Sumario: I. Introducción. II. Derechos sociales y acceso. III. Acceso y propiedad. IV. Derechos sociales y enfoque colectivo. V. Acceso y democracia. VI. Otras racionalidades, otra democracia. VII. Solidaridad para la paz. VIII. Otra democracia, otras normas de acceso. IX. Perspectivas. X. Bibliografía.
I. Introducción
Los derechos humanos surgen como una herramienta de garantía de los individuos frente al autoritarismo estatal. La superación, por lo menos ideológica y discursivamente, de los totalitarismos de Estado en el siglo XX, da lugar en el siglo XXI a un replanteo de la agenda de los derechos humanos. En este sentido, las vigentes problemáticas sociales y ambientales ofrecen un ámbito prolífero para el desarrollo venidero.
Las primeras manifestaciones normativas internacionales de los derechos humanos (como la Declaración Universal de los Derechos Humanos) integraron armoniosamente derechos de libertad y derechos sociales. Expresaron así, implícitamente, su indivisibilidad e interdependencia.1 No obstante, al momento de su traducción vinculante, la política liberal de los países industriales logró plasmar su reticencia a la consideración de las problemáticas sociales como objeto de los derechos humanos, en la subsiguiente división de éstos en dos Pactos.2 Tal escisión, que se reflejó luego en la clasificación en generaciones, favoreció más que a los derechos civiles y políticos -que en realidad son irrealizables sin los derechos sociales-, al afianzamiento de sus postulados liberales.3 Ello se manifestó, en la práctica jurídica, en la diferente aceptación de los reclamos judiciales en virtud de las violaciones de unos y otros. La justiciabilidad en nombre de los derechos civiles y políticos pareció siempre inobjetable, mientras que la de los derechos sociales todavía brega por su aceptación.4
Este trabajo sostiene como hipótesis que la misma raigambre liberal-moderna que priorizó el aspecto de libertad de los derechos humanos (primero escindiéndolos y luego jerarquizando los derechos civiles y políticos) estableció un sistema privativo de acceso a los recursos en torno al concepto de propiedad, que juega en perjuicio de los derechos sociales y ambientales, es decir, que genera y profundiza las problemáticas alrededor a tales derechos.
En efecto, las graves carencias sociales y ambientales vigentes, que se traducen jurídicamente en violaciones a los derechos sociales y ambientales, junto con la crisis del neoliberalismo,5 ponen en evidencia la necesidad de un replanteo de esta trayectoria individualista-liberal de la modernidad hegemónica. Este artículo propone el concepto de democracia solidaria como punto de partida para repensar los derechos humanos desde una perspectiva más social, que permita construir a futuro un sistema (jurídico) de acceso más plural, más democrático.6
II. Derechos sociales y acceso
Uno de los argumentos de los países industriales para la “desjerarquización” de los derechos sociales es su dependencia de la asignación de recursos. Efectivamente, los derechos sociales tienen que ver con el acceso a los recursos: con el acceso a los alimentos, a prestaciones de salud, a los medicamentos, a la tierra, a la vivienda, al dinero. Los derechos sociales requieren del acceso a los recursos para su realización, porque las carencias a las que ellos responden se corresponden con faltas de acceso, sea a bienes, a servicios, al sistema. Las carencias sociales se relacionan con las periferias, con la marginalidad, con la falta de acceso “a un lugar bajo el sol”.
Pero no menos recursos precisan los derechos civiles y políticos. No existe vida ni integridad física, sin alimentación y salud; no hay derecho al trabajo sin derecho a la educación; qué posibilidades hay de ejercer el derecho al voto sin haber gozado del derecho a la educación. Incluso, hay quienes afirman que el derecho al voto sería un lujo frente a la premura del derecho a no tener hambre.7
El problema de la concepción liberal de los derechos humanos es que está asentada en un sistema privativo de asignación de los recursos, que permite el monopolio y la concentración. Luego, para consolidar y asegurar este esquema privativo, basado en los postulados modernos de la individualidad y la identidad, deben priorizarse los derechos humanos de la libertad, fundados en las ficciones modernas de la libertad y autonomía de la voluntad, como si todas las personas fuesen igual de libres, como si la primera asignación de recursos hubiera sido equitativa.8
Sin embargo, no es posible la realización de las libertades sin un nivel de vida digno, sin la realización de los derechos sociales. Eso justamente significa que los derechos humanos son indivisibles e interdependientes. No es posible la realización de unos sin los demás. La priorización de los derechos civiles por sobre los sociales se da siempre por parte de quienes tienen ya satisfechos sus derechos sociales, entonces los dan por sentado, por obvio.
