INTRODUCCIÓN
Tras proclamar en septiembre de 1821 su independencia respecto de España, México debió no solo establecer un nuevo orden político y administrativo sino enfrentar el enorme reto de insertarse en el escenario internacional y obtener, en primer término, su reconocimiento como un nuevo Estado. Se trataba de un escenario complejo, cuya reciente reconfiguración venía jalonada por la firma del Tratado de Gante entre Gran Bretaña y Estados Unidos por el que este último consolidó su independencia y se fortaleció en el plano mundial, por la derrota de Napoleón Bonaparte en junio de 1815 y por la formación en ese año de la Santa Alianza —un pacto integrado por Rusia, Prusia y Austria, al que se sumaría posteriormente Inglaterra y Francia—, cuyo fin principal fue defender el absolutismo europeo e impedir el surgimiento y propagación de movimientos revolucionarios o liberales, justo como fueron considerados los procesos de separación de los nuevos estados americanos respecto de la Corona española. El papel preponderante en ese escenario de las principales potencias tuvo así un impacto relevante en el proceso de inserción internacional de las excolonias españolas, como es el caso de México.1
Entre las relaciones bilaterales que el país empezó a construir, la que tuvo con España —de carácter informal durante los primeros quince años— fue particularmente conflictiva por el rechazo español a la independencia y por la firme convicción mexicana de sostenerla, y se agravó a partir de 1823 por la guerra que se desató entre ambos países. A los desencuentros y enfrentamientos hispano-mexicanos, inherentes a los vínculos entre una metrópoli y una excolonia, se sumó la acción diplomática de las potencias que habían hecho ya del continente americano un espacio estratégico para avanzar en sus intereses económicos y políticos. En este texto, me propongo analizar el contexto internacional de la década de los veinte del siglo XIX, a partir de la acción diplomática de las potencias, con especial énfasis en Estados Unidos e Inglaterra, así como evaluar el peso que tuvo en las conflictivas relaciones de facto que se establecieron entre España y la recién independizada nación mexicana, desde el rompimiento unilateral hasta 1830, año crucial por cuanto que se hizo claramente evidente la imposibilidad de la reconquista española del antiguo virreinato.
DE IGUALA A ULÚA, O DE LA PAZ A LA GUERRA
El Plan de Iguala que Agustín de Iturbide dio a conocer en febrero de 1821, mediante el cual el antiguo reino de la Nueva España proclamó su independencia, proponía a España un rompimiento amistoso y negociado, como se desprende de la lectura de sus primeros puntos: si el segundo postulaba la “absoluta independencia” del reino, el tercero estipulaba que la nueva nación sería una monarquía moderada y el cuarto que la encabezaría el rey español, Fernando VII, o algún miembro de su familia, o en su defecto algún individuo de otra dinastía real. Por otro lado, en la proclama con que se dio a conocer el plan, se reconocía a España como “la nación más católica y piadosa, heroica y magnánima”, que durante tres siglos había educado y engrandecido al nuevo país; a los españoles residentes en América se les hacía notar que en estas tierras tenían a sus mujeres e hijos, sus casas y fortunas; mientras que a los americanos se les recordaba que descendían de los españoles. La proclama terminaba señalando que existía “una cadena dulcísima” que unía a unos y otros, que se estrechaba si se añadían “los otros lazos de la amistad, la dependencia de intereses, la educación e idioma y la conformidad de sentimientos”.2
La independencia fue inicialmente aceptada por España, en la persona de Juan de O’Donojú, quien llegó a México procedente de la península en julio de 1821 como nuevo jefe político de Nueva España y quien, el 24 de agosto de ese mismo año, accedió a firmar con Iturbide el Tratado de Córdoba, por el que se sancionaba el Plan de Iguala. Es verdad que esa firma fue el resultado de la inevitabilidad de la independencia, pues el plan había sido aceptado, entre febrero y agosto, por prácticamente todos los sectores sociales y políticos y por todas las regiones del país; como haya sido, el Tratado significó un buen augurio para el nuevo país. Sin embargo, en marzo de 1822 llegó a México la noticia de que las Cortes españolas, un mes atrás, habían declarado a O’Donojú sin facultad para firmar el Tratado y, por lo tanto, no reconocían ni el Plan de Iguala ni la independencia de México. Como se sabe, esa decisión permitió, en mayo de ese año de 1822, ungir a Agustín de Iturbide como emperador;3 pero al mismo tiempo, estableció los términos de las relaciones de facto entre la vieja monarquía española y la naciente nación mexicana: serían de permanente conflicto en torno a la cuestión del reconocimiento de la independencia.
