Introducción
Existe una relación ineludible entre la vejez, considerada como una etapa más dentro del curso de vida, y el envejecimiento, entendido como un proceso natural, irreversible, dinámico y heterogéneo. Al enfocarnos en esta última característica, es importante destacar que no hay una única manera de experimentar la infancia, adolescencia, adultez y la vejez. Este enfoque se relaciona con la diversidad inherente al concepto de “vejez”, que se vuelve cada vez más relevante debido al aumento exponencial de la esperanza de vida. Las estadísticas son claras: las proyecciones para 2030 indican que habrá un número considerable de personas entre los sesenta y los sesenta y cinco años, muchas de las cuales vivirán diez, veinte o incluso treinta años con una amplia variedad de circunstancias y necesidades.
Sin embargo, a pesar de reconocer la diversidad de vejeces, a las personas mayores no les cabe duda de que el cuidado es una condición ineludible durante esta etapa, concibiéndolo como un fenómeno resultante del propio proceso de envejecimiento. Según lo expresado por ellos (as) mismos (as), este proceso sitúa tanto a hombres como a mujeres en un estado de vulnerabilidad, dado que el declive físico afecta su capacidad de independencia, generando diversas necesidades que sólo pueden ser atendidas a través del cuidado (Robles Silva 2005).
En este sentido, es importante destacar que el aumento en la esperanza de vida de la población en México, junto con la reducción del tamaño de los hogares y la diversificación de los arreglos familiares, son sólo algunos de los elementos cruciales al abordar el proceso de envejecimiento desde la perspectiva del cuidado como una responsabilidad social para fomentar el bienestar inclusivo. Por lo tanto, los cuidados están estrechamente vinculados con las conexiones sociales y las oportunidades de interacción que permiten sostener a otras personas (Enríquez Rosas 2012; 2014).
Por ello, las tasas de dependencia y vulnerabilidad presentadas en la población mayor mexicana exigen pensar a los cuidados básicos, intensos, extensos o especializados como un tema necesario y urgente. No obstante, el trabajo que implica la atención a este sector etario se ha considerado como un asunto exclusivo de las familias y, al interior de ellas, de las mujeres. Esta exclusividad se debe a una serie de factores fundamentales, incluida la falta de corresponsabilidad de los tres actores4 clave en el “diamante del cuidado” (Razavi 2007), lo que limita la implementación de mecanismos para construir sociedades que coloquen el cuidado en el centro, desfeminizándolo y desfamiliarizándolo. Otro factor importante es la división sexual del trabajo y el imaginario sociocultural, que atribuye a las mujeres habilidades naturales para tareas como la preparación de alimentos, la limpieza del hogar, la escucha, la provisión de amor y la atención, lo que responde a una construcción hegemónica arraigada en relaciones patriarcales de poder.
Por tanto, la organización de los cuidados al interior de las familias debe considerarse desde una perspectiva centrada tanto en el género como en la vejez, ya que estos escenarios se recrudecen cuando pensamos en quiénes cuidan hoy. Debemos tener en cuenta que la demanda de mujeres mayores (como esposas, hijas, nueras, etcétera) ha experimentado un notable incremento, debido a la creciente participación de jóvenes y adultas en el mundo de lo remunerado y ante el aumento de población que requiere atención.
El término trayectoria se concibe como un camino que se recorre a lo largo del curso de vida y que puede variar en proporción, dirección y grado (Elder 1991); así, las trayectorias -que abarcan una variedad de ámbitos como la escolaridad, la vida reproductiva o el empleo- se posicionan en el marco de los cuidados desde donde es posible reconocer la larga duración en el tiempo -aunque no necesariamente estable y permanente- de mujeres al frente del sostenimiento de otros y otras. En ese sentido, cualquier mujer, desde la primera hasta la última, arrastra una especie de hipoteca social, un compromiso de donación de su tiempo para los demás, es decir, son cuidadoras potenciales que han sido entrenadas culturalmente desde la niñez hasta la vejez y, en muchos casos, con un “maravilloso” sentido de culpa si no lo hacen (Durán 2018).
Por tanto, al llegar a su vejez, el cúmulo de conocimientos y habilidades aprendidas a lo largo de los años son puestas en práctica con el objetivo de sostener, asistir y proteger, principalmente, a otros miembros de la familia; sin embargo, al no poder acceder de forma gratuita a cuidados especializados, suelen desarrollar nuevas habilidades cognitivas similares a las que posee el personal del área de salud (médicos o médicas, personal de enfermería, entre otros). Cuidar intensa y extensamente durante un tiempo prolongado5 a personas mayores con enfermedades crónico degenerativas conlleva dos particularidades significativas: por un lado, fortalece la autoestima, satisfacción y posición frente a la familia por el “deber” cumplido, pero, por otro, compromete la salud física y emocional de quien cuida, se consolidan fuertes desprendimientos familiares que difícilmente sanan con el tiempo y ocurren daños económicos que merman el propio futuro de la ahora mujer mayor.
En este sentido, desde un marco interpretativo, se han seleccionado las voces de tres mujeres mayores que enfrentaron el desafío de cuidar a sus progenitores diagnosticados con enfermedades crónico degenerativas. Al adentrarnos en estas narrativas particulares, se nos brinda la oportunidad de realizar un análisis profundo de los aspectos subjetivos del cuidado, abordando tanto los obstáculos como las transformaciones que conlleva volverse cuidadora y dejar de serlo. En los casos específicos que se presentan en este trabajo, la transición hacia una vida posterior al cuidado se vuelve difusa: tanto el panorama sin este rol, como la perspectiva de ser receptora de cuidados, dado que su existencia se ha moldeado en torno a dedicarle veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, a otras personas. Se precisa mencionar que, en la vejez, el futuro se vislumbra de manera diferente a como se percibe en otras etapas de la vida, lo que dificulta la reconstrucción de las cotidianidades.
Por ende, hoy nos encontramos ante la posibilidad de cuestionar qué hay después de una vida dedicada al cuidado de otras (os) y tomarlo como una oportunidad imprescindible para explorar el futuro de miles de mujeres mexicanas y yucatecas que otorgan cuidados en la actualidad sin valorización, apoyo, distribución equitativa, ni acompañamiento de pilares primordiales como el Estado, el mercado o la comunidad. Se trata de un trabajo de investigación que enriquece el conocimiento sobre el tema e incita a ubicar, pero, sobre todo, expone el probable destino de las mujeres mayores cuidadoras si no se reconoce, reduce, redistribuye y remunera su trabajo al interior de las familias.
Antecedentes
El envejecimiento de la población ha llevado a un aumento significativo en la demanda de cuidados. Este fenómeno, aunque crucial para el bienestar de los receptores, plantea también interrogantes acerca de las condiciones socioeconómicas y de salud de las personas cuidadoras. En este contexto, es pertinente enunciar que en el país existe una falta de inclusión de la población mayor en la atención primaria a la salud. El acceso a servicios farmacéuticos está en una fase incipiente, y no se brinda la atención médica especializada necesaria para abordar múltiples afecciones que pueden surgir en esta etapa del curso de vida (Enríquez Rosas 2014).
