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Agricultura, sociedad y desarrollo

versión impresa ISSN 1870-5472

agric. soc. desarro vol.8 no.1 Texcoco ene./abr. 2011

 

El sustrato de la perpetuación del hambre en Guatemala

 

The foundation of hunger perpetuation in Guatemala

 

José Pablo Prado-Córdova

 

Subárea de Ciencias Sociales y Desarrollo Rural. Facultad de Agronomía. Universidad de San Carlos de Guatemala. Edificio T-8. Ciudad Universitaria. Zona 12. 01012. Ciudad de Guatemala, Guatemala (pprado@usac.edu.gt)

 

Resumen

Este ensayo aborda el problema del hambre en Guatemala desde una perspectiva crítica, partiendo de unas reflexiones teóricas generales que persiguen contribuir al debate académico a propósito de las continuidades históricas, la naturaleza deshumanizante de los imaginarios sociales hegemónicos y la articulación subordinada del país al sistema capitalista mundial. Este análisis permite señalar las causas estructurales de la falta generalizada de acceso al bienestar social, entre las que sobresalen, por su poder devastador, las hambrunas que recurrentemente golpean a los sectores más vulnerables de las áreas rurales guatemaltecas. Así mismo, se propone el análisis teórico de los mecanismos que perpetúan esta condición, desagregando la realidad contemporánea en sus componentes históricas, sociológicas y políticas. Finalmente, se concluye señalando los nudos problemáticos que, a juicio del autor, suponen las causas de fondo de la problemática alimentaria guatemalteca.

Palabras clave: Cosificación alimentaria, dependencia, hegemonía, imaginarios.

 

Abstract

This essay approaches the problem of hunger in Guatemala from a critical perspective, starting from general theoretical reflections that seek to contribute to the academic debate regarding historical continuities, the dehumanizing nature of hegemonic social imaginary and the subordinate articulation of the country to the capitalist world system. This analysis allows us to highlight structural causes that result from the generalized lack of access to social welfare, among which famines stand out because of their devastating power, and which recurrently affect the most vulnerable sectors of Guatemala's rural areas. Likewise, a theoretical analysis of the mechanisms that perpetuate this condition is proposed, by disaggregating the contemporary reality into its historical, sociological and political components. Finally, it is concluded, by pointing out the problematic nodes which, according to the author, are the underlying causes of Guatemala's food problems.

Key words: Food objectification, dependency, hegemony, imaginary.

 

Introducción

Por primera vez desde 1970 las cifras oficiales del hambre excedieron el umbral de los mil millones de seres humanos en todo el planeta (FAO, 2009), y aunque esta cifra equivale a un sexto de la población mundial actual y no a un cuarto como en el primer año referido (Pretty, 2009), la distribución geográfica de este fenómeno sigue correspondiendo a un orden socio-económico internacional injusto que mantiene unas estructuras de dependencia y dominación en sintonía con una distribución de bienestar profundamente desigual entre el centro y la periferia (Chase-Dunn, 2000; Wallerstein, 2000). En este sentido, la obra de Couet y Brémond (1978) satirizó con elocuencia las desigualdades inherentes a la hegemonía de la lógica económica del libre comercio sobre las aspiraciones alimentarias de los países periféricos. En esta sátira se aprecia cómo una figura humana luciendo al borde de la inanición solicita la ayuda de otra con evidente sobrepeso para alcanzar los alimentos que requiere con urgencia. En el desenlace del episodio en cuestión, la obesa figura se vale de la primera para alcanzar los alimentos y luego se los come, dejando a su raquítico interlocutor con un palmo de narices, en una potente representación de las asimétricas relaciones económicas entre el centro y la periferia. El hambre resulta, por tanto, del afán concentrador de la riqueza y de la distorsionada idea que de las mayorías campesinas tienen las elites nacionales, cuyas lógicas patronales decimonónicas siguen promoviendo la justificación de la explotación en el imaginario colectivo (McCreery, 1976), sellando así su compromiso con una articulación deshumanizante con el capital globalizado.