El escenario internacional que se le planteó al país tras el rompimiento con España era de suyo complicado, de ahí que, desde septiembre de 1821, tras el triunfo del movimiento independentista de Iturbide, las nuevas autoridades empezaron muy pronto a desplegar una meritoria y efectiva acción diplomática para enfrentar los retos de su entrada al concierto de las naciones y, sobre todo, para encarar las previsibles tensiones con España. La Soberana Junta Provisional Gubernativa del Imperio Mexicano, órgano provisional de gobierno previsto en el Plan de Iguala, había acordado desde el 25 de ese mes el establecimiento de cinco comisiones, entre ellas la de Relaciones Exteriores,4 la que emitió a los tres meses un Dictamen en el que propuso una clasificación de las relaciones internacionales del país que ofrecía algunos criterios para orientar la acción diplomática del gobierno: de naturaleza, con los Estados vecinos al imperio, es decir, Estados Unidos y Guatemala, pero que incluían también a Rusia e Inglaterra; de dependencia, con las aún posesiones españolas; de necesidad, con la Santa Sede; y de política, con la monarquía española, con Francia y con los países hispanoamericanos.5 A su vez, el 4 de octubre del mismo año, fue nombrado José Manuel Herrera como titular de la Secretaría de Negocios y Relaciones Interiores y Exteriores,6 quien empezó casi inmediatamente a entablar comunicaciones con Estados Unidos, Colombia, Perú, Brasil, Gran Bretaña, Francia y España, para empujar algunos temas cruciales, tales como el reconocimiento de la independencia del país, las deudas que heredó el imperio, la necesidad de obtener préstamos financieros, la búsqueda de alianzas y tratados comerciales, así como las relaciones con la Madre Patria.7
México inició sus primeros contactos diplomáticos con Estados Unidos, no solo por razones de proximidad geográfica, sino también por interés geoestratégico. A finales de noviembre de 1821, Herrera envió la primera nota diplomática al secretario de Estado, John Quincy Adams, en la que expresaba su deseo de estrechar formalmente los lazos entre las dos naciones.8 En marzo de 1822, Estados Unidos envió a México a Joel R. Poinsett con la intención de establecer correspondencia,9 y en septiembre de ese mismo año, el ya emperador Iturbide designó como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario a José Manuel Zozaya. Las instrucciones e instrucciones reservadas que este recibió del gobierno, resultan muy ilustrativas de la importancia de las relaciones con el vecino del norte. Entre las primeras destacaban las siguientes: solicitar el reconocimiento del Imperio mexicano como independiente de España; proponer tratados de amistad, alianza, comercio y arreglo de límites; lograr el apoyo militar del gobierno norteamericano, en caso que se declarase la guerra con España; negociar un préstamo de diez millones de pesos, con base en el decreto del Soberano Congreso en el que autorizaba buscar en el extranjero hasta 30 millones. Las instrucciones reservadas estaban relacionadas con asuntos de mayor envergadura: averiguar “la verdadera opinión” sobre la forma de gobierno adoptada por México y la dinastía elegida; sobre la extensión de los límites de Luisiana y Floridas; defender como legítimo el Tratado de 22 de febrero de 1819, celebrado por Luis de Onís, el entonces ministro español cerca del gobierno de Estados Unidos, y por el secretario de Estado, Adams; buscar noticias de Europa relacionadas con la independencia mexicana y sobre proyectos hostiles en su contra; recopilar periódicos y notas que informaran sobre el estado político de las demás naciones; e informar sobre las fuerzas de mar y tierra con que contaba el gobierno norteamericano.10
El gobierno imperial se acercó también a la Corte de St James, inicialmente a través de dos enviados informales, el comerciante veracruzano Thomas Murphy, diputado en las Cortes españolas, y el comerciante mexicano residente en Londres, Francisco Borja Migoni; luego, le otorgó al inglés Arthur G. Wavell la misión de promover la inversión en la minería, negociar con comerciantes ingleses, difundir la idea de que España no podría jamás recuperar sus antiguas colonias, pedir a Inglaterra que la convenciera de reconocer la independencia mexicana, investigar los planes españoles y, desde luego, trabajar por el reconocimiento inglés.11 Se dieron también contactos con Colombia, Perú12 y Francia.13
Las relaciones con España fueron particularmente complicadas, como advirtieron muy pronto las autoridades mexicanas. La Comisión de Relaciones Exteriores, en el referido Dictamen presentado a finales de 1821, había planteado que a España se le podía dar un trato preferente en materia comercial y migratoria, pues, a pesar del rompimiento, subsistían relaciones de parentesco y México le debía su idioma, religión y educación; por lo demás, recordó que el nuevo gobierno, en muestra de su gratitud y buena voluntad, había protegido a las personas y a las propiedades de los españoles en México. Sin embargo, la condición para hacer efectivo ese trato preferente era que España reconociera la independencia mexicana y resolviera el problema de la presencia de la guarnición española en San Juan de Ulúa; de lo contrario, el país no tendría otra opción que defenderse. La Comisión, como se ve, había convertido en postura diplomática los postulados del Plan de Iguala: rompimiento amistoso, independencia innegociable.14
Cuando las Cortes rechazaron los Tratados de Córdoba y en su lugar enviaron a Juan Ramón Osés y Santiago Irrisari como comisionados al país, el emperador Iturbide aceptó parlamentar con ellos a través de tres representantes: Eugenio Cortés, Francisco de Paula Álvarez y Pablo María de la Llave. Pero después de ser consultado, el Consejo de Estado propuso, en su sesión extraordinaria del 25 de enero de 1823, una línea de actuación esencialmente similar a la de la Comisión: la guerra defensiva con España cesaría en el momento en que la Corona española reconociera la independencia del Imperio Mexicano.15 Las instrucciones dadas a los comisionados mexicanos fueron extensas y detalladas, pero el sentido de su misión la dejó muy clara Herrera, en una minuta enviada el 29 de enero: toda negociación con los peninsulares debía ser precedida “por el reconocimiento de la independencia del Imperio y el Gobierno establecido”.16
