Como lo evoca su nombre, Roza tumba quema (Hernández, 2017; Sexto Piso, 2018), de Claudia Hernández, trata acerca de movimientos en y a través de diversos territorios en busca de un suelo fértil. La novela puede causar perplejidad en una primera lectura. A nivel formal, evoca el desplazamiento, ya que el foco narrativo cambia mediante los distintos personajes, intercalando sus voces, pensamientos y acciones, además del pasado, el presente y el futuro, sin aclarar a qué personaje o momento de la secuencia narrativa corresponde lo narrado. Este vaivén dificulta distinguir quién cuenta las acciones y en qué plano temporal y espacial se ubican. Por otro lado, las mujeres se encuentran profundamente condicionadas por la hegemonía interna de la obra y están limitadas en su rango de acción gracias a la precariedad de su contexto. Por ello, continuamente reproducen roles y comportamientos que pueden sugerirnos ser incapaces de resistencia, si es que sólo las juzgamos desde una perspectiva representacional basada en el contexto referencial extraliterario. Ante tales problemáticas, demostraré que, en esta novela, Hernández desarrolla una semántica propia de lo femenino que, mediante los elementos lingüísticos y los recursos retóricos, manifiesta las fórmulas responsables de las desigualdades estructurales que experimentan las mujeres.
La historia se centra en una familia integrada por mujeres de diferentes generaciones que intentan sobrevivir a las constantes adversidades de la guerra y la posguerra. A pesar de que ninguno de los espacios centrales de la acción posee un nombre (exceptuando París),2 la alusión al conflicto armado y a los periodos de posguerra nos permitirían ubicar su imaginario en El Salvador,3 el lugar del que proviene su autora. No obstante, Ortiz Wallner (2019) señala que la ausencia de nombre localiza la trama igualmente en el contexto de otras guerrillas latinoamericanas como la colombiana, la peruana o la nicaragüense.
Esta indeterminación contextual es uno de los rasgos más característicos de la literatura de Hernández y la distingue de sus coetáneos. La autora pertenece a la generación de la literatura de la posguerra salvadoreña de la década de los 90, la cual le confiere a la violencia una dimensión estructural que atraviesa la subjetividad y la vida pública y privada de los salvadoreños.4 Sus cuentos se instalan en un espacio donde la violencia, la muerte y la crueldad están normalizados (cf. Gairaud 2010; Lara-Martínez 2012; Rincón-Chavarro 2013; Gairaud 2015; Núñez 2021). Esto ha conducido a que la crítica literaria entienda su estética como una alusión simbólica y metafórica a la experiencia traumática de la guerra (cf. Cortez 2010; Kokotovic 2014; Sarmiento 2016). Sin embargo, a diferencia de otros autores, en su narrativa corta, la autora evade casi totalmente la aparición de armas de fuego y las alusiones directas a la guerra (Esch 2018; Kokotovic 2014). Aunque la presencia de estos elementos distinguen esta novela como excepcional dentro del resto de su narrativa,5 en este artículo demostraré que más allá de centrarse en este fenómeno de la guerra, el relato exhibe y desmonta las violencias normalizadas por el consenso social hacia las mujeres que se hacen presentes tanto en el estado de excepción de la guerra como en las actividades cotidianas antes y después de ésta.
A través de los cuarenta capítulos breves y fragmentarios que integran la novela, conocemos las formas en las que los personajes femeninos habitan los territorios; los sucesos, pensamientos, sentimientos y deseos que padecen en éstos y los diversos caminos que trazan sobre su superficie: permanecer y establecerse, huir y escapar, migrar y volver, buscar, abandonar y defender la tierra. Las mujeres de la novela no siempre se trasladan voluntariamente, sino que sufren desplazamientos forzados que las obligan a actuar a partir de los códigos sociales que configuran las relaciones comunitarias dentro de la obra. Las desterritorializaciones forzadas físicas que sufren por ser mujeres, las localizan dentro del entramado social, atribuyéndoles roles y mandatos diferenciados. Estas consignas sociales acotan su margen de movilidad social y las excluyen, en mayor o menor medida, del proyecto de la comunidad y el espacio público.
La novela como agenciamiento narrativo
Para entender estos movimientos sobre el territorio, lo primero que hay que preguntarnos es ¿quién narra esta historia? Esta pregunta no únicamente me permite situar la escritura en un contexto específico para entender sus implicaciones sociolingüísticas y el porqué de sus inflexiones y variables, sino que además es el punto de partida para comprender cómo se articulan las relaciones internas entre los sucesos, las descripciones y los personajes que integran una trama literaria.
En una descripción formal sobre el narrador, podríamos decir simplemente que la novela emplea una voz en tercera persona gramatical, la cual focaliza en distintos personajes a lo largo del relato a través del estilo indirecto libre,6 una de las estrategias más frecuentes dentro de la narrativa de Hernández. Sin embargo, al leer la novela, queda claro que el recurso es más “raro” de lo que estas categorías señalan. En primer lugar, se intercala la focalización en las distintas mujeres sin previo aviso, lo que hace difícil identificar sobre quién se están narrando las acciones y pensamientos. A esto se suma también la carencia de nombre propio de todos los personajes, lo que nos orilla a inferir quiénes son las mujeres de las que se habla sólo por los contenidos, el registro lingüístico y las formas de enunciación que se emplean en dicha focalización. De este modo, todos los personajes femeninos son nombrados mediante el pronombre “ella”, como lo único que en cierta medida las identifica es su condición de “mujeres”, “madres”, “hijas” o “hermanas” de los y las otras. Pero estos roles son ambiguos, debido a que dependen de las situaciones y el presente de la narración, pues quien es “madre” puede ser “hija”, “hermana”, “amiga”, o “la mujer” de un hombre simultáneamente.