Todos los derechos humanos tienen que ver con el acceso a recursos, no sólo los sociales. Tal vez los sociales, por ser primarios, fundamentales, tengan especialmente que ver con ello. Pero éstos son siempre una condición para la realización de las demás libertades.
III. Acceso y propiedad
El modelo moderno-liberal, en el que se asienta la teoría clásica de los derechos humanos se sostiene en una ontología de la identidad, que se plasma jurídicamente en la figura del sujeto de derecho individual, libre, soberano y autorreferencial. Sobre esta ontología está constituido el derecho moderno.
La propiedad es el sistema moderno de acceso a los bienes. Este sistema tiende a asegurar el acceso a ese sujeto, de manera privativa, rival y excluyente.9 El sistema privativo moderno surge como mecanismo de garantía de la individualidad, por eso el dominio en este sistema, por principio, se ejerce de manera individual. El concepto de sujeto moderno no admite un acceso común, colectivo o plural.10
Este enfoque individualista y autorreferencial está basado en el concepto de identidad: la identidad de un sujeto que se concibe principio y fin del derecho. El derecho es siempre para sí. Los derechos civiles funcionan como garantía de la identidad: aseguran el ámbito de libertad de un sujeto, que se supone autónomo y libre. En este esquema, la figura de la propiedad cumple también el rol de protección de la libertad.
Ciertamente la propiedad protege a los individuos libres, pero no todos los individuos son igualmente libres, y aquí reside el punto débil del sistema de propiedad respecto de la garantía de acceso. El sistema privativo está basado en el derecho de exclusión, exclusión del “no-propietario”, que en la práctica redunda en exclusión de los menos libres. Exclusión y acceso colisionan. Sistema privativo y acceso colisionan. En este sentido, el sistema privativo moderno de acceso a los bienes, en cuanto favorece la concentración y así la asignación monopólica de éstos, funciona en contrasentido de los derechos sociales. Los derechos sociales procuran el acceso a los bienes, el sistema privativo, la exclusión.
Puede ser una problemática, en este sentido, la incorporación de un derecho a la propiedad como derecho humano, tanto en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 17, aunque éste admite la propiedad colectiva), como en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (artículo 17, aquí se reconoce también cierta regulación en función de la comunidad). Por un lado estos artículos ponen de relieve el trasfondo moderno del primer movimiento en torno a los derechos humanos, que se reflejó en los primero instrumentos normativos, como la Declaración Universal.11 Incluso cuando se propongan reinterpretaciones “sociales” del concepto de propiedad o se incorporen elementos jurídicos “no-modernos” como la propiedad colectiva o la función social de la propiedad, estos artículos sostienen un sistema privativo de apropiación que refleja la concepción moderna del hombre como “dominador” de la naturaleza.12 Ello trae a colación la discusión en torno a la pretendida universalidad de tales derechos, en cuanto el sistema de propiedad moderno establece una forma particular de relación entre el hombre y las cosas que no necesariamente deban ser trasladadas a toda la humanidad, aunque el proceso de globalización y colonización cultural dominante así lo supongan.13 Por otro lado, podría detectarse aquí una colisión interna al sistema de derechos humanos: una tensión entre los derechos sociales y el derecho a la propiedad. Pero más que un enfrentamiento entre derechos, existe ante todo, una tensión entre una concepción privativa del acceso a los bienes y una concepción solidaria de los derechos sociales. Los derechos, como tecnologías jurídicas, como herramientas, pueden ser interpretados según diferentes concepciones. El problema de la incorporación de estos artículos en los tratados internacionales de derechos humanos radica en la consecuente pretensión de universalidad de una determinada forma de relación del hombre con su entorno, en el universalismo de la concepción privativa hegemónica.14
Frente a esta línea “privatizadora” pueden rastrearse, en los desarrollos normativos siguientes al surgimiento del derecho moderno, algunas figuras o instituciones que reflejan un enfoque solidario, que procuran un cambio de perspectiva respecto de la concepción “clásica-moderna-liberal”, en la que surge el sistema de derechos humanos y se asienta el sistema global del derecho vigente, como el abuso de derecho, los derechos de los trabajadores, la defensa del consumidor, la protección ambiental. De cualquier manera, en el ámbito de los derechos humanos, sobre todo respecto a su justiciabilidad y efectivización, predomina todavía cierta reticencia al reconocimiento de la urgencia, de la premura, de la fundamentalidad de los derechos sociales, lo cual evidencia la necesidad de un enfoque más solidario, más social.
