INTRODUCCIÓN*
El año 1821 supuso un punto de no retorno en la dilatada historia de la Monarquía hispánica, especialmente tras la conmoción que supuso la revolución comenzada en enero del año anterior y el consiguiente inicio del segundo periodo constitucional. En Hispanoamérica, Perú y México se emanciparon de manera formal tras la firma de sus respectivas actas de independencia, el 28 de julio y el 28 de septiembre. No obstante, como es sabido, ello no supuso el fin de la presencia político-militar española en ambas regiones, aunque con una entidad distinta. La guerra se extendería en el territorio peruano hasta la batalla de Ayacucho, en diciembre de 1824. Por su parte, los realistas resistentes en la fortaleza de San Juan de Ulúa (Veracruz) se rindieron en noviembre del año siguiente. La dinámica bélica, dificultades económicas e incertidumbres que suponía el inicio de una nueva etapa, marcaron los primeros años de dichos países y condicionaron, en no pocas ocasiones, la toma de decisiones.
Estamos ante dos espacios políticos en cuyas trayectorias históricas encontramos puntos de contacto, pero también importantes diferencias. Como partes integrantes de la Monarquía hispánica, compartieron sus avatares y participaron, con diversos grados de intensidad, de las transformaciones que se operaron en la cultura política del momento. Tras la independencia, en México se estableció una monarquía constitucional que tuvo, entre mayo de 1822 y marzo del año siguiente, como emperador al militar Agustín de Iturbide. En Perú, sin embargo, la alternativa monárquica no terminó concretándose, a pesar de las expectativas iniciales del Protectorado instaurado por José de San Martín. Ello daría paso a la república, según las Bases de la Constitución promulgadas en diciembre de 1822. La transición de los antiguos virreinatos a Estados nación independientes fue parte de un proceso complejo plagado de continuidades, rupturas, transacciones y múltiples puntos de fuga que todavía son objeto de discusión e interés reciente por parte de la historiografía.1
Desde los presupuestos de la historia intelectual y del análisis del discurso, este trabajo se propone examinar las noticias e informaciones que sobre Perú se publicaron en México durante el periodo del Primer Imperio. Para ello nos valemos, en esta ocasión, de la folletería editada entre 1821 y 1822, así como de los números de la Gaceta Imperial de México.2 A través de estos documentos buscamos explorar si se estableció un diálogo entre los acontecimientos reportados sobre Perú y lo que estaba ocurriendo en el otrora virreinato novohispano. Es decir, se trata de evaluar qué sentidos pudo tener la difusión de ciertos datos en este espacio en función de su particular contexto y de lo que allí se estaba debatiendo, además de conocer si ello generó algún tipo de reacción, a favor o en contra. Saber aquello que se daba a conocer y se discutía sobre Perú en México nos ayuda a entender mejor las controversias del momento, tanto en el interior del Imperio como en el área hispanoamericana. Lo que estaba sucediendo —o había tenido lugar hacía poco tiempo— en el territorio peruano podía ofrecer enseñanzas para afrontar las ambigüedades del periodo, bien porque se las aceptara como guía válida o bien porque se rechazaran las decisiones en ellas contenidas. Al mismo tiempo, el hecho de que se estuviera polemizando sobre temas similares o análogos en los dos países emancipados permitía establecer vínculos, e incluso buscar la forja simbólica de solidaridades entre ambos, de manera consciente o, a veces, menos nítida.
Con sus particularidades, México y Perú afrontaban problemas semejantes en el escenario de la posindependencia. Así, en uno y otro se debatían temas como la deficiencia de la representación americana en las Cortes hispanas, el papel de la religión en el proceso emancipador, la conveniencia, o no, de aplicar políticas antiespañolas o la disyuntiva entre monarquía y república. A dichos aspectos nos referiremos en los distintos apartados en que se divide este trabajo. Por tanto, remarcamos que no se trata, sensu stricto, de un análisis comparativo entre los sucesos de los dos países mencionados, aunque necesariamente vamos a ponerlos en relación, atendiendo, además, a lo que estaba ocurriendo en la Península ibérica.
El concepto de experiencia resulta central en el estudio que estamos proponiendo. Siguiendo a João Paulo G. Pimenta, por ella entendemos “las posibilidades de un conjunto de aprendizajes recíprocos extraídos del pasado (muchas veces reciente), y que permite algún tipo de movilización efectiva, ya sea por inspiración, rechazo, temor y expectativa en relación con ese pasado o, simplemente, porque sirve como parámetro de acción”. De esta forma, añade que “el pasado condiciona el presente hacia un futuro”.3 Así, la categoría mencionada nos permite reparar en la forma en que se influenciaron mutuamente los distintos procesos de independencia en América Latina. Ello no supone asumir la existencia de un único patrón inmutable que fue reproduciéndose de manera consecutiva, más bien se trata de observar qué ejemplos —positivos o negativos—, avisos o predicciones, relativos al particular desarrollo histórico de un espacio concreto, fueron recibidos en otro y pudieron condicionar su devenir y los proyectos políticos en disputa.4
En el caso concreto que nos ocupa, vamos a ver cómo la lectura selectiva de los sucesos peruanos se realizó, en el Imperio mexicano, a partir de las preocupaciones e impulsos políticos internos del país, con una clara intención de que ello sirviera para orientar las actuaciones inmediatas y venideras. El hecho de que Perú se hubiera independizado un poco antes que México lo convertía en un referente al que mirar y tener en cuenta. Lo mismo ocurriría en Brasil, respecto de esos dos antecedentes inmediatos, en el contexto en que se produjo su emancipación, en septiembre de 1822.5 Estamos, por tanto, ante una compleja articulación de hechos, conocimientos y trayectorias que se cruzan y entrelazan, abiertas a diversas interpretaciones y recorridos, tanto para quienes vivieron ese tiempo de transición como para aquellos que los observamos desde las preocupaciones actuales por entender, en su dimensión histórica, un mundo cada vez más interconectado.