Además, dentro de las focalizaciones singulares podemos percibir la presencia de discursos colectivos anónimos que enuncian las creencias de la comunidad. Estos discursos hablan a través de las mujeres, dado que son reproducidos por ellas, mostrándonos cómo los “saberes” colectivos prefiguran su deber ser, pensar y actuar, aun cuando en ocasiones las que los pronuncian disienten de éstos. El resultado de estas dos estrategias es una voz narrativa despersonalizada que ensambla diferentes agentes visibles e invisibles dentro del discurso singular de cada mujer, lo cual crea una enunciación colectiva.
En el artículo propongo que este ensamblaje entre voces heterogéneas se comprenda como un “agenciamiento narrativo”. Con el concepto de “agenciamiento” pienso el fenómeno de la voz narrativa en su dinámica y pluralidad. Mi objetivo no es evaluar la composición y el funcionamiento de cada parte de un organismo, sólo poner el acento en la relación entre éstas y las acciones que generan juntas en devenir. A su vez, con “narrativo”, busco enfatizar que la relación entre signos y cuerpos dentro de una novela se da mediante el acto de narrar, por lo que las variables lingüísticas interactúan con otros elementos como la retórica y la organización temporal y espacial del relato.7
Considero que todo “agenciamiento narrativo” actúa sobre un territorio físico -el cual no necesariamente tiene que identificarse con un referente extratextual- a través de la creación de un “territorio semántico” propio. Con “territorio semántico” nombro el espacio social que codifica una obra a partir de las relaciones que trama entre las variables lingüísticas y los rasgos materiales que definen a los cuerpos. Estas relaciones determinan la intensidad del poder y el deseo que tienen los cuerpos en un relato. El poder y el deseo son las fuerzas motoras que articulan la política sensible de una comunidad, por ende su intensidad determina la capacidad de agencia de cada cuerpo dentro de la dinámica social.8
Para construir su sentido interno, la narración configura un territorio común a partir de patrones semánticos9 que establecen relaciones estables entre atributos y cuerpos. En una narración las descripciones y acciones, junto con los mecanismos retóricos, semánticos y sintácticos, construyen series de palabras que combinan ciertos atributos con los cuerpos singulares. Desde la comparación entre las series de palabras que describen a diferentes cuerpos con rasgos materiales semejantes (como la diferencia sexual), se hace visible la creación de estos patrones. Estas relaciones establecen una analogía entre dos o más campos semánticos (por ejemplo, “mujer-tierra”); o bien, funcionan por la coordinación por medio de distintas series de palabras, que por su semejanza semántica o sintáctica, crean paralelismos entre sí. Los paralelismos le brindan expansión a los patrones semánticos que establecen analogías, porque les permiten su actualización en distintos contextos, personajes y situaciones, los cuales establecen relaciones de pertenencia en medio de los distintos cuerpos del relato. Las relaciones de semejanza y coordinación, como efecto de la repetición, configuran las identidades hegemónicas que determinan el marco de interpretación con el que leemos a los cuerpos. Así, dentro de la lectura, cuando aparecen cuerpos con atributos que entran en relación de semejanza o contigüidad con otros, asumimos que pertenecen a tales identidades.
Conforme a este aparato metodológico, analizaré cuáles son los patrones semánticos que describen a las mujeres, para mostrar que los discursos hegemónicos que regulan el sentido común interno de la obra las territorializan semánticamente, sitúandolas en lugares específicos que determinan sus condiciones de posibilidad de decir y actuar dentro del espacio social de la novela. Igualmente mostraré que esta territorialización semántica, en paralelo, produce diferentes formas de desterritorialización física que convierten a los cuerpos femeninos en territorios de explotación. Con este análisis evaluaré los alcances que los desplazamientos semánticos tienen para generar un régimen de signos propio que escinde a las mujeres del lugar público, impidiéndoles poseer y tener un lugar en la comunidad.
“Ellos” crean el territorio semántico
A partir de la narración de la infancia, juventud y adultez de una mujer que fue forzada a convertirse en combatiente de la guerrilla,10 el relato contrapone los movimientos forzados y deseados de las mujeres dentro de los territorios semánticos que configuran el sentido común interno de la obra. Toda la secuencia narrativa comienza con dos movimientos iniciales de desterritorialización física forzada. Por un lado, los miembros de la guerrilla son orillados a moverse a la montaña para protegerse ante la invasión de los soldados, quienes queman la casa de la familia de la protagonista, lo que implica una primera desterritorialización física. Más adelante la mujer es obligada por los miembros del movimiento insurgente a abandonar su hogar, trasladarse definitivamente a la montaña y combatir.
