INTRODUCCIÓN
El lingüista e historiador de la cultura Pedro Henríquez Ureña (1884- 1946), miembro de una familia muy destacada en el ámbito político e intelectual dominicano, es una figura de referencia indudable para conocer con mayor profundidad los nexos culturales de la elite académica latinoamericana del siglo XX. Debe subrayarse en particular la influencia que Henríquez Ureña recibió de autores españoles contemporáneos tan destacados como Marcelino Menéndez Pelayo, Azorín o Rafael Altamira. Junto con los influjos recibidos por Henríquez Ureña, cabe resaltar el que este ejerció sobre muy numerosos pensadores latinoamericanos, entre los cuales se encuentran los mexicanos Alfonso Reyes, Antonio Caso, Alfonso Cravioto, Luis G. Urbina y Carlos González Peña, con quienes fundó en 1909 el Ateneo de la Juventud, denominado más adelante Ateneo de México. En enero de 1901, salió de su país con destino a Nueva York, puede decirse que para siempre, pues solo regresó a tierras dominicanas en dos breves periodos: durante una visita en 1911 y, posteriormente, de diciembre de 1931 a junio de 1933. Henríquez Ureña residió entre 1904 y 1924 en Cuba, México, Estados Unidos, España y Argentina, países donde colaboró con Ramón Menéndez Pidal, José Vasconcelos y Amado Alonso, entre otros importantes intelectuales.
La principal hipótesis que guía las líneas que siguen a continuación, es la puesta en valor de la incansable labor desarrollada por Henríquez Ureña en el campo académico, en tanto que la misma permite considerar al autor dominicano como un auténtico relacionador de las diversas culturas hispánicas, retomando el término acuñado por Alberto Baeza.1 Parece poco menos que indudable la relevancia de la obra intelectual de nuestro protagonista, pero quizá no siempre se haya hecho suficiente énfasis en su ingente esfuerzo por entablar un diálogo fundamental a través de una suerte de tensión permanente entre lo hispanoamericano y lo español, lo local y lo universal, lo contemporáneo y lo clásico. Precisamente de esta apreciación ética y estética por el clasicismo, entendido en su sentido más amplio, incluyendo a los griegos, asume como propios los conceptos de diálogo y dialéctica, tan caros a un pensamiento enciclopédico como el de Henríquez, quien con su trabajo de erudición pretendía abarcar gran parte del saber humanístico de su tiempo.
ORIGEN FAMILIAR DE PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA
Resulta imposible pasar por alto la enorme influencia que sobre la trayectoria vital y ante todo intelectual ejerció su núcleo familiar, entre cuyos miembros se encuentran figuras muy relevantes de la cultura y la educación dominicana, comenzando por sus propios padres, Salomé Ureña y Francisco Henríquez y Carvajal. En efecto, el papel desempeñado tanto en la política como en otras esferas de la vida pública del país, queda demostrado por la gran cantidad de familiares que ocuparon altos cargos en la administración del Estado dominicano, fueron literatos reconocidos en su tiempo o profesionales de prestigio en diversos campos, desde la judicatura, hasta la historiografía o la medicina. Salomé Ureña fue considerada, y aún hoy suscita admiración prácticamente unánime, como una de las mejores poetas dominicanas, quien además fundó en 1881 la primera institución educativa superior para mujeres de la historia de su país, el denominado Instituto de Señoritas, que formó maestras normales hasta 1894, y cuyo modelo pedagógico estaba influido, al menos en parte, por las ideas positivistas del educador y pensador puertorriqueño Eugenio María de Hostos. Este había llegado a territorio dominicano en 1875, y “muy pronto entró en contacto con Federico Henríquez y Carvajal, cuñado de Salomé”, por lo que, cuando en 1880 “inició sus labores en Santo Domingo la Escuela Normal, fundada y dirigida por Hostos”, uno de los principales apoyos morales e incluso económicos que recibió, aparte del brindado por el general Luperón, fueron los de Salomé Ureña y los hermanos Francisco y Federico Henríquez y Carvajal.2
La vida de Salomé fue de gran trascendencia para la historia cultural dominicana, pese a su brevedad, pues murió con solo 47 años, pero su influjo en la formación intelectual de Pedro resultó decisivo para comprender su evolución posterior, así como su inquebrantable vocación hacia el estudio y la actividad creativa en el ámbito humanístico. Aunque también su padre jugó un papel de importancia indudable en la formación y el destino de Henríquez Ureña, sus estancias en el extranjero durante prolongados periodos, por ejemplo, cuando se especializó como médico en París, hicieron que la presencia e influencia del progenitor resultasen más atenuadas debido a tales circunstancias. No obstante, la relación, sobre todo epistolar, entre padre e hijo fue muy fluida en todo momento, e incluso se intensificó cuando Pedro decidió participar activamente en defensa de la soberanía nacional usurpada en el periodo de la ocupación estadounidense de la República Dominicana, durante el cual Francisco Henríquez y Carvajal ocupó la presidencia del país, de forma más simbólica que efectiva, pues las tropas norteamericanas habían invalidado dicha elección. El padre de nuestro autor fungió también, entre otros cargos de relevancia, como secretario del arzobispo, presidente y escritor, Fernando Arturo de Meriño, y como ministro de Relaciones Exteriores, además de actuar como plenipotenciario en numerosas misiones internacionales, y en el plano estrictamente educativo, fue director de la Escuela Preparatoria de Santo Domingo.
Uno de los hermanos con quien Pedro estuvo más unido, Max, fue un destacado escritor y diplomático, mientras que su hermanastro Enrique Cotubanamá Henríquez Lauranson, ejerció la medicina como su padre, aunque también incursionó en los campos de la filosofía y la política, en esta última actividad, una de sus aportaciones más relevantes fue su participación como fundador en 1939 del Partido Revolucionario Dominicano en Cuba, en plena dictadura trujillista, junto con Juan Bosch, a quien el propio Cotubanamá fue a buscar a Puerto Rico para convencerlo de que debía encabezar esa nueva organización.3 Su hermana Salomé Camila se dedicó de igual manera al ámbito intelectual mediante su labor como educadora y humanista, continuando así la ya larga tradición familiar a la cual habría que añadir su activa militancia feminista, vinculada quizá con una hipotética orientación homosexual, si bien no cabe afirmarlo taxativamente.4
La familia Henríquez Ureña tenía un determinado concepto acerca de su propia importancia, el cual se correspondería muy fielmente con el verdadero legado que sus miembros habían ido acumulando durante largos años de trabajo arduo y tesonero, unas veces callado y otras, en cambio, público y de carácter incluso propagandístico, como en el caso de su resonante actuación entre 1916 y 1924, denunciando la ocupación militar norteamericana de su país. En la siguiente carta de Max a su hermana Camila, puede calibrarse, al menos en cierta medida, la magnitud de ese acervo familiar al servicio de la cultura y la educación, pero también de diversas causas sociales y políticas en la República Dominicana:
He aquí los paquetes que aspiro sea posible despachar, si posible en el mismo orden de la lista:
[...] Paciflores, pequeño volumen de recortes y apuntes de nuestro abuelo Nicolás Ureña. (Este libro, como cosa especial, solo debe ser enviado a mano de un pasajero, o persona de absoluta confianza, pues no hay otro ejemplar y el que pido es para mandarlo a la imprenta y, una vez impreso, repartirlo entre bibliotecas, intelectuales, revistas, etc.).
[...] Púrpura, vals de Max Henríquez Ureña. Sol tiene un ejemplar de este vals mío, y deseo me lo mande, pues no creo que haya otro ejemplar. Aunque es de desear que también este paquete pueda venir a mano, podría enviarse por correo certificado [...], y yo avisaré a donde deben remitirse en definitiva para su reimpresión.
