La “guerra” emprendida por el ex presidente de México, Felipe Calderón Hinojosa (20062012), en distintas regiones del país, contra el narcotráfico, agudizó los problemas de violencia y criminalidad, los cuales se habían mantenido con un nivel de baja incidencia durante décadas atrás. Sin embargo, la estrategia belicista de Calderón contra cárteles, células y grupos delincuenciales potencializó la espiral de la violencia por todo el país, la cual llegó a niveles de homicidios jamás registrados en la historia reciente de México.
La obra de Carlos Illades y Teresa Santiago muestra, con minuciosidad, cómo la estrategia policiaco militar del ex presidente Calderón contra grupos delictivos y cárteles del narcotráfico terminó por convertir cada pueblo, cada ranchería y cada ciudad del Estado de Guerrero en zonas de cuerpos desmembrados, de cadáveres abandonados en las calles y en las carreteras, de personas colgadas en puentes, de balaceras en restaurantes, de comerciantes extorsionados y de gente desaparecida o secuestrada.
Mundos de muerte tiene vigencia porque expone la problemática social que viven día a día los habitantes de Guerrero, quienes aún no tienen mejores horizontes de vida a pesar de la esperanza que despertó la llegada a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador en 2018. Nada ha cambiado, señalan los autores de la obra, porque los pivotes sociales, políticos y económicos sobre los que descansan la violencia criminal, la impunidad y la violación de los derechos humanos contra los guerrerenses no han sido erradicados en su historia más reciente.
Guerrero ha sido blindada por miles de efectivos militares y cuerpos policiacos desplegados por el estado con el fin -según el discurso gubernamental- de brindar protección a la población. No obstante, la obra nos alerta de los horrores y del infierno en que se ha convertido ahí. En sus páginas aparecen términos como guerra irregular, capitalismo criminal, necropolítica, contrainsurgencia, guerra sucia y segurización. Estas expresiones por separado y en conjunto muestran los distintos tipos de violencia por los que ha transitado la sociedad guerrerense desde la década de los cincuenta del siglo pasado a la fecha.
Por otra parte, el estado de Guerrero es la expresión de un cuerpo social poroso donde se expresan distintas facetas del capitalismo criminal, salvaje y renovado que despoja de tierras y de bienes naturales a campesinos y ejidatarios. Este arrebato se realiza con el apoyo directo e indirecto de grupos delictivos armados y de narcotraficantes presentes en pueblos de Tierra Caliente, Costa Grande y la región norte. Mediante amenazas, asesinatos y expulsión de los pobladores de sus comunidades, estas organizaciones explotan minas, saquean madera, cobran derechos de piso, extorsionan y controlan la producción y distribución de enervantes. Este capitalismo criminal avanza con un cómplice: los gobernantes, comenzando con los presidentes municipales, que son el eslabón más débil. El municipio es el espacio territorial donde se expresa con mayor nitidez la complicidad entre quienes gobiernan -sea por presión o temor- y los grupos delictivos. Aquí es donde se observan los desplazamientos forzados de miles de familias que huyen de sus pueblos ante el temor de ser asesinados o desaparecidos por los grupos delictivos.
La deconstrucción de los mundos de muerte que nos presentan Illades y Santiago permite ahondar en los orígenes del contexto criminal y violento actual en Guerrero. En consecuencia, el trabajo se estructura en cinco apartados: 1) mundos de muerte, 2) el capitalismo criminal, 3) necropolítica, 4) resistencia y 5) víctimas. En el primero, se destacan los desaciertos gubernamentales sobre cómo enfrentar a los grupos criminales. El Estado mexicano, con el afán de ofrecer resultados inmediatos contra el crimen organizado, despliega a militares y cuerpos policiacos que atropellan, retienen y apresan a personas inocentes, presumiblemente vinculadas con el crimen organizado. En esta lucha de las fuerzas armadas y policiacas contra grupos criminales que se disputan plazas o territorios, se construye un discurso oficial para estigmatizar a los miles de muertos tirados en carreteras, desmembrados y puestos en bolsas sobre la vía pública, colgados en puentes o quemados dentro de automóviles, como si pertenecieran a cárteles rivales.
En el segundo apartado, se sintetizan los resortes que mueven la economía criminal
bajo el contexto de la globalización, pues se engarzan cadenas de suministros y flujos que comienzan en el ámbito local y culminan en el internacional. El punto de partido es el modesto campesino que siembra amapola en la sierra de Guerrero, luego aparecen los acaparadores y distribuidores y finalmente el producto llega al consumidor blanco en Estados Unidos. Este andamiaje criminal permite blanquear grandes fortunas e insertarlas como activo circulante en las finanzas internacionales del capitalismo financiero. La descomposición social actual de Guerrero comenzó en Acapulco, con la presencia de los cárteles de los Beltrán Leyva, el de Sinaloa, los Zetas, entre otros. Todos ellos convirtieron a ese puerto en una de las ciudades más sanguinarias de México desde 2010.
