Silvia Arrom es un referente obligado para los historiadores sociales en México y América Latina, particularmente para quienes estudian la historia de las mujeres y el desarrollo del asistencialismo. Nuestra entrevistada recibió su doctorado de Stanford University en 1978 y después de una larga y prolija carrera académica es Profesora Emérita de Historia en Brandeis University, en donde ha formado a varias generaciones de especialistas en América Latina. Sus áreas de investigación son la historia social latinoamericana, especialmente de México en el siglo XIX, las mujeres y la familia, y en los últimos años del desarrollo del sistema de bienestar social. Ha sido miembro de los consejos editoriales de varias revistas, incluyendo el Latin American Research Review, Hispanic American Historical Review, Signos Históricos y Secuencia: Revista de Historia y Ciencias Sociales. Sus libros incluyen Las mujeres de la ciudad de México, 1790-1857 (Siglo XXI, 1988); Para contener al pueblo: El Hospicio de Pobres de la ciudad de México, 1774-1871 (CIESAS, 2011); y, con Servando Ortoll, Revuelta en las ciudades: políticas populares en América Latina (UAM-Colegio de Sonora, 2004).
Hubonor Ayala Flores (HAF): México ha sido punto de partida y de encuentro para varios trabajos de historiadores norteamericanos, ¿de dónde surgió su interés por estudiar la historia de este país hasta la actualidad?
Silvia Arrom (SA): Desde niña he tenido muchísimo interés por Latinoamérica porque mis padres eran cubanos. Mi padre enseñaba literatura latinoamericana en la Universidad de Yale y nuestra casa siempre fue centro de reunión para los visitantes latinoamericanos e interesados en la cultura latina. Mi pasión por la historia mexicana vino después, en la universidad, cuando tomé un curso sobre historia de México. Leímos La vida en México de Fanny Calderón de la Barca, libro que me cautivó porque hablaba de temas históricos —las mujeres, los pobres, la familia, y las relaciones personales y de clase— que no aparecían en la historia clásica. Ahora me doy cuenta de que este libro me inspiró por los temas, el país y hasta el siglo al que he dedicado toda mi carrera.
También había un segundo factor: las dictaduras del Cono Sur. Mi asesor en la universidad de Stanford quería que hiciera mi tesis doctoral en Chile y viajé a ese país para revisar los archivos en el verano de 1973, justamente antes del golpe contra el gobierno del presidente Salvador Allende. Ya en agosto se veía venir alguna tragedia, así que de regreso a California hice una escala en la ciudad de México. Allí encontré una riquísima documentación para mi tesis sobre la mujer y la familia. Me enamoré de México. Y después del golpe chileno no quedaba duda de que volvería a México para hacer mis investigaciones. Mi esposo y yo vivimos en la ciudad de México entre 1974 y 1975, desde entonces he regresado regularmente. Ahora, después de cuarenta años, México ha llegado a ser como mi segunda patria.
HAF: La historia social tuvo una amplia repercusión en la formación y los intereses de estudio para los historiadores a nivel mundial, especialmente durante la segunda mitad del siglo XX; usted se ha interesado por procesos históricos relacionados con las mujeres, la práctica del asistencialismo y las clases populares, ¿Dónde surge este gusto e interés?
SA: Yo fui parte de una generación que reaccionó en contra de la historia política, militar y económica. Cuando comencé mis estudios de doctorado en los Estados Unidos en 1971, estaba muy de moda hacer historia social —sobre todo de los esclavos, los trabajadores o los campesinos—, casi siempre de los hombres de estos grupos. Mi inspiración también vino del movimiento feminista, en una época en que apenas se empezaba a estudiar la historia de la mujer. No me interesaban las mujeres famosas y de la élite, ni tampoco las monjas, las pocas mujeres que aparecían en la historia tradicional. Preferí estudiar a las personas “ordinarias” y cuando no era posible analizar su papel como individuos, las abordé como grupo colectivo. Ahora me doy cuenta de que la historia de las élites y de las instituciones tiene mucho que ofrecer, al igual que la historia de la religión, pero ese fue el sesgo que formó mis primeras investigaciones.
Tuve la suerte de contar siempre con el apoyo del profesor John Johnson, mi asesor en Stanford, quien aunque me consideraba media loca por querer estudiar a la mujer y no confiaba en que podría encontrar suficiente información para un estudio serio, siempre me respaldó. En la ciudad de México participé en el Seminario de Historia Urbana del Departamento de Investigaciones Históricas del INAH. En esa época lo dirigía Alejandra Moreno Toscano, una magnífica historiadora que también me brindó su apoyo. Aprendí muchísimo de ella, de mis compañeros en el seminario y también de la experiencia de trabajar en equipo, construyendo un banco de datos del padrón de 1811. Así empecé a conocer la historia cotidiana de la ciudad de México.