[...] Camila tiene guardados los ejemplares encuadernados [...] de las obras de la familia (Salomé, Pancho, Pedro, Max, tío Fellé, Camila, Cotubanamá, etc.), son unos doscientos volúmenes y folletos [...]. Lo que me importa es la colección de obras de mis padres, hermanos, tíos, etc.5
En suma, tal como pone de relieve acertadamente Andrés L. Mateo, es “frecuente abordar la vida de Pedro Henríquez Ureña tejiendo a su alrededor una autogeneración asombrosa, en la que se le describía como un solitario ‘marinero intelectual’, dejándolo flotar en el enigma que encierra la idea de que «el destino dominicano lo prefigura, pero no lo explica»”, en palabras de Enrique Krauze. No obstante, añade Mateo, se ha de destacar tres factores principales: “la circunstancia de un núcleo familiar que entraña una verdadera oligarquía espiritual de la nación dominicana”, así como el hecho de haber despertado a la vida de la inteligencia “en un momento de grandes transformaciones sociales” en su país. Por último, pero de no menor trascendencia, cabe subrayar “el influjo intelectual de las oleadas de inmigrantes” que propiciaron “las transformaciones del pensamiento que caracterizan la época, aportando propuestas de regeneración social” y tiñendo de un cierto cosmopolitismo el escenario cultural dominicano.6
EL PANORAMA CULTURAL HISPANOAMERICANO A COMIENZOS DEL SIGLO XX
Pese a haber nacido en un entorno social privilegiado, al menos desde el punto de vista cultural y, por ende, en cuanto a su formación intelectual, la vida de Pedro Henríquez Ureña no fue precisamente cómoda ni fácil en lo material, ni tampoco en términos existenciales. De hecho, así se intuye a partir de la lectura de sus Memorias, comenzadas a una edad relativamente temprana, con solo 25 años, en 1909, poco tiempo después de haberse instalado en México procedente de Cuba, a donde llegó desde Nueva York, ciudad en la que había vivido entre 1900 y 1904, año que recibió “enfermo, inmóvil, y moralmente adolorido”. En cualquier caso, él mismo deja claro que su “mala situación pecuniaria y aun física” nunca había sido un “impedimento en lo relativo al teatro y los conciertos”, actividades que se convirtieron para él en “un ritual inevitable”, antes de enumerar uno por uno y con todo lujo de detalles los espectáculos a los cuales había asistido durante el año que acababa de terminar. Sin embargo, según sus palabras, no dejó Nueva York con pena, sino que sentía que “la gran ciudad” ya le había enseñado cuanto debía enseñarle “y que ahora su enseñanza, moral e intelectual”, debía servirle para vivir entre su propia gente.7
Tras poco menos de dos años en La Habana, etapa que aprovechó para publicar su primera obra titulada Ensayos críticos (1905), Henríquez Ureña llegó a México en enero de 1906. Su primera residencia en este país, que se prolongó hasta 1914, resultaría decisiva para la biografía de Henríquez, así como para la propia historia mexicana que estaba a punto de atravesar por una de sus crisis más dramáticas con la caída del régimen de Porfirio Díaz en mayo de 1911, en medio y como primera consecuencia directa de la revolución desencadenada sobre todo a partir de los levantamientos ocurridos en noviembre de 1910. El contexto intelectual en que se inserta el joven Henríquez presenta unas características bastante definidas, al menos en lo relativo al combate contra el positivismo oficioso del denominado porfiriato. Él mismo había adoptado esta corriente de pensamiento como base ideológica de su sistema político, al igual que tantos otros regímenes latinoamericanos, cuya divisa de ‘orden y progreso’ se convirtió en paradigma de la lucha entre civilización y barbarie, entre la sociedad urbana y el mundo rural. Dicho conflicto es interpretado de forma particularmente exitosa por el argentino Domingo Faustino Sarmiento, cuya novela Facundo o civilización y barbarie (1845), ilustra a la perfección un combate de ideas que continuaba muy vivo años después.
En efecto, Gianfranco Pecchinenda señala la paradoja de que, como ya había ocurrido en numerosas ocasiones a lo largo de la historia de las ideas en América Latina, “mientras por un lado se utilizaron modelos conceptuales típicamente occidentales [...], por el otro se trató de conseguir un empuje a la acción social y a la constitución de una identidad nacional original”, justo “a través de una especie de encarnizamiento antieuropeo y antioccidental”. Tal como subraya el autor, durante todo el siglo XIX latinoamericano el concepto de ‘nación’ fue asociado con frecuencia a los de ‘patria’ y ‘patriotismo’, pero también y principalmente a la idea de ‘progreso’: “la nación empezó a ser entendida como aquella entidad compuesta por gente ‘civil’ (y ‘urbanizada’)”. Se contraponía de ese modo a “los que permanecían en una situación ‘incivil’”, es decir, a los habitantes marginales de los núcleos urbanos, y más en particular a la población de las zonas rurales.8
Sin embargo, también es cierto que, durante ese siglo y en sentido opuesto a la expansión de tales planteamientos, “muchos intelectuales de gran influencia en la sociedad latinoamericana lograron concebir un nuevo modelo ideológico que hiciera concurrir al mismo fin los diferentes intereses” de los diversos estados nacionales: el ideal de la ‘latinidad’. Efectivamente, su validez pudo afianzarse, además, “gracias a la contraposición con otra forma de alteridad” que emergía entonces e intentaba ocupar el espacio que había dejado vacío el imperio español: ese “adversario ‘cultural’ fue el sajonismo”. Así, por ejemplo, Francisco Bilbao, quien al parecer fue el primero que utilizó el término ‘América Latina’ “como fórmula unitaria” en oposición a la ‘América Sajona’, afirmó en un discurso pronunciado en 1865, en París, que la unión era “la verdadera forma de patriotismo de los americanos del sur”. Así pues, esa unión, que tomaba la forma de una confederación, reproducía la identidad americana y latina, la cual perpetuaría la raza y haría posible “la creación de una gran nación latinoamericana”. Es más, de acuerdo con los principios expresados por el propio Bilbao, solo a través de la mencionada unión “sería posible rechazar el imperialismo de Estados Unidos”.9
Esta idea planteada inicialmente por Bilbao, “cuyo éxito sigue vivo en muchos grupos de intelectuales y cuya influencia se ha manifestado” con gran frecuencia “en la formación del pensamiento político” de numerosos autores de la región, fue “aplicada con el correr de los años por muchos otros intelectuales”. Entre ellos cabe mencionar al uruguayo José Enrique Rodó y al cubano José Martí, así como a los autores adscritos de manera habitual a la corriente denominada indigenismo, que puede considerarse, en sus diversas variantes, una especie de consecuencia impensada o una ‘reacción’ a la postura de Bilbao.10 El pistoletazo de salida definitivo, por así decir, vino en 1900 de la mano de la publicación de Ariel por parte de Rodó, obra en la cual, como es sabido, identifica el espíritu latinoamericano con Ariel, en contraposición a ese ser monstruoso llamado Calibán, al cual se hace corresponder con el materialismo estadounidense.
