1. Los principios normativos: argumentar y justificar
El debate actual sobre los principios normativos1 de la democracia participativa y su materialización en contextos específicos es relevante. La forma en que las autoridades respectivas conciben el modelo condiciona su implementación y sus alcances; es decir, determina el tránsito de lo cuantitativo a lo cualitativo en cuanto a la implicación del sujeto y de las organizaciones de la sociedad civil en los procesos subyacentes.
En ese sentido, cabe señalar la relevancia de colocar a la deliberación y a la argumentación de propuestas y a la justificación de decisiones de gobierno como principios normativos. Su cristalización constituye un indicador fundamental del estado de una democracia. La vigencia de esos principios es expresión de que los ciudadanos ejercen un grado de libertad positiva,2 y de que se han discutido públicamente las definiciones que afectan a la convivencia social.
Asumir a la democracia por encima de la percepción procedimental que la asocia con el mecanismo del voto para la elección de los representantes políticos conmina a profundizar en el debate ético sobre la obligación de los políticos de argumentar sus propuestas y de las autoridades en general de justificar sus decisiones. Diferentes autores han aludido a dicha ética ante el imperativo de construir acuerdos sociales válidos y legítimos para el grueso de la población.3
A fin de ubicar mejor este debate teórico contemporáneo, inherente a las sociedades actuales plurales y complejas, es conveniente registrar qué corrientes de pensamiento preponderantes, como la liberal y la republicana, han jerarquizado dos categorías básicas en torno a la participación ciudadana: los derechos humanos y la soberanía popular.
El liberalismo concibe a los derechos humanos como la concreción de la autonomía moral del sujeto y los coloca por encima de la soberanía popular. El republicanismo los entiende como la expresión de la autorrealización ética de un pueblo; por ello, le da prioridad frente a las garantías individuales.44 De tal forma, en la visión liberal se ha puesto el acento en el individuo y su autodeterminación; en otras palabras, y siguiendo a Berlin, se ha ponderado a la libertad en sentido negativo. En el ideario republicano, el interés se ha focalizado en el Estado y el bien común, es decir, en el ejercicio de la libertad en sentido positivo, asumida como un compromiso cívico. En esta perspectiva republicana, la política se asume como el sustento reflexivo de la vida ética, como el medio por el cual los sujetos se reconocen y toman conciencia de su dependencia mutua, sobre la base de saberse libres para actuar e iguales ante la ley. En suma, se entiende sobre la base de racionalizar el valor de la reciprocidad, que les garantiza una convivencia constructiva, no obstante las diferencias y conflictos que les son insoslayables.
Estas diferencias básicas entre ambas escuelas, a propósito de los principios normativos que debieran orientar las políticas de participación ciudadana, permiten entender que los liberales interpretan a los derechos políticos del ciudadano esencialmente como no interferencia del Estado, en el marco de las fronteras que delimita la ley. A través de éstas, es posible agregar los diversos intereses particulares en una voluntad política, que en alguna medida impacta en las decisiones de las administraciones públicas.
En la visión republicana, los derechos políticos, señaladamente los de opinión y participación, constituyen libertades positivas cuyo ejercicio permite a los ciudadanos ser políticamente autónomos, e intervenir mediante un proceso dialógico de intercambio de razones en la resolución de conflictos sociales que requieren de la cooperación y la coordinación interpersonal.5
Desde esta última perspectiva, los fines del Estado deben ponderarse frente a los intereses privados, en tanto la estructura de gobierno debe propiciar las condiciones institucionales que garanticen la formación de una opinión razonada y de una voluntad activa. Mediante procesos argumentativos, dichas condiciones deben formar parte efectiva de la construcción de las preferencias sociales que se traducirán en políticas públicas. Estas preferencias se asumen como eminentemente endógenas a los procesos sociales en comento.
No obstante la jerarquización discrepante que hacen los liberales y los republicanos de dichas categorías, es factible establecer un vínculo esencial entre ambas posiciones, si se toma en cuenta que los derechos humanos aportan las condiciones formales que hacen posible la construcción racional de las opiniones y de las voluntades que se expresan en el ejercicio de la soberanía popular. Gracias a la vigencia de los derechos humanos, es posible el ejercicio de la soberanía popular, cuyo vínculo se materializa a través de las estructuras discursivas.
A la anterior síntesis le subyace la simbiosis entre el uso de la razón y la voluntad del sujeto, recuperando los postulados de Kant y de Rousseau respectivamente. A su vez, toma cuerpo a través de lo que Habermas ha denominado la racionalidad comunicativa, en tanto ésta hace posible la construcción de acuerdos mediante la argumentación y la justificación. Esta matriz republicana permite identificar el proceso normativo intrínseco a la edificación de ideas razonadas y razonables en torno a una acepción de bien común, con la que una parte significativa de la población pudiera simpatizar sin necesidad de recurrir a medios de coacción.
Empero, la vigencia y la reproducción de este paradigma normativo requiere, en términos prácticos, de un nivel mínimo de homogeneidad social, en cuanto a la distribución equitativa de la riqueza y a la existencia de oportunidades de desarrollo personal y colectivo, así como de cualidades morales y éticas motivadas por una educación en la reciprocidad y en la igualdad ante la ley.6
De igual forma, la contribución de los procesos de participación ciudadana al fortalecimiento de lazos de solidaridad y de cohesión social es directamente proporcional a la vinculación de la autoridad con los acuerdos alcanzados tras un proceso de deliberación en el cual se ponderan los mejores argumentos. Los directamente implicados perciben que sus aportaciones se toman en cuenta al momento de decidir sobre el bien común. Este elemento es el principal incentivo para comprometerse a participar.7
Estas son algunas de las premisas normativas que interesa ponderar aquí. Contribuyen a identificar las posiciones que en materia de políticas de participación ciudadana postula, por ejemplo, el Partido de la Revolución Democrática, que desde 1997 ha gobernado a la capital de México. Asimismo, se entiende que la vigencia de aquellos principios permite aludir a la calidad de la implicación de los residentes en los asuntos públicos que afectan a su cotidianidad y, por esa vía, se debe evaluar la calidad de la democracia en una geografía específica como la Ciudad de México.
