Introducción
Las dimensiones espaciales y temporales han sido una preocupación central en mis investigaciones más recientes. En particular, me he interesado por analizar las problemáticas que las sociedades wixaritari (wixárika en singular) han vivido a lo largo del tiempo con respecto a sus territorios. En esta empresa ha sido de enorme utilidad la propuesta de Rogério Haesbaert (2011 [2004]:6; 2013:37), quien emplea el término de multiterritorialidad para referirse a la existencia simultánea de diferentes configuraciones territoriales, a la posibilidad de experimentar o articular territorios al mismo tiempo o al hecho de asistir al entrecruzamiento de territorios que pueden resultar en sí mismos múltiples o híbridos. Este es el tema central del trabajo de mi autoría titulado Los wixaritari. El espacio compartido y la comunidad (Medina, 2020a).
El punto de partida fue la investigación etnográfica que llevé a cabo en comunidades wixaritari de los estados de Jalisco, Nayarit y Durango, a través de la cual recopilé datos provenientes de 37 asentamientos que se definían como comunidades tradicionales; esta denominación, si bien se enuncia en castellano, es una categoría nativa que se emplea para referirse a un colectivo que se organiza a partir de los principios que rige el costumbre wixárika, conformado por un vasto acervo de procedimientos rituales, literatura oral, formas de gobierno, actividades económicas, etc. Se refiere, por tanto, a todos los rasgos singulares con los que ellos mismos se caracterizan como wixaritari.
Las 37 comunidades tradicionales mostraron un común denominador: la existencia de conflictos territoriales de diversa índole, problema que afectaba dos ámbitos fundamentales: el espacio compartido o el Gran Quincunce y la comunidad. Esta dicotomía sirvió para dar título al libro de mi autoría que ya he mencionado (Medina, 2020a), el cual ha despertado cierta polémica derivada del análisis de las investigaciones precedentes a la luz de los datos etnográficos e históricos recabados, lo que lleva a un nuevo posicionamiento ante la problemática territorial. Al respecto, mi estimado amigo y colega Paul Liffman (2022) elaboró un artículo que tituló «Territorialización, ideología ritual y el Estado virtual de los wixaritari», al cual busco dar respuesta en estas líneas ampliando la explicación del fenómeno analizado.
Son tres los temas que quisiera desarrollar y en los que considero que se centran los comentarios de Liffman. En primer lugar, haré algunas precisiones acerca de la oposición entre los conceptos que he llamado el espacio compartido o el Gran Quincunce y la comunidad; luego explicaré la manera en que se piensan la alteridad mestiza y el Estado nación, y por último me referiré a la reproducción de las rancherías y las comunidades wixaritari. Me parece que estos tres temas han sido de enorme importancia, tanto en las investigaciones de Liffman como en las del que esto suscribe, y que también lo son para las sociedades wixaritari con las que colaboramos por la trascendencia que tienen en su lucha para la defensa del territorio que es, sin duda, una de sus principales preocupaciones.
El espacio compartido y la comunidad, punto de partida para el estudio de la multiterritorialidad
Los comentarios de Liffman -aun cuando no lo menciona- me traen a la memoria un trabajo que podría ser considerado pionero en el estudio de la multiterritorialidad, la magnífica etnografía de los winnébago escrita por Paul Radin (1923:188-189).1 El trabajo documenta la existencia de dos maneras de pensar el mismo espacio en el interior de una sola aldea, descripción etnográfica que inspiró las reflexiones de Claude Lévi-Strauss (1995[1956]) acerca de la existencia simultánea de estructuras diametrales y concéntricas en una misma sociedad. Liffman denuncia que no consigue encontrar una oposición estructural, simétrica y equilibrada entre el espacio compartido y la comunidad de los wixaritari, y lo cierto es que concuerdo con él, ya que no pretendo presentar un modelo de este tipo ni reducir el fenómeno a dicha dicotomía, ya que se trata de un asunto más complejo.
Entre los wixaritari he podido documentar la coexistencia de diferentes nociones territoriales, cada una de ellas relacionada con ciertos principios de organización, pero que no son susceptibles de ser representadas en su conjunto con modelos tan armoniosos como los que formulaba el maestro del estructuralismo. El punto de partida fue la oposición que los mismos informantes plantearon como la más fundamental, la que establecieron entre dos nociones territoriales que ellos habían descrito como contradictorias: el espacio compartido o el Gran Quincunce y la comunidad. Esto inquieta a Liffman, quien cuestiona que se trate de dos nociones contradictorias, ya que considera que ambos espacios son pensados como «la morada de los ancestros deificados (kakaiyarita)» y que «a veces las mismas comunidades son ‘espacios compartidos’ entre varios grupos étnicos» (Liffman, 2022:2-3). Estoy totalmente de acuerdo con ambos enunciados; en mi propio trabajo insisto en que los ancestros deificados se encuentran en muchos lugares del entorno y en que las comunidades pueden ser pluriétnicas, particularmente en las áreas donde colindan los wixaritari, los náyerite (coras), los o’dam (tepehuanes), los nanawata (mexicaneros) y los «mestizos» o teiwarixi.2 Esto no quiere decir que las comunidades tradicionales sean espacios abiertos para que los habite cualquier persona que viene de afuera (Liffman, 2022:2-3). Confusiones como esta hacen que sea preciso explicar la manera en la que se oponen ambos territorios.
El espacio compartido corresponde a ese que las investigaciones precedentes han caracterizado como «el territorio sagrado», donde las diversas comunidades wixaritari interactúan con otros pueblos indígenas (náyerite, o’dam y nanawata) y «mestizos». Este territorio se extiende desde el área costera de San Blas, Nayarit, hasta el desierto en el Altiplano Potosino; y desde el sur de Durango hasta el lago de Chapala, en Jalisco. Es el espacio por el que transitan a lo largo de sus peregrinaciones, es la residencia de los ancestros deificados que encarnan elementos del paisaje como cerros, manantiales o la flora y la fauna que los habitan. Es un ámbito contenedor de relaciones esenciales para todos los pueblos wixaritari, un área definida por las redes con propios y vecinos, entre contemporáneos y ancestros, es un producto de dichas interacciones ya que, como bien ha señalado David Harvey (2006:273), los procesos no solo ocurren en el espacio, sino que también definen su propio marco espacial.
