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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.76 Michoacán jul./dic. 2022  Epub 06-Feb-2023

 

Reseñas

PICCATO, Pablo, Historia nacional de la infamia. Delito, justicia y verdad en México, México, CIDE/ Grano de Sal, 2020, 415 pp.

Lisette Griselda Rivera Reynaldos1 

1Instituto de Investigaciones Históricas Universidad Michoacana de san Nicolás de Hidalgo

Piccato, Pablo. Historia nacional de la infamia. Delito, justicia y verdad en México. 2020. CIDE/Grano de Sal, México: 415p.


Desde la publicación de su libro City of Suspects: Crime in Mexico City, 1900 - 1931 (2001, editada en español por CIESAS en 2010), el historiador Pablo Piccato se ha convertido en un referente obligado para cualquier persona, especialista o no, interesada en la historia de la criminalidad y la justicia penal en y sobre México. Su obra más reciente, publicada originalmente en inglés en 2017 por la Universidad de California, condensa varios años de ardua investigación y de una progresiva maduración de ideas en torno al tema de la violencia, el crimen y la impunidad en México entre las décadas de 1920 a 1950. Historia nacional de la infamia. Delito, justicia y verdad en México, parte de la proposición de que durante esas décadas en nuestro país se fue consolidando una desconexión entre el crimen, la verdad detrás de dicho crimen y la consecuente aplicación de justicia, por lo que la realidad siempre era relativa, poniendo al crimen como un tema central en la esfera pública y dando pie, por consiguiente, a percepciones surgidas de diversas fuentes culturales que originaron lo que Piccato denomina “alfabetismo criminal”, que en sus palabras se define como “una serie de conocimientos básicos acerca del mundo del crimen y la ley penal” (p. 23). Como se ve a lo largo del texto, y como resume muy bien el autor en su introducción, la sociedad adquiriría su alfabetismo criminal a través de “información ecléctica acerca de las instituciones, los casos famosos, las prácticas cotidianas y los lugares peligrosos que le ayudaba a la gente a sortear los complejos problemas prácticos de la vida urbana moderna” (p. 23).

El concepto de alfabetismo criminal es el eje vertebrador de la investigación, el hilo conductor que da pie al autor para llevarnos por los elementos que permitieron a su vez a los mexicanos, interpretar el crimen, asumir la violencia cotidiana y concebir la posibilidad de la aplicación de justicia al margen del Estado, sus leyes e instituciones. El libro se divide en tres partes que se entrelazan de manera fluida para adentrar a los lectores, poco a poco, en esas construcciones culturales que dieron origen a la idea que prevalece hasta nuestros días con respecto a la incapacidad del Estado para perseguir la verdad y aplicar la justicia. Así, entramos primero a los espacios del crimen, luego conocemos los diversos actores inmersos en este mundo y, por último, a las ficciones que hacían uso de ambos para generar narraciones.

Con respecto a la primera parte que nos habla de los escenarios donde se discutían los actos criminales, el doctor Piccato se centra en los jurados populares encargados hasta 1929 de la impartición de justicia en la Ciudad de México y otras capitales del país, así como en la nota roja periodística. Ambos elementos son considerados clave por el autor para cimentar el alfabetismo criminal. Los juicios por jurado, con todo y el aparente caos que les acompañó sobre todo en los casos de más impacto, aglutinaban a una serie de protagonistas diversos que contribuyeron a develar el peso de las emociones y nociones de género, raza o moral en la percepción del criminal y el delito. Desde los ciudadanos comunes que conformaban los jurados, el público que acudía a presenciar los juicios como si de un espectáculo se tratase, los acusados, los abogados defensores —como Querido Moheno— y hasta los fiscales, hacían gala de retórica y teatralidad.

Por su parte, la nota roja de los periódicos o los periódicos de nota roja, como Alarma!, se constituyeron en la “enciclopedia diaria del alfabetismo criminal”, ya que a través de sus encabezados, textos e imágenes, produjeron una realidad entendida como una descripción de la vida cotidiana urbana que era asimilada, compartida y aceptada por una mayoría de la sociedad. En este sentido, señala el autor, “las páginas de la nota roja […] creaban un terreno común en el que los ciudadanos podían interactuar de manera crítica con el Estado y entre sí” (p. 106). En estos dos primeros capítulos y en los subsiguientes, Piccato introduce casos famosos, pero no a manera de ejemplos que ayuden a desatar la reflexión sino, como apunta, como objeto mismo de análisis para arribar a su comprensión de este entramado. Así, en las páginas de Historia Nacional de la Infamia, encontramos los juicios por jurado de la adolescente María del Pilar Moreno, de José de León Toral y de Concepción Acevedo de la Llata, conocida como “La Madre Conchita”, estos dos últimos como es bien sabido, condenados por el asesinato de Álvaro Obregón; o sucesos como los asesinatos de Tacubaya o el del Restaurante Broadway, reproducidos en la nota roja y que movían las emociones de los lectores, sobre todo mediante un “vocabulario visual” que se complementaba con entrevistas a los victimarios, estimulando con ello una interacción entre prensa y sociedad.