Las hambrunas que golpean a los sectores más vulnerables de la sociedad guatemalteca reflejan un problema de injusticia social cuya génesis y complejidad demandan el examen riguroso de la historia nacional y de la economía política de la producción agroalimentaria. Las recurrentes emergencias alimentarias del llamado corredor seco del país corresponden a una serie de circunstancias que trascienden la mera escasez de alimentos. El análisis de las causas de fondo revela verdades de Perogrullo en un país conformado en función de los intereses señoriales de la clase terrateniente. El relator para el derecho a la alimentación de la Organización de las Naciones Unidas, Olivier De Shutter (2009), señaló durante su reciente visita a Guatemala la intolerable situación de pobreza y desnutrición que afecta a 51% y 16% de la población, respectivamente. Estos indicadores empeoran cuando se analiza la situación de los pueblos indígenas, entre quienes el porcentaje de pobres llega hasta 73%; en un país cuyas cifras oficiales reflejan la presencia indígena en casi un 40% del total de la población estimada en unos 12.98 millones de habitantes (PNUD, 2008).

El antecesor de De Shutter, Jean Ziegler (2006) señaló en su momento los siguientes obstáculos para la realización del derecho a la alimentación: (i) un modelo de desarrollo excluyente que concentra la riqueza y el poder en manos de una reducida elite; (ii) la concentración de la tenencia de la tierra; (iii) la conflictividad laboral; (iv) la discriminación; (v) un sistema regresivo de recaudación tributaria; (vi) la impunidad y la desigualdad de los ciudadanos ante la ley; (vii) la penalización de la protesta social; (viii) el modelo agroexportador; y (ix) la falta de continuidad en la gestión pública. Estas condiciones han configurado, a lo largo de la historia guatemalteca lo que Palma (2008) llama una lógica de la muerte. Es decir, un entorno social que atenta permanente contra la vida y cuya culminación supone, en demasiados casos, la desaparición física de quienes padecen las consecuencias más agudas de la inseguridad alimentaria y la pobreza extrema.

¿Cuáles son entonces las causas estructurales del hambre en Guatemala?, ¿cómo operan los sistemas ideológicos que legitiman estas prácticas de explotación?, y ¿qué nudos problemáticos permiten identificar los mecanismos reproductores de la exclusión y la injusticia social en el campo? Para responder estas preguntas hay que recurrir al análisis de las condiciones nacionales que no permiten la universalización del acceso al bienestar en este país centroamericano. El problema alimentario guatemalteco puede analizarse por lo tanto desde varias perspectivas y con el afán de ordenar el análisis que aquí se presenta abordaremos tres nudos centrales: (i) el peso de la historia; (ii) la cosificación alimentaria; y (iii) los términos de la articulación guatemalteca al sistema mundo capitalista.

 

El peso de la historia

El poder económico y la lógica expansionista de los países centrales configuraron un entorno internacional desfavorable para las otrora colonias de ultramar que aportaron fuerza de trabajo servil y materias primas para la activación económica de los emporios europeos del siglo XV. Esta circunstancia fue aprovechada por las clases dominantes locales, que fincaron sus privilegiadas posiciones sociales supeditando el bienestar social de la mayoría a sus necesidades comerciales.

Las continuidades históricas que permiten explorar los antecedentes del problema del hambre en Guatemala corresponden a los factores de la producción cuya explotación intensiva y cortoplacista caracterizó al modelo colonial impuesto por los invasores españoles, es decir la tierra y el trabajo. A diferencia de otras colonias americanas, el territorio que hoy corresponde a la República de Guatemala carecía del atractivo asociado a la existencia de yacimientos de metales preciosos, con lo cual los conquistadores optaron rápidamente por la maximización de las utilidades derivadas de la empresa colonial mediante la explotación intensiva de la fuerza de trabajo y de la tierra. Era la primera sin embargo, la que ofrecía la ventaja sustancial en tanto, en las palabras del historiador marxista guatemalteco Severo Martínez Peláez, "la tierra sin indios no valía nada" (Murga, 2007).

A los primeros años de colonización caracterizados por prácticas de esclavismo y terror, siguió una etapa más bien intermediada por los intereses de la Corona de España, que al percibir el exterminio de la fuerza de trabajo capaz de garantizar la tributación, y con ello la rentabilidad de la empresa colonial, impone en las colonias las Leyes Nuevas para racionalizar la explotación de los pueblos indígenas que de hecho se mantuvo a lo largo de todo el periodo. Sin embargo, las condiciones de trabajo servil se mantendrían y ni siquiera terminarían siglos más tarde con la emancipación política de España. La elite criolla eliminó un molesto intermediario, pero mantuvo las mismas estructuras de explotación que fueron configurando un mundo rural profundamente dividido, cuya dicotomía central entre el minifundismo para la subsistencia y la agricultura comercial para la exportación terminó de consolidarse bajo la égida liberal que, a partir de la Reforma de 1871, propició la desarticulación de la propiedad comunal y consolidó un marco jurídico que legitimaba las prácticas de explotación expresadas en los mecanismos de trabajo forzoso (Palma y Taracena, 2002; Schweigert, 2004).