Así pues, dentro de esta línea ya esbozada entre otros por dichos autores, el mexicano José Vasconcelos “ve la guerra de 1898 y sus resultados como expresión de una vieja lucha entre el espíritu latino, mediterráneo, y el espíritu sajón”, del que derivan Inglaterra y Estados Unidos. ‘Pugna de latinidad contra sajonismo’ es para Vasconcelos esta guerra; guerra de instituciones y propósitos distintos. “El conflicto se considera iniciado en los mares de Europa con la derrota de la Armada Invencible en el Canal de la Mancha [...] y ha pasado ahora al continente americano [...] en el que vienen pujando y luchando concepciones originadas en los mares al uno y al otro lado de Europa”.11
En efecto, una expresión más de esa “larga lucha que ya conocen los latinoamericanos” es la que ven en 1898 con la guerra entre España y Estados Unidos, la cual consideran como una agresión contra la nación que se está formando a uno y otro lado del Atlántico. El primero que se anticipa a manifestar claramente este punto de vista es Martí, mientras que Rodó reflexiona sobre el mismo, algo que ya habían hecho antes otros autores, tal como se vio con Bilbao, pero también ocurre en los casos de Andrés Bello y José María Torres Caicedo, por mencionar solo a algunos de ellos.12
LOS DECISIVOS AÑOS DE HENRÍQUEZ UREÑA EN MÉXICO ENTRE 1906 Y 1914
En continuidad con esta tradición del pensamiento latinoamericano y sobre todo latinoamericanista, encontramos en el siglo XX a “gente como la que surgió del Ateneo de la Juventud en México: Alfonso Reyes, Antonio Caso y destacadamente Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos”. Una generación que se enfrentó al positivismo, pues lo veían como una especie de “lavado de cerebro para hacer de esta región otros Estados Unidos y a sus hombres los yanquis del sur”. Según ellos, esa América debería partir de las propias raíces que sus libertadores habían hecho patentes, es decir, “la romanidad o latinidad, como capacidad para ver en la diversidad de los otros”, la suya propia.13
No obstante, resulta necesario matizar, al menos en el caso de Henríquez Ureña y otros autores, su postura respecto al positivismo, y más en particular hacia quien fue uno de sus máximos promotores en México, Gabino Barreda, en cuyo homenaje celebrado a principios de 1908 en la Escuela Preparatoria fundada por él, intervino Henríquez, dejando constancia de su gran admiración intelectual por el famoso pedagogo mexicano, la cual queda patente en diversos pasajes del discurso que dirigió con tal motivo. El mismo fue publicado dentro de su volumen de ensayos titulado Horas de estudio, que apareció en 1910 editado por la casa Ollendorff de París, “bajo el patrocinio de uno de los ideólogos hispanoamericanos más prestigiosos de ese tiempo: el peruano Francisco García Calderón”.14
La recepción crítica de esta obra, que le permitió “alcanzar el primer estadio de su madurez intelectual”, fue muy positiva, con elogios publicados en la revista Nuestro Tiempo de Madrid (año X, núm. 143, noviembre de1910, pp. 275-276), firmados por Luis de Terán, quien atribuyó a Henríquez la nacionalidad mexicana. Otros comentarios igualmente favorables son los de Manuel Ugarte también en Nuestro Tiempo (agosto de 1911), Federico García Godoy en Ateneo de Santo Domingo (núms. 11 y 12, diciembre de1910), M. Márquez Sterling en El Fígaro de La Habana (17 de julio de 1910),y el mencionado García Calderón en la Revue de Métaphysique et de Morale (septiembre de 1911). Dos figuras muy destacadas del pensamiento europeo, el filósofo francés Émile Boutroux y el gran erudito español Marcelino Menéndez Pelayo, le enviaron sendas cartas, que Henríquez Ureña difundió con profusión a través de diversos diarios mexicanos.15
Fue dentro del contexto mexicano donde Horas de estudio se consolidó “rápidamente como una muestra valiosa de la llamada ‘Generación del Centenario’ o del Ateneo”, y donde la acogida que tuvo el autor de dicha obra resultó, asimismo, “una manifestación de unánime reconocimiento a su talento”. Así, por ejemplo, en un artículo publicado en el importante semanario mexicano El Mundo Ilustrado, Carlos González Peña afirma que Henríquez Ureña había vivido muy buenos momentos con los miembros de la nueva generación literaria, contribuyendo “con su más notable entusiasmo a la formación de este grupo joven” que perseguía tan altos ideales de saber y belleza.16
Por último, pero no menos importante, aunque no se pretende hacer una reseña exhaustiva acerca de la recepción crítica de Horas de estudio, la misma quedaría incompleta si no recogiera, al menos, algún autor dominicano o activo en el país de origen de Henríquez Ureña. La encuesta realizada por el periodista venezolano Horacio Blanco Fombona desde la dirección de la revista Letras de Santo Domingo, que él mismo había fundado, dirigida a un selecto grupo de intelectuales con el fin de conocer cuál era, a su juicio, “la mejor obra nacional en prosa”, arrojó una considerable variedad de respuestas, tal como cabía esperar. El momento en que se llevó a cabo la encuesta, entre julio y agosto de 1918, con las tropas norteamericanas ocupando el país, no podía resultar en modo alguno indiferente a la elección del tema ni tampoco a las obras seleccionadas por los autores que dieron su opinión al respecto. Blanco Fombona fue en la República Dominicana “un activo animador de la cultura y un valeroso luchador en los tristes días de la ocupación norteamericana”.17
Entre las respuestas que mencionan el trabajo que nos ocupa, resalta la de Félix Evaristo Mejía, quien considera necesario, “en hecho de obras, [...] descartar cuantas no tienen una unidad de asunto, las que son una serie de trabajos recopilados”, por ejemplo, “las muy doctas y estimables” de Henríquez Ureña, Horas de estudio, y varias más. Mejía justifica que, si Blanco Fombona hubiese empleado la voz ‘libro’ en lugar de ‘obra’, su labor forzosamente se habría extendido a otros dignos exponentes de cultura y talento, entre los cuales incluye, junto al de Henríquez, sendos trabajos de Américo Lugo, Fabio Fiallo y Héctor García Godoy, que se merecerían legítimamente “el primer rango”.18
También fue consultado un tío de Henríquez, Federico Henríquez y Carvajal, quien nombra a su sobrino dentro del numeroso grupo de cuantos, de uno u otro modo, habían ponderado las excelencias de fondo y forma de la leyenda épica de Guarocuya, es decir, la novela Enriquillo de Manuel de Jesús Galván. De hecho, Henríquez y Carvajal eligió ese libro como la mejor obra dominicana, al igual que habían hecho los ya mencionados Mejía y García Godoy, además del propio Max Henríquez Ureña.19 Lamentablemente, no existe constancia de que esta hubiera sido enviada asimismo a su hermano Pedro, pero cabría pensar que se trata de la hipótesis más probable, y en tal caso no debió poder responderla, o no quiso hacerlo por alguna razón.
En último lugar, Manuel Florentino Cestero incluyó Horas de estudio en su selección, formando parte de la categoría de Crítica, junto con dos libros más, uno de García Godoy y otro de Lugo, no sin antes afirmar de forma palmaria que eran pocos los libros dominicanos, pues según Cestero estos no pasaban de media docena.20 De lo anterior puede deducirse que la obra de Henríquez empezaba a abrirse paso también en la estimación de sus propios compatriotas, aunque todavía no de forma tan generalizada como quizá cabría esperar, dada la muy alta consideración que la misma había obtenido, como ya se señaló, en los más diversos ámbitos culturales y geográficos.