Este espacio compartido que se organiza a manera de quincunce, con cuatro puntos en los extremos y uno más en el centro, comprende territorios que corresponden a los actuales estados de Nayarit, Jalisco, Zacatecas, Durango y San Luis Potosí. Es decir, ese espacio ha sido dividido por las fronteras de las entidades federativas. A su vez, ha sido fraccionado por los límites de municipios, distritos electorales, unidades agrarias, propiedades privadas y otros que ha reconocido el Estado nación. En otras palabras, en el Gran Quincunce se sobreponen una multitud de territorios que se sustentan en el poder del Estado, y algunas de estas demarcaciones son las que erigen cercos que bloquean las antiguas rutas de peregrinación que se transitaban a pie y obligan a los wixaritari a llevar a cabo versiones resumidas a bordo de camiones o camionetas. Además, se superponen los territorios tradicionales de las sociedades originarias de la región, que aún no han sido objeto de estudios a profundidad.
Una característica adicional del Gran Quincunce o espacio compartido es que no tiene límites precisos. Si bien existen cuatro sitios sagrados que marcan los extremos hacia los rumbos cardinales, estos no establecen linderos que los unan o que conformen un polígono claramente delimitado. De hecho, la forma del territorio puede ser pensada de diversas maneras, la más popular es trazando cuatro líneas rectas que unen los puntos de los extremos para homologarlo a un tsikuri, objeto ritual que Lumholtz (1900) denominó «ojo de dios». También es posible que esos puntos se unan imaginariamente con líneas curvas y se elaboren cosmogramas con jícaras (Kindl, 2003) o que se piense que el universo tiene la forma de un peyote. También se dice que puede ser pensado con la forma de una flor que flota sobre el mar o un petate. En fin, no son tan importantes las líneas que se puedan trazar entre los puntos, como lo son los sitios sagrados en los extremos, los cuales pueden llegar a replicarse más allá de los lugares donde se encuentran.3
En contraste, la comunidad tradicional wixárika implica un espacio más acotado, con personas que conviven bajo la supervisión y representación de las autoridades tradicionales portadoras de las varas de mando conocidas como itskate. Formar parte de una comunidad implica ser miembro de un colectivo con fines comunes y el compromiso de colaborar con el resto de las familias que participan en el conjunto. El término «comunidad» al que me refiero en primera instancia deriva del castellano, pero los wixaritari se lo han apropiado para aludir a la confederación de grupos familiares que se identifican con las tierras comunales, que se articulan a partir de prácticas rituales y del trabajo colaborativo, y que son coordinados por los portadores de las varas de mando.
Las comunidades son la versión actualizada de lo que durante el virreinato fueron los «pueblos de indios», cuya fundación pretendía la concentración de los asentamientos dispersos para facilitar la evangelización y el empleo de la mano de obra nativa. Se trataba de una política de confinamiento que no tuvo el resultado esperado; en las últimas décadas, otro fenómeno al que me referiré más adelante ha llegado a reunir más gente en las cabeceras, pero sin perder el padrón de asentamiento disperso que siempre ha caracterizado a los wixaritari.
Como «pueblos de indios», los wixaritari tuvieron una posición privilegiada y estuvieron exentos de otorgar servicios personales y de pagar tributo, ya que ocupaban un espacio que fue constituido como la jurisdicción de las fronteras de San Luis de Colotlán, donde los pueblos se aliaron con los españoles para la defensa de las minas de Bolaños, la protección de sus caminos y la contención de los nayaritas (Velázquez, 1961:9 y 33). Esto porque al poniente «había una gran suma de indios bravos, enemigos, que salteaban a todos los que pasaban por el camino haciendo todo género de matanzas y robos» (Mota y Escobar, 1940 [1605]:134 ). Así, los pueblos wixaritari formaron parte de los ejércitos de indios flecheros del rey y contribuyeron a la reducción del Nayar en 1722.
Gracias a esto obtuvieron mercedes de tierras y gozaron de cierta libertad para gobernarse. San Luis de Colotlán contaba con un capitán protector de indios a la cabeza, designado por el virrey de la Nueva España, quien ratificaba a las autoridades de los pueblos nativos. Para el siglo XVIII sabemos que esas autoridades eran al menos tres y las elegían los mismos nativos: el gobernador, el alcalde y el alguacil (Velázquez, 1961:61). Actualmente, estos siguen siendo los principales itsikate o custodios de las varas, los cuales adquirieron dimensiones divinas cuando los pueblos wixaritari se los apropiaron. Los cargos se reunían en una casa que identificaban con el nombre de «comunidad», dentro de la cual había una caja de dinero que pertenecía al pueblo (Mota y Escobar, 1940 [1605] ; Velázquez, 1961:94). Las casas y los fondos comunales han persistido hasta nuestros días como componentes esenciales de las comunidades tradicionales contemporáneas.
El advenimiento del México independiente deparó nuevas dificultades para los pueblos indígenas de la región. La pérdida de sus privilegios fue inmediata, y el proceso llegó acompañado de un creciente acoso por parte de los colonos, los hacendados y los misioneros, lo que terminó por desintegrar la organización tradicional de los pueblos indígenas de Tenzompa, Soledad, San Nicolás, Nostic, Camotlán, Huajimic y Ostoc. En 1840 también regresaron los franciscanos, que prolongaron sus campañas evangelizadoras por 15 años e intentaron reducir a cenizas los templos de tipo tukipa (Rojas, 1992:passim), pero la rebelión lozadista interrumpió esta empresa.
En el siglo XX, el Estado mexicano implementó la reforma agraria para el reparto de tierras y el establecimiento de ejidos y comunidades -los cuales dividieron a los pueblos originarios-, y aunque eventualmente dotó o reconoció a las rancherías que escindió de manera forzada y a otras de reciente fundación, muchas quedaron insertas en unidades agrarias controladas por mestizos. La creación del estado de Nayarit y de nuevas demarcaciones territoriales para las entidades federativas contribuyó notablemente a la separación impuesta, a la fragmentación de los pueblos indígenas. Uno de los principales afectados fue el pueblo de San Andrés Cohamiata, que aún mantiene litigios en todos sus linderos y perdió la mayor parte de sus tierras.
En esa época también se popularizó el término de «comunidad indígena» para referirse a los pueblos originarios, el cual se homologó con el de «comunidad agraria» (Weigand, 1992a; Weigand y García, 2002). En la segunda mitad del siglo XIX, para lidiar con esta nueva situación los wixaritari incorporaron en sus sistemas de cargos a los comisariados de bienes comunales o ejidales como mediadores entre las autoridades tradicionales y los funcionarios agrarios. Aquí lo que cabe subrayar es que el territorio de las comunidades tradicionales, como ellos mismos se reconocen, no coincide con las tierras que les fueron reconocidas como unidades agrarias, ya sea comunidades o ejidos. Esto significa que, como ya he mencionado, existen diversas nociones territoriales imbricadas que se emplean simultáneamente, entre las que la unidad agraria y la comunidad tradicional son solo dos. Además, se encuentran las demarcaciones de las entidades federales y municipales, el Gran Quincunce y el Estado nación, entre otros.