IV. Derechos sociales y enfoque colectivo
La perspectiva clásica-liberal de los derechos humanos prefiere los derechos de la libertad porque éstos responden al modelo moderno de “hombre” -soberano, autónomo, libre, masculino, autorealizado y autoreferente-. La modernidad, el derecho moderno, se sustenta en torno al concepto de sujeto de derecho individual.15 Los derechos de la libertad son derechos que pueden ser expresados individualmente. Las violaciones a los derechos civiles y políticos pueden determinarse individualmente sin conjeturas. Los derechos sociales, en cambio, encuentran a menudo ciertas dificultades en su traducción como violaciones individuales. Es más difícil imaginar un reclamo individual por violación al derecho a una alimentación adecuada e incluso a una salud adecuada. Los conceptos de alimentación o salud adecuada, así como el de salario digno, son difusos, difíciles de determinación, pues implican la toma en cuenta de muchos factores. En esta línea, y en la vanguardia de las reivindicaciones colectivas surgieron las acciones de reclamo por un salario digno.
Por otro lado, los derechos sociales, así como los ambientales, requieren de una perspectiva preventiva. La primariedad de los derechos sociales, su urgencia, no admite dilación, no es conjugable con un enfoque ex post. Es decir, no se puede esperar a que ocurra una violación al derecho a no tener hambre, a que alguien sufra hambre, para procurar la realización de tal derecho. No se puede dilatar la realización del derecho a la salud hasta que alguien vea menoscabado este derecho.
Es decir, la realización de los derechos sociales -y también de los ambientales- requiere en primer lugar, priorizar enfoques plurales y ex ante: enfoques plurales que favorezcan reclamos colectivos -e incluso prevean una canalización de derechos difusos-,16 por un lado, y enfoques ex ante, que promuevan una actuación jurídica preventiva, que no dilate la realización de los derechos a la posterioridad de la ocurrencia de las violaciones, porque derechos tan fundamentales como la alimentación, la salud, no admiten aplazamiento.17
V. Acceso y democracia
El derecho moderno, su esquema liberal de los derechos humanos y su sistema privativo de asignación de recursos, se conjugan a nivel político-gubernamental, con una democracia formal y liberal: formal en cuanto a que garantice la participación ciudadana en la elección de sus representantes -aunque esto no sea un seguro contra el autoritarismo de la(s) mayoría(s) -;18 y liberal, en tanto que proteja la coexistencia más o menos pacífica de individuos autorreferentes.
Sin embargo, las mismas deficiencias que se detectan en el sistema privativo de asignación respecto a las garantías sociales del acceso, que ponen en cuestión el discurso liberal-clásico respecto de los derechos humanos, ponen en evidencia también la necesidad de imaginar nuevos caminos para la democracia.
Si pensamos en democracia como un sistema en el que cada uno pueda llevar adelante una vida digna, esto presupone un nivel de vida adecuado, presupone la realización de los derechos sociales. No existe democracia material sin que se garanticen los derechos sociales que aseguren la satisfacción de un nivel de vida digno. Los derechos sociales “de subsistencia” -como el derecho a un nivel de vida digno, el derecho a la alimentación, a la vivienda, a la salud, al agua- funcionan entonces como un presupuesto de la democracia.
VI. Otras racionalidades, otra democracia19
Si la modernidad postuló los derechos humanos como derechos de la identidad, este planteo en torno a una democracia solidaria propone repensarlos como “responsabilidades frente a la alteridad”.20 Los derechos humanos implican siempre una responsabilidad, o en todo caso son “derechos del otro”, derechos de la alteridad. El enfoque liberal de los derechos humanos parte siempre desde la identidad; en cambio, el enfoque solidario, desde la alteridad.21 Es por eso que el reconocimiento de la fundamentalidad de los derechos sociales sólo es posible si se rompe la lógica moderna de la identidad y la autorreferencialidad, es decir, la lógica moderna de la libertad.
