A la memoria de Édgar Hurtado Hernández,
colega, amigo, revolucionario
INTRODUCCIÓN
La España post napoleónica tuvo un par de características muy marcadas: por un lado, el giro que el suspirado Fernando VII —por convenientemente mediatizado—1 dio hacia el absolutismo una vez derrotadas las trabas que el constitucionalismo doceañista ponía a su poder, arrumbadas desde el 4 de mayo de 1814 tras el golpe de Estado en Valencia. Su Majestad no se sujetaría a los códigos gaditanos, y lejos de borrar del tiempo los años desde 1810, se empeñaría en recuperar de manera absoluta aquella Monarquía —en términos de Estado— que le había sido cedida en Aranjuez en 1808. Esa concepción era antagónica —ideológica, política y territorialmente— con la que los constitucionalistas de ambos hemisferios, reunidos en la iglesia de San Felipe Neri, le habían dejado establecida desde el 19 de marzo de 1812.
Por otro lado, y en evidente consecuencia de esta actitud y prerrogativas restauradoras, comenzaron a cundir manifestaciones de un descontento natural, debido a que un gran número de defensores de la figura que regía durante el periodo de crisis y guerra contra los franceses, eran ahora despreciados, depurados y “congelados” —especialmente en los ascensos militares— por no ser compatibles sus ideas —o ser sospechosos de no serlo— con la política anticonstitucional fernandina. Ello aumentó gradualmente, hasta el punto en que el nuevo Estado absolutista español se vio precisado a ejercer una represión sistemática y contundente con el fin de que no se fisurara la cada vez más cuestionada imagen de unidad, especialmente en las fuerzas armadas, que se pretendía imponer. No obstante, la fisura ya estaba ahí y no hizo sino engrosarse cada vez más durante los siguientes años.
A la par de estos problemas en la Península, en Nueva España llegaban a cuentagotas las “buenas nuevas” sobre el restablecimiento del monarca. Pero, al tiempo de que las autoridades virreinales decretaban festejos y diversas celebraciones por el suceso,2 los rebeldes se veían en la necesidad de despojarse de la “máscara” del rey, cuestionando su legitimidad de una forma cada vez más aguda, a la vez que acrecentaron su desconfianza en él.3 Ejemplo de ello fue el padre José Antonio Torres, quien respondió a la invitación de indultarse señalando que Napoleón buscaba “remachar los grillos a la España, valiéndose del instrumento del infeliz Fernando”, quien había sido liberado con sospechosa facilidad por el francés. Luego, y apelando al decreto de Cortes sobre que “no se le preste obediencia [al rey] hasta que en el seno del Congreso preste juramento”, concluía con una incómoda pregunta a todos los sostenedores de la contrainsurgencia novohispana: “¿Qué partido tomará la facción de gachupines de América? ¿El del monarca o el de las Cortes?”.4 Premonitorio y clarividente fue Torres.
Otro que, tardíamente, tomó una postura similar fue Servando Teresa de Mier, quien señaló que, en ese mismo bando de Valencia de 1814, se habían declarado ilegítimos los gobiernos españoles durante la ausencia real, tornando a las Cortes como “un puñado de facciosos, y la Constitución, un crimen de lesa majestad”, en tanto que aquellas ordenaban desconocer al rey si no se ceñía a los preceptos constitucionales. Por ello, Mier cuestionaba a las autoridades novohispanas de la siguiente manera:
¿Cuál de los dos decretos vale? Si el de Fernando, ustedes que reconocieron aquellos gobiernos y cortes y juraron la Constitución, son facciosos y criminales de lesa majestad: y leales los insurgentes que no reconocieron aquellos ni juraros esta, aunque reconocían por rey a Fernando. Si vale el decreto de las Cortes, los insurgentes no reconociéndole más por rey, hacen lo que ustedes debieran haber ejecutado si no fuesen traidores y rebeldes a la nación representada en las Cortes en quien juraron reconocer la soberanía, y perjuros de Dios, ante quienes juraron con la Constitución no reconocer por rey a Fernando si no la juraba igualmente. Con que, en todo caso, ustedes, y no los insurgentes, son los traidores y rebeldes.5
En ambos hemisferios la figura del rey se desdibujaba. Sin la necesidad de cortarle la cabeza, su imagen se desacralizaba cada vez más y le comenzaba a flaquear la obediencia. En la Península, los adeptos al constitucionalismo comenzaron a cuestionar su desapego a la Carta doceañista, a enfrentar abiertamente su absolutismo, mientras que en Ultramar los rebeldes concebían un discurso que, al tiempo de radicalizarse con respecto a la independencia, se iba sacudiendo de encima el nombre de Fernando, fisurándose gradualmente el pacto de unión y obediencia. No es casual que, mientras en la Península comenzaron a surgir las primeras desavenencias, los insurgentes de Nueva España hicieran público su decreto constitucional en el mes de octubre de 1814. Con ello, los rebeldes americanos también se volvían constitucionalistas, de la Carta de Apatzingán, en este caso. Constitucionalismo doceañista y apatzinganista se dieron la mano y consumaron su concomitancia antifernandista, en cuanto antiabsolutista.