Cabe recordar que el Gran Quincunce wixárika también se imbrica con los territorios tradicionales náyerite, o’dam y nanawata, así como con ejidos y comunidades agrarias mestizas, que muchas veces recibieron el reconocimiento de tierras en la reforma agraria tras haberse ostentado falsamente los posesionarios como indígenas. Con todas estas nociones territoriales deben lidiar las poblaciones de esta región del occidente mexicano. Como ya he dicho antes, el fenómeno es más complejo que una oposición dualista, pero esta se eligió solo como punto de partida para abordar un problema de mayor envergadura.
Dicho esto, debo detallar en qué consiste el contraste entre el Gran Quincunce o el espacio compartido y la comunidad, que especialmente preocupa a los wixaritari. La comunidad se puede caracterizar por su gobierno tradicional, el cual ya existía durante la época virreinal y es reconocido por las autoridades estatales. Igualmente, parece que las comunidades tienen relativo control sobre sus tierras, ya que la propiedad suele estar acreditada por las autoridades agrarias mexicanas, aunque, insisto, muchas veces las unidades agrarias son menores o no coinciden con las tierras que la comunidad tradicional considera propias, a pesar de que durante generaciones se han entregado a la lucha para que las extensiones originales sean reconocidas. Una peculiaridad de la comunidad tradicional, que contrasta con el Gran Quincunce, consiste en que se asume que debería tener límites claramente establecidos y que tiene la facultad de levantar fronteras que impidan el paso del exterior hacia el interior, aunque, en la práctica, cuando la tradición se impone sobre lo agrario, las comunidades se desbordan y pasan a generar redes allende sus fronteras, conformando territorios flexibles y discontinuos.
En el Gran Quincunce no hay un gobierno indígena, ni se ha establecido jamás una confederación de pueblos wixaritari para intentar controlarlo de manera exclusiva. Si bien este espacio comprende las comunidades tradicionales, incluye un espacio mucho más amplio que el que corresponde a la suma de estas, pues es un ámbito de especial interacción con la alteridad y con las deidades que ahí residen. En este caso no existe una apropiación legal, sino una más vivencial: las peregrinaciones y los rituales que ahí se llevan a cabo operan como el «ritornelo» al que hacen referencia Deleuze y Guattari (2003 [1988]), como la repetición cíclica de un proceso de territorialización. A cargo de ese constante proceso están los centros ceremoniales tukipa, los cuales no están interesados por establecer límites o fronteras infranqueables, sino por garantizar el libre flujo de los ancestros deificados que ellos mismos encarnan y que dan lugar a la alternancia entre la época de lluvias y la seca.
La contradicción se ha expresado de manera más clara cuando el acceso a un sitio de relevancia religiosa y destino de peregrinación es restringido por una comunidad, un ejido o una propiedad privada que lo hace suyo. Los principales lugares de culto son compartidos y visitados por todas las comunidades wixaritari y, aparentemente, todos están de acuerdo en que las prácticas tradicionales son ajenas a la apropiación legal del espacio. Muchas veces distinguen el territorio bajo dos categorías: «lo cultural» y «lo agrario». En «lo cultural» las fronteras no tienen sentido porque los lugares sagrados son de todos, aseguran. Muchas veces, cuando hablan de «todos» se están refiriendo a la humanidad, pero en otras ocasiones piensan en las sociedades indígenas y excluyen a las que no lo son.
Esta oposición se expuso insistentemente en años recientes, en los que Santa Catarina decidió prohibir a la gente de San Andrés Cohamiata el acceso a los sitios sagrados de Te’ekata y Teupa. Santa Catarina tomó esta iniciativa como respuesta a los litigios legales por los linderos, y todos los vecinos lo vieron como una enorme traición, un sinsentido, ya que lo agrario no debía mezclarse con lo cultural. En los últimos años se ha llegado a un acuerdo y les han permitido acceder nuevamente, aunque la confrontación por las tierras continúa.
Las cabeceras comunales y el presunto Estado tributario
Uno de los temas que abordo en Los wixaritari. El espacio compartido y la comunidad es la manera en la que estas sociedades nativas se han apropiado o, mejor dicho, han creado su propia versión del catolicismo, el cual se reproduce en diferentes ámbitos ceremoniales, pero encuentra su máxima expresión en las prácticas rituales de las cabeceras comunales. Muestro que, en este caso, como en el de las religiones mesiánicas de América del Norte estudiadas por Carlo Severi (2010), no registramos un cambio dramático en el cuerpo de la doctrina sobre la incorporación de elementos de la religión occidental, aun cuando frecuentemente la antropología haya caracterizado estos fenómenos como «híbridos culturales» o producto del «sincretismo».4 Más aún, se muestra que los wixaritari se autodefinen como católicos, pero, al mismo tiempo, son más que eso, ya que asemejándose o incorporando elementos exógenos a partir de sus propios principios regeneran lo que ellos consideran la auténtica tradición, que comparten con las demás sociedades vecinas. En el libro de mi autoría deseo destacar la producción de aquello que Carlo Severi caracterizó como una «situación paradojal», en la que «ser similar a ti equivale a ser lo opuesto a ti» (2010:281).
Como ya he mencionado, esta situación se hace más evidente en las cabeceras comunales, donde el sistema de gobierno se asemeja al de los «mestizos», pero se considera también opuesto a este; es donde residen las imágenes católicas que son identificadas como ancestros deificados (kakayarite), pero también son los primeros teiwarixi, los mestizos prototípicos. En este contexto, la incorporación de elementos foráneos les ha permitido permanecer fieles a la tradición indígena y, al mismo tiempo, asumirse como portadores de una tradición más auténtica. A través de la mitología, se explica que la tradición wixárika es mucho más antigua, que en esta se encuentra el origen de la humanidad y que de esta derivan otras sociedades.
Así, por ejemplo, se argumenta que toda la humanidad desciende de una familia apical que creó el universo y marcó los extremos del territorio wixárika. Esto se llevó a cabo a lo largo de la peregrinación primigenia que buscaba crear el sol y asistir al primer amanecer en el desierto potosino. Los personajes católicos (crucifijos, vírgenes y santos) formaban parte de ese contingente liderado por el héroe cultural Tamatsi Kauyumari, el hermano mayor venado. En el trayecto se produjeron las escisiones y las diferencias que darían lugar a las alteridades. Al respecto, compilé algunos relatos entre 1998 y 2004 que, coincidiendo con los que documentó Zingg (1998 [ca. 1937] ), describen procesos a través de los cuales los «mestizos» se convierten en la otredad tras cometer una serie de transgresiones rituales o comportamientos egoístas y antisociales.5
En la tradición oral está claro que las imágenes católicas de las cabeceras comunales tuvieron un origen indígena, que una serie de eventos los convirtieron en teiwarixi, y que estos son los ancestros apicales de los «mestizos» contemporáneos. No obstante, si bien muchas de las versiones que he recopilado durante los últimos años coinciden con estas, cabe señalar que cada vez es más frecuente que se niegue que los «mestizos» o teiwarixi -como se les conoce en lengua nativa- procedan de la misma familia primigenia y que se haga uso de narrativas que se refieren a la Conquista y al origen hispano de estos. En estas últimas se impone un discurso derivado de la apropiación de la historia oficial mexicana que divulga la educación pública. Sobre este aspecto llama la atención que la tradición oral wixárika -que se ha presentado como un discurso con vocación unificadora y cohesionadora- termine haciéndose de la retórica oficialista para convertir a la alteridad teiwari en un colectivo ontológicamente distinto, después de haberla integrado como parte de un pasado compartido. Asimismo, resulta interesante observar que el discurso oficial, que pretende fundir y amalgamar una diversidad social bajo el sello de la mexicanidad, sirva para generar divisiones que antes no existían.