Este período también se caracterizó por un modelo económico que atendía las necesidades de consumo de los estados centrales a expensas de la apropiación de la plusvalía de la mayoría campesina indígena, cuya contribución al modelo agroexportador se daba en el marco de un profundo proceso de deshumanización, en tanto los jornaleros agrícolas eran alienados de los frutos de su propio trabajo y obligados a subsistir en condiciones que apenas permitían su reproducción como fuerza laboral, pero que les impedían su desarrollo pleno como seres humanos. Los avances logrados durante el interludio democrático posterior a la Revolución de 1944 no fueron suficientes para alterar sustantivamente las bases del Estado finquero (Tischler, 2001) y aun estos logros fueron radicalmente diezmados con la contrarrevolución orquestada con la aquiescencia y participación del gobierno de los Estados Unidos de América (Gleijeses, 1989; Cullather, 2004). El conflicto armado interno que se extendió durante el periodo 1960-1996 supuso un nuevo escenario para la brutal represión sobre cientos de comunidades rurales, lo que provocó la muerte y el exilio de familias campesinas en lo que supone una tragedia humanitaria de grandes proporciones y la modificación violenta de la racionalidad campesina (Steinberg et al., 2006). De hecho, la investigación de Steinberg y Taylor (2002) en el altiplano occidental del país da cuenta de cómo la represión y el exilio campesino contribuyeron significativamente a la pérdida del germoplasma nativo de maíz.

Los pueblos indígenas de Guatemala han sufrido en definitiva, a decir de George Lovell (1988), tres ciclos de conquistas: (i) la de la España imperial; (ii) la del capitalismo internacional; y (iii) la del terror contrainsurgente. El peso de la historia supone por lo tanto la matriz estructural para entender en su justa dimensión la problemática del hambre en este país y analizar el accidentado tránsito de las relaciones sociales alrededor de la producción alimentaria y su ulterior cosificación.

 

La cosificación alimentaria

Un entorno social que reproduce unas relaciones marcadas por el referente único del capital, termina reificando la condición humana, con lo cual los costos humanitarios del hambre se perciben como secundarios, desde la lógica hegemónica, en tanto permiten mantener unos circuitos altamente rentables para la acumulación internacional del capital. La aberración de convertir alimentos básicos en contratos a futuro para la especulación financiera es justamente un indicador por demás elocuente del franco proceso de deshumanización inherente a la fase neoliberal del capitalismo. Gauster (2008) aborda el papel que el mundo globalizado asigna al maíz, que en el caso mesoamericano supone la base de las relaciones sociales, económicas y culturales en amplios sectores de la población rural, y refiere la triple cosificación de este grano en tanto mercancía frente a la apertura comercial, insumo para la producción de agrocarburantes y objeto de especulación financiera. El capital promueve, por lo tanto, un sistema comercial planetario en el que los alimentos quedan reducidos a meras mercancías.

Un reciente Reporte Mundial del Comercio de la OMC insiste en la búsqueda del equilibrio entre la flexibilidad y el proteccionismo, recetando la expansión comercial como panacea para el bienestar social (OMC, 2009). Los mecanismos de salvaguarda, por ejemplo, presuponen la actualización tecnológica de las industrias nacionales en su afán de mantenerse en los mercados abiertos a agentes económicos más desarrollados. Si alguna de estas industrias no es capaz de mantener el ritmo queda destinada, desde esta perspectiva, a abandonar el mercado dejando la posibilidad de participación únicamente para los agentes "competitivos". Es decir, una suerte de darwinismo social en el que únicamente los más fuertes sobreviven. De esta reducida visión de las relaciones comerciales internacionales resulta uno de los elementos de distorsión a propósito de la producción agroalimentaria que, partiendo de la contradicción inherente a la pretendida competitividad necesaria para mantenerse a flote en los mercados internacionales, consiste en la subordinación de las lógicas productivas vernáculas campesinas al modelo hegemónico caracterizado por la uniformización del germoplasma vegetal en monocultivos intensivos bajo condiciones de dependencia tecnológica. Mientras los actores globales más poderosos como la OMC sigan asumiendo que los alimentos son únicamente mercancías, es muy poco probable que sus políticas institucionales contribuyan significativamente a eliminar las causas estructurales del hambre.

