INTRODUCCIÓN
El 22 de septiembre de 1910 tuvo lugar en la ciudad de México la solemne inauguración de la Universidad Nacional. En ese acto, el secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, Justo Sierra, pronunció un discurso que es bien conocido de la historiografía mexicanista.1 Un amplio pasaje de esa pieza oratoria la dedicó a posicionar a la naciente institución en la historia universitaria, en un ejercicio al mismo tiempo de rechazo y revaloración del pasado. “¿Tenemos una historia?” preguntaba retóricamente, para contestar de inmediato por la negativa: “No. La Universidad mexicana que nace hoy no tiene árbol genealógico; tiene raíces, sí […] Si no tiene antecesores, si no tiene abuelos, nuestra Universidad tiene precursores”.2 El ministro se refería a la Real y Pontificia Universidad de México, fundada en el siglo XVI y extinguida por el gobierno liberal a mediados del siglo, de la que pintó un retrato marcado por el carácter estático: “El tiempo no corría para ella, estaba emparedada intelectualmente”. Desde luego, se le reprochaba también, siguiendo una tradición ya larga, su pertenencia a un modelo medieval de conocimientos, la escolástica y su uso de la dialéctica.3 Casi para cerrar su presentación de esa antigua institución, utilizó una elegante metáfora para reiterar su inmovilismo: “se convirtió en un caso de vida vegetativa y después en un ejemplar del reino mineral: era la losa de una tumba”.4 Pero en ella no podía sino haber un epitafio: “lo ha escrito el padre Agustín Rivera en la Historia de la filosofía en la Nueva España”.5
No fue el único momento de la ceremonia en que se pronunció el nombre de Agustín Rivera. Luego del discurso de Sierra, y de la declaratoria inaugural por el presidente Porfirio Díaz, el subsecretario de Instrucción Pública, Ezequiel A. Chávez, procedió a anunciar los grados de doctores ex oficio y honoris causa que concedía la naciente institución. Entre estos últimos, el noveno en la lista era precisamente Agustín Rivera “por haber consagrado su vida al estudio de la historia de México”.6 Para el día 30 de septiembre, estaba programada la participación del presbítero laguense en la Apoteosis de los Héroes de la Independencia en el Palacio Nacional para pronunciar una arenga,7 y desde el día 24, en una reunión de abogados de la capital, se acordó organizar un comité que saliera a recibir a Rivera a la estación del ferrocarril, y además, se invitó al público a través de la prensa.8 Por ello, el octogenario clérigo pudo contar con su propia apoteosis el día 27: “tres mil y tantas personas” se afirmaba al día siguiente en la primera plana del diario La patria, “prorrumpieron en entusiastas exclamaciones” apenas el tren llegó a la estación.9
Todo ello, en primer lugar, nos da una idea de la importancia que tenía entonces el trabajo de Rivera en los círculos liberales cercanos al régimen porfirista, y asimismo, del interés de volver sobre su vida y obra. Aunque hoy ya no es una lectura tan frecuente,10 en este artículo me interesa analizar en concreto, sus obras dedicadas al tema que dio motivo a la cita de Sierra: la educación de tiempos novohispanos.11 Al respecto escribió, efectivamente, La filosofía en la Nueva España (1885), que era sin duda la obra a la que hacía alusión el ministro en 1910; no obstante, no fue la única. Cabe subrayar desde ahora, que no se trata de un autor exclusivamente rupturista, por el contrario, tanto había elementos de esa antigua educación que deseaba conservar, como otros que estimaba debían dejarse atrás. Pero además, habiendo nacido en 1824, ha dejado también textos en que hacía memoria de la educación a principios de la época independiente, la que a él le tocó vivir, y que vinculaba constantemente con el pasado novohispano. Sobre todo, debemos tener presente que se trata de la obra de un presbítero católico, que se estimaba a sí mismo y era reconocido por sus contemporáneos como liberal, en ese sentido, estudiar su obra nos ayuda a problematizar esta categoría tratándose de la relación entre religión y educación.
Antes de entrar en materia, precisemos algunos datos biográficos. Agustín Rivera nació en la jurisdicción de Lagos de Moreno (Jalisco) en 1824 y falleció en León (Guanajuato) en 1916. Se formó en los seminarios de Morelia y, sobre todo, de Guadalajara, donde también estudió Derecho y se doctoró en 1852. Tomó las órdenes desde 1848 y fue profesor del seminario hasta 1860. Debió dejar la carrera eclesiástica durante la Guerra de Reforma, y tras diversas peripecias que sería largo detallar (que incluyen un viaje por Europa), volvió a Lagos en 1869. A partir de entonces, se dedicó sobre todo a escribir: hasta ahora hemos identificado 158 textos de su autoría.12 Si bien es imposible reducir tan vasta obra a un solo mensaje, podríamos decir que de manera constante Rivera buscó conciliar al catolicismo y al liberalismo en todos sus aspectos, como veremos aquí.