PRIMERAS RAZONES PARA LA RUPTURA
Las noticias sobre el restablecimiento de la Constitución española de 1812 que Fernando VII había sancionado —resignadamente— los días 7 y 9 de marzo de 1820, no fueron bien recibidas por parte de las autoridades políticas de los territorios de Nueva España y Perú. La primera reacción de los virreyes —ahora jefes políticos superiores— fue tratar de imponer un silencio cautelar, aunque ello no dio los resultados esperados ante la creciente presión de los sectores liberales. Así, Juan Ruiz de Apodaca tuvo que jurar la carta gaditana en la Ciudad de México el 31 de mayo, mientras que, por su parte, Joaquín de la Pezuela lo hizo el 15 de septiembre en Lima. En este segundo caso, dicho momento coincidió con el desembarco efectuado en Pisco una semana antes por San Martín y el Ejército Libertador, procedentes de Valparaíso. Ante esta amenaza, entre los días 25 de ese mes y el 5 de octubre, los comisionados de ambos bandos se reunieron en Miraflores, a las afueras de la capital. Para Pezuela las tropas insurgentes debían retirarse y San Martín jurar la Constitución. Esta, de acuerdo con lo que el monarca había expresado en su proclama de 31 de marzo “a los habitantes de Ultramar”, era la mejor garantía para los habitantes de ambos hemisferios y les iba a reportar todos los beneficios esperados.6
No obstante, para San Martín la única alternativa posible era la proclamación de la independencia y la formación de una comisión encargada de buscar un príncipe europeo que aceptara trasladarse al Perú como monarca. Los representantes de este militar también denunciaron que la ley doceañista fue promulgada, en su momento, sin el número de diputados americanos adecuado —aspecto del que vamos a ocuparnos enseguida— y que, por tanto, no les resultaba beneficiosa. Ante puntos de vista tan alejados, el resultado de estas primeras negociaciones fue un fracaso. En parte, ello llevó a que Pezuela fuera sustituido por el general José de la Serna, tras el pronunciamiento en Aznapuquio el 29 de enero de 1821.7
A pesar de este resultado, lo acontecido en Miraflores fue dado a conocer en México.8 Ciertamente, los argumentos que mantuvieron los dos bandos en pugna tenían cierta resonancia con lo que estaba pasando en el interior de este territorio. Iturbide había sido designado por Apodaca, en noviembre de 1820, para derrotar las tropas insurgentes de Vicente Guerrero. No obstante, aquel pactó con los rebeldes y se pronunció a favor de la emancipación el 24 de febrero, en Iguala. También apostaba inicialmente porque un monarca europeo ocupara el trono del Imperio mexicano, dando la preferencia a Fernando VII o a un miembro de la familia Borbón (Art. 4). Finalmente, fue él mismo quien ocuparía dicho puesto. Apodaca, al igual que Pezuela, no transigió ante semejante proyecto y lo consideró “anticonstitucional”.9 A su juicio, la carta doceañista —en la que, realmente, tampoco confiaba, como su par peruano— era la única base sobre la que dialogar, de acuerdo con las directrices impulsadas desde el Gobierno peninsular. De nada sirvió que el Plan de Iguala estipulara la vigencia transitoria en el Imperio del código gaditano. La crisis ocasionada por la gestión de la guerra contra Iturbide y sus tropas provocó, asimismo, que Apodaca fuera depuesto por Francisco Novella a través de un golpe militar, el 5 de julio de ese año. Aunque en contextos distintos, se aprecian respuestas similares ante la crisis de legitimidad que atravesaban ambos territorios.
Mientras estos complejos acontecimientos tenían lugar en los dos grandes virreinatos de la Monarquía española en América, en Madrid las Cortes estaban trabajando desde el 9 de julio de 1820. Previamente, habían tenido lugar acalorados debates sobre su convocatoria, en la cual se fijó que la representación de los territorios americanos sería de treinta suplentes, un número exiguo e insuficiente que inmediatamente provocó malestar y protestas, además, ello no se atenía al sistema representativo estipulado por la Constitución.10 Estas denuncias sobre la desigualdad representativa se habían venido produciendo desde el tiempo de las Cortes de Cádiz.11 Pero, ahora, en el nuevo contexto, las reiteradas negativas por parte de la Asamblea a reconocer dicha demanda terminarían por ser uno de los factores clave que impulsó las independencias hispanoamericanas, especialmente entre el grupo de los liberales autonomistas.12 Desde México se enviaron diversos manifiestos y exposiciones a la Asamblea denunciando el trato que se continuaba dando a los territorios americanos. Ese clima de disconformidad favoreció la aparición de escritos críticos con las directrices de las Cortes hispanas en los dos momentos constitucionales. Entre ellos, se publicaron folletos en los que se recogían las intervenciones de diputados por Perú y otros ámbitos sudamericanos, como Río de la Plata. A través de esas reproducciones se potenciaba la denuncia al vincular las quejas de los espacios que se sentían agraviados. Su impresión en México reforzaba la estrategia de aquellos que, habiendo abogado por una representación más equitativa y justa, terminaron por abrirse a la alternativa emancipadora ante el sistemático bloqueo a sus aspiraciones por parte de los liberales peninsulares.
El primer documento apareció en 1820 con el título Derechos de las américas. En él se recogían las intervenciones que realizaron, ante las Cortes gaditanas, Dionisio Inca Yupanqui y Francisco López Lisperguer, suplentes por Perú y Buenos Aires, respectivamente. Ambos declamaban contra el trato vejatorio que se había dado a los territorios americanos a lo largo del tiempo. Yupangui aseguraba que la invasión napoleónica de la Península era un castigo de Dios, porque, decía, “un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”. Por su parte, Lisperguer explicaba que las insurrecciones que habían estallado en Hispanoamérica solo podrían sofocarse otorgando a sus habitantes “la igualdad en todos los derechos que gozan los españoles, las mismas gracias, la misma libertad”. Necesariamente, todo ello pasaba por aumentar equitativamente la representación americana en la Asamblea.13 Sobre este último aspecto se expresó tajantemente Antonio Javier de Moya, suplente por Perú en las Cortes de 1820. El día 15 de agosto se debatió el tema en la Cámara. El diputado Miguel Cortés, por Aragón, afirmó que no resultaba necesario ampliar el número de los americanos porque todos, peninsulares y ultramarinos, representaban por igual al conjunto de la nación española. A la jornada siguiente, Moya trató que se insertara en el Diario de las sesiones una Indicación en la que rebatía los argumentos de Cortés. Como ello no fue aceptado, el diputado peruano se decidió a imprimir sus observaciones para que se difundieran entre la opinión pública. Argumentaba a favor de la necesaria reunión de congresistas de ambos hemisferios, en función del número de habitantes de los respectivos territorios. En caso de que ello no se cumpliera, quedaban las “provincias agraviadas” en “libertad de convenir en lo que les parezca”. Es decir, dejaba expedito el camino hacia la emancipación como resultado de la obstinación española a no reconocer los legítimos derechos de los americanos.14
Este enfrentamiento nos muestra las diferencias entre el tipo de representación nacional y holista que planteaban los diputados liberales de la Península y el carácter territorial y particularista por el que abogaban los ultramarinos.15 Los dos impresos comentados son una muestra de las reivindicaciones frustradas de autonomía que se realizaron desde Perú y México. Como señalamos, el cierre de esa vía alentó y aceleró la consecución de las independencias.
