INTRODUCCIÓN
En 1858, primer año de la guerra de Reforma, los conservadores se apoderaron de la mayor parte de los cañones de México tras una serie de triunfos sobre los ejércitos liberales. Esto dejó a la causa liberal en desventaja y obligó a sus comandantes a buscar medios alternativos para conseguir artillería, como improvisar maestranzas. En los meses siguientes volvieron a perder batallas, pero, en 1860, amasaron un número significativo de cañones, lo que se convirtió en uno de los factores que les permitió tomar la Ciudad de México y proclamarse victoriosos. Pese a la centralidad de este arma en el triunfo de la Reforma, ha faltado estudiarse este tema que, además, involucra aspectos políticos, sociales y eclesiásticos, ya que los liberales necesitaron cobre para reconstruir su artillería y la mejor fuente disponible eran las campanas de las iglesias. En este artículo analizo por qué y bajo qué circunstancias recurrieron a estos objetos, cuál fue el significado político de ello y cómo reaccionó el clero y la población religiosa. Ahondaré, además, en la técnica de improvisación de maestranzas para la fabricación artesanal de artillería y en el anticlericalismo y su radicalización con el paso de la guerra, que posibilitó el uso secular de artefactos sacros, algo impensable hasta entonces.
Me interesa demostrar que los liberales procuraron hacerse de cañones en todo momento para no privarse de la ventaja de esta arma. En el centro y occidente del país, donde no había facilidades para importarlos, los produjeron manualmente y recurrieron a herreros, operarios y minerólogos de las localidades. Bajaron las campanas de las iglesias porque necesitaban cobre, pero también como medida para castigar al clero por apoyar a los conservadores. La Iglesia protestó, lo que a su vez repercutió en el comportamiento popular. Como las principales maestranzas improvisadas se instalaron en Michoacán, Jalisco y Zacatecas, dedicó buena parte del espacio de este artículo a estos tres estados. Durante la Intervención francesa los ejércitos liberales volvieron a utilizar estas piezas y fundieron nuevas, pero muchas de ellas las capturaron los soldados franceses y las inutilizaron. A la fecha no existe noticia de que alguno de estos cañones haya sobrevivido hasta nuestros días. Seguramente volvieron a ser fundidos para reciclar el cobre.
En México existen pocos estudios sobre la artillería, a diferencia de países como Estados Unidos, Francia, Alemania, Inglaterra y España, donde se han publicado monografías extensas.1 El campo en el que se han hecho los mayores avances para analizar la fabricación mexicana de esta arma es en las investigaciones sobre la guerra de Independencia. Los trabajos de Moisés Guzmán Pérez y Eder Gallegos Ruiz son clave para comprender las maestranzas insurgentes, su capacidad productiva e improvisadora y el nacimiento de una cultura de guerra ligada a la fabricación de arsenales.2 Sin embargo, no se han realizado estudios que expliquen el devenir de la artillería durante las siguientes décadas. Por otra parte, existe una breve historiografía mexicana sobre la fabricación, uso y simbolismo de las campanas de las iglesias, que analiza su importancia en la vida cotidiana y ritual del siglo XIX. En 1977, Anne Staples escribió un artículo, ya clásico, sobre el debate en torno a la molestia que provocaba el ruido de las campanas;3 y, de 2010 a 2013, David Carbajal publicó un par de trabajos sobre el derecho de repique como disputa entre el clero secular y el regular, y sobre la secularización de los usos de las campanas para ceremonias civiles a comienzos del siglo XIX. 4 Recientemente, María del Carmen Carreón Nieto sacó a la luz un ensayo enfocado en las campanas como elemento protector de las poblaciones ante desastres naturales, según la creencia de la época.5
Esta investigación se divide en cinco apartados. En el primero contextualizo la importancia de la artillería durante la guerra de Reforma, el motivo por el que los liberales perdieron sus cañones y el uso que les dieron a las piezas que conservaron en los puertos. En el siguiente apartado hago una caracterización de los artilleros que abrazaron la causa liberal, a la vez que también analizo la centralidad de su participación en la guerra y el motivo por el que escasearon en las filas liberales. En el tercer apartado explico brevemente la fabricación artesanal de cañones y sus características generales. En el cuarto reflexiono en torno al motivo de los liberales para recurrir al decomiso de campanas y el significado que tuvo dentro del contexto nacional de secularización; asimismo, examino la resistencia popular y clerical a esta medida. Finalmente, en el último apartado, hago una exposición sobre la instalación de las maestranzas liberales, ahondo en su producción, en su impacto social y en la importancia campal de los cañones fabricados.
