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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.79 Michoacán ene./jun. 2024  Epub 17-Jun-2024

https://doi.org/10.35830/treh.vi79.1740 

Dossier

México y España en la primera mitad del siglo XIX

INDEPENDENCIA, GUERRA Y DIPLOMACIA: LAS RELACIONES HISPANO-MEXICANAS EN EL CONTEXTO INTERNACIONAL, 1821-1830

INDEPENDENCE, WAR AND DIPLOMACY: MEXICO AND SPAIN IN THE INTERNATIONAL CONTEXT, 1821-1830

INDÉPENDANCE, GUERRE ET DIPLOMATIE : LE MEXIQUE ET L’ESPAGNE DANS LE CONTEXTE INTERNATIONAL, 1821-1830

Marco Antonio Landavazo1 

1Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo


Resumen

La desintegración del Imperio español y los procesos de independencia hispanoamericanos alteraron las relaciones de poder en el mundo Atlántico, al desencadenar la competencia internacional sobre los recursos y el comercio en los territorios americanos del antiguo Imperio. El escenario internacional, dominado entonces por las monarquías que formaban la Santa Alianza —Rusia, Prusia, Austria, Francia—, por la Gran Bretaña y por Estados Unidos, se convirtió así en un factor de primer orden en el curso y el desenlace del conflicto entre España y sus antiguas posesiones coloniales. El propósito de este texto es analizar ese contexto internacional, a partir de la acción diplomática de las potencias mundiales, con especial énfasis en Estados Unidos e Inglaterra, así como evaluar el peso que tuvo en las conflictivas relaciones informales que se establecieron entre España y la recién independizada nación mexicana, entre 1821 y 1830.

Palabras clave Independencia de México; Relaciones España-México; Contexto Internacional; Diplomacia internacional

Abstract

The disintegration of the Spanish empire, and the Spanish American independence processes, altered power relations in the Atlantic world, triggering international competition over resources and trade in the American territories of the former Spanish empire. The international scene, then dominated by the monarchies that formed the Holy Alliance –Russia, Prussia, Austria, France–, by Great Britain and by the United States, thus became a major factor in the course and outcome of the conflict between Spain and its former colonial possessions. The aim of this text is to analyze this international context, based on the diplomatic action of world powers, with special emphasis on the United States and England, and evaluate the weight it had in the conflictive informal relations that were established between Spain and the newly independent Mexican nation, between 1821 and 1830.

Keywords Mexican Independence; Spain-Mexico Relations; International Context; International Diplomacy

Résumé

La désintégration de l’empire espagnol et les processus d’indépendance hispanoaméricains ont modifié les rapports de force dans le monde atlantique, déclenchant une concurrence internationale pour l’accès aux ressources et le commerce dans les territoires américains de la monarchie espagnole. La scène internationale, alors dominée par les monarchies formant la Sainte-Alliance (Russie, Prusse, Autriche, France), par la Grande-Bretagne et par les États-Unis, devient ainsi un facteur majeur dans le déroulement et l’issue du conflit entre l’Espagne et ses anciennes possessions coloniales. Le but de ce texte est d’analyser ce contexte international à partir de l’action diplomatique des puissances mondiales, avec une attention particulière portée aux États-Unis et à l’Angleterre, et d’évaluer son poids dans les relations informelles conflictuelles qui se sont établies entre l’Espagne et la nation mexicaine nouvellement indépendante, entre 1821 et 1830.

Mots clés Indépendance du Mexique; Relations Espagne-Mexique; Contexte international; Diplomatie international

INTRODUCCIÓN

Tras proclamar en septiembre de 1821 su independencia respecto de España, México debió no solo establecer un nuevo orden político y administrativo sino enfrentar el enorme reto de insertarse en el escenario internacional y obtener, en primer término, su reconocimiento como un nuevo Estado. Se trataba de un escenario complejo, cuya reciente reconfiguración venía jalonada por la firma del Tratado de Gante entre Gran Bretaña y Estados Unidos por el que este último consolidó su independencia y se fortaleció en el plano mundial, por la derrota de Napoleón Bonaparte en junio de 1815 y por la formación en ese año de la Santa Alianza —un pacto integrado por Rusia, Prusia y Austria, al que se sumaría posteriormente Inglaterra y Francia—, cuyo fin principal fue defender el absolutismo europeo e impedir el surgimiento y propagación de movimientos revolucionarios o liberales, justo como fueron considerados los procesos de separación de los nuevos estados americanos respecto de la Corona española. El papel preponderante en ese escenario de las principales potencias tuvo así un impacto relevante en el proceso de inserción internacional de las excolonias españolas, como es el caso de México.1