La búsqueda de nexos entre los distintos procesos emancipadores era una forma útil para ambos a la hora de sumar argumentos favorables a la ruptura con la Monarquía española. Esta separación se entendía por los actores del momento como un movimiento general que afectaba a todo el continente americano y que, por tanto, trascendía la exclusiva perspectiva nacional, todavía en ciernes, a pesar de que existiera una retórica patriótica y un sentimiento territorial de pertenencia.16 En función de estas coordenadas, la entrada de San Martín en Lima, acontecida el 12 de julio de 1821, fue anunciada en la Gaceta mexicana el 17 de octubre,17 pero fue el día 20 de diciembre de ese año cuando dicho órgano de comunicación se pronunció de una forma apasionada a favor de la independencia peruana, relacionándola expresamente con lo que había tenido lugar en México.18 En ese número se publicaron datos extraídos de una carta particular, en la que se informaba sobre la unanimidad de sentires que se había visto en Perú para romper con el “yugo despótico de los españoles”. Ahora bien, lo más interesante de la misiva eran los lazos de fraternidad que, por primera vez, se trataban de manera explícita entre las dos experiencias emancipadoras.
De acuerdo con el escrito, en el sur del continente se esperaba con ansia la llegada de nuevos informes sobre el naciente Imperio mexicano, noticias que servirían para “ligar los intereses de todos los americanos en ambos hemisferios”. Las independencias se presentaban, así, como una causa común de los países hispanoamericanos, alimentada, como acabamos de ver, por razones equiparables en todos ellos. No era casualidad que la noticia resaltara, de forma desmedida y distorsionada, que San Martín e Iturbide habían actuado de manera análoga. Ambos lideraron sus proyectos sin violencia ni intrigas, al tiempo que les unían “los mismos sentimientos de religión, los deseos de la independencia y libertad de su patria”. Sobre estos presupuestos empezaban a sentarse las bases de una esperada empatía entre los dos países.
El entusiasmo patriótico compartido se hizo más evidente los días 16, 18 y 20 de abril de 1822, cuando la Gaceta publicó unas “Reflexiones sobre la independencia del Perú”. Estas provenían del núm. 2 —erróneamente señalado como núm. 3— de Los Andes Libres, del 31 de julio de 1821.19 Aunque no aparecen firmadas, se considera que su autor fue Fernando López Aldana, abogado bogotano, conspirador revolucionario y publicista de la emancipación peruana.20 En su escrito argumentaba distintas razones por las que la ruptura con la Monarquía española resultaba legítima, tanto en Perú como en el resto de Hispanoamérica, lo que lo hacía interesante para los lectores mexicanos. En primer lugar, López Aldana realizaba una lectura dinámica del acontecer histórico en la que se concatenaban ciclos de decadencia con otros de esplendor. Así, consideraba que al ocaso de Europa, provocado por las recientes “convulsiones políticas”, le seguía el renacer de una América independiente. Esa parte del mundo había llegado a su mayoría de edad: “La sociedad entre nosotros está formada, la religión establecida, las ciudades edificadas, tenemos suficiente fuerza y resolución para defendernos”. A continuación, impugnaba los tres siglos de dominación colonial como un periodo en el que los americanos sufrieron “esclavitud”, robos y desdén por parte de sus mandatarios, a los que definía como “sátrapas orgullosos”. Señalaba que el ajusticiamiento del príncipe Túpac Amaru, último Inca, en 1572, era la muestra más evidente de esa injusta y cruel dominación. De hecho, en esos momentos se estaba dando a conocer en México la triste historia de Juan Bautista Túpac Amaru —hermano del afamado José Gabriel Túpac Amaru, que se rebeló entre 1780 y 1781—, quien estuvo preso en Ceuta, en el norte de África, durante más de tres décadas.21
Finalmente, según López Aldana, la larga distancia entre la Península y los territorios ultramarinos había imposibilitado cualquier tipo de gobierno justo y ecuánime, por tanto, la deslegitimación del periodo de predominio español suponía, como contrapartida, una justificación de los derechos de los americanos para recobrar su libertad y autonomía. En efecto, sabemos que en México habían proliferado escritos de esa naturaleza durante el periodo en que se consumó la separación con la Monarquía, por lo que las reflexiones que acabamos de comentar debieron encontrar buena acogida entre los partidarios de la emancipación.22 De esta forma, Perú y México definían de manera idéntica y en común la idea de independencia, así como los motivos que explicaban la necesidad de constituirse en nuevos Estados nación. Pero, como vamos a ver a continuación, existían otras razones que avalaban la repulsa al Gobierno español.
LOS ESTRECHOS VÍNCULOS ENTRE RELIGIÓN E INDEPENDENCIA
Las cuestiones de índole religiosa y eclesiástica estuvieron muy presentes en el contexto de las emancipaciones de México y Perú, e influyeron de manera decisiva en el transcurso del proceso. Como es sabido, tras el triunfo de la revolución española de 1820, los políticos liberales de la Península desplegaron un programa reformista y de clara tendencia secularizadora que pretendía trastocar el lugar privilegiado que la Iglesia había ocupado durante el Antiguo Régimen. Nadie cuestionó entonces el carácter católico de la nación, pero sí la preeminencia del poder eclesial y su influencia en la sociedad, especialmente por parte del bajo clero, al que se asociaba con el absolutismo. La Junta Provisional, primero, y las Cortes, después, decretaron a lo largo de 1820 y 1821 medidas destinadas a terminar con la superioridad mencionada. Entre otras, se procedió a la abolición del Tribunal de la Inquisición, extinción de los jesuitas, disolución y reforma de las órdenes religiosas, supresión de vinculaciones, modificación del fuero eclesiástico, impulso desamortizador o reducción del diezmo. También se presentaron dos planes generales de reforma eclesiástica, el 7 de junio de 1821 y el 18 de febrero de 1823, que de haberse aprobado, habrían supuesto el establecimiento de una Iglesia nacional, provocando un verdadero cisma. Todo ello radicalizó las posiciones políticas, lanzó al clero contrarrevolucionario a una oposición beligerante y, además, deterioró las relaciones entre el Gobierno español y Roma.23
Desde el momento en el que se empezaron a conocer al otro lado del Atlántico las noticias sobre los decretos y las medidas mencionadas, se fue generando un clima de creciente recelo por parte de aquellos eclesiásticos que sentían vulnerados sus derechos y estatus. También las élites y los políticos conservadores, incluso dentro de la familia liberal, expresaron su disconformidad. Cabe advertir, no obstante, que la heterogeneidad de posiciones ideológicas dentro de la Iglesia hispanoamericana sugiere evitar cualquier tipo de generalización, pues hubo simpatizantes con las directrices seguidas por las Cortes de Madrid, pero también es cierto que importantes núcleos de religiosos mostraron su oposición al programa secularizador. Para algunos de estos, tanto en México como en Perú, la independencia se convirtió en una vía de escape para tratar de evitar que se continuaran aplicando las leyes hispanas que les afectaban directamente. Ello explica, en buena medida, que una parte de la alta jerarquía eclesiástica de los dos espacios apoyara —de manera abierta, coyuntural o consumada— los proyectos emancipadores de Iturbide y San Martín, cuando, hasta entonces, habían rechazado cualquier idea de ruptura política.24