Henríquez Ureña entabló pronto una fructífera colaboración configuras clave de la renovación cultural que estaba teniendo lugar en México durante los primeros años del siglo, como Antonio Caso, Alfonso Cravioto—director de la revista Savia Moderna—, y sobre todo Alfonso Reyes, “su gran amigo en los años posteriores”, con quien mantuvo una intensa correspondencia que “es importantísima, incluso para conocer los problemas políticos y sociales del México posrevolucionario”. Una de las principales iniciativas del grupo en que se habían integrado, tanto Henríquez como su hermano Max, quien también se instaló en México en 1907, fue la fundación y puesta en marcha de la Sociedad de Conferencias, que organizó un primer ciclo sobre el candente tema del positivismo. En el mismo intervinieron, además de Henríquez y los mencionados Cravioto y Caso, Valentí, Acevedo y Gómez Rovelo, con lo cual “una joven generación saltaba a la palestra intelectual en México”. Tal como señaló el propio Henríquez en 1909, la crítica de las ideas positivistas, pero no la conservadora y católica, sino la avanzada, que se inspiraba en el movimiento intelectual de los nuevos tiempos, no había hecho sino comenzar con un importante discurso de Justo Sierra en honor de Barreda (1908), así como con algunos trabajos dela Sociedad de Conferencias, por lo que a su juicio había razones para que en México interesara todavía “hablar sobre el positivismo”.21
Como parte importante de su actividad durante estos primeros años, Henríquez Ureña colaboró con Reyes en la edición del Ariel de Rodó y, sobre todo, cabe subrayar su participación en uno de los acontecimientos de mayor trascendencia para la cultura mexicana, la fundación del Ateneo de la Juventud en octubre de 1909, con lo que la nueva generación institucionalizó, por así decir, “su antipositivismo y su antiporfirismo”. Al año siguiente, nuestro autor disertó en la recién creada institución acerca de la obra del autor uruguayo, sobre quien ya había escrito un artículo en 1904 donde puso de manifiesto su gran valía. Por otra parte, intervino en la preparación de la Antología del Centenario dirigida por Sierra, antes de ausentarse durante cerca de tres meses para viajar a la República Dominicana, previo paso por Cuba, regresando a México en 1911, cuando la Revolución ya había comenzado.22
De vuelta en México, compaginó su labor como oficial mayor en la Secretaría de la Universidad Nacional con la impartición de clases y conferencias, entre las cuales destacan principalmente dos: el discurso de inauguración de clases que pronunció en la Escuela de Altos Estudios en 1914 titulado “La cultura de las humanidades”, y sobre todo su famosa conferencia acerca de Juan Ruiz de Alarcón, dentro del ciclo desarrollado en la Librería General, dictada en 1913 y publicada por primera vez al año siguiente. Tal como señala Alfonso Reyes en su presentación de la conocida monografía de Antonio Castro Leal sobre el dramaturgo novohispano, “no se había calado tan hondo en esta exégesis desde los días, ya lejanos, en que Pedro Henríquez Ureña descolgó el retrato tradicional para limpiarlo del polvo de los museos”.23
En opinión de Castro Leal, “esta importante conferencia” de Henríquez abrió una tercera etapa en la crítica alarconiana. La primera la inició “el bien orientado estudio de Hartzenbusch”, que a su juicio no había sido superado por el libro de Fernández-Guerra, mientras que la segunda etapa fue inaugurada por “el admirable juicio sintético” de Menéndez Pelayo en su Historia de la poesía hispanoamericana, al cual debía agregarse las referencias que dicho autor hizo a Ruiz de Alarcón en obras tales como Calderón y su teatro . Estudios sobre el teatro de Lope de Vega. En efecto, siempre de acuerdo con Castro Leal, “Henríquez Ureña se acerca más a la obra de Alarcón, distingue su tonalidad propia dentro del siglo XVII español y la conecta con la psicología del pueblo mexicano; propone, además, las bases para una cronología de las comedias”. Castro concluye con esta clara afirmación sobre el valor del trabajo llevado a cabo, entre otros, por Henríquez: la crítica alarconiana, cuando no la desviaban “inoportunas teorías novedosas o injustificadas simplificaciones docentes”, había vivido hasta ese momento de los juicios e ideas de Hartzenbusch, Menéndez Pelayo, Henríquez Ureña y Alfonso Reyes.24
Una prueba más de la enorme repercusión que tuvo la tesis expuesta por Henríquez Ureña y, como consecuencia directa, también Alfonso Reyes y Luis G. Urbina, entre otros, es la detallada recensión que hace Antonio Alatorre sobre la misma en su ya clásico estudio sobre la ‘mexicanidad’ de Ruiz de Alarcón. Urbina también pronunció en 1913 una importante conferencia en la misma librería, donde “se dejan ver, de manera curiosa, no pocas de las ideas más entrañables de Henríquez Ureña”. Por ello, Alatorre se pregunta si “influyó el maestro dominicano en el mexicano, o la influencia fue en sentido inverso”, y se responde acto seguido: “Parece que la primera hipótesis es la acertada”, a lo cual añade que así se lo había asegurado Alfonso Reyes en una larga charla que tuvo con él acerca de un artículo previo del propio Alatorre sobre Ruiz de Alarcón, que acababa de publicar en 1956, y concluye: “Estoy casi seguro de que sus palabras fueron exactamente estas: «Henríquez Ureña nos arrastró a todos»”.25
Aunque fue lógicamente en México donde más reacciones de todo tipo suscitó la conferencia de Henríquez Ureña, esta también despertó un gran interés en diferentes lugares, sobre todo en España, donde “no era un desconocido”. En efecto, antes de viajar por primera vez a Madrid en 1917, para comenzar de modo más formal “su relación de amistad y profesional” con Ramón Menéndez Pidal, ya mantenía correspondencia con este desde 1913. Fue entonces cuando Henríquez se vinculó con el Centro de Estudios Históricos, institución que le permitió entrar en contacto también “con figuras de la talla de Américo Castro y Tomás Navarro Tomás”, entre otros. De hecho, el propio Américo Castro “había escrito sobre él en la prensa madrileña, a propósito de su tesis sobre Juan Ruiz de Alarcón, y sus libros y artículos habían sido leídos por los sectores más destacados de la intelectualidad española”, por ejemplo, Azorín quien tal como Reyes transmitió a Henríquez, tenía una opinión muy favorable sobre él, cuyos “juicios eran tan respetados en España”.26
Entre los ecos más recientes de la polémica suscitada en torno al dramaturgo del Siglo de Oro, sobre todo a partir de la conferencia de Henríquez Ureña, cabe mencionar, por ejemplo, el estudio publicado por Alberto Paredes con el significativo título “También con discusiones literarias se hacen países. Alfonso Reyes y la mexicanidad de Ruiz de Alarcón”, el cual ya por sí solo pone de relieve la trascendencia otorgada a la cuestión, más allá de lo estrictamente literario.27
Para completar este recuento de las principales actividades realizadas por Henríquez Ureña, debe mencionarse la publicación de una obra de clara finalidad didáctica, Tablas cronológicas de la literatura española, de 1913, y la conclusión de sus estudios de Derecho. La primera etapa mexicana de Henríquez Ureña finalizó precisamente con la defensa de su tesis de licenciatura, escrita en el curso académico 1913-1914, que lleva por título “La Universidad”, en la cual Henríquez hace una serie de interesantes reflexiones sobre la organización y el carácter de la educación superior en México, plantea las ideas de Sierra contra los errores del positivismo cientificista y defiende la Universidad Nacional, organizada por aquel en 1910.28
Esta primera estancia de Henríquez Ureña en tierras mexicanas entre 1906 y 1914 resultó absolutamente crucial para su evolución posterior, toda vez que, pese a carecer de un título universitario, de una verdadera profesión y medios de subsistencia estables, por lo que “tenía que ganarse duramente la vida, mientras estudiaba y escribía”, fue capaz de convertirse en “maestro de sus amigos y coetáneos”. En efecto, tal como señala Zuleta, “para muchos era un joven Sócrates y su trayectoria de vida e inteligencia se mezclaba con los hombres y sucesos que formaban la trama íntima del México en plena transformación”, hasta el punto de que “asumió como propias las cuestiones nacionales y pronto tuvo partidarios y adversarios, ‘simpatías y diferencias’, como diría su amigo —y en cierto modo, discípulo— Alfonso Reyes”. Dicho autor “desde su adolescencia ligó su formación espiritual al magisterio de este sobrio y serio dominicano, tan firme en sus ideales de cultura como austero en esa integridad moral que fue una de las características esenciales de su personalidad”.29
Resulta necesario subrayar que tanto la relación de influencia recíproca de México con Henríquez, como la ejercida por este sobre Reyes, constituye una de las principales vías por medio de las cuales la obra de nuestro protagonista continúa plenamente vigente en el ámbito intelectual hispanoamericano, gracias a la repercusión que la misma ha encontrado siempre entre la intelectualidad mexicana. Cabe pues afirmar que México le debe tanto a Henríquez como Henríquez a México, cuyo mundo académico ha sabido saldar esa deuda de gratitud a través de una permanente atención a su legado, tal como puede deducirse del elevado número de trabajos de todo tipo consagrados al estudio de los más diversos aspectos de la trayectoria del autor dominicano, de forma directa o indirecta. Así ocurre, por ejemplo, en el caso de los estudios que, al analizar a algunos de sus discípulos, no pueden sino incidir, en mayor o menor medida, en el papel que jugó Henríquez en la formación y/o posterior evolución de aquellos, como sucede muy particularmente en lo relativo a Reyes, pero también en otros destacados intelectuales de la denominada generación del Ateneo.