Esto implica repensar la democracia no ya como coexistencia de identidades autorreferentes, sino como desmesura de responsabilidades,22 como “espacio simbólico”, como espacio para la alteridad,23 como democracia solidaria.24 Solidaridad hace referencia aquí, justamente, a esa prioridad de la alteridad en la conformación de la socialidad.25 En este sentido, y lejos de aquella fraternidad liberal de la revolución francesa,26 la dimensión solidaria de la democracia se postula no ya como solidaridad del poder, es decir como un reparto solidario del poder, sino como el poder de la solidaridad.27 Democracia, en este sentido, no se refiere a la distribución de poder entre individuos autónomos, sino a un particular vínculo fraterno, que está en el origen de toda socialidad. Este vínculo fraterno da lugar a una solidaridad como fraternidad universal,28 que pone en cuestión la lógica autorreferencial de la democracia como “vecindad universal”,29 como simple coexistencia de identidades para sí. La solidaridad, como fraternidad, se postula entonces como responsabilidad, como preocupación por la alteridad.
VII. Solidaridad para la paz
Esta preocupación por el otro pone de resalto en primer lugar, el carácter debitorio de la solidaridad -la diferencia de otros principios básicos de la socialidad, como la libertad o la seguridad, que tienden a expresarse como derechos para sí, como derechos de la identidad- y en segundo lugar su carácter oblativo que, opuesto a toda reciprocidad, se expresa como “entrega de la propia vida por el otro”.30 Este sacrificio de la identidad que implica la solidaridad, expresa su dinámica asimétrica y trascendental, que se corresponde con la dinámica del “don”, contraria a toda reciprocidad y economía.31
Semejante responsabilidad primaria, esta preocupación, que inspira a la solidaridad, pone en cuestión la idea de homo homini lupus32 y abre nuevas perspectivas para la socialidad. En efecto, la dinámica del “don”, tiene el potencial de trasladar las relaciones de socialidad, de un estado de guerra a una política de la hospitalidad.33
La democracia liberal, como coexistencia de identidades autorreferentes, se funda en el concepto hobbesiano de estado de guerra: el derecho funciona en esta democracia como garantía y límite de libertades autorreferentes.34 La identidad, en cuanto siempre es autorreferencial y expansiva, tiende a imponerse. La autorreferencialidad es violenta, porque implica una imposición del sí mismo por sobre el otro. La lógica de la identidad se corresponde con una dinámica violenta, la dinámica del derecho para sí. La identidad es violencia para con el otro.
Sólo una democracia de la diferencia, puede abrir paso a una convivencia pacífica. La solidaridad, como primacía de la alteridad, hace posible la paz. La paz, no del ser tranquilo, cómodo, centrado en sí mismo; sino la paz inquieta del sacrificio, la paz de la hospitalidad.35
VIII. Otra democracia, otras normas de acceso
La lógica privativa de la acumulación significa siempre una amenaza para la paz, en cuanto implica el dominio de una identidad, que en una dinámica centrípeta, impone la potestad monopólica de su libertad.36 En este sentido se advierten dificultades de conciliación del sistema capitalista con los postulados de una democracia material: el aumento de la concentración del poder de ciertos actores privados, su creciente intervención en los procesos de decisión política (a través de la así llamada “informalización de la política”), la mediatización de la publicidad, así como la flexibilización del trabajo y la precarización de las prestaciones básicas constituyen deficiencias estructurales del sistema económico capitalista que lo vuelven cada vez más incompatible con cualquier intento de una convivencia democrática.37 Puede advertirse incluso la incompatibilidad de la racionalidad hegemónica occidental con los postulados de una democracia como espacio simbólico, como espacio para la alteridad, en cuanto que la pretensión de universalidad que la caracteriza amenaza la coexistencia (co-presencia según Santos) de cualquier diferencia, de cualquier alteridad38
Algunas propuestas pluralistas como la “democracia de la tierra” y su “economía de la necesidad” de Shiva,39 la “composición progresiva del mundo común” de Latour,40 la “economía del don” de Teubner,41 inspirada en Derrida, o discursos en desarrollo en torno a cosmovisiones ancestrales como el “buen vivir” andino42 o el ubuntu africano,43 pueden servir, como epistemologías alternativas, en la construcción de normas de acceso más abiertas, más plurales, más democráticas. Ensayos de este tipo de normas pueden rastrearse en modelos colaborativos como el Software Libre,44 en figuras jurídicas como el dominio público,45 los commons, los bienes comunes46 o el patrimonio común de la humanidad,47 que hasta ahora, funcionan como periféricas al modelo jurídico hegemónico de la modernidad. La “primariedad” de las violaciones sociales y ambientales vigentes, exige un replanteo del sistema. Será cuestión, tal vez, de proponer modelos jurídicos colaborativos, que incorporen desde las periferias estas figuras alternativas que priorizan “lo común”.