Si bien en términos retóricos la tradición oral wixárika se ha pronunciado a favor de una unidad que trasciende la propia adscripción étnica, incluyendo a los vecinos, esto no es indicador de que ellos busquen conformar un «Estado mítico propio», o de que, por considerarse más antiguos, asuman que ellos mantienen una posición política de jerarquía que los coloca por encima de los demás. Es una expresión etnocéntrica, como las que podemos encontrar en todas las sociedades y que se expresan de maneras muy diversas,6 pero esto no significa que estén cegados y sean incapaces de racionalizar el poder que se ejerce desde el exterior o que piensen que ellos gobiernan el mundo entero.
En ese punto me he visto obligado a distanciarme de la interesante propuesta de Paul Liffman, quien asegura que para las sociedades wixaritari existe un «modelo de gobernanza territorial» que «caracteriza las prácticas ceremoniales y de subsistencia en torno a cientos de hogares familiares extensos como una red de ‘raíces’ que los ancianos han de ‘registrar’ burocráticamente ante un estado virtual (shadow state), presidido por ancestros divinos en lugares sagrados lejanos» (Liffman, 2012:24).
Dicha aseveración es el punto central del trabajo de Liffman y tiene al menos tres implicaciones que conviene destacar: en primer lugar, la presunta existencia de un sistema de gobierno estatal que subordina a todos los pueblos wixaritari bajo el mando de los ancestros deificados; en segundo lugar, la reproducción de un supuesto sistema tributario que se expresa en los intercambios rituales que suelen realizarse fuera de los templos de pertenencia, y, en tercer lugar, la presencia de una red que vincula todos los centros ceremoniales, la cual se identifica con la imagen de la guía de la calabaza o de raíces entrelazadas. Veamos cada uno de estos por separado.
Coincidido en el tercer punto; de hecho, las primeras investigaciones que realicé a finales de la década de 1990 concuerdan en muchos aspectos, pero de esto hablaré en el siguiente apartado. Por ahora conviene preguntarnos: ¿realmente es posible decir que los wixaritari se piensan como un Estado tributario? La respuesta que ofrezco en Los wixaritari. El espacio compartido y la comunidad es la siguiente:
La incorporación de imágenes católicas les permite, entonces, mantenerse fieles a la tradición indígena y asumirse como portadores de una tradición más auténtica. Esto no quiere decir, como ha sugerido Liffman (2012:58, 106), que eviten «racionalizar el poder del Estado sobre ellos», sosteniendo «que han dado al Estado su identidad»; mucho menos que incluyan a la «gente de otras etnias como sirvientes» para conformar un imaginario, un «Estado virtual indio» o «Indian shadow state». Los relatos míticos dejan claro que, en el origen, perdieron en casi todos los casos, pero algo más importante han conservado: la tradición y la capacidad ritual de recrear los ciclos naturales. Negar la avasalladora fuerza con la que se imponen los poderes externos sería solo una necedad contraproducente y, al respecto, los wixaritari tienen mucha claridad (Medina, 2020a:83).
Aquí conviene ampliar la explicación ya que, al parecer, este breve párrafo es el que ha generado mayor controversia, aunque antes debo insistir en que los wixaritari nunca se han negado a racionalizar el poder del Estado mexicano, pues siempre han sabido muy bien quién tiene la sartén por el mango. Por eso, actualmente consiguen negociar con eficacia con autoridades de diversos signos políticos. De hecho, es evidente que pactaron sensata y oportunamente cuando se conformó la frontera de San Luis de Colotlán y se convirtieron en parte de las milicias de indios flecheros. Ellos saben que son portadores de cierto poder, pero jamás se atreverían a considerar a los vecinos indígenas y mestizos como sus sirvientes. Una afirmación como esta, además de ser falsa, solo puede traerles problemas y ellos lo saben.
En algunas partes, como en las que he citado líneas atrás, Liffman (2012:34, 41, 103, 106, 109-110, 114-115) sugiere la existencia de un Estado que concentra a todos los pueblos wixaritari e, incluso, a los pueblos vecinos, y este afán dominador lo atribuye a los centros ceremoniales tukipa. Asume que estos últimos se imponen discursivamente sobre el Estado para apropiarse del territorio mexicano, estableciendo un «Estado sacrificial» fundado en una presunta economía ritual en la que las peregrinaciones son una forma de tributo que permite a los cargos de estos templos asumir la postura de un pequeño gobierno absolutista.
El análisis de las fuentes históricas de la región muestra que en ningún momento los pueblos wixaritari han tenido un gobierno indígena que los reúna a todos. Por el contrario, siempre se han caracterizado por su autonomía comunal y su patrón de asentamiento disperso que da mayor libertad a sus ranchos y rancherías. Las fuentes confirman esa dispersión y en ellas se señala que existían diversas lenguas en la región, pero que estas no se utilizaron para determinar a los pueblos, que pudieron cohabitar con personas que hablaban otros idiomas y estar en guerra con quienes compartían la misma lengua.7 Todo indica que los únicos señoríos importantes de la región pudieron erigirse en la mesa central, en la zona de Poncitlán, y en la costa, en el área de Sentispac (Bernabéu y García, 2010:137). Para el resto de las sociedades de nuestra región de interés la ocupación ha sido tradicionalmente discontinua y dispersa, sin límites claros. De ahí que las autoridades españolas insistieran en la concentración de las poblaciones, ya que para ellos era importante pensarlas como «naciones», como entidades con gobiernos que los representaran en las negociaciones. Sin eso, los nativos resultaban inasibles para ellos, por lo que optaron por presionarlos para conformar colectivos más concentrados y aparentemente homogéneos, en especial si decidían ser sus aliados. Por supuesto, para comprender lo anterior en sus dimensiones justas es preciso recordar que la ocupación dispersa y discontinua o la libertad y la flexibilidad para asentarse en un espacio no pueden ser expresiones fehacientes de incivilidad o de nomadismo (Sheridan Prieto, 2002).