EL CONTEXTO: LA NECESIDAD DE CAÑONES
La artillería es un arma esencial en la guerra. Se emplea en conjunto con la infantería y la caballería y desempeña un papel definitorio en las batallas. Estuvo presente en todos los conflictos del México del siglo XIX, desde la guerra de Independencia hasta la Intervención francesa. En la guerra de Reforma su papel fue crucial. El 21 de enero de 1858, los conservadores tomaron la Ciudad de México y se apoderaron del arsenal nacional de cañones. Los estados que no reconocieron el pronunciamiento conservador se coaligaron para combatir con la guardia nacional, fuerza formada por civiles y comandada por los gobernadores. Contaban con algunos cañones extranjeros que compraron en años pasados y que, salvo excepciones, eran operados por civiles de preparación deficiente. Los gobernadores también controlaron importantes baterías en los recintos portuarios, particularmente en Veracruz, Acapulco y Manzanillo. Los estados liberales formaron cuatro coaliciones que decían actuar en conjunto, pero en la práctica operaban sin mayor interacción y cada una tuvo su comandante en jefe. A ellas se unieron los cuerpos del ejército permanente que no reconocieron el gobierno conservador. La coalición más conocida era la de occidente, que lideraba el general Anastasio Parrodi, integrada por Jalisco, Michoacán, Guanajuato, Zacatecas, Guerrero, Colima y Aguascalientes.
Parrodi puso sobre las armas a 7 090 soldados con 30 cañones de bajo calibre, pero fue derrotado en la batalla de Salamanca el 10 de marzo de 1858 y perdió su artillería y el grueso de su ejército. Este descalabro provocó el colapso de la línea liberal de occidente. Los gobernadores, para continuar su resistencia, tuvieron que fabricar sus propias piezas. Meses después, el 29 de septiembre de 1858, Santiago Vidaurri, gobernador de Nuevo LeónCoahuila, fue vencido en la batalla de Ahualulco y perdió sus 42 cañones importados de Estados Unidos y parte de su ejército. Así mismo, el 26 de diciembre, Santos Degollado, comandante en jefe de las fuerzas liberales, se quedó sin ejército y artillería tras la batalla de San Joaquín, Colima, lo que dejó a los liberales en una posición endeble. Quedaron faltos de cañones y de dinero suficiente para comprarlos en el extranjero. Para no perder la guerra redoblaron sus esfuerzos para fabricar los propios o robarlos a los conservadores. No obstante, a lo largo de 1859 y 1860, sufrieron nuevas derrotas, lo que prolongó esta crisis. Los conservadores, en cambio, contaban con el gran número de cañones del ejército permanente, más los que quitaron a los liberales. Además, dirigían la fundidora nacional de artillería, en Chapultepec.6
A diferencia de los liberales del interior, los del litoral no se quedaron sin piezas, particularmente los de Veracruz y Acapulco, así como los de los puertos de Tampico, Manzanillo, San Blas y Mazatlán, mientras estuvieron en poder de los liberales. Veracruz en particular contó con gran número de cañones, los mejores de la guerra. Tenía instalados más de 170 en baluartes, fortificaciones y embarcaciones, entre ellos uno de última invención con cámara rayada, que los fabricantes Holzschrift, de Nueva York, regalaron al presidente Benito Juárez para defender su causa.7 Sin embargo, los puertos depositaron el grueso de sus piezas para uso defensivo y prestaron pocas al ejército de tierra. La razón de esto fue la prioridad de proteger estos recintos por su importancia en la obtención de recursos, particularmente Veracruz, donde el mismo Juárez instaló su gobierno.