“EPITAFIO” DE LA UNIVERSIDAD Y DEFENSA ESCOLÁSTICA
Hay que comenzar por la obra que Justo Sierra citó en el discurso que mencionamos al inicio, que si bien no es exactamente la primera en que abordó la historia de la educación novohispana, cabe advertir, que se trata de un texto que era parte de un debate que ya es conocido en la historiografía,13 y que lo enfrentó con el canónigo de Guadalajara, Agustín de la Rosa. La filosofía en la Nueva España era un recuento de testimonios, reunidos con una finalidad crítica.14 Aunque el título no hace pensar necesariamente en el tema de la enseñanza, ya desde sus primeras páginas aparece como punto de partida. La obra inicia con un documento en latín: el “Programa de un acto público de física que hubo en el Colegio de Santo Tomás de los jesuitas de Guadalajara en 1764”, cuyo contenido versaba sobre física pero en el sentido escolástico, de tradición aristotélica, de ahí que abundara en conceptos como los de ente natural, forma sustancial y causa primera, cuya enseñanza Rivera ponía en ridículo más adelante aprovechando amplias citas de la obra del padre Benito Gerónimo Feijoo,15 uno de los autores más citados por el clérigo. Enseguida, incluía un segundo documento: “Título y proposiciones del programa de un acto público de toda filosofía en el Seminario de Guadalajara en 1798”,16 que traducía ya a mitad de la obra, sirviéndole de ilustración para constatar cómo era “la física trasnochada que se enseñaba en la Nueva España”.17 Y en efecto, aunque trataba sobre otras materias de filosofía, es significativo que el tema más ampliamente tratado fuera el de la física, cuestionando la ausencia de la ciencia moderna, o de filosofía natural moderna conforme al título de la obra, retomando la descalificación de Feijoo de la física aristotélica como “perogrullada filosófica”,18 incapaz de resolver problemas prácticos. Rivera hacía suya y aplicaba a la Nueva España la denuncia del benedictino de principios del siglo XVIII sobre la universidad española, y la preponderancia en ella de la teología escolástica, de “nuestros profesores de las aulas metafísicas”. El mismo carácter escolástico se repetía en el caso de la medicina, de la que también reseñó un acto público de defensa de doctorado de 1816 en la Universidad de Guadalajara, dedicado a defender un aforismo de Hipócrates.19
Así, claramente era la Universidad tradicional, la de tiempos novohispanos pero también la de principios de la época independiente, uno de los objetos principales de la crítica de Rivera. Era cuestionada desde los más diversos ángulos, incluso hasta en sus constituciones,20 pero sobre todo por la falta de espíritu crítico. Refiriéndose al siglo XVII, expuso la ingenuidad del padre fray Francisco Pareja, mercedario y catedrático, al validar los dotes de astrólogo de uno de sus hermanos de hábito, fray Diego Rodríguez,21 quien además fue primer catedrático de matemáticas en el siglo XVII, para luego exponer a sus profesores en conjunto. Terminaba preguntando retóricamente “¿No os parece amigos lectores […] que no pocos de aquellos doctores eran unos venerables brujos, o cosa que lo parecía?”.22 Cuando recopilaba los testimonios de la Biblioteca de José Mariano Beristáin —una de sus fuentes predilectas en materia de cultura novohispana—, les aplicó el calificativo de “vulgo de sabios” (y que hacía eco al de “sabios preocupados” que utilizaba en otras obras) a quienes habrían evitado la impresión de una obra de Carlos de Sigüenza y Góngora, y que identificó inmediatamente con “aquellos doctores de la Universidad de México”.23 Fiel a su estilo irónico, para el siglo XVIII, al comentar la suspensión de la impresión de la obra del padre Gregorio Vázquez de Puga en Lyon, sobre física aristotélica, se extendió a hacer una “Meditación” bajo el modelo de las meditaciones devotas. Ésta, culminaba nuevamente en una burla de las corporaciones académicas: “los provinciales, priores, guardianes y demás monjes principales y los oidores con sus golillas y los doctores con sus capelos y borlas se quedaron con la boca abierta, pensando cuán diverso era el mundo literario de Europa del de la Nueva España”.24
En medio de ese oscuro mundo académico, Rivera apenas si identificaba siete “ráfagas entre densas tinieblas”: las cátedras de Francisco Xavier Clavijero en Guadalajara, la del padre Arias en Querétaro y la de Benito Díaz Gamarra en San Miguel el Grande; y en la capital, la introducción de la obra de François Jacquier en el Seminario, la creación de la cátedra de botánica, las obras de José Antonio Alzate y la fundación del Colegio de Minería.25 Mas no eran unas tinieblas que se hubieran disipado por completo tras la independencia, o al menos lo hacían con lentitud. Daba cuenta de ello, por ejemplo, al hablar de la introducción de la anatomía práctica en Guadalajara, apenas en 1837.26