Dado que los enviados españoles no tenían facultades para tratar el tema del reconocimiento, las negociaciones no pasaron de una breve entrevista que tuvo lugar en la ciudad de Xalapa. Pero tras la caída del Imperio en marzo de 1823, el nuevo gobierno provisional comisionó al antiguo insurgente Guadalupe Victoria para tratar con los comisionados españoles, quienes habían permanecido en Veracruz. En mayo, el Congreso autorizó la reanudación de las negociaciones, las cuales tuvieron lugar entre el 28 de ese mes y el 25 de septiembre, supervisadas desde la Ciudad de México por el nombrado ministro de Relaciones Exteriores, Lucas Alamán. No habrían de avanzar en el tema del reconocimiento desde luego, pero el Congreso mexicano autorizó que se explorara la posibilidad de acordar un tratado provisional de comercio, benéfico para ambos países, lo que podría servir para acercar a las partes.17 Sin embargo, el ataque sobre el puerto de Veracruz que ordenó el brigadier Francisco Lemaur desde San Juan de Ulúa, frustró ese primer acercamiento y llevó a México a reanudar en octubre la guerra contra España. Ese mismo mes, la derrota del régimen liberal español y el restablecimiento del absolutismo fernandino sellaron el desencuentro hispano-mexicano.18
La reanudación del enfrentamiento bélico entre México y España, aunque circunscrito a la fortaleza de Ulúa y al puerto de Veracruz, prendió las alarmas dentro y fuera del país. En México provocó un clima de alarma y temor entre la población veracruzana y el gobierno mexicano, pero también de preocupación en los gobiernos inglés y, sobre todo, norteamericano, por el riesgo que suponía para la actividad comercial de ambas potencias y para la seguridad de sus ciudadanos residentes en el puerto. El cónsul de Estados Unidos en Veracruz informó de los bombardeos una semana después de iniciados, y sugería prestarle la atención debida, pues si era imposible prever el fin de ese enfrentamiento, sus consecuencias podían comprometer “en gran medida” las propiedades estadounidenses. En un segundo comunicado agregó que, si La Habana prestaba ayuda al gobernador del castillo en su “loco ataque”, podía producirse el bloqueo del puerto de Alvarado y de la costa mexicana en general, lo que provocaría, a su vez, la necesidad de hacer intervenir la fuerza naval norteamericana.19
El gobierno mexicano carecía de las fuerzas militares necesarias, sobre todo navales, para hacer frente efectivo a los bombardeos, lo que provocó que el conflicto se prolongara por dos años. Como informó William Taylor, cónsul norteamericano en Alvarado, a John Quincy Adams, si alguna vez se abandonaba el castillo sería hasta que México obtuviera la ayuda de alguna potencia marítima, pues sus propios esfuerzos no servían de nada.20 El gobierno, por ello, tuvo que aprovechar la intriga, el bloqueo, la enfermedad y la diplomacia comercial, como muy bien lo registró la prensa. Revelador en ese sentido fue el “Diario de observaciones sobre el enemigo y el horizonte” que sobre el conflicto publicó en agosto de 1825 el periódico El Sol, en el que además de consignar el importante movimiento de entradas y salidas de buques, se dio una importante noticia: la deserción de dos sujetos de las fuerzas españolas apostadas en el castillo, los actos de sublevación que se habían suscitado, la ejecución de algunos rebeldes y, para rematar, los padecimientos por escorbuto de la guarnición.21 Por su parte, el periódico Águila Mexicana informó, en su número 182, que varios de los residentes empezaban a perder el ánimo y a considerar la posibilidad de rendirse por la falta de víveres.22
Ya desde abril de 1825, el cónsul Taylor había informado al secretario de Estado norteamericano que los agentes del gobierno mexicano estaban “ensayando la fuerza de intriga” con el nuevo jefe del castillo, el brigadier José Coppinger, y que lo rumores indicaban que sus perspectivas eran buenas.23 El bloqueo de los mexicanos, por otro lado, había obligado a los españoles a depender de los recursos que llegaban desde La Habana, pero justo en los últimos meses de ese año no habían recibido ese apoyo. Así, a principios del mes de noviembre, Coppinger aceptó finalmente discutir los términos de la rendición con el general Miguel Barragán, diezmada como estaban ya sus fuerzas por las enfermedades, las disputas internas y la escasez de víveres. La prensa reportó ese mes que en una carta particular de “persona fidedigna”, se aseguraba que Coppinger había pedido 30 días para las negociaciones, pero el gobierno había fijado un plazo de 48 horas, por lo que se preveía que muy pronto ondearía en la fortaleza la bandera de México. El 24 de noviembre, el Águila Mexicana dio la noticia de que, finalmente, los militares españoles entregaban la plaza. El periódico señalaba que se trataba de un momento feliz, pues se echaba para siempre del país al “león devastador” y México tenía ya la satisfacción “de ver redondeado el ámbito de su anchuroso territorio”.24
LA GEOPOLÍTICA DE LA NEGOCIACIÓN
La capitulación de la fortaleza de San Juan de Ulúa, en noviembre de 1825, encendió los sentimientos patrióticos de México y provocó el desánimo español. El 23 de ese mes y año, el presidente Guadalupe Victoria pronunció un discurso en el que afirmó que la bandera mexicana ya ondeaba en el castillo, y que después de trescientos cuatro años desaparecían por completo en el país los “pendones de Castilla”. Con ese triunfo, decía el presidente, no solo se ahogaba en un mar de sangre y lágrimas el despotismo español, sino que el país presentaba a Europa y a Asia su riqueza virginal “para el cambio, las relaciones y utilidades recíprocas”; y si los gabinetes de Europa se reconciliaban con las luces del siglo y acomodaban su política a los intereses que defendían en su continente, agregó Victoria, el país cultivaría relaciones francas de paz y de amistad con todo el universo.25
En España, por su parte, la noticia causó conmoción, además de fortalecer la idea de la enorme dificultad que significaba la tentativa de recuperar las antiguas posesiones americanas. En el oficio que a fines de aquel año de 1825 envió a Henry Middleton, su embajador en Rusia, el secretario de Estado norteamericano Henry Clay, comentaba que todos los acontecimientos ocurridos fuera de España parecían confluir en una tendencia hacia la paz y que la caída del castillo de San Juan de Ulúa no podía dejar de tener un efecto poderoso en el seno de la monarquía. Aseguraba haber recibido información de que cuando la noticia llegó a La Habana produjo una gran y generalizada sensación, y que el gobierno local había enviado rápidamente un velero a Cádiz para comunicar el acontecimiento y, en su nombre, implorar al rey que pusiera inmediatamente fin a la guerra y que reconociera las nuevas repúblicas, como único medio que quedaba para conservar a Cuba en la Monarquía.26