2. Los factores contextuales
En el debate sobre la viabilidad de las políticas de participación ciudadana, la dimensión del entorno para su concreción ocupa un lugar cada vez más relevante, al confrontar los referentes contextuales pequeños y relativamente compactos en los que fueron ideadas por primera vez, con la amplitud y la complejidad de las sociedades contemporáneas que, presumiblemente, las hacen inviables para albergar tales ejercicios cívicos.
Sin embargo, algunas experiencias acumuladas hasta ahora han permitido establecer un acuerdo mínimo. El ámbito municipal, no obstante sus peculiaridades de diversidad y complejidad, constituye la geografía idónea para la implicación de los sujetos en los asuntos públicos. Ello, en razón, fundamentalmente, de las posibilidades que en él existen para establecer relaciones de proximidad entre vecinos que comparten determinados intereses con las autoridades competentes.8
A favor de esta postura, en las sociedades modernas se hace prácticamente imposible una implicación intensa de los ciudadanos. La interacción dialógica se torna complicada dado que se suele verificar de manera eventual, en lapsos cortos, entre personas que comparten pocos espacios comunes, que en sus actividades sustantivas no convergen, y que ostentan intereses disímbolos e incluso totalmente opuestos.
En ese sentido, algunos autores se han decantado por una participación ciudadana que, ya sea a título individual o colectivo, tenga un referente territorial de proximidad. Consideran que la interacción más productiva se verifica entre grupos pequeños de una misma circunscripción, pues ello hace más factible establecer una idea de bien común, mientras favorece la cohesión y la reciprocidad reflejadas en forma de consensos.9
En esta vertiente de análisis, cabe referir el estudio de caso pionero desarrollado por Mansbridge1010 en torno a la democracia deliberativa, específicamente sobre las reuniones ciudadanas o town meetings de Nueva Inglaterra. Entre sus aportaciones al debate, se encuentra la inconveniencia de extender la deliberación a todos los espacios públicos, para todos los temas y en todos los momentos. Para él, la deliberación se desarrolla de manera más efectiva en contextos de baja conflictividad y donde los participantes comparten intereses, relaciones de amistad o valores morales, así como cuando las soluciones a las demandas son identificadas por todos los participantes.
De cara a estas apreciaciones, cabe observar que en algunas delegaciones políticas de la Ciudad de México donde se han puesto en marcha ejercicios de participación ciudadana, la implicación de los sujetos se ha derivado en gran medida de la residencia en un contexto caracterizado por condiciones de vida muy inequitativas, y respondiendo a las reticencias de las autoridades a interactuar con los representados.
Con lo anterior se pretende llamar la atención sobre el hecho de que, si bien los ejercicios de participación ciudadana pueden llegar a buen puerto en comunidades territorialmente reducidas (y entre personas que comparten valores morales, objetivos y una convivencia relativamente armónica), los factores contextuales de conflicto pueden ser potenciales detonadores de la implicación de los residentes en los foros institucionales.
Centrando la atención en la intensidad y la calidad de la implicación ciudadana en los procesos participativos, en algunos casos la ponderación de los ámbitos locales viene siendo asociada por la autoridad con una necesidad de limitar a los participantes, e incluso con la presunción de un estereotipo de interlocutor apto para estas actividades, en detrimento de quienes pudieran no aproximarse al estándar de competencia.
En ese sentido, algunos de los estudios referidos aportan elementos sobre una tendencia a individualizar la implicación de los residentes en las instancias creadas ex profeso, a aislar a los participantes en espacios reducidos física y numéricamente, a ponderar temas que no despiertan mayor controversia. En otras palabras, a favorecer la presencia del ciudadano calificado para el debate técnico, ajeno a ideologías y grupos políticos, e interesado en reflexionar sobre asuntos de carácter más particular que general.
Frente a ello, no debiera perderse de vista que la deliberación implica ante todo la exposición de los participantes al intercambio de ideas en espacios amplios y sujetos a la sanción pública, donde entran en juego una diversidad de intereses en alguna medida opuestos, incluidos los que detentan las propias autoridades a cuyas funciones les son propias relaciones de poder y dominación.11 Asimismo, es necesario reparar en el carácter endógeno de los contenidos de la deliberación, es decir, en su esencia constructiva de nuevas posiciones razonadas donde la pluralidad de opiniones es consustancial.
En todo caso, en lo referente al impacto del ámbito local en la viabilidad de los procesos de participación ciudadana, cabe destacar que el paso hacia un modelo deliberativo inclusivo y vinculante a nivel nacional dependerá en gran medida de su realización inicial en el ámbito municipal. La tendencia histórica nacional muestra que es poco probable que el proceso se pueda desarrollar y consolidar en sentido inverso.
Otro factor profundamente arraigado en la vida pública de la Ciudad de México es la persistencia de relaciones informales entre los ciudadanos y las asociaciones civiles con las autoridades. El margen de autonomía de estas últimas se ve acrecentado para decidir unilateralmente los tiempos, la agenda y los alcances de los procesos de participación ciudadana.
La informalidad es una variable que incide en la participación de los sujetos en el espacio público. Su legado debe entenderse como un problema articulado tanto a nivel individual como colectivo, a través de relaciones de carácter clientelista entre liderazgos sociales muy centralizados y funcionarios públicos propensos a operar al margen de la ley. Es un intercambio de favores cuya esencia reside en los incentivos para reproducir estas prácticas, que suelen ser inversamente proporcionales a los costos por vulnerar la vida institucional.
De tal forma, las prácticas de informalidad deben ser inscritas en el quebrantamiento del Estado de derecho, es decir, en conductas que trastocan los principios liberales de la supremacía de la ley, la transparencia y la rendición de cuentas. Con ello, las respectivas administraciones se colocan en una condición de iliberalidad.12
Dadas las intrínsecas limitaciones de los órganos para la participación ciudadana, en las negociaciones para alcanzar acuerdos políticos relevantes suelen tener un papel muy limitado y, por tanto, contribuyen de manera precaria a la deliberación pública, a la construcción de controles institucionales y a la rendición de cuentas.13
En la edificación del contexto de informalidad, que afecta directamente la operación de las instancias para la participación ciudadana, suelen confluir al menos dos circunstancias: a) la existencia de una estructura institucional frágil, cuyos actores estratégicos pueden recurrir a mecanismos y prácticas paralelas a las previstas en la ley, sabiendo que difícilmente recibirán sanción alguna o que en su caso ésta será menor a los beneficios obtenidos y; b) la presencia de amplios sectores de la sociedad civil que, con independencia de la legitimidad de las demandas, desatienden las vías institucionales para gestionarlas, consintiendo y reproduciendo esquemas de cooptación para conseguir algún beneficio.
Esta forma de interacción social afecta la igualdad de oportunidades para la representación de intereses, la calidad de las decisiones de gobierno, así como la legitimidad del proceso institucional en su conjunto. De tal manera, la reproducción de estas prácticas viciadas en la capital es el principal obstáculo para las políticas de participación ciudadana.
En este sentido, la evidencia empírica en la ciudad capital permite observar la distancia que muchos capitalinos toman de las instancias para la representación vecinal y la participación ciudadana, en tanto a través de ellas no se estaría contrarrestando la pérdida de sentido acumulada en razón de su endeble contribución al cambio de condiciones de vida. En otras palabras, dada la carencia de resultados específicos. Dichas políticas no aportan códigos de significación para el común de los habitantes.
Para revertir esta tendencia, sería necesario instituir la vinculación de la autoridad con los acuerdos alcanzados tras la deliberación, pues ello podría derivar en una adhesión más amplia de los sectores participantes, ante la certeza de que sus aportaciones estarían siendo tomadas en cuenta al momento de decidir.
Asimismo, el funcionamiento de instituciones para la implicación del ciudadano en los asuntos públicos, al margen de condicionamientos clientelistas y de prácticas de informalidad e ilegalidad, requiere del arraigo de valores republicanos como la libertad positiva, la implicación directa del ciudadano en los asuntos de su comunidad, y la rendición de cuentas de las autoridades, los cuales contribuyen a cristalizar una convivencia constructiva ampliamente inclusiva.14
Alcanzar este objetivo implica, ante todo, un cambio en la cultura política que orienta el devenir de la participación ciudadana, paralelo al cambio cultural en la sociedad como causa y efecto de su intervención directa en los procesos de construcción de definiciones importantes.1515 Este cambio cultural debe reivindicar el valor de la política como medio para hacer visibles a las mayorías, hoy en gran medida ausentes en el espacio público capitalino una vez depositado su voto en las urnas.
En palabras de Arendt,16 sería necesario reivindicar la capacidad de todos los sujetos para definir los contenidos y los valores comunes, para hacerlos efectivos bajo un pleno reconocimiento de las diferencias, del conflicto (como diría Maquiavelo), de la diversidad cultural inherente a toda sociedad moderna.
3. El marco institucional
Los espacios de representación vecinal y para la participación ciudadana instituidas en la Ciudad de México en orden cronológico han sido: Consejo Consultivo, Juntas de vecinos, Asociaciones de Residentes, Comités de Manzana, Iniciativa Popular, Referéndum, Consejos Ciudadanos, Comités Vecinales, Comités Ciudadanos y Consejos de los Pueblos. Sobre ellos, se puede destacar que han sido poco representativos de la pluralidad social. Paralelamente, han quedado bajo el control de los partidos políticos, lo que ha afectado su capacidad de crítica, de propuesta independiente y de decisión.
En ese sentido, es dable señalar que el establecimiento de mecanismos para la participación ciudadana no conlleva de manera automática una implicación extensa e intensa de la población. A pesar de la sistemática operación de diferentes mecanismos ex profeso, a la fecha no se ha logrado consolidar iniciativa alguna en la capital del país. En esta perspectiva de análisis, es menester destacar que las atribuciones de los órganos citados han oscilado entre la información sobre la acción de gobierno y la consulta a algunos sectores directamente afectados por las decisiones de éste. En menor medida, han contemplado la corresponsabilidad entre las partes para la prestación de servicios específicos y, en casos excepcionales, se ha establecido alguna vinculación de la autoridad con las decisiones mutuamente acordadas.
Asimismo, las competencias referidas de dichos órganos no han implicado la garantía de que la autoridad justifique sus decisiones. Sólo para algunos mecanismos, como los presupuestos participativos, se ha previsto la vinculación de la autoridad con las resoluciones, una vez cubiertos los requisitos previstos en la ley. Lo anterior permite establecer que, mediante una estrategia de carácter regulativo, los gobiernos de la capital han impulsado lo que, parafraseando a Schumpeter, podría denominarse como una concepción mínima de la participación ciudadana, limitándose a garantizar el derecho de los ciudadanos a conocer la acción de gobierno, pero sin que éstos puedan intervenir de manera efectiva en las definiciones sobre el futuro de sus comunidades.
De tal forma, a pesar de que las administraciones del PRD han expedido leyes de participación ciudadana, mediante las cuales se han habilitado diferentes mecanismos para tal efecto, han prevalecido resistencias entre las autoridades para delegar un margen de decisión sustantivo a dichos órganos. Esto los coloca en un nivel consultivo y de mediación para conseguir adhesiones a programas predeterminados, que en el caso específico de los presupuestos participativos representan sólo 3% del monto asignado a cada delegación política.
Esta forma de actuación que constituye una constante en los diferentes gobiernos de la ciudad capital permite inferir que, con independencia del partido en el gobierno local, la política de participación ciudadana ha sido en general concebida bajo una visión utilitarista. Se ha dejado a los mecanismos bajo el control de la autoridad y con facultades que no alteran su carácter consultivo. Este esquema ha acentuado la insuficiencia de estas instancias para materializar una intervención efectiva de los vecinos en el proceso de construcción de las políticas públicas.
Frente a esta realidad en torno a la estructura institucional y el marco jurídico para la participación ciudadana, habría que insistir en el valor normativo que implica disponer de mecanismos permanentes, inclusivos y vinculantes, donde la ciudadanía pueda intervenir de manera efectiva en la construcción de las políticas y los programas de gobierno para su localidad, otorgándoles así mayor validez y legitimidad.17
Asimismo, ante el creciente aislamiento del sujeto en calidad de particular, como consecuencia de los hábitos de socialización y consumo que vienen prevaleciendo en las sociedades contemporáneas, sería encomiable impulsar a la deliberación como vía fundamental para hacer visibles las diferencias, los disensos y las ausencias. En otras palabras, potenciar a la deliberación desde el ámbito de la autoridad a fin de revertir la tendencia a ensayar una participación cuantitativamente ambiciosa pero cualitativamente restringida.
Para la capital del país, será necesario trabajar paralelamente en la construcción de un andamiaje institucional que, mediante normas jurídicas y procedimientos administrativos más sensibles a los intereses de la población, fortalezca la legitimidad de la representación política y la gobernabilidad en general, en el sentido en que Przeworsky18 ha postulado la idea de la democracia sustentable.
4. Los actores del proceso participativo
El análisis sobre los niveles de participación de los residentes en los mecanismos instituidos en la capital obliga a tomar en cuenta variables adicionales a las referidas, particularmente la diversificación de intereses y demandas así como las desigualdades sociales extremas. Centrando la mirada en esta última, es importante registrar su contribución a que amplios sectores asimilen al espacio público como un botín en disputa, cuya conducta impacta de manera desfavorable en la construcción de lazos de confianza, de cooperación y reciprocidad, es decir, de capital social cívico.19
Bajo estas circunstancias, el espacio público que normativamente constituye el foro para la construcción racional de proyectos sociales se ha venido transformando en un lugar donde viven sujetos propensos a aislarse a través de la instauración de trincheras territoriales, lo que en mucho obedece a sentimientos de rechazo a la diferencia, de temor ante la presencia del otro y, particularmente, como mecanismos de defensa ante los problemas de inseguridad que agobian a la capital. Estos fenómenos estarían dando paso a sociedades cada vez más fragmentadas y segmentadas, permeadas por la violencia en sus diferentes manifestaciones.
A la pérdida del sentido de pertenencia a un espacio determinado por parte de amplias capas sociales, estarían abonando asimismo las actuales formas de socialización mediadas por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, a través de las cuales (si bien se ha ampliado el abanico de posibilidades para una interacción virtual amplia y diversa) se ha favorecido un cambio en las representaciones del sujeto sobre el espacio público, acerca de sus posibilidades de implicación en él y sobre el potencial de la acción colectiva, que salvo excepciones ha derivado en sentimientos de impotencia e inutilidad. Estos cambios culturales repercuten, asimismo, en el ámbito de la democracia electoral que, en palabras de Lechner,20 estaría enfrentando una especie de desarraigo afectivo.
Para el análisis de las políticas de participación ciudadana, es imprescindible reconocer la existencia de este sujeto social contemporáneo, que en los hechos accede a un concepto de ciudadanía diferenciado de acuerdo con la posición socioeconómica, el nivel cultural y educativo, así como en función de las condiciones generales de vida. Estas desigualdades cada vez más extremas en la capital del país han ido generando un malestar social en ascenso, el cual, si bien afecta a la construcción de lazos de solidaridad y de cooperación, también se ha constituido en detonante de un capital social altamente polarizado.
Este escenario propicio para el desbordamiento de los innumerables conflictos sociales que enfrenta el referente empírico hace imprescindible establecer que, por encima de la demanda de espacios para la participación ciudadana, debiera prevalecer el derecho de todo sujeto a involucrarse periódica y directamente al menos en la construcción de la agenda local, de poder deliberar públicamente a fin de construir amplios acuerdos entre los residentes, de recibir justificaciones sobre lo que se hace en su nombre y de evaluar los resultados de la labor de la representación política durante el mandato, a fin de valorar la permanencia del partido en el gobierno.
Si bien esta variable es intrínseca al modelo de la democracia participativa, es conveniente referir que desde los últimos años del siglo XX se ha venido afinando una propuesta de análisis alrededor del papel de las asociaciones en el desarrollo del gobierno representativo. Esto ha sido denominado como democracia asociativa o corporativa,21 con base en los presupuestos siguientes:
Los actores llamados a participar de manera preferente son las asociaciones o grupos de intereses, junto a los representantes políticos.
Las asociaciones deben percibirse como organizaciones que se conforman a través de la provisión de incentivos selectivos, o a partir de la acción de grupos políticos que corren con los costos de la movilización. Tienen como objetivo la agregación y la representación de intereses.
La estructura de gobierno debe facilitar la formación de asociaciones, especialmente entre los sectores de la población con dificultades para hacerlo de manera independiente, así como impulsar la presencia en los foros de discusión pública del mayor número de intereses.
Las autoridades deben garantizar el principio de igualdad entre los actores del mundo asociativo, mediante la puesta en marcha de reformas jurídicas y procedimientos institucionales.
El hecho de asumir a las asociaciones como instancias de intermediación entre el gobierno y la sociedad civil, obliga a referir el pensamiento de Tocqueville,22 para quien las virtudes de la organización vinculada con la vida diaria en sociedad residían precisamente en su papel de conciliación entre ambas esferas. Su presencia debía favorecer la sustitución de las organizaciones jerárquicas por otras de carácter horizontal, que cultivaran la responsabilidad ética, la interdependencia y una forma democrática de integración social.
Para Tocqueville habría dos precondiciones para el funcionamiento de este tipo moderno de organización social (relativa igualdad entre los afiliados y libertad de afiliación). Sin embargo, es imprescindible considerar que cada contexto específico puede producir una influencia hegemónica sobre el tipo de asociacionismo y su vida interna.23
En forma paralela habría que considerar la opinión inscrita en el pensamiento pluralista, según la cual el significado democrático de las asociaciones reside particularmente en sus segmentados y diferenciados propósitos. En esa tesitura, se concibe a las sociedades modernas conformadas por una pluralidad de poderes y de decisiones mutuamente influenciados.
Para el pensamiento de pluralistas como Dahl24 y Cole,25 la existencia de intereses diversos insertados en las diferentes organizaciones sociales, que compiten en igualdad de circunstancias por prevalecer en el espacio público, constituye el fundamento y la expresión del equilibrio social inherente a la democracia representativa. De tal forma, aceptando como una fortaleza del movimiento asociativo la diversidad de propósitos, es decir, de intereses en competencia que se agrupan en torno a él, haría falta reparar en los requerimientos internos que debiera satisfacer cualquier asociación para su funcionamiento equilibrado y consecución de objetivos. Con ello, se suman otros dos elementos a lo postulado por Tocqueville: los propósitos internos y las reglas de acción comunes.
En esta tesitura, la discusión libre en el seno de las asociaciones constituye un primer nivel en el proceso de influencia mutua entre sus miembros, que abona al sentido de pertenencia a un ideal u objetivo específico. Un segundo nivel lo conforma el proceso de toma de decisiones, que implica la existencia de reglas formales para tal fin. Ambos procesos refieren la importancia de los medios a los cuales se apela en la vida interna de las asociaciones, los que irremisiblemente repercuten en la actuación de éstas en el espacio público y en sus fines.
Al contrastar estos presupuestos con el panorama actual del asociacionismo en la Ciudad de México, se puede tasar la relevancia de que en el seno de aquél prevalezca una precaria e inconsistente membrecía, una vida interna poco transparente que no suele contemplar mecanismos para la rendición de cuentas, y una acción motivada por intereses más particulares que generales. A ello habría que agregar los factores analizados, entre los cuales destaca la posibilidad de recurrir a prácticas de informalidad.26
No obstante, debemos insistir en la necesidad de evaluar a las asociaciones por los efectos globales que producen para la vida social, es decir, por la posibilidad que abren tanto para externalizar el disenso como para apelar a la deliberación y, en ese sentido, por la aportación que hacen en torno a los medios legítimos para construir acuerdos, más allá del mecanismo del voto.
El significado democrático de las asociaciones reside entonces en su aportación de esferas para la formación de opiniones, con base en las cuales se pueden desarrollar agendas para el ámbito público. En palabras de Benhabib,27 lo que las asociaciones autónomas tienen en común es su capacidad para suministrar a la población de infraestructura social para la comunicación pública.
Apreciar al asociacionismo como un medio para la acción y la decisión colectivas, conmina a reflexionar acerca de su papel en la concepción de diferentes recursos de influencia y de control sobre lo que la representación política hace en nombre de los representados. En ese marco cabe recuperar la conceptualización que Smulovitz y Peruzzotti28 han hecho sobre la forma de control vertical que han denominado como societal, la cual, grosso modo, hace referencia a las acciones públicas desplegadas por el asociacionismo, con el objetivo de proponer asuntos para la agenda pública, incidir y en su caso modificar decisiones de gobierno, así como para propiciar la activación de las instancias horizontales de accountability.
Este planteamiento enlaza con la idea de Habermas sobre la contribución de la acción comunicativa a la autonomía política del sujeto y de éste a la vida colectiva, pues si bien la capacidad de las esferas públicas para resolver problemas por sí mismas es limitada, éstas pueden sensibilizar a la estructura de gobierno sobre problemas latentes, ampliar la presión social a favor de determinados temas y aportar alternativas de solución.
En casos específicos, como el de la ciudad capital, las asociaciones estarían realizando una contribución significativa en materia de conciliación de intereses, debido a la escala y el carácter contingente de los problemas y por el pluralismo cultural que implica una negociación entre muchos grupos y colectivos con diferentes recursos, identidades y valores, quienes además no siempre están dispuestos a interactuar con las autoridades.
Empero, en torno al poder de las asociaciones en el espacio público, habría que considerar también la tendencia a instrumentalizar el demos asociativo, presente tanto en el ámbito de la autoridad como en la propia organización civil. Esto ha generado de manera intencional situaciones de subordinación del capital social a los intereses de las administraciones en turno. Asimismo, habría que tener presente que no todas las asociaciones tienen el mismo potencial para reproducir una esfera pública deliberativa, en los términos referidos por Benhabib.
En el mismo sentido, habría que decir que si bien existen grandes potencialidades en la estrategia basada en la subsidiariedad,29 existen riesgos importantes ligados al empoderamiento de asociaciones respaldadas por alguna autoridad o por poderes económicos de facto, las cuales pueden inhibir la acción de las asociaciones autónomas.
De cara a esta realidad, cabe insistir en que los efectos democráticos de las esferas públicas dependen en gran medida de su autonomía, en el entendido de que las asociaciones independientes pueden representar de mejor manera a sus miembros, externalizar conflictos y actuar con mayor legitimidad. En otras palabras, para el asociacionismo independiente constituye una premisa vital permanecer al margen de la influencia del dinero y del poder político, particularmente del proveniente de los poderes fácticos, tomando en cuenta que éstos suelen representar intereses de los cuales quedan excluidos amplios sectores sociales.
Asimismo, la efectividad de las acciones del movimiento asociativo independiente a favor de su presencia en la toma de decisiones de gobierno dependerá en mucho de la formación de amplias redes asociativas que empujen hacia el incremento de instancias para la deliberación desde lo local. No obstante, para que la capacidad de coordinación y de cooperación de las asociaciones en este nuevo escenario sea fructífera, se precisará de un diseño institucional que haga frente a las inequidades presentes en cada contexto específico.
En suma, es posible establecer que un demos asociativo plural y autónomo puede ofrecer una estructura de organización alternativa que favorezca a la gobernabilidad en el marco del modelo representativo. En contraparte, la ausencia de una sociedad civil organizada, de un capital social cívico, sólido e independiente, constituye un obstáculo para consolidar a la participación ciudadana y, más aún, para avanzar hacia un modelo propiamente deliberativo que favorezca una amplia convivencia constructiva desde el ámbito local.
A la luz del protagonismo de los partidos políticos en la vida política nacional y local, en las últimas décadas del siglo XX diferentes teóricos han analizado su comportamiento, asociándolos con un modelo que se ha dado en llamar democracia de partidos.30 Mediante éste, se alude al monopolio que ostentan para la postulación a cargos de representación política, a su poca permeabilidad social, así como a la organización jerárquica y a la disciplina de sus miembros a las decisiones de los dirigentes, sin que indistintamente medie un amplio proceso interno de deliberación.
En ese sentido, es posible identificar un proceso tendente a minimizar a la deliberación, cristalizado básicamente a través de la denominada disciplina de partido, gracias a la cual las élites directivas de estos institutos se han reservado la atribución de incidir e incluso decidir la agenda pública para los diferentes poderes y órdenes de gobierno, así como sobre el alcance de los acuerdos que se formalizan en las instancias depositarias de la soberanía nacional.
Asimismo, cabe registrar cómo la deliberación pública ha estado sometida a un proceso de fragmentación, que se ha operado esencialmente por la vía de la exclusión del común de los ciudadanos de los espacios instituidos precisamente para argumentar y justificar, colocándolos en el papel de electores de quienes en forma periódica asumen el mandato de tomar las decisiones de gobierno.
Es factible establecer que el paulatino afianzamiento de estos dos procesos ha contribuido a ensanchar el desafío en materia de legitimidad de salida que hoy enfrenta la representación política, particularmente en la Ciudad de México, y de lo cual dan cuenta los bajos índices de participación electoral de alrededor de 40%; en tanto la estructura de gobierno del país ha venido incumpliendo con dos principios liberales básicos que le dan razón de ser: garantizar la vigencia de los derechos de los ciudadanos, particularmente a la vida, a la libertad y a la propiedad, así como cumplir con la función rectora en la conciliación de los intereses sociales en conflicto.
En términos normativos, gran parte de las críticas a los partidos políticos no ponen en tela de juicio la existencia y validez de éstos como instancias para la representación y agregación de demandas, sino que aluden esencialmente a un conjunto de funciones que estarían cumpliendo de manera insuficiente o que estarían dejando de atender. Paralelamente, esto ha favorecido la capacidad de control de grupos y élites sobre ellos, en detrimento del sistema democrático en su conjunto.
En consecuencia, en términos discursivos los partidos que operan en la Ciudad de México se han pronunciado a favor de la participación ciudadana;3131 sin embargo, para aludir a las relaciones entre los representantes políticos y los representados, en los documentos programáticos con poca frecuencia se las asocia con la vida democrática, algunas veces se les vincula con la participación y, en la mayoría de los casos, se les ubica en el marco de lo que comúnmente se conoce como atención ciudadana.
En consecuencia, se puede inferir que al amparo de este último concepto ha venido operando la estructura burocrática de los gobiernos capitalinos en tales menesteres. Es conveniente puntualizar que existen diferencias sustantivas entre un programa de atención ciudadana y una política de participación ciudadana. La primera coloca al ciudadano en el papel de transmisor de opiniones y demandas, ante las cuales la autoridad decide unilateralmente su viabilidad y atención. La segunda lo involucra activamente en la planeación, ejecución y evaluación de las políticas públicas.32
De modo que si un gobierno restringe su política de participación ciudadana a un programa de atención a las peticiones de los residentes, y si éstos asumen que aquella política tiene como fin la apertura de espacios institucionales para plantear quejas y denuncias, no sólo se tergiversa el modelo participativo sino que se está ante el riesgo de desdeñar el potencial transformador que subyace a la acción colectiva, así como el valor de esta acción en la construcción de tejido asociativo, de lazos de solidaridad y reciprocidad, de capital social que cimente una convivencia constructiva.
En forma paralela, habría que registrar que el trabajo realizado desde los gobiernos capitalinos para crear un marco normativo y una estructura institucional en torno a la participación ciudadana no se ha correspondido con una labor en el seno de los partidos para construir una cultura política que se traduzca en el compromiso de sus militantes en funciones de gobierno, de incorporar a los representados en el diseño, ejecución y evaluación de las políticas públicas.
Estos antecedentes contribuyen a explicar que la política de participación de los gobiernos de la capital registra una tendencia a desplegarse en espacios reducidos, con grupos compactos y bajo una lógica que intenta favorecer la implicación de las élites políticas locales con la injerencia de los partidos políticos nacionales, afectando la intervención efectiva del común de los ciudadanos y de sus organizaciones independientes en los procesos de toma de decisiones.
Reconociendo entonces que la vigencia del modelo deliberativo es por definición un proceso paulatino y perfectible, es válido establecer que el fortalecimiento de la credibilidad y la legitimidad de los partidos y representantes políticos dependerá en gran medida de los medios a que apelen para desarrollar su vida interna, entre los cuales la deliberación pública debiera ocupar un lugar central.
De esta manera, se puede establecer que una de las grandes tareas que en materia de partidos políticos enfrenta la democracia mexicana reside en alcanzar una mayor correspondencia entre las condiciones institucionales externas, muy favorables para el predominio de éstos en el espacio público, con la institucionalización de los procesos inherentes a su vida interna. Esto permitiría revertir los fenómenos de informalidad, centralización y discrecionalidad que en gran medida siguen presentes en sus estructuras burocráticas.
5. Las esferas públicas para la deliberación
El modelo deliberativo puede percibirse como una utopía, dados los presupuestos que lo enmarcan, como el predominio de la racionalidad en la acción social de individuos libres e iguales, la predisposición de éstos al intercambio de argumentos para alcanzar acuerdos alejados de intereses particulares, así como la disposición de la representación política para vincular su acción de gobierno con los resultados de una deliberación ampliamente inclusiva. Por tanto, es menester destacar que precisamente en el carácter normativo del modelo reside su valor fundamental, y que, en consecuencia, gran parte del debate debiera centrarse en las vías que permitirían el acercamiento paulatino a ese ideal.
En el modelo de democracia representativa hoy vigente se pueden identificar dos esferas en las cuales se han cristalizado procesos de deliberación con diferentes intensidades y alcances: a) las instancias depositarias de la soberanía, legalmente instituidas y democráticamente constituidas; y b) los espacios de representación vecinal y para la participación de los residentes.
Sobre la primera (que retomando a Bohman33 se identifica como deliberación colectiva) se puede establecer que le ha sido inherente un intercambio de razones en el seno de grupos relativamente pequeños y homogéneos, que han compartido garantías para implicarse con libertad en la cosa pública y de igualdad de oportunidades para hacerlo. Como resultado se da una deliberación intensa esencialmente entre los líderes de los grupos, aunque alrededor de una agenda que no siempre ha sido consecuente con la diversidad de intereses y demandas propias de las actuales sociedades complejas.
En esta esfera, el sujeto común ha permanecido en la posición de receptor de las eventuales justificaciones de los representantes políticos, difundidas generalmente a través de los medios masivos de información. Con base en ellas, ha debido formar sus juicios sobre el partido político, para optar por las propuestas que pudieran reflejar de mejor manera sus intereses. Se puede afirmar que este ha sido el proceso prevaleciente en el marco de la democracia liberal.
Se han externado diferentes argumentos a favor de esta dinámica, o más aún, diferentes factores que impedirían optar por otras formas de diálogo extenso, destacando la imposibilidad de una deliberación pública a gran escala dadas las dimensiones de las actuales formaciones sociales; la presumible tendencia de las asociaciones civiles a decantarse por la informalidad en las negociación con las autoridades, en detrimento del diálogo público sancionable; la limitada representatividad de éstas y paralelamente su heterogeneidad, que se traduce en una diversidad de intereses y opiniones de difícil conjugación.34
En forma paralela, entre las contribuciones de esta esfera al desarrollo de una deliberación extensa estaría la promoción entre la ciudadanía del conocimiento sobre el quehacer de los políticos, así como la posibilidad para aquélla de valorar mejor el desempeño de sus representantes, de modo que al votar pueda discernir a favor de políticas que se orienten en función del bien común.
Asimismo, esta dinámica debería favorecer la justificación pública de las decisiones y la rendición de cuentas del trabajo político, las cuales, junto a la posibilidad para el sujeto de jerarquizar los discursos de los representantes políticos en función de la calidad argumentativa e impacto sobre el bienestar general, podrían servir de base para evaluar el grado de consolidación de una democracia más allá de lo estrictamente electoral.35 En contraparte, como debilidades de este proceso se podría señalar la ausencia de una garantía de influencia efectiva de la esfera civil sobre las estructuras de gobierno; el papel esencialmente receptivo del sujetos común; así como la posibilidad de que el representante político manipule la información que ofrece a los representados. Estas debilidades, aunadas a la carencia de espacios y tiempos específicos para el intercambio dialógico entre ambos actores, estarían jugando en contra del desarrollo de una cultura cívica de implicación del sujeto en la cosa pública.
En cuanto a la segunda esfera (que, también recuperando a Bohman, podría denominarse deliberación pública), cabe destacar que normativamente le es propio el interés por desarrollarla a gran escala, es decir, en una multiplicidad de esferas públicas bajo una discusión abierta, libre e informada. Asimismo, si bien no se soslaya la capacidad de discernimiento de los participantes, se ha subrayado al factor contextual en el entendido de que éste condiciona a los actores de diversas maneras.
Los actores principales en esta esfera son los grupos y las organizaciones sociales tanto de base territorial como sectorial, a los cuales habría que añadir a colectivos para quienes el factor identitario que los cohesiona resulta vital. Este elemento, con aire de familia comunitarista, por ende, va más allá de la simple presencia en determinada geografía. Es parte esencial de las discusiones que pretenden impactar las agendas y políticas públicas.36
A esta esfera le subyacen presupuestos como el reconocimiento de una pluralidad de opiniones e intereses; la necesidad de que los ciudadanos y las organizaciones civiles se impliquen directamente en los procesos de debate público; la argumentación de posiciones que hace visibles las diferencias, los disensos y las ausencias, como paso previo a la construcción de acuerdos en torno a proyectos de vida compartidos; y la pretensión de alcanzar acuerdos que influyan en la conformación de las agendas de gobierno.
Es fundamental tener en cuenta que, en este espacio de deliberación, las preferencias individuales y colectivas se perciben como endógenas a los procesos de debate, en tanto la razón de ser de éstos es precisamente aportar la infraestructura para la construcción de propuestas alternativas o complementarias a las que plantean las administraciones públicas.
Si bien ambas instancias pudieran complementarse a partir del reconocimiento mutuo como esferas independientes, es imprescindible advertir que la capacidad de crítica y de acción de las deliberaciones públicas depende en gran medida de la existencia de una nítida distancia entre ambas, de modo que la posición independiente de éstas se pueda traducir en una influencia efectiva sobre las estructuras de gobierno.37
En ese sentido, y dado que interesa aquí observar particularmente el papel de la sociedad civil en la esfera pública se considera conveniente centrar la mirada en la segunda esfera. Ésta abre mayores posibilidades de acercamiento al ideal normativo de la deliberación. El objetivo fundamental de este modelo no es sustituir a la representación política en la toma de decisiones, cuya responsabilidad debiera ser exigible por otros medios además del voto, sino utilizar el potencial de la sociedad civil organizada para desarrollar una función efectiva de complemento, de crítica y de control sobre quienes toman decisiones en nombre de ella.
Focalizando la mirada en esta segunda instancia y de cara a las experiencias sobre el modelo participativo en la capital del país, cabría distinguir entre una participación ciudadana de tipo colaboracionista con otra en mayor medida demandante y reivindicativa. Asimismo, dentro de esta última, se debe diferenciar entre la que ha buscado una interacción con la autoridad, sabiendo que existen amplias posibilidades de obtener respuestas satisfactorias a sus intereses, y la que ha asumido que sólo mediante medidas extremas logrará respuestas al menos parciales a sus demandas. Cada una de estas posiciones, determinadas en gran medida por cada contexto específico, han delineado los alcances de los instrumentos implementados para el diálogo social.
Asimismo, tomando en cuenta las particularidades de esta esfera y las exigencias a sus participantes, como la disponibilidad de tiempo y de capacidades cognitivas y discursivas, algunos autores han sugerido la necesidad de redefinir las condiciones procedimentales y las habilidades individuales necesarias para implicarse en procesos de deliberación, a fin de incluir diversas formas argumentativas que hagan el ejercicio más asequible a un público no necesariamente especializado. Esto, de alguna manera, obligaría también a limitar las expectativas sobre el modelo.38
Desde la perspectiva procedimental del modelo deliberativo es importante establecer estructuras a diferentes escalas geográficas y con públicos en alguna medida homogéneos, que paulatinamente vayan ampliando el mapa de esferas públicas. Sin embargo, sería conveniente también que sus pretensiones normativas no se limitaran a los procedimientos para la toma de decisiones, sino ampliar su punto de interés a los mismos procesos de deliberación pública, es decir, ver a ésta como un fin en sí mismo, como parte de una forma de vida cívica.
En una perspectiva más amplia, el trabajo encaminado al desarrollo del modelo deliberativo desde el nivel local debería mirarse como la contribución fundamental a la construcción de una ciudadanía integral, sustentada en el reconocimiento y la aceptación de los otros, por encima de la asunción del nosotros; como integrantes solidarios de un territorio donde se comparten derechos y obligaciones.
Normativamente, cabe recapitular que la contribución de las dos esferas a la transición del modelo participativo al ideal deliberativo pasa en gran medida por un cambio de fondo en la cultura política que hoy orienta el devenir del modelo representativo, paralelamente al cambio cultural en el seno de la sociedad civil, que debiera ser causa y efecto de su constante implicación directa en los procesos de construcción y toma de decisiones de gobierno.
En el mismo sentido, sería necesario insistir en la aportación prescriptiva que subyace a la deliberación, en tanto le es propio un amplio proceso de reafirmación política del sujeto, de su autonomía, así como de los movimientos sociales independientes y demás acciones colectivas que hoy aportan nuevos contenidos simbólicos al concepto de la democracia, más allá de su concepción ligada a la eficiencia institucional.39
De ahí que la vía de la deliberación pública concebida como la más idónea para aproximarse gradualmente al ideal deliberativo requiera paralelamente de un sistema jurídico que garantice: la participación ciudadana con independencia de que sea demandada; una vasta y oportuna información del quehacer de gobierno; un amplio nivel de inclusión en las esferas de discusión; una extensa e intensa deliberación pública; igualdad de condiciones para implicarse en las esferas; capacidad de control ciudadano sobre la agenda pública; y un carácter vinculante para las autoridades con relación a las instancias creadas ex profeso.
Simultánea y progresivamente, la deliberación debería ser asimilada como un fin, transformada en un nuevo derecho político de todos los residentes habituales de un territorio. Ello bajo el presupuesto normativo de que sin el poder para deliberar, elegir y actuar, los individuos no son verdaderamente ciudadanos de su república.40
6. Conclusiones
Este análisis esencialmente teórico ha permitido establecer que el escepticismo de los partidos políticos hacia la participación ciudadana, así como la reproducción de prácticas de informalidad en el entorno institucional, constituyen obstáculos fundamentales para la viabilidad del modelo participativo en la Ciudad de México.
Asimismo, ha sido posible derivar que el tránsito del modelo participativo al deliberativo a nivel federal dependerá en gran medida de su paulatina cristalización desde el ámbito local.
En el mismo sentido, se puede concluir que dado el protagonismo de los partidos políticos en el modelo representativo contemporáneo, el futuro de las políticas de participación ciudadana dependerá en gran medida del tipo de liderazgo partidista; es decir, de la voluntad de las dirigencias partidistas para, a través de los representantes políticos que ellos postulan, asumir el valor cívico de la participación, impulsarla normativamente, y comprometerse legalmente con una deliberación inclusiva y vinculante.
En términos normativos, cabe reafirmar finalmente que, por encima de la concreción de políticas para la participación ciudadana, debe garantizarse el derecho de todo sujeto en calidad de ciudadano a involucrarse periódica y directamente al menos en la construcción de la agenda sobre la ciudad donde reside.