Las corporaciones académicas que él mismo había conocido, eran pues, muy semejantes, tanto por sus conocimientos “atrasados” como por sus prácticas. En ese punto, si era “epitafio” de la historia de la universidad medieval, era uno muy poco solemne. En una nota al pie se extendió sobre el uso de las borlas desde la independencia, cada vez más altas “hasta tomar ésta la forma de un arbolillo piramidal”.27 No mejor suerte corría la práctica de los actos públicos. Rivera no se limitaba a poner en ridículo sus programas, sino también la forma que en ellos se discutía. Insistamos con ello en que nuestro autor era un observador preciso de lo que hoy llamamos con Norbert Elías, la civilización de las costumbres,28 por lo que no se le escapó tampoco, siguiendo a Feijoo nuevamente, que en la vieja universidad “colonial”, las discusiones podían salirse de la “circunspección” y de la “modestia”. Todavía después de la independencia podía citar ese tipo de actos literarios: uno en San Luis Potosí en que un sustentante religioso arrojara la capilla en medio del aula a manera de desafío, con lo cual “a veces se empeñaba el honor de toda la orden en que el ratón no roía el queso”,29 y otro en Guadalajara en 1843, en que dos doctores “se dieron una que otra rociada sobre el sustentante”.30
No menos riguroso se mostró con la práctica de los vejámenes, los discursos en que los profesores hacían burla de los estudiantes antes de una defensa de doctorado o al cierre de un curso, y que le sirvió para denunciar la violencia tanto física como verbal, que se hacía con los jóvenes. “Tristes tiempos en que los niños y los mozos estaban a merced de sus maestros con su cuerpo para la flagelación y su honor para las públicas burlas”.31 Cabe advertir que se trataba de una práctica de tiempos anteriores a la independencia, pero que tenía todavía vigencia en las primeras décadas posteriores, pues Rivera citaba uno fechado en 1842. El predominio del escolasticismo y estas prácticas académicas, contribuyeron a que nuestro autor no mostrara especial aprecio por la historia de la universidad tapatía, sino antes al contrario, le dedicó un breve párrafo lleno de ironía, todavía con alusiones al “sagrado paraninfo” (la capilla de Loreto) de “muchas noches tristes”, comparándola además, discretamente, con una casa curatal rural y con la Orden de Guadalupe, aunque concediendo que entre 1835 y 1855, había conocido una época de esplendor gracias a la renovación de los profesores. Cerraba el punto con su particular erudición clásica, “no murió de epilepsia”, pues “no hubo en la sociedad alguna conmoción para restablecer la Universidad”.32
En los corolarios de la obra, contó brevemente los “estragos” que a lo largo del siglo XIX había padecido “el ejército del peripato”.33 Formó así una nómina de reformadores educativos seglares y eclesiásticos, que lo mismo incluía a Prisciliano Sánchez, Francisco García Salinas y a Valentín Gómez Farías, que a los obispos Francisco Pablo Vázquez y Juan Cayetano Gómez de Portugal, bien que sobre los primeros debió acotar que solo apreciaba “el fomento que dieron a los estudios modernos”.34 La conclusión apuntaba a la valoración de la modernidad política. Tal era el primer corolario de La filosofía, que ya había avanzado a lo largo de su desarrollo:35 el obstáculo para el desarrollo de la filosofía en Nueva España, no había sido en realidad sino el propio “sistema colonial” y los “abusos de la forma monárquica absoluta”.36 De hecho, al menos en esta disertación, la historia que escribía Rivera enseñaba lecciones políticas, que incluían el fortalecimiento de la independencia y el rechazo hacia lo colonial.
Esta defensa de la política y de la ciencia moderna,37 que incluía hasta un alegato a favor de la libertad de conciencia, podría llevarnos a pensar que Rivera era un cabal defensor de la separación de lo religioso de esos otros ámbitos. Pero por el contrario, su argumentación no era exclusivamente secular. Obra dividida en una serie de 27 testimonios, el penúltimo de ellos era, ni más ni menos, el “de la Escritura, los Santos Padres, Papas y Concilios […] en pro de la filosofía moderna”.38 En unas páginas que señalan tal vez la mayor originalidad interpretativa de la obra del laguense,39 la “verdadera filosofía moderna” resultaba haber sido aprobada por San Pablo en la epístola a los colosenses.40 Santo Tomás de Aquino habría apoyado también a las ciencias naturales al aprobar que “se hayan sujetas a un desenvolvimiento progresivo”, por basarse en “la experiencia y la observación”.41 Rivera convertía en doctrina afirmaciones casuales, en que el Papa Pío VI habría reconocido que hubo abusos de la escolástica, y de León XIII, en el sentido de recibir bien “todo lo útil que se haya inventado y excogitado por cualquiera”, sin distinción de religión.42
En realidad, el “sabio de Lagos” trataba de reconciliar religión, política y ciencia. El pecado de la Universidad antigua no era sino un “falso escolasticismo”, lo cual supone que, había un escolasticismo verdadero, positivo y conciliable con la modernidad. De hecho, ya lo había afirmado nuestro autor desde 1875: “el método escolástico ayuda mucho a la inteligencia y a la memoria”, más todavía, se trataba de un método capaz de haber “hecho de muchos talentos medianos hombres bastante instruidos, y de talentos sobresalientes, grandes sabios”.43 Él mismo lo utilizó para estructurar sus argumentos en otras obras, en particular al año siguiente en Concordancia de la razón y la fe.44 En ese sentido, aunque pueda parecer paradójico, a pesar de lo importante de su crítica a las instituciones novohispanas, por razones tanto prácticas como de autoridad, trataba de preservar una de sus bases fundamentales: la manera en que había que organizar el pensamiento. Era pues, un “liberal escolástico”, por así decir. Algo semejante se nota en un debate anterior, pero que nos devuelve a sus obras de la década de 1880.