Así se trazan dos hegemonías, la de la izquierda revolucionaria y la del régimen militar, que, a pesar de ser contrarias, comparten entre sí la desterritorialización forzada.11 Ambos grupos de personas cumplen las órdenes de sus superiores, no pueden tomar decisiones y simulan que están controlados, queriendo estar ahí, pero no lo desean; tanto para los excombatientes como para los soldados la lucha era una forma de sobrevivir (Hernández 2018, 27). La novela enfatiza, en la todavía niña y otros menores, la falta de deseo para participar en el conflicto bélico.12 Esto puede verse en las conversaciones que la mujer-combatiente tiene con sus dos hermanos. El hermano que pertenecía a la guerrilla le dice: “No creía que nadie ahí estuviera porque lo deseaba, pero ninguno había rehuido la llamada” (Hernández 2018, 56). Tanto él como ella también desean regresar a casa y no volver a tocar una pistola. De igual manera, el hermano, que por su edad no debería unirse a la guerrilla, posteriormente se une a los soldados porque dice que lo tomaron como “ellos tomaban a las gallinas de corral” (Hernández 2018, 163).
Al mismo tiempo, los discursos colectivos de diferentes agentes, visibles e invisibles, territorializan semánticamente a las mujeres, concediéndoles funciones específicas dentro de la comunidad. A pesar de que la narración focaliza en diversas mujeres, haciendo énfasis en sus experiencias vitales, dentro del discurso singular habla la colectividad a través de las consignas a las que ellas están sujetas. La figura de los “vecinos” es un agente colectivo invisible, anónimo y despersonalizado que nos brinda información sobre estos presupuestos implícitos. La enunciación del “ellos” funciona en diferentes momentos del relato como una especie de coro griego, que reproduce las diversas fórmulas que codifican las dinámicas relacionales dentro del territorio semántico:
A las mujeres las seguían viendo como lo hacían antes de la guerra, aunque hubiera combatido a su lado, les hubieran salvado la vida alguna vez o pudieran matarlos entonces alegando invasión a su propiedad. Sabían que ninguna lo haría. No querrían quedar como asesinas ante sus hijos. Tampoco querrían echarse encima el peso de la crítica de los vecinos. No soportarían que les dijeran que se habían sobrepasado (Hernández 2018, 185).
La opinión hegemónica codifica los espacios sociales a tal grado, que también determina el comportamiento de los hombres:
Pero ni uno quería pasar por la pena de tener que pedirle ayuda a una mujer, sobre todo si no tenía marido. Los convertiría en la burla de todos. Y sus propias mujeres se molestarían con ellos. Quizás hasta los abandonarían. No tenían más opción que hacerlo de la manera en que lo hacían. Las otras mujeres deberían entenderlo (Hernández 2018, 185).
A su vez, “ellos”, en ocasiones llamados “la gente”, pueden hacer verosímiles las historias falsas.13 Otros agentes invisibles que operan de manera semejante son las comisiones de los “excombatientes” durante el conflicto, las comisiones de evaluación y otorgamiento de los recursos posconflicto y “los estudiantes de la universidad”, quienes establecen comunidades únicamente basadas en la semejanza.14
En diversas ocasiones, la novela muestra cómo las opiniones públicas comunitarias sustituyen el horizonte de comprensión racional, a tal grado que pueden justificar las acciones ilógicas proporcionándoles un grado de verosimilitud que se construye mediante las deducciones sociales basadas en la representación. Esto puede apreciarse cuando la madre se niega a pedir ayuda a su amigo excombatiente por temor a que los vecinos supongan que son amantes y que planearon juntos el asesinato de su esposo: “A la gente no le faltaba imaginación para esas cosas. No importaba que ellos dijeran que habían trabajado juntos por la misma causa o que ambos guardaban luto por el compañero perdido, siempre habría alguien que tejería una historia con cosas que jamás ocurrieron” (Hernández 2018, 144). El sentido común de la comunidad determina las acciones de los personajes femeninos, tanto, que incluso la madre excombatiente teme que si su amigo hospeda a su hija, la gente pueda trasladar el supuesto romance secreto a ella; lo que nos muestra que las consignas sociales, en la forma del chisme, fortalecen la inmanencia identitaria entre mujeres de diferentes generaciones. El chisme actúa como el dispositivo que reproduce las fórmulas del discurso hegemónico, mostrándonos cómo se adaptan a un contexto marginal. Su maleabilidad y flexibilidad le dan un poder de adaptación que le permite convertirse con eficacia en una hegemonía popular dentro de los contextos precarios, sustituyendo a la cultura oficial.
Una situación semejante acontece en el pasaje donde la madre de una de las excombatientes explica cómo fue que las deducciones de los vecinos, sobre su fallida maternidad le permitieron cuidar a su nieta sin dejar al descubierto que la madre de la niña participaba en la guerrilla: “¿Cómo podía hacer ella para que la gente no sospechara? […] tenía a la hija mayor por descarriada. Así que decidió hacerla pasar por madre de la niña […]” (Hernández 2018, 151). Así, inventa que su hija mayor migra para trabajar y poder mantener a su hija, y que vivirá con los mismos tíos que supuestamente tenían a su hermana, es decir, la auténtica madre de la niña que es guerrillera. Aunque la imaginación ficcional de la mujer es fundamental en la construcción de su relato, la historia adquiere verosimilitud únicamente gracias al chisme y las suposiciones que este implica:15
La gente interpretó el supuesto embarazo de la hija mayor como una consecuencia de la partida de la segunda […] Pensaban que, si hubiera sido más equilibrada podría haber evitado lo sucedido. También le recomendarían que pidiera ayuda a su hermano en el extranjero para que la hija mayor no fuera a descarriarse más. No querían inmiscuirse en sus asuntos, pero debían decirle que creían que podía embarazarse de nuevo, tener más hijos de manera irresponsable y hasta enfermarse (Hernández 2018, 152).