De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), a través de la Encuesta Nacional sobre Salud y Envejecimiento en México (ENASEM) (INEGI 2021), se indicó que conforme avanza la edad, el porcentaje de población que presenta enfermedades crónico degenerativas es mayor, con afectaciones significativas para las adultas mayores (hipertensión 54.9 % mujeres y 38.6 % hombres; diabetes 29.2 % y 23.7 %; artritis 17.4 % y 6.5 % respectivamente). Además, en cuanto a la realización de actividades de la vida diaria, 15 % de las personas mayores mencionó tener, al menos, una limitación: actividades como caminar (7.4 %), ir a la cama (7.7 %) y usar el excusado de forma autónoma (7 %) fueron las que representaron mayores dificultades.
Ante estos escenarios y los carentes sistemas de seguridad y protección social, son las familias las que suelen asumir la responsabilidad de llevar a cabo los cuidados que no se conciben como un trabajo, permaneciendo en la esfera de lo invisible y no remunerado. No obstante, este tipo de cargas conllevan un alto costo para la salud física y mental de quienes los desempeñan, siendo mayoritariamente mujeres (Arroyo Rueda et al. 2021).
En este sentido, Tronto plantea que los cuidados tienen un enfoque universal que no sólo concibe a los cuerpos, sino a las distintas formas de vida; una actividad inherente que abarca todas las acciones destinadas a preservar, prolongar y restaurar nuestro entorno (2010). Se conciben como una provisión diaria de atención social, emocional, cognitiva y física de todas las personas, enmarcados, en condiciones diversas, como trabajos voluntarios, profesionales o dentro del hogar, además de poder ser remunerados o no remunerados (Batthyány 2001). Sin embargo, no sólo refieren a una dimensión material o corporal desde donde se atienden las necesidades fisiológicas, sino a una dimensión invisible e inmaterial ligada a lo afectivo y relacional (Pérez Orozco 2006).
Por ende, el papel de abuelas, esposas, madres, hijas y nueras se ha tornado indispensable para que la vida salga adelante; a través de los trabajos de cuidados sustentados en sistemas familiares patrilocales, ellas han curado, atendido y rehabilitado a cada uno de los integrantes (niños y niñas, jóvenes, adultos y adultas, personas con discapacidad y personas mayores). Llama la atención la generalización sobre un cuidado realizado por mujeres con características sociodemográficas compartidas: menores niveles educativos, solteras, divorciadas o viudas, de parentesco directo con la persona receptora de cuidados y sin acceso a espacios laborales remunerados (Robles Silva 2001; Giraldo et al. 2005).
El papel de cuidadoras lo adquieren, en la mayoría de los casos, a través de la encarnación de discursos institucionales que se acompañan de un compromiso moral; aunque se mencione con frecuencia que el rol es asumido de manera “voluntaria”, esto es una ilusión. La pobreza y la insuficiencia de políticas sociales hacen que cuidar no sea una elección (Comelin Fornés 2014), sino una designación basada principalmente en el género, que tiene consecuencias desde dos aristas: la salud y la calidad de vida de las mujeres. Su mayor dedicación explica el impacto negativo, declarando que existen tasas elevadas de sedentarismo, trastornos de sueño y afectaciones psicoafectivas y emocionales que son equiparables con el grado de deterioro del familiar cuidado (Álvarez-Tello et al. 2012; Jofré y Mendoza 2005; Larrañaga et al. 2008; Ramos-Cela y Flores-Hernández 2021).
La sobrecarga de cuidados tiene efectos multidimensionales, por ejemplo, la pérdida de trabajos remunerados, limitaciones de participaciones en espacios públicos sociales, además de detrimentos importantes del tiempo de ocio y descanso. Con esto como base, se reafirma que se han visto precarizadas y han perdido posibilidades de ejercer su autonomía (Grandón Valenzuela 2021). Sin embargo, las mujeres revelan que habitualmente no pueden expresar estos malestares o tensiones. Así, ellas representan lo que nadie quiere ser, pero que se convierte en necesario para poder tener una identidad, constituyendo una forma de opresión sobre la subjetividad del ser cuidadora (Bover-Bover 2006). “Una cadena que no se cuestiona ya que no existe la opción de no cuidar. De hecho, es imposible para ellas no cuidar, porque este cuidado es lo que les permite sostener sus vidas” (Gonzalvez Torralbo 2018, 214).
A pesar de esto, un cuidado que sostenga la vida se contrapuntea con lo planteado por algunas mujeres adultas y ancianas, pues “la vida mermada” es la categoría que mejor las describe. La sensación de “no estar viviendo” por el largo tiempo dedicado a los cuidados es constante; sus propias condiciones de salud y las de sus familiare requieren de esfuerzos persistentes que las conducen a la pérdida de su libertad personal, de su vida social y a cuestionar el sentido de su existencia (Martínez Marcos y Cuesta Benjumea 2015).
Metodología cualitativa sobre cuidados y vejeces
El mundo, aparentemente constante y seguro, es el resultado del trabajo invisible de cuidado. La cuestión radica entonces en saber ¿quién sostiene la vida y de qué manera?, ya que tareas como planchar camisas son medibles, pero ¿cómo se mide una sonrisa?, ¿cómo se mide el afecto (o el cansancio) con el que se cambia un pañal o se moviliza a una persona para su aseo? Esta forma de trabajo requiere de una relación especial que no se presta fácilmente a la cuantificación, siguiendo una gramática de incertidumbre narrativa. Para comprender cómo se organizan los cuidados, es crucial recopilar datos a través de relatos y narrativas contextuales que revelen el significado y las representaciones de estas experiencias (Molinier y Legarreta 2016). Paperman afirma que los cuidados -que son un trabajo de conocimiento- deben ser contextualizados y afectivizados, sin que se pretenda la piedad, la compasión y la benevolencia, ya que no es una cuestión solamente de sentimientos (2019).
En este sentido, la investigación desde la construcción de narrativas implica poner lo vivido en palabras, ideas y emociones a través de una posición de escucha atenta; es decir, no sólo importa qué se dice, sino cómo se dice: un acto que permite la resignificación de experiencias, llenándolas de sentido. Estas narrativas posibilitan una escucha como tensión, una disposición entera hacia el otro, una apertura sensible que viabilice la percepción de detalles (Arfuch 2016; Arias Cardona y Alvarado 2015).
De esta manera, el presente trabajo, desde un marco interpretativo que no pretende generalizar sino comprender las perspectivas específicas de las colaboradoras, analiza las trayectorias de cuidado de tres mujeres mayores en Mérida, Yucatán, con el propósito de vislumbrar sus voces y profundizar en torno a la organización de sus cuidados, a su papel como cuidadoras y a sus perspectivas del mundo antes y después de cuidar de padres con diagnósticos de enfermedades crónico degenerativas. Este marco representó una llave que desbloqueó el acceso al ámbito de las intersubjetividades y de las experiencias vividas, mismas que sólo pueden ser advertidas por la persona que las vive.
Todos los encuentros fueron grabados en audio y posteriormente transcritos. El análisis realizado fue de contenido, categorizando los datos significativos para identificar las percepciones de quienes, mientras sumaban años, dedicaban su vida a sostener a otros u otras. En este sentido, la estrategia fundamental fue un muestreo no probabilístico por bola de nieve;6 es decir, una entrevistada compartió el contacto de otras mujeres que habían desempeñado el trabajo de cuidado no remunerado a familiares mayores. Las entrevistas se realizaron en una o dos ocasiones, en lugares convenientes para ellas: centros de trabajo y hogares.