En la segunda parte de la obra nos adentramos a los actores que confluyeron en el drama criminal, como los policías encargados de realizar las investigaciones y aplicar la justicia, o los asesinos que cometieron crímenes de gran trascendencia en su época. Aquí he de destacar dos aspectos que me parecen de suma importancia porque han sido poco abordados por la historiografía mexicanista, y que el autor desentraña pese a la escasez de evidencias, sobre todo para el segundo caso: me refiero a la presencia de detectives privados y pistoleros en el escenario del crimen. Apartir de los años veinte, las condiciones prevalecientes en el país —tales como el surgimiento de una nueva élite política y la ampliación de negocios rentables, así como la incapacidad de la policía para resolver crímenes—favorecieron la incorporación de civiles en la resolución de delitos, algunos llegando a alcanzar notoriedad pública, como Valente Quintana, el detective mexicano de más resonancia. Los métodos de los detectives privados no se caracterizaron por su honestidad o transparencia; más bien, se hallaban muy cerca de los empleados por la policía. Respecto a esta, el autor expone cómo con la creación en 1917 de la Policía Judicial, el departamento de policía de la capital del país aparentemente quedó fuera de la investigación criminal, salvo por la existencia de su Servicio Secreto, encargado de los casos criminales de “alto perfil” y que, sin embargo, se fue politizando y corrompiendo.

Las carencias técnicas y las competencias entre departamentos, así como la intromisión de los reporteros, frecuentemente interfirieron con el resultado de las investigaciones, para las cuales se tenían que emplear las herramientas al alcance de los agentes que a menudo consistieron únicamente en el ingenio y la tortura para obtener confesiones. Si bien no se reconocía la práctica de la tortura en las comisarías mexicanas, su existencia era del conocimiento común. Ahora bien, “la insistencia de la policía y el poder judicial en que la tortura podía producir la verdad acerca de un crimen era la diferencia clave entre su perspectiva y las percepciones que la sociedad civil tenía de la justicia” (p. 148). Una herramienta empleada por la policía que sí contó con la aprobación popular, al menos en determinados casos, fue la aplicación de la ley fuga, que se entendió como una forma de castigo que subsanaba la ineficacia de la justicia. Sin embargo, los métodos empleados por estos protagonistas del mundo del delito despertaban la desconfianza de la opinión pública en torno a la verdad que se obtenía de sus pesquisas.

Otros figurantes en este escenario de la criminalidad fueron, desde luego, aquellos y aquellas que cometieron crímenes de sangre, y que son objeto de análisis del cuarto capítulo del libro. El autor seleccionó algunos casos de lo que llama “infamia individual” con base en la hipótesis —bien sustentada a lo largo del texto— de que los mismos se convirtieron en referencias clave para entender la transformación de la concepción del asesinato, el crimen y la violencia en el periodo posrevolucionario, donde los asesinos se presentan como autores, en tanto que eran creadores y culpables, pues, como se señala, “los asesinos dejaban huellas materiales de sus crímenes y, con sus confesiones, producían el relato más directo de sus acciones” (p. 162). Como se muestra con Alberto Gallegos, Gregorio “Goyo” Cárdenas y los asesinos del sacerdote Juan Fullana, la prensa jugó un papel fundamental en esta configuración del asesino como autor con la cobertura y entrevistas a los criminales que constantemente se reproducían en sus páginas. Sin embargo, Piccato expone que el caso de las mujeres que cometieron asesinatos fue distinto, ya que a sus motivaciones no se les atribuía “profundidad psicológica” como a los varones y, por ende, no entrarían a la categoría de “autoras”. Aquí cabe hacer un paréntesis para agradecer al autor las reflexiones de género que va acotando a lo largo de su obra que, desde mi punto de vista, la enriquecen aún más.