LOS ARTILLEROS LIBERALES
Los artilleros de profesión que sirvieron en el ejército liberal fueron pocos. Su oficio requería formación en el Colegio Militar y el grueso de sus egresados se unieron a los conservadores porque lo consideraron “ventajoso” para su carrera.8 De los oficiales de artillería y zapadores de la Ciudad de México, por ejemplo, solo Leandro Valle, Joaquín Colombres, Manuel Balbontín, Agustín Dretz, Fernando Poucel y Rafael Platón Sánchez, entre otros cuantos, se desprendieron de los conservadores.9 En los años siguientes, sus servicios fueron valorados por Santos Degollado y destacaron en las filas por sus saberes; gracias a eso consiguieron ascensos rápidos. El caso de Leandro Valle es arquetípico: abandonó su batallón como capitán a los 25 años, pero como era uno de los pocos artilleros de profesión en el ejército liberal y era hijo del general Rómulo Valle, amigo de Degollado, ascendió a general al año siguiente y su opinión pesó en las decisiones del cuartel general. Estuvo al frente de la artillería en batallas importantes; su destreza lo hizo evitar pérdidas mayores y que las derrotas de Degollado no fueran tan graves.10
A diferencia de Degollado, Benito Juárez no aceptó con facilidad a los artilleros del ejército permanente que se presentaron en Veracruz. Desconfiaba de ellos y los colocó en depósito o al mando de civiles que desoían sus consejos. Solo tuvo en servicio a las compañías de operarios locales, auxiliadas por civiles de la guardia nacional, al mando de un puñado de generales experimentados, como Francisco Zérega, Ramón Iglesias, Francisco Paz y José Gil Partearroyo. Esto molestó a los militares, particularmente al artillero Manuel Balbontín, que atribuyó el alargamiento de la guerra a este ostracismo. Juárez dejó inactivos a un número importante de artilleros que consideraban que su servicio urgía en el interior y que su saber hacía falta. Fuera de Veracruz, los cañones de los liberales no guardaban buen estado. Tan solo los de Tampico, a pesar de ser el segundo puerto más importante del Golfo, estaban deteriorados y los maniobraban soldados de la guardia nacional sin experiencia. En el Bajío, Degollado necesitaba artilleros en las filas porque la mayoría de sus operarios eran civiles obligados a servir en el ejército que sabían poco de esta arma. En octubre de 1859, Balbontín fue llamado por Degollado para poner en orden los 30 cañones que Manuel Doblado quitó a los conservadores.11 Cuando llegó, encontró que quienes los conducían apenas tenían noción de su manejo, pero solo pudo darles instrucción básica porque al día siguiente marcharon a combatir. En el encuentro, la batalla de Estancia de Vacas, 13 de noviembre de 1859, Degollado volvió a perder todas sus piezas, pese a su abrumadora superioridad numérica. De haber ganado Degollado pudo haber definido un año antes el triunfo liberal.12
Algunos gobernadores engancharon militares de Estados Unidos para hacer funcionar los cañones que compraron en este país, ante la falta de artilleros en el ejército liberal. Santiago Vidaurri, por ejemplo, contrató a Edward H. Jordan, a J. K. Duncan y a Gordian Sheible; y Juan Álvarez pagó a otros mercenarios estadounidenses para sus campañas en Guerrero y Oaxaca.13
¿CÓMO SE FABRICABAN LOS CAÑONES?
El bronce fue el material preferido para fabricar cañones desde el Renacimiento hasta mediados del siglo XIX. Es liviano, no se corroe, se puede reutilizar y su temperatura de fundición es baja. No obstante, costaba diez veces más que el hierro por su demanda para obras de arte, campanas, monedas y utensilios domésticos, por lo que las embarcaciones de guerra y fortalezas —que requerían cientos de cañones— empezaron a recurrir al hierro para fabricar artillería. El bronce se reservó para las piezas del ejército de tierra porque en proporción se necesitaban pocas y eran más livianas. La elaboración artesanal de artillería se extendió hasta finales del siglo XVIII, cuando Gran Bretaña, Francia, España, Estados Unidos y algunas ciudades alemanas comenzaron a producir cañones con moldes industriales. Otros países, en cambio, continuaron la fabricación artesanal o compraron su arsenal a fabricantes extranjeros.
En las siguientes láminas explico el proceso de fundición artesanal en el siglo XVIII. Si bien, no hay forma de saber que estos hayan sido los pasos exactos que se siguieron en la época de la Reforma, resultan ilustrativas y dan una idea de su modo de fabricación.
Grabados tomados de DIDEROT Denis y Jean Le Rond D’ALEMBERt (coords.), Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, París, Imprenta de Briasson, 1767, t. V, “Fonderie des canons”, láminas XI-XVI, s. pp.