Protagonistas del cuidado
Las informantes fueron tres adultas mayores de sectores medios7 en Mérida, Yucatán, con una edad promedio de ٦٤.٣ años. Estas mujeres realizaron trabajos de cuidados directos no remunerados a padres y madres, asumiendo el papel de cuidadoras principales. Entre los aspectos éticos que se consideraron al trabajar con ellas, se encuentran el consentimiento informado y la confidencialidad en la modificación de sus nombres y los de sus familiares. Dicho lo anterior, las tres participaron con el deseo de que sus voces fueran escuchadas para tejer otros caminos que conduzcan a concebir los cuidados y a las personas que los otorgan, parte elemental del sostenimiento de la vida.
Con cariño, amor y respeto. Conociendo a Doris
Mujer de setenta años con diagnóstico de fibromialgia e hipotiroidismo mientras realizaba trabajo de cuidados, casada y actualmente al cuidado de su esposo adulto mayor por enfermedad pulmonar obstructiva crónica. Define que la relación con su madre siempre fue amorosa y respetuosa: “Ella siempre nos dio lo mejor, por eso no podría no cuidarla cuando me necesitó”. Fue la mayor de cuatro hermanos, dos mujeres y dos hombres (aunque experimentaron la pérdida de dos: una hermana y un hermano) y madre de tres hijos, dos varones y una mujer. Su grado máximo de escolaridad es de maestría y estuvo dedicada durante muchos años a la academia, a través de un centro de Desarrollo Humano en el que impartían cursos, talleres y diplomados. Sin embargo, ante el diagnóstico y evolución de la enfermedad de Alzheimer de su madre, tuvo que detener su carrera profesional y cerrar el centro. En cuanto a su ocupación, Doris se refiere a sí misma como ama de casa y cuidadora.
La solucionadora. Conociendo a Laura
Mujer de 63 años. La penúltima de nueve hermanos, dos hombres y siete mujeres. Como un acto de valentía y amor, su madre le pidió, a los veintidós años, que se fuera del país, ya que estaba adquiriendo una responsabilidad que no le correspondía: el cuidado de su hermana pequeña con discapacidad. Es así como vivió gran parte de su vida en España, donde conoció a una persona y se casó. “Viuda de vivo”,8 sin hijos por decisión. Al retornar a México, se convirtió en la cuidadora de su madre y de su hermana menor con discapacidad. La calidad del vínculo que Laura cultivó con su madre fue excepcional; en su momento, se erigió como el sólido apoyo que ella siempre requería. Así, cuando la enfermedad hizo acto de presencia, Laura respondió con la misma dedicación y afecto: “Tuve la gran oportunidad de tener a una mujer como ella de madre, que cuando yo iba a regresar de España, lo único que preguntó fue: ‘¿Hijita, a qué hora llegas a México?’ No me preguntó si tenía un peso que aportarle a su casa. Así que cuando la diagnostican ¿qué haces?, le correspondes, al menos, yo sí”. Su máximo grado de escolaridad es preparatoria, empleándose en múltiples trabajos remunerados que tuvo que abandonar por la carga de cuidados.
Tomadora de decisiones. Conociendo a Silvia
Mujer de sesenta años, casada; sin embargo, desde hace mucho tiempo decidió separase de su esposo, con el que procreó a su único hijo. Su grado máximo de escolaridad es doctorado y trabaja actualmente como profesora en una universidad pública del estado. Fue la hija más pequeña en una familia de cuatro integrantes: padre, madre y hermana. Su recorrido por los cuidados intensos inició con el diagnóstico y evolución de la enfermedad de Parkinson de su padre. Años posteriores a su fallecimiento, el cáncer de piel de su madre se filtró a huesos, generando profundas secuelas en su salud que requirieron también de sus cuidados. La relación con ambos progenitores siempre fue amorosa; de su padre aprendió la solidaridad y de su madre el amor:
Me casé con un hombre muy violento que no tenía una buena relación con mi mamá y me alejó de ella como ocho años. Mi mamá siempre estuvo presente, siempre estuvo apoyándome, pero no donde estuviera mi marido. El cuidado me permitió resarcir ese distanciamiento, esa terquedad mía de casarme con un hombre que con tres dedos de frente te das cuenta de que no era bueno.
“Éramos muchos, pero de todos no se hacía uno”: sobre las tensiones familiares en la organización de los cuidados
Gestionar los cuidados implica organizar los diversos tipos de bienes y recursos: económicos, materiales, afectivos, simbólicos, etcétera, así como servicios y actividades que hagan viables los procesos biopsicosociales de quienes lo requieren (personas que reciben cuidados y personas que los otorgan). Aunque se reconoce que estas tareas pueden realizarse de manera remunerada por instituciones y personal cualificado, la tendencia central gira en torno a un cuidado no remunerado elaborado en la esfera privada y doméstica (CEPAL 2013; Martín Palomo 2009; Pautassi 2013).
En este sentido, a pesar de la existencia de un modelo desfamiliarizador del cuidado orientado hacia las instituciones públicas y el mercado, el modelo familista continúa siendo predominante en la mayoría de los países latinoamericanos (Aguirre 2008) con sustento en relaciones de parentesco, solidaridad intergeneracional y obligaciones del deber cumplido. Por consiguiente, la provisión de cuidados bajo este modelo implica una reorganización familiar significativa cuando se enfrentan diagnósticos que requieren atención permanente y directa. Así, a pesar de que la familia, en la vejez, se posicione como un pilar fundamental, las tareas y actividades en su interior son designadas de forma desigual, lo que genera que la brecha de participación en el trabajo del hogar recaiga asimétricamente sobre las mujeres (D’Alessandro 2017).
Con relación a los relatos, la designación de los cuidados directos se otorga a ellas debido a la poca o nula disposición de otros familiares. Aunque Doris, Laura y Silvia consideran que no debería ser un asunto exclusivo de mujeres (o de la hija pequeña en el caso de los padres), reconocen que existe una fe ciega en que alguna mujer alzará la mano para responsabilizarse, independientemente de si cuenta o no con el tiempo, los conocimientos, las posibilidades económicas y la disposición.
Lo anterior evoca una situación común en la que, a pesar de la presencia de múltiples miembros familiares, la distribución de responsabilidades no se realiza de manera equitativa o eficiente. Este fenómeno refleja tensiones profundas en las relaciones familiares, así como desafíos estructurales más amplios. Al interior de los relatos resalta la falta de unidad y coordinación dentro de la familia con relación a los cuidados de los progenitores. A pesar de la abundancia de miembros familiares, la corresponsabilidad efectiva para abordar las necesidades de cuidado no se logra:
Nadie alzó la mano, nadie dijo nada. Todos decían que no, que si su trabajo, que no se lleva con su nuera, que chocan mucho. Siempre era lo mismo, no, yo no, todos, todos decían yo no puedo. Yo les dije: “Es que me van a operar a Luis”9 […] fue muy raro, como que no supe cómo pasó que fui yo, en ese momento la vi tan desvalida, tan atacada por todos, quejas, quejas, pero yo decía: no, no es posible, quién la va a apoyar (Doris, setenta años).