Este pequeño pasaje hace visible cómo el agenciamiento narrativo, por su cualidad de ensamblaje de agentes singulares y colectivos, es capaz de yuxtaponer el plano de lo “posible e imaginado” al de lo “acontecido” en la historia, a tal grado que estos dos regímenes de sentido se confunden.16 Esta fusión se da mediante la reproducción de fórmulas estereotípicas que son aprovechadas por el personaje tanto para sostener la historia alternativa como para justificar por qué no pueden comunicarse las amiguitas con la hija guerrillera (Hernández 2018, 153).
Los agentes colectivos dentro del relato configuran un territorio semántico que regula la división de lo sensible, repartiendo diferencialmente los poderes entre los personajes masculinos y femeninos, a lo cual también se suman otros rasgos identitarios como la ruralidad, la descendencia, la clase social, la edad, la raza y la etnia.17 Los atributos corporales e incorporales se asumen como realidades que establecen la lógica relacional de una comunidad, dictando quién tiene el poder de hacer ciertas acciones y quién no. Son estas atribuciones las que articulan un régimen representativo que funciona como el paradigma de legibilidad y visibilidad de la novela que dictamina el territorio de lo posible y que construye una noción propia de verosimilitud, soportada en el régimen de signos articulado. Por ello, el lenguaje empleado en una obra literaria determina fácticamente la forma en la cual codificamos las acciones de los personajes y les inscribimos en determinadas identidades y representaciones, ya que es responsable de la construcción social y política de los sentimientos, afectos, pensamientos y acciones de los personajes. Este territorio semántico se distingue por un consenso social interno al cual alude constantemente la obra, cuya función central es mostrarnos los “deberes” y “saberes” normalizados en esa comunidad,18 los cuales cifran colectivamente el cuerpo femenino de manera opresiva y son responsables de la naturalización de la violencia contra las mujeres.
La mujer como tierra: el cuerpo femenino como recurso explotable
Cada identidad femenina se configura a partir de ciertas descripciones empleadas para caracterizar a las mujeres. Éstas establecen relaciones entre cuerpos, atributos y el poder de actuar y desear, crean patrones semánticos mediante series de palabras que se reiteran en las relaciones retóricas, sintácticas y semánticas. La repetición de los patrones semánticos en las experiencias vitales singulares de las mujeres-personaje, dentro de la secuencia narrativa intercalada, nos muestra la presencia de relaciones de inmanencia de desposesión y marginalización entre mujeres de diferentes contextos y edades.
Por ejemplo, es importante resaltar los motivos por los que la niña es desterritorializada y reterritorializada por los miembros de la guerrilla, pues aquí se moviliza por primera vez uno de los patrones semánticos fundamentales de la novela: “mujer-tierra”. La decisión de trasladar definitivamente a la niña a la montaña para convertirla en combatiente es un acto de territorialización semántica que pretende “inmovilizarla”, ya que se erige como reacción ante la habilidad excepcional que tiene de moverse, encontrar los caminos para ver a su padre y volver a la comunidad para vivir con su madre y hermanos a pesar de las estrategias de ocultamiento del grupo (Hernández 2018, 55). Los guerrilleros declaran sentirse atemorizados por esta habilidad, expuestos, al mismo tiempo que atraídos por explotarla para su beneficio.
Esta contradicción es usual en la construcción de las mujeres dentro del patriarcado. Los poderes que poseen las mujeres, sobre todo aquellos que están motivados por el deseo, son percibidos por la comunidad masculina como una amenaza, siempre y cuando no se regulen. De este modo, se da un doble proceso de territorialización y desterritorialización semántica gracias al consenso: es necesario invisibilizar el poder como potencia de cambio, dado que eso es lo amenazante, pero la manera de hacerlo es convertir el cuerpo femenino en territorio de explotación, a partir de la expropiación de ese poder para el beneficio común (frecuentemente al servicio del patriarcado). De este modo, las mujeres no reconocen su habilidad y poder, porque estas características son precisamente las que las sujetan al “deber ser”.
A la vez, podemos ver, desde un principio, que el consenso social establece un patrón semántico entre la comunidad “rural” y la “inmovilidad social”. La novela nombra a los profesores como “cuidanderos” y añade que los muchachos locales “no debían ser molestados más que con lo mínimo, porque, sin importar lo que ellos quisieran o hicieran, terminarían sembrando en los campos que cultivaban sus padres y cuidando al ganado que naciera del de ellos” (Hernández 2018, 8). También, para las mujeres, el destino es irremediable y está limitado a ser esposas y madres: “Las muchachas hornearían pan, harían los oficios de la casa a diario y prepararían tamales para las ocasiones especiales. Tendrían hijos y pasarían la vida entera en el pueblo cuidándolos” (Hernández 2018, 9). Finalmente, la narración añade: “Estaban tan convencidos de que nada podía hacer que los destinos cambiaran” (Hernández 2018, 9).