De ahí vino mi primer libro, una colección de documentos que publiqué en 1976: La mujer mexicana ante el divorcio eclesiástico, 1800-1856. Las historias de esos nueve matrimonios, contenidos en el libro, y de la vida doméstica me parecieron tan fascinantes que quise que se conocieran más ampliamente. Después vino mi tesis, que se publicó en inglés en 1985 y en español en 1988: Las mujeres de la ciudad de México, 1790-1857. En ella traté diferentes temas en capítulos separados para entender el estatus legal de las mujeres y sus experiencias demográficas, de trabajo, de familia, etc. Esta investigación corrigió muchos estereotipos que se basaban en los ideales de la literatura prescriptiva, porque demostraron que del dicho al hecho había una enorme brecha. Y reveló la distancia entre las experiencias de las mujeres de clase alta y las del pueblo, que dificultaba cualquier generalización global sobre las mismas. Por eso insistí, al traducir el libro al español, que el título dijera “las mujeres” y no “la mujer,” aunque la casa editorial me aseguraba que la gramática estaba equivocada.
Mi interés por los temas sociales no terminó ahí, aun cuando la historia social dejó de estar de moda en los años 90. Siempre he querido entender la desigualdad social, fuera de género, de clase o de raza; son temas que han brindado información a mis estudios sobre el motín popular del Parián, el Hospicio de Pobres y las asociaciones de beneficencia que intentaban aliviar la pobreza. Me complace saber que otra vez hay interés por la historia social, cuyo renacimiento se puede ver en el Primer Congreso Internacional de la nueva Asociación Latinoamericana e Ibérica de Historia Social celebrado el año pasado [2015].
Con los años quedo más y más convencida de la importancia de la historia social, porque sin ella la historia política no se puede entender de verdad. Resulta que mucho de lo que se ha escrito sobre el impacto de la Independencia o de la Reforma, o sobre varias administraciones políticas, se tiene que complejizar y a veces descartar cuando se examinan sus logros y efectos sobre varios grupos sociales como las mujeres y los pobres.
Por ejemplo, mi libro Para contener al pueblo: El Hospicio de Pobres de la ciudad de México, 1774-1871 (que salió en inglés en 2000 y en español en 2011) demostró que los “malos” de la historia mexicana —Santa Anna y Maximiliano— hicieron más por el bienestar de los pobres, desde la perspectiva del hospicio, que los liberales quienes supuestamente hicieron tanto por los mismos. Y la gran narrativa del siglo XIX que se enfoca en la consolidación del Estado resulta mucho menos persuasiva, cuando se estudia su poca y débil consolidación en el área de la asistencia social y la educación pública. Es más, al estudiar los grupos privados de beneficencia, tema de mi libro por aparecer, Volunteering for a Cause: Gender, Faith, and Charity in Mexico from the Reform to the Revolution, se puede vislumbrar una narrativa alternativa, subversiva de los mitos patrióticos. Resulta que el siglo XIX también fue época del fortalecimiento de las instituciones no-gubernamentales —muchas veces religiosas— aspecto en el que no nos hemos enfocado mucho en el discurso político y los esfuerzos del gobierno.
HAF: Según las estadísticas oficiales, en México un poco menos de la mitad de la población está dentro del rango de la pobreza y en muchas regiones del mundo y especialmente en América Latina, este sigue siendo uno de los atrasos sociales más evidentes que acusan el fracaso de políticas, programas y marcos legislativos para combatir la pobreza. A pesar de lo anterior los temas de estudio sobre la pobreza y los pobres han sido abordados tangencialmente por estudiosos de la disciplina histórica, ¿Cómo contribuye su obra a entender históricamente estos problemas que siguen siendo parte de la realidad mexicana y latinoamericana?
SA: Una de las cosas que nunca deja de impresionarme al llegar a México desde el extranjero, es la prevalencia de la pobreza y la manera en que las personas acomodadas, que la ven a diario, se acostumbran a esa dolorosa realidad. Pero al examinar los archivos de fines del periodo colonial, me intrigó descubrir que las autoridades de la época no ignoraban estos problemas. Al contrario, en 1774 los gobernantes de la ciudad de México se embarcaron en un ambicioso experimento que los más optimistas creían que podría eliminar la pobreza y simultáneamente controlar a los numerosos mendigos que pululaban por las calles de la enorme metrópoli.