Los años siguientes a la caída del corso francés fueron de reacomodo de las diversas monarquías europeas, a la vez que de sus revolucionadas posesiones americanas, las que estaban en vías de conseguir su independencia. Y antes bien de imaginar que el Sexenio absolutista representó una vuelta al orden establecido existente en la víspera de la crisis monárquica de 1808, interpretamos que ese periodo más bien jugó una suerte de paréntesis político, forzado por las ansias absolutistas del ahora, al menos,cuestionado Fernando VII, interrumpiendo el proceso revolucionario liberal que había arrancado en 1810 con la reunión de las Cortes extraordinarias. Planteado de ese modo, lo que comenzó en 1814 también representaría un periodo de resistencia, en el cual los diversos defensores de las ideas constitucionales se verían no solo desplazados y perseguidos, sino también, y principalmente, en una permanente oposición política. Y así, sin quererlo, con su lance despótico, Fernando VII lo que hizo fue develar la era de los pronunciamientos.
LA RESISTENCIA CONTRA EL IMPERIO. LOS PRIMEROS PRONUNCIAMIENTOS EN ESPAÑA (1814-1820)
No es baladí recordar que el golpe de timón de Fernando VII en 1814 representó poco menos que un golpe de Estado y la imposición arbitraria de una política que pareciera anacrónica tras seis años de guerra y revolución, la cual iría empeorando conforme se concretaba la restauración absolutista del monarca, ya escuetamente deseado. Antonio Alcalá Galiano retrataría con especial agudeza este episodio, señalando que si bien el rey dio al gobierno “todas las formas de los tiempos pasados, no se acertó a dar a los gobernados, ni siquiera a los gobernadores, la misma índole, los mismos pensamientos, los mismos usos y las mismas costumbres que tenían los españoles en 1808”, quedando así abortada la resurrección de su rancio sistema.6 Los recién develados ciudadanos ya no tenían una vocación de sumisión, como pretendía la autoridad restituida, y así como espontáneamente se habían presentado los levantamientos patrióticos de 1808, en 1814 volvería a aparecer la resistencia.
Los primeros que manifestaron su inconformidad fueron Francisco Espoz y Xavier Mina, a quienes el monarca les había dado un trato hostil al obligarlos a deshabilitar cuatro de las once unidades de que estaba conformada su división. Por esta razón, los guerrilleros se habían desplazado hacia la Corte en el mes de julio, seguramente en espera de recibir algún reconocimiento por sus acciones pasadas; pero no podían estar más equivocados. Según relató un personaje de la época a Espoz “Su Majestad no le hizo más caso que a un perro”. Posteriormente, el ministro de la Guerra, Francisco Eguía, desechó la solicitud de que se restablecieran los regimientos desaparecidos y relevó a Espoz del mando de Navarra, negándole a Mina el ascenso a coronel de Húsares que tanto había ansiado. Curioso e irónico resultó el premio de consolación que se le ofreció a este por el secretario del Despacho Universal de Indias, Miguel de Lardizábal: fungir como jefe de una de las divisiones que serían enviadas a Nueva España para combatir al cura rebelde José María Morelos. El navarro rechazó la encomienda, aunque luego terminaría por viajar a Ultramar, pero para auxiliar a los insurgentes novohispanos y no para someterlos.7
Por esos días, el rey asestaría un duro golpe contra los antiguos guerrilleros que lucharon frente a los franceses, invitando a la dispersión de las cuadrillas y a la disminución de los cuerpos regulares bajo el precepto de que ya la guerra había pasado. Mina y Espoz recibieron la orden de regresar a Pamplona, envueltos en lo que Gustavo Pérez describe como el “fruto de la convicción de una España constitucional y de un revanchismo contra el gobierno que nos [sic] les dio nada a cambio de su sacrificio”.8 Por si fuera poco, la virtual autonomía de que gozaron estos jefes durante la guerra se vio abortada una vez que quedaron sujetos a la jerarquía militar del ejército real, lo que aumentaba la sensación de ingratitud por parte del monarca. El 15 de septiembre se ordenó la distribución de las fuerzas regulares de Espoz entre los mandos territoriales de la zona y la licencia de la mitad restante, lo que al parecer fue la gota que derramó el vaso.9
El jefe guerrillero se negó a obedecer esa orden y comenzó a urdir un precipitado plan que contemplaba la participación del comandante de un regimiento de caballería acantonado en Huesca y de uno más en Madrid, así como el gobernador de Pamplona, aunados al regimiento del propio Espoz, con el que pretendían asaltar el último de esos puntos. Las posibilidades eran halagüeñas dado que, por el funcionamiento de las guerrillas antifrancesas, se había creado un sistema en el cual la obediencia y, más aún, la fidelidad de los soldados se debía a los jefes directos y, en última instancia, a sus poblaciones de origen y no a la autoridad central de Madrid. Desafortunadamente para el jefe, la ciudad de Pamplona —con Mina como el instigador en su interior— se mantuvo en una quietud total, y una vez que Espoz ordenó iniciar el asalto, su tropa se amotinó tomando acciones en su contra, no quedándole otra salida que ordenar su vuelta al cuartel y desistir de sus empeños. El comandante saldría una semana después con rumbo a Francia, y a inicios del mes de octubre ya se encontraba más allá de la frontera, mientras que en Pamplona eran fusilados algunos de los implicados en el plan.10
Las motivaciones y fines del pronunciamiento de los Mina no quedan plenamente claros, debido, principalmente, a que su fugacidad no permitió siquiera la publicación de un manifiesto o declaración de principios. Más allá de apropiarse de la plaza de Pamplona no se sabe mucho, ni si el fin último era completamente liberal o constitucional, o si se trataba de un acto de marcado antifernandismo que sencillamente obedecía a una venganza personal por el trato recibido en Madrid. No obstante, lo que sí representó fue la primera muestra de inconformidad por parte de la clase militar ante los actos despóticos de Fernando VII, así como de resistencia armada en contra de sus designios. A la mayoría de los malogrados pronunciados, la lejanía de su posición les permitió salvar la vida, continuando su lucha contra el rey por otros medios, apoyando, por ejemplo, el levantamiento que un año más tarde lideraría un antiguo general español en Galicia.11
Se trató del mariscal de campo Juan Díaz Porlier, instigador del nuevo movimiento que se generó en septiembre de 1815, luego de que su filiación liberal fue descubierta, provocando que se le suspendieran sus empleos y que se le recluyera en el castillo de San Antón, al noroeste de la Península. No pasó mucho tiempo para que este personaje se pusiera en comunicación con otros inconformes con las medidas fernandistas y, una vez que logró burlar su prisión, se colocaría al frente de una división con la que proclamó la Constitución de 1812 en La Coruña, de cuya plaza detuvo al gobernador. Acto seguido se constituyó una junta provincial, a nombre de la que Porlier envió representaciones a las demás poblaciones de Galicia con la intención de atraerlas a su movimiento; no obstante, el único punto en sumarse fue El Ferrol, que envió solamente dos regimientos para reforzar a la guarnición de La Coruña.