En los fragmentos citados puede observarse cómo se combinan los tiempos verbales para establecer un consenso semántico; a su vez, a lo largo de la novela, hay una repetición constante del verbo “deber”, que se presenta 339 veces en diferentes tiempos verbales, sobre todo en el pretérito imperfecto del indicativo. Este tiempo verbal enfatiza la imposibilidad de determinar cronológicamente el comienzo y el final de la acción, lo que nos remite a la inmanencia entre diferentes generaciones y personajes. Se combina con el condicional simple que expresa el carácter futuro y probable de las acciones narradas; y el presente del indicativo, el cual brinda la sensación de simultaneidad entre el acto de enunciación y la acción, incluso, cuando la mayor parte de los sucesos narrados en este se ubican en el pasado o en el futuro; también tiene el potencial intrínseco de narrar situaciones que se consideran verdades inmutables, estados regulares y cualidades o atributos, en virtud de que puede emplearse como sustituto del imperativo. De este modo, más allá de lo afirmado en términos de contenido, la combinación de estos tres tiempos resulta central para comprender por qué la narración, de manera formal, intensifica la condición de inmutabilidad de los “deberes” asociados a las identidades de los personajes del relato.
Conforme al consenso social, en varias ocasiones se menciona que ser madre y esposa de algunos de los miembros de la comunidad es la única posibilidad de realización personal concebida socialmente (Hernández 2018, 88). Cabe decir que esto se reitera incluso dentro de la guerrilla, donde se nos indica que las mujeres, a pesar de combatir a la par de los hombres, se ocupaban de las tareas domésticas de sus parejas como lavarles los uniformes o cocinar para el pelotón.19
En este sentido, se añade a la serie significante “mujer-tierra-inmovilidad” la equivalencia semántica entre mujer y cuidado. Este vínculo semántico resulta tan extremo que se extrapola a diferentes situaciones y contextos dentro de la novela. Por ejemplo, cuando la excombatiente era una niña, su responsabilidad consistía en cuidar la masa para los tamales de la madre y a su hermanito, a pesar de que él sabía más sobre la naturaleza y, por lo tanto, poseía herramientas para mantener a salvo a ambos ante la subida de la marea o la venida del mal tiempo. Cuando es adulta y se desata la guerrilla, el cuidado se intensifica y se extiende: en calidad de compañera debe cuidar a los hombres y sus recursos; en su función de radista, cuida los mensajes y secretos del movimiento; por ser hija, a sus hermanos y madre; y como esposa, a su pareja. Terminada la guerra debe cuidar la reputación de la institución que la financia para emprender el viaje en busca de su hija; el futuro del partido político; el bienestar de la comunidad (a costa incluso de su propio cuerpo y sacrificio); y por último, a sus hijas, el territorio que le dieron y las armas que le fueron consignadas en secreto tras el desarme.
Ahora bien, cuando en la novela se pone en crisis, aunque sea parcialmente, el patrón semántico “mujer-tierra-inmovilidad-cuidado”, que funge como el criterio organizador del sentido común interno, la opinión pública contrapone a éste el patrón “mujer-culpabilidad”, mismo que exhibe la violencia estructural que somete a las mujeres y las homogeneiza en diferentes circunstancias. Por ejemplo, la mujer-combatiente relata que el padre de la niña la culpa de su primer embarazo. En contraste con ella, que es menor de edad y no sabe nada acerca del sexo, él viene de un contexto aventajado y urbano, es mayor, ocupa una posición de poder en el organigrama de la guerrilla y cuenta con los medios para conseguir preservativos. Resalta que, al regresar del parto, él ya la haya sustituido por otra mujer, y sus compañeros le digan que “debe entender”, debido al sufrimiento que le ocasionó: “le dijeron que no podía culparlo […] había recibido un castigo muy fuerte a causa de ellas. Con suerte, había mantenido su lugar en el grupo […] Ella sentía que […] también la habían castigado al separarla de su hija” (Hernández 2018, 60). Tras el parto, los miembros de la guerrilla fuerzan a la mujer a volver a la montaña, a pesar de que ella no tiene deseos de abandonar a su hija. Le juran que la “guiarán a ella” cuando acabe la guerra, pero no cumplen con su parte y venden a la niña para financiar “la causa que defendían” (Hernández 2018, 61). Serán los miembros de su comunidad de semejantes, quienes desterritorializarán a esta hija primogénita, expropiándola como si fuese una mercancía. La equivalencia entre las acciones sufridas por ambos personajes enfatiza la asimetría entre los castigos y la diferencia en la codificación social de los personajes dentro de la comunidad que se promete como un plano igualitario.20
Al hombre se le castiga amenazándolo con la posible pérdida del lugar de privilegio que ocupa dentro de la organización y la mancha en su reputación, en contraste, la mujer sufre el castigo sobre su cuerpo. El castigo de la mujer se materializa en una acción que territorializa la “culpa” en un soporte material, el cual es expropiado o despojado mediante una acción violenta, pero que resulta legítima dentro de la organización comunitaria: el robo de su hija, una tercera desterritorialización. Al hombre le está conferida la semántica de la persona y la trascendencia, razón por la cual su “sufrimiento” moral merece la compasión del grupo que justifica y disculpa el error. Sin embargo, esta compasión le está vetada a la mujer, de quien se legitiman la pérdida y la expropiación como castigos naturales ante cualquier posible acción que se oponga a la promesa de trascendencia masculina.