NUEVOS HORIZONTES EN LA ACTIVIDAD INTELECTUAL DE PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA CON UN CONSTANTE TRASFONDO DOMINICANO
La realidad de la vida ‘errante’ de Pedro Henríquez Ureña, puesta de manifiesto por todos los autores que se han ocupado de estudiar su vida y obra, resulta desde todo punto insoslayable a la hora de analizar las características principales de su pensamiento, aunque en el caso de este trabajo interesa de modo particular la relación que mantuvo siempre, pese a la distancia, con su país de origen. La presencia de lo dominicano siguió siendo una constante en la temática de nuestro autor a través de los años, como parte importante dentro del conjunto de la cultura hispanoamericana, que es por descontado el objeto central de toda su obra.
El clima político en México era de creciente incertidumbre, por lo que Henríquez decidió viajar a Europa, pero el comienzo de la Primera Guerra Mundial se lo impidió. Así pues, continuó con su trabajo de periodista en Estados Unidos, tras un breve paso por Cuba desde abril hasta noviembre de 1914, en esta ocasión como corresponsal de El Heraldo de Cuba en Washington; abandonó ese puesto en 1915 y empezó a trabajar para el semanario Las Novedades de Nueva York, propiedad del dominicano Francisco J. Peynado. En dicha publicación apareció en diciembre de 1916un extenso e importante escrito de Francisco Henríquez Carvajal, padre de Henríquez Ureña —quien desde julio del mismo año ocupaba la presidencia de la República Dominicana—, bajo el título “La cuestión dominicana”, en respuesta a la ocupación militar estadounidense de su país. Durante este último año continuó colaborando con diversas revistas de América y Europa, en las que escribió numerosos artículos sobre cultura española e hispanoamericana, y publicó en la imprenta de la revista donde trabajaba en Nueva York un ensayo de tragedia antigua, El nacimiento de Dionisos, inspirado en la tradición de los autores teatrales clásicos griegos.
Entre 1916 y 1919, Henríquez Ureña se dedicó de nuevo a la actividad docente gracias a un contrato como profesor de Lengua y Literatura Española en la Universidad de Minnesota. Durante este periodo viajó a España en dos ocasiones, una muy breve en el verano de 1917 y otra más prolongada, desde octubre de 1919 hasta mayo de 1920, para trabajar en el Centro de Estudios Históricos de Madrid bajo la dirección de Ramón Menéndez Pidal. Tras obtener en junio de 1918 el título de doctor, en 1920 apareció su tesis sobre “La versificación irregular en la poesía castellana”, como una publicación de la prestigiosa Revista de Filología Española fundada en 1914 por el propio Menéndez Pidal, y con prólogo de este.30
Posteriormente, Henríquez Ureña regresó a Minnesota, pero fue por poco tiempo, hasta que su amigo ateneísta José Vasconcelos, ahora rector de la Universidad de México, acudió a él en 1921 para que, entre otras labores, dirigiese los cursos universitarios de verano, a semejanza de los que organizaba la mencionada institución madrileña. En parte como fruto de las experiencias que había vivido en España, Henríquez escribió una de sus obras más importantes: En la orilla. Mi España (1922). Poco después, el por entonces gobernador de Puebla, Vicente Lombardo Toledano, quien también era cuñado de Henríquez, lo nombró director general de Educación Pública de dicho estado en 1924, mismo año en que el maestro dominicano decidió dejar México y radicarse en Argentina. En efecto, en este último país tuvo Henríquez Ureña su residencia definitiva hasta 1946, con la única interrupción de una etapa durante la cual ejerció como superintendente de Educación de la República Dominiana, desde diciembre de 1931 hasta junio de 1933.
A lo largo de los veinte años que median entre 1904 y 1924, que por razones obvias de espacio solo quedan perfilados de forma muy somera, la intensa labor desarrollada por nuestro autor se centra en la continuación de sus estudios culturales y el trabajo académico, junto con otras ocupaciones, por ejemplo, su ejercicio periodístico como corresponsal de prensa, que le obligaban a comentar y seguir de cerca la actualidad americana. En efecto, esta última actividad fue una de las principales razones para mantenerse informado de cuanto estaba teniendo lugar en la República Dominicana, con particular atención durante los años de la ocupación militar estadounidense. No obstante, las relaciones y el interés por su país de origen van mucho más allá de la mera situación política de cada momento, por preocupante que esta fuese.