Regreso en México en enero del 2001, nunca fue mi intención quedarme a vivir en casa de mi mamá, pero las circunstancias se fueron dando. Mi mamá ya en ese momento estaba en los ochenta y Leonor10 ya tenía circunstancias más limitantes […] Yo fui no porque hubiera falta de amor o de cariño de los demás, sino porque, cuando se cuida, hay que estar siempre disponible y ellos no estaban, tenían hijos pequeños o ponían muchos pretextos […] Que ellos se alejen o se aíslen porque siempre hay una mujer que está ahí, que saben que lo hará. En algún momento pienso que en muchos casos las mujeres dicen: “Es que lo hace todo mal”, claro, de pendejas no nos nulificamos porque lo hacen todo mal, ellos lo hacen todo mal para que haya una pendeja que diga: “Hazte un lado, no lo hagas” (Laura, 63 años).
No creo que tenga que estar supeditado a la mujer, puede ser perfectamente un varón, tampoco creo que como ese libro Como agua para chocolate que tenga que ser la hija menor, a mí me tocó ser la hija menor y ser quien cuidara a mis papás, pero porque yo vivía aquí, si yo hubiera sido la que hubiera vivido en México y mi hermana en Mérida, la historia hubiera sido al revés, o sea, no va por allá, no es por edad ni por escalafón, bueno, no debería (Silvia, sesenta años).
Desde estos relatos se distingue cómo el cuidado se cimienta en vínculos familiares y se percibe como una cuestión intrínseca al ámbito doméstico, asociándose a menudo con roles tradicionales de género (García-Calvente et al. 2004). En este sentido, los cambios en las dinámicas y organizaciones familiares suelen surgir cuando los factores culturales y de género dictan roles y expectativas específicas dentro de la familia.
Doris comenta al respecto que la noticia del diagnóstico fue dura, y la enfermedad de Alzheimer la concibe como una de las más complicadas. Su familia se vio dividida en hermanos (as), cuñadas (os), sobrinos (as) y su “familia propia”, como la denomina. Ella, sus tres hijos y su esposo tuvieron que aprender a vivir con la demencia:
Muchas cosas que suceden, que ves y que, por prudencia, te tienes que quedar callada. Yo aprendí eso para ir llevando todo más en paz. Llegó mi mamá a mi casa, se quedó conmigo y todos decían: “¡Mira qué bien!”. Yo tuve que hablar con mis hijos y mi marido, les dije: “Miren, vamos a llevar la fiesta en paz, mamita nos necesita bien, no peleemos, no discutamos, tratemos de entender que no es ella, es su enfermedad” […] Ya mi esposo estaba operado de la próstata, pero a pesar de que yo los tenía a los dos a mi cargo, él fue muy comprensivo y me apoyaba en todo […] sólo así pudimos salir adelante, porque no podía pelearme con medio mundo, ellos sabían que mi mamita estaba mal y tampoco hicieron mucho, ni por mí, ni por ella. Por eso yo mejor decidí no tener problemas y decirle a mi familia propia que teníamos que hacer las cosas siempre con cariño, amor y respeto.
Laura, desde sus experiencias de cuidado, expresa que la organización en su familia se originó desde los diez meses de nacida de su hermana Leonor, un diagnóstico severo que impulsó a su madre a pedirle que se fuera del país para que no adquiriera ninguna responsabilidad. Sin embargo, indiscutiblemente, a su regreso, ocurrió una reorganización de la mano de su hermana monja ante una madre anciana, un padre fallecido y la x’tup11 que crecía con severas crisis producto de su condición:
Desde que les entregan el diagnóstico de Leonor, la familia empieza a girar en torno a ella en muchos sentidos, de alguna forma siempre alrededor de ella, claro y cobijando a mi mamá, mi papa fue epiléptico, por eso creo que se complicaban más las cosas […] Lary,12 aunque había estudiado en Roma, ella es la monja, su regreso se suponía que era a Estados Unidos, pero volvió y pidió su cambio para México porque vio a mi mamá y a mi hermanita muy mal. Lary dormía en casa, pero debía pasar el día en su congregación, así se empezó; luego cuando yo llego, yo empiezo a buscar casa para vivir sola y se fueron dando un cúmulo de situaciones que terminé con ellas, éramos las cuatro: mi mamá, Leonor, Lary y yo, en realidad éramos muchos, pero de todos no se hacía uno […] a nosotras nos cargaron toda la mano y no me quejo, pero creo que la familia pasó de ser muchos a ser sólo nosotras dos al cuidado de mi hermanita y de mi mamá. A veces no nos dábamos abasto, pero teníamos que sacar la chamba porque éramos las únicas responsables.
Silvia considera que la organización en su familia no fue tan compleja gracias a la posición económica en la que se encontraban sus padres. Cuando a su papá le diagnosticaron la enfermedad de Parkinson, enfermedad con la que vivió casi veinte años, ellos ya contaban con una pensión del gobierno suizo,13 lo que les permitió contratar los servicios de una persona que atendía las necesidades del cuidado y realizaba las actividades domésticas. Lo complicado era poder organizar su agenda laboral con los requerimientos de ambos, ya que ella nunca se mudó de forma permanente al domicilio de sus padres:
De mi papá realmente estaba un poco más al cuidado mi mamá, ella tenía también la labor de la supervisión porque mis papás tenían medios económicos. Yo lo que hacía era un apoyo más físico moral con mi mamá, pero realmente yo vivía en mi casa y ellos vivían en su casa. El cambio de todo fue cuando mi papá ya tomó la decisión de ya no manejar y que tuviera un chofer, la decisión de cuando dejó de trabajar y qué va a hacer en la casa […] Muchas personas no sabían lo que ocurría al interior de mi familia, tuvimos que organizar, bueno, tuve que organizar gran parte de mi vida para estar siempre disponible, por eso digo que la pandemia para mí fue una bendición porque no salía de casa más que para las consultas o chequeos médicos de mi mamá.
De esta manera, aunque las redes de apoyo familiar cobran un papel preponderante en México, un país en donde la mayoría de las personas mayores tiene insuficientes recursos económicos y su protección social es limitada o nula, al interior de estas familias se experimentan conflictos y tensiones ante las responsabilidades de cuidado que a menudo recaen desproporcionadamente sobre sus miembros. Las decisiones respecto a tratamientos médicos y manejo de recursos pueden dar lugar a desacuerdos y conflictos intergeneracionales.