Esto reafirma el patrón semántico “mujer-tierra”, mostrándonos que el cuerpo mismo de la mujer es percibido como una cosa disponible para la explotación. Un ejemplo de esto se da cuando la excombatiente se niega a convertirse en la amante del líder representante de la comunidad tras la guerrilla, quien comienza a hostigarla desde ese momento: “Cualquier cosa que ella hacía se volvía una queja o una falta a los ideales por los que habían peleado. Y la castigaba de la manera más pública que podía” (Hernández 2018, 226). Esta dinámica se repetirá en numerosas ocasiones, donde las mujeres serán despojadas de su cuerpo, sus hijas, los bienes y recursos que les tocarían.21
Por otro lado, la acción de expropiación de la hija por parte de los miembros de la guerrilla, nos muestra una contradicción en la lectura patriarcal de la maternidad. La madre es culpable de lo que produce su cuerpo, por ende, es la única responsable del nacimiento, el cuidado y la potencial muerte de sus hijos.22 Esto se reactiva constantemente, dentro del habla de la “gente” y los “vecinos” que culpabilizan a las madres de cualquier evento, incluso falso o inventado, que les suceda a ellas y ellos. Sin embargo, los hijos e hijas de la madre no son suyos. Dentro de la retórica patriarcal pertenecen a la comunidad en sus diversas figuras identitarias: la familia, el Estado, la revolución, entre otras. Sobre la mujer cae una segunda responsabilidad: debe proveer de combatientes a la guerrilla; de votantes al partido político; de habitantes, que son promesa de continuidad, a la comunidad. Pero a ella le está vetado cualquier reconocimiento, control o poder de decisión en el proyecto y organización de lo común. En ese sentido, la madre está incluida por exclusión en la comunidad. No posee ninguna posibilidad de trascendencia, pues sus hijos e hijas no son semánticamente “suyos” sino del padre o la patria. Así, no puede escapar del lugar de desposesión en el que la inscribe el territorio semántico, ya que éste niega su deseo, poniendo su cuerpo al servicio de la comunidad, que se convierte en una superficie de permanente explotación intergeneracional.
Igualmente, la mujer está sujeta a la tierra pero no cuenta con derechos de posesión sobre ésta, ni es dueña de los frutos que produce. En la visión patriarcal no tiene ningún derecho por los cuidados que ejerce y las transformaciones que produce. De hecho, al terminar la guerrilla, la protagonista es “robada” por sus mismos compañeros dado que, al estar casada, se le niega la tierra que a ella le tocaría como excombatiente, porque ya “recibió” la de su esposo.
Por otro lado, a pesar de que “ellos” la reconozcan como una guerrillera hábil y apta para defenderse durante el conflicto, de cualquier forma cuestionarán cómo es que no se muestra débil, no parece necesitar a un hombre, ni mendiga la ayuda de otros. La “gente” asume que seguramente esconde ingresos enviados del extranjero por parte del papá de una de las niñas y se niega a compartirlos con quienes luchó. Será esta interrupción en el patrón semántico “mujer-cuidado” la que producirá que los miembros de la comunidad justifiquen el robo de su milpa o la privación de los recursos que le corresponderían. La versión “inventada” de su situación, además de mostrar el patrón “mujer-cuidado”, se soporta en la equivalencia “mujer-debilidad”, la cual se trama desde un inicio cuando los miembros de la guerrilla se refieren a ella como la “debilidad” del padre (Hernández 2018, 55) y se reproducirá frecuentemente a lo largo del relato.
Ambos patrones semánticos nos muestran que la mujer puede ser culpada una y otra vez por cualquier acción de resistencia o defensa ante su propio cuerpo, ya que no le pertenece semánticamente. Antes de integrarse a la guerrilla, unos desertores buscan a la niña para violarla. Ante la resistencia que ella impone, los desertores deciden infringir dolor contra sus familiares varones como castigo y, desde entonces su familia la desprecia y culpa por no haber dejado que ese “destino ineludible” se concretara. Esta culpabilidad nos devela que el mandato de cuidado y debilidad hacia las mujeres para con la comunidad y, en particular para el bienestar de los hombres, las obliga a sacrificar su propio cuerpo.
La naturalización de la vulnerabilidad y la desposesión femeninas
Ahora bien, hay que decir que, aunque las mujeres están obligadas al cuidado, en la novela se enfatiza que nadie las cuida a ellas. Mediante la abundancia en las partículas negativas,23 el relato denuncia la condición de precariedad en la que habitan, cuya supervivencia depende únicamente de las acciones emprendidas por ellas mismas o por otras mujeres cercanas:
Pero nadie se movió ni a avisar ni a defenderla. Ninguno de sus tíos presentes ni ninguno de los niños que estaba ahí cerca ni las mujeres que veían desde las ventanas hizo algo al respecto, salvo mirar en silencio cómo ella seguía resistiéndose a lo que todos sabían que sucedería y poniendo obstáculos a todas las razones falsas que ellos le daban (Hernández 2018, 31).