Entre las relaciones bilaterales que el país empezó a construir, la que tuvo con España —de carácter informal durante los primeros quince años— fue particularmente conflictiva por el rechazo español a la independencia y por la firme convicción mexicana de sostenerla, y se agravó a partir de 1823 por la guerra que se desató entre ambos países. A los desencuentros y enfrentamientos hispano-mexicanos, inherentes a los vínculos entre una metrópoli y una excolonia, se sumó la acción diplomática de las potencias que habían hecho ya del continente americano un espacio estratégico para avanzar en sus intereses económicos y políticos. En este texto, me propongo analizar el contexto internacional de la década de los veinte del siglo XIX, a partir de la acción diplomática de las potencias, con especial énfasis en Estados Unidos e Inglaterra, así como evaluar el peso que tuvo en las conflictivas relaciones de facto que se establecieron entre España y la recién independizada nación mexicana, desde el rompimiento unilateral hasta 1830, año crucial por cuanto que se hizo claramente evidente la imposibilidad de la reconquista española del antiguo virreinato.

DE IGUALA A ULÚA, O DE LA PAZ A LA GUERRA

El Plan de Iguala que Agustín de Iturbide dio a conocer en febrero de 1821, mediante el cual el antiguo reino de la Nueva España proclamó su independencia, proponía a España un rompimiento amistoso y negociado, como se desprende de la lectura de sus primeros puntos: si el segundo postulaba la “absoluta independencia” del reino, el tercero estipulaba que la nueva nación sería una monarquía moderada y el cuarto que la encabezaría el rey español, Fernando VII, o algún miembro de su familia, o en su defecto algún individuo de otra dinastía real. Por otro lado, en la proclama con que se dio a conocer el plan, se reconocía a España como “la nación más católica y piadosa, heroica y magnánima”, que durante tres siglos había educado y engrandecido al nuevo país; a los españoles residentes en América se les hacía notar que en estas tierras tenían a sus mujeres e hijos, sus casas y fortunas; mientras que a los americanos se les recordaba que descendían de los españoles. La proclama terminaba señalando que existía “una cadena dulcísima” que unía a unos y otros, que se estrechaba si se añadían “los otros lazos de la amistad, la dependencia de intereses, la educación e idioma y la conformidad de sentimientos”.2

La independencia fue inicialmente aceptada por España, en la persona de Juan de O’Donojú, quien llegó a México procedente de la península en julio de 1821 como nuevo jefe político de Nueva España y quien, el 24 de agosto de ese mismo año, accedió a firmar con Iturbide el Tratado de Córdoba, por el que se sancionaba el Plan de Iguala. Es verdad que esa firma fue el resultado de la inevitabilidad de la independencia, pues el plan había sido aceptado, entre febrero y agosto, por prácticamente todos los sectores sociales y políticos y por todas las regiones del país; como haya sido, el Tratado significó un buen augurio para el nuevo país. Sin embargo, en marzo de 1822 llegó a México la noticia de que las Cortes españolas, un mes atrás, habían declarado a O’Donojú sin facultad para firmar el Tratado y, por lo tanto, no reconocían ni el Plan de Iguala ni la independencia de México. Como se sabe, esa decisión permitió, en mayo de ese año de 1822, ungir a Agustín de Iturbide como emperador;3 pero al mismo tiempo, estableció los términos de las relaciones de facto entre la vieja monarquía española y la naciente nación mexicana: serían de permanente conflicto en torno a la cuestión del reconocimiento de la independencia.