Así pues, la conexión de Henríquez Ureña con los aspectos más propiamente estructurales de la sociedad, historia y cultura dominicana, como se señaló antes, es una constante que puede rastrearse ya desde sus primeros años en Nueva York, cuando mantenía correspondencia, por ejemplo, con el escritor Tulio Cestero, quien le informaba con todo detalle de las novedades literarias del país e intercambiaba con él impresiones de muy variada índole sobre autores, obras y estilos de diferentes ámbitos y países, también se informaban sobre sus respectivos trabajos, que uno y otro seguían con atención, sobre todo por medio de la prensa, donde tanto Henríquez como Cestero solían publicar numerosos artículos de crítica literaria. La relación epistolar entre ambos refleja la amistad que se profesaban, según se deduce del tono afectuoso de Cestero en una carta de 1901: “Ahí en Nueva York, poderosa y gris, vivirá Ud. encerrado en sí mismo, cultivando su jardín interior y su personalidad se desdoblará prodigiosa- mente; ese es el único bien que esa ciudad infinitamente burguesa pueda hacer al alma de un artista. Cultive su huerto, discurra por los jardines de otros y trabaje, que el Porvenir guarda para Ud. las más amables palmas”.31
Dicha relación epistolar prosiguió durante los años posteriores, cuando Henríquez ya se había establecido en México, con el inconfundible encabezado de “querido amigo” en sendas cartas de 1906 y 1910 que Cestero le remitió, poniéndole al corriente de todo cuanto hacía, leía y escribía, como cuando le informó de que en Berlín lo había recibido José Gil Fortoul, con quien habló “largamente” de Henríquez y su obra, al tiempo que le anunciaba su intención de trabajar en su novela titulada La sangre. Mientras tanto, en la segunda carta Cestero le comentó la muerte del gran historiador dominicano José Gabriel García, informándole acto seguido de la solicitud al Congreso de una pensión para la viuda e hijos del fallecido, y de la carta pública que envió al director del Ateneo de Santo Domingo, Federico Henríquez y Carvajal, tío de Pedro. En la misma, Cestero usó una frase que el propio Henríquez había dedicado a García, prueba de la alta consideración que nuestro autor le merecía, concluyendo con estas palabras: “Lo hice, seguro de que mi pensamiento le es a Ud. simpático”. Por último, Cestero felicitó a Henríquez tanto por el encargo que había recibido para “formar una Antología de poetas mexicanos” junto con Urbina, como por la próxima publicación de su libro Horas de estudio en París, llegando incluso a calificar ambas noticias como “un triunfo cierto y patrio”.32
En 1909 Cestero refirió, en una misiva a Max Henríquez Ureña, que había remitido a su hermano Pedro, hacía ya algún tiempo por correo certificado, un ejemplar de su libro Sangre de primavera: poemas en prosa, publicado en Madrid en 1908. Por el tono en que lo afirmaba, no resulta fácil deducir si Cestero había recibido algún tipo de acuse de recibo por parte de este, o si precisamente el comentario se realizó con alguna otra intención, como podría ser, por ejemplo, la de confirmar a través de Max si dicho libro había llegado a su destinatario, dado que la única referencia de Cestero a una crítica de su obra es el agradecimiento que extendió al propio Max por el estudio “sereno y atento” que había hecho sobre la misma, el cual apareció en el periódico La Discusión de La Habana, en la misma fecha de la carta. En esos momentos Max Henríquez ya no vivía en México con Pedro, sino que había regresado a Cuba, instalándose en la ciudad de Santiago, donde también residían otros miembros de la familia, más en concreto su padre, el doctor Francisco Henríquez y Carbajal. 33
Mientras tanto, en otra carta que había escrito a Max Henríquez en 1907, Cestero le dijo que era conocedor de “la buena situación” de ambos hermanos en México, lo cual a juicio de Cestero los honraba personalmente y daba “lustre a las letras dominicanas”. Tales noticias le habían llegado por medio de “don Pancho”, es decir, el padre de Pedro y Max, con quien también mantenía una relación bastante cercana, y que visitó a Cestero en la famosa playa de Scheveningen, junto a La Haya, donde este se había instalado en medio de un largo periplo por Europa. De todo ello cabe deducir que su posición, desde luego, debía ser mucho más holgada que la de los hermanos Henríquez, a quienes Cestero deseaba, pues no le era “dable otra cosa”, que su situación económica mejorase “siempre en proporción al esfuerzo y al mérito” de aquellos. Por último, Cestero mencionó el envío de un “tomito” de poemas titulado Citerea, que acababa de publicarse en la Biblioteca Mignon, de la editorial Rodríguez Serra de Madrid, tal como ya había anunciado a Max Henríquez en otra carta cuatro meses antes. En esta ocasión le pedía su opinión sobre el mismo, así como la de Pedro, a las cuales otorgaba “verdadera autoridad”, no sin antes recordar que este último le debía contestación a una misiva desde hacía muchos meses, y a quien nuevamente enviaba sus afectos. No resulta claro si esta demora en la respuesta se solventó sin mayores contratiempos, o si, por el contrario, la comunicación entre ambos había quedado interrumpida por alguna otra causa, más allá de la simple falta de tiempo. Lo cierto es que la correspondencia consultada no refleja nuevos contactos entre ambos hasta una carta de Pedro Henríquez Ureña del 23 de diciembre de 1909, a la cual respondió Cestero en febrero del año siguiente.34
Las etapas sucesivas de Henríquez Ureña en diferentes países no restaron un ápice de intensidad al interés con que seguía los acontecimientos y, en general, la realidad dominicana en sus más variados ámbitos, con la atención de alguien que no pareciera haberse ausentado de su país por tantos años. Así, por ejemplo, cabe citar algunos pasajes en los cuales se conjugan su pasión por la cultura y su defensa de la unión efectiva entre los diversos pueblos de España e Hispanoamérica, tal como ocurre en un artículo de 1916 dedicado a Rubén Darío, donde afirma sobre él lo siguiente:
Pero nunca perdió su fuerza castiza: supo ser americano; mejor dicho: hispanoamericano; cantó y defendió a sus pueblos, los de lengua española, en ambos mundos, con mayor amor porfiado, con apego a veces infantil. Si no siempre creyó poética la vida de América, sí creyó siempre que los ideales de la América española eran dignos de su poesía. Y porque cantó los ideales de nuestra América, y porque cantó las tradiciones de la familia española, porque entonó himnos al Cid, fundador de la patria vieja, y a los espíritus directores de las patrias nuevas, como Mitre, América y España vieron en él a su ‘poeta representativo’.35
Henríquez escribió páginas de parecido tenor dedicadas a autores de otros países de la comunidad cultural hispánica, entre ellos el escritor dominicano Héctor García Godoy, señalado particularmente por ser una de las principales figuras que habían encabezado la resistencia política y cultural dominicana frente a la ocupación estadounidense. Sobre García Godoy escribió unas muy sentidas palabras en 1925, pocos meses después de haber finalizado dicho periodo aciago de la historia de su país:
Con el tiempo, García Godoy llegó a ser uno de los directores morales del país, necesitado de fe en sus crisis tremendas; fue el centro que irradiaba fervor, confianza, ánimo de perseverar en una lucha donde las únicas armas de Santo Domingo, frente al invasor ganoso de absorberlo todo, son el espíritu y la palabra. No creyó que, si el pueblo se equivocaba, si acogía de buen grado la mengua de su libertad a cambio de ofertas engañosas de riqueza, hubiera que someterse: creía que en tales casos hay que librarlo de su error. Y por fortuna el pueblo dominicano, a pesar de sus muchos yerros parciales, no ha caído en el error supremo: ha persistido en su voluntad de existir, en su espíritu hispánico, con la esperanza de que la luz le llegue al fin de las tierras hermanas.36
En cualquier caso, donde el tema ‘dominicano’ aparece con mayor frecuencia, además de sus escritos autobiográficos de juventud, sobre todo las Memorias, es sin duda en su correspondencia, principalmente la que mantenía con familiares y otros allegados dominicanos, aunque por supuesto Henríquez también abordó dicha temática en más de una ocasión con su gran amigo mexicano Alfonso Reyes. Sorprende el hecho de que con fecha 21 de abril de 1925 y, por lo tanto, muy poco tiempo después de haberse instalado en Argentina, Henríquez Ureña se sincerase con Reyes de este modo:
Muchos no se lo figuran: yo vivo pensando en cómo podría regresar a Santo Domingo, y hasta Isabel [su esposa: Isabel Lombardo Toledano], a quien le resulta poco interesante la Argentina, así lo querría [...]. Pero, ¿qué quieres? Allí dominan siempre, desde hace años interminables, o los yanquilandeses (sic), o los enemigos: y estos enemigos son del género estúpido, y no me dejarían servir de nada al país.37
Respecto a la última etapa del largo peregrinaje intelectual de Henríquez, también es posible conocer algunas claves que nos permiten comprender mejor la decisión adoptada de establecerse en Argentina, motivo por el cual acompañó a Vasconcelos en su viaje a dicho país, pese a que desde el principio su hermano Max le había desaconsejado dar tal paso, de forma bastante taxativa:
Veo que es asunto de importancia tu proyecto de quedarte por allá. No lo apruebo. Cuando estés en el terreno te darás cuenta de que la Argentina no puede ofrecerte las ventajas de México. De momento puede serte fácil obtener una cátedra, o dos, porque una sola no te bastaría [...]. En Buenos Aires, cuya universidad es de menos significación que la de La Plata, es más difícil. Pero estarías en un país nuevo para ti, sin eco ni influencia inmediata para tu enseñanza, y sin remuneración envidiable [...]. La vida argentina, en tesis general, no es seductora. El país donde la vida intelectual se hace con más intensidad en América es México, porque tiene cierto carácter de movimiento colectivo. En la Argentina hay grupos, capillas y diferencias profundas [...]. La producción, aunque abundante, es inferior a la mexicana, y los hombres verdaderamente superiores son más escasos. La mediocridad impera y se manifiesta en volúmenes muy gruesos —cosa muy argentina—, o en muchos volúmenes, como hace Ingenieros [...].