Esta precariedad se reitera cuando el relato menciona que la madre excombatiente no puede llevar a las niñas a su trabajo en la finca de café porque alguien podría tomarlas en un descuido y “abusarla las veces que quisiera”. Ante lo cual, los caporales decían que “no podían hacer nada al respecto […] Los asuntos privados eran asuntos privados”; podrían proteger el café porque la ley protege la propiedad privada, pero no a las personas (Hernández 2018, 111). En ambos pasajes se muestra que los cuerpos de las mujeres son vistos como propiedad común y, por ello, pueden ser expropiados.
De manera semejante sucede cuando el hijo de uno de los exguerrilleros decide que quiere violar a una de las hijas. A pesar de que la comunidad sabe que el hombre entra a la casa de las mujeres para violarlas y golpearlas, nadie intercede para detener la situación: la policía opta por culpabilizar a la excombatiente por no querer decir el nombre del que quiere agredirlas. La madre excombatiente enfatiza su condición de desposesión para resaltar el absurdo de la culpabilidad que le es asignada:
¿Iba a permitir que atacara a otras?
¿Era ella quien podía hacer eso?
Si él y los suyos hubieran querido, lo habrían detenido ya […] Había visto ejecutar a otros por menos. ¿Por qué habían disculpado a éste?
Ésa no era la pregunta. Quería saber si iba a permitir que atacara a otras […] Necesitaban su testimonio.
Su testimonio era que nadie había llegado a ayudarlas cuando el hecho sucedió (Hernández 2018, 201).
Asimismo, los hermanos del violador son indiferentes ante la situación, y las hermanas, aunque saben que es cierto, comentan que “no había nada que pudieran ellas hacer”, pues “cuando fue su turno de recibirlo por las noches, nadie les extendió la mano. Si ellas hacían algo por detenerlo de visitar a otras, regresaría a las habitaciones de ellas” (Hernández 2018, 194). En esta última cita puede verse en qué grado la desprotección y la violencia alienan a las mujeres impidiéndoles unirse para protegerse entre sí.
Sin embargo, como lo muestra la madre excombatiente, esto no se debe necesariamente a la falta de habilidades o cualidades, ni siquiera a la carencia de herramientas; debido a que ella es fuerte, astuta y posee armas, sabe que podría defenderse y defender a otras mujeres de cualquiera. Es destacable que la madre excombatiente, ante las normas que considera injustas y después de pertenecer a la guerrilla, tarda mucho tiempo en darse cuenta del poder que tiene para romper con las consignas que dicta la comunidad, a pesar de poseer habilidades excepcionales respecto a otras mujeres y hombres, además de un deseo persistente de resistencia desde niña. Lo que determina la imposibilidad de las mujeres es el territorio semántico que ni siquiera les permite visualizar líneas de fuga posibles ante la situación de “desposesión” naturalizada. En ese sentido, la expropiación se da semánticamente, aunque tenga su raíz en las condiciones sociales y materiales; por ello, es que puede actualizarse, verificarse y expandirse entre mujeres de diferentes contextos y circunstancias.
Este patrón de “mujer-culpabilidad” se repite también dentro de las acciones que vive la segunda hija que vivió con ella. En el capítulo trece, las amigas de la universidad la culpan por la mala calidad de la educación que tiene: “si hubiera salido un año antes de su pueblo y hubiera estudiado al final del bachillerato en la capital, no tendría ese problema ahora. ¿Por qué no se le ocurrió?” (Hernández 2018, 115). La culpabilización de la chica se soporta en la exención del Estado de su responsabilidad por la desigualdad y la marginación de la comunidad, pero éste no es un mecanismo deliberado, sino que está interiorizado como consenso social en la opinión pública. También resalta que cuando la mujer que la hospeda ha descubierto que el marido ve lascivamente a la chica, declara que se ve orillada a correrla, incluso cuando reconoce que la niña no ha hecho nada para que sucediera eso; pues de no detener esa situación: “Todo habría sido culpa suya” (Hernández 2018, 126).
Asimismo, podemos ver cómo la combinación entre variables semánticas construye series cada vez más complejas que territorializan el patrón semántico “mujer-tierra”, de modo que este adquiere una significación autónoma dentro de la novela. Las causas de la inmovilidad social de los personajes femeninos ya no se sustentan en un análisis extrareferencial ni contextual, excepto en el análisis de las variables lingüísticas que la materializan mediante las series significantes: debilidad, culpabilidad, vergüenza, cuidado, entre otras. Son estas las responsables de configurar un sentido semántico que vincula a la mujer con una condición de vulnerabilidad “natural”, pero que tiene su origen en la opresión social.