El escenario internacional que se le planteó al país tras el rompimiento con España era de suyo complicado, de ahí que, desde septiembre de 1821, tras el triunfo del movimiento independentista de Iturbide, las nuevas autoridades empezaron muy pronto a desplegar una meritoria y efectiva acción diplomática para enfrentar los retos de su entrada al concierto de las naciones y, sobre todo, para encarar las previsibles tensiones con España. La Soberana Junta Provisional Gubernativa del Imperio Mexicano, órgano provisional de gobierno previsto en el Plan de Iguala, había acordado desde el 25 de ese mes el establecimiento de cinco comisiones, entre ellas la de Relaciones Exteriores,4 la que emitió a los tres meses un Dictamen en el que propuso una clasificación de las relaciones internacionales del país que ofrecía algunos criterios para orientar la acción diplomática del gobierno: de naturaleza, con los Estados vecinos al imperio, es decir, Estados Unidos y Guatemala, pero que incluían también a Rusia e Inglaterra; de dependencia, con las aún posesiones españolas; de necesidad, con la Santa Sede; y de política, con la monarquía española, con Francia y con los países hispanoamericanos.5 A su vez, el 4 de octubre del mismo año, fue nombrado José Manuel Herrera como titular de la Secretaría de Negocios y Relaciones Interiores y Exteriores,6 quien empezó casi inmediatamente a entablar comunicaciones con Estados Unidos, Colombia, Perú, Brasil, Gran Bretaña, Francia y España, para empujar algunos temas cruciales, tales como el reconocimiento de la independencia del país, las deudas que heredó el imperio, la necesidad de obtener préstamos financieros, la búsqueda de alianzas y tratados comerciales, así como las relaciones con la Madre Patria.7

México inició sus primeros contactos diplomáticos con Estados Unidos, no solo por razones de proximidad geográfica, sino también por interés geoestratégico. A finales de noviembre de 1821, Herrera envió la primera nota diplomática al secretario de Estado, John Quincy Adams, en la que expresaba su deseo de estrechar formalmente los lazos entre las dos naciones.8 En marzo de 1822, Estados Unidos envió a México a Joel R. Poinsett con la intención de establecer correspondencia,9 y en septiembre de ese mismo año, el ya emperador Iturbide designó como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario a José Manuel Zozaya. Las instrucciones e instrucciones reservadas que este recibió del gobierno, resultan muy ilustrativas de la importancia de las relaciones con el vecino del norte. Entre las primeras destacaban las siguientes: solicitar el reconocimiento del Imperio mexicano como independiente de España; proponer tratados de amistad, alianza, comercio y arreglo de límites; lograr el apoyo militar del gobierno norteamericano, en caso que se declarase la guerra con España; negociar un préstamo de diez millones de pesos, con base en el decreto del Soberano Congreso en el que autorizaba buscar en el extranjero hasta 30 millones. Las instrucciones reservadas estaban relacionadas con asuntos de mayor envergadura: averiguar “la verdadera opinión” sobre la forma de gobierno adoptada por México y la dinastía elegida; sobre la extensión de los límites de Luisiana y Floridas; defender como legítimo el Tratado de 22 de febrero de 1819, celebrado por Luis de Onís, el entonces ministro español cerca del gobierno de Estados Unidos, y por el secretario de Estado, Adams; buscar noticias de Europa relacionadas con la independencia mexicana y sobre proyectos hostiles en su contra; recopilar periódicos y notas que informaran sobre el estado político de las demás naciones; e informar sobre las fuerzas de mar y tierra con que contaba el gobierno norteamericano.10

El gobierno imperial se acercó también a la Corte de St James, inicialmente a través de dos enviados informales, el comerciante veracruzano Thomas Murphy, diputado en las Cortes españolas, y el comerciante mexicano residente en Londres, Francisco Borja Migoni; luego, le otorgó al inglés Arthur G. Wavell la misión de promover la inversión en la minería, negociar con comerciantes ingleses, difundir la idea de que España no podría jamás recuperar sus antiguas colonias, pedir a Inglaterra que la convenciera de reconocer la independencia mexicana, investigar los planes españoles y, desde luego, trabajar por el reconocimiento inglés.11 Se dieron también contactos con Colombia, Perú12 y Francia.13

Las relaciones con España fueron particularmente complicadas, como advirtieron muy pronto las autoridades mexicanas. La Comisión de Relaciones Exteriores, en el referido Dictamen presentado a finales de 1821, había planteado que a España se le podía dar un trato preferente en materia comercial y migratoria, pues, a pesar del rompimiento, subsistían relaciones de parentesco y México le debía su idioma, religión y educación; por lo demás, recordó que el nuevo gobierno, en muestra de su gratitud y buena voluntad, había protegido a las personas y a las propiedades de los españoles en México. Sin embargo, la condición para hacer efectivo ese trato preferente era que España reconociera la independencia mexicana y resolviera el problema de la presencia de la guarnición española en San Juan de Ulúa; de lo contrario, el país no tendría otra opción que defenderse. La Comisión, como se ve, había convertido en postura diplomática los postulados del Plan de Iguala: rompimiento amistoso, independencia innegociable.14