Unos años atrás, las diplomacias norteamericana y británica habían venido desplegando, de hecho, una labor en favor de la reconciliación entre España y los nuevos países hispanoamericanos, sobre la base del reconocimiento de sus respectivas independencias, a partir de la consideración de que la posibilidad de restablecer el dominio español era muy remota. En 1823, el gobierno inglés se refería ya a la “aparente imposibilidad” de que España pudiera recuperar su dominio sobre México, como uno de los motivos para enviar una comisión especial al país para conocer su situación. Pocos meses después, el mismo Canning fue más claro al respecto, cuando envió al embajador británico en Madrid copia del informe sobre México que preparó el enviado a ese país, Henry G. Ward. El resultado general de ese informe tendía a confirmar, en el ánimo del monarca inglés, la impresión del ministro de Exteriores sobre el hecho de que los lazos que antes unían a México con España estaban rotos y que ni armas ni negociaciones podrían conseguir nuevamente la antigua fidelidad del país con la Corona española: intentar rehacerlos, por la vía militar, sería una pérdida de sangre y dinero, y por la vía de la negociación, una pérdida de tiempo y de oportunidad.27
En la misma tesitura se mantenía el gobierno norteamericano. En la comunicación que envió al embajador en Madrid, Alexander H. Everett, en abril de 1825, el secretario de Estado Clay afirmó que la guerra que sostenía España en América había llegado ya a su fin. Y en el oficio ya citado que envió al embajador en Rusia con sus “predicciones”, escribió que la reconquista de Estados Unidos por Gran Bretaña no sería una empresa más “loca y desesperada” que la de restaurar el poder español en el continente; y agregó que, a pesar de los cambios políticos que pudieran experimentar los nuevos Estados y cualquiera que fuese el partido o el poder predominante, un espíritu los animaba a todos: una aversión invencible a toda conexión política con España y un deseo insuperable de independencia.28
Incluso Francia, que en algún momento defendió la vía de la reconquista militar española de sus antiguas posesiones americanas, terminó por aceptar las dificultades para su realización. Diplomáticos mexicanos en Estados Unidos y en Francia habían expresado sus reservas, en 1823 y 1824, acerca de la buena voluntad francesa;29 y todavía en 1826, en el Congreso Anfictiónico que tuvo lugar en Panamá, representantes americanos se quejaron ante el enviado británico, Edward J. Dawkins, de la “inactividad” de Francia, que no usaba de la influencia que se suponía ejercía sobre el ánimo del rey español.30 Sin embargo, el embajador norteamericano en España informó al secretario Clay, en marzo de 1826, que se había enterado recientemente que la embajada francesa había estado presionando urgentemente al gobierno sobre la conveniencia de poner fin a la guerra y, como primer paso, el nombramiento de plenipotenciarios para tratar con las colonias. Un año antes, el sector manufacturero, navegante y comercial de Francia empezó a inclinarse a favor del reconocimiento de su independencia, pues albergaba opiniones sobre las ventajas que podrían obtener del intercambio comercial con los puertos americanos, según informó el embajador en Francia, James Brown, al anterior secretario de Estado, John Quincy Adams.31
Además del carácter definitivo que los americanos otorgaban al rompimiento con España, este país se encontraba en una grave situación de crisis financiera. Como informó el embajador norteamericano en París James Brown al secretario Adams en abril de 1824, no había en el horizonte inmediato planes para una intervención armada española por la “deprimida” condición del país; agregó que era difícil imaginar, según se infería de la prensa, cómo un país podía ser más miserable que España en esos momentos: sin dinero ni medios para conseguirlo mediante préstamos o impuestos; sin un ejército en el que pueda confiar y sin el material con el que componerlo; y con la confianza tanto pública como privada, casi extinta. Por eso, Brown dio crédito a las opiniones de su antecesor, Daniel Sheldon, quien meses atrás había expresado al mismo Adams su opinión de que las potencias aliadas de España no parecían dispuestas a apoyar una intentona militar, pues el objetivo de preservar las antiguas colonias americanas, para todo “observador imparcial”, era obvia y totalmente imposible; y aun si pudiera recuperarlas, no podía conservarlas sin la ayuda financiera de las potencias, y los posibles beneficios que reportaría un dominio precario, difícilmente compensarían “los gastos que perpetuamente ocasionaría”.32
La resistencia española a reconocer la independencia de sus antiguas posesiones americanas obligó a las diplomacias europeas y norteamericana a buscar vías alternas que condujeran, por lo menos, a un acercamiento amistoso. Los ingleses se mostraron dispuestos a volver a ser mediadores entre España y los países americanos, como lo habían sido entre 1810 y 1816; pero como le recordó Canning a William a’Court en enero de 1824, esa mediación, para que pudiera ser exitosa, debería hacerse sin emplear el uso de la fuerza ni las amenazas a las antiguas colonias, y sobre la base del reconocimiento de la independencia. Esa misma posición se la hizo conocer a Francisco Zea Bermúdez, ministro de Estado español, en abril de 1825. Aunque consideraba que era quizá muy tarde para que Gran Bretaña mediara de nuevo, Canning se mostró dispuesto de “buen grado”, si España lo pidiera, a recomendar a su gobierno emprender las tareas de mediación; pero antes, le hizo saber que continuaba siendo de la opinión que el reconocimiento inmediato por la Madre Patria de la independencia de los distintos estados de la América española “ofrecería a España la mejor y quizás la única oportunidad de retener sus colonias insulares sin ser molestada”.33
Los norteamericanos, por su parte, intentaron la búsqueda de un armisticio. En enero de 1824, el encargado de los asuntos norteamericanos en París le hizo saber al secretario Adams que el plan más viable era el de una suspensión de las hostilidades entre la metrópoli y las colonias insurgentes, la renovación de relaciones amistosas entre ellas y la concesión a las primeras de ciertos privilegios comerciales, sin plantear el reconocimiento formal de independencia. Un par de años después, el sucesor de Adams, Henry Clay, hizo suya la idea: como le informó al embajador colombiano en Washington y al norteamericano en Rusia, el ministro en Madrid tenía ya la instrucción de convencer al gobierno español de aceptar un armisticio de entre 10 o 20 años, si no estaba dispuesta a suscribir una paz general sobre la base del reconocimiento de las nuevas repúblicas.34 Los ingleses empujaron también esa salida: lo hizo el embajador Lamb ante Zea Bermúdez en junio de 1825, y ante el sucesor de aquel, el duque del Infantado, en mayo del año siguiente.35 La propuesta, al parecer, fue al menos comentada en el seno del Consejo de Estado en enero de 1826.36