REIVINDICACIÓN, PRÁCTICA Y MEMORIA DEL CLASICISMO
En 1872, Agustín Rivera supo de la eliminación del estudio de los clásicos paganos en los cursos del Seminario de Colima por un informe de su rector, en el que decía seguir las consignas del abate Jean-Joseph Gaume y del superior general teatino Joaquín Ventura de Ráulica. Uno y otro autor, eran críticos de la educación que se había impartido en los colegios jesuitas, a los que atribuían consecuencias tan desastrosas para el catolicismo como la Revolución Francesa. El presbítero laguense, consultó inicialmente al respecto, al obispo de León, José María de Jesús Díez de Sollano y Dávalos, y terminó escribiendo al menos dos obras sobre el tema, en primer lugar su recopilación de Pensamientos de Horacio,45 y sobre todo el Ensayo sobre la enseñanza de los idiomas latino y griego y de las bellas letras por los clásicos paganos, publicado en varias entregas a lo largo de la década de 1880.46
En la primera de esas obras, Rivera reunía 134 citas del clásico latino con una clara finalidad educativa (“encontrarán los jóvenes”, decía, “uno de los talentos más grandes que ha producido la humanidad”), y afirmando desde el inicio, que lo hacía siguiendo los lineamientos del Papa Pío IX.47 Aprovechó además algunas notas a las sentencias para defender el uso de los clásicos latinos, en particular la número 66, en la que realizó un imaginario recorrido por las cátedras de un colegio tratando de eliminar “toda doctrina enseñada por los paganos”.48 En su ya conocido estilo irónico, llegaba a varios absurdos: el cierre de la cátedra de Historia para no enseñar la de las naciones paganas, de la cátedra de Matemáticas para que “no se use de los números romanos y aun los arábigos son bien paganos”.49 Pero la eliminación de algunos de esos contenidos tal vez no hubiera sonado tan mal en un marco menos tradicionalista: “el sistema de Tolomeo” en el caso de la cátedra de Física, la “doctrina” de Hipócrates y de Galeno en la de Medicina.50
En cuanto al Ensayo, es una obra estructurada en 55 adiciones a la correspondencia con el obispo de León, que integra un verdadero torrente de citas de la Biblia, de los Santos Padres, de autores clásicos pero también recientes, en defensa de una afirmación fundamental: que los clásicos paganos debían estudiarse por “los niños y los jóvenes en los primeros años de la carrera literaria”, aunque “expurgados” y junto con “los clásicos cristianos”.51 Como era de esperar en quien había sido catedrático de sintaxis latina en el Seminario, y era autor de una obra de Gramática castellana, arguyó además a favor de mantener al lenguaje (gramática y literatura) como un elemento fundamental de la educación de la juventud, en particular el aprendizaje del griego y del latín, y éste a partir no solo de reglas, sino también de modelos que debían ser, evidentemente, los clásicos tanto paganos como cristianos.52
Ahora bien, destaquemos asimismo que Rivera construía alegatos basados fundamentalmente en autoridad y en tradición. Ya desde los Pensamientos de Horacio, advertía sobre el plan de estudios de los jesuitas “que fue concebido, meditado y formado por grandes sabios; que ha sido aprobado por los Sumos Pontífices; que no ha durado un año ni dos, para ser sustituido por otros veinte, sino por el espacio de algunos siglos”.53 Al exponer sus fundamentos en el Ensayo, siguió la misma tónica: la educación jesuita era modélica por cuidar de la moral; “el aprecio de los largos siglos” y la autoridad de “todos los sabios” lo respaldaban; asimismo, “San Gerónimo, San Ambrosio y los demás Santos Padres”, habían aprendido de los clásicos paganos; y la propia autoridad pontifica, la de Pío IX lo confirmaba.54 Destaquemos la adición que tituló “Encomios de los clásicos cristianos y de los clásicos paganos acondicionados”, en que recorre una galería de 40 citas de 31 autores, desde la Biblia hasta el siglo XIX.55
Esa tradición se hacía especialmente relevante en el caso de la Iglesia mexicana: en la “ciencia de hablar y escribir de Virgilio y en otros clásicos paganos”, decía el título de la adición quinta, se habían formado “mexicanos ilustres”, de los que citaba algunos apellidos: “los Portugal, Munguía, Sollano, Ormacheas, Nájeras, Arrillagas, Camachos, Espinosas, Pesados, Carpios, Sánchez de Tagle, Marianos Esparzas, Alamanes, Coutos, de la Rosa y mil otros”.56 De manera semejante, a propósito de la crítica a las representaciones teatrales de los jesuitas, inspiradas o adaptadas de dramas clásicos, volvía a desplegarse la nómina de apellidos, esta vez de eclesiásticos ilustres, contando 4 obispos y 4 altos clérigos, que “tan bien representaban en las comedias y tragedias como alumnos del Seminario de Guadalajara”, y que no por ello, preguntaba, “¿dejaron por esto de ser candidatos al reino de los cielos?”.57