En esta ocasión, las proclamas y manifiestos abundaron, como deja ver Miguel Artola. En una de ellas, Porlier señalaría que su objeto consistía en que la Monarquía quedara gobernada por unas “leyes justas y prudentes” que garantizaran los derechos de la nación, para lo que exigía la convocatoria de unas nuevas Cortes extraordinarias, las cuales podrían proclamar una constitución más adecuada a la situación actual. No se trataba, stricto sensu, de un pronunciamiento gaditano, sino de uno antifernandista y liberal, pero no en atención a los postulados jurados tres años atrás en la isla mediterránea, sino comprometido ahora con una nueva situación a la que la nueva carta debía responder. Se observa aquí también la presencia de un movimiento que criticaba la Constitución de Cádiz, en la cual consideraba que debían hacerse ajustes que respondieran a la realidad social de ese momento. Los pronunciados le daban un porcentaje de razón al rey con respecto a la necesidad de soterrar la Constitución de 1812.
El movimiento no fue bien recibido por las provincias que circundaban La Coruña, y esto obligó a que Porlier saliera de ese sitio con las escasas fuerzas con que contaba —no más de mil hombres— para adherir a su movimiento nuevos territorios. Mientras tanto, muchos puntos, como Santiago de Compostela y Tuy, organizaron una resistencia fernandina y sufragaron los gastos que generaban las tropas, pues mantuvieron firme su fidelidad hacia el rey. No obstante, la contrarrevolución no fue necesaria, ya que el pronunciamiento comenzó a descomponerse desde sus propias filas: la presencia de un agente externo hizo que muchos oficiales se opusieran a las órdenes de Porlier y que la noche del 22 de septiembre lo pusieran en prisión junto con sus jefes más cercanos. En los siguientes días se envió a los conspiradores a sus lugares de origen para ser procesados. Porlier no tuvo tanta suerte, ya que en tan solo cuatro días recibiría su veredicto: la ejecución, que se verificó el día 26 en La Coruña.12 La rebelión pro constitucional volvía a fracasar debido a la carencia de un apoyo popular más generalizado.
Un año más tarde, en 1816, fue el turno de los llamados “conspiradores del Triángulo”, quienes, liderados por el comisario de guerra Vicente Richard y junto con dos cabos de granaderos, planearon asesinar al rey. Un cúmulo de supuestos colaboradores —algunos incluso masones— habrían tomado parte de manera subrepticia con ese núcleo principal, pero nada se sabe más allá de que un cuarto personaje arrestado habría delatado los nombres de otros conspiradores, como el antiguo guerrillero Renovales, José María Calatrava o el mismísimo Juan O’Donojú, futuro capitán general de la Nueva España en 1821. Al parecer, este tampoco fue un pronunciamiento en forma, e incluso no puede hablarse de que fracasara, sino de que la misión fue abortada por los cabos antes de que se ejecutara, ya que aceptaron su culpabilidad y se entregaron. Esto les habría salvado la vida, lo que no ocurrió con el mencionado denunciante, que era un barbero que se había enterado de la conjura, y con el propio Richard, al que luego de ser ejecutado en la Plaza de la Cebada, le fue cortada la cabeza y clavada en una pica que fue colocada después en las cercanías de la Puerta de Alcalá, donde pretendidamente se planeaba cometer el magnicidio.13
Pero estos fiascos no inhibieron a los sectores militares para seguir adelante con sus manifestaciones de inconformidad y deseos de desestabilizar el régimen de Fernando VII. Durante 1817 surgiría un nuevo intento, orquestado por los generales Luis Lacy y Lorenzo Milans del Bosch, comisionados en Barcelona y Gerona respectivamente, los que planearon reunirse en Caldetas para emprender el golpe. Sin embargo, al llegar a ese punto el 4 de abril, Milans no logró contactar con el teniente coronel Quer, por lo que se propagó el rumor de que el movimiento había sido descubierto, ante lo que gran parte de la tropa comenzó a desertar. El día 6, el capitán general Francisco Javier Castaños ordenó al general Manuel Llauder indagar al respecto y hacer los arrestos necesarios, no obstante de que —a decir de Artola— no parecía interesado en que ni Lacy ni Milans fueran aprehendidos. Solo el primero fue alcanzado, y si bien durante el proceso hubo tremendas inconsistencias, como negar su colusión en el movimiento o la titubeante sentencia a muerte que estuvo en tela de impugnación y de un posible perdón que no llegó, a inicios de julio Lacy fue al paredón de fusilamiento.14
Entre presuntas conspiraciones y ocultas reuniones en que se llevarían a cabo supuestos planes revolucionarios, se ha dicho que la masonería sirvió a partir de 1816 como espacio de conspiración para los inconformes que no podían manifestar sus ideas libremente. El personaje más notable a este respecto fue sin duda Juan van Halen, quien habría tenido presencia en las sociedades de Murcia, Alicante y Cartagena, llegando a entrevistarse con el rey a finales de 1816 y sufriendo una sonada tortura por parte de la Inquisición el año siguiente. No obstante, sería en 1817 cuando la llamada “gran conjura masónica” habría tenido lugar, pero que a decir de Artola — en contradicción con José Luis Comellas— apenas habría tenido relevancia en lo que al papel de la masonería se refiere, tratándose más bien de un grupo con intenciones políticas que buscaban derrocar al rey y que no pasarían de preparativos muy tibios, lo que se reflejó en los escuetos castigos a los implicados. En contraste, La Parra destaca que si la Inquisición tuvo una principal ocupación a partir de 1815 sería la de detener y perseguir a los presuntos seguidores de las logias “impías”, lo que da un indicio de las actividades de ese sector.15