Doris relata que, una vez que el cuidado de su madre le fue designado, sus hermanos no apoyaron como deberían, sobre todo al tratarse de su madre, una mujer que logró sacarlos adelante con las herramientas que tuvo en ese momento. Los roces y conflictos también acompañaron su trabajo de cuidados, marcando una experiencia emocionalmente desafiante. La carencia de apoyo, tanto en términos materiales como emocionales, proveniente de los demás miembros de su familia que residían en diferentes ciudades, se erigió como una fuente persistente de tensión para Doris. Esta situación engendró una dolorosa sensación de soledad y agotamiento:
No quiero hablar mal de nadie, pero sí me sentía mal, me daba mucha tristeza ver que no apoyaban como deberían, era nuestra mamita, la que nos sacó adelante con lo que tuvo y como pudo, pudieron haber hecho más, hasta por ellos mismos […] Hubo hasta un roce con mi hermano, que yo los trataba de evitar, pero esa vez sí, le estuve diciendo: “Mamá necesita sus dientitos, sus muelas están mal”. Empecé a ver que tenía cataratas, que estaba mal, y le digo: “¿Me puedes apoyar? Porque yo tengo a Luis mal, para llevar a mi mamá al dentista”. No, hasta se enojó y todo, no lo manejamos en buen tono y hubo un distanciamiento y él dejó de ir y sólo iba cuando llegaba mi hermano el doctor […] Mis hermanos de fuera no porque sólo iban de visita y era un rato nada más, los otros días los ocupaban viajando y yendo a otros lugares y le dedicaban uno o dos días que fueran a mi mamá, pero sólo era un rato. Los hermanos que vivían aquí en Mérida sólo aportaban igual de visita. No daban dinero, no daban ropa, no compraban medicamentos, no bañaban, no compraban alguna despensa, pero todos los de mi núcleo, mi esposo, mis hijos y mi yerno le brindábamos amor, cariño, compañía y ya hasta el final, los que venían mis hermanos, mis sobrinos, sí, porque como la veían más tranquila […] Algunas veces la invitaban a su casa, pero eran muy poquito, casi, casi algunas horas nada más porque a mis cuñadas no les agradaba mucho la idea porque mi mamita ya tenía lo de su enfermedad y su trato debía ser especial y comprenderla mucho (Doris, setenta años).
En su relato, Laura destaca que, a pesar de tener un sólido lazo familiar sustentado en el cariño y la atención hacia ella y hacia su madre y hermana, la tensión y el conflicto surgieron cuando la salud de su madre empeoró debido a un infarto. Estos desafíos de salud plantearon situaciones delicadas que, a pesar del apoyo previo, llevaron a la familia a enfrentar nuevas dinámicas y desafíos emocionales en medio de las adversidades:
Nos llevamos muy bien hasta la fecha, no con todos porque hubo problemas hace algunos años, pero incluso ya ahorita que no está ni mi mamá, ni mi hermanita, ellos están viendo por mí y me quieren comprar una casa porque la otra en la que vivíamos estaba adecuada para la discapacidad y ya mi hermana la quiere vender y con ese dinero comprarme una casa a mi gusto. […] Mi mamá se empezó a sentir mal, la llevamos al doctor y nos dijo la doctora: “A su mamá casi le dio un infarto fulminante, sin embargo, salió adelante”. En ese momento yo le hablé a mis hermanos y les dije: “¿Saben qué? A mami le dio un infarto y está muy mal”, y uno de mis hermanos preguntó: “¿Y en qué funeraria la vamos a honrar?”. Y me dio tanto coraje y le dije: “Pérame, pérame, número uno, mamá no está muerta y número dos, honrar a tu padre y a tu madre, pelaná,14 es que tenga los calzones limpios en su armario. Yo pago por la vida, no por la muerte, así que no me vengas a decir que en qué iglesia la quieres honrar, ¿honrar a mamá? Para mí es que tenga la comida que requiere, es que tenga la ropa en el armario, un calzón limpio, es que tenga la comida adecuada en la mesa. Eso es honrar, si tú quieres pagar una funeraria de esas, págala, yo no la pago, tú sabrás qué haces”, y le colgué, todo cambió desde ahí porque ya no se acercó él, ni su familia a visitarnos, ni a apoyarnos en nada (Laura, 63 años).
“Se puede con todo, pero no con todo al mismo tiempo”: sobre los costos invisibles de ser cuidadora mayor
Una vez fijado el trabajo de cuidados en ellas, los relatos de las cuidadoras reflejan también mermas; la organización de éstos se basó principalmente en pérdidas laborales, económicas y académicas. Cuidar de alguien que dependía de ellas todo el día y toda la noche implicaba abandonar trabajos y estudios, pues en la mayoría de los centros laborales habría que cumplir con una jornada normativa de ocho horas.
En este sentido, la información obtenida desde las voces de mujeres mayores contrasta con las experiencias de mujeres jóvenes y adultas, ya que, aunque se hable de una presencia femenina en el ambiente privado de reproducción, cada vez más son las mujeres que se han incorporado al mercado de trabajo remunerado, originando que realicen dobles o hasta triples jornadas.
Desde esta perspectiva, uno de los primeros costos invisibles que surgen está vinculado a lo económico tras la renuncia a los espacios y la reducción de las jornadas laborales para cuidar adecuadamente de los miembros de la familia. Esta merma de ingresos y oportunidades laborales impacta tanto a corto como a largo plazo en la estabilidad financiera y en la capacidad de ahorro para el futuro. En este sentido, Doris menciona lo complicado que fue para ella cerrar su centro de Desarrollo Humano, emprendimiento que fue, durante mucho tiempo, un sueño, pero una vez que su mamá se estableció en su domicilio, las cuestiones laborales eran cada vez eran más difíciles de solventar:
Yo ya había abierto mi centro e iban a venir unas personas a dar una maestría, así que estaba muy emocionada con eso. Una vez mi hermano me habló por teléfono y me dijo que mi mamá no estaría bien con mi hermana porque se iban a pelear mucho, él ya había presenciado eso, pero le dije: “Sí manito, pero yo no puedo, yo tengo muchos proyectos, tengo muchas cosas por hacer” […] Fue muy importante cómo me organizaba porque estaba en una maestría, pero ya no podía […] Apoyaba y asesoraba a unas personas y no se podía, una vez estaba una persona y la senté a mi mamá afuera porque me la llevaba al trabajo, no había dónde dejarla, y tocó y tocó: “Yo soy tu madre, soy tu madre, ábreme”. Por eso fui como cerrando por partes: “¡Ah, ya cierro esto, esto ya no!”. Hasta que me di cuenta de que ya había cerrado mi atención de todo, siempre me preguntaban “¿Cómo, por qué, maestra?”. Pero yo siempre fui honesta y les decía que ya no podía […] yo creo que se puede con todo, pero no al mismo tiempo, la atención de mi mamita requería las veinticuatro horas que dura el día, ya no podía con más […] pudimos salir adelante con la pensión de mi mamita y con la pensión de mi esposo, pero sí fue muy difícil, muy, muy difícil porque los medicamentos para el Alzheimer son caros, las consultas y todo, aunque eran en la T1, pero algunas eran particulares y son muy caras y aparte la comida especial. Eso también me costó mucho porque al cerrar mi centro y al dejar de trabajar con mis asesorías pues yo ya no tenía dinero, yo ya no generaba nada.