Cuando las Cortes rechazaron los Tratados de Córdoba y en su lugar enviaron a Juan Ramón Osés y Santiago Irrisari como comisionados al país, el emperador Iturbide aceptó parlamentar con ellos a través de tres representantes: Eugenio Cortés, Francisco de Paula Álvarez y Pablo María de la Llave. Pero después de ser consultado, el Consejo de Estado propuso, en su sesión extraordinaria del 25 de enero de 1823, una línea de actuación esencialmente similar a la de la Comisión: la guerra defensiva con España cesaría en el momento en que la Corona española reconociera la independencia del Imperio Mexicano.15 Las instrucciones dadas a los comisionados mexicanos fueron extensas y detalladas, pero el sentido de su misión la dejó muy clara Herrera, en una minuta enviada el 29 de enero: toda negociación con los peninsulares debía ser precedida “por el reconocimiento de la independencia del Imperio y el Gobierno establecido”.16

Dado que los enviados españoles no tenían facultades para tratar el tema del reconocimiento, las negociaciones no pasaron de una breve entrevista que tuvo lugar en la ciudad de Xalapa. Pero tras la caída del Imperio en marzo de 1823, el nuevo gobierno provisional comisionó al antiguo insurgente Guadalupe Victoria para tratar con los comisionados españoles, quienes habían permanecido en Veracruz. En mayo, el Congreso autorizó la reanudación de las negociaciones, las cuales tuvieron lugar entre el 28 de ese mes y el 25 de septiembre, supervisadas desde la Ciudad de México por el nombrado ministro de Relaciones Exteriores, Lucas Alamán. No habrían de avanzar en el tema del reconocimiento desde luego, pero el Congreso mexicano autorizó que se explorara la posibilidad de acordar un tratado provisional de comercio, benéfico para ambos países, lo que podría servir para acercar a las partes.17 Sin embargo, el ataque sobre el puerto de Veracruz que ordenó el brigadier Francisco Lemaur desde San Juan de Ulúa, frustró ese primer acercamiento y llevó a México a reanudar en octubre la guerra contra España. Ese mismo mes, la derrota del régimen liberal español y el restablecimiento del absolutismo fernandino sellaron el desencuentro hispano-mexicano.18

La reanudación del enfrentamiento bélico entre México y España, aunque circunscrito a la fortaleza de Ulúa y al puerto de Veracruz, prendió las alarmas dentro y fuera del país. En México provocó un clima de alarma y temor entre la población veracruzana y el gobierno mexicano, pero también de preocupación en los gobiernos inglés y, sobre todo, norteamericano, por el riesgo que suponía para la actividad comercial de ambas potencias y para la seguridad de sus ciudadanos residentes en el puerto. El cónsul de Estados Unidos en Veracruz informó de los bombardeos una semana después de iniciados, y sugería prestarle la atención debida, pues si era imposible prever el fin de ese enfrentamiento, sus consecuencias podían comprometer “en gran medida” las propiedades estadounidenses. En un segundo comunicado agregó que, si La Habana prestaba ayuda al gobernador del castillo en su “loco ataque”, podía producirse el bloqueo del puerto de Alvarado y de la costa mexicana en general, lo que provocaría, a su vez, la necesidad de hacer intervenir la fuerza naval norteamericana.19

El gobierno mexicano carecía de las fuerzas militares necesarias, sobre todo navales, para hacer frente efectivo a los bombardeos, lo que provocó que el conflicto se prolongara por dos años. Como informó William Taylor, cónsul norteamericano en Alvarado, a John Quincy Adams, si alguna vez se abandonaba el castillo sería hasta que México obtuviera la ayuda de alguna potencia marítima, pues sus propios esfuerzos no servían de nada.20 El gobierno, por ello, tuvo que aprovechar la intriga, el bloqueo, la enfermedad y la diplomacia comercial, como muy bien lo registró la prensa. Revelador en ese sentido fue el “Diario de observaciones sobre el enemigo y el horizonte” que sobre el conflicto publicó en agosto de 1825 el periódico El Sol, en el que además de consignar el importante movimiento de entradas y salidas de buques, se dio una importante noticia: la deserción de dos sujetos de las fuerzas españolas apostadas en el castillo, los actos de sublevación que se habían suscitado, la ejecución de algunos rebeldes y, para rematar, los padecimientos por escorbuto de la guarnición.21 Por su parte, el periódico Águila Mexicana informó, en su número 182, que varios de los residentes empezaban a perder el ánimo y a considerar la posibilidad de rendirse por la falta de víveres.22

