y muerte que el médico, en cuanto agente del gobierno y del Estado mexicano, tiene sobre sus vidas.
Esta formulación de la vulnerabilidad -históricamente generada, enraizada en desigualdades estructurales, incorporada y somatizada, acumulativa y afectiva/emotivamente mediada, institucionalmente estructurada, materialmente limitante y subjetivamente resignificada- nos remite al acercamiento antropológico al tema (Quesada et al. 2011). Desde este enfoque la acepción del término contrasta con la perspectiva de las ciencias médicas, que ponen énfasis en los factores individuales e internos a los mecanismos fisiopatológicos de los organismos. El estudio de caso aquí sintetizado constituye un ejemplo de cómo la investigación etnográfica de corte fenomenológico puede contribuir a profundizar el entendimiento de la epidemiología en poblaciones indígenas y contribuir a establecer puentes entre diversas disciplinas cuyas propuestas concretas de intervención incluyan «las “miradas profanas” en la ciencia formal» (Hersch-Martínez 2013:514).
Conclusiones
El estudio etnográfico de corte fenomenológico permite y sugiere:
Reconocer que el concepto de vulnerabilidad a emplearse para el estudio de la epidemia de diabetes debe ser de tipo holístico, relacional y de larga duración, que resalte las interacciones entre etnia, clase y género dentro de contextos determinados historicamente;
Incluir las miradas de personas, familias y comunidades desde su propio mundo experiencial;
Desarrollar sensibilidad y métodos adecuados para explorar las vivencias de las personas con diabetes, tomando en cuenta que sus experiencias son cambiantes y expresadas tanto corpórea como narrativamente;
Ampliar y, cuando necesario, cuestionar aquellos acercamientos epidemiológicos y médicos que objetivizan y esencializan el riesgo, pero excluyen la subjetividad como dimensión central de la vulnerabilidad;
Explorar la vulnerabilidad a partir de las relaciones desiguales en las que se desenvuelven individuos y grupos;
Averiguar las formas en las que la experiencia de la vulnerabilidad (de)construye el riesgo por parte de los que padecen el daño;
Estar abiertos a la desmedicalización de las intervenciones en salud pública, ya que se reconoce en el sufrimiento social una matriz fundamental de la base de la epidemia de diabetes y que requiere acciones que encaren las relaciones desiguales de poder que determinan lo patológico.