La Gran Bretaña impulsó, de manera importante, el establecimiento de una monarquía en México, como una solución de compromiso al diferendo hispano-mexicano en la medida en que concedía al país la independencia, pero conservando los vínculos con España; una propuesta, sin embargo, que enfrentó desde un inicio las dudas y recelos tanto de España como de México.37 Durante las conversaciones que el representante británico en Madrid, Lionel Hervey, sostuvo con Eusebio de Bardají en 182138 y con Francisco Martínez de la Rosa en 1822,39 surgió el rechazo de ambos a la propuesta. A pesar de ello, Canning, al llegar al ministerio de Asuntos Exteriores, instruyó a Hervey a impulsar de nuevo la constitución de México “bajo una forma monárquica de gobierno, prácticamente independiente de España, pero con un infante español en el trono”, bajo ciertas condiciones: que la eventual negociación se llevara a cabo solamente con España y que no se empleara ninguna fuerza extranjera para conducir al príncipe español a México.40 Canning pensaba que la historia y las condiciones del país hacían viable la propuesta, pero otros, como el embajador norteamericano en París, Daniel Sheldon Jr., consideraban que era “demasiado evidente” que sería universalmente rechazada.41
Aunque el gobierno norteamericano llegó a plantear que se opondría al establecimiento de monarquías en América, el secretario Clay expresó al embajador británico en Washington, Henry Unwin Addington, que la defensa que hacía Inglaterra de principios liberales merecía el mayor respeto y admiración, y que poco importaba si esos principios eran “monárquicos o republicanos”.42 No obstante, ante los obstáculos a los que se enfrentó, el gobierno inglés dejó de promover con el mismo entusiasmo la propuesta. El embajador Lamb informó a Canning, en junio de 1825, que había comentado a Martínez de la Rosa que la entronización de un príncipe español en México hubiera sido benéfica para España y para toda Europa, pero que transcurría el tiempo y la idea no se concretaba, además de que Lamb sabía que el infante don Carlos había expresado que prefería la pérdida total de América que ver a su hermano sentado en el trono de ese país.43 Y cuando el barón de Damas preguntó al embajador británico en París qué reacciones pensaba que provocaría el envío de un infante a México, el vizconde de Granville respondió que no tenía informes sobre síntomas de descontento en el país con el gobierno republicano y que dudaba “de que algún miembro de la Familia Real de España poseyera las condiciones necesarias para que empresa tan peligrosa y difícil tuviera la menor probabilidad de éxito”.44
Aun así, la diplomacia rusa y francesa seguía impulsando la propuesta. El embajador norteamericano en Madrid informó al secretario Clay, en febrero de 1826, que Pierre d’Oubril (Piotr Jakowlewicz Ubri), el ministro plenipotenciario ruso, le comentó que una medida eficaz para la pacificación americana sería una oferta de mediación por parte del emperador sobre la base de reconocer a las colonias como Estados independientes a condición de que adoptaran un gobierno monárquico, dirigido por príncipes de la familia Borbón. Everett consideraba que era una propuesta que Inglaterra ya no apoyaría y que Estados Unidos “usarían toda su influencia contra ellas”, pero agregó que era el proyecto que impulsaba el gobierno ruso y que D’Oubril estaba convencido de que las colonias se encontraban en un estado de “total inestabilidad”, que sus formas actuales de gobierno eran “revolucionarias” y que se podía esperar que de un año a otro se desmoronaran o fueran derrocadas por la fuerza de algún jefe militar exitoso, y que el resultado de tal catástrofe sería la restauración de la autoridad del rey. Dos meses después, Everett refirió una entrevista con el embajador francés, quien admitió que la recuperación de América mediante una invasión militar estaba “fuera de discusión”, y que por eso la propuesta de colocar a los príncipes Borbones a la cabeza de los gobiernos de los Nuevos Estados sería recibida con gran favor; al igual que hizo el ruso, consideró a los nuevos gobiernos como “enteramente inútiles” y dijo que México, por ejemplo, que era una República, había sido un Imperio el año pasado y podría ser una Monarquía el próximo.45
Los gobiernos inglés y norteamericano utilizaron el tema de la protección de las islas españolas del Caribe para alentar la vía de la negociación, considerando el valor estratégico sobre todo de Cuba. Aunque fue un comentario al parecer aislado, resulta revelador que Lionel Harvey haya dicho a lord Castlereagh en 1822 que, si el gobierno contemplaba alguna vez la entrega de Gibraltar a España, podría obtenerse a cambio, sin mucha dificultad, la isla de Cuba. Esa idea se desechó, y Canning, el sucesor de Castlereagh, le pidió al sucesor de Hervey, William a’Court, que hiciera saber al gobierno español que el estado de sus posesiones en Cuba requería de su mayor vigilancia, que el mantenimiento de esa posesión era un objetivo al cual deberían dirigirse todos los recursos de España y que la Gran Bretaña podría considerar seriamente el uso de su potencia marítima para defender esa colonia para España contra cualquier agresión externa.46
El secretario de Estado norteamericano Henry Clay, por su parte, fijó con claridad la política de su país sobre el tema cubano: le hizo saber al embajador en Madrid que dada la proximidad y “gran valor” de Cuba y Puerto Rico, y de continuar la guerra —añadió—, no sería raro que se convirtieran “en objeto y teatro”, que fueran atacadas por las nuevas repúblicas y fueran ambicionadas por las potencias europeas, por lo que era preferible que siguieran dependiendo de España. Concluyó diciendo que la suerte de las islas tenía “tal conexión con la prosperidad de los Estados Unidos”, que no podrían ser espectadores indiferentes. En el mismo tenor escribió Clay al embajador en Rusia. Las ventajas de las posiciones de Colombia y México para molestar el comercio en el Golfo de México y el Mar Caribe eran evidentes y si, desgraciadamente para el bienestar del mundo, la guerra continuara, cabía esperar —agregó— que las costas de la Península pronto estarían plagadas de corsarios de las Repúblicas; si, por el contrario, España consintiera en poner fin a la guerra, aún podría conservar lo que quedaba de sus antiguas posesiones americanas. El gobierno norteamericano no podía permanecer indiferente a cualquier cambio político al que pudiera estar destinada la isla, concluyó, máxime que Gran Bretaña y Francia tenían también profundos intereses en su suerte.47