Por ejemplo, cabe destacar la equivalencia semántica entre belleza y vulnerabilidad persistente en los contextos disímiles de la madre excombatiente, en medio de la guerrilla, y la hija que atiende a la universidad. En el pasaje donde se describe cómo debe vestirse esta última para no resaltar en la ciudad, se hace explícito por medio del símil y la antítesis: “La mochila -del tamaño de la que su madre usaba a su edad- es camuflada, pero no verde olivo, café y negro, sino rosa, fucsia y blanco perlado. A la madre le parece una broma. Con una mochila así, habría muerto a los treinta segundos de andar en el monte […] Se habría convertido en blanco fácil. Para la hija, en cambio, era una medida de protección” (Hernández 2018, 85). La mochila constituye un camuflaje en ambos casos, pues otorga la posibilidad de simular la invisibilidad: “Caso contrario, sería blanco fácil de los ladrones y los abusadores”. Asimismo, la hija se ve forzada a cambiar su apariencia y cortarse el cabello para no verse “tan distinta de cualquiera de las demás” (Hernández 2018, 85). La reiteración del patrón semántico “belleza-vulnerabilidad” nos indica una inmanencia en la violencia contra el cuerpo de las mujeres que persiste en el contexto rural y urbano antes, durante y después de la guerra, perpetuándose a lo largo de distintas generaciones.
Por otro lado, aquí también se nos devela el patrón “vanidad-traición” contrapuesto a “belleza-vulnerabilidad”, en el que se reitera y territorializa el patrón “mujer-culpabilidad”. Cuando la hija vuelve de la universidad, su corte es codificado socialmente como un acto de presunción y vanidad, una señal de que ella reniega de pertenecer a la comunidad y traiciona sus ideales:
A la gente de la comunidad le pareció que estaba muy cambiada cuando regresó. Los mayores dijeron que era tan vanidosa como su madre. Los más jóvenes dijeron que se había hecho más presumida de lo que era […] Ya no parecía una mujer […] Le preguntaban si habían dejado de gustarle los hombres […] que se veía muy mal, muy fea, como un hombre (Hernández 2018, 86).
En contraste, dentro del contexto de la guerrilla, la mujer combatiente es forzada a cortarse el pelo como castigo ante su vanidad y como medida para disminuir su diferencia sexual. Antes, también se les criticaba por preocuparse por su apariencia. Sin embargo, aunque existen algunas acciones que podrían considerarse “vanidosas”, como usar gomas de colores y ponerse flores en el cabello, existen otras que son calificadas como presunción cuando constituyen en realidad estrategias de camuflaje, como la acción de cuidarse los pies para que no la descubran como guerrillera al bajar al pueblo cada vez que tiene un parto, pues lo primero que revisaban los soldados eran las marcas de las botas.
Así, se exhibe que la “belleza” debe de ser siempre adjudicada por el sentido común externo a las propias mujeres, lo que constituye otra manera de expropiar semánticamente sus cuerpos. La belleza femenina es valorada positivamente por la comunidad, siempre y cuando no surja como estrategia de reapropiación del cuerpo femenino por parte de ellas, entonces es que puede interpretarse como una traición hacia los ideales comunitarios.24
En conclusión, a partir del análisis de los patrones semánticos estudiados se hace presente cómo la normalización de la violencia contra las mujeres se soporta en la unión de ciertos significantes que configuran identidades fijas mediante una enunciación colectiva, interiorizada por cada mujer, pero que no pertenece a nadie en concreto, sino que se produce por agentes colectivos despersonalizados, lo que favorece su innegabilidad y establecimiento como “sentido común”. La coordinación de experiencias vitales singulares, que es efecto de los patrones semánticos, genera movimientos de territorialización y expropiación semántica del cuerpo femenino, los cuales reproducen la expropiación material, convirtiéndola en normalidad e impidiendo que, incluso ante los supuestos cambios en las condiciones materiales y sociales que provee la guerrilla, las mujeres se conciban a sí mismas como desposeídas de poder social e incapaces de atender a su deseo.
De este modo, el agenciamiento narrativo en Roza tumba quema se articula por la coordinación semántica que es efecto de la construcción retórica; la organización temporal y espacial caótica que crea paralelismos entre diferentes experiencias vitales femeninas, antes, durante y después de la guerra; y el ensamblaje de voces heterogéneas de los agentes colectivos invisibles que regulan y determinan las relaciones de poder dentro de la comunidad, con los agentes singulares visibles que las reproducen y reiteran en su discurso. Este agenciamiento narrativo produce una homogeneización entre las diferentes mujeres como resultado de la violencia estructural de género mediante el patrón semántico “mujer-tierra”, el cual consigue su expansión gracias a los otros patrones semánticos con los que se combina, creando paralelismos que modelan relaciones de inmanencia entre mujeres de diferente edad, clase social, edad, ocupación, etcétera.25
De este modo, la semántica de lo femenino en Roza tumba quema nos muestra que las mujeres, aunque están presentes “en todos lados”, no tienen realmente lugar en la comunidad. Las actividades que desempeñan en su papel como madres, hijas, combatientes, estudiantes, ciudadanas, entre otras, a pesar de ser explotadas continuamente, son frecuentemente invisibilizadas y, cuando son vistas, se les juzga como equivocadas, inútiles, egoístas o simplemente insuficientes para el bienestar común. Así, el cuerpo femenino, en la novela, es continuamente cifrado por los agentes sociales como una tierra: un recurso natural infinito en su continuidad intergeneracional y proliferación, cuya función y destino fatal es servir a la perseverancia y supervivencia del proyecto comunitario.