Como la mayoría de los proyectos de control social —tan impresionantes cuando uno nada más estudia los decretos y los reglamentos— en la práctica el experimento del Hospicio de Pobres fracasó. Al estudiarlo a fondo me di cuenta de lo difícil que era cambiar las costumbres y la cultura. No solo por la escasez de fondos, que fue un problema permanente, también por la resistencia de lo que hoy llamaríamos la sociedad civil: los mendigos, los que les daban limosna, los policías encargados de recogerlos y hasta los donantes y empleados del establecimiento. La manera en que los pobres interactuaban con el asilo me ha convencido de que es un error pensar en ellos solamente como víctimas o marginados. Algunas personas necesitadas empezaron a usar el hospicio como parte de sus estrategias de sobrevivencia y, al hacerlo, ayudaron a desviarlo del proyecto original. Respondiendo a las presiones de los indigentes que pedían ayuda, sobre todo huérfanos y madres viudas de ascendencia española, el asilo diseñado para mendigos adultos de todas las razas se convirtió en un internado para niños blancos. Pero el recogerlos en una enorme institución tampoco fue una panacea, dado los problemas de corrupción, desperdicio y hasta abuso que suelen darse en este tipo de establecimientos.
Por lo tanto, es importante implementar un sistema de ayudas fuera de las instituciones, que permita que las personas puedan mantenerse fuera de los asilos y evitar la desintegración familiar en momentos de crisis. También es imperativo que la ayuda sea universal y no solamente para un grupo relativamente privilegiado, como fueron los indigentes blancos. Conforme se publican más estudios sobre instituciones asistenciales en el siglo XIX, podemos constatar que el hospicio no fue la excepción, pues favoreció a un grupo muy selecto, que no necesariamente era el más necesitado. Las limitaciones y exclusiones que han caracterizado la asistencia pública mexicana —aun en el siglo XX— desgraciadamente han servido para reforzar la desigualdad social, porque han aumentado la brecha entre varios sectores: los que merecían la ayuda pública y los que no.
HAF: Sus trabajos de investigación histórica sobre México se ubican en un arco temporal entre la colonia y principios del siglo XX, lo cual sin duda le ha brindado un panorama más rico para poder interpretar con mayor claridad los procesos históricos del país, para el caso de la historia de la asistencia y de la pobreza, ¿cree que estos periodos largos de revisión e interpretación documental arrojan más luz sobre dichos procesos, y de ser así, cuáles serían las reflexiones principales?
SA: La periodización tradicional de la historia mexicana enfatiza las rupturas, y para el siglo XIX se ha visto a la Independencia y a la Reforma como los grandes parteaguas de la narrativa nacional. Pero esta visión, derivada de la historia política, esconde las enormes continuidades de la época. Además, su fuerza es tal que dicta la formación y proyectos de los historiadores: los que se especializan en la colonia terminan sus estudios en 1821, los de la época republicana suelen empezarlos en 1821 o, más a menudo, en la mitad del siglo con la Reforma, que supuestamente asentó las bases del México moderno. Esta especialización en una época histórica —e ignorancia sobre las anteriores y posteriores— ha dado lugar a que se digan muchos disparates sobre cambios históricos y “novedades” que no lo fueron. (Por ejemplo, que las mujeres apenas empezaron a salir del ámbito doméstico durante la Revolución, cosa absurda). En realidad, es imposible evaluar los cambios que trajeron estos movimientos sin saber lo que pasaba anteriormente. Tampoco se pueden entender si solamente se estudia un periodo corto, porque el cambio social sucede a un ritmo de largo plazo y lo que en un momento parece estar cambiando puede en poco tiempo revertir las prácticas de antaño.
Por eso mis investigaciones han abarcado periodos largos que incluyen el “antes” y “después” de la Independencia y de la Reforma. Así me he dado cuenta de que el siglo y medio que va desde finales del xviii hasta principios del xx marca una unidad bastante coherente respecto a las visiones de los pobres y los proyectos para auxiliarles, porque los liberales del xix siguieron los pasos de los reformadores ilustrados de la época borbónica. También he podido constatar que el siglo XIX no siempre traía el progreso. Por ejemplo, en mi estudio sobre el Hospicio de Pobres, que abarca un siglo, no encontré que la Independencia o la Reforma trajeran cambios filosóficos, ni mejorías prácticas en la institución; más bien, tuvieron un impacto desastroso en las finanzas del asilo, que causaron una reducción tanto en su tamaño como en los servicios que ofrecía. De tal forma que la narrativa triunfalista dista mucho de la realidad.