En 1819 llegaría el turno de Valencia, donde el coronel Vidal lideró a un grupo de liberales que pretendían levantarse con intenciones de apresar al capitán general Francisco Javier Elío y proclamar rey constitucional a Carlos IV, algo que luce inédito y muy fuera del rango con respecto a los otros pronunciamientos al tiempo de ser una prueba evidente de que este movimiento sí tenía un carácter plenamente antifernandista.16 Los planes se estropearon, y en la noche del día uno de enero Elío tuvo una rápida reacción para apresar a los comprometidos, incluido Vidal, a quien hirió con su espada. Los procesos fueron sumamente veloces, y apenas el 20 de enero fueron ejecutados 18 hombres, entre los que no se encontraba Vidal, quien había muerto a causa de las condiciones de su reclusión. Por su parte, Elío se encargó de publicar un bando en el que condenaba las actividades de los ejecutados y amenazaba a todo el que quisiera seguir su doctrina.17 Tampoco aquí se logró obtener el eco necesario para conseguir el triunfo.
En realidad, consideramos que solo pueden calificarse como pronunciamientos los de La Coruña, Caldetas y Valencia, por haber consistido en levantamientos organizados, con un sector del ejército que estuvo comprometido verdaderamente con el movimiento, contar con un cuerpo instituido de dirigencia y, finalmente, por el hecho de tener manifiestos que se hicieron públicos durante la ejecución de su movimiento, pues si bien no se conocen las proclamas de Vidal, en el caso catalán se le ha atribuido una alocución al teniente coronel Quer en que destacaba las ventajas que los militares recibirían si se lograba la victoria. En cambio, ni el de Mina y Espoz, ni el de Richard o la conspiración masónica y la del Triángulo, representaron alzamientos bien orquestados y con una finalidad clara, además de que sus recursos fueron tan cortos que nadie secundó sus avances o, de plano, se trató de intentonas tan reducidas que no representaban una verdadera amenaza.
A partir de 1815, y una vez que pasó la primera ola de persecución y depuración de los antiguos liberales y los constitucionalistas por parte del rey —lo que exacerbó a este sector—, la reprensión se redirigió a los nuevos conspiradores, con lo que Fernando VII se asumió juez y verdugo de la oposición. Todo atisbo de ideas relacionadas a la soberanía nacional, la división de poderes y el grito de ¡Viva la Constitución! podía costar la vida, como señala La Parra. Sin embargo, los movimientos eran tan comunes, que en 1819 se tuvo la necesidad de crear una junta que debía contener las repetidas sublevaciones a lo largo de la Península. Sublevaciones que, por otro lado, se presentaban generalmente en los lugares más alejados del centro madrileño —a excepción del Triángulo—, en escenarios como Pamplona o La Coruña al norte y Cataluña o Valencia al sur. “Lo que realmente importaba al rey —señala La Parra— era desbaratar las conjuras y los planes insurrec-cionales de los liberales”.18
Pero el año veinte demostró que la inconformidad española había tocado su hora más determinante y que el malestar estaba en su máximo nivel. Serían nuevamente los militares los que se encargarían de llevar la voz de esa nación que había sido abjurada en 1814. Inicialmente, este movimiento también fue un proceso interrumpido debido a la traición del Palmar en julio de 1819, algo que retrasó su ejecución, no obstante de que no aniquiló las aspiraciones de sus promotores. El escenario fue la reunión en Cádiz del ejército expedicionario que debía marchar a América, cerca de 14 000 hombres que se encontraban inconformes por las condiciones y circunstancias de su selección para viajar a Ultramar. Por un lado, había un rechazo por parte de muchos soldados por embarcarse hacia la América, en primera instancia, porque cruzar el Atlántico representaba poner sus vidas en riesgo debido a la insalubridad de sus costas, pero también por el hecho de que las embarcaciones rusas que se emplearían para su traslado se encontraban en pésimas condiciones, así como porque la mayor parte de los soldados habían sido enrolados de manera forzada. Además, no sobra mencionar que el espíritu liberal estaba presente en muchos de estos hombres, quienes detestaban la idea de ser los sometedores de quienes calificaban como “hermanos americanos”.19