LA LÓGICA DE DECOMISAR CAMPANAS Y LA RESISTENCIA CLERICAL
Para que las autoridades mexicanas llegaran a incautar y fundir campanas, se pasó por un cambio en la manera de percibir los objetos sacros, desarrollado junto al proceso social y político de secularización.14 El gusto por las campanas y su repique cotidiano databa de la Colonia y estaba enraizado a la sensibilidad colectiva.15 Las campanas se utilizaban para marcar momentos litúrgicos, señalar las jornadas de trabajo con recordatorio de lo sagrado y anunciar noticias y fiestas. Se bendecían, pasaban por bautizo y reflejaban la riqueza de las poblaciones por su costo en metal, elaboración y colocación.16 También eran valoradas porque los vecinos consideraban que ahuyentaban demonios y protegían a poblaciones y cosechas de las tormentas, inundaciones, granizadas y enfermedades.17No obstante, al menos desde la segunda mitad del siglo XVIII, se registraron críticas a su uso excesivo. En 1766, el arzobispo Lorenzana alegó que su abuso causaba molestia y confusión a los fieles. La crítica se agudizó tras la Independencia por parte de las autoridades y la prensa. Además, ya no solo estaba involucrado el clero porque también comenzaron los repiques por fiestas civiles y triunfos electorales. Los periódicos nacionales emitieron duras críticas. En la década de 1820, Carlos María de Bustamante se quejó por el ruido excesivo, por lo que fue de los primeros en sugerir que se fundieran para fabricar cañones. El 12 de diciembre de 1832, Ignacio Martínez, gobernador del Distrito Federal, fijó multas a las iglesias que se excedieran. En los años siguientes otras autoridades, cuya mira, según Anne Staples, era secularizar a la sociedad, prestaron mayor atención al problema y publicaron reglamentos para regular la duración de las campanadas. Aun así, los abusos continuaron.18
El estallido de la guerra de Reforma dio excusa a los liberales para confiscar los bienes del clero y reducir el número de campanas. El motivo no fue solo doctrinario; realmente necesitaban cobre para fundir cañones. Además, el asunto de los bienes del clero tenía un trasfondo más amplio: desde los tiempos de José María Luis Mora se pensaba que las propiedades de la Iglesia se hallaban en “manos muertas” y debían redistribuirse para agilizar la economía. El 25 de junio de 1856, el presidente Ignacio Comonfort expidió la Ley Lerdo, que obligó a las corporaciones civiles y religiosas a vender sus fincas rústicas y urbanas. Más tarde, la guerra de Reforma dio excusa para nacionalizar los bienes clericales porque se acusó a la Iglesia de rebeldía y de apoyar a los conservadores. El conflicto armado radicalizó la postura de muchos liberales y los llevó a tomar medidas que en otro momento se hubiesen considerado sacrílegas, como despojar templos y perturbar a los religiosos.19 Antes de que Benito Juárez promulgara la ley de nacionalización el 12 de julio de 1859, los gobernadores y comandantes liberales dictaron sus propias incautaciones. Los liberales del norte fueron los primeros en intervenir los bienes de la Iglesia.20 Por algunos documentos es sabido que los habitantes del norte del país vivían una religiosidad menos clericalizada, atribuible a la reducida proporción de sacerdotes. Algunos norteños incluso adoptaron una postura crítica, aunque sin dejar de ser creyentes, y acusaron al clero de “embrutecer” al país.21 El comandante Manuel Valdés, al mando de un cuerpo de rifleros del noreste, se lamentó junto a su tropa de la cantidad de frailes que encontró en San Luis Potosí. Expresó: “no puede progresar una sociedad que mantiene en su seno tanta ociosidad”. Cuando marchó al Bajío y vio un mayor “fanatismo”, apuntó: “el clero es el enemigo más formidable que tienen los pueblos”.22 El coronel Esteban Coronado, jefe de la guardia nacional de Chihuahua, escribió a Santiago Vidaurri al inicio de la guerra que el “atraso” de los estados del centro se debía a la influencia del clero que les impedía “estar a la altura” del norte y de la Constitución de 1857.23