Toda esta argumentación era contemporánea de la crítica mordaz de las instituciones académicas que encontramos en La filosofía. Nuestro autor se mostraba consciente de que defendía una educación que contrastaba con las inquietudes de la modernidad, pero apostaba por la conciliación. “Las artes mecánicas no están peleadas con la bella literatura, sino que se hermanan muy bien, y en una sociedad de seres racionales y sensibles, la segunda es el hermoso y necesario complemento de las primeras”, sentenciaba antes de remitir a una nueva cita de una de sus fuentes favoritas, la Enciclopedia de Mellado.58
Testimonio de su coherencia con su defensa del clasicismo, es que ya en 1869, cuando era profesor del Liceo de Lagos, había mandado a colocar en él una serie de 78 citas, de las que 24 eran de autores clásicos latinos, siendo Cicerón el más mencionado.59 Además, fue en el marco de su cátedra que escribió 2 de sus primeras obras históricas: Compendio de la Historia antigua de Grecia . Compendio de la Historia romana.60 La advertencia de este último era testimonio de sus prácticas en el aula: había “usado con frecuencia de textos latinos”, porque sus estudiantes cursaban también gramática latina, pero además “por la gran fuerza que da al pensamiento la lengua original y especialmente la del pueblo rey”.61 En cuanto a Grecia, el Compendio era muy claro al comenzar afirmando que en su historia “están los maestros y modelos en la mayor parte de los ramos del saber humano”.62 Ahora bien, la reflexión sobre estas cuestiones educativas sirvió además para que Rivera comenzara a evocar sus propios recuerdos de colegio. La adición 38 del Ensayo, incluyó un diálogo que tituló Los dos estudiosos a lo rancio y que luego se convirtió en un folleto independiente, impreso en 1882. Esta segunda versión comenzó con una dedicatoria a sus profesores y a sus condiscípulos en el Seminario de Guadalajara, seguida de unas primeras “reminiscencias de colegio” sobre esa primera formación.63
Volveremos sobre este texto más adelante, por ahora nos interesan más bien las memorias que dejó a través del que fue su biógrafo “oficial”, por así decir, Ausencio López Arce. En sus Rasgos biográficos encontramos un verdadero recuento de la trayectoria escolar de Rivera, que nos permite saber con cierto detalle sobre los profesores, cursos, actos literarios e incluso algunos textos leídos por el joven laguense. Desde luego, aquí nos interesa porque da cuenta de la importancia que tuvo en su caso el aprendizaje de la gramática latina a través de los clásicos, en particular en torno al tema de la oratoria. Un buen ejemplo es su examen de Gramática de 1838, en que habría traducido: “las doce Oraciones Selectas de Cicerón, las diez Églogas, la 1ª. y 4ª. de las Geórgicas y los dos primeros Libros de la Eneida de Virgilio, la Carta de Horacio a los Pisones, las Elegías del Padre Hosquio y la Oración que el Dr. D. Juan Nepomuceno Camacho dijo en el funeral del ilustrísimo señor Gordoa”.64
Todo este trabajo de historia y memoria, contrasta con la tendencia de los proyectos educativos liberales de la época.65 Es testimonio de ello que apenas dos años después de terminar su Ensayo sobre la enseñanza de los idiomas latino y griego, en 1891, el Segundo Congreso Nacional de Instrucción concluía proponiendo la supresión del latín de los estudios preparatorios. Más aún, el propio Justo Sierra, en su informe como presidente de la reunión, fue muy claro en que ya no era una enseñanza adecuada para las realidades del presente, e incluso descalificó su historia: en la Edad Media no había servido “ni a impedir ninguna decadencia, ni a trazar uno solo de los derroteros al pensamiento humano, ni a iluminar ante él un solo segmento de los horizontes del porvenir”.66 En la práctica, además, estaba excesivamente relacionado con el escolasticismo que los educadores modernos trataban de dejar atrás: “servía o para entender los libros litúrgicos de la Iglesia o cuando más los polvosos infolios del casuismo escolástico en que flotan las ideas como en el océano las disgregadas tablas de náufraga nave”.67 Desde las páginas de El Universal, apenas unos años después, la reacción del escritor Ángel del Campo a la supresión del latín en la Escuela Nacional Preparatoria, era entusiasta: “paréceme oír el grito unánime, ver el ademán supremo, asistir al frenesí dichoso de una generación que gime al peso de las Selectas Profanas”, pero además, reiteraba el argumento de que constituía una enseñanza anacrónica: “a la altura actual de la ciencia ocupa demasiado lugar en los cuadros de estudios preparatorianos”.68
En suma, en un contexto en que tanto una parte del catolicismo ultramontano cuestionaba el uso de los clásicos paganos, como los liberales y cuestionaban la formación basada en el latín,69 Rivera constituía una excepción doble.70 Éste era, de nueva cuenta, uno de los aspectos en que nuestro autor, declarándose y siendo reconocido como liberal, era auténticamente tradicionalista, toda vez que aquí no había sino argumentos de autoridad y de práctica constante e inmemorial en apoyo de la formación basada en el latín. Ahora bien, sus recuerdos sobre su época de estudiante no se limitaron al aprendizaje de los clásicos, sino que incluyeron testimonios y estudios que reiteran esa tensión entre lo antiguo y lo moderno.