El encargado de conducir la expedición fue Enrique O’Donell, el conde de La Bisbal, la cual padeció repetidos retrasos debido a la inutilidad de las naves. Esto permitió que las tropas que permanecían acantonadas en ese puerto —espacio natural para el flujo de ideas— se pusieran en comunicación y discutieran sobre sus inquietudes e inconformidades respecto al viaje que estaban por sortear, así como por las medidas tomadas por la cabeza de la Monarquía. Artola recupera de Alcalá Galiano —protagonista de los sucesos de ese tiempo— que fueron, ahora sí, las logias masónicas las que ayudaron a organizar la conspiración, amparadas en la confianza de que La Bisbal les brindaría su apoyo. No obstante, el arribo de su segundo al mando de la expedición, el general Sarsfield, hizo que en el mes de junio las cosas se complicaran, pues este, en lugar de mostrarse identificado con las maquinaciones liberales, se opuso a ellas y se empeñó en descubrirlas, lo que acorraló a La Bisbal, quien el 7 de julio no tuvo otra salida que dirigirse a aprehender a los conspiradores. Entre los 15 oficiales que fueron apresados estarían los coroneles Horacio Quiroga y Felipe Arco Agüero, a quienes se envió a castillos y prisiones donde no pudieran seguir con sus conjuras.
O’Donell y Sarsfield fueron recompensados con la Gran Cruz de Carlos III y el empleo de teniente general, respectivamente, siendo relevados de sus cargos por el conde de Calderón, Félix María Calleja —antiguo virrey de Nueva España—, en quien recaería en adelante la comandancia de la división.20 Sin embargo, las inconformidades de fondo no habían desaparecido y la espera se seguía haciendo larga. Por ello, y gracias a una rápida reorganización de los instigadores, en el verano de ese mismo año se lograron restablecer las comunicaciones entre los conspiradores de Cádiz y los dirigentes militares, soldados que se habían fogueado al fragor de las guerras napoleónicas y destacaron como defensores de su independencia, lo que permitió que el movimiento tuviera una mayor acogida entre los más liberales, ya que habían desarrollado una gran tendencia a los principios gaditanos. Solo los detuvo un brote de fiebre amarilla que incomunicó a los dirigentes y los obligó a aplazar el emprendimiento hasta noviembre.
Con una gran celeridad, personajes como Antonio Alcalá Galiano, Juan Álvarez Mendizábal y Antonio de la Vega llevaron a cabo un intenso cabildeo con diversos personajes que podrían sumarse a la conjura, mientras que otros dirigentes se encargaban de convencer a la casta militar, bajo la promesa de los beneficios que alcanzarían una vez triunfara la revolución: “cubiertos de gloria después de una campaña breve, obtendrán los soldados sus licencias y las recompensas y honores debidos a sus importantes servicios”.21 De su seno había surgido el que tomaría el mayor protagonismo: Rafael del Riego, teniente coronel del Regimiento de Asturias, quien dio el primer paso el primer día del año 1820 y cuyo carisma lo colocó como la cabeza más visible del movimiento.22
El mes de enero serviría para que el levantamiento se propagara por Andalucía, consiguiendo el respaldo de La Coruña el siguiente mes, lo que resultó determinante para que en marzo la adhesión creciera hacia El Ferrol —como en 1815—, Vigo y Murcia, siguiendo las capitulaciones de Oviedo, Zaragoza, Tarragona, Barcelona, Pamplona, Segovia y Cádiz, que fue el punto de mayor resistencia y donde sucedió el enfrentamiento militar más notable. La adhesión al pronunciamiento por parte del conde de La Bisbal en los primeros días de marzo, así como los reducidos beneficios prometidos en el decreto real del día 3, en que Fernando VII se comprometía a atender los “presentes males”, hicieron que unos días más tarde no le quedara otra salida al rey que jurar la Constitución gaditana.23
1820 presentaba un entusiasmo muy similar al de 1808, pero con la diferencia de que la cabeza de la Monarquía estaba presente. Lejos de los sucesos de 1814, en que este se impuso, ahora, y a la vuelta de sus propios actos represivos, los militares estaban en el otro extremo. Riego encabezó un movimiento no solo constitucional, sino también antifernandista, como el resto de los pronunciamientos fracasados durante el Sexenio, pues culpaba a “un rey absoluto” de haber impuesto “a su antojo y albedrío” las medidas más impolíticas, sacrificando todo “a su orgullo y ambición”. A causa del “poder arbitrario y absoluto” del rey era que los sagrados derechos de la nación se habían usurpado, pero había llegado el momento de que volviera a ser soberana: los soldados estaban “unidos y decididos a libertar su Patria”.24 Es verdad que “en cierto modo había fracasado la insurrección militar, pero había triunfado el movimiento revolucionario”, como acierta La Parra,25 pero resulta fundamental entender que a partir de ahora los militares ya no necesitaban solo vencer en el campo de batalla, sino que mediante sus armas asumieron que también podían mediatizar el poder político, es decir, incluso por el simple valor simbólico que representaba su presencia. De ahí la amenaza —que quizás no llegaría a ejercerse— que hizo Riego en Las Cabezas: “no temo remotamente verme en la necesidad de usar de la fuerza que mando, la cual toda está decidida a sostenerme a todo trance; ni tampoco tener que derramar una sangre inocente”.26 La simple intimidación bastaba para imponer su voluntad.