En mayo de 1858, la brigada neoleonesa del coronel Miguel Blanco llegó al Bajío y decomisó los bienes del clero para sostenerse. Su actitud motivó a Epitacio Huerta a ordenar las primeras incautaciones de campanas, ya que necesitaba cobre para fabricar cañones. El 12 y 19 de mayo de 1858, ordenó al prefecto de Morelia, Francisco W. González, que extrajera una o dos campanas de cada iglesia de la ciudad. Huerta no tenía recursos para trasladar cobre de las minas de Michoacán y alegó que los templos tenían más campanas de las necesarias. Dio esta orden bajo el alegato de que la Iglesia era “la autora verdadera de la revolución”, por lo que “con más justicia” debía tomar sus rentas para combatirla.24 Los soldados de la prefectura se encargaron de recoger las campanas.25 El clero moreliano protestó y se negó a cooperar, argumentando que solo la mitra y Roma tenían facultad sobre ellas.26 Fray Francisco Azcurra, encargado del convento de San Francisco, advirtió al prefecto que incurría en un “terrible anatema” al usar “cosas consagradas” para “usos profanos”. González respondió que no era decisión suya, sino de Huerta, y que debía obedecer.27 Fray Antonio Mota, subprior de San Antonio, se resistió a dejar entrar a los soldados pero, el 20 de mayo, subieron al campanario a la fuerza. Al día siguiente, fray Mota recordó a González las “penas” de la Iglesia “contra todo aquél que la despoje o permitiese aumente su despojo”.28
El 19 de junio de 1858, un temblor sacudió el distrito de Pátzcuaro y causó que algunas campanas cayeran. Huerta utilizó esta excusa para ordenar a los sacerdotes que le entregaran las campanas fisuradas o que, si querían conservarlas, le enviaran su peso en cobre.29 La parroquia de Pátzcuaro fue la que más resistió. El 26 de agosto, Miguel Abuhado, subprefecto de Pátzcuaro, le solicitó sus campanas, pero el cura párroco, escandalizado, respondió que eran propiedad de la Iglesia y que no había renunciado a su derecho, por lo que no era razonable pedir rescate por algo que jamás le había dejado de pertenecer. Además, mintió al decir que ninguna campana había caído. Agregó que si se llevaban las campanas provocaría un “grave daño” y que el gobierno debía ayudarlo a reparar el templo en vez de despojarlo. Finalmente, amenazó a Abuhado con pronunciar al pueblo.30
El negocio de las campanas de Pátzcuaro preocupó a Abuhado y a Huerta porque sabían que las comunidades tarascas de la localidad estaban enemistadas con las autoridades liberales por haber apoyado a las haciendas a quitarles sus tierras. El clero ejercía influencia sobre ellas, por lo que no tardaron en hacer causa común, y los sacerdotes habían predispuesto a los vecinos en los sermones a adoptar ideas contrarias al gobierno.31 Por ese motivo, el párroco se atrevió a amenazar al subprefecto tras negarle las campanas. Incluso Abuhado solicitó a Huerta que desistiera por temor a una rebelión.32 Huerta se negó y, el 3 de septiembre, Abuhado se preparó para bajar las campanas. Los vecinos se apresuraron a reunir su peso en cobre y a aglomerarse. No entregaron el cobre suficiente, pero el subprefecto se retiró porque se rumoraba que los patzcuarenses lo atacarían y solo disponía de 25 soldados. Pidió a Huerta un refuerzo de 50 hombres. Cuando llegó, bajaron las campanas sin resistencia, aunque Abuhado dejó un par en la torre. El párroco ocultó otra campana que cayó por el terremoto y condenó a los perpetradores, pero Huerta estableció un contingente para evitar disturbios.33 Obtuvo 2 500 kg de cobre de las campanas de Pátzcuaro.34
Huerta ordenó nuevas incautaciones, pero, hasta septiembre de 1858, estas en realidad fueron limitadas. Se redujo a bajar solo algunas campanas y cuidó de no parecer tan radical para que la población y sus soldados, que sabía que eran religiosos, no se rebelaran. Sin embargo, cuando Miguel Blanco llegó a Morelia aquel mes, convenció a Huerta de lo contrario. Le dijo que si no se animaba a intervenir abiertamente los bienes del clero michoacano, su tropa neoleonesa lo haría. Incluso, agregó que podría “arrasar todas las iglesias de la república […] en lo que [sus soldados] experimentarían especial satisfacción”.35 Luego de este diálogo, Huerta se animó a decomisar los bienes de la catedral de Morelia el 23 de septiembre y procedió de manera más radical contra las propiedades de la Iglesia michoacana. En los meses siguientes bajó campanas en todo el estado, hasta dejar solo las indispensables al culto.36 A pesar de sus temores iniciales, no se tiene noticia de movilizaciones populares o de resistencia clerical debido a que utilizó soldados para ejecutar sus designios y dejó guarniciones en los pueblos.37
La actitud de Santos Degollado respecto a los bienes del clero y las campanas también cambió con el transcurso de la guerra. El 28 de octubre de 1858, tomó Guadalajara y extrajo objetos de valor de las iglesias. Su tropa, además, agredió a los religiosos. A inicios de noviembre de 1858, ordenó al general Francisco Iniestra que retirara las campanas y la platería de los conventos de Guadalajara. Iniestra bajó cuando menos 11 campanas.38