La comida constituye ciertamente un bien de consumo de cuya función vital no puede prescindir la sociedad. Sin embargo, la naturaleza de los alimentos trasciende su papel económico en tanto supone también la expresión de la cultura de los pueblos y, sobre todo, de las formas en que las sociedades humanas interactúan con sus entornos naturales. Las tradiciones culinarias, por ejemplo, han ido respondiendo a lo largo de la historia a las prácticas de producción alimentaria, que a su vez dan cuenta de los particulares procesos civilizatorios de la humanidad. Diamond (2002) señala cómo los procesos históricos de domesticación y su distribución geográfica en el planeta determinaron la hegemonía de los pueblos que fueron transitando de unos hábitos de caza y colecta de especies silvestres al sedentarismo y la agricultura. El mismo autor continúa afirmando que los procesos de domesticación y las ventajas culturales que derivan, explican el surgimiento de agentes de conquista como las armas, los gérmenes y el acero; permitiendo así a los primeros pueblos agricultores una amplia difusión de sus tradiciones culturales y de su acervo genético. La domesticación de especies silvestres resulta entonces inherente al desarrollo tecnológico que en definitiva permite la consolidación hegemónica de los centros de poder. Esta centralidad histórica también deja su impronta en los hábitos alimenticios cuyas lógicas capturan el modelo socio-económico tenido como paradigmático en el marco de correlaciones de fuerza específicas. Así, la colonización de América alteró las bases de las dietas humanas en este continente como resultado del encuentro entre prácticas agronómicas y culinarias distintas. Sin embargo, la realidad alimentaria contemporánea ofrece un panorama inédito en términos históricos, en tanto la comida nunca había experimentado un proceso tan intenso de cosificación. Es decir, que la preeminencia del mercado como eje articulador de la vida social, ha ocasionado un cambio paradigmático con respecto a la naturaleza de la comida.

En la década de los 1970 la economía política alimentaria propició un aumento mundial masivo en la cantidad de gente desvinculada de la producción agrícola, lo que a su vez provocó un aumento general de los precios de los granos y escasez, es decir que la organización alimentaria, y no las limitaciones tecnológicas, es el factor determinante de la disponibilidad y el acceso a los alimentos. Así mismo, la conversión de los alimentos en mercancías desempeñó un papel central en la proletarización generalizada de la posguerra, en tanto millones de campesinos de subsistencia engrosaron las filas de los obreros urbanos (Friedmann, 1982). La producción alimentaria fue así constituyendo un proceso particular de alienación, rompiendo la religación entre estas masas campesinas y sus sistemas agroalimentarios (Boff, 2006). Los nuevos huéspedes de las concentraciones urbanas asumieron una lógica de vida en la que los alimentos se adquieren mediante una transacción comercial y no suponen el resultado de unas prácticas agrícolas y de unas expresiones culturales arraigadas en las particulares ecológicas del territorio, fortaleciendo así la separación referida entre sociedad y naturaleza, y consolidando una visión instrumental de la tierra y de sus frutos (Lander, 2005), que de hecho constituye el eje central de la acumulación capitalista occidental.

 

La articulación al sistema capitalista mundial

A diferencia de otras formaciones económico-sociales, el circuito de acumulación capitalista en Guatemala no presupone la capacidad de consumo de la mayoría de su población. Es decir, que una economía volcada hacia la exportación de productos agrícolas contribuye a los flujos económicos de los destinos de su producción mientras mantiene a sus masas campesinas en franca subordinación. Este dualismo funcional caracterizó el auge cafetalero en la Guatemala decimonónica y exacerbó las condiciones de exclusión para la mayoría indígena y campesina (Gallini, 2009) sentando así las bases para una lógica nacional de concentración de la riqueza y de apropiación del valor agregado.

Por otro lado, las políticas neoliberales de apertura comercial han ido minando las bases de la producción agroalimentaria nacional a partir de las asimetrías entre socios comerciales desiguales. El capital internacional promueve sistemáticamente la sustitución de las pequeñas unidades campesinas por monocultivos intensivos que maximizan la renta de la tierra pero sacrifican la calidad ambiental y las culturas de los pueblos. La continuidad de este modelo supone uno de los pilares de la articulación de Guatemala al sistema mundo capitalista (Chase-Dunn, 2000). Una articulación lubricada por las aparentes ventajas y oportunidades que tal sistema permite.