La correspondencia diplomática, sobre todo inglesa y norteamericana, muestra una constante inquietud transmitida al gobierno español sobre el tema de Cuba. Estados Unidos estaba particularmente preocupado por buscar una garantía para que la isla no cayera en manos de ninguna potencia o de un posible ataque por parte de México y/o de Colombia.48 A Gran Bretaña le preocupaban también ese eventual ataque, pero estaba además muy atenta a los movimientos de Francia y de Estados Unidos, así como a la situación política en la isla, en donde se presumían tendencias separatistas.49 Finalmente, Estados Unidos y Gran Bretaña —Francia en menor medida—, terminarían acordando que lo más adecuado para los equilibrios geopolíticos era que España siguiera conservando la isla,50 por lo que el interés mayor al respecto se dirigió a la continuación de la guerra y a la creciente amenaza de un ataque mexicano o colombiano, y a insistir ante el gobierno español de buscar un acercamiento con los nuevos estados americanos.51
LA RECONQUISTA (IM)POSIBLE
La conmoción que a finales de 1825 causó en España la derrota en el castillo de San Juan de Ulúa duró muy poco tiempo. En el comunicado que el embajador norteamericano en Madrid envió al secretario Clay, apenas tres meses después de la capitulación, le informó de una conversación sostenida con el presidente del Consejo de Ministros y del Gobierno, el XIII duque del Infantado, de la que concluyó que el shock producido por la caída del castillo y el temor de un probable ataque a Cuba habían en buena medida desaparecido, y consideraba que continuarían debilitándose, a menos que algún nuevo éxito de los americanos pudiera reavivar las alarmas, con el resultado de que las perspectivas de una decisión inmediata a favor de la paz habían disminuido. La misma opinión expresó el embajador británico en Madrid, Frederick Lamb, en los oficios que envió a Canning durante el mismo mes de febrero de 1826. En el del día 7, le informó que había transcurrido casi un mes desde la llegada a la península de la noticia de la caída de Ulúa, y que no se había hecho nada desde entonces; el que envió el día 25 comenzaba con esta desalentadora frase: “Desde que le escribí por última vez, la posibilidad de que nuestros esfuerzos tengan un resultado favorable en la cuestión americana ha disminuido considerablemente”.52
Desde 1822, los informes diplomáticos del embajador británico en Madrid reportaban que tanto el rey como el Consejo de Estado no estaban a favor de reconocer las independencias americanas. El ministro de Estado, Francisco Martínez de la Rosa, llegó incluso a comentarle a Lionel Hervey que las noticias que había recibido de México y del Perú, le llevaban a pensar que ambos países no estaban perdidos para España, que sus habitantes seguían teniendo apego a la Madre Patria y que los revolucionarios no podrían establecer un gobierno independiente.53 Esto último fue por cierto uno de los argumentos para defender la propuesta de intervención militar en América. Cuando el ministro de Estado interino, conde de Ofalia, le informó en mayo de 1824 al ministro plenipotenciario inglés que Francia, Austria, Rusia y Prusia habían accedido a reunirse en París con el propósito de abordar la cuestión americana y que deploraba profundamente la negativa de Gran Bretaña a unirse a la Conferencia, agregó que al contrario de las aseveraciones de la Comisión Británica en México respecto del estado de las colonias, estas se encontraban en una “completa anarquía”, y que no ofrecían “nada que se asemeje a un gobierno regular ni nada que ofrezca perspectivas de estabilidad”.54
La diplomacia española, por otro lado, intentó persuadir al gobierno inglés que era de su interés que España siguiera conservando su dominio en América, como le dijo el conde de Ofalia a A’Court en enero de 1824: si ocurriera la separación de España y sus colonias, la mayoría de ellas, o al menos México, caería finalmente bajo el dominio de Estados Unidos, dada su creciente influencia y poderío; si Gran Bretaña se prestaba a la independencia de América —advirtió—, solo estaría acelerando la llegada del día “en que la estrella de nuestra prosperidad palidecería ante la de nuestros descendientes poderosos, ambiciosos y emprendedores”. En un encuentro sostenido días después, De Ofalia insistió en que la conformidad británica con la separación de las colonias se oponía directamente a sus propios intereses, pues como monarquía que era —agregó—, la Gran Bretaña debía estar decididamente del lado de España; y respecto a sus intereses comerciales, nada podrían pedir que España no estuviera dispuesta a conceder y que, de hecho, ya se habían enviado órdenes a todos los lugares en que se respetaba la autoridad del Su Majestad católica de no molestar en forma alguna al comercio británico.55
España contaba con el apoyo de Rusia en sus pretensiones militaristas. Como aseguró Canning en agosto de 1825 a Rufus King, el embajador norteamericano en Londres: Rusia continuaba recomendando a España no solamente no reconocer la independencia de las colonias americanas, sino llevar a cabo una guerra activa para subyugarlas. En un despacho enviado en febrero del año siguiente por Everett, embajador en Madrid, al secretario Clay, le comunicó la entrevista que sostuvo con el embajador ruso D’Oubril, de quien señaló que era evidente que trabajaba “bajo impresiones muy erróneas en cuanto a la probabilidad o posibilidad de la recuperación de las colonias”. Clay solicitó a Middleton, embajador en San Petersburgo, que insistiera ante el gobierno ruso de que la expectativa norteamericana era que harían todo lo posible para alcanzar la paz entre España y sus excolonias, a pesar de reconocer que los informes recibidos desde Madrid indicaban que no se veía ahí ningún esfuerzo de Rusia en ese sentido: la verdad —agregaba Clay—, el tenor de los despachos del embajador Everett era que el ministro ruso acreditado en España no había realizado ninguna actividad en favor de la causa de la paz, por no decir que prestaba su apoyo a la continuación de la guerra.56