Aunque las fuerzas zacatecanas fueron de las primeras en confiscar bienes del clero,39 Jesús González Ortega, gobernador del estado, tardó más de un año en darle uso a las campanas. Instaló su maestranza en Zacatecas hasta abril de 1859 y ordenó confiscar las campanas de la ciudad y de Fresnillo que no se consideraran indispensables. En octubre de 1859, fundió algunas de las campanas de Guadalupe,40 una población en extremo religiosa, opuesta a las medidas liberales. El 31 de julio de 1859, cuando se anunció la expulsión de los franciscanos del convento de la villa, los vecinos se amotinaron, aunque fueron reprendidos, y tres meses después, ya sin la comunidad dentro, no resistieron la extracción de las campanas.41 En enero de 1861, luego de que los liberales tomaron la Ciudad de México y proclamaran el fin de la guerra, nacionalizaron los bienes del clero de la capital. Bajaron algunas campanas y dispusieron que las iglesias solo harían los repiques “puramente necesarios”.42 Según la ley de libertad de cultos del 4 de diciembre de 1860, el uso de campanas quedaría sometido a los reglamentos de policía.43
LAS MAESTRANZAS IMPROVISADAS DE LOS LIBERALES
Epitacio Huerta fue el primer gobernador liberal de la guerra de Reforma que instaló una maestranza para fabricar cañones. Lo hizo después de la batalla de Salamanca, cuando perdió el contingente del estado y su artillería. La fundó en mayo de 1858, en el antiguo Colegio de la Compañía de Jesús de Morelia, edificio espacioso que dotó de fraguas y equipo. Su creación fue difícil por falta de conocimientos y recursos. La puso al servicio de civiles militarizados y de herreros de la localidad, que sabían de su oficio, pero no de fundir cañones. Los ensayos iniciales con el cobre de las primeras campanas confiscadas tuvieron “muy pocos resultados”, así que Juan José Baz ofreció sus servicios para mejorar la producción. Baz había sido gobernador de la Ciudad de México de 1855 a 1856, por lo que tenía contactos en la capital, y le pidió a su esposa, Luciana Arrazola, que convenciera en secreto a “los obreros más inteligentes” de la maestranza de Chapultepec para trabajar en Morelia con mejor sueldo. Según Huerta, gracias a esto arruinó “el establecimiento del enemigo” y mejoró el propio. Arrazola actuó con actividad; pagó el viaje de los operarios y sostuvo a sus familias en la Ciudad de México. También envió a Morelia herramientas, ejes y otros materiales para los montajes. Huerta reembolsó sus esfuerzos cuando pudo.44
Con los obreros de la Ciudad de México y “la fuerza de constancia y nuevos ensayos”, Huerta alcanzó una producción que rivalizó con la de Chapultepec. De 1858 a 1860, fabricó 84 cañones. De ellos, 31 eran piezas de artillería pesada, cada una con valor de 1 500 pesos; los otros 53 cañones eran piezas pequeñas, de 500 pesos cada uno. Entre diciembre de 1860 y febrero de 1861, cuando los liberales tomaron la capital del país y Michoacán gozó de mayor estabilidad, Huerta fundió otros 44 cañones. A lo largo de estos años gastó 84 500 pesos en ellos. También fabricó más de 160 000 proyectiles lisos y de granada y metralla. Cada proyectil costó cinco pesos, por lo que su valor total superó los 800 000 pesos, casi diez veces más que el precio de los cañones. Además, en su maestranza fundió fusiles, sables, lanzas, municiones, clarines, e incluso confeccionó uniformes.45
Huerta aseguró en su memoria de gobierno de 1861 que la maestranza de Morelia se convirtió en una de las instituciones industriales más importantes del país y que su producción solo se equiparaba a la de Chapultepec. La centralidad de su establecimiento radicó en que ahorró enormes cantidades de dinero. Fabricó productos por 1 millón y medio de pesos, que con contratistas y comerciantes le hubieran costado el doble. Sin embargo, lo más importante de su maestranza fue que dio trabajo a cientos de personas e hizo florecer la economía moreliana en un tiempo difícil. También instaló una fundición en Tacámbaro y otra cerca de Pátzcuaro para descentralizar las labores de acarrear campanas, utensilios y mineral de cobre hasta la capital del estado. Casi todas las 84 piezas de artillería que fabricó quedaron dispersas en el país porque mandó fuerzas a todos los frentes, prestó cañones a otros comandantes y, cuando los contingentes liberales eran derrotados, los conservadores confiscaban sus piezas o las destruían.46