HAF: En toda América Latina hemos vivido un proceso de centralización y la historia no ha escapado a ello, en parte gracias a la construcción de las historias nacionales. En México el centro ha dictado y algunas veces impuesto las periodizaciones; los momentos coyunturales y las principales características de los procesos históricos, de tal forma que pareciera que en las regiones sólo se reprodujo lo anterior. Pero desde hace algunos años y gracias a algunos estudios regionales se ha puesto énfasis en varias singularidades históricas de diferentes espacios del país, respecto del centro. ¿Cree que es necesario revalorar la historia de la asistencia con base en estas diferencias y similitudes?
SA: Sí, es verdad que la historia de la asistencia social en México en gran parte se ha escrito desde la ciudad de México, como si los procesos que se dieron en la capital se reprodujeran en las regiones. Hay una frase maravillosa que se le atribuye a La Güera Rodríguez, que dice “fuera de México, todo es Cuautitlán” o sea, que todo es igual y nada vale la pena. Pero no es verdad. Los nuevos estudios que demuestran la diversidad regional nos están forzando a reevaluar la narrativa que prevalece de la transición desde la caridad religiosa a la beneficencia secular y de la centralización del control de la asistencia social por el Estado Benefactor.
Dos ejemplos: Primero, se ha dicho que la fecha clave de la transición fue 1861, con los decretos que nacionalizaron las instituciones de beneficencia eclesiástica y las pusieron bajo la jurisdicción de una nueva Dirección General de Beneficencia. Pero esta periodización no tiene mucho significado para las provincias, porque la ley que creó la nueva oficina centralizadora —al igual que muchas otras leyes sobre la asistencia social— solamente tuvo vigencia en la capital. Fuera de la ciudad de México parece que no hubo tal centralización y fortalecimiento del Estado sobre las instituciones que ayudaban a los pobres. Y de todas formas, esta cronología es engañosa para la capital. Si uno investiga más allá del decreto, se daría cuenta de que varias instituciones nacionalizadas pasaron al cuidado de las Hermanas de la Caridad, así que la Iglesia siguió teniendo injerencia en el sistema asistencial. Además, la oficina central creada en 1861 apenas duró dieciocho meses y le hizo muchísimo daño a las instituciones nacionalizadas. Así que tenemos que cuestionar el relato que hace del año 1861 el momento culminante en que el Estado se convirtió en el benéfico Padre de los Pobres.
Otro ejemplo de lo que aprendemos al expandir nuestra mirada a todo el territorio nacional es que podemos ver que en el siglo XIX no se llegó a crear un sistema nacional de beneficencia. Las instituciones asistenciales fueron pocas, en su mayoría pequeñas y a veces de corta duración. Se concentraban en la capital y en algunas ciudades importantes. Quedaban enormes regiones sin servicios públicos, sobre todo en las áreas rurales donde vivía la mayoría de la población. O sea, que había muchos espacios —más bien vacíos— donde la beneficencia del gobierno no llegaba. Mi último libro sobre las conferencias de San Vicente de Paul —tanto de los grupos de señores y los de señoras— indica que en muchas partes del país los voluntarios laicos intentaron llenar esos vacíos, estableciendo un sistema paralelo de asistencia y educación que suplementaba lo poco que ofrecía el gobierno. Cuando se considera de esta forma, lo que podríamos llamar la geografía de la asistencia mexicana, no se sostiene fácilmente la narrativa patriótica del Estado fuerte y bondadoso que ofrecía tanto a los pobres después de la Reforma. También se puede ver la enorme fuerza que seguían teniendo las organizaciones privadas, muchas veces religiosas, en una supuesta época de secularización. Y, claro, esta visión nacional nos fuerza a cuestionar el grado de consolidación del Estado afuera de las grandes urbes.
HAF: Gracias a la disciplina y a la luz de los documentos y el análisis histórico sistemático, sus estudios han contribuido a desmitificar o rectificar ciertas afirmaciones elaboradas desde la historia nacional o el convencionalismo político de los ganadores, algo que usted ha llamado las “teorías zombie”, las cuales a pesar de su desmitificación las seguimos repitiendo, como negándose a morir, en este sentido, ¿cuáles cree que son los pendientes y problemas a superar por parte de los historiadores en general y en particular de los estudiosos de la historia social y de la asistencia en México?