En este sentido, los discursos en defensa del catolicismo y en abierta oposición a la supuesta impiedad de las Cortes españolas se generalizaron entre la opinión pública. La ofensiva contra el liberalismo hispano, especialmente en su vertiente exaltada, motivó la proliferación de acusaciones en las que se dibujaba un escenario apocalíptico para la Iglesia y sus ministros, en el caso de que se mantuviera la unidad con la Monarquía. Los propios círculos del poder político aprovecharon e hicieron suyo este potente discurso para avalar la necesidad de la independencia, tanto en sus intervenciones públicas como a través de los órganos informativos oficiales que estaban bajo su control.25
La Gaceta del Gobierno Independiente de Lima, del 28 de julio de 1821, recogió en sus páginas una noticia obtenida de la Miscelánea Chilena titulada “Concordato de España”, en la cual se criticaba el proyecto de reforma del clero presentado a la Asamblea madrileña. Dicho reporte fue publicado en México en dos ocasiones, dando así cuenta de los vínculos existentes entre los países hispanoamericanos en su reprobación a las políticas secularizadoras y en los motivos que habían llevado a sus independencias. En el primer documento se reprodujo la noticia de la Gaceta del Gobierno limeña; mientras que, en el segundo, aparecido a comienzos de 1822, hubo algunos cambios reseñables: se tituló Concordato de América, se suprimieron algunas partes del impreso original, se modificó la redacción y, de forma novedosa, se añadieron comentarios a lo expuesto. Según puede leerse de manera compartida en esos tres escritos, en el proyecto de concordato se proponía la secularización de todos los institutos religiosos, prohibición de que los obispos confiriesen el sacramento del orden sacerdotal sin la autorización del gobierno, libertad de los clérigos para casarse, introducción del divorcio civil y político, eliminación de festividades religiosas y la limitación de las relaciones con Roma, prohibiendo el reconocimiento de los concilios convocados por el papa. Estas medidas fueron rechazadas inmediatamente en la noticia por impías, y se explicaba que los políticos liberales de la Península estaban contraviniendo la Constitución gaditana que tenían jurada, cuyo artículo 12 reconocía el carácter católico de la nación y su obligatoriedad de proteger la religión por “leyes sabias y justas”. Es decir, se remarcaba que dicha disposición sancionaba un amparo efectivo que no significaba, según entendían algunos revolucionarios, capacidad de intromisión en el ordenamiento de la Iglesia. Cualquier intento de intrusión en su gobierno suponía apartarse de ella y, por tanto, quedar excluido de la comunidad. De acuerdo con la lectura conjunta que se estaba realizando en 1821, había sido esa transgresión la que instó a que Perú y México reaccionaran contra semejantes planes y se emanciparan bajo el auspicio del cielo:
He aquí el catolicismo en que ha venido a parar esta nación perjura ante la Constitución misma en que sancionó como base fundamental el ser católica, apostólica, romana. ¡Gracias a Dios que no pertenecemos ya a semejante Nación! La religión va a refugiarse como en un piadoso asilo en nuestros países. Esto solo bastaría para justificar la independencia que proclamamos hoy, y a cuya perpetuidad nos sacrificaremos mañana, con el juramento más solemne en las aras del Dios eterno, de quien reconocemos haberla recibido.26
El carácter providencialista de las emancipaciones avalaba, a través de argumentos sobrenaturales, la quiebra de los lazos con la España liberal. Este discurso de naturaleza religiosa tenía la virtud de contemplar las dos independencias a las que venimos refiriéndonos como parte de un mismo proceso. La censura sobre las directrices de las Cortes y el afán por preservar la autonomía de la Iglesia de cualquier tentativa regalista conectaban los motivos por los que, pretendidamente, mexicanos y peruanos habían decidido comenzar una nueva etapa. El hecho de que la noticia extractada del periódico chileno se hubiera reeditado en Lima el mismo día en que se sancionó el acta de independencia, es evidencia de la simbiosis que se llegó a establecer entre cultura católica y emancipación. Su reproducción en México ampliaba el radio de acción de esa concomitancia.
Por su parte, el folleto Concordato de América, al que acabamos de aludir, no incorporó la cita que hemos reproducido. En cambio, como señalamos, insertó apostillas de reprobación a los seis puntos del proyecto de reforma indicado, asentando en esas anotaciones que en América no se introducirían jamás los cambios pretendidos por las Cortes españolas. Al contrario de lo que estas querían, era menester que se fomentara en México el incremento de los eclesiásticos. De acuerdo al espíritu del Plan de Iguala, el catolicismo era una de las bases sobre las que se sustentaba el proyecto de la independencia, motivo por el cual debía promoverse aquel una vez que este se consumara. De hecho, en dicho Plan se estipulaba la devolución de los “fueros y preeminencias” a los eclesiásticos y se consagraba que la principal tarea del nuevo ejército sería el resguardo de la fe frente a cualquier “secta” (Arts. 14 y 16). Por ello, en un lenguaje que recuerda al de los escritores contrarrevolucionarios del periodo, el autor del impreso concluía señalando que en el país emancipado se despreciaba a los “filósofos anti-religiosos”.27
Antes de que se publicaran los documentos a los que acabamos de referirnos, ya se había hecho mención en México a la impresión compartida con los peruanos de que cualquier intento de intervención en el ámbito eclesiástico habría de suponer una catástrofe para la unidad de la Monarquía. El canónigo y doctor José de San Martín, reflexionó sobre estas cuestiones en su sermón sobre la independencia, predicado el 23 de junio de 1821 en la catedral de Guadalajara. En las notas a la versión impresa de su discurso, recogió la intervención que José Freire —diputado suplente por la provincia de Lima— había realizado el 23 de septiembre del año anterior en las Cortes de Madrid, cuando se estaba debatiendo la Ley de reforma de regulares. El orador limeño manifestó entonces su rechazo a que esta norma se hiciera extensible a los territorios americanos, y de manera concreta al Perú, pues contribuiría a aumentar el desasosiego. El religioso mexicano, por su parte, manipuló la intervención de Freire al atribuirle que el decreto que pretendían aprobar los diputados no solo resultaría “dañoso” en Hispanoamérica, sino que “podría tener trascendencias políticas”. Se trataba, según el canónigo, de un aviso premonitorio de las independencias de ambos países como resultado de las medidas secularizadoras. Para este eclesiástico, la “razón” y la “experiencia” habían demostrado el acierto de lo pronosticado por el representante peruano.
De esta forma, las observaciones sobre el pasado reciente se articulaban con el presente de los actores para explicar mejor los rápidos cambios que se estaban produciendo. Las lecciones sobre lo que le había ocurrido a la Monarquía española debían servir para orientar las acciones de los gobernantes de los nuevos Estados nación. De lo contrario, recordaba el Dr. San Martín, se corría el riesgo de que se revirtiera el proceso: “Si nuestra independencia prospera”, decía, “la religión de Jesucristo se ha de consolidar más y más en América”. Pero, añadía en tono preocupante, “si aquella se debilita, esta necesariamente ha de decaer”.28 Dicho reto solo se podía afrontar teniendo en cuenta cuáles habían sido los errores cometidos hasta ese momento. Lamentablemente, quienes sostenían estas ideas para el ámbito eclesiástico, muy pronto habrían de observar que la independencia no supuso el fin del ciclo reformista abierto en 1820.