La ausencia de gobiernos concentradores de tipo estatal se reporta en diversas crónicas. Por ejemplo, Francisco de Barrios, en su informe fechado en 1604, asegura que en los asentamientos de la región solo los coras contaban con algo similar a un tlatoani:
Mirado he con advertencia que todas las demás naciones bárbaras e infieles que he andado, como los tepehuanes, asaulitas y otras desmembradas de cuyos nombres no me acuerdo, hallé que no tienen señor ni tlatoani, a quien como a rey reconozcan vasallaje, como esta cora (Calvo, 1990:270).
El franciscano atribuye la ausencia de un gobierno de este tipo a posibles incursiones esporádicas de españoles que les han convencido de «levantar el yugo y obediencia de su antigüedad a los que reconocían por sus señores o tlatuanes o reyes» (Calvo, 1990:270-271). Para esa época, como bien señala Barrios, las incursiones de hispanos en la zona no eran frecuentes, por lo que no es fácil creer que esas visitas esporádicas hubieran conseguido desarticular antiguos sistemas políticos centralizados. Lo más probable es que estos no existieran previamente. En esa dirección apunta el testimonio de fray Antonio Tello quien, hablando de Huaynamota, dice que «por la parte del norte es la nación vizurita y cora, gente bárbara e indómita; estos no conocen Rey ni señor» (Tello, 1945 [1653]:133).
Es una idea muy extendida la existencia de un rey cora en El Nayar, pero lo cierto es que el informe de fray Antonio Arias y Saavedra explica que se trata de una malinterpretación. Este informe es, sin duda, uno de los documentos históricos más importantes para la región, de ahí que Thomas Calvo (1990:283) llamara a su autor el «etnólogo-evangelizador». Laura Magriña destacó su «profundo manejo del simbolismo local», y que obtuvo sus datos «gracias al trato familiar que se dio entre él y los coras» (Magriña, 2013:30). En su informe, Arias y Saavedra menciona lo siguiente:
Es una voz muy válida en algunos que estos indios tienen Rey y Señor natural a quien tributan y obedecen, lo cual no concuerda con su estilo y modo de hablar pues solo reconocen al Nayarit, el cual hace muchos años que murió y no han reconocido por Señor a ninguno de sus sucesores […] y se reconoce de no haber entre ellos quien castigue los homicidios, hurtos, adulterios y demás delitos, pues por sus mismas manos toman venganza de sus injurias […] (Calvo, 1990:293).
El texto es más extenso e insiste en que solo el Nayarit fue reconocido como gobernador, pero sus descendientes no fueron considerados como tales. Explica que el Nayarit, tras su muerte, se convirtió en un sujeto de culto: «no le reconocen como Rey sino como oráculo», pero «ninguno de sus descendientes ha gobernado, ni gobierna en el presente» (Calvo, 1990:293). Los descendientes eran solo los cuerpos que sustituían al de su ascendente cuando este quedaba obsoleto. Como bien señala Raquel Güereca, los descendientes del presunto rey, don Francisco Nayarit, podrían haber sido «reconocidos en toda la sierra como cabeza de culto en la Mesa del Nayar, pero sin tener por ello facultades de gobierno o mando político sobre la región» (Güereca, 2022:297).
La misma autora demuestra que, para el siglo XVIII, los coras se habían apropiado del título de «cacique» para referirse a los jefes o cabezas de las rancherías, y que el Tonati, que muchos identificaron como el rey de El Nayar, llegó a hablar frente a los españoles en nombre de ellos, pero nunca fue reconocido plenamente como «señor natural» entre los indios de la Nueva Galicia. Tampoco tenían un ejército centralizado, ni hay indicios de que el Tonati o los principales de las rancherías fueran el centro de una economía tributaria o redistributiva, pues no tenían un poder absoluto sobre todos los habitantes de la región y no había mojoneras que establecieran un acceso discriminado a la tierra (Güereca, 2022:263-311).
Cabe agregar que este es un caso único de «liderazgo» que podemos encontrar en estas tierras de la Sierra Madre Occidental que, por cierto, terminó mal, ya que los mismos coras buscaron asesinarlo y desconocieron su autoridad. Entre los wixaritari no se ha documentado la existencia de un poder centralizador. Esto no quiere decir -como asegura Liffman (2022:7-8)- que por mi parte afirme que las sociedades de la región sean igualitarias y carezcan de jerarquías, más bien lo que trato de subrayar es que sus intereses se encuentran muy lejos de desear conformar un sistema estatal. Así lo demuestran no solo la documentación histórica, sino también los datos etnográficos. Todo indica que, antes de que se estableciera la jurisdicción de Colotlán, las sociedades wixaritari que habitaban dicha región no contaban con un gobierno centralizado y que los sistemas de gobierno comunal indígena fueron creados para vincularse con el capitán protector tras la fundación de San Luis de Colotlán.
Liffman (2022) insiste en que no debería hacerse una diferencia entre ofrenda y tributo, recordando que Arias y Saavedra reporta que los naturales de estas tierras ofrecían en el templo del Nayarit «las primicias de todos frutos» (Calvo, 1990:305). En otras palabras, en esas ofrendas que se hacían al Nayar, Liffman ve un tributo y, pensando en los wixaritari, asegura que «los actores rituales a menudo le confieren el aura del Estado a esos intercambios» (Liffman, 2022:7). Asimismo, rechaza la distinción entre rey, oráculo, chamán, consejo de ancianos y deidades, aseverando que las ofrendas son una forma de tributo a los antepasados divinizados a través de sus emisarios humanos (2022:7). Sin duda la propuesta es interesante y sugerente, pero no me es posible seguirla, ya que la jerarquía y la acción ritual estarían indistintamente definidas por la presunta pretensión de constituir un Estado. En ese caso, donde hay ofrendas tendríamos que ver tributos, y los tributos serían el principal indicador de la existencia de un Estado o, al menos, de la «frustrada obsesión» por conformarlo que se manifestaría ante la mirada de los investigadores como un Indian shadow state. En contraste, coincido con Clastres (1987) en que el Estado no es el destino último de toda la humanidad y en que las sociedades sin Estado no son incompletas, pero, sobre todo, deseo subrayar que la ausencia de este no es un rasgo de inferioridad.
La reproducción comunal
A finales de los años noventa, derivado de un trabajo intensivo en campo en las comunidades tradicionales del sur de Durango (Medina, 2002), documenté los patios rituales de las seis comunidades duranguenses, cuyos nombres correspondían con las deidades tutelares, pero también con los lugares de origen en Jalisco. Los testimonios de los wixaritari entrevistados destacaban que esos templos habían sido creados al transportar el fuego sagrado -denominado kpieri en lengua wixárika-, parte del hogar al que pertenecían los fundadores y sus antepasados. El kpieri es también parte esencial de los ancestros deificados, de su persona, con quienes se interactúa en el contexto ritual.