UNA NUEVA ESPERANZA. EL PRONUNCIAMIENTO DE IGUALA (1821)
Con una preclaridad que no suele destacarse, el doctor José María Cos logró detectar en 1814 las futuras consecuencias de la restitución de Fernando VII en el trono: “es la cosa más funesta que puede haber sucedido a España, así como es el acontecimiento más favorable a la independencia de las Américas”.27 No se equivocaba, pues si bien se puede hablar de que durante el Sexenio absolutista las fuerzas insurgentes fueron contenidas, neutralizadas y prácticamente derrotadas,28 a la par se fue gestando ese quiebre final en cuanto al desconocimiento de la figura real, e incluso de una posible transformación en la manera de relacionarse con ella, pues así como se había dejado atrás la ciega obediencia, los sucesos peninsulares más recientes habían develado otra faceta como era la negociación a base de pronunciamientos, con claros sesgos de imposición.
La lección que Riego y todos los liberales del año veinte dejaron a los americanos encontró su caldo de cultivo en una sociedad inquieta y claramente insubordinada:
El restablecimiento de la constitución de 1812 en la Península, mandada jurar en México —escribiría un político—, las medidas del gobierno provisional y los decretos de las Cortes, rebulleron las mal apagadas cenizas, enajenaron las simpatías del clero, dividieron las opiniones del ejército y alentaron a los patriotas con la ocasión propicia que debían a un acontecimiento tan inesperado. Así que, en el año de 1820, lejos de haber desaparecido los antiguos elementos de discordia, se hacinaron otros nuevos, y […] una combustión general se juzgó inevitable”.29
José de la Cruz estaba en lo cierto cuando, en octubre de 1820, le refirió al virrey Juan Ruiz de Apodaca que “todo cuanto se percibe da indicios de que estamos sobre un volcán”.30 Ese volcán estalló a finales del mes de febrero de 1821, cuando en el pueblo de Iguala el comandante general del Ejército del Sur, Agustín de Iturbide, hizo público su Plan de Independencia de la América Septentrional. Se trató del primer pronunciamiento que se presentaría en la sociedad novohispana, y que a decir de Timothy Anna, fue “el primer gran acto de cooptación política” en el país, lo que pronto lo convertiría en un prototipo.31 Al igual que su antecedente más determinante, que fue el golpe de Riego un año antes, este movimiento resultó ser sumamente efectivo y llamativamente rápido, pues en tan solo siete meses de campaña, logró desatar el apretado nudo que durante más de una década había mantenido al virreinato en una permanente guerra civil.32
Miguel Artola definió el pronunciamiento como un modo de “combatir un sistema político”, el cual, como vimos, encontró un ambiente propicio para su desarrollo durante la represión fernandista, generándose de manera tan espontánea como secuencial a partir de 1814. Para este autor, su característica fundamental se encontró en que muchos de los promotores, en su mayoría militares, estaban inconformes por la existencia de una rancia oficialidad nobiliaria que obstruía sus justos ascensos, por lo que no es casual el hecho de que en la Península estos hombres tuvieran una tendencia tan clara hacia las ideas modernas y liberales por haber defendido la independencia española durante el periodo de ocupación napoleónica, en tanto que en América otros buscaban reconocimiento luego de tantos años de servicio.33 Por otra parte, y ya centrados en el caso mexicano, Josefina Vázquez y Will Fowler han destacado que se trató de un mecanismo que forzaba el diálogo para exigir los cambios que el sector pronunciado reclamaba, sostenida por medio de una coalición de los sectores civiles y militares. A decir de ellos, el pronunciamiento mexicano se basó en un binomio indisoluble: primero, el “plan” por medio del cual se fijaban los principios de los pronunciados y se hacían públicas sus demandas para que las autoridades y la población las conocieran; y, en segundo lugar, la amenaza del uso de la violencia como el medio para forzar la negociación.34
Respecto al pronunciamiento trigarante de Agustín de Iturbide, tal como ya hemos escrito en otros estudios,35 podemos concluir que tuvo tres niveles claros: la ruptura con la insurgencia, la determinación de su causa independentista y la presión coercitiva de su ejército. Nos explicamos. Una vez que en 1820 se quitó la mordaza a la sociedad novohispana y pudo recuperar exponencialmente la libertad de expresarse abiertamente, uno de los debates que más fuerza cobró fue el de la independencia, por tratarse del motivo que los había mantenido en guerra durante una década, pero también a causa de la nueva incertidumbre que se percibía desde la metrópoli.36 Esta vez no era el enemigo francés, sino un peligro interno el que inquietaba a los avecindados en el virreinato.