Para cerrar este segundo tramo dedicado a los autores, nos enfrentamos a la figura del pistolero que se nos va develando a través de un minucioso trabajo de búsqueda, ya que eran personajes que se movían en el ámbito de las influencias, conexiones políticas y negocios turbios, cuyos crímenes generalmente quedaron impunes. De estos profesionales de la violencia no se hablaba abiertamente en la época, pues su vínculo con el sistema político despertó justificado temor, si bien fueron, como se expresa en el texto, destacados representantes en esta historia nacional de la infamia. Lo que se sabía de ellos en el contexto de la construcción del alfabetismo criminal fue por medio de rumores, historias y por sus vínculos con sus jefes y las víctimas que cobraron, sobre todo rivales políticos o económicos de las personas a quienes servían. A lo largo del análisis de tres casos de asesinatos cometidos por pistoleros por motivos políticos, se muestra cómo la relación entre verdad y justicia se truncaba aún más, destacando en cambio la violencia y la impunidad.

Una alternativa para denunciar este tipo de infamia la encuentra el doctor Piccato en la tercera parte de su investigación, relativa a la construcción ficcional de una realidad en donde se podía denunciar la infamia. En este segmento, el autor hace un erudito rescate de la novela negra mexicana y la literatura policiaca, tradicionalmente desdeñadas como género literario. Con un trabajo casi detectivesco de localización de escritos —que seguramente conllevó varios años de recopilación—, logró exponer a varios narradores del periodo —algunos conocidos y otros no tanto—que publicaban sus escritos en revistas tales como Selecciones Policiacas y de Misterio y Aventura y Misterio, donde destacaron los nombres de Antonio Helú, José Martínez de la Vega y Leo D’Olmo (cuyas novelas cortas se publicaron semanalmente en el periódico La Prensa), así como sus personajes los detectives Máximo Roldán y Peter Pérez, y el periodista investigador Chucho Cárdenas, quienes encarnaron la idea de que la justicia y la verdad tenían más posibilidades de proceder de los propios ciudadanos que de la policía. Además de los mencionados, en estas publicaciones colaboró gente de diversa procedencia, formación y perfil, que a veces no pasaron de enviar una sola historia. El interés por las narraciones policiacas decayó hacia fines de la década de los cincuenta; sin embargo, cumplieron una función importante en este contexto de la criminalidad cotidiana y la impartición de justicia, pues según el autor, contribuyeron a que sus lectores entendieran a la ciudad moderna y los mecanismos de control institucional, a la vez que les dieron argumentos para debatir y asumir una actitud crítica hacia el Estado.

El séptimo y último capítulo de Historia nacional de la infamia, se dedica a cuatro autores de novela policiaca en nuestro país, cuyo trabajo se sitúa entre las décadas de 1940 a 1960: María Elvira Bermúdez, una de las pocas mujeres que se acercó al género y que además lo defendió enconadamente; Rodolfo Usigli, quien publicó la que se considera la primera novela de esa naturaleza en México —Ensayo de un crimen—; Juan Bustillo Oro, director de cine; y Rafael Bernal. En algunos de los relatos de estos autores, el asesinato se presenta como una forma de arte, como una “creación estética”, o bien como un acto de venganza que, sin embargo, son resueltos por el protagonista en turno, desde luego al margen del sistema judicial que despertó el mismo desencanto y suspicacias entre dichos escritores como entre la mayoría de la sociedad mexicana.

En última instancia este libro explora, como lo expone el autor en sus conclusiones, la relación de la sociedad mexicana con la infamia caracterizada por el crimen, la violencia y la impunidad. Dicha relación dio pie a una opinión pública alfabetizada en materia criminal que nutría sus percepciones de diversas fuentes como la nota roja, la literatura policiaca y la búsqueda de la verdad por medio de las confesiones de los actores. Como resultado, se produjo una percepción compartida acerca de la ineficacia de las instituciones del Estado encargadas de la impartición de justicia, y una desconfianza hacia la imposición de los castigos. Este libro nos permite entender diversas cuestiones vigentes hasta nuestros días, como la aceptación de la violencia, la dinámica de las relaciones de género, la necesidad de vincular la verdad con la justicia y la progresiva deshumanización de víctimas y victimarios. Por todo lo anterior, sumado a la novedad de su enfoque —centrado en los diversos ámbitos y participantes del crimen y cómo incidieron en la vida cotidiana de la sociedad directamente implicada—, a la riqueza y vastedad de fuentes bibliográficas —español, inglés y francés—, hemerográficas y documentales procedentes principalmente del Archivo General de la Nación, Archivo Histórico del Distrito Federal y Archivo del Tribunal Superior de Justicia, Historia nacional de la infamia resulta una lectura ineludible para comprender tanto el México posrevolucionario como el actual desde lo social y cultural, que seguramente muy pronto se convertirá en otro referente obligado.

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