En buena medida los datos recabados coincidían con el análisis de Liffman, quien poco antes había publicado un par de artículos en los que trataba el asunto. El primero de ellos era un breve texto colectivo en el que los autores buscaban determinar la relación cultural e histórica de San Andrés con tres rancherías wixaritari que eran objeto de conflicto territorial con los vecinos mestizos: Bancos de San Hipólito o de Calítique (en Mezquital, Durango), El Saucito y el Chalate (en El Nayar, Nayarit). El censo realizado confirmó que esas rancherías «se identificaban inequívocamente como sanandreseños», que la gente de San Andrés las consideraba parte de su propio colectivo y que todos los territorios conformaban una «comunidad histórica por lo menos desde hace 1000 años» (Liffman, Vázquez y Macías, 1995:156). La datación es, sin lugar a dudas, polémica, pero lo demás es cierto: estas rancherías se encuentran en tierras que fueron despojadas a dicho pueblo originario, y los centros ceremoniales y los lugares sagrados servían de «polos de atracción para la población dispersa» (1995:159), la cual acudía con frecuencia a la comunidad para participar en las ceremonias.
El segundo artículo, de autoría individual, se publicó cinco años después y consiguió generar una propuesta de enorme interés que buscaba cuestionar la existencia de una concepción estática del territorio, explorando las metáforas que sus informantes emplearon para explicarle cómo se reproducían los templos sobre el espacio, manteniendo conexiones entre fuegos ceremoniales que eran concebidas como raíces que se extendían allende las comunidades jaliscienses para vincularlos con los sitios sagrados del territorio sagrado más amplio. Nos habla de raíces que se extienden desde los templos xirikite hasta los centros ceremoniales tukipa; de estos al lugar sagrado de Te’ekata, donde el Abuelo Fuego fue encontrado por primera vez, y de ahí se extenderán hasta Wirikuta, el sitio donde nació el Sol. Liffman (2000) asegura que sus informantes le explicaron la fundación de nuevos espacios rituales haciendo referencia a procesos de «registro», que debían llevarse a cabo ante los lugares sagrados de los cuatro extremos y el centro. El más importante de estos sería Wirikuta, en el Altiplano potosino, lugar que caracteriza como «la capital de una república metafísica donde uno debe solicitar recibir el título de la tierra y la vida que da».8 Asevera que, por esto, por ser una «capital estatal», los wixaritari han visitado el desierto de San Luis Potosí durante siglos y que el empleo de la palabra «registro», que hace referencia a un proceso burocrático gubernamental, evidencia que dicho lugar sagrado es pensado de esta manera (Liffman, 2000:136).
Estoy de acuerdo en que, eventualmente, los wixaritari emplean términos que pueden provenir de procesos burocráticos para referirse a procesos rituales, al igual que asemejan la educación universitaria con los procesos iniciáticos, o el registro fotográfico con la producción de las artes plásticas locales. También suelen decir que los mara’akate reciben los mensajes de los dioses como los aparatos receptores lo hacen con las ondas de radio, que las visiones oníricas o psicodélicas son como ver una película, que fumar es como escribir cartas, o que la bebida de agua con peyote es como un choco milk. Estas analogías sirven para explicar cómo algo podría ser visto desde la perspectiva del otro, es un «para ti sería parecido a esto, aproximadamente, en función o en apariencia», pero no se establecen relaciones de identidad entre los elementos asociados. En cambio, sí hay una relación de identidad cuando se dice que la «izquierda» es el «norte» (‘utata) y la «derecha» es el «sur» (tserieta), o que las varas de mando son «el corazón del Sol» o la tierra es «Nuestra Madre», pero este es otro tema.
Los wixaritari hacen muchas analogías que no establecen relaciones de identidad, las cuales inevitablemente se transformarán con los cambios tecnológicos y el surgimiento de nuevas formas de interacción. Estas asociaciones no pretenden expresar que una televisión sea igual a un mara’akame o que confundan ambos conceptos. En ese sentido, me parece que la metáfora del «registro» se ha llevado demasiado lejos, pero en ello no ahondaré más aquí, prefiero insistir en el principal acierto de Liffman, que se refiere a las retículas que se trazan entre fuegos ceremoniales y lugares sagrados en el Gran Quincunce.
Como ya he mencionado, la investigación etnográfica que realicé en Durango, y que se prolongó por más de cinco años, confirmó que los habitantes de las comunidades tradicionales de dicho estado visitaban con frecuencia sus templos de origen en la comunidad de San Andrés y que, además, establecían una relación genealógica con otros templos y lugares sagrados de la comunidad jalisciense. Más aún, que era posible que llegaran a ocupar cargos importantes en la cabecera, como el de gobernador o tatuwani. Estaba claro que la comunidad tradicional wixárika rebasaba los límites de la comunidad agraria, a la que otros estudios que nos precedieron intentaban restringir.9
El reconocimiento de las redes que se establecen entre centros ceremoniales, del que fue pionera la investigación de Liffman, Vázquez y Macías (1995) y que posteriormente se expondría con mayor formalidad (Liffman, 2000, 2005, 2012), dio la pauta para que en Los wixaritari. El espacio compartido y la comunidad pudiera llevar a cabo un análisis más profundo, en el que fue preciso establecer una distinción entre la comunidad agraria y la comunidad tradicional; la primera, como una delimitación establecida desde el exterior por las autoridades estatales y, la segunda, que, si bien se enuncia en castellano, es una categoría nativa para referirse a las personas morales que se constituyen a partir de los principios tradicionales establecidos por el costumbre o yeiyari. Además, fue un antecedente importante para explicar la dinámica de reproducción de las comunidades tradicionales, así como para mostrar que aquellas que se encuentran fuera del estado de Jalisco no pueden considerarse menos auténticas, que en las comunidades de más reciente fundación se conforman centros ceremoniales que se vinculan con sus lugares de origen, los cuales frecuentemente comparten su nombre, y que estos templos no solo son réplicas de otros centros ceremoniales o de lugares sagrados, sino que, además, replican la personalidad de las deidades y son la presencia del ancestro apical que custodia un grupo ritual. No obstante, Liffman asevera lo siguiente:
[Medina] niega que los centros ceremoniales de estos nuevos núcleos de población wixarika sean réplicas de los tukipas de las comunidades históricas. Más bien, «un templo con cargos fijos asignados, en posesión de una familia, se asuma como comunal para efectos presupuestales y que en las fiestas de este participen, algunas veces, los jicareros o cargos de otros templos» (158). ¿Medina quiere decir que estos nuevos centros ceremoniales jamás pueden asumir las características de los más antiguos a lo largo de un proceso histórico de desarrollo conforme vayan agregando más jícaras? ¿O bien su mayor dependencia legal y económica del Estado-nación como parte de la formación y legitimación de territorios -factores reconocidos al menos simbólicamente desde hace generaciones- imposibilita su pertenencia a la categoría tukipa? (Liffman, 2022:16).