Laura, por su parte, refiere que estuvo siempre dispuesta a ayudar a quien lo necesitara, no importaba si eso implicaba una renuncia a su trabajo y, con ello, a su economía. El primer retiro de su centro laboral se presenta cuando su hermana mayor es diagnosticada con cáncer de mama y ella tiene que viajar al extranjero para acompañarla en el proceso de cirugías y recuperación. Durante dos meses, su vida se resumió en cuidar a su mamá, hermana menor con discapacidad y, por tiempo intermitente, a su hermana mayor en Alemania. El segundo retiro se manifiesta al darse cuenta de que ella era la solucionadora por excelencia, tal como se hace llamar, pues la condición de su hermana menor iba decreciendo cada vez más:
La casa de mi mamá y mi casa, para estar de lleno con el cuidado, se vendieron, ya está. Con lo mío y lo de mi mamá se pudo hacer y yo solo rezaba y decía: “Por favor, que yo logre llegar con lo que tengo al final, con la dignidad y con los tratamientos adecuados, lo único” […] al poco tiempo de estar en el IEGY, Rosa,15 la de Alemania, se supone que iba a venir y a mí me llama la atención un silencio de parte de ella, yo le llamé y le dije: “Hermana, ¿qué está pasando? Dímelo de frente, me dijo: Doris, en mi revisión rutinaria, me encontraron un bultito. Sí resultó positivo a cáncer”. Ella inició procesos, no sé cuánto, pero cuando necesitó cirugías, yo renuncié a mi trabajo, primero está mi hermana y me fui a apoyarla […] Estuve un tiempo trabajando en una ventanilla del ayuntamiento, me parecía bueno porque tenía horario de ocho a tres, pero a cada rato sonaba el teléfono y la que se tenía que salir despavorida, aun así, le estuviera yo pagando un chorro de lana a una persona que acompañara a mi mamá y hermana, era para que no dejara de sonar mi teléfono. Entonces estaba tirando el dinero y estaba exponiendo mi pellejo porque salía como pedo, yo tenía que salir, digo, coño, me estaba costando un huevo y la mitad de otro y de todos modos soy yo la que tengo que venir y solucionar el problema.
Silvia reflexiona en su relato sobre una situación en la que, aunque no enfrentaba dificultades económicas para atender y cuidar a sus padres, su estabilidad laboral se veía comprometida. Experimentó una drástica reducción del sesenta por ciento en su salario, lo que impactó negativamente en sus finanzas personales, así como en la de su hijo. Esta disminución de ingresos resultó en una situación adicionalmente desafiante, ya que le impedía contribuir financieramente cuando surgían necesidades de atención especializada para sus progenitores:
En mi trabajo sabían de la situación, no quiero decir nulo apoyo porque sería demasiado, pero sucedió, “coincidió” con que el director toma la decisión de dejarme mi carga completa y me baja mi sueldo al cuarenta por ciento. Cuando yo le digo: “¿Por qué me tocó a mi bailar con la más fea de la fiesta?”, no hubo respuestas. En el momento perfecto viene un batazo en la cabeza, afortunadamente no tenía necesidades económicas con relación al cuidado porque mis papás tenían cómo solventar sus gastos con las pensiones que cobraban, pero pues no era justo […] por supuesto, por supuesto lo sabía mi jefe, lo sabía su gente de primer nivel y lo sabían todas mis compañeras porque oye, espérate, mi mamá tiene cáncer […] cuatro años estuve con el cuarenta por ciento de mi salario, fue muy fuerte, muy fuerte porque me sentía atada, tenía que seguir trabajando para subsistir con mi hijo, pero yo era consciente de que no podría apoyar del todo a mis papás porque muchas de las consultas eran particulares y pues no podía pagarlas.
Frecuentemente, estas mujeres asumen la responsabilidad de brindar cuidados intensos y extensos, sacrificando su propio bienestar físico y emocional en el proceso. Los costos no sólo se manifiestan en términos económicos, como la pérdida de oportunidades laborales y el gasto en atención médica, como se refiere en los relatos anteriores, sino también en términos de estrés, agotamiento y deterioro. Este fenómeno, a menudo pasado por alto, subraya la necesidad urgente de reconocer y abordar los desafíos que enfrentan las mujeres mayores que cuidan de otros (as), destacando tanto los costos tangibles como los impactos sutiles pero significativos en su salud, los cuales amenazan su bienestar futuro en la vejez.
Así, Doris, a través de las entrevistas, comenta que, a pesar de tener un diagnóstico de fibromialgia e hipotiroidismo en la época en que cuidaba de su madre, no tenía tiempo ni para enfermarse ni para tomar sus medicamentos, o de realizar otras actividades que antes le generaban profunda satisfacción; el cuidado que debía realizar era demandante y sin la posibilidad de sostener sus propias demandas:
Descuidé muchísimo mi salud. Fue muy duro, hasta llegó un momento que no me había dado cuenta de que tenía un uñero y el dedo lo tenía muy inflamado, hasta que me dice mi hijo: “Mamá, ¿qué tienes?”, y yo: “¿Qué tengo en dónde?”, hasta que lo vi, pero sí, yo creo que no me veía ni en el espejo. Había días tan demandantes e intensos, yo me empecé a sentir cansada, pero yo misma me decía: “Ay, pero si yo soy fuerte”. Entonces una vez fui al doctor y ya me hicieron estudios y ya tenía la fibromialgia, ya tenía el hipotiroidismo […] A veces tengo el dolor horrible, o la columna porque he tenido muchas caídas y también pues levantar a mi esposo, levantar a mi mamá, bañar a uno, bañar al otro, era muy intenso, o hasta yo a veces me preguntaba: “¿Será que ya me bañé?” […] No creo que tomara algún medicamento ¿a qué hora?, aunque ya tenía el diagnóstico de fibromialgia e hipotiroidismo.
Desde su contexto, Laura señala que el costo invisible es la renuncia total de ti por los otros. Una decisión que se asume desde la consciencia e inconsciencia, pero de la que no hay retorno; una disposición completa en la que no se conciben tus necesidades físicas ni emocionales:
Lamentablemente tienes que renunciar a tu trabajo y a todo porque al final siempre tiene que haber alguien que tome las decisiones y en el momento que se requieren y no eres ninguna heroína, yo no me considero ninguna heroína, ni nada que se le parezca, simplemente soy una persona que tomó decisiones ¿consiente? Algunas veces sí […] Yo estaba súper metida en todos los rollos de género con todas estas locas y me tuve que hacer un lado. Sí, lo lamento, me perdí de muchas cosas que me encantan, pero no lamento el motivo […] No, no, no tienes tiempo de nada. En la vida he ido a un médico, bueno, sólo fui una vez porque en un mal manejo de mi mamá me rompí el músculo de la mano y me dijeron: “Ay, es que esto tendría que ser cirugía y probabilidades sí hay, pero además reposo”. Y le dije: “Gracias, ajá, está bien”. No, no tienes tiempo, tampoco tienes tiempo de enfermarte, no te da el tiempo, es un lujo que tú no te puedes permitir, no tienes tiempo.