La actitud del gobierno español en relación con el tema de las independencias americanas estaba mediada por una lectura poco objetiva de las realidades hispanoamericanas, pero sobre todo por un sentido del orgullo nacional y por un principio de autoridad prácticamente inquebrantable, que en conjunto dificultaban, cuando no cancelaban, todo intento de acercamiento y negociación. Antes de que fuera designado en Madrid ministro de Relaciones, Zea Bermúdez, en una conversación que sostuvo en Londres con Canning, no negó el planteamiento de que la situación de los países americanos, como Río de la Plata y Colombia, era tal que resultaba “completamente inútil” que España volviera a poner ahí un pie; sin embargo, contó Canning a A’Court, Zea no pareció dispuesto a abandonar la idea de esa posibilidad, “porque la admisión del principio de negociar con cualquiera podría ejercer una influencia funesta sobre otros, en los que la esperanza de éxito por otros medios no estaba aún definitivamente extinguida”. De forma muy similar, en una larga conversación que sostuvo el embajador inglés Lamb con el duque del Infantado en febrero de 1826, este aceptó buena parte de los argumentos de aquel para buscar una salida negociada con los gobiernos americanos, pero terminó hablando del “sacrificio del orgullo nacional”, a lo que Lamb respondió que sus antepasados también habían tenido que sacrificar su orgullo y esperaba que el ejemplo fuera seguido fielmente.57
Pero si había un factor predominante en la política americana seguida por España, era en definitiva la postura asumida por la familia real, empezando por Fernando VII. Así lo reconoció Zea Bermúdez al embajador Lamb en junio de 1825: el no reconocimiento era, para el rey, “un artículo de fe”; la conciencia del monarca, casi podría decirse, su religión, le impediría siempre pensar en semejante arreglo. Lamb le informó a Canning que había indagado en otros círculos que, en efecto, él estaba persuadido de su obligación de observar un antiguo juramento de Carlos V de no enajenar parte alguna de los dominios españoles, sea en Europa o América; y aunque ese juramento había sido ya violado algunas veces, era considerado, no obstante, obligatorio por Fernando en la presente ocasión. Lamb comentó a Zea que lamentaba que esos fueran los sentimientos de Su Majestad católica, pues estaba convencido de que el nudo de la prosperidad española había de deshacerse en América, y que no faltaban ya indicios que parecían indicar que otras potencias llegarían una tras otra a un entendimiento con esos países, mientras España, quedándose a la zaga, finalmente no dejaría de seguir el mismo temperamento, pero cuando fuera demasiado tarde para recoger cualquiera de los inmensos beneficios que podría derivar de un arreglo en el momento actual. La respuesta de Zea fue muy reveladora: aun si ese fuese el resultado —dijo—, su confianza en la Divina Providencia era tal, “que no se apartaría un paso de la senda del honor y la conciencia para impedirlo”, convencido como estaba en que los esfuerzos humanos eran inadecuados para impedirlos si tales pérdidas y sufrimientos eran impuestos “desde lo Alto”.58
El embajador norteamericano en Madrid informó, a principios de 1826, que el príncipe Cassaro, embajador de Sicilia, le confió que su esposa había sido informada por la infanta doña Luisa Carlota —quien era a su vez esposa del segundo hermano del rey don Francisco y princesa de Sicilia— que el otro hermano y heredero aparente, don Carlos, era el gran obstáculo en el camino de una pacificación, y que había declarado con gran violencia en el Consejo de Estado, donde presidía en ausencia del rey, contra cualquier procedimiento de este tipo. El ministro Everett agregó que el príncipe era reconocido desde hacía tiempo como el líder de “los violentos y fanáticos realistas”. La intransigente postura del rey y de su familia ejercía una enorme influencia en el gobierno español, como lo reconoció el ministro de Asuntos Exteriores francés, el barón de Damas, en la conversación que sostuvo con el embajador norteamericano: no existía —dijo— la más remota probabilidad de que el gobierno español escuchara cualquier propuesta por la cual se comprometería a reconocer cualquiera de sus colonias emancipadas; y agregó que el sentimiento público en España era tal, que ningún ministro correría el riesgo de proponer medida tan impopular y que Su Majestad Católica mismo, aun si estuviera persuadido de su conveniencia, no se aventuraría a adoptarla.59
Esa influencia la atestiguaron los embajadores norteamericano y británico en Madrid, en febrero de 1826. El embajador Everett le informó al secretario Clay, el día 7 de ese mes, de una conversación con el duque del Infantado, de la que concluía que la verdadera dificultad en el tema americano estribaba, en primer lugar, en la apatía y en la despreocupación que la mayoría de las personas principales del gobierno parecía compartir con el rey respecto al tema; y en segundo lugar, en la falta de voluntad de los pocos que veían su importancia para comprometerse a mencionarlo y llamar la atención del rey. El embajador Lamb, por su parte, informó a Canning que en las conversaciones con el duque, advertía que su modo había sido en todo momento el de un hombre convencido, “pero sin la facultad de seguir su convicción”, y que en la más reciente estuvo sentado, “absolutamente deprimido y en completo silencio”; de otro lado, refirió que el embajador francés en Madrid opinó que no había obstáculos para la negociación ni en el duque, ni en el clero, ni en el Consejo de Estado, que el único obstáculo residía en el rey.60
Las tendencias militaristas frente al desafío de las independencias americanas parecían imponerse sobre las posturas negociadoras. Se observan sobre todo a partir de 1826, justo después de la caída de San Juan de Ulúa, lo que no deja de causar cierto asombro. El embajador norteamericano en París, James Brown, aseguró en marzo de 1826 al secretario Clay que España parecía ahora “más reacia” a reconocer la independencia de sus antiguas colonias de lo que parecía inmediatamente después de recibir la información de la rendición del castillo de Ulúa. Para el embajador británico, ello se debía, en alguna medida, a la noticia de la llegada de la expedición del Ferrol a La Habana y a la reciente declaración de guerra de Brasil contra las Provincias Unidas del Río de la Plata que parecía alejar el interés americano en Cuba.61 El embajador norteamericano pensaba que esos mismos sucesos habían dado ánimos al gobierno español, pero consideraba probable que la Guerra da Cisplatina hubiera sido instigada por la Santa Alianza, y que fuera un primer paso introductorio hacia una reanudación de las hostilidades por España en el continente americano.62