A mí me parece que tu situación en México puede reformarse con un poco de voluntad. No me explico que un individuo se crea obligado a sacrificar tiempo y energías en exceso, ni que te sea imposible encerrarte cuando te convenga en tu casa, y trabajar sin que te molesten. Todo es cuestión de método [...]; es cosa que hace todo el mundo cuando llega a una posición como la tuya en México, y tiene necesidad de su tiempo [...]. En cambio, si vas al sur, te arrepentirás.
[...]. Ahora, si es que tienes temor o desconfianza sobre el porvenir político de México, y crees que la situación política no tiene la solidez que desde fuera le atribuimos [...], la cosa varía [...]. Yo, en tu caso, iría a explorar el sur, daría conferencias en la universidad, y hasta aceptaría un curso provisional de unos meses, pocos; pero, por el momento, no más.38
Sin embargo, tal como Henríquez confesó a Daniel Cosío Villegas, tras radicarse en Argentina, en 1922 había decidido salir de México porque a su juicio se trataba de un país “demasiado intranquilo para el reposo a que ya tiene derecho un hombre que entra en la madurez”. En su opinión, México no era un “país intranquilo a causa de las revoluciones”, aunque también las hubiese, sino que lo consideraba “un país de intranquilidad moral”, la cual se reflejaba en todos. Si él fuera mexicano, creería su deber estar allí, sufrir esa intranquilidad y esforzarse “por crear un poco de paz espiritual”. Henríquez pensaba que ese era el caso de Alfonso Reyes, por ejemplo, quien "debería abandonar la diplomacia", y a continuación añadió las siguientes palabras reveladoras, quizá a modo de desahogo más intimo sobre los verdaderos motivos de su traslado al Cono Sur:
Si siquiera en México se tolerara mejor al extranjero, yo podría haberme quedado a trabajar por el país: creo que la expresión no resulte presuntuosa en mí. Pero es demasiado el esfuerzo —y además, generalmente, inútil— de hacerles comprender allí a muchas gentes lo que es el acto desinteresado. Para agravar las cosas, mi único o principal modo de trabajar en México tiene que ser en puestos oficiales, y eso hace todavía más difícil hacer comprender las cosas a la gente, acostumbrada a juzgar a los demás según su propia mezquindad [...].
Mi decisión de alejarme de México fue meditada hace dos años; fue concebida cuando yo estaba en la mejor situación aparente allí, y no cuando empezaron las dificultades [...].
De 1922 acá, mi propósito no ha variado. Hasta ahora, solo hay dos motivos para que yo llegue a abandonar la Argentina: uno, volver a Santo Domingo [algo que, como ya se vio, hizo por breve tiempo entre 1931 y 1933], país con el que tengo deberes indiscutibles; otro, que la situación aquí llegue a hacerse tan difícil que yo tenga que irme [...]. A Santo Domingo yo no he ido en muchos años por la absoluta imposibilidad material: desde 1902 hasta 1930 la situación política nos era contraria, y yo nunca he contado con medios independientes para ir a establecerme allí en espera de abrirme paso.
Henríquez dejó así entrever su descontento, al menos parcial, con la vida que llevaba en ese país suramericano: “Argentina es para mí lo mismo que ha sido siempre. No es un país ideal, pero es un excelente país de término medio”. Y concluyó con una significativa reiteración: “En resumen, mi regreso a México solo sería posible en el caso de que yo tuviera que salir de la Argentina y no pudiera irme a Santo Domingo”, lo cual hace pensar que dicha circunstancia no le parecía ni mucho menos tan remota, pues en realidad podría haberse planteado varias otras opciones, una vez descartada la de la República Dominicana.39
Como es bien sabido, la estancia de Henríquez Ureña en Argentina acabó por convertirse en algo definitivo, aunque eso no significa que fuese una decisión totalmente satisfactoria para su espíritu siempre inquieto y nostálgico, según se infiere de la carta que dirigió a Villarreal, director de la revista Estudiantina, en septiembre de 1925, es decir, casi recién instalado en aquel país: “Vienen sus palabras a recordarme, en momentos de escepticismo, uno de mis actos de fe: aquella conferencia que di en octubre de 1922, ante estudiantes de la Universidad de La Plata [...]. Las horas de la vida me bastan apenas, desde hace años, para la obligación suprema de sustentarla”. Y añadió:
Estamos en peligro de caer en escépticos al advertir que el mundo no mejora con la rapidez que ansiábamos cuando teníamos veinte años. Yo sé que no será en mis días cuando nuestra América suba donde quiero. Pero no viene de ahí mi escepticismo: es que rodando, rodando, ya no sé a quién hablo; no sé si nadie quiere oír, ni dónde habría que hablar. ¿Su petición me dice que mis palabras no son inútiles? Allá va, pues, la conferencia sobre La utopía de América, y con ella su corolario, Patria de la justicia.40
Estas palabras resultan en cierto modo una conclusión de lo que fue esta etapa crucial de la vida de Henríquez, cuyo final, coincidiendo con el viaje de toda la familia a Argentina en junio de 1924, permite marcar un verdadero parteaguas de su vida y actividad intelectual. Por supuesto, ello no implicó en absoluto que se desvinculara de las dos grandes preocupaciones que caracterizan el pensamiento de Henríquez Ureña: “lo hispánico y el americanismo”. No obstante, tal como subraya acertadamente Andrés L. Mateo, "el tema de España" lo envolvió "sobre todo en su primera etapa". 41
ESPAÑA, LO ESPAÑOL Y EL CLASICISMO EN EL PENSAMIENTO DE HENRÍQUEZ UREÑA
En efecto, lo español se encuentra siempre muy presente, aunque sea de diversas formas, en casi toda la producción de Henríquez durante el periodo 1904-1924. Así, junto con obras ya mencionadas, como las Tablas de la literatura española, su tesis doctoral o la conferencia sobre Ruiz de Alarcón, también encontramos, en el ámbito “específico de los estudios lingüísticos y filológicos”, un artículo clásico publicado en Madrid en 1921: “Observaciones sobre el español de América”. Esta obra pionera en el campo de la dialectología hispanoamericana, le sirvió como base para su posterior trabajo de investigación filológica en Buenos Aires, comenzando por un muy reconocido y discutido ensayo titulado “El supuesto andalucismo de América”, que apareció en 1925 en la revista Cuadernos, del Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, el cual fue ampliado más adelante en Sobre el problema del andalucismo dialectal de América, de 1932. En dicho instituto, Henríquez colaboró con el español Amado Alonso, quien lo dirigió hasta 1946, cuando marchó a Harvard.42
Además de la relación epistolar que mantuvo con figuras de la talla de Menéndez Pelayo, ya en 1911, y Menéndez Pidal, a partir de 1913, Henríquez entró personalmente en contacto con un intelectual español tan importante como Rafael Altamira. Durante su famoso viaje por Hispanoamérica (1909-1910) este visitó, entre otras muchas instituciones mexicanas, el Ateneo dela Juventud, en cuya ocasión Henríquez pronunció una conferencia que lleva por título “El Maestro Hernán Pérez de Oliva”. El impacto de la estancia de Altamira en México fue abordado por Henríquez en un artículo que apareció en la revista Ateneo de Santo Domingo en 1910, titulado “Altamira en México”, el cual forma parte de una corriente más amplia de autores que se interesaron también en las implicaciones de la actividad desarrollada por dicho pensador español. Cabe mencionar, por ejemplo, un artículo de Andrés González Blanco sobre el mismo, que apareció en la revista La Cuna de América de Santo Domingo en 1909, así como una nota que Federico Henríquez y Carvajal escribió para Ateneo en 1910.43
En cualquier caso, la comunicación entre Henríquez Ureña y Altamira se prolongó en el tiempo, tal como consta por las cartas que intercambiaron algunos años más tarde, en 1914 y 1915, tras haber coincidido durante aquella primera visita de Altamira a México.44 Es probable que el largamente pospuesto reencuentro entre ambos tuviese lugar por fin con ocasión del primer viaje de Henríquez a España, en 1917, donde se unió al grupo formado en torno a Reyes en Madrid, sobre todo durante su segunda estancia de 1919 a 1920, cuando coincidió tanto en el Centro de Estudios Históricos como, probablemente, en la Residencia de Estudiantes con otros escritores españoles e hispanoamericanos. Entre ellos cabe mencionar a dos jóvenes de gran talento: el intelectual cubano José María Chacón y Calvo, a quien Reyes había animado a colaborar de forma habitual con la Revista de Filología Española, y el jurista y más tarde reconocido librero español León Sánchez Cuesta.45 Esta experiencia española de Henríquez, de indudable importancia, quizá no resultó demasiado decisiva ni determinante para la trayectoria de quien, desde tiempo atrás, venía concediendo ya una gran atención a autores, estilos literarios, corrientes de pensamiento y épocas muy dispares.