Enfrentar el cuidado de familiares mayores ante enfermedades crónico degenerativas se convirtió en más que una mera tarea física y logística; implicó una carga emocional considerable que suele pasar desapercibida: los costos invisibles también se vuelven visibles en la salud emocional de las cuidadoras. De esta manera, Silvia muestra en su narrativa que la demanda de cuidados y el tiempo dedicado a los mismos la borraba como mujer, como persona que también valía:
No quiero decir nunca, no quiero decir nada porque las cuestiones categóricas no son, pero tampoco hay de ¿oye, eres cuidadora? Ve con un tanatólogo, cuídate porque te puedes sentir mal, te puedes sentir sola. Alguien que te lo diga porque una está tan metida cuidando que no se da cuenta de eso […] te agotas, te cansas y a veces lo único que quieres es un minuto de silencio para no pensar en nada, para poder vivir tu propia vida sin estar preocupada por los demás. A veces quería que el mundo se parara un momentito y me permitiera volver a poner los pies sobre la tierra porque yo sentía que vivía en botón automático […] yo a veces decía: “¡Quiero un domingo para ir a la plaza a comprarme una falda, a comer un helado!, quiero un domingo, un rato, alguien que se quede”, pero no sólo es alguien que se quede, sino alguien que se quede y no le importe llevar a mi papá o a mi mamá al baño, alguien que pueda darle de comer.
El relato de Laura nos muestra que la nulificación y considerarse indispensable trajo consigo sobrecargas que devinieron en añoranzas, en deseos por tener la oportunidad de olvidarse un rato de todo, de todos y volver a reconocerse mujer y humana:
O sea, aprendes a visualizar y a buscar soluciones para los cuidados, pero no tienes demasiados tiempos, no tienes la oportunidad de un respiro y de olvidarte de todo para pensar en ti ¿Sabes cuál era uno de mis sueños? Tenía muchas ganas de ir a una lavandería automática, llevar mi ropa a lavar, comprar mi periódico y sentarme a leer el periódico en lo que sale la máquina, que yo no esté oyendo “Laura, Laura, Laura, Laura”, era mi sueño. O mis escapadas eran ir al lavadero de coche, en lo que me lavaban el coche, el sentirme sola, de que no estar oyendo nada, ni a nadie. Esos momentos de estar sola sin que estés escuchando que alguien requiere de ti y son los momentos en los que te atreves a decir: “¡Orejas que no oyen, corazón que no siente!”. No te da tiempo a más. Prácticamente te tienes que olvidar de que eres una persona individual.
Con relación a Doris, su relato nos lleva a señalar que no sólo se merma la salud física, sino que también se experimentan instantes de soledad, cansancio, fatiga y, en algunos momentos, desesperación y enojo. Nadie te prepara para ser cuidadora, así como tampoco nadie te prepara para ser hija de una mamá con Alzheimer. Independientemente de que la relación entre ellas siempre hubiera sido respetuosa, armónica y cariñosa, las fuertes cargas en el trabajo de cuidados generaron costos en su salud emocional:
“Si cuando nosotros teníamos dos años y olíamos mal, sí tendríamos cara de reclamarle a mamá ahorita, pero ahorita si mamá huele mal, si mamá está así, se nos debe caer la cara de vergüenza” […] tengo muy grabado lo que les dije a mis hermanos porque ella siempre se las arregló para tenernos bien, nos dio amor, atención y mucho cariño, no podía dejarla así sola. […] Antes yo siempre escribía, pero empezó a cambiar hasta la forma en que escribía de días tan intensos, tan fuertes, tan tristes, tan impotentes, pero me levantaba el ánimo yo solita […] Considero que cuidé en soledad, sí me dolía, luego hasta mi esposo me decía: “Es que mira, ya se fueron a Perú, que se fueron aquí, que se fueron allá, ¿y su mamá? ¿Y tú?”. Me hubiera gustado que hubieran detectado con tiempo lo que le sucedía a mi mamá, que hubieran respetado, que hubieran sido más humanos, una educación más humana hacia sus hijos, más respetuosa. Me hubiese gustado recibir comprensión, que se hubieran dado cuenta que si sabían que me habían dado mi diagnóstico de fibromialgia e hipotiroidismo, que tenía yo a mi esposo con tantas operaciones y que seguía mal y, sin embargo, ellos me la dejaron a mi cuidado.
Otro elemento que emerge tiene que ver con la noción de considerarse indispensables, al punto de minimizar otras formas de cuidar por considerar que ellas lo hacían mejor que todos (as). De acuerdo con Faur, existe una codependencia en dichas relaciones de cuidado, una necesidad imperante de ayudar al otro, de rescatarlo, al grado de desarrollar una máxima tolerancia al sufrimiento físico y emocional por períodos prolongados (2005). Se sobreadaptan a una realidad externa en menoscabo de su propia realidad, negando, la mayoría de las veces, las señales que les advierten que están sobrepasando su propia capacidad de resistencia:
Cuidarla impactó en todos los ámbitos de mi vida, en mi salud, en mi crecimiento profesional, en las amistades, porque he seguido de cuidadora, pero cuando cuidé a mi mamá me la creí muy indispensable que no se me ocurrió pensar en otras opciones. A lo mejor igual que me capacitaran en cómo levantarla, en cómo moverla sin que me doliera mucho, sin que me dañara (Doris, setenta años).
Cuando ya murió Leonor llamé al pleno y les dije: “Reconozco esto, esto, esto, son mis errores, yo les nulifiqué a todos, pero tampoco hubo gran esfuerzo”, porque fue un: “Pues si tú lo quieres hacer, está bien, ya”. Yo reconozco que peco de soberbia, como yo nadie hace las cosas, yo soy nulificadora. Les dije: “No es culpa de nadie, tal vez más mía, pero yo siempre sentía que, si no lo vas a hacer bien, no me estorbes, no tengo tiempo para arreglar defectos”. Mi mamá me decía: “Tú primero te mueres antes de pedir o aceptar ayudas, eres una soberbia, ten mucho cuidado”. Ella me lo dijo. Por eso te digo, no puedo culpar a nadie, yo tengo que asumir en qué me equivoqué, que debí de delegar mejor las situaciones y no nos hagamos pendejos, si yo no te doy una responsabilidad, pues tú tampoco la ves porque no la estás viviendo en el día a día. Tú piensas ¡pues se debe de imaginar!, pero es que pensamos que deben de pensar y no, nadie piensa lo que tú piensas que deben de pensar (Laura, 63 años).
La existencia de vida después del cuidado se revela como un proceso continuo, según lo expresado por Laura y Silvia, quienes comparten la perspectiva de que este periodo implica una construcción constante y una reformulación de la cotidianidad. Ambas enfatizan en sus relatos que el camino después de un cuidado otorgado por un tiempo prolongado no está exento de desafíos, ya que las pérdidas experimentadas son profundas y perduran en la memoria. Aunque haber cuidado de sus familiares mayores generó conexiones significativas, también dejó una huella que demanda adaptación para seguir adelante en la nueva etapa de la vida:
Hay que aprender a buscarla, hay que construir una nueva. Después de esto, sí creo que tienes que construir algo nuevo. Pienso que para muchas personas es liberador cuando muere a quien cuidaban porque depende las circunstancias, más si ni siquiera es por un acto de amor, es por una imposición, es por un rol que te asignan. Mientras más lo pienso digo: “¡Híjole!, por esas personas que se les impuso el rol, creo que reconstruir su vida está cabrón porque no hay ese alimento que te tuvo que haber dejado todo este tiempo”, no lo tienen, al contrario, lo que tienen es el desgarre emocional […] cuando ya se terminó la historia, hice una convocatoria familiar y les dije: “Está a toda madre llegar a una casa donde abres el refrigerador y que tú no sabes qué fecha se paga”. No estoy peleando con nadie, al contrario, les dije qué padre que tuvimos la oportunidad de hacer felices a quienes lo merecían, pero esa historia ya se acabó. Ya no es casa de la abuela, porque al ser la casa de la abuela todos tenemos derechos ¿verdad?, ahora es casa de Laura (Laura, 63 años).