MEMORIAS DE UN ESTUDIANTE
Crítico de las corporaciones educativas novohispanas, pero defensor de un “verdadero escolasticismo” y del clasicismo, aunque se consideraba y era reconocido como liberal, el doctor Agustín Rivera dejó también testimonios de cómo había sido su propia formación en los seminarios de Morelia y Guadalajara.71 Ya lo advertíamos, hasta donde hemos podido revisar, el tema surgió con motivo de su defensa de los textos latinos cuando escribió el diálogo Los dos estudiosos a lo rancio (1882), y que retomó exactamente una década más tarde, cuando en 1892 incluyó en su folleto La vocación de Simón Bar Jona, una nota con el título “Tiernos recuerdos del palacio del señor obispo Portugal y del seminario de Morelia en tiempo del mismo señor”, e imprimió también en su colección de “Entretenimientos de un enfermo” unas Reminiscencias de colegio.72
Las primeras reminiscencias datan de cuando aún no había publicado La filosofía, pero ya estaba presente su cuestionamiento de las prácticas de las antiguas corporaciones educativas novohispanas. De hecho, cabe advertirlo, más que una memoria de los contenidos académicos, el lector encuentra en estos textos descripciones que sirven más bien para la historia de la “civilización de las costumbres”, y para el estudio de la oratoria y su valor educativo. En efecto, nuestro autor no trató de los textos o de los cursos, salvo por anotaciones marginales, por ejemplo, apuntó algunos indicios de modernidad, como al mencionar el gabinete de física del seminario de Morelia;73 también dio cuenta del uso de ciertos textos de tradición galicana, como las célebres Instituciones de la filosofía lugdunense, obra de Joseph Valla en el Seminario de Guadalajara,74 o bien del curso de teología tomista de Charles Réné Billuart, que citó constantemente a todo lo largo de su obra.
Cabe acotar que es ejemplar que la mención del Lugdunense en sus Reminiscencias, informa mejor de la relación con el libro como objeto, que con el texto: “le dábamos a la pelota con las Instituciones”, “poníamos una tortilla como señal en un libro”, decía concretamente nuestro autor.75 De la misma forma, la mayor parte de la nota aparecida en La vocación, aunque daba cuenta precisa de los catedráticos que conoció, en realidad es un testimonio de la vida cotidiana de la época: completaba la nota sobre las dotes académicas de cada uno, con apuntes sobre sus costumbres, vestimenta e ideas políticas. De hecho, justo es testimonio de lo que hoy podríamos llamar la interdependencia entre lo cotidiano y lo político, relación que los historiadores hemos aprendido de Norbert Elías.76 Así, no sorprenden en esos catedráticos los binomios como “liberal moderado” y “de costumbres inmaculadas” (Mariano Rivas, Ignacio Aguilar y Marocho, Epifanio Gálvez, Pelagio Antonio Labastida); o bien “liberal moderado” y el uso del traje moderno “pantalón […], botas, capa española negra, sombrero alto […] y medias patillas” (Joaquín Ladrón de Guevara); un posible “conservador” con el uso del antiguo traje estilo cortesano “calzón corto, medias negras, zapato con hebilla” (Félix Malo).77 Asimismo, como bien indica el título, dedicó un amplio espacio a detallar las costumbres domésticas del obispo Gómez Portugal, “liberal moderado” a quien destacaba por su sencillez: “su mesa era frugal y humilde”, “nunca tuvo coche propio”, “cariñoso prelado”.78
En una lógica semejante, las Reminiscencias del Seminario de Guadalajara resultan desde sus primeras páginas un abanico de costumbres estudiantiles, podríamos decir, “todavía” poco “civilizadas”. El autor mismo decía que el objetivo del folleto era tratar de la institución “bajo el aspecto ameno de las travesuras”, y en particular se refirió a los apodos. Cierto que el punto surgió a partir de un artículo en que recordaban el suyo, “la borrega”, y nuestro autor no dejó de advertir que era precisamente testimonio del “atraso en civilización de las costumbres escolares”; no obstante, tampoco dejó de complacerse en recordar los de sus compañeros. Estos sobrenombres, por cierto, mayormente relacionados con animales (“mayate”, “alacrán”, “cabeza de mula”, “tecolote”) o con el género femenino (“chucha”, “comadre”, “Nana Melchora”).79 Cabe destacar que no eran monopolio de los estudiantes, citó incluso profesores y hasta obispos aficionados a hacer bromas al respecto, “especialmente en tiempos del gobierno español”.80