SA: Lo que llamo las “teorías zombie” son los estereotipos tan arraigados que se rehúsan a morir, aun cuando algunos especialistas encuentren datos que los contradicen. Siguen vivos no solamente en la cultura popular sino también en los relatos históricos porque forman parte de las estructuras mentales de los historiadores. Les dictan cuáles temas merecen estudiarse y cuáles detalles se deben enfatizar. Por lo tanto siguen distorsionando nuestro entendimiento del pasado.
Un buen ejemplo es la narrativa nacionalista sobre el siglo XIX que enfatiza la consolidación del Estado-nación que se legitima, en parte, al servir a todos sus ciudadanos. Por lo tanto, el desarrollo de un sistema público de asistencia social se ha visto como una parte central de este proceso. Este relato patriótico fue creado por los historiadores y políticos liberales, y a veces raya en propaganda liberal. El discurso liberal no se debe ignorar porque refleja las aspiraciones de los líderes mexicanos. Ellos ciertamente querían fortalecer al Estado secular y debilitar a la Iglesia; proclamaron su obligación de proveer servicios de asistencia, salud y educación al pueblo; e insistieron que la beneficencia secular era superior a la caridad religiosa. Pero este discurso no describe fielmente los acontecimientos del siglo XIX. Como ya he indicado, mis estudios demuestran que el Estado nunca reemplazó a la Iglesia como proveedor único de asistencia social, médica y educacional. La caridad religiosa y los grupos de voluntarios religiosos no desaparecieron. Y los servicios públicos no solo fueron bastante limitados y mediocres, sino también restringidos a sectores sociales selectos y a un número reducido de regiones. Por lo tanto, debemos cuestionar el relato patriótico de la consolidación de un Estado fuerte en el área de la asistencia social.
Para que este zombie descanse en paz, debemos proponer un plan de investigación que solamente use esa narrativa como una hipótesis para comprobar o refutar. Necesitaremos muchos más estudios de caso, sobre todo de las regiones donde el gobierno tenía poca presencia. Necesitamos investigaciones que vayan más allá de la legislación, de los discursos políticos, de los proyectos y los reglamentos institucionales, un enfoque que resulta poco más que un tipo de historia intelectual. Hay que meterse al interior de las instituciones asistenciales para ver cómo funcionaban en la práctica, porque está claro que las prescripciones no se pueden leer como descripciones. También tenemos que estudiar los “malos” de la historia, incluyendo los conservadores y los católicos, porque al hacerlo a veces se contradice o complica el relato patriótico.
HAF: Finalmente nos puede comentar cuáles han sido las principales dificultades y satisfacciones que ha encontrado en el estudio de la historia social y particularmente la historia del asistencialismo en México.
SA: Lo más difícil es que mucho de lo que he querido estudiar no está bien documentado en los archivos. El archivo es una construcción del poder. Las mujeres, los pobres, y los grupos de voluntarios religiosos solamente aparecen de vez en cuando. Por lo tanto, el trabajo de investigación ha sido arduo. Localizar los documentos para el estudio del Hospicio de Pobres fue relativamente fácil, porque desde el virreinato hay ramos dedicados a esta institución. De todas formas, tuve que revisar muchísimos legajos de cuentas y registros diarios para entender la manera en que la institución de veras funcionaba. Para los otros temas los materiales han estado tan dispersos que a veces encontrarlos era como buscar una aguja en un pajar. Este proceso ha sido frustrante pero también instructivo, porque al revisar muchas fuentes diversas, he visto cosas que en el momento no me parecían importantes, pero que después me ayudaron a cuestionar los estereotipos prevalentes. Además, mis preguntas me llevaron a usar fuentes poco utilizadas por los historiadores tradicionales, como los padrones, registros parroquiales, causas judiciales, etc. Estos a veces requerían de métodos de análisis novedosos (para mí) como la cuantificación. Así que tuve que estudiar la demografía y estadística para poder analizarlos. Pero la limitación más severa ha sido la dificultad de encontrar las voces de mis sujetos, sean mujeres, pobres o los mismos voluntarios caritativos. Por lo tanto, solo raramente he podido vislumbrar lo que sentían y lo que creían y he tenido que resistir la tentación de adivinar los sentimientos de las personas que estudio.
De todas formas, he tenido la gran satisfacción de contribuir a llenar algunas lagunas en la historia de México. Y he tenido el privilegio de poder intercambiar ideas con un grupo de historiadores brillantes y generosos, tanto en México como en los EEUU, que han estado cuestionando la narrativa dominante desde diversas perspectivas. Por lo tanto, la tarea de investigación, frecuentemente solitaria, se ha hecho más amena por ser parte de un proyecto colectivo.