En el tercer apartado, se escudriña sobre un tipo de violencia previo al actual: la guerrilla insurgente de Lucio Cabañas y el movimiento cívico de Genaro Vázquez Rojas en la década de los setenta del siglo xx. Estos personajes eligieron las armas como último recurso para cambiar el sistema caciquil y autoritario implantado en Guerrero desde los cincuenta. La guerrilla fue aniquilada por la fuerza militar, incluyendo violaciones sistemáticas de los derechos humanos en la sierra de Atoyac. Así comenzó una estrategia policiaca contra opositores sociales -conocida como “guerra sucia”- e iniciaron la impunidad y la falta de justicia en Guerrero.
En el cuarto apartado se resalta la subcultura bien arraigada de las resistencias del pueblo guerrerense y su participación en movimiento sociales: la Independencia; la Revolución Mexicana; las rebeliones estudiantiles en la década de los sesenta del siglo xx en Chilpancingo; el apoyo de la sociedad civil, como en ninguna otra ciudad del país, contra el gobernador Caballero Aburto; rebeliones y protestas de campesinos y copreros de la Costa Grande; el asedio gubernamental contra la Universidad Autónoma de Guerrero por su proyecto universidad-pueblo; la guerrilla de Lucio Cabañas y el movimiento cívico de Genaro Vázquez. En todos ellos, el común denominador de las luchas y protestas fueron las condiciones de injusticia e impunidad de los gobiernos estatales y caciquiles.
En este mismo apartado, los autores recrean otra de las violencias gubernamentales contra la población: a mediados de los noventa del siglo xx, el carácter reivindicativo de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (ocss) contra el gobierno estatal de Figueroa Alcocer terminó con una masacre orquestada por este personaje contra más de una veintena de integrantes del ocss en el Vado de Aguas Blancas, Atoyac, dando pie al surgimiento del Ejército Popular Revolucionario (epr). Asimismo, se creó la Policía Comunitaria (pc) en la región de la Montaña y se visibilizaron las protestas permanentes de los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa. Este último suceso terminó como uno de los episodios más siniestros de los últimos años en México: el asesinato de tres estudiantes y la desaparición forzada de 43 de ellos, en septiembre de 2014, aún sin localizar.
A partir de datos e informes periodísticos locales y nacionales sobre las miles de víctimas y sus familiares, en el quinto y último apartado se desmenuzan episodios del sufrimiento de los guerrerenses causados por el poder criminal de los cárteles y grupos delictivos, quienes se han erigido como un poder paralelo. Illades y Santiago señalan que con la noche de Iguala y el asesinato y desaparición de los normalistas de Ayotzinapa se conjugó un microcosmos compuesto de todas las violencias en Guerrero: “Un poder político corrupto y coludido con el crimen, un sistema de justicia paquidérmico y voluntariamente omiso en cuanto a reconocer y respetar los derechos humanos, la estigmatización de la pobreza y el temor de que la exclusión alimente movimientos de reivindicación en el seno de las escuelas rurales, así como el desprecio y demandas nunca satisfechas” (147-148).
En la obra se analizan las causas de las violencias que se han implantado en Guerrero. En realidad se trata de una dualidad: violencia objetiva y violencia subjetiva. La primera es aquella que se expone y se cuantifica en los medios de comunicación, por ejemplo, la perpetrada por los grupos delictivos contra la población. La segunda es sutil, se mediante coerción y se refleja en relaciones de explotación y dominación. Esta violencia subjetiva resulta quizá de mayor importancia y aunque es invisible, alimenta la objetiva, es decir, la violencia sistemática (o estructural): “La violencia subjetiva es la que se enfrenta y combate por distintos medios, mientras se preserva la violencia objetiva. De ahí la dificultad de que resulten eficaces los intentos para suprimir la violencia subjetiva. Mientras las condiciones que hacen posible la violencia sistemática no se modifiquen las crisis de violencia seguirán apareciendo, y cada vez con formas más extremas (147)”.
La obra permite reflexionar si la alternancia política estatal o federal por sí sola implica un frente contra la violencia criminal actual en Guerrero. Voces críticas indican que esto no ha sido posible, incluso la prensa local ha sido amenazada por los grupos delictivos y las autoridades locales para evitar que denuncien crímenes, desapariciones y extorsiones. El objetivo es brindar una percepción de paz y seguridad en el estado.
Asimismo, la temática de la obra se justifica porque abona a la discusión sobre si las condiciones de pobreza, injusticias y desigualdad social en Guerrero son o no insumos determinantes y proveedores del sistema de criminalidad, impunidad y corrupción imperante. Por otra parte, la obra es estimulante porque, a pesar de los tiempos violentos en esta entidad, persiste la subcultura de la resistencia social.