ENTRE LA HISPANOFOBIA Y LA GARANTÍA DE LA UNIÓN
Sin duda, uno de los temas que más diferenció la trayectoria política de los dos países fue el trato que los gobiernos independientes dieron a los españoles de origen peninsular residentes en ellos. En parte, esa disimilitud fue resultado de la forma en que se desarrollaron los propios procesos emancipadores. Las directrices seguidas por los mandatarios peruanos fueron observadas con detenimiento en México y dieron lugar a una interesante controversia que nos muestra, una vez más, la forma en que dialogaron los dos territorios. En Perú se desplegó una batería de decretos y órdenes contra los españoles que no encontramos en el contexto mexicano. La participación de los antiguos realistas en el proyecto de Iturbide favoreció inicialmente su continuidad y/o integración en las estructuras del nuevo Estado nación. Como veremos, todo ello fue utilizado en el Imperio para tratar de reforzar los lazos comunitarios y nacionales en torno a la figura del emperador que, a finales de 1822, empezaba a ser cuestionada. Al mismo tiempo, se pretendía suturar la brecha social abierta durante los años de la guerra y poner fin, de manera definitiva, al discurso antigachupín.29 Aun así, continuaron publicándose algunos folletos críticos con la actuación de los españoles, lo que llevó a la intervención del gobierno contra sus autores.30 También están documentados episodios de violencia contra estos en las provincias, por parte de grupos subversivos que apostaban por una república.31
Durante el periodo del Protectorado, las políticas de conciliación iniciales de San Martín dejaron paso, desde muy temprano, a brotes de hispanofobia y medidas en las que se superpusieron el confinamiento forzado, exclusión de empleos públicos, restricción de libertades, extrañamiento, incautación de bienes o, incluso, amenazas de ejecución. El promotor de las disposiciones más radicales fue el ministro Bernardo Monteagudo, de origen tucumano, quien ocupaba a comienzos de 1822, las carteras de Gobierno y Relaciones Exteriores y de Guerra y Marina.32 Además, el Estatuto Provisional, de 8 de octubre de 1821, limitó la ciudadanía peruana, excluyéndose de ella a las personas nacidas en Europa.33 Como resultado de estas resoluciones, se ha estimado que el número de españoles en Lima pasó de más 10 000 en septiembre de 1820, a unos 600 en julio de 1822. Dos años más tarde se evaluaba que alrededor de 12 000 peninsulares se exiliaron de Perú o habían fallecido.34 Entre los emigrados se encontraba el obispo de Huamanga, Pedro Gutiérrez de Cos, quien terminó residiendo en México hasta la caída de Iturbide. Todo parece indicar que encontró su acomodo en el clima cada vez más conservador del Imperio.35 Estos datos contrastan en algunos puntos con los de la realidad mexicana. Harold Sims ha señalado que, en la capital, para 1821 los peninsulares solo constituían un 3 % de un total de 167 000 habitantes, es decir, unos 5 010. Calcula que no serían más de 100 000 en el conjunto del territorio, sobre el que residían unas 6 500 000 personas.36
Como comentábamos, Iturbide no emprendió medidas persecutorias contra los nacidos en Europa. En el lema de su proyecto se aseguraba, junto a la Religión y la Independencia, la Unión entre americanos y españoles. Esa declaración de intenciones pretendía desvanecer la confrontación social y dar seguridad a los peninsulares, especialmente porque algunos de ellos fueron sumándose a su programa. Se ha indicado que la garantía de la Unión fue la clave para que la emancipación triunfara sin el número de bajas que supuso el conflicto bélico iniciado en septiembre de 1810.37 Por su parte, el Plan de Iguala sancionaba esa voluntad integradora, ya que en él se reconocía por igual la ciudadanía de los europeos, africanos e indios, asegurándoles el libre acceso a los empleos y la protección de toda persona y sus propiedades (Arts. 12 y 13). También se disponía la continuidad en los cargos (Art. 15) y se confirmaba la vigilancia sobre aquellos que intentaran “fomentar la desunión y se reputaran como conspiradores contra la independencia” (Art. 23). De acuerdo con este espíritu conciliador, el 19 de diciembre de 1821, un total de 276 peninsulares residentes en la capital, enviaron una carta a José Dávila —comandante español del fuerte de San Juan de Ulúa—exponiéndole la necesidad de que se rindiera ante Iturbide, pues este había cumplido su palabra de protegerlos y ofrecerles las mismas oportunidades que a los oriundos.38
Hemos visto hasta ahora el contraste entre los dos espacios. Pero, ¿qué fue lo que se conoció en México sobre las medidas antiespañolas que se estaban promoviendo en Perú y qué efectos generó? La Gaceta del Imperio dio a conocer tres noticias, los días 22, 26 y 31 de octubre de 1822, a partir de lo anunciado en la Gaceta del Gobierno editada en Lima. Primero se publicó una disposición del ministro de Hacienda Hipólito Unanue, de 6 de noviembre de 1821, en la que, tras haberse consultado al primer magistrado encargado del Juzgado de Secuestros, Francisco Valdivieso, se sancionaba el embargo de las propiedades de los españoles que residieran en Europa o hubieran emigrado. Lo mismo se disponía para los americanos que se mantuvieran fieles a las armas del rey.39 A continuación, los mexicanos pudieron conocer el decreto de 20 de abril de 1822, promovido por Monteagudo y firmado por José Bernardo Torre Tagle, que a la sazón fungía como Supremo Delegado en ausencia de San Martín. Este decreto ha sido calificado como el “más cruel” de todos los que se habían promulgado hasta entonces.40 En él se asentaba que los españoles tenían un “carácter feroz e indomable”, pues, históricamente, habían recurrido al “rigor”, “violencia” y “opresión” sobre los peruanos. Ello impelía a tomar “una medida extraordinaria” que castigara a los que se identificaran como “delincuentes”, aclarándose inmediatamente que solo un “corto número” no lo eran. Tras estas palabras se ordenaban ciertas prohibiciones contra los peninsulares, tales como el uso de capa o capote en la calle, a excepción de los eclesiásticos; reuniones de más de dos individuos, con castigo de destierro y confiscación de bienes; así como las salidas después del toque de oraciones y la porta de armas, bajo pena de muerte. Además, se instituía una Comisión de Vigilancia para sancionar las infracciones cometidas.41 El impacto que debió causar este decreto en México motivó a que apareciera un folleto titulado, de manera elocuente, Justo castigo a los españoles residentes en el Perú.42 Finalmente, la tercera disposición que se insertó en el órgano de información oficial del Imperio fue un decreto de 23 de febrero de 1822, anterior, por tanto, al que acabamos de exponer. La disposición más importante era la orden de que todos los españoles solteros que no hubieran salido del territorio en el plazo de dos días, serían arrestados en el convento de La Merced hasta que pudieran embarcarse en el puerto del Callao, bien en el buque que eligiesen o, en el caso de que resultaran insolventes, en aquel que dispusiera el gobierno.43