Previendo eso, el primer jefe Iturbide manifestó tempranamente a su tropa que sus miras se concentrarían en evitar “un pronto rompimiento, que sin duda nos anegaría en sangre, confusión y desastres acaso más crueles que los últimos experimentados desde el año de 810 a la fecha”.37 La crisis vivida a partir de 1808 ya había generado una reacción sumamente negativa, la cual Iturbide se creía obligado a evitar, por lo que ahora prefirió tomar el camino del “olvido general”. Lo que había dejado esa guerra lo enunció también en una proclama en los siguientes términos:
El grito disonante y disforme está resonando hace desgraciadamente 10 años en los montes, en los bosques y en las humildes cabañas de los infelices asesinados por los partidos, siendo singular la familia que no tenga una marca de luto y lágrimas que le ha acarreado tan infausto como odioso siglo.38
Por eso era tan necesario que se diera una separación tajante ante “los que infestaban el país” —como los llamaba el propio Iturbide—, pero teniendo una tarea sumamente complicada, ya que esos mismos antiguos insurgentes eran los primeros aliados con los que el primer jefe contó para conformar sus tropas. Debía rechazar a los emisarios, retomando de ellos el punto fundamental de su lucha: la independencia. Tarea nada sencilla que implicaba redimensionar la concepción de independencia desde un valor negativo hacia algo menos peligroso, e incluso deseable, esa era la primera gran tarea por realizar del nuevo movimiento emancipador.
Inmediatamente a ello, y para establecer de una vez por todas que su lucha por la independencia no era la insurgente, el movimiento armado debía dejar claras las características de su causa, que fundamentalmente se sostendrían sobre un principio de lenidad. Ya los diez años anteriores habían causado la fractura de la sociedad, gracias al enfrentamiento entre americanos y europeos —o dicho mejor, entre fidelistas e independentistas—, y ahora se requería un golpe de timón si se deseaba fundar un nuevo Estado donde convivieran unos y otros pacíficamente. “Después de la experiencia horrorosa de tantos desastres —decía Iturbide—, no hay uno siquiera que deje de prestarse a la unión para conseguir tanto bien”.39
Para lograrlo se debía enarbolar, fundamentalmente, una de las garantías que el Plan de Iguala defendía como eje de su propuesta: la unión, que por encima de la religión —común a toda la Monarquía— y la independencia —ya introducida por la insurgencia—, representaba la verdadera innovación del movimiento. Se tendría que atravesar un proceso de apropiación o lucha semántica por medio de la que ese término —tan común en los discursos de Riego— se identificara no solo con la causa peninsular, sino, sobre todo, con la de la independencia novohispana. Debía resignificarse el término en su favor.40 Una independencia con unidad, no con segregación. Y a la par debía fundarse una nación, pero por medio del triunfo, primero, de un Estado constitucional. Por ello, en correspondencia con esa búsqueda de unidad, es que Iturbide llamó a todos los que se quisieran sumar a su causa: los americanos, “bajo cuyo nombre comprendo no solo a los nacidos en América, sino a los europeos, africanos y asiáticos que en ella residen”.41 Todos estaban invitados a compartir la mesa, y eso no se podría lograr sin reconocer —y potenciar— el precepto de nación que solo la Constitución de 1812 podía permitir, por lo que la Carta gaditana resultaría un arma política de legitimidad imprescindible, un comodín que podía no significar lo mismo que para los peninsulares como Riego, pero que surtía los mismos efectos en un entorno tan politizado en favor de ese casi taumatúrgico ente.42
En última instancia, no pudo dejar de estar presente la presión armada, pues si algo determinó el proceso de 1821 en Nueva España, es sin duda el haber sido una campaña militar. No podía ser de otra forma, pues para dar el cordonazo a una guerra tan cruenta como la anterior, la sola política y la diplomacia no serían suficientes. Así se vio desde el primer momento, cuando Iturbide buscó la alianza con los últimos insurrectos, logrando convencer a Vicente Guerrero de que se le sumara junto con sus 3 500 elementos, que nada mal le cayeron en su génesis al Ejército libertador. También entre sus posibles colaboradores contrainsurgentes corrió la voz de su supuesta supremacía militar, como Iturbide mostró con un tono amenazante ante José de la Cruz, al señalarle que contaba “con cuanto se necesita en la guerra para la victoria”, persuadiéndolo violentamente para que lo apoyara: “no he dudado un momento en obligar a usted a que coopere de un modo singular a tamaña obra”.43
Luego, dentro de los artículos del propio Plan de Independencia, también quedó establecido que el gobierno independiente sería “sostenido por el Ejército de las Tres Garantías”, que fungiría como protector de la religión católica, la independencia de España y “la unión íntima entre americanos y europeos”, garantizando así la felicidad del reino.44 Sin embargo, y por más que ese fuera su cometido, la realidad con la que se enfrentó fue muy distinta, pues apenas comenzó la campaña, la autoridad virreinal opuso una constante resistencia, provocando diversos choques que se presentaron a partir del mes de marzo y hasta al menos agosto de 1821, entre los que destacan los de Córdoba, Tetecala, Arroyo Hondo, La Huerta y Azcapotzalco. Enfrentamientos que representaron picos en la violencia desatada por la guerra, y de los que resultaría la muerte de una cantidad considerable de soldados y civiles, e incluso alguno que otro jefe.45 La guerra terminaba como había comenzado, con enfrentamientos armados; sin embargo, ahora el derramamiento de sangre se economizaba al máximo y los militares se imponían por medio de ese poder simbólico de las armas. El poder latente de las armas.