IX. Perspectivas
El discurso clásico de los derechos humanos y su correspondiente sistema liberal de asignación de recursos están en crisis. Las graves y vigentes carencias sociales y ambientales lo evidencian. Las reticencias judiciales y políticas respecto de la justiciabilidad de los derechos sociales ponen de resalto que se trata de una cuestión de mentalidad, una cuestión de racionalidad.
La idea de una democracia solidaria, como espacio para la alteridad, surge en este escenario de crisis, como una alternativa, como una propuesta para la agenda de los derechos humanos y la democracia. Las problemáticas sociales vigentes tienen su raíz en el sistema moderno de asignación de los recursos, sostenido por el modelo capitalista economicista, su antropología de la identidad y la democracia liberal. Por eso, las posibles respuestas a estas carencias sociales tienen que ver con un replanteo de este modelo occidental hegemónico.
La propuesta de una democracia solidaria, inspirada en un modelo de socialidad que toma como punto de partida la responsabilidad por los otros, abre nuevas perspectivas para un replanteo de los derechos humanos en clave solidaria, a partir de la “rejerarquización” de los derechos sociales, como derechos del otro; y desde allí, para la reformulación de las normas de acceso, también en clave solidaria, en clave plural.
En vistas a esta reformulación de las normas de acceso, la pluralidad difusa de figuras jurídicas existentes en torno a “lo común” -como las de bienes comunes, bienes colectivos, bienes públicos, dominio público, bien común, interés común, orden público-, tiene el potencial de hacer lugar a la diferencialidad que plantea la convivencia “democrática” en la alteridad. El carácter holístico, dinámico y participativo de la comunalidad, del ámbito de lo común, juridizado tan difusamente -como en las citadas figuras jurídicas-, se presenta como superador del esquema privativo-apropiativo moderno. En la modernidad, dicho esquema redujo “lo común” a un margen difuso e inútil, casi inaplicable. La primacía de la alteridad que requiere la realización efectiva de los derechos sociales, exige entonces una reivindicación del espacio de lo común, como espacio para el encuentro con el otro, como espacio para la alteridad, para la solidaridad.
Este replanteo de las normas de acceso en clave solidaria sólo es posible en ese marco difuso y plural de “lo común”. No se trata, empero, de definir un nuevo sistema “pluralista y solidario” estático y expansible, sino de permitir la coexistencia de sistemas diversos e incluso de posibilitar la riqueza del intercambio y la cooperación en esa diferencia. En esa diferencia se abre justamente la posibilidad de que acontezca una democracia material, como espacio para la alteridad. Por su parte, el carácter difuso permite la constante deconstrucción y reconstrucción, evitando cualquier cristalización -típica del racionalismo moderno- con pretensión de universalidad, tan contraria a la coexistencia en la diferencia.
En este sentido, el pluralismo jurídico puede asumir el mayor desafío del derecho en la posmodernidad: la construcción de una legalidad viva, rica, densa, holística, ecológica, dinámica, espontánea, participativa y descentralizada que permita superar el reduccionismo, el mecanicismo, el autoritarismo y la violencia intrínseca del sistema formal, único, jerárquico, racionalista y universalista moderno.48 La paz, como convivencia “preocupada” por el otro en la diferencia, implica la posibilidad de la coexistencia de sistemas jurídicos diversos; en este sentido, el pluralismo jurídico es una condición para la paz.
La democracia sólo tiene futuro en ese camino de convivencia fraterna, de solidaridad, como “espacio simbólico”, como espacio para la alteridad. Es este marco de fraternidad, de solidaridad, superador del individualismo posesivo moderno,49 el punto de partida para la construcción de una nueva legalidad, más plural y solidaria, en la que el ámbito de “lo común”, como espacio para la alteridad, supere su marginalización moderna, recobrando un rol fundamental. En este marco será posible pensar entonces en una realización efectiva y a largo plazo de los derechos sociales, de los “derechos del otro”.