Anastasio Parrodi salvó algunos cañones tras su derrota en Salamanca el 10 de marzo de 1858. Parte de ellos los utilizaron Santos Degollado y Pedro Ogazón, gobernador de Jalisco, para defender el sur del estado en 1858, pero perdieron toda su artillería tras la batalla de San Joaquín, el 26 de diciembre de 1858, e incluso tuvieron que huir de Jalisco. Ogazón regresó en febrero de 1859, ordenó a sus jefes que formaran fuerzas con leva y recuperó el sur del estado y Colima. Como no tenía artillería para atacar Guadalajara, siguió el ejemplo de Huerta y creó maestranzas. En abril de 1859, fundó una en Ciudad Guzmán y ordenó a dos empresas privadas que detuvieran sus labores para elaborar cañones, armas y municiones. Una era la fábrica de papel de la hacienda de Tapalpa y otra la hacienda de Ferrería de Tula. Los tres sitios ya contaban con hornos, equipo, espacio y operarios. A las dos empresas les pagó por adelantado y amenazó a sus dueños con multas si se negaban a cooperar. A falta de cobre, Ogazón fundió campanas y fabricó cañones de hierro. Encomendó los trabajos al francés Jules Rose, propietario de la hacienda de Ferrería de Tula, y a su administrador, Miguel Brizuela. En los meses siguientes, Ogazón instaló otras dos maestranzas en San Marcos y Mazamitla por ser zonas productoras de cobre. Puso a cargo a Fernando Poucel, recién ascendido teniente coronel de artillería, quien llegó a Jalisco tan solo como oficial.47 Gracias a ello, a mediados de 1859, Ogazón volvió a contar con cañones.48 Del municipio de Zapotlán extrajo plomo para balas e ingredientes para la pólvora que elaboraba en la maestranza de San Marcos.49
En 1859, las cinco maestranzas de Jalisco fundieron diez cañones de manera artesanal y Ogazón quitó dos a los conservadores. Intentó amenazar Guadalajara con ellos, pero fue mantenido a raya y, el 24 de diciembre de 1859, Miramón lo derrotó en la hacienda de Albarrada, Colima. Dispersó a sus 5 000 hombres y tomó sus cañones, por lo que volvió a huir a Michoacán. Sus maestranzas fueron capturadas y suspendieron actividades.50 Ogazón regresó a Jalisco a comienzos de 1860 y formó nuevas fuerzas con leva para recuperar el sur del estado, aunque sin artillería. En mayo de 1860, una gran cantidad de tropas de San Luis Potosí, Tamaulipas, Guanajuato y Michoacán llegaron a Jalisco a reforzarlo para tomar Guadalajara. Estas fuerzas llevaban consigo 40 cañones que quitaron a los conservadores en la batalla de Loma Alta, San Luis Potosí.51 Al mes siguiente, el 16 de junio de 1860, Jesús González Ortega, gobernador de Zacatecas, derrotó a los conservadores con un solo cañón en la hacienda de Peñuelas, Aguascalientes, gracias a una carga sorpresiva, y les quitó diez piezas de artillería. González Ortega había fabricado sus propios cañones en años anteriores en Zacatecas, pero los perdió en batalla.52 Después de la victoria de Peñuelas, González Ortega marchó al Bajío contra Miramón. Ignacio Zaragoza se incorporó con 27 cañones y con parte de las fuerzas concentradas en Jalisco. La ventaja numérica que consiguió al reunir su artillería fue decisiva en la victoria en Silao, el 10 de agosto de 1860. Según Manuel Cambre, ese día llovieron más de 600 proyectiles sobre los conservadores. Los cañones de Miramón y sus artilleros fueron capturados e incorporados a las filas liberales.53
Mientras tanto, Ogazón reinstaló su fundición en la Ferrería de Tula para sitiar Guadalajara. Creó un cuerpo especial de maestranza que fabricó cañones, obuses y morteros de gran calibre con dotación de bombas.54 De agosto a septiembre de 1860, fundió 25 piezas. Colocó al frente de su artillería a Poucel, quien, además de conducir los cañones en batalla, era uno de los encargados de producirlos en Ferrería de Tula, al lado del coronel Rafael Valle. El capitán Jesús Gallo era su diseñador, Carlos Blake fabricaba los moldes y Jules Rose dirigía la fundición. A estas piezas se sumaron otras 100 que González Ortega trajo de Silao y Epitacio Huerta de Michoacán.55 Además, desde el 26 de septiembre de 1860, cuando González Ortega se posicionó frente a Guadalajara, instaló otra fundición de morteros en su campamento.56 Gracias a esto bombardeó Guadalajara con el fuego incesante de 125 bocas hasta su rendición, el 30 de octubre de 1860. Cada cañón estaba a cargo de un oficial o un sargento sin formación teórica, y lo operaban con ayuda de soldados rasos.57 La superioridad de la artillería liberal fue fundamental para ganar la plaza. Con su rendición, sumaron otros 65 cañones a su ejército, lo que les permitió el monopolio de esta arma y tomar la Ciudad de México el 25 de diciembre.