La extrema dureza de las dos últimas resoluciones, llevó a que el editor de la Gaceta, Alejandro Valdés, añadiera a cada una de ellas unas sugerentes reflexiones en las que establecía un “paralelo” o “comparación” con lo que ocurría en México. De manera eufemística, en ambas comenzaba excusándose de criticar las decisiones que el Gobierno peruano había adoptado en aras de la seguridad de su país. Aun así, reconocía las atrocidades que los españoles habían causado en dicho territorio en las épocas de guerra. Bajo su óptica, tampoco en Nueva España faltaron líderes militares cuyo proceder resultaba reprochable y podía compararse con las acciones de Juan Sámano y Pablo Morillo en el virreinato de Nueva Granada. Sin embargo, los peninsulares que residían en el Imperio eran “hombres de bien”, “despreocupados, generosos y amantes de la humanidad”, por ello, se les había colocado al mismo rango que al resto de americanos.44 Si en Perú se “detestaba” y “aborrecía” a los de origen hispano, hasta el punto de querer eliminarlos para “que no se conserve ni aún [su] memoria”, en México tenían la mejor acogida como resultado de la garantía de la Unión. Según asentaba Valdés, “por ella vimos en las filas libertadoras a tantos beneméritos españoles que componen el catálogo de nuestros héroes”. El respaldo prestado a la causa emancipadora demostraba su lealtad al nuevo régimen. Ahora habían desaparecido los resentimientos que exhibieron los insurgentes contra ellos, “Nadie se acuerda de lo pasado”, afirmaba. El olvido era también una forma de experiencia sobre la que mirar hacia el futuro sin la rémora de lo ocurrido.45
Valdés aprovechaba la publicación de los decretos peruanos como pretexto que le permitía ensalzar el mando desempeñado por Iturbide desde que se sancionara la independencia. En su opinión exagerada, tal era la magnanimidad del líder militar que, incluso, había permitido la marcha de los españoles que así lo habían solicitado con todos sus bienes, a sabiendas de que estos podrían ser utilizados para sufragar la reconquista del Imperio, pero aquellos que decidieron quedarse, contaban con toda la protección por parte del gobierno. Por eso, continuaba, a finales de 1821 se abrieron diligencias judiciales contra el peninsular Francisco Lagranda y su papel titulado Consejo prudente sobre una de las garantías,46 donde advertía a los hispanos sobre los peligros que podían correr si permanecían en México, lo cual fue considerado subversivo y una afrenta contra el espíritu de la emancipación. De acuerdo con el editor de la Gaceta, el folleto fue censurado y su autor condenado a seis años de prisión. El remate de esta exposición, siempre con la mira puesta —por contraste— en el caso peruano, lo constituía la referencia a un mensaje que Iturbide dio a conocer el 14 de septiembre de 1822, motivado por el conocimiento de los sucesos que habían tenido lugar en Madrid la jornada del 7 de julio de ese año, en la que se enfrentaron liberales y contrarrevolucionarios, con la victoria de los primeros y la llegada al gobierno del sector más exaltado.
Ese acontecimiento causó en México una viva impresión y se veía como parte de la vorágine política que se estaba viviendo en España durante el Trienio Liberal. Ante semejante panorama, el emperador mexicano, de una forma grandilocuente, ofreció a los peninsulares trasladarse al otro lado del Atlántico, donde, tras la independencia, imperaba el orden, la paz y la prosperidad.47 Por tanto, mientras que en Perú se estaba expulsando a los hispanos, en México se les invitaba a residir en su territorio. Tales eran las diferencias entre ambos espacios en esta materia. Los españoles tenían en Iturbide a su mejor aliado, motivo por el cual debían seguir apoyándolo y procurando su sostenimiento en el trono. La forma de gobierno que representaba era la más adecuada para sus intereses, por lo que todos debían plegarse en torno a la figura del emperador y rechazar cualquier otra alternativa política.
¿UNA SOLIDARIDAD MONÁRQUICA?
A finales de octubre de 1822, cuando se publicaron las noticias que acabamos de analizar, la vida política del Imperio se encontraba extraordinariamente agitada. Los días 16 y 17, el entorno del emperador había propuesto una reforma del Congreso constituyente que aumentó la inquietud. Finalmente, en la jornada del 31, Iturbide se decidió a disolverlo. Ello aumentó el descontento de las provincias, recelosas de su autonomía, e incentivó el incremento de las conspiraciones republicanas, llegando a treinta en unos pocos meses.48 El emperador recibió muestras de apoyo por parte de militares y autoridades civiles, incluso se le aconsejó convertirse en soberano absoluto.49 A pesar de ello, el grupo cercano a Iturbide era consciente de lo frágil que podía llegar a resultar su posición si el malestar se expandía. Resultaba imprescindible consolidar el joven régimen imperial, de allí que una manera de exponer a la opinión pública que el modelo monárquico era el más adecuado para México, consistía en mostrar que otras partes de Latino América estaban apostando por dicha vía. Sin embargo, no se optó entonces por publicitar el caso brasileño, donde los Braganza residían desde 1808, probablemente porque todavía no se tenían informes certeros sobre la proclamación de la emancipación por parte de don Pedro, en septiembre. Las miradas se dirigieron entonces hacia el Perú independiente, donde se habían mantenido acalorados debates sobre el tipo de gobierno a instaurar. De forma expresiva y alegórica, se buscaban establecer lazos de cohesión en torno a las opciones monárquicas de los dos países que habían roto con España, pues era una manera de exhibir ante los mexicanos una supuesta solidaridad política e ideológica de las nuevas naciones hispanoamericanas que, al mismo tiempo, buscaba reforzar la posición del emperador mexicano.50 Ahora bien, lo que se omitía entre quienes apostaban por este tipo de nexos era que, en Perú, a esas alturas del año la opción republicana resultaba mayoritaria.51 Como señalamos al inicio de este artículo, el 17 de diciembre el Congreso constituyente promulgó las Bases de la Constitución que sancionaban dicha alternativa.