EL ADVENIMIENTO DEL TRÁGALA
Cuando El Pensador Mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi, publicó su contestación “a la carta que se dice dirigida a él por el coronel don Agustín Iturbide”, apenas estaba en marcha el proceso que conocemos como “consumación de la independencia”, y desconocía cuál iba a ser el resultado último que conseguirían los pronunciados trigarantes. Sin embargo, ya alcanzaba a vislumbrar lo evidente: su similitud con relación al movimiento que en 1820 había dirigido los liberales peninsulares.
si el coronel [Iturbide] se sale con su idea, será comparado a Quiroga; si no se sale, se comparará a Hidalgo o cualquier cabecilla insurgente. Tal es el mundo, y no dejará de serlo mientras dure. Al vencedor se aplaude siempre, y al vencido se desprecia […]. En igual caso se halla el señor Iturbide. Si se le hace la suya, viva el héroe y el Quiroga de la América. Entonces todo será repique, salvas, himnos, marchas y canciones lisonjeras: pero si no, todo será olvidos y desgracias.46
Al final, el pronunciamiento llegó a un inmejorable “puerto”. En tan solo siete meses finalizó con una guerra que se había extendido durante más de una década. Con el mínimo —aunque no totalmente ausente— esfuerzo militar, los hombres de casaca se habían apoderado del rumbo político del naciente país, imponiendo su voluntad y supeditando a los demás sectores de la sociedad. Comenzaba la era de los pronunciamientos, que en los siguientes 55 años se reproduciría hasta en 1 500 ocasiones, según Will Fowler. Y si bien son notorias las diferencias, como el papel jugado por la masonería española frente a la relevancia de los eclesiásticos novohispanos,47 lo cierto es que son mayores las similitudes entre ambas “Españas”, la peninsular y la “Nueva” en su transición a México. Desde el levantamiento a partir de los núcleos urbanos provinciales y el cabildeo con los futuros colaboradores, hasta enarbolar la figura del rey y su unión con la Constitución para fijar la bandera de lucha, pero sobre todo resaltando la impecable manera en que el modelo de los liberales fue replicado, e incluso podríamos decir perfeccionado, por Iturbide en 1821, tomando la impronta de negociar con las armas en la mano para forzar a cualquiera que presentara una opinión adversa a los designios de la dirigencia del movimiento.48
La Península también atravesó por su propio proceso revolucionario, pero de una manera más gradual. Con la restauración absolutista de Fernando VII vinieron una serie de cambios que, lejos de echar en el olvido la experiencia gaditana, la mantuvieron a flote y en permanente resistencia. El rey sería cuestionado y su legitimidad puesta en tela de juicio, mientras que los sectores más politizados de la sociedad española se abrieron paso entre muy diversos y nuevos métodos de resistencia para hacer frente a los cuestionables designios regios. Si en algo se innovó durante este periodo en la Península fue en cuanto a la disputa por la soberanía, generando un profundo cambio entre el modo en que se negociaba con la autoridad.
Al llegar la década de los veinte en el mundo hispánico, las fuerzas armadas redimensionarían su valor potencial en un mundo que se estaba transformando, modernizando. No se trataba ya de la tradicional corporación que se debía al rey, sino una nueva que tenía la conciencia de su peso político de negociación e imposición. Ni se trataba ya de las virtudes y capacidades meramente castrenses —o no solamente—, sino de una nueva manera de hacerse escuchar, más cercana a la amenaza que a la acción efectiva; sin embargo, ambas se mantendrían unidas permanentemente. Así lo demostró el pronunciamiento de 1820, en el cual, como ha señalado Víctor Sánchez, “la actuación de la columna móvil, aunque fracasada en el plano militar, permitió que se pusieran en marcha otras voluntades”. No es que fuera en vano todo el acto castrense del pronunciamiento, sino que:
la incapacidad del absolutismo para acabar militarmente con la sublevación en el sur [fue la que] permitió la aparición de nuevos focos revolucionarios, alentados por ese ejemplo que llevó a que en otras partes del país cristalizara la oposición al absolutismo con la colaboración entre soldados y civiles, abriendo paso así a la revolución […]. Aunque el pronunciamiento fracasó en sus objetivos militares, la conjunción de los […] elementos anteriores permitió el contagio revolucionario, mostrando el éxito en la apelación a la opinión pública”.49
Por su parte, el caso mexicano permitió observar cómo, aunado a la potencia armada, el movimiento trigarante fue también uno propagandístico, que se luchó tanto en los campos de batalla como en los púlpitos y en la prensa escrita. La propaganda de Iturbide y sus colaboradores fue tan efectiva como la de sus soldados, pues con el paso de las semanas y los meses logró convencer a cada vez más y más sectores para que se unieran, en periodos que quizás no tuvieron grandes victorias militares, pero sí publicitarias. Lo que a unos en la Península les permitió el regreso al régimen de libertades que la constitución les otorgaba —y que no sería sepultado sino por medio del uso de la fuerza, de una fuerza extranjera cabe decir—, a otros en América les permitió conseguir la suspirada independencia. Unos y otros liderados por los militares, quienes tendrían la iniciativa, la ejecución y, claro, las recompensas. Ya no eran los tiempos reverenciales hacia la inmaculada persona del monarca. Ya no era el momento de obediencia ciega, sino de reclamos, enfrentamientos y hasta exigencias. Ahora no había soberano deseado, sino “mísero siervo”. Ahora se le cantaba así:
Tú que no quieres lo que queremos
la ley preciosa do está el bien nuestro.
¡Trágala, trágala, trágala perro!
¡Trágala, trágala, trágala perro!50