Era apenas el inicio de un listado de cierta extensión, en que se incluían retrasos matutinos, riñas, insultos a los profesores, para dirigirse luego hacia las prácticas y símbolos religiosos. “Éramos unos bárbaros, pues no respetábamos ni a los sacerdotes”, decía el propio Rivera.81 Nuestro autor mezclaba sus recuerdos nostálgicos con sus críticas a la cultura novohispana: apuntaba contra la vida religiosa, contra la oratoria barroca y contra las “vanidades” en el culto, cuyas contradicciones se ponían de relieve en las irreverencias de aire inocente de los colegiales. Más que clases y cursos, el lector se encuentra con las fiestas. Los colegiales, “comentaban alegremente los más austeros sermones”, pero que muchas veces eran meros “disparates” de “algunos predicadores candorosos y gerundios”. Con motivo de la seña, cuando los canónigos lucían sus largas capas, los jóvenes eran capaces de pelearse por “agarrarles la cola” a los canónigos, bien que eran ellos los “que daban un escudo de oro por tal servicio”.82 Todo esto daba pie al extenso relato de una procesión de Corpus en Guadalajara a mediados del siglo XIX, que habría sido desordenada por un toro, cuya trayectoria servía a Rivera para describir con detalle a personajes seglares y eclesiásticos, uno más anacrónico que el otro, como se notaba en sus vestimentas con traje cortesano del siglo XVIII.83
En fin, ya en los Rasgos biográficos publicados a principios del siglo XX, volvemos a encontrar referencias a los contenidos escolares, de nuevo en perspectiva crítica. Rivera lamentaba haber cursado Aritmética, Geometría, Geografía, Física y Astronomía en el Seminario de Guadalajara, con un profesor “ignorante en dichas ciencias”, y usando las obras de Altieri y Valla. “Estas ciencias, en nuestro México, se hallaban todavía en mantillas”, apuntaba el biógrafo.84 Mas no fue en una cátedra de ciencias, sino en una de Derecho, que el joven habría levantado finalmente la voz ante la calidad de los cursos: “Señor, no venimos más que a traducir a Berardi, que no entendemos, porque Usted no nos enseña nada”, le habría dicho al final de un curso al profesor Ignacio García.85 A la vista del panorama de estas obras, se diría que la memoria del Seminario de Guadalajara no era particularmente positiva, bien que nos ha dejado, asimismo, una nota sobre una vida estudiantil que iba más allá de los apodos y las travesuras, y que incluía en cambio, formas de sociabilidad moderna: “yo era de los colegiales que se divertían demasiado en el juego de pelota, de los rarísimos subscriptores y lectores de periódicos literarios […] y políticos […], inventores de una Academia Literaria y periódico manuscrito”.86
Cabe decir que, a más de estudiante del Seminario de Guadalajara, Rivera fue también estudioso de su historia y de la historia de sus egresados. Le dedicó al menos dos textos, una presentación de documentos y, el más conocido, Los hijos de Jalisco, memoria de los catedráticos y estudiantes de filosofía desde 1791 hasta 1867.87 Además de lucir la brillante memoria que ya le habían elogiado sus profesores, dejó al menos las bases de una prosopografía de la elite jalisciense del siglo XIX con datos sobre 530 personajes, bien que de uno solo recordaba el apellido y de otros 13 no refirió o confesó no saber qué había sido de ellos. Del resto, es decir, 516, ofrece al menos el nombre (excepto de 4), apellidos y alguna referencia sobre su carrera posterior (4 murieron jóvenes), especificando el lugar de origen en 58 casos, punto en que muestra sus prioridades locales al incluir un apéndice para enlistar a 34 laguenses.
El rubro más grande, con 237 antiguos seminaristas, es el conjunto de los que se dedicaron al derecho y a la política. La lista hace del Seminario Conciliar de Guadalajara una institución fundamental para la élite no solo jalisciense, sino nacional del siglo XIX. Baste decir que aparecen 3 presidentes o vicepresidentes de la república: Anastasio Bustamante, Valentín Gómez Farías y José Justo Corro; a más de por lo menos 21 gobernadores estatales de Jalisco, Guanajuato, Zacatecas y Sinaloa y otros políticos notables.
Fiel además a su interés por la modernidad científica en la educación, Rivera subrayó de manera particular a los primeros ingenieros (apenas 4 en total: Rosalío Banda, Pablo Ocampo, Ignacio Guevara y Ángel Anguiano). De manera semejante, entre los 76 médicos del listado, destacó sobre todo a los ya formados en la ciencia moderna y que no eran “hijos de Galeno y del seudoescolasticismo y ‘unos grandes ignorantes’”.88 De nuevo, esto no evitaba que resaltara también a aquellos que, en una tradición más clásica, fueron grandes oradores, como Juan Aguirre, Juan Nepomuceno Camacho, Francisco Espinosa (“el único que reunía todas las dotes de un orador sagrado”) y su coterráneo José María Sánchez (“primer orador sagrado de Guadalajara en su tiempo”).