En esa apología de la monarquía por parte de las autoridades mexicanas, los días 26 y 29 de octubre, próximos al cierre de la Asamblea, la Gaceta oficial publicó el “Extracto del discurso que hizo sobre la forma de gobierno adaptable al Estado del Perú el Dr. D. José Ignacio Moreno, individuo de la Sociedad Patriótica de Lima, en la noche del viernes 1 de marzo del corriente año de 1822”.52 Este reporte provenía del núm. 3 de El Sol del Perú, —periódico de la institución mencionada—, del día 28 de ese mismo mes.53 Antes de entrar en su contenido y en aquello que pudo interesar a quienes promovieron su publicación en México, debemos reparar, aunque brevemente, en el contexto que motivó esa significativa intervención y en quién era su autor. Los principales impulsores de la monarquía constitucional para el Perú fueron San Martín, Monteagudo y sus círculos afines. Ello era una opción que resultaba atractiva para la élite criolla de la capital, pues sancionaría una transición dentro del orden, sin cambios radicales y evitando cualquier desbordamiento social.54 Con el fin de impulsar el establecimiento de un gobierno monárquico, el 10 de enero de 1822 se creó la Sociedad Patriótica de Lima, integrada por nobles, burócratas e intelectuales. Aunque se dejó completa libertad a sus miembros para debatir, el ministro tucumano trató de controlar el avance de las discusiones, censurando, incluso a las voces que se decantaban por la solución republicana. En la sesión del 22 de febrero propuso que, entre los temas a tratar, resultaba preferente discurrir sobre la forma de gobierno que resultara más adecuada para Perú, atendiendo a “su extensión, población, costumbres y grado que ocupa en la escala de la civilización”.55
El encargado de iniciar la discusión fue José Ignacio Moreno, el día 1 de marzo. Moreno era un cura originario de Guayaquil, nacido en 1767, que en el momento en que realizó su discurso ante la élite limeña, ya contaba con una dilatada y reconocida trayectoria como erudito.56 Estamos ante un personaje aún no demasiado bien comprendido en el ámbito intelectual latinoamericano; se le ha llegado a caracterizar como “uno de los más importantes pensadores conservadores en Hispanoamérica”, especialmente porque se considera que fue uno de los introductores de Joseph de Maistre —autor central del pensamiento reaccionario europeo— en el sur del continente.57 Monteagudo confió en la sabiduría de Moreno para exponer las razones por las que solo la monarquía constitucional podía resultar aplicable y beneficiosa en Perú. Su exposición, de la que enseguida nos ocupamos, levantó polémica y críticas. Según Mariano José de Arce, defensor de los principios republicanos, las ideas del guayaquileño servían para “afianzar el Altar y el Trono”, a través de argumentos “idénticos a los que se han esgrimido para defender el trono de Fernando”. Escucharle era como oír a Bossuet y a los autores “del siglo de Luís XIV”.58 Ciertamente, las nociones sostenidas por Moreno no terminaron teniendo el recorrido esperado por los monarquistas peruanos. La salida de San Martín del país para reunirse con Bolívar y la creciente repulsa hacia el ministro tucumano, que terminó con su expulsión en julio de 1822, supusieron también el cierre de la Sociedad Patriótica que ambos habían impulsado. Su suerte estaba ligada.59
La apología de la monarquía que Moreno realizó en su discurso estaba muy influenciada por los postulados de De l’esprit des lois (1751), de Montesquieu. De hecho, aparece mencionado en las dos partes en que se estructuraba la disertación: una estaba dedicada a demostrar que el poder debía concentrarse en una sola persona para resultar más eficaz, atendiendo el grado de ilustración que se había alcanzado en Perú; la otra llegaba a la misma conclusión al sostener que era la única forma de que resultara gobernable un territorio tan extenso. El rey, “moderado bajo el imperio de las leyes fundamentales” que estableciera el Congreso, debía ser el encargado de guiar el rumbo adecuado de la nación independiente. El principio político de la moderación, teorizado por Montesquieu y, entonces, ampliamente difundido en Hispanoamérica, era la base para evitar cualquier tentativa despótica.60 Por el contrario, asentaba Moreno, la democracia, propia de las repúblicas, no era aplicable a las circunstancias del Perú, además, corría el riesgo de degenerar en una terrible anarquía. La trayectoria histórica del país demostraba que sus habitantes siempre habían preferido mantenerse bajo el amparo paternalista de un único soberano:
En el Perú jamás se ha conocido otro gobierno que el monárquico, el pueblo se ha habituado por la serie de tantos siglos a la obediencia a los reyes […]: está habituado a las preocupaciones del rango, a las distinciones del honor, a la desigualdad de fortunas, cosas todas incompatibles con la rigurosa democracia. Esta habituación es común a todas las clases del estado, más en los indígenas es más radicada, como que sube a la más remota antigüedad de un Imperio que les es siempre querido. No hay uno entre ellos todavía que no refresque continuamente la memoria del gobierno paternal de sus Incas.61
Con estas palabras, el cura guayaquileño pretendía congraciarse con la élite limeña. A través, en parte, de la teoría de los cuerpos intermedios de Montesquieu, ponía el foco de atención en la respetabilidad propia de las sociedades organizadas jerárquicamente. Además, siguiendo a dicho filósofo, las referencias al honor —en contraposición a la virtud, propia de las repúblicas— implicaban el engrandecimiento del monarca y el refuerzo del ejército. Por su parte, Moreno se valía de la experiencia acumulada por el paso del tiempo para sostener la fórmula monárquica. Su crítica a la democracia le llevaba inmediatamente a tomar el ejemplo de las Cortes hispanas. Allí, aseguraba, se habían promulgado “leyes e innovaciones” que resultaban “incompatibles con el carácter, preocupaciones y costumbres de los españoles”.62 Lo mismo ocurrió en Francia durante los años de la Revolución, donde, incluso se sustituyó la monarquía por una república, con los consiguientes desmanes que se sucedieron.63 Ambos casos constituían paradigmas negativos de gobierno que debían evitarse, pues estaban basados en la radicalidad, abstracción y universalismo. En lugar de tomar en cuenta la experiencia y la tradición, se orientaban hacia teorías especulativas, ajenas a la realidad.