No solo podemos demostrar que los centros ceremoniales que se encuentran fuera de Jalisco pueden ser réplicas de los de dicha entidad federativa, sino que también pueden innovar para adaptarse a nuevas circunstancias. Más aún, pueden replicar las varas de mando, materialización de los dioses y del corazón del sol, para fundar nuevas comunidades.10 A fin de explicar esto podemos revisar brevemente lo ocurrido en un fragmento de la frontera occidental de San Andrés Cohamiata, comunidad tradicional también conocida con el nombre de Tateikie.
Como ya he mencionado, la concentración de los pueblos en torno a las cabeceras es una iniciativa antigua que pretendía confinar a la gente para facilitar su control. Desde entonces, las políticas de este tipo han conseguido hacer que los territorios de Tateikie mengüen progresivamente, pero la concentración absoluta nunca se ha conseguido. Los etnógrafos pioneros de la zona dejan claro que, hasta la primera mitad del siglo XX, en las cabeceras jaliscienses solo vivían las autoridades portadoras de las varas de mando, poca gente se había asentado ahí y persistía el patrón de asentamiento disperso.11 El crecimiento de la población en las cabeceras y en las rancherías principales es un fenómeno reciente, propio de las políticas gubernamentales de la segunda mitad del siglo XX, con las cuales se dotó de servicios a estos espacios. Instalaron tuberías para suministrar agua, tendieron el cableado para proveerles de energía eléctrica, construyeron clínicas y fundaron escuelas de educación básica. Estas últimas, principalmente, atrajeron mucha gente a las cabeceras, ya que contaban con albergues donde se proporcionaba avituallamiento y alojamiento a los estudiantes, lo cual liberaba de un importante peso económico a los padres responsables del sustento familiar. Sin embargo, el patrón de asentamiento disperso sigue imponiéndose y no se ha restringido a los límites de las unidades agrarias o a las fronteras estatales.
Al poniente de Tateikie, la merma territorial tuvo su momento más crítico cuando las autoridades gubernamentales reconocieron las comunidades agrarias de Santa Rosa y San Juan Peyotán, que actualmente pertenecen al estado de Nayarit. Los decretos que las reconocían como comunidades agrarias fueron publicados en 1963, y las solicitudes de confirmación y titulación las realizaron mestizos que se habían hecho pasar como miembros de los pueblos originarios. Si bien hoy en día son familias de mestizos avecindadas las que controlan dichas comunidades agrarias, esto no quiere decir que no haya antiguos asentamientos indígenas en el lugar. En las tierras que fueron reconocidas a Santa Rosa se ubica la ranchería de Santa Bárbara, un asentamiento que cuenta con uno de los centros ceremoniales más antiguos de San Andrés. A principios del siglo XX, Konrad Theodor Preuss visitó este templo conocido como Tatutsi Witse Teiwari, que se ubica en el cerro sagrado de Kiirita, y lo caracterizó como «uno de los grandes templos huicholes» (Preuss, 1998:140). Cabe agregar que en este templo reside la vara de sargento, una de las más importantes del gobierno de la cabecera de San Andrés. Por supuesto, llama mucho la atención que un asentamiento tan antiguo y con un templo tan importante para los sanandreseños haya sido entregado a los mestizos de San Juan Peyotán, pero volvamos al asunto de la reproducción de espacios comunales.
En San Juan Peyotán también se encuentran dos rancherías wixaritari: Atonalisco y El Saucito Peyotán. La primera se fundó en las inmediaciones de un cerro sagrado conocido como Tunarita, que en el título virreinal se identificaba con una mojonera que delimitaba la comunidad de Tateikie. Actualmente su escuela se ubica justo sobre la línea que marca la frontera entre Nayarit y Durango, una situación por demás peculiar. El Saucito se fundó en 1986 con población originaria de la ranchería de El Arrayán, que se encontraba en tierras de San Andrés, pero fueron reconocidas a San Juan. Ahí la población dispersa se concentró en torno a una escuela en 1955, pero más tarde el centro de enseñanza se trasladaría a El Saucito, donde se establecería la comunidad.
De acuerdo con las entrevistas que realicé en ambos poblados, El Saucito es más antiguo que Atonalisco, así que ambos son pueblos de reciente fundación, mientras que el origen de Santa Bárbara se pierde en la memoria, aunque sabemos que ahí se incrementó la concentración de población a partir de que se construyó una escuela en 1972. Queda claro que en los tres casos hubo población dispersa que fue concentrada, principalmente a partir de la construcción de escuelas, y que repentinamente su población supo que había dejado de pertenecer a San Andrés y a Jalisco, pues pasaron a ser nayaritas. Fueron sujetos a una escisión forzada. Los rancheros mestizos que resultaron favorecidos de estas decisiones gubernamentales buscaron la manera de expulsar a los wixaritari de esas tierras, y la invasión de tierras con ganado se incrementó. Así lo denunciaron quienes ahí viven en sus testimonios y el plan HUICOT en la década de los sesenta, el cual reportó que rancheros advenedizos se instalaban en tierras de los wixaritari prometiendo «la partida», la cual implicaba la entrega del pago a los comuneros con un tercio de las crías obtenidas en un año, convenio que pocas veces se cumplía y facilitaba el despojo de las tierras, todo ello favorecido por la indefinición de límites entre Jalisco y Nayarit (Instituto Nacional Indigenista, 1971:121-128). Karen Reed menciona también que el ganado de los mestizos «pastaba libremente dañando los cultivos de los indígenas o los obligaba a cosechar más temprano para salvar lo que podían» y que, ocasionalmente, los mestizos marcaban el ganado de los wixaritari como de ellos (Reed, 1972:160-161). Para resolver esta problemática, el plan HUICOT se propuso dar asesorías legales a los despojados y exigir el desalojo de los invasores. En ocasiones mediaron comprando a los rancheros sus posesiones para entregarlas a los nativos, pero el resultado no fue el esperado (González, 1987:19, 37-44). Cabe mencionar que presiones de este tipo las siguen viviendo en la región, en estas y otras rancherías como El Chalate y Tierra Blanca.