Por supuesto que hay vida después de haber cuidado, mírame, aquí estoy, pero sí hay que trabajarla. Se trabaja con el apoyo y la paciencia de muchas personas que pueden ser familia, amigas o profesionales, hay que darle más importancia porque parece que, como ya fallecieron, todo debe volver a la “normalidad” y eso es una gran mentira, sí cuesta volver a agarrar el ritmo de tu vida porque las personas que ocupaban la mayor parte de mi tiempo ya no estaban […] yo me siento satisfecha porque, al final y al cabo, estuve ahí hasta el final, porque tuve la oportunidad de estar ahí en todo momento. Hoy por hoy te puedo decir que lo he trabajado en terapia y estoy contenta por la oportunidad del trabajo que pude realizar con mis papás que tanto dieron por nosotras y por mi hijo (Silvia, sesenta años).
Doris, por el contrario, refirió en su relato no saber si verdaderamente exista esa vida después del cuidado, ya que, a pesar del fallecimiento de su madre, sigue cuidando de manera directa a su esposo, cuestionándose el rumbo de su trayectoria:
No sé. Claro que cambió mi vida porque antes yo tenía una visión de hacia dónde ir ¿no? Y aunque le sigo buscando porque no me doy por vencida, me meto a cursos, a talleres, a todo, no sé si exista vida después del cuidado. Yo sigo queriendo a muchas personas, pero siento como ya no hay eso de ¡vámonos, nos reunimos!, yo no lo he tenido por lo de mi esposo, eso luego a veces sientes como esa carencia muy fuerte (Doris, setenta años).
Reflexiones finales
En este artículo se han identificado las situaciones particulares que experimentaron mujeres mayores que brindaron cuidados no remunerados a familiares de edad avanzada afectados por condiciones como demencia tipo Alzheimer, cáncer de piel o Parkinson. Se observó que estas mujeres enfrentaron diversas circunstancias al organizar los cuidados de manera dinámica, asegurándose de que se adaptaran a las necesidades específicas de sus receptores.
A lo largo del estudio, quedó en evidencia una serie de características comunes entre ellas, que incluyen una marcada influencia del género en su papel como “cuidadoras por excelencia”, la entrega total hacia los familiares a los que brindaban cuidados, la presencia de un modelo familista que delega la responsabilidad pública al ámbito de lo privado y la insuficiente o nula participación de otros miembros en compartir la carga de trabajo, lo que se relaciona con una escasa valorización y desapego al saber que existía una persona que lo hacía.
Las narrativas examinadas revelan vínculos armoniosos especialmente notables ante los cuidados directos de padres y madres envejecidos; esta dinámica difiere significativamente de aquellos cuidados dirigidos a otros miembros de la familia, donde no existe la “responsabilidad encarnada” de devolver lo que hicieron por ellas. Adoptaron roles de protectoras frente a las crecientes fragilidades de sus progenitores, lo que motivó la creación de estrategias para una organización más efectiva. Consideran, de este modo, que su trabajo al frente del cuidado fue exitoso, permitiéndoles sentirse felices, satisfechas y a gusto con el “deber” cumplido. Asimismo, es evidente el agotamiento ante situaciones de enfermedad y cuidados prolongados, por lo que se vuelve insostenible continuar depositando en los hogares y en las mujeres mayores la responsabilidad de atender, curar, rehabilitar y brindar bienestar.
Desde este panorama, en la relación cuidadora-cuidado existen costos invisibles y, entre los más relevantes que surgieron al escuchar las voces de las entrevistadas, fueron la resignación de proyectos personales, la falta de independencia, de tiempo libre, la pérdida del empleo, así como la merma en su salud física y emocional, mismas que ponen en juego el futuro de sus vejeces. Sin embargo, un elemento que es indispensable subrayar es la condición socioeconómica de las colaboradas.
Las tres adultas mayores se desenvolvían en contextos solventes, lo que posibilita vislumbrar dinámicas de cuidados diferentes: compra de medicamentos y asistencia médica particular; infraestructura habitacional adecuada; movilización en automóvil propio, así como acceso a dispositivos tecnológicos que permitieron la comunicación y el acompañamiento en red.
En contraste, mujeres mayores que residen y otorgan cuidados no remunerados desde ópticas más vulnerables y precarias enfrentan desafíos como la escasez de medicamentos en el sistema de salud pública y obstáculos en el acceso a viviendas adaptadas para dispositivos de movilidad (sillas de ruedas, andadores, bastones, etcétera), así como la dependencia de transportes públicos como camiones o taxis colectivos, sumado a la necesidad de recorrer largas distancias caminando. Estos aspectos subrayan las complejidades involucradas en la prestación de cuidados en estos contextos.
Dada esta situación, es crucial analizar el cuidado en el contexto de una economía precaria como la de México, que excluye a las personas mayores de los sistemas formales de protección, dejándolas desamparadas y dependiendo principalmente de lo que la familia pueda brindar, tanto en términos materiales como simbólicos, especialmente en situaciones de crisis o enfermedades prolongadas (Enríquez Rosas 2014). De esta manera, queda claro que los riesgos asociados con las edades avanzadas son interdependientes y multidimensionales. Las características demográficas, sociales y económicas de este segmento poblacional inciden de manera significativa en el incremento de costos y tiempos de cuidados.
Aunque en los últimos años el tema del cuidado ha experimentado un considerable aumento en la atención de las políticas públicas y en la agenda activista, aún queda pendiente el reconocimiento y la valorización de las mujeres mayores cuya labor continúa siendo invisibilizada, desarrollándose en soledad puertas adentro. Tal como discursa Batthyány, existe una generación de mujeres (mayores de sesenta años) que amortiguan las problemáticas sociales (2009). Ellas se dedicaron a las tareas domésticas y de cuidado durante muchos años y lo continúan haciendo durante su vejez.
De esta manera, lo esencial no es que un gesto o atención sea etiquetado como “profesional”, sino que alguien haya reflexionado sobre la importancia de realizar acciones necesarias para el bienestar de otro: cambiar la servilleta en la mesa, llenar su jarra de agua, o incluso optar por no intervenir. El trabajo del cuidado, un desafío significativo para el conjunto de conocimientos establecidos, no requiere siempre de especialización. No todos pueden administrar una quimioterapia, pero cualquiera puede mostrar interés y preocupación por una persona afectada por el cáncer (Molinier y Paperman, 2020).
En este sentido, las narrativas presentadas se posicionan como una pieza clave para reivindicar el papel de las personas mayores no sólo como receptoras de cuidado, sino como otorgantes del mismo. Por tanto, resulta necesario pensar en acciones creativas desde la academia que coloquen el cuidado al centro, considerándolo como un derecho en tres direcciones: a cuidar, a ser cuidado y a cuidarse; así como la demanda de capacitaciones, talleres, cursos y difusión de información que permita transitar el camino de los cuidados acompañadas.