Todavía en la década de 1890, nuestro autor editó un nuevo diálogo tanto o más irónico y crítico que Los dos estudiosos a lo rancio, pero esta vez apuntando al Seminario de Guadalajara de su presente, y en particular a su ya conocido rival en debates educativos, el canónigo Agustín de la Rosa. El Diálogo entre Agustín Rivera y Florencito Lebilon, tuvo incluso una segunda edición en 1899, que es la que hemos consultado.89 Fiel a su costumbre, la crítica era académica, pero también del orden de lo cotidiano: en lugar de estudiar la “gramática azteca”, Florencito contaba a don Agustín, que profesor y estudiantes se habían dedicado a “una especie de Marsellesa contra la limpieza y aseo de la persona y del vestido, es decir, contra la urbanidad”.90 Básicamente era una denuncia del estado de la cátedra, con pocos estudiantes, y dedicado a disertaciones teóricas, que la hacían catalogable dentro de los “muchísimos restos de la educación colonial”, con la “flojedad” y el “fanatismo” de españoles entre sus distintivos.91 Como era de esperar, no faltó en la prensa católica un defensor del Seminario tapatío, Un ex- estudiante del mismo, o al menos así firmó una carta remitida al periódico El Tiempo de Victoriano Agüeros. Fue la oportunidad para nuestro autor de reiterar su crítica de una “educación colonial” para la cual los “indios” no contaban, y de insistir también en que la gramática Agustín de la Rosa no era el instrumento más apto para este caso. La “filosofía y riqueza” del náhuatl no eran lo importante, pues se trataba de una mera erudición, “no se trata de sacar sabios, sino de sacar salvos, de salvar a la raza india”,92 decía ya en sus conclusiones.
Como puede verse, la memoria del Seminario que dejó Rivera resulta asimismo contrastada: no se impartía en él la filosofía natural moderna, era una de las fuentes del “seudoescolasticismo”, e incluso, se había convertido en baluarte de la “educación colonial”, pero a la vez era un lugar donde se habían desarrollado ya algunos personajes que habían abierto el camino de la educación moderna.
COMENTARIOS FINALES
Agustín Rivera, se consideraba liberal y era reconocido e incluso venerado como tal en la sociedad de su tiempo. Sin embargo, como puede verse, no era un liberal exactamente como los intelectuales laicos de su tiempo. Es claro que compartían la fe en la educación como medio para que la sociedad progresara. Asimismo, tenían en común lo que Sierra destacaba en 1910, una crítica de ciertos aspectos de la enseñanza, pero como podemos ver en las obras que hemos recorrido, era una crítica que, si bien se planteaba con un estilo a veces profundamente irónico, se dirigía sobre todo a los aspectos que consideraba desviaciones de un origen en el fondo correcto, cuestionando sobre todo las prácticas “bárbaras”. En cambio, no dejaba de tener una visión positiva de tres de los fundamentos de esa antigua educación novohispana: la gramática latina, aprendida con base en autores clásicos latinos paganos (Cicerón, Horacio, Virgilio, en particular), el método escolástico como recurso para pensar una argumentación, y desde luego, la religión católica. En fin, como hemos visto, si los claustros universitarios eran las víctimas fundamentales de la crítica, los seminarios, en particular el de Guadalajara, podían recibir observaciones más matizadas.
No es que Rivera fuera radicalmente original, es bien conocida la obra de José Díaz Covarrubias, ministro de Instrucción del presidente Lerdo de Tejada, cuyo balance sobre los seminarios tiene alguna semejanza. Sin dejar de apuntar a la necesaria introducción en ellos de “progresos científicos”, acotaba “sería injusto desconocer los servicios que en una época prestaron los seminarios”, decía el ministro, reconociendo además su importancia contemporánea: “contribuyen actualmente a difundir muchos de los conocimientos, principalmente preparatorios, que siempre serán útiles al que los adquiera y a la sociedad”.93
Pero mientras ese ministro tenía prioridades claramente seculares, las del padre Agustín Rivera no dejaban de ser religiosas. En su discurso conciliador del progreso (la ciencia, el latín y la escolástica), no dejaba de haber una cierta reivindicación de una cultura católica, en la cual la formación escolar estaba dedicada al desarrollo de virtudes que eran al mismo tiempo “cristianas y cívicas”, según diría en una de sus oraciones cívicas,94 como también una defensa de la posición suprema de la providencia divina, por encima de las leyes de la naturaleza. Así lo explicó en una nota al pie de La filosofía: “una mano se mueve en virtud de las leyes fisiológicas de la naturaleza y de las leyes de la naturaleza Dios es el autor”.95 Lejos de separar las esferas política, científica y religiosa, Agustín Rivera, a pesar de su estilo irónico, no dejaba de insistir en conservar unos fundamentos religiosos para la educación. En ese sentido, más que un epitafio de la universidad medieval, su obra era una manera de defender algunas de sus bases, y de hacerlas compatibles con la modernidad.