En los casos de Santa Bárbara, Atonalisco y Saucito observamos escisiones forzadas en las que los asentamientos se han visto obligados a reproducir sus propias autoridades comunales a través de complejos procedimientos rituales que les han permitido materializar a las deidades que se manifiestan como varas de mando. Es preciso contar con esos representantes para mostrarse como una entidad, una persona moral, y defender sus derechos. El mismo fenómeno dejó en una situación análoga a la comunidad de Uweni Muyewe o Bancos de Calítique, en el estado de Durango, donde ya hace más de 20 años que documenté la reproducción de las varas de mando (Medina, 2002, 2005). En el sur de Durango actualmente hay siete comunidades con su propio gobierno tradicional, y en Nayarit he podido constatar la existencia de 25 más, y no son las únicas en el estado.
Todas estas comunidades tradicionales fueron fundadas por iniciativas distintas, en ocasiones bajo menos presión que las poblaciones que fueron escindidas de manera forzada, pero siempre bajo la consigna de tener una representación política, de proveerse de un territorio para habitar, de realizar sus actividades de subsistencia y de recrear su universo social (Medina, 2020b). Pero, a pesar de la aparente separación de sus comunidades originales, se mantienen fuertes vínculos con estas, gracias a la eficiente reproducción de centros ceremoniales. Por ejemplo, en el caso de las comunidades de Durango y la frontera con Nayarit, todas las comunidades se identifican como sanandreseños y tateikietari. Así observamos que, ante un proceso de desterritorialización, los asentamientos wixaritari han respondido con iniciativas de reterritorialización: ante la dinámica de despojo, la conformación de nuevas comunidades tradicionales ha sido una respuesta eficiente. De esta manera, si bien la comunidad pretende tener límites claros, cuando de asuntos agrarios se trata, en el ámbito de «lo cultural» esas fronteras se desbordan y pasan a generar territorios discontinuos en los que los fuegos sagrados y los centros ceremoniales se vinculan y entrelazan para crear relaciones genealógicas entre grupos rituales, las cuales no pueden interpretarse como relaciones de subordinación política o económica de carácter estatal.
Gracias a estas estrategias los wixaritari conservan su tradicional patrón de asentamiento disperso con el que desde hace siglos resistieron los embates evangelizadores y los intentos de explotar su fuerza de trabajo. Decenas de comunidades tradicionales se han creado, pero lamentablemente con frecuencia han sido ignoradas en las investigaciones, incluso en algunas de estas se ha cuestionado su originalidad y las han calificado de «invenciones» o «falsificaciones». No obstante, ha llegado el momento de darles reconocimiento pleno y ser conscientes de las presiones históricas a las que han sido sometidos. Como ya decía en Los wixaritari: el espacio compartido y la comunidad, uno de los objetivos de dicho trabajo fue «reivindicar la existencia de la mayor parte de las comunidades tradicionales wixaritari que han sido olvidadas por nuestras investigaciones históricas y antropológicas, en particular de aquellas que luchan sin descanso por sus derechos en los actuales territorios de Durango y Nayarit» (Medina, 2020a:15).
Consideraciones finales
La reproducción de las comunidades tradicionales wixaritari corresponde a procesos complejos, con particularidades en cada caso. No es posible simplificar los procesos de reproducción con fórmulas que sugieran que el crecimiento de un centro ceremonial origina una comunidad o que la creación de nuevas comunidades derive exclusivamente de la diáspora, pues los procesos de conformación y desarrollo de los centros ceremoniales y de las comunidades no pueden describirse al estilo del evolucionismo lineal. Condiciones adversas particulares, factores internos y externos de diferente índole y el ejercicio de la violencia intervienen en estos procesos que los wixaritari han enfrentado con entereza.
Tampoco es preciso decir que un templo «familiar» xiriki siempre estará subordinado a un tukipa «comunal» y que este únicamente lo estará a un lugar sagrado, dando lugar a un sistema tributario (Liffman, 2000, 2005, 2012). Lo cierto es que, tanto en los templos pequeños como en los más grandes, las relaciones en el interior de los grupos rituales son de parentesco -en términos wixárika-, y que hacia el exterior los vínculos entre estos son pensados como lazos genealógicos que no implican ninguna obediencia o vasallaje de unas agrupaciones sobre otras. La replicación de los centros ceremoniales no les obliga a someterse a los designios del templo de origen, aun cuando estos se sientan obligados a visitarlos eventualmente para hacer ofrendas y reivindicar su origen y su adscripción «cultural» y comunal.
La oposición entre el espacio compartido y la comunidad, que empleé como punto de arranque, no es una dicotomía construida desde la perspectiva estructuralista, sino que proviene de la exégesis nativa que fue registrada en el campo. No responde a los patrones de simetría y contrastes de dicho método, sino que se refiere al balance que los wixaritari hacen de dos nociones territoriales que, desde su enfoque, no llegan a encajar del todo. En principio, el contraste radica en la exclusividad de la comunidad frente al uso libre y abierto del Gran Quincunce. Sin embargo, cuando se deja de lado el politiqueo agrario propio del Estado nacional y se presta mayor atención a el costumbre -en «lo cultural»-, las fronteras pierden sentido y las comunidades se convierten en territorios discontinuos, dispersos y flexibles.
Me he servido de dicha dicotomía para llamar la atención sobre las amplias posibilidades de la multiterritorialidad wixárika; son una manera de aproximarnos a una variedad de territorios que se configuran a partir del Gran Quincunce, la comunidad tradicional o los territorios discontinuos que tejen entre templos, pero que también contempla seriamente e incluye los territorios virreinales, las unidades agrarias contemporáneas, los municipios, las entidades federativas y el Estado nación, entre otras demarcaciones. Precisamente, esa manera particular de utilizar y articular de manera simultánea diferentes territorios es lo que podemos definir como multiterritorialidad wixárika.
En algunas de las categorías espaciales que acabo de mencionar quizá podamos identificar modelos más autóctonos, mientras que en otras veamos el resultado de imposiciones externas, pero lo importante es que en todos los casos los wixaritari las han hecho suyas y las resignifican cotidianamente, dejando que sean parte de su vida tradicional y haciendo posible que se pongan en marcha procesos de reterritorialización en contextos de constante presión y transformación que afectan no solo las condiciones espaciales, sino también las interacciones sociales.
El trabajo de nuestro apreciado colega Paul Liffman hizo una importante contribución que nos ha permitido adentrarnos en el análisis de diversas nociones territoriales y en su constante reelaboración: por un lado, trajo a colación el asunto del despojo territorial y, por otro, dio cuenta de las redes que se tejen entre los templos. Mi trabajo se ha beneficiado de ambas aportaciones, pero es necesario que sigamos avanzando en la comprensión del fenómeno y es inevitable que disintamos en el camino. Esto no significa que menospreciemos las contribuciones de quienes nos anteceden, sino que debemos seguir buscando nuevos derroteros, en diálogo con los pueblos originarios, como aquellos autores lo han hecho.