CONCLUSIONES
La fabricación artesanal de cañones por los liberales es un factor esencial que no se ha tomado en cuenta al estudiar la guerra de Reforma y que ayuda a explicar la manera de proceder con los bienes del clero y la derrota de los conservadores. A la fecha, se ha desestimado y obviado. No obstante, sin piezas de artillería y sin haber fundido campanas, los ejércitos liberales no hubiesen llegado lejos. Es en ese sentido que debe valorarse el estudio de esta arma. Este artículo apenas abre debate a las características y las problemáticas más importantes del uso y construcción de piezas de artillería, por lo que queda aún trabajo por hacerse.
En el noreste y la vertiente del Golfo de México no fue necesario fundir cañones durante la guerra porque los liberales podían comprarlos en Estados Unidos, pero en el resto del país el asunto era distinto. Los altos mandos del ejército liberal del interior se dedicaron a fabricar cañones luego de perder la mayor parte de ellos en 1858. Para eso instalaron maestranzas dedicadas a la fundición. No es exagerado afirmar que buena parte de su esperanza de triunfo descansó en ellas. Las maestranzas requirieron gran dinamismo del gobierno y de buena inyección de capital y trabajo humano; por ello, solo los mandatarios de los estados de Michoacán, Jalisco y Zacatecas pudieron crearlas: sus recursos eran mayores, abocaron su economía a la guerra y sus territorios no siempre estuvieron ocupados por los conservadores. Instalaron sus fundiciones en sitios relativamente alejados del frente de guerra y se constituyeron como empresas dirigidas por el gobierno, algunas de ellas desprivatizadas. En el proceso se convirtieron en motor de la economía regional al dar trabajo a herreros, operarios, obreros, sastres, arrieros y mineros en un tiempo de crisis.
Los cañones que fabricaron los liberales no adoptaron los últimos avances en tecnología de artillería y balística de los grandes talleres de Europa y Estados Unidos de las décadas de 1830-1850, que ya se difundían en manuales.58 De hecho, las maestranzas mexicanas continuaron empleando técnicas del siglo XVIII, incluyendo la de Chapultepec. Aun así, estos conocimientos eran útiles para un país con atraso tecnológico en materia militar, por lo que la presencia de los operarios desertores en Morelia fue provechosa a la causa liberal y permitió que herreros, obreros y artesanos locales se nutrieran con sus saberes. La falta de personal especializado fue un factor por el que la producción de cañones en Michoacán superó al resto de maestranzas liberales juntas. En Jalisco y Zacatecas los fundidores y operarios carecían de experiencia y partieron de prueba y error.
El asunto de la confiscación de campanas para fabricar cañones rebasó el talante de simple necesidad de hallar cobre. Los liberales llevaban años con miras de repartir los bienes del clero y aprovecharon la guerra para obtenerlos y de paso limitar los repiques. Utilizaron el argumento de que el clero les estaba haciendo la guerra para confiscar sus bienes y usarlos en su contra. La Iglesia mexicana no permaneció indiferente y protestó. El caso del cura de Pátzcuaro es interesante porque no solo se rehusó a entregar sus campanas, también amenazó al gobierno liberal con un pronunciamiento, dado su ascendiente sobre la población. La cercanía del clero a los estratos populares de Pátzcuaro no se reducía solo a su religiosidad; abrazaron una causa común por la política del gobierno liberal de desaparecer la propiedad comunal y repartir sus tierras a los propietarios de la región.
Es importante analizar este tipo de casos para comprender la religiosidad popular, matizarla y explicar el apoyo que los pueblos y las comunidades brindaron al clero. Pese a la influencia de la Iglesia sobre la población michoacana, esta no pudo afrontar el decomiso de los bienes del clero y de la propiedad comunal, aunque quiso, porque Epitacio Huerta fijó importantes destacamentos en los pueblos para perseguir a sus opositores, como los que derrotó en Maravatío y Zamora.59 En otras palabras, no es que el clero careciera de apoyo en Michoacán, sino que el gobierno liberal estaba mejor armado y no permitió que las movilizaciones prosperaran.
El estudio del decomiso de campanas también ayuda a entender casos de anticlericalismo popular, como el de los soldados del norte del país. Cuando las brigadas de Nuevo León-Coahuila, Tamaulipas y Chihuahua se adentraron al Bajío, presenciaron una manera diferente de vida religiosa que les desagradó y a la cual atribuyeron la causa de la guerra y el “atraso” del país. Esta opinión no solo era de los comandantes, también de los soldados rasos. Consideraban que México se hallaba rezagado a causa del clero y de su riqueza, por lo que debían derrotarlo y repartir sus propiedades. La influencia de los soldados del norte sobre los gobernadores y sobre el mismo Santos Degollado fue crucial para motivarlos a hacer requisas y tomar el cobre que necesitaban para sus fundiciones.