El discurso hegemónico promueve, por ejemplo, el enfoque de derechos como el mecanismo de amortiguación que permite la corrección política y termina cooptando legítimos esfuerzos populares por la soberanía alimentaria. El panopticon benthamiano persiste en el imaginario de la dominación (Polanyi, 2007); no como la torre de control más eficiente para la vida de los convictos, sino como la instrumentación de la contradicción entre las reivindicaciones populares campesinas y las maquinarias de la empresarializada cooperación internacional para el desarrollo (Morales, 2007). De hecho, Kneen (2009) argumenta que tanto el discurso de derechos, como la fórmula de la democracia liberal y el capitalismo constituyen un trípode que brinda sostén al modelo económico cuya racionalidad reproduce el hambre y la pobreza. Así mismo, Morales (2006) agrega en el mismo sentido que la globalización neoliberal provoca hambre a través del endeudamiento de los países atrasados, las políticas de ajuste estructural, la ayuda oficial al desarrollo y la biotecnología. Es decir, que el modelo agroalimentario dominante promueve un estilo de agricultura industrialista que resulta funcional para la masiva producción de alimentos, pero que supone una amenaza para las agriculturas familiares, en tanto estrategias campesinas para la conservación del germoplasma vegetal (Isakson, 2007), y contribuye a la expansión de un modelo alimentario altamente rentable para las corporaciones agroalimentarias, pero poco saludable y ambientalmente inadecuado (De Sebastián, 2009).

La realidad internacional que viene siendo referida se expresa con mucha fuerza en las recientes dinámicas agrarias de la región conocida como Franja Transversal del Norte en Guatemala. La investigación de Alonso et al. (2008) da cuenta de la agresiva expansión de los agronegocios de la caña de azúcar y la palma africana en esta región, y de cómo un ejercicio comparativo de productividades territoriales demuestra que los sistemas agrícolas locales resultan más redituables para la generación de bienestar local que los monocultivos intensivos cuyos réditos, tanto en términos de acumulación de riqueza como de generación de empleos, abandonan el territorio. La estrategia de acumulación de la clase terrateniente sigue por lo tanto empeñada en esta zona en hacer de la apropiación del plusvalor campesino y el uso intensivo de la tierra, los ejes centrales de su articulación a la economía globalizada. Una articulación deshumanizante en la medida en que se incorporan al análisis los costos sociales asociados a esta estrategia de expansión comercial.

En definitiva estas prácticas reproducen la lógica capitalista de acumulación incesante, que además de funcionar en el marco de la dicotomía centro-periferia, opera externalizando, al menos, los costos asociados a la toxicidad que las actividades productivas generan en el sistema ecológico, los costos de reemplazo de la materia prima empleada, y una buena parte de los costos, generalmente sufragados por los estados nacionales, de la construcción de la infraestructura vial que permite el transporte de las mercancías (Wallerstein, 2006). Esta socialización de costos impide la universalización del bienestar social entre la mayoría de habitantes del área rural guatemalteca y contribuye a mantener a estas familias en unas condiciones inaceptables de precariedad y vulnerabilidad. Es aquí donde hay que buscar las causas estructurales del hambre para generar políticas estatales que trasciendan el enfoque asistencialista y de corto plazo, y que permitan las transformaciones socioeconómicas necesarias para que este país pueda transitar finalmente a un modelo más incluyente y más humano.

 

Conclusión

El hambre en Guatemala tiene profundas raíces históricas que explican cómo se instauró en el país un modelo económico concentrador y excluyente, caracterizado por una lógica depredadora y egoísta que ha privado como continuidad histórica central a lo largo de los últimos cinco siglos. La voracidad colonizadora y el surgimiento de una elite local heredera de privilegios políticos y materiales, y empeñada en la reproducción de un imaginario social deshumanizante diseñaron un estado nacional funcional a sus intereses de clase en tanto vehículo central para la perpetuación de unas condiciones institucionales que legitimaron unas prácticas de exclusión de la mayoría campesina indígena.

Los nudos problemáticos estructurales que explican el hambre en un país con abundantes riquezas naturales corresponden al papel periférico que éste juega en el marco del sistema interestatal, la cosificación de la producción alimentaria en tanto instrumento para la articulación al sistema mundo y separación entre el ser humano y la naturaleza, la hegemonía de un sistema productivo cuya racionalidad reproduce la deshumanización de las relaciones sociales en el imaginario nacional, la sempiterna necesidad de materias primas de los estados centrales, la cooptación de numerosos esfuerzos populares reivindicativos y su embalaje como retóricas políticamente correctas intermediadas por la cooperación internacional, y la escasa movilización ciudadana ante unas prácticas corporativas y estatales excluyentes y racistas.

 

LITERATURA CITADA

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