Ya desde abril de 1825, el cónsul Taylor había informado al secretario de Estado norteamericano que los agentes del gobierno mexicano estaban “ensayando la fuerza de intriga” con el nuevo jefe del castillo, el brigadier José Coppinger, y que lo rumores indicaban que sus perspectivas eran buenas.23 El bloqueo de los mexicanos, por otro lado, había obligado a los españoles a depender de los recursos que llegaban desde La Habana, pero justo en los últimos meses de ese año no habían recibido ese apoyo. Así, a principios del mes de noviembre, Coppinger aceptó finalmente discutir los términos de la rendición con el general Miguel Barragán, diezmada como estaban ya sus fuerzas por las enfermedades, las disputas internas y la escasez de víveres. La prensa reportó ese mes que en una carta particular de “persona fidedigna”, se aseguraba que Coppinger había pedido 30 días para las negociaciones, pero el gobierno había fijado un plazo de 48 horas, por lo que se preveía que muy pronto ondearía en la fortaleza la bandera de México. El 24 de noviembre, el Águila Mexicana dio la noticia de que, finalmente, los militares españoles entregaban la plaza. El periódico señalaba que se trataba de un momento feliz, pues se echaba para siempre del país al “león devastador” y México tenía ya la satisfacción “de ver redondeado el ámbito de su anchuroso territorio”.24

LA GEOPOLÍTICA DE LA NEGOCIACIÓN

La capitulación de la fortaleza de San Juan de Ulúa, en noviembre de 1825, encendió los sentimientos patrióticos de México y provocó el desánimo español. El 23 de ese mes y año, el presidente Guadalupe Victoria pronunció un discurso en el que afirmó que la bandera mexicana ya ondeaba en el castillo, y que después de trescientos cuatro años desaparecían por completo en el país los “pendones de Castilla”. Con ese triunfo, decía el presidente, no solo se ahogaba en un mar de sangre y lágrimas el despotismo español, sino que el país presentaba a Europa y a Asia su riqueza virginal “para el cambio, las relaciones y utilidades recíprocas”; y si los gabinetes de Europa se reconciliaban con las luces del siglo y acomodaban su política a los intereses que defendían en su continente, agregó Victoria, el país cultivaría relaciones francas de paz y de amistad con todo el universo.25

En España, por su parte, la noticia causó conmoción, además de fortalecer la idea de la enorme dificultad que significaba la tentativa de recuperar las antiguas posesiones americanas. En el oficio que a fines de aquel año de 1825 envió a Henry Middleton, su embajador en Rusia, el secretario de Estado norteamericano Henry Clay, comentaba que todos los acontecimientos ocurridos fuera de España parecían confluir en una tendencia hacia la paz y que la caída del castillo de San Juan de Ulúa no podía dejar de tener un efecto poderoso en el seno de la monarquía. Aseguraba haber recibido información de que cuando la noticia llegó a La Habana produjo una gran y generalizada sensación, y que el gobierno local había enviado rápidamente un velero a Cádiz para comunicar el acontecimiento y, en su nombre, implorar al rey que pusiera inmediatamente fin a la guerra y que reconociera las nuevas repúblicas, como único medio que quedaba para conservar a Cuba en la Monarquía.26

Unos años atrás, las diplomacias norteamericana y británica habían venido desplegando, de hecho, una labor en favor de la reconciliación entre España y los nuevos países hispanoamericanos, sobre la base del reconocimiento de sus respectivas independencias, a partir de la consideración de que la posibilidad de restablecer el dominio español era muy remota. En 1823, el gobierno inglés se refería ya a la “aparente imposibilidad” de que España pudiera recuperar su dominio sobre México, como uno de los motivos para enviar una comisión especial al país para conocer su situación. Pocos meