El patriotismo como fundación del Estado soberano
Para Cornelius Castoriadis, la institucionalización de la identidad consiste en la organización simbólica y material de procesos y nodos, para dar cohesión, controlar, vigilar y castigar -diría Michel Foucault- a un grupo social, dentro del marco de influencia del Estado. En este sentido, problematizar el nacionalismo -aprendizaje social de un universo simbólico, un lenguaje referencial ontológico y la formación de hábitos- pasa por situarnos comprensivamente en una estatuomanía y el culto cívicos a personajes, sea en el campo de batalla, en el liderazgo político o en la república de las letras.1 Así, coyuntura y azar ejercieron mayor feracidad en el campo de las letras que las planificaciones estratégicas o teleologías metafísicas forzadas a posteriori por los historiadores. De tal modo, se acota la trama de pasados posibles (Habermas) al modelo de Estado-nación, por selección arbitraria del poder político.
Para Laclau, en su ya clásica La razón populista (2005), el concepto de “pueblo”, en el populismo, es una catácresis, término nominativo que no puede referirse a nada en concreto porque pierde su valor ritual. En otras palabras, es una sinécdoque que expresa la totalidad en su ambigüedad. De tal forma, la praxis política está delimitada por el continuo vacío de significados.
Desde el siglo XVIII, con gran nitidez, la historia se erigió en depositaria de símbolos, arquitecta de representaciones, procreadora de ciudadanía. Al examinar las reformas que el gobierno francés trató de introducir en la enseñanza, Paul Janet concluía: “luego que existen instituciones, que los súbditos se han convertido en ciudadanos, la historia del país y la de sus vecinos es una parte indispensable del patriotismo”. La historia acudía fatalmente al llamado del destino, más contra el pasado que a partir de él. De tal suerte, se entiende patriotismo como acción de defensa identitaria de una comunidad territorial identificada con el Estado moderno, el cual se constituye como soberano ante la Constitución fundante.
Detonante de identidades, la memoria es el campo cultural lúdico en el que interactúan perennemente función y depósito; consciente e inconsciente; manifiesto y latente; unidad y alteridad; ausencia y presencia. La civilización construida por emisores y transistores culturales socialmente diferenciados, con un impacto distribuido inequitativamente -como lo sugiere Guy Debord en La Sociedad del Espectáculo-, se sostiene por la interpretación del pasado desde la heterogeneidad de los recuerdos. Éstos, a su vez, se sustentan en los medios materiales, instituciones sociales relacionales y transmisiones simbólicas, por los encuadramientos de la memoria. De tal forma, la civilización parte de los discursos organizados en el capital cultural, los cuales se comparten en la cotidianidad, en la escuela -con la información historiográfica-, la industria del entretenimiento, los museos, la vía pública y la literatura.2 El referente histórico de la memoria ya no es el acontecimiento vivido o transmitido, sino su representación. Ésta es una gran victoria del patriotismo engendrado en el fin de la Ilustración.
Incluso, debido a la magnitud del museo como espacio de enunciación, tecnología de persuasión, institución reguladora de las políticas de conservación del pasado y mediadora del gusto social, Luis Gerardo Morales ha lanzado a la comunidad académica la propuesta de una memoria museográfica como el conjunto de “la rememoración de lo recordado [anamnesis]; el duelo; el pasado repasado; la conservación de objetos-signo [sean objetos-monumento de uso ritual conmemorativo u objetos-huella que sirven al conocimiento histórico] y la palabra absuelta (como ética de la comprensión histórica)”. Éstos fijan la reminiscencia en un espacio sacralizado de imaginarios, a través de fragmentos, tropos museísticos de una historia efectual que contienen en su inmanencia una voluntad de trascender, “ese eco, aquello que aspira a expresar su proyección más allá de la enunciación”.3
Disputas de representaciones hegemónicas en el nacimiento del nacionalismo revolucionario en México
Después de todo, cualquier gobierno que aspire a disputar la hegemonía de un régimen debe ser sensible a la utilización de la memoria, que “tiene la función de asegurar la continuidad de valores y tradiciones arraigados en el pasado”, de representaciones simbólicas operativizadas en un sistema comunicativo, “ y que esa conciencia del pasado es, de hecho, la conciencia de la sociedad sobre su propia continuidad y sobrevivencia”.4 Por tanto, es la prueba de consistencia de un sistema que se pretende estable.
Las conmemoraciones, rituales seculares sacralizadores del tiempo cívico y el espacio anónimo suspenden la mundanidad e instauran un presente metafísico; actualizan un nosotros político: los hijos de la Revolución, los mexicanos, la nación. El nacionalismo cultural crea consensos y esferas de opinión pública que se establecen en lo que el joven Hegel proponía como mecanismos intersubjetivos, basados en la interacción social de reconocimiento mutuo. No obstante, Federico Navarrete, en México racista, ha denunciado que el nacionalismo posrevolucionario enquistó en los mexicanos un statu quo racista, lo cual, con la embestida neoliberal, se conjugó con el clasismo soterrado. Esto es el pavor mexicano a la lucha de clases.
Desde el mejor proyecto, el nacionalismo cultural, imbuido en la globalización, debe hacer frente a la ontología empresarial; estimular la creatividad. Esto último es el conatus humano que le permite transformarse en y con los otros, así como con su entorno (naturaleza, mundo, realidad “objetiva”), mientras se encamina hacia el desarrollo pleno de sus potencialidades; a la acción colectiva, tal como la definió Talcott Parsons.
Siguiendo a O’Gorman, el nacionalismo cultural trata de exponer cómo pasados ajenos son, sin embargo, propios, restituyéndole a la nación sus diversos pretéritos contradictorios y yuxtapuestos en un discurso cohesivo y optimista. Los espacios consagrados a la memoria compartida y a la historia nacional deben permitir que cada persona -que se atreva a indagar sobre las posibilidades de la dinámica cultural dentro de su misma sociedad- esté consciente de pertenecer a un ámbito ontológico de encuentro. Sin embargo, este ámbito debe constituir la transvitalidad en cada persona, para asumir nuestra propia contingencia, en plena libertad y dirección. El nuevo nacionalismo cultural ya no es patrimonio de Estado, sino que, en múltiples facetas, deviene de estos reconocimientos primigenios impulsados, patrimonializados, mise en valeur, por el mismo Estado, pero administrados como “herencia” por los ciudadanos.
El siglo XIX mexicano. Una arqueología de la primera transformación
El amanecer de México al concierto de las naciones fue cruento, crudo, descarnado incluso. Las debacles internacionales, entre las guerras napoleónicas y la guerra franco-prusiana, aparejadas a los embriagadores optimismos, como el cuarentaicho romántico, se reflejaban dentro de nuestras inestables fronteras. Los juegos de poder geopolíticos ponían en riesgo la soberanía de la precoz nación, recuperando una fórmula de John Lynch.
La anhelada desubstancialización de los renuentes conceptos heredados de la cultura jurídica indiana en las embestidas liberales, desde 1824 a 1833 hasta el proceso reformista de 1855-1873, fueron más una larga transición que realidad. La disputa por los proyectos de nación se tradujo en batallas por lo simbólico, debido a que, en la modernidad, lo político ha sido instancia instituyente de lo social, desplazando a Dios por sus remedos seculares (la nación, la historia, la revolución, la razón positivista).
En los primeros años de vida independiente, se realizó la búsqueda de una nación mexicana. Ésta, como resultado de una larga historia que trascendía al periodo virreinal, hundiendo sus raíces en los referentes indígenas. El nacionalismo mexicano tuvo sustento inicial en el patriotismo criollo, el cual surgió en el siglo XVIII como respuesta a los ataques de los filósofos ilustrados del mundo anglosajón y gálico, como Raynal, De Pauw y Robertson, pues éstos crearon una serie de argumentos que degradaban el mérito de los españoles en la conquista del Nuevo Mundo, además de minusvalorar al continente americano y sus habitantes.
Dentro de los exponentes del nacionalismo, destaca Francisco Xavier Clavijero, con su obra Historia antigua de Mexico (1781), donde demuestra el orgullo de haber nacido en un lugar colmado de riquezas naturales y bendecido por la aparición de la madre de Dios, la virgen de Guadalupe, como arquetipo de la guerra de imágenes en el accidentado proceso de occidentalización de la América indoeuropea.
Autores como Edmundo O’Gorman, con Destierro de sombras (1986); Jacques Lafaye, con Quetzalcóatl y Guadalupe: de la concience nationale au Mexique (1977), y Francisco de la Rosa, con El guadalupanismo mexicano (1953), analizaron la permanencia del fervor guadalupano entre los siglos XVI a XIX. Éste fue estimulado por los jesuitas e hizo eclosión ideológica con los planteamientos del fraile dominico Servando Teresa de Mier, en su célebre sermón del 12 de diciembre de 1794, así como el uso de la virgen de Guadalupe a modo de estandarte durante la lucha por la independencia.
Tras la conclusión de la guerra de Independencia, los políticos mexicanos asumieron el reto de edificar una pedagogía política, con la intención de integrar al país en la “normalización cultural” del siglo XIX. Se consideraron como parte de una empresa colectiva para formar una identidad nacional, donde las artes liberales y su difusión les ayudarían a consolidar su visión de México. Pudieron organizarse con base en nuevas formas de sociabilidad, que se mantendrían a lo largo del siglo XIX: las logias, las tertulias y veladas literarias, las sociedades y academias.
La historización del proceso de modernidad mexicano, desde la aparición de la opinión pública, revela relaciones hegemónicas, nuevas influencias educativas y continuidades sociales. El sitio de las miradas, de las pláticas, de los intercambios materiales, comerciales y simbólicos en el siglo XIX, al decir de Pilar Gonzalvo en ¿Qué hacemos con Pedro Ciprés? (2018), instituyó, desde lo cotidiano, un intento de nacionalismo cultural. Sin embargo, éste se cocinó fuera de los moldes deseados, al fuego del atropellado devenir de los espacios públicos, sazonado por la acción comunicativa, victoria de la esfera de lo público, en el sentido habermasiano:
Los encuentros y las modalidades más intelectuales y etéreas de la comunicación y del intercambio de opiniones se producen en el espacio compartido de las relaciones personales, del vecindario, del parentesco y de la pertenencia a las mismas instituciones. El abstracto espacio público moderno es todavía uno más de los espacios -muy reducido en muchos casos- en los que se congregan, comunican y actúan los hombres.5
Todas estas formas de sociabilidad modernas fueron importantes para la difusión y reflexión de ideas, doctrinas políticas y corrientes literarias que se plasmaron en su escritura. La historia que escribieron los intelectuales fue inminentemente política, de corte testimonial, para defender una causa o “esclarecer la verdad”, discutiendo los enfoques y los juicios de los autores que les precedieron. Por ejemplo, Zavala, en su Ensayo histórico de la Revoluciones (1831), y Mora, con su Méjico y sus revoluciones (1836), buscaban rebatir los juicios e inexactitudes que Bustamante presentaba en su Cuadro histórico (1822). Años más tarde, José María Bocanegra escribiría Memorias para la historia de México independiente (1862), en busca de la imparcialidad que, a su juicio, no alcanzaron los textos de Bustamante, Zavala, Mora, Alamán, entre otros.
Además, existió una disputa por el momento fundacional de la nueva nación. Por ejemplo, Zavala y Mora, al tratar de desmarcarse del pasado colonial, señalaron que el país se fundó con la Independencia. Mientras, Alamán trató de exaltar la utilidad de las instituciones virreinales y recuperar la historia de la época colonial, para demostrar su importancia en la formación de México.
Por otra parte, los héroes fueron también materia de disputa. Bustamante intuyó la necesidad que la nueva nación tenía de crear sus propios símbolos, sus propios héroes y cultos. Así, se asignó la tarea de ser el incansable surtidor de nuevos símbolos nacionalistas. En sus obras, Cuadro histórico de la Revolución mexicana y Diario histórico de México, así como en sus numerosos libros y publicaciones periodísticas, estableció el modelo de los panegíricos, celebraciones, aniversarios y monumentos que más tarde habrían de recordar las hazañas de los héroes de la patria y celebrar los actos fundadores de la nación.
A la lista de héroes de la insurgencia que creó Bustamante (Morelos, Hidalgo, Allende, Aldama), se agregaron los nombres míticos de Moctezuma, Cuauhtémoc, Netzahualcóyotl, Quetzalcóatl y muchos más, y, con éstos, se formó un panteón entreverado de héroes indígenas e insurgentes.
Además, Alamán exigió el reconocimiento a Iturbide, argumentando como mérito el tránsito pacífico del orden colonial a la nación independiente y el reconocimiento del 27 de septiembre como la fecha en que México pudo librarse del yugo español. No obstante, esta iniciativa se fue relegando con el transcurso del siglo XIX. Fue hasta la conmemoración del Bicentenario de la Independencia que se volvió a discutir en la esfera pública la relevancia de Iturbide en la historia de México.
Por otra parte, en el mismo periodo que se inauguró la primera república federal de 1824, se configuró una pluralidad de “espacios públicos”, donde se continuaron las discusiones en torno a la nación. La mayor parte de estas áreas son fáciles de ubicar: la calle y la plaza, el Congreso y el Palacio, el café y la imprenta. No se puede olvidar que, en los primeros años de vida independiente, existió una estrecha colaboración entre el Estado mexicano y la Iglesia católica para alcanzar la consolidación del nuevo proyecto de nación.
Las constante asistencia de las autoridades a las iglesias, la presencia de fiestas nacionales religiosas en el calendario cívico, las innumerables rogativas por causas públicas, la definición de imágenes religiosas en nacionales y la aportación económica de la Iglesia para sostener al Gobierno formaron parte de los esfuerzos por lograr el apuntalamiento de la nación cívica, entre múltiples rituales cargados de simbolismo religioso.
Entre las décadas de 1830 a 1840, surgieron las academias y sociedades que tenían un doble propósito: animar el intercambio de ideas e instruir al gran público. Así, tuvo un papel fundamental La Academia de Letrán, fundada en 1836 por José María Lacunza, Juan Nepomuceno Lacunza, Guillermo Prieto y José Bernardo Couto. Su objetivo era formar una literatura nacional, en palabras de Prieto, “tendencia decidida a mexicanizar la cultura, emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar”.6
La Academia de Letrán funcionó de una manera similar a lo que hoy llamaríamos taller literario; ofreció conferencias sobre gramática, poesía y sus miembros reflexionaban sobre el objeto de las artes liberales. Otra academia que persiguió el mismo objetivo fue El Ateneo Mexicano, fundado en 1840. Éste tenía la intención de proporcionar cátedra a todos aquellos interesados en la ciencia y el arte. En este grupo, colaboraron personalidades muy importantes de la primera mitad del siglo XIX, como Andrés Quintana Roo, Mariano Otero y Lucas Alamán.
Por otra parte, la prensa fue un espacio privilegiado de debate sobre los problemas nacionales, denuncia al gobierno y acción pedagógica. Se desarrolló la polémica entre los grupos políticos, se divulgó la caricatura política, se dieron las cátedras sobre nociones constitucionales. Además, ahí se publicaban las novelas por entregas, los cuadros de costumbres y diversos cuentos. Entre las publicaciones más destacadas están El Museo Mexicano, dirigido por Guillermo Prieto y Manuel Payno, y El Liceo Mexicano, en el cual participaron Agustín A. Franco, Luis Martínez de Castro, Joaquín Navarro y Ramón Isaac Alcaraz.
En lo esencial, gracias a los miembros de la Academia de Letrán, los años cuarenta fueron una magnífica década de ediciones periódicas. Ellas fueron la base de las publicaciones literarias, e incluso de un diario como El Siglo Diez y Nueve, que se fundó en 1841 y duró hasta 1896. No menos importante fue el papel de El Universal, publicación que incitó a recuperar los valores de la religión e impulsó otra forma de gobierno: un proyecto monárquico. Todo ello, en el contexto de la segunda república, la de las siete leyes de 1836. Este efímero experimento intentó consolidar un consejo de gobierno y una democracia de respeto a los derechos del ciudadano.7
La derrota de la potencia mediana en la guerra de 1847 provocó una gran conmoción en la clase política, que vio cómo el país estaba al borde de la desintegración. En este panorama desolador, Mariano Otero afirmó: “En México no hay, ni ha podio haber eso que se le llama espíritu nacional, porque no hay nación”.8 Además, obligó a repensar cuál debía ser el rumbo político que el país debía adoptar ante el temor de que México desapareciera como nación independiente. Paulatinamente, se consolidó una opción monarquista, que veía en la religión católica el único lazo que podría mantener unidos a los mexicanos y que debía sacrificar a un régimen incongruente con la tradición y ajeno a las circunstancias del país.
En ese ambiente pesimista de principios de 1850, vio la luz el himno nacional. Hasta entonces, sólo había un símbolo secular: la bandera, constituida por los colores que Iturbide eligió para simbolizar las Tres Garantías, y que se convirtió en emblema oficial a partir del 2 de noviembre de 1821. Además, se le añadió el águila posada sobre el legendario nopal náhuatl como escudo, expresión del deseo de fundamentar los orígenes del nuevo país en ese pasado mítico. Para Florescano, la revalorización del escudo y la bandera “demuestra que los símbolos de las culturas mesoamericanas resistieron con éxito la invasión de los símbolos europeos y, a la postre, se impusieron a ellos como elementos de la identidad nacional”,9 de forma etnocéntrica, centralizadora de los múltiples Méxicos que afloraban a lo largo del siglo.
A pesar de varios intentos, fue hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando se consolidó la iniciativa para crear un himno. En 1849, Henri Hers sugirió la idea de hacer una convocatoria con tal objeto, aprovechando el despertar del sentimiento patriótico con la invasión. El premio se otorgó a Andrés Davis y al mismo Hers, quien compuso la música, pero curiosamente no llegó a imponerse de manera oficial. Fue en el último gobierno de Santa Anna cuando se realizó una nueva convocatoria, el 12 de noviembre de 1853:
“deseando [...] que haya un canto verdaderamente patriótico, que adoptado por el Supremo Gobierno sea constantemente el Himno Nacional”.10 El 3 de febrero de 1854 se declaró el nombre de los ganadores, Francisco González Bocanegra y Jaime Nunó. De todas las iniciativas realizadas en el régimen de Santa Anna, el himno nacional fue lo único que se salvó de ser relegado por la historia patria y, con el trascurrir de los años, se consolidó como uno de los símbolos patrios de nuestro país. ¡Ironías de la primera transformación!
El final del sueño. De la mediana potencia a la segunda transformación
Desde 1848, con el inicio de la guerra de Castas, hasta la derrota de la intervención francesa en 1867, México se transformó en un gran campo de batalla. A lo largo de 19 años, las armas se convirtieron en elemento crucial para lograr satisfacer las exigencias locales o regionales y luchar por la consolidación de la forma de gobierno ideal para el país: la república o el imperio. En este marco, se volvieron lugares comunes el pronunciamiento (Fowler) y la resistencia en la cultura mexicana. Así lo indican Friedrizh Katz, en Revuelta, rebelión y revolución; Guy Thompson y David La France, en Patriotism, Politics and Popular Liberalism; Florencia Mallon, en Peasant and Nation; Antonio Annino, en El águila bifronte, y Torcuato Di Tella, en Política nacional y popular en México. Estos autores observaron la maleabilidad de la conducta política del siglo XIX, pues se establecían pactos con conservadores, moderados y liberales que competían en la arena nacional,11 así como con los ejércitos estadounidenses y franceses que invadieron territorios. Además, se realizaban negociaciones cotidianas con los caciques y jefes políticos locales.
Tras la guerra de Reforma y la caída del Segundo Imperio, se consumó en México la separación entre las instituciones estatales y las ceremonias, fiestas e imágenes religiosas que ahora se convertían, por principio, en esfera de lo privado. Esto alentó al Estado mexicano a consolidar los ritos, las celebraciones y los símbolos patrios. Además, el triunfo político-militar del liberalismo dio paso a una narración que exaltaba a los vencedores en su lucha por la defensa de la legalidad, el constitucionalismo y, sobre todo, como los hijos predilectos de la nación.
Para este fin, Ignacio Manuel Altamirano explicaba su inclinación por “lograr en el espíritu popular la afirmación de una conciencia y un orgullo nacional”12 a través de la literatura, la educación y el cultivo a las lenguas indígenas. Consideró indispensable lograr que las letras se convirtieran en un elemento de integración. Esta idea se vio plasmada en las principales novelas de Altamirano: Clemencia (1868), Julia (1870) y La Navidad en las montañas (1871), que actualmente son consideradas como pilares de la narrativa mexicana. No menos importante fue la producción literaria de Vicente Riva Palacio, por ejemplo, en Monja y casada, virgen y mártir, pues acude al pasado colonial con el fin de borrar del imaginario popular las simpatías y los lazos que aún se guardaban con el virreinato.
Pero los libros de historia tuvieron un papel fundamental en la búsqueda de un relato unificador. En ese sentido, resulta representativo el texto de Miguel Galindo y Galindo, La gran década nacional, 1857-1867 (1904), donde se pueden ubicar dos ideas centrales. La primera, es demostrar cómo la guerra de Reforma cambió radicalmente el modo de ser de la nación y emancipó a México de la tutela que ejercía el clero. La segunda idea fue exponer las acciones del gobierno liberal para conducir a la auténtica independencia del país, liberándose del invasor francés. Así, propone que México pudo “entrar desde luego al goce de los derechos y prerrogativas inherentes a todo pueblo culto y civilizado”.13
El texto liberal más importante fue México a través de los siglos, en el cual se fusionan la doctrina liberal sistematizada, el liberalismo como sinónimo de nacionalismo, una escritura romántica, una historia concebida como maestra de los tiempos y la legitimación del régimen. Dirigida por Vicente Riva Palacio, estuvo compuesta de cinco volúmenes en los que colaboraron Juan de Dios Arias, Alfredo Chavero, Julio Zárate y José María Vigil.
El valor de México a través de los siglos fue crear un relato coherente que dotó de unidad a tres pasados hasta entonces irreconciliables: la época prehispánica, el pasado colonial y la era republicana; concluía en el “próspero presente porfirista”. Además, mostró a la historia mexicana como un proceso tan antiguo como el de las viejas naciones de Europa. De este modo, el relato histórico “sembró en el imaginario colectivo la idea de que los mexicanos estaban ligados a un proyecto histórico cuyos orígenes se hundían en los tiempos más antiguos, y la convicción de que, a pesar de sus notorias diferencias, formaban parte de una misma familia”.14 El mensaje uniformador que difundía el relato histórico se extendió a otras áreas de la cultura. Como ejemplo, destaca el papel del Museo Nacional, el cual, a partir de 1867, se caracterizó por albergar mejores y más colecciones. Asimismo, la publicación de la primera revista de divulgación en el año de 1882, con el nombre de Anales, y la inauguración de la museografía arqueológica mexicana que postulaba a los grandes monolitos aztecas como símbolos representativos de la cultura prehispánica. De esta manera, el Museo Nacional se convirtió en una institución diseñada para salvaguardar la historia patria. Como bien afirma Enrique Florescano:
Las obras históricas y los museos que entonces fueron creados se propusieron unificar estos distintos pasados, integrar sus épocas más contradictorias y afirmar una sola identidad. La historia patria se convirtió en el instrumento idóneo para construir una nueva concepción de la identidad nacional, y el museo en un santuario de la historia patria.15
La revaloración que hicieron los científicos europeos e historiadores mexicanos promovió un proceso de identidad con el mundo indígena. Esta idea se puede apreciar en la imagen que el gobierno porfirista quiso proyectar en el exterior. En la Feria Internacional de París de 1889 -ciudad que la élite mexicana consideraba la capital de la cultura y el faro de la civilización-, el gobierno de Porfirio Díaz decidió estar presente con un doble cometido: por una parte, mostrar sus adelantos en materia agrícola, industrial y comercial; por otra, la acelerada modernización ocurrida en las últimas décadas. Los representantes del gobierno porfirista optaron por exhibir ese cúmulo de logros bajo la fachada de un Palacio Azteca. El objetivo de atraer inversión y emigrantes extranjeros no se contradecía con el papel alegórico que cumplían las exposiciones universales para el nacionalismo mexicano. “Se complementaban: los objetivos económicos hubieran sido inconcebibles sin los unificadores mitos de la nación y su nacionalidad, mientras que los deberes teatrales del Estado no podían entenderse sin aún exigencias económicas.” 16
Hacia el fin de siglo, cuando la discusión se concentró en definir cuáles eran los sectores sociales que representaban la nación, los escritores y políticos coincidieron en ensalzar al contingente que había alcanzado una nueva dimensión demográfica y política: los mestizos como la síntesis de lo mexicano. Vigil, aunque criollo, fue el primer mexicano que percibió los valores de la conciencia mestiza y los entendió y cultivó como programa nacional para un futuro identitario. Él nos advirtió y puso en guardia contra el odio irracional que provocaba la etapa histórica de la Colonia; porque considera indispensable el estudio de ese pasado para poder comprender bien el presente:
Aspira Vigil a una educación a la par universalista y mexicanista, integradora de lo nacional, que nos equilibre y nos mantenga en nuestra fisonomía espiritual propia, en nuestra característica personalidad, en nuestra balanceada idiosincrasia nacional; es decir, en nuestro auténtico modo de ser que nos distingue, en tanto que mexicanos, de los demás pueblos y naciones.17
Para ello, la tarea educativa se había de orientar hacia el fortalecimiento de la recién nacida conciencia nacional, la cual surgió a partir de la sobrevivencia al trauma de la invasión estadounidense y a la conciencia liberal emanada de la revolución de Ayutla. La escuela, “cuna a donde se nace a la Patria” es, como expresa Prieto en Lecciones de historia patria, “el embrión de la nación entera”. El libro de historia sustituyó a la Biblia como surtidor de valores y lecciones morales, el manual de historia se impuso al catecismo como lectura obligatoria en la enseñanza básica. En el arte, las escenas bíblicas de profetas y pasajes de Cristo cedieron terreno a una imagen cívica de batallas patrióticas y gestas fundadoras de la nación republicana.
El Estado liberal porfiriano, de fines del siglo XIX y primeras décadas del XX, fue el encargado de venerar a los héroes insurgentes de 1810, en particular al cura Hidalgo, en los altares patrios. Estos múltiples medios simbólicos y culturales sirvieron para interpelar al pueblo mexicano y fortalecer el proyecto nacional oficial. Sobresalen los rituales recurrentes del día de la Independencia, el juramento a la bandera, las historias patrias, los libros de texto para escolares, la pintura de historia y la edición de estampas con el martirologio de los luchadores por la Independencia, además de la emisión de medallas, las fotografías en los periódicos, las procesiones cívicas, los discursos, cantos y loas. Esto también se extendió a todo el territorio y a las capitales de los estados del país donde el espíritu patriótico festeja a los héroes locales. De este modo, el calendario cívico que celebraba las batallas y los héroes que fundaron la república remplazó al calendario religioso que por siglos había regido el transcurso temporal: “los santos fueron desplazados por los héroes y
los mártires de la fe por los mártires de la patria”.18
De ese modo, la pintura histórica, los monumentos públicos y el calendario cívico se convirtieron en los relatores de los orígenes y la identidad de la nación. Gracias a estas estrategias, se constituyó la esencia de lo que Justo Sierra llamaría la “religión de la patria”. El logro del régimen de Porfirio Díaz no fue menor. Dotó al país de su primera historia oficial y de la mayor parte de sus rituales cívicos que han sobrevivido hasta nuestros días. Esto le permitió presentarse como la punta de lanza del progreso ininterrumpido de los mexicanos entre los siglos XIX y XX. La conciencia histórica porfirista creyó en el presente como suma de todo el pasado, y como su excepción definitiva: el fin de las desgracias, de las revueltas, del desorden y del atraso. Orden y progreso.
Sombras mexicanas y la tercera transformación
En el alba del siglo XX, el nacionalismo cultural se tejió con los hilos de conceptos darwinianos de “atavismo” -cruce de variedades de una especie en busca de reproducir el tipo específico ancestral; la de dos especies de un género, el tipo genérico- y “correlación”. Desde autores como Ernst Renan hasta Joseph de Maistre, y obras como las del boliviano Alcides Arguedas, Pueblo enfermo (1909) o Enfermedades sociales (1905), del argentino Manuel Ugarte, sustentaban “científicamente” sus teorías sobre el mestizaje.
Los estudios de Cesare Lombroso sobre etnología criminal y el Ensayo de psicología social (1903), de Antonio Bunge, alimentaron el espíritu de Ricado García Granados en México. Ello marcó la pauta discursiva de la primera mitad del siglo XX en la región: el estudio de casos clínicos de la cultura, la medicalización del saber social, la sociedad como organismo funcional susceptible de patologías y tratamientos antidegenerativos. Con afán de un espíritu de regeneración, la inmigración o la educación eran las propedéuticas más socorridas por los intelectuales para sanear el cuerpo social y purificar su verdadera esencia.19
La patria se encontraba en disputa, mientras sucedían el centenario del natalicio de Juárez en 1906 y las suntuosas celebraciones previstas para el de la Independencia. Entre tanto, las élites se hallaban en autopoiesis optimistas sazonadas con el higienismo urbanista de Oswald Spengler. Así, en medio de fisuras sociales, operó un cambio sustantivo en los discursos identitarios.20 De la repulsa contra los resquicios de lo indio y su vindicación como elemento figurativo del romanticismo decimonónico, se pasó a la terapéutica del mestizaje y el fervoroso indigenismo posrevolucionario.
Por ejemplo, en 1921, Gerardo Murillo publicó un libro ricamente ilustrado con fotografías y pinturas, intitulado Artes populares en México. Este fue el primer rescate de esa tradición, hasta ese momento poco valorada como engranaje de la maquinaria nacionalista. Entre las décadas de 1920 y 1930, se registra lo que Florescano llama “una explosión de tradiciones populares que proponen canciones, bailes y atuendos como espejo de lo típicamente mexicano”. La canción vernácula y el corrido alternan con la música clásica en las fiestas patrias, en los festivales escolares o en las celebraciones de acontecimientos nacionales.
El Departamento de Cultura Física de la SEP adoptó el Jarabe Tapatío en ese tiempo y lo enseñó con otras danzas regionales en las escuelas públicas. “La consumación de estereotipos ocurrió durante la conmemoración de la consumación de la Independencia en 1921.”21 Relata Florescano que esto fue cuando, en la Gran Corrida y el festival musical y dancístico, ciento cincuenta gallardos jinetes portaron el traje de mariachi, acompañados por hermosas mujeres adornadas con el traje de la china poblana. Fue el descubrimiento de los tesoros del pueblo, “verdadera catedral visible y presente [...] tesoro forjado por todos”, registraba Luis Cardoza y Aragón, cuando la SEP convirtió las artes populares en patrimonio cultural protegido por el Estado.
En este mismo sentido corrió el manifiesto muralista, la Declaración social, política y estética del Sindicato de Obreros, Técnicos, Pintores y Escultores en 1923, influidos por el populismo de Anatoli Lunarschasky en la URSS, e inspirados por las demandas de los campesinos y obreros de la Revolución mexicana. En parte, podemos explicar esta transmutación por los lenguajes políticos de la época debido al suicidio europeo acontecido en la Gran Guerra. Así lo proclamó José Ingenieros, invitando a los latinoamericanos a revisar el contenido semántico de la “civilización”, incluso a la inversa. En este concierto, la pregunta respecto al mexicano retomó urgencia para Samuel Ramos, Leopoldo Zea, Carlos Pereyra y Edmundo O’Gorman.
Entre sus colaboradores en la SEP, José Vasconcelos tenía a Gabriela Mistral,22 por lo cual proyectó a la raza cósmica mexicana como nueva apoteosis nacionalista que bien a bien podría coexistir con el llamado latinoamericanista de Víctor Raúl Haya de la Torre o el Manifiesto liminar de los estudiantes de Córdoba de 1918. Tanto así, que, el 22 de septiembre de 1927, “el Senado mexicano aprobó un proyecto de ley para invitar a los gobiernos de la región a establecer una ciudadanía latinoamericana”.23 Junto a su cruzada educativa, inyectaban potencia a este nuevo discurso la antropología indigenista de Manuel Gamio, las tesis jurídicas de Andrés Molina Enríquez y los bosquejos sociológicos de Vicente Lombardo Toledano.
Tres grupos especialmente polemizaron desde cuarteles teóricos diversos. Por una parte, se encontraba el Ateneo de la Juventud, harto del porfiriato que daba síntomas de caducidad -mientras la paz proclamada por el régimen también envejecía-. De acuerdo con Susana Quintanilla, en Nosotros. La juventud del Ateneo de México, ésta fue una asociación civil que tenía como propósito erradicar la vieja forma de ver y pensar la cultura desde el positivismo de sus maestros Científicos, para verla como esencia de la educación y el desarrollo del país, desde un didactismo enciclopedista. Entre sus miembros destacaron Antonio Caso, Isidro Fabela, Nemesio García Naranjo, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Diego Rivera, Martín Luis Guzmán y José Vasconcelos.
Paralelamente, se proyectaba el grupo de Los Contemporáneos, con Jorge Cuesta, José Gorostiza, Roberto Montenegro, Salvador Novo, Carlos Pellicer, Antonieta Rivas Mercado, Jaime Torres Bodet y Xavier Villaurrutia. Este grupo se obsesionó con la idea de la vanguardia mediante la literatura, así como el anterior con la de rupturismo con reflexión psicoanalítica.
La siguiente generación de intelectuales se agrupó en El Hiperión, integrado por Emilio Uranga, Jorge Portilla, Luis Villoro, Ricardo Guerra, Joaquín Sánchez McGregor, Salvador Reyes Nevares, Fausto Vega y Leopoldo Zea. Este grupo se organizó como un equipo de investigación y no como un club o tertulia de amigos con intereses comunes.
Sin embargo, la convocatoria a la Convención Constitutiva del Partido Nacional Revolucionario, el 5 de enero de 1929, reiteraba la tesis liberal del nacionalismo mexicano en una sutil línea: “La Revolución, en suma, fiel al espíritu del pueblo que la inició, restablece en su pureza los procedimientos democráticos de elección y de selección dentro de sí misma, constituyéndose en partido nacional”. Esta fantasmagoría recorrería los pasillos del nacionalismo cultural hasta el gran estadista Jesús Reyes Heroles.24 Este partido reclamó monopólicamente la poética nacionalista dentro de sus instituciones, y para las plumas de sus intelectuales orgánicos.
Paradójicamente, de acuerdo con François-Xavier Guerra, la Revolución institucionalizada se ocupó más en construir la nación que en reconstruir al Estado, y buscó proyectar sobre el futuro el pasado que había legitimado al antiguo régimen derrocado. “Así, los historiadores revolucionarios hicieron suya la trama del esforzado ascenso del liberalismo, limitándose a transformar en traición lo que los historiadores del Porfiriato habían descrito como la consolidación del orden liberal”,25 excluyendo del panteón de los héroes patrios a Porfirio Díaz:
En palabras de David Brading, la Reforma [mito unificador de la historia patria, para Charles Hale] creó no sólo un Estado soberano, sino una patria por la que valía la pena morir, una suerte de religión cívica, provista de su propio panteón de santos, su calendario de fiestas y sus edificios cívicos adornados de estatuas.26
El ser del mexicano era ahora una cuestión homóloga a la pregunta por el ser de la Revolución que se pretendía fundadora: Ingenieros la definió como socialista puramente mexicana; Haya de la Torre, como social-nacional con un Estado integrado por el frente de clases, y Mariátegui la caracterizó dentro de una revolución democrática-burguesa que socializara la riqueza acumulada en la dictadura porfiriana.
No pasa desapercibida una sombra: ¿el mexicano es, por naturaleza y mandato divino, adicto a la violencia autoritaria? Octavio Paz gustaba de pensar en este sentido con su metáfora del trauma por la triple negación en El laberinto de la soledad (de la herencia española, del pasado indígena y del catolicismo), y sobre esa misma línea ha construido su escritura Enrique Krauze.
Lo cierto es -y estará por verse en las conmemoraciones que se aproximan- que los mexicanos no nos hemos reconciliado con nuestro pasado, no hemos elaborado en nuestra subjetividad la conquista y el proceso colonial. Esto se traduce en una escisión presente en las prácticas de racismo y xenofobia, de odio al otro interno y al otro externo, que puede estirarse hasta el miedo al migrante retornado, al chicano y a las caravanas de Centroamérica.
Otra vertiente desplegada de la matriz revolucionaria fue la subjetivación de la conciencia política nacionalista en la memoria compartida de los mexicanos. Ésta es la Constitución de 1917, el patrimonialismo en el control del suelo, subsuelo y aguas. Aunque Luis Cabrera, Molina Enríquez y Pastor Rouaix retoman esta concepción de Ignacio Vallarta, en realidad Wistano Luis Orozco fue quien la planteó por vez primera. En los cuarenta, Luis Chávez Orozco le dio continuidad.
De cierta inspiración marxista, también se cuentan la laicidad y gratuidad de la educación obligatoria, la separación de la Iglesia y el Estado y los derechos laborales para una vida digna. Más que principios rectores del sistema jurídico mexicano, la mitopoyesis operada en la cultura mexicana posrevolucionaria les hizo trascender hasta su impregnación en las relaciones cotidianas de sometimiento, resistencia o negociación dentro de los procesos hegemónicos.27 “Primero la nación hecha Estado, después el individuo”, afirmaba así Lombardo Toledano el impacto del constitucionalismo social en nuestro nacionalismo, a diferencia del estadounidense. En la tónica paternalista o que escapa al neoliberalismo, otro rasgo definidor de nuestra manera de concebirnos como mexicanos se cifra en el discurso pronunciado por López Mateos con motivo del Cincuentenario de la Revolución:
Bajo la vigencia de los principios revolucionarios, concebimos al Estado como promotor de la justicia social. Por consiguiente, su acción se orienta a favorecer a las clases populares y a procurar la elevación de sus niveles de vida mediante la mejor distribución de la riqueza, las normas tutelares del trabajo, la seguridad social y la enseñanza.28
Ésta fue una ratificación extrema del patrimonialismo estatal fundador de los derechos sociales de los mexicanos. Con la segunda posguerra, la crisis civilizatoria nuevamente presente y el malestar de la cultura generalizado, el ambiente intelectual creyó que las propuestas liberales estaban agotadas y se hizo posible airear otras miradas.
En términos de impacto en el nacionalismo cultural, no podemos dejar pasar inadvertidas las interpretaciones conservadoras del “ser mexicano”, de los jesuitas Mariano Cuevas y José Bravo Ugarte, del chihuahuense José Fuentes Mares y de los católicos Celerino Salmerón y Salvador Abascal, reivindicadores de los elementos católicos, hispánicos y monarquistas que definían la esencia de los mexicanos y su forma de relacionarse en el día a día.
En el mediodía del siglo XX, antropólogos como Bonfil Batalla regresaron a la cuestión indígena, pero matizando el indigenismo oficial sostenido desde el Estado, para, más bien, operar un ejercicio de autocrítica. El problema de México no era el desconocimiento de la diversidad, sino la falta de reconocimiento y su integración en una lógica distinta a la paternalista.
Al poner en diálogo al Enrique Florescano de Espejo Mexicano y a Elmy Grisel Lemus Soriano, con su tesis doctoral intitulada Para institucionalizar la Revolución mexicana (presentada en 2017) podemos aventurar una hipótesis. No es casual que el proceso de profesionalización de la historiografía29 coincidiera con el momento más candente del milagro mexicano.
La indagación histórica rescataba los antiguos vestigios de la destrucción o el olvido para convertirlos en documentos de cultura, es decir, en huellas imperecederas de un destino sagrado, testigos inmortales de una promesa que no perderían su valor por el paso del tiempo. La condición fue que todas se integraran al discurso de unidad nacional, inhibiendo toda manifestación de singularidad regional o de historia local que desbordara los confines del folclor. Andrés Lira, en “Letrados y analfabetas en los pueblos de indios” y Timothy Anna, en Forging Mexico, afirman que la historiografía rectora del nacionalismo escribió la biografía del Estado y del consenso indisputable, considerando las demandas de las élites regionales como sinónimo de desintegración. Nacionalismo que no es patriotismo.
La crisis del 68, como momento de ruptura social, desgaste político y erosión discursiva, abrió las puertas para repensar la relación de cada mexicano con el imaginario nacional en términos matrios -por recuperar la fórmula de Luis González- o el concepto campesino de patria chica, que articula un entramado festivo de celebraciones patronales con redes de sociabilidad y ferias comerciales.30 Guillermo de la Peña lo apunta con elocuencia: “fueron los antropólogos quienes mostraron empíricamente que el concepto de espacio es socialmente creado porque es socialmente vivido”31 y no determina a la identidad en función de la fisiología del terreno, sino que la operación cultural es inversa.
Pero el sesentaycho fue igualmente un punto de quiebre respecto a la forma de hacer política -al menos imaginando una utopía que no gravitara en la órbita del mito fundacional del régimen- y, en consecuencia, la semántica identitaria comenzó una mutación. Por ejemplo, durante décadas, hablar mal del gobierno o del presidente significó ser “antimexicano”, como acusó Emilio Uranga a Daniel Cosío Villegas por su ensayo La crisis de México. Así lo afirma Jorge Portilla Livingston en su quirúrgicamente crítica Fenomenología del relajo (1966). Con el grito antiautoritario del 68, comenzó la historiografía desacralizadora del régimen presidencial.
Desde este faro, los mares de males y desarreglos que acechaban las costas mexicanas nada tenían que ver con sistemas políticos o modos de producción y acceso a bienes y servicios, sino con traumas ontológicos. Uranga llegó a afirmar que los problemas del mexicano se derivaban de su modo de ser. La filosofía de lo mexicano confeccionada en la primera mitad del siglo XX, especialmente durante el sexenio alemanista, transfirió la responsabilidad de los problemas nacionales a su alma cercenada, “sentimental y quebradiza”. El razonamiento deviene en una lógica maquiavélica: un ser así necesitaba una guía. Se le negaba al mexicano promedio su capacidad para el ejercicio de la política, prescribiéndole sumisión a la voluntad transformadora del Estado, refractado en la persona del presidente y en el partido de Estado.32
Nacionalismo cultural y ficción del ciudadano
En la nueva transformación republicana de lo político, valdría la pena dejar de concebirnos como conquistados, sometidos, “hijos de la chingada”. Resultará terapéutico que, a cinco siglos, pudiéramos reconciliarnos con la violenta irrupción de los ibéricos en América, impulsada por una compleja mezcla mercantilista de lucro con la ruta de la plata y por una herencia feudal de honor, gloria y conversión: la llamada conquista espiritual. Esta es una primera reconciliación historiográfica y cultural.
En cuanto al nacionalismo y el discurso pretendidamente homogéneo, se dio forma al mito revolucionario. Como escribía Gómez Morín en 1926: “y con optimista estupor nos dimos cuenta de insospechadas verdades. Existía México. México como país con capacidades, con aspiración, con vida, con problemas propios”. En la literatura, si bien recurriendo a hipérboles muchas veces desfasadas, con Ramón López Velarde y Mariano Azuela, por ejemplo, aconteció una toma de consciencia renovada respecto a México.
En esos tiempos emergió uno de los proyectos más ambiciosos: la pedagogía nacionalista y su desdoblamiento en los diferentes artefactos culturales del Estado. Esto fue el alba de lo que Luis Gerardo Morales ha denominado como “museopatria”, la operación del museo-templo donde se representa la “escenificación del recinto mitológico, donde la veneración por la patria enceguecía al ojo omnipotente de la objetividad”.33 Así, sobre las bases de la sistematización del patrimonio clasificado por el flamante inah, se transmiten las lecciones moralizantes, se reproducen las sociabilidades hegemónicas y las reapropiaciones simbólicas de las memorias sociales dominantes, mientras se imponen las visiones dominantes del indigenista, del liberalismo social y del nacionalismo revolucionario.
Dicho proceso de institucionalización del nacionalismo cultural puede ser rastreado arqueológicamente. La UNAM creó los cursos de invierno en 1920 como estrategia de extensión para traducir el conocimiento producido en los espacios de investigación a la sociedad. Le siguieron los cursos de verano en 1922. A partir de 1941, a los cursos se añadió otro propósito. El rector Mario de la Cueva lo expresó en términos de “presentar aspectos fundamentales de la cultura universal y, además, estudiar nuestro país”. En 1921, la Federación de Estudiantes de México, liderada por Cosío Villegas, con el apoyo de Vasconcelos, organizó el Primer Congreso Internacional de Estudiantes. Hacia 1949, se dio un paso fundamental en la transnacionalización del debate sobre la identidad mexicana con el Primer Congreso de Historiadores de México y Estados Unidos.
Como dispositivo de habitus por antonomasia, la Universidad Nacional creó parcelas de saber científico desde las cuales se problematizó la cuestión de la mexicanidad y el ser mexicano: el Instituto de Investigaciones Sociales en 1930. Cinco años después, el destacado historiador del arte mexicano, Manuel Toussaint, fundó el Laboratorio de Arte, origen del Instituto de Investigaciones Estéticas. Ese mismo año, Enrique González Aparicio logró la creación de la Escuela Nacional de Economía, en cuyo seno Jesús Silva Herzog constituyó, en 1940, el Instituto de Investigaciones Económicas. Para
1940, se fundó el Centro de Estudios Filosóficos, antecedente inmediato del Instituto de Investigaciones Filosóficas. Once años después, aconteció la fundación de la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales. Hacia 1961, se consolidó el Plan de Estudios en el Colegio de Historia, después de que la Facultad de Filosofía y Letras fuera fundada en 1924.
Otros espacios de educación superior contribuyeron a difundir o deconstruir el nacionalismo cultural mexicano posrevolucionario. Para 1958, la Universidad Iberoamericana abrió la Licenciatura en Historia. En 1962, se organizó la Maestría en Historia, en El Colegio de México, bajo la dirección de Daniel Cosío Villegas. En 1974, inició actividades la Universidad Autónoma Metropolitana con un interesante esquema departamental interdisciplinario, similar al del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional (1961). No es despreciable atender que Jaime Torres Bodet reformó los programas de estudio en 1946, incorporando ya el discurso hegemónico de la Revolución mexicana.
En cuanto a los aparatos ideológicos del Estado, podemos apuntar aquellos con una retórica más marcada: el proyecto nacionalista de Carlos Chávez. Éste fue alumno predilecto del folclorismo de Manuel M. Ponce y colega de Silvestre Revueltas. Estuvo al frente del Conservatorio Nacional de Música (1928-1935), de la Orquesta Sinfónica de México (1928-1934) y de la prestigiosa revista Música, así como del Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo (1931), el Fondo de Cultura Económica (1934), la Escuela Nacional de Antropología e Historia (1938) y el Instituto Nacional de Antropología e Historia (1939), la institución por decreto presidencial del Seminario de Cultura Mexicana. También estuvo al frente de El Colegio Nacional (1942), el Museo Nacional de Historia, coronando el Altépetl de la antigua Tenochtitlán, desde el Castillo de Chapultepec (1944), el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (1947).
En 1949, el PRI constituyó el Instituto de Investigaciones Políticas, Económicas y Sociales, que en 1972 fue rebajado a mero órgano de consulta; en 1954, el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, reformado en 2005 para dar cabida en sus salas al análisis de la Independencia y la Reforma, además de consagrar la transición del 2000 al altar de las epopeyas de la nación. Entonces, fue renombrado Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM).
En 1960, el Cincuentenario de la Revolución Mexicana heredó la Galería Museo del Caracol; cuatro años después, abrió sus puertas el Museo Nacional de Antropología, en el corazón del Bosque de Chapultepec, con la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia “Doctor Eusebio Dávalos Hurtado”, en uno de sus recintos. En esa misma fecha, se inauguró el Museo Nacional del Virreinato, seguido por el Museo Nacional de las Culturas (1965); el Museo Nacional de San Carlos (1968); la Fototeca Nacional (1976); el Museo Nacional de las Intervenciones y el Tamayo de Arte Contemporáneo (1981); el Museo Nacional de Arte y, por Guillermo Bonfil Batalla, el Nacional de Culturas Populares (1982); el Museo Nacional de la Estampa (1986); el Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos (1988); la Fonoteca Nacional (2008) y, más recientemente, el Museo de las Constituciones (2011).
Si a ello sumamos la constitución del Centro de Estudios de Historia de México (Condumex en 1965, hoy Carso); la creación por decreto presidencial del Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, en 1981; la reubicación del Archivo General de la Nación al Palacio de Lecumberri, en 1982, y la integración de la Red Nacional de Archivos, el Instituto Mexicano de Cinematografía, erigido en 1983,34 así como el apoyo en financiamiento que el Gobierno federal destina a la asociación civil Apoyo al Desarrollo de Archivos y Bibliotecas de México, desde su fundación en 2003, resulta que México ha sido uno de los países que más recursos destina a la producción material y reproducción simbólica de la cultura nacional. Todo en detrimento del ciudadano como individuo libre, como constructor victorioso de la democracia con adjetivos. En la tercera transformación, el ciudadano se hizo casi invisible ante la fulgorosa estrella del Estado nacionalista.
El lado correcto de la Historia. Cuarta transformación y el porvenir de México
Es el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM) el organismo de Estado ideal para impulsar el camino a la transformación del debate historiográfico del porvenir mexicano. La nueva república que se antoja con la cuarta transformación implica dejar atrás la tradición patrimonialista del Estado mexicano. Asimismo, implica dar cabida al impulso generador de las nuevas miradas críticas, reconciliadoras e integradoras del nuevo pasado mexicano, para permitir a las nuevas generaciones de lectores, consumidores de productos culturales y ciudadanos que se manifiestan libremente bajo el cobijo de las reformas constitucionales del 2011 -que ponen por primera vez a la persona humana en el centro de la protección universal, pero también los derechos económicos, sociales y culturales como fundamento de toda protección de Estado- encauzar nuevos debates, nuevos discursos y nuevas identidades. Esto sin esconder que el eje fundamental de la cuarta transformación radica en privilegiar la justicia, la igualdad social y sustantiva, la mejor distribución del ingreso y seguridad, estabilidad y bienestar de los ciudadanos y de todo aquel ser humano que habite y transite por nuestro territorio, libre de opresión, esclavitud, persecución, discriminación, injusticia y nacionalidad. ¿Son éstos los fundamentos del lado correcto de la Historia?
El nuevo pasado mexicano tiene el reto de aportar a la memoria del futuro las bondades y oscuridades de nuestro primer mestizaje, precolombino, libre de monopolios simbólicos derivados del mito azteca. Este pasado debe integrar a las naciones originarias, las cuales fusionaron lenguas y culturas en el proceso de occidentalización por la conquista ibérica, en una guerra permanente de imágenes.
Una nueva concepción del pasado mexicano implica redescubrir, en Hernán Cortés y la leyenda negra, las bondades y oscuridades del virreinato fundador de la nación territorial. Asimismo, debe redescubrir, en el largo siglo XIX, las inestabilidades, las propuestas de gobierno y Estado y los conflictos que marcaron disputas de identidad.
La idea del pasado mexicano tiene el reto de redescubrir el entuerto de un general victorioso, Porfirio Díaz, el dictador elegido, el héroe militar, nuestro leviatán que anunciaba la pedagogía dolorosa del patriarcalismo hecho Estado, para transitar a la democracia. Tiene el reto de redescubrir las bondades y oscuridades de las revoluciones-rebeliones, pactadas y gradualistas que -con Madero y su némesis, Ricardo Flores Magón- inauguraron el dilema de la paz conciliadora y clientelista contra la de la guerra de exterminio, violencia contra el adversario, y exclusión de los explotadores. También será necesario redescubir las bondades y las oscuridades de la mea culpa de la tercera transformación: el cardenismo hecho mito y fuente de todas las transformaciones patrimonialistas posteriores.
¿Había muerto la Revolución mexicana entre los años 1942 y 1946? El debate actual exige tanto que el INEHRM como la Comisión de la Memoria Histórica discutan si los saldos de la tercera transformación son traición, interrupción, abandono, incapacidad, corrupción, atavismo. Lo cierto es que las vueltas de tuerca del reformismo salinista (1992-1994), del zedillismo (1995-1998), así como las privatizaciones neoliberales del foxismo-calderonismo y peñismo, profundizaron la brecha insultante que separa hoy a 50 millones de mexicanos del resto. De ese resto, 1% se levanta como la nueva casta divina que agudiza la desigualdad extrema, insultante y lacerante con la cual arranca el nuevo gobierno, en la búsqueda de una nueva república y un nuevo pacto, donde los silencios de nuestro pasado, esperamos, tendrán voz y fuerza para catapultarnos en el porvenir.
En esta tesitura, la cuarta transformación alberga el nacimiento de una quinta república, pues México, en esta nueva resignificación del pasado, ha transitado de la Independencia al primer experimento centralista y departamental de la Constitución de las Siete Leyes de 1836; de la restauración del orden federalista de 1824, al reformismo republicano radical de la Constitución de 1857; del liberalismo triunfante, al orden constitucional de la Revolución de 1917. Cuatro repúblicas constitucionales nos anteceden en el contexto de tres grandes transformaciones. El dilema de la nueva Administración es caminar hacia una nueva transformación, con un andamiaje constitucional heredado de 1917 o con uno nuevo, a partir de las reformas de 2011 y acompañado de una revolución cultural que, inevitablemente, deberá conducir a una nueva ingeniería constitucional, a un nuevo pacto, a una nueva república.
Enero de 2019.