De la etapa de Henríquez en México cabe resaltar el trabajo sobre Pérez de Oliva, publicado en La Habana en 1914 por la revista cultural mensual Cuba Contemporánea como una breve monografía de 44 páginas. Su especial trascendencia radica en que se aúnan en el mismo dos de los principales focos de atención de Henríquez: por un lado, la cultura clásica, en particular los autores griegos, y por el otro la tradición hispánica, en su sentido más amplio, tanto española como hispanoamericana. De hecho, la recepción del clasicismo griego por parte del mundo de lengua castellana constituye uno de los aportes más originales de la obra de Henríquez, no solo como crítico literario sino también como creador. De ahí se deriva el interés despertado en numerosos investigadores, cuyos estudios sobre esta faceta del poliédrico espíritu del autor dominicano, han contribuido a iluminar una vertiente que puede haber pasado algo más inadvertida en comparación con otros aspectos mucho mejor conocidos hasta ahora.46 Cabe citar, por ejemplo, dos trabajos relativamente recientes en torno a dicha temática: uno de Susana Quintanilla, Dioniso en México o cómo leyeron nuestros clásicos a los clásicos griegos, y la tesis de Javier Galindo Ulloa, titulada La cultura clásica en la formación intelectual de Pedro Henríquez Ureña.47
Un ángulo particularmente significativo de esta dimensión clasicista del pensamiento de Henríquez es que le sirvió como vínculo directo con su amigo y, como se señaló, en cierto modo también discípulo Alfonso Reyes, toda vez que la sólida formación clásica adquirida por ambos autores se convirtió sin duda en la base principal de sus coincidencias, de modo que puede afirmarse que la dialéctica es la expresión más natural y plena de la herencia que los une. Esa tensión entre lo semejante y lo diferente expresada en el concepto de dialéctica, según lo que ya se ha indicado, es una clave de la originalidad específica y una expresión de la común herencia clásica en el pensamiento de los dos intelectuales. En efecto, Reyes sostiene la ‘esencia pendular’ de toda actividad humana, así como la relación dialéctica y dialógica existente entre poesía y crítica.
Por otro lado, con su traducción del inglés de los Estudios griegos de Walter Pater en fecha tan temprana como 1908, Henríquez dio inicio formal en México al estudio de la literatura en ese idioma, si no absoluto —pues algunos miembros de la generación inmediatamente anterior a la de los ateneístas habían difundido a Wilde y Poe, por medio de traducciones publicadas en la Revista Moderna—, sí lo hizo de manera más sistemática.48 Gracias al impulso de Henríquez, el aprendizaje de las lenguas en que fueron escritas originalmente las obras literarias se convirtió en ideal y condición para la correcta recepción crítica de estas. Por su parte, Vasconcelos, “no sin cierta inquina”, afirma que Henríquez propició “la moda de Walter Pater [cuyo] libro dedicado al platonismo durante mucho tiempo [los] condujo a través de los Diálogos” del filósofo griego.49
En cuanto al interés mostrado por Henríquez acerca de la crítica literaria en español, encontramos también en esta área una nueva prueba de su dedicación a profundizar en los criterios que puso en práctica en sus propios trabajos de crítica e investigación históricas, sobre los más diversos aspectos de la cultura hispánica. Así, por ejemplo, cabe mencionar su breve ensayo “En torno a Azorín” incluido dentro del libro En la orilla. Mi España, que como ya se ha indicado apareció en 1922. Dicho ensayo fue escrito en dos momentos diferentes: la primera parte y la más extensa en La Habana en 1914, justo al término de la primera etapa de Henríquez en México, que constituye una reseña crítica sobre la obra de Azorín titulada Los valores literarios, de 1914, donde aquel hace una serie de apreciaciones respecto a las diferencias existentes entre la crítica tal como la entendía Azorín y la llevada a cabo por Menéndez Pelayo. En la segunda parte, de 1920, se encuentra esta reveladora frase de Henríquez: cada generación “debe justificarse críticamente rehaciendo las antologías, escribiendo de nuevo la historia literaria y traduciendo nuevamente a Homero”. Resulta muy curioso que, con su modestia característica, el pensador dominicano no quisiera ser considerado crítico literario, pese a que sin duda lo fue, “en el sentido de que toda su obra estuvo signada por el afán de revisar tablas de valores, clasificar libros y autores, ordenar conjuntos y restablecer antologías”. No obstante, por encima incluso de su ingente labor crítica, fue un auténtico historiador de la cultura, siempre que por tal se entienda, como también lo hizo Menéndez Pelayo, que en las mencionadas materias el criterio histórico debía complementarse con el estético. Así pues, dentro de la visión abarcadora de Henríquez no podría comprenderse América sin España, ni esta sin aquella, por lo cual pensó su conocida utopía de América como un “futurible condicionado en su desarrollo por la integración de lo hispánico total”, en el que lo estético y lo intelectual debían subordinarse a lo ético.50
Uno de los principales representantes de esta escuela del hispanoamericanismo es Alfonso Reyes, casi sin discusión, puesto que él continuó el camino abierto por Henríquez en su empeño de aunar los clásicos griegos, la literatura inglesa, la tradición hispánica y en suma, todo el acervo de la cultura occidental, plasmado en el caso latinoamericano con sus propias características distintivas. La impronta de Henríquez Ureña fue, sin duda, tan amplia en cuanto a temática como duradera en el influjo que tuvo sobre la obra de Reyes, Antonio Caso, Cravioto, Luis G. Urbina y González Peña junto con otros muchos autores del ámbito intelectual de Hispanoamérica, el cual incluye necesariamente a la propia España, en opinión de Henríquez, tal como ha quedado expuesto a lo largo de estas líneas.