Lo planteado hasta ahora por Moreno debió resultar sugerente en México, motivo por el cual la Gaceta incluyó su intervención en un momento tan delicado para la consolidación del Imperio. Las ideas de Montesquieu eran bien conocidas entre quienes lideraron la transformación del país en 1821. De acuerdo con lo expuesto, en el Plan de Iguala se consagraba el establecimiento de una “monarquía moderada” y se encargaba al Congreso la elaboración de una Constitución “peculiar y adaptable al reino” (Art. 3).64 Allí se establecía que la carta gaditana continuaría vigente en el país de manera transitoria, pero para Iturbide y sus círculos afines, no se consideraba adecuada a las particulares circunstancias del mismo. Además, bajo su punto de vista, el modelo de gobierno de asamblea que aquella sancionaba restringía en exceso las prerrogativas del rey.65 En una de las defensas más entusiastas de la independencia, el arcediano Manuel de la Bárcena sostuvo la monarquía moderada y constitucional, al tiempo que recurrió, sistemáticamente, a De l’esprit des lois para justificar las razones de la ruptura con el Gobierno español. Ambas apologías, de acuerdo con lo que expondría más adelante el cura de Guayaquil, se sustentaban apelando a la extensión del territorio mexicano y a la diversidad de temperamentos y costumbres de quienes lo habitaban.66 Tanto Iturbide como de la Bárcena formaron parte de la Regencia que, en noviembre de 1821, presentó un proyecto —finalmente rechazado— para la reunión de un Congreso bicameral. En él explicaron la importancia de la nobleza en el sostenimiento de la monarquía y el Estado, siguiendo, de manera implícita, lo argumentado por Montesquieu.67 Así, como vemos, dicho filósofo fue una referencia continua en los debates políticos del Imperio.68
Por su parte, en México, la crítica conservadora que Moreno realizaba a las Cortes españolas resultaba de plena actualidad en los meses finales de 1822. Entonces, Iturbide comparaba las pretensiones soberanas del Congreso constituyente mexicano con las de la Asamblea hispana. El hecho de que también desde Perú se hubieran alzado voces contrarias a las transformaciones que esta proponía, fortalecía los reproches al liberalismo español promovidos por el entorno del emperador. Al mismo tiempo, dicha impugnación se dirigía hacia aquellos diputados mexicanos que apostaban por profundizar en la senda del cambio revolucionario. En este sentido, para algunos el discurso del guayaquileño constituía otra muestra de la conexión política entre los dos países emancipados. Su inserción en la Gaceta los días previos al cierre del Congreso, preparaba a los lectores para las noticias que iban a aparecer en los siguientes números. En el mes de noviembre se publicó, a lo largo de cinco entregas, un extenso artículo titulado “Indicación de los extravíos del Congreso Mexicano, que han motivado su disolución”,69 donde se acusaba a una parte de los diputados de haber “tomado el mismo rumbo que los revolucionarios de Francia” para derrocar la monarquía y “despedazar el Estado”, dejando así la puerta abierta a una eventual reconquista por parte de España.70
De manera complementaria, en el discurso que Iturbide pronunció el 2 de noviembre en el acto de apertura de la Junta Nacional Instituyente, sustituta del fenecido Congreso, aseguró que este había sido una “copia” de las Cortes reunidas en Madrid, a las que consideraba “un modelo deforme” y un “ejemplo pernicioso”. Al igual que sostenía Moreno, veía que en España se había experimentado el ejemplo funesto de Francia. Siguiendo este modelo, la autoridad de la Asamblea en México había degenerado en “despotismo”, en una política que resultaba “incongruente y repugnante a la de un gobierno moderado”.71 En el plano teórico, el eco de lo postulado por Montesquieu continuaba estando muy presente.
La propuesta del emperador mexicano era liberal, pero pasaba por el militarismo autoritario y el reforzamiento del ejecutivo. En Perú, por el contrario, tras la renuncia de San Martín, esta pugna por el ejercicio del poder acabó decantando la balanza sobre el legislativo.72 En México, después de la abdicación al trono de Iturbide ante el Congreso constituyente restablecido, el 19 de marzo de 1823, se dejó el camino abierto a la proclamación de la república. Pero, a diferencia de Perú, donde se había abogado por el centralismo, en México se adoptaría inicialmente un modelo federal. En consecuencia, la cultura política compartida por ambos países durante los años que formaron parte de la Monarquía hispana no se tradujo, necesariamente, en una trayectoria idéntica tras la proclamación de las respectivas independencias. Tampoco terminó dando lugar a la consolidación de monarquías, a pesar de los esfuerzos de quienes abanderaron los procesos emancipadores. No obstante, como hemos podido comprobar, desde el Imperio mexicano se tuvo continuamente la vista puesta, de manera selectiva, sobre aquello que estaba pasando en la naciente nación peruana. Difícilmente se podía pasar por alto lo que allí acontecía, en algunos casos, como en el que acabamos de referirnos, de manera premonitoria.
CONCLUSIONES
Los bicentenarios de las independencias de Perú y México, que tuvieron lugar en 2021, constituyen una nueva oportunidad —después de lo que supuso el periodo comprendido entre 2008 y 2012— para reflexionar críticamente sobre los procesos que llevaron a la descomposición de la Monarquía hispánica y la formación de los nuevos Estados nación en el ámbito latinoamericano. Sin teleologismos, se trata de un momento en el que podemos volver a pensar, a partir de los significativos avances historiográficos que se han producido, en los complejos factores y cosmovisiones sobre los que se asentó la ruptura con la España del Trienio Liberal. En este trabajo hemos explorado una de las múltiples vías de aproximación al periodo a partir del concepto de experiencia y de la incidencia que tuvo sobre el Imperio mexicano aquello que acontecía en el territorio del Perú independiente. Los resultados de la investigación demuestran que la vida política del momento se iluminaba con referentes que trascendían los límites estrictamente nacionales. En parte, los gobernantes mexicanos guiaron sus actuaciones a partir de lo ocurrido en otros espacios y en momentos del pasado inmediato, en estrecha relación a las dinámicas internas del país y sus particularidades históricas.
Los temas que hemos abordado, ponen de manifiesto algunas de las líneas de convergencia y fractura en las trayectorias seguidas por México y Perú tras sus emancipaciones. En los dos espacios se entendía que las Cortes de Madrid habían frustrado las aspiraciones autonomistas del liberalismo americano y estaban promoviendo un programa secularizador demasiado extremista. Frente a cualquier tentativa de radicalidad, quienes abanderaron las independencias entendían que la monarquía moderada constituía la mejor opción para que la transición se efectuara dentro del orden y el comedimiento, lejos de las veleidades republicanas y democráticas, según el sentido del momento. La Constitución española de 1812 fue objeto de controversia, ya que mientras los insurgentes peruanos no aceptaron jurarla, el Plan de Iguala, promovido por Iturbide, recogía su vigencia interina hasta que el Congreso elaborara una nueva ley fundamental. Aun así, el líder trigarante muy pronto mostró su voluntad por apartarse del orden constitucional hispano.
La diferencia más notable entre los dos países fue la intensa xenofobia antiespañola que observamos en Perú, la cual, paradójicamente, acabó minando las bases que sustentaban el proyecto de corte elitista sostenido por San Martín y Monteagudo. Por el contrario, Iturbide tuvo muy presente que necesitaba contar con el apoyo de los peninsulares, especialmente tras su llegada al trono del Imperio. Todos estos encuentros y discrepancias muestran los distintos rostros de la independencia y los motivos diversos por los que sectores sociales heterogéneos confluyeron coyunturalmente en esa alternativa, agotadas las vías del diálogo con España. Las diferentes expectativas depositadas en la separación con esta, dificultaron la amortiguación de los conflictos —en algunos casos heredados del periodo colonial— y alentaron, sobre el eje de la guerra, la fragmentación ideológica de las culturas políticas que poco a poco iban configurándose.
La perspectiva de análisis que hemos seguido en estas páginas, abre mayores posibilidades para suscitar un diálogo amplio y rico entre los distintos territorios que emprendieron su configuración como países independientes a comienzos de la década de 1820. Ciertamente, la coyuntura actual supone un aliciente para seguir trabajando en esa dirección.