Como haya sido, lo cierto es que, en los primeros meses de ese año de 1826, parece haberse configurado un clima favorable a la intervención militar de América y, especialmente, de México. El embajador norteamericano informó el 8 de febrero al secretario Clay que en el Consejo de Estado español la tendencia dominante era a favor de tomar medidas violentas y que se llegó a hablar de una expedición de 10 o 15 mil hombres, aunque no parecía haber todavía preparativos para llevar a cabo ningún plan. Un día antes, el embajador inglés informó a Canning que no se escuchaba por entonces otra cosa que de expediciones para reconquistar América; y agregó que, mientras se considerara mínimamente viable esa expedición, ningún español que pudiera aproximarse al rey se aventuraría jamás a pensar seriamente otra cosa; le hizo saber, también, que el duque del Infantado le preguntó si les permitirían adquirir algunos buques “para la defensa de Cuba”. Lamb aprovechó para responder que lamentaba que España persistiera en “un temperamento que ya era demasiado tardío”, que Cuba no podía ser salvada por semejantes medios y que si Gran Bretaña apoyaba medidas violentas, perderían toda autoridad frente a los nuevos estados independientes y no podrían entonces ayudar a España en lo sucesivo.63
En marzo, el embajador norteamericano envió a su gobierno la traducción de un plan de expedición contra las colonias, de la autoría del confesor del infante don Carlos, que se supone fue propuesto al gobierno español y mostrado a algunos comerciantes con el fin de lograr su apoyo financiero; aunque lo tildó de extravagante y supuso que el rey no le había prestado mayor atención y que no parecía haber pasado al Consejo de Estado, afirmó que había atraído la atención de sus miembros más importantes. Al mes siguiente, el mismo embajador informó al secretario Clay que periódicos franceses daban a entender que se le había encargado al conde de Ofalia —quien se encontraba en París y saldría hacia Londres— comunicar a los gobiernos francés e inglés la intención española de organizar una nueva expedición contra México. Agregó que parecía ser el eco de algunos rumores que circularon en Madrid, pero que después de hacer una investigación bastante cuidadosa no había podido encontrar ningún fundamento claro; sin embargo, pensaba que el partido dominante estaba menos inclinado que nunca al reconocimiento de la independencia de las colonias y que los últimos movimientos de Simón Bolívar en Perú y Colombia, así como el estado de perturbación de algunos de los otros gobiernos, habían reavivado las expectativas militaristas de España.64
EPÍLOGO
La labor diplomática desplegada por Estados Unidos y Gran Bretaña a favor de una salida negociada al diferendo hispano-mexicano no fue lo suficientemente efectiva, no al menos para evitar una expedición militar contra México, la que finalmente se produjo en julio de 1829. Durante la primera mitad del año, el embajador español ante la Corte de St James exploró los ánimos británicos al respecto. En una entrevista que sostuvo en febrero con el duque de Wellington, este le expresó su desacuerdo con la política que había seguido Canning sobre las independencias americanas, calificándola de falsa y atropellada, y asegurando que su deseo era que el rey español pudiera recuperar sus colonias; sin embargo, agregó que no podía dar marcha atrás en esa política, porque su gobierno estaba comprometido con ella, por lo que terminó sugiriendo a Zea Bermúdez que España no interviniera en los conflictos internos de México, ni en el de los demás países americanos, y que la actitud más adecuada que podía tomar Fernando VII era la de permanecer como un observador de acontecimientos que no le era dado modificar y que, en todo caso, debía ocuparse de proteger a la isla de Cuba.65
En una siguiente entrevista con el duque, en la que también estuvo presente el ministro de asuntos exteriores lord Aberdeen, el embajador español fue más directo y preguntó a ambos cómo vería Gran Bretaña una expedición militar para recuperar México y si colaboraría con España. La respuesta de los dos funcionarios fue similar entre sí y consistente con la política inglesa: aunque reconocían el derecho de España de iniciar o continuar una guerra, Su Majestad británica debía permanecer neutral, pues no solo había ya reconocido la independencia de México y otros países del continente, sino que había firmado con ellos tratados de amistad y comercio. Wellington reconocía que México padecía una “sangrienta anarquía”, pero sabía también que las disensiones internas del país desaparecerían si se produjera un desembarco español, pues los que eran enemigos hasta ese momento se unirían para combatir a una fuerza “en su concepto más odiosa”; su conclusión fue que no era un momento favorable para España, que la expedición estaba condenada al fracaso y podía comprometer la tranquilidad de Cuba.66
Unos meses después de la derrota que en efecto sufrió la expedición comandada por el brigadier Barradas, lord Aberdeen comentó al embajador español que lamentaba el desdén a los amistosos consejos del gobierno británico que dio a su país y que hubiera actuado a partir de información falsa y expectativas fantasiosas. El duque de Wellington, por su parte, le reprochó que España no hubiera atendido los pronósticos que sobre la intervención le había formulado. Y ambos funcionarios, ante la noticia de que España preparaba una segunda expedición, insistieron en que no había condiciones para ello, que sería un nuevo fracaso y, de nueva cuenta, que pondría en riesgo sus posesiones insulares. A este respecto, Aberdeen agregó que, de concretarse esos nuevos planes de agresión contra México, el gobierno inglés estaría ya incapacitado, en el Parlamento y fuera de él, para evitar un ataque a Cuba por parte de los gobiernos mexicano y colombiano, con lo cual la situación de España podría empeorar y hacer más difícil en el futuro la causa de la reconquista.67 Esa segunda expedición no tuvo lugar, quizá por efecto de los argumentos vertidos por los ministros Aberdeen y Wellington,68 y a pesar de la obstinación española. Pero no sería sino hasta después de la muerte del rey español, en septiembre de 1833, que se abriría finalmente la vía de la negociación con México, que rendiría frutos tres años después, con el reconocimiento español de la independencia mexicana y la firma entre los dos países del primer tratado de amistad y paz.69
Resulta evidente que los equilibrios geopolíticos que se produjeron a partir de la coyuntura abierta tras el restablecimiento del régimen liberal español en 1820, y luego tras la restauración del absolutismo fernandino con ayuda de Francia en 1823, llevó a las potencias europeas y a Estados Unidos a replantear su lugar en las relaciones con los nuevos estados hispanoamericanos y con la monarquía española, desde una lógica de la competencia diplomática y comercial entre Inglaterra y Estados Unidos, y de ambas frente a Francia, que favoreció a su vez el afianzamiento de la independencia mexicana, su posición en la relación con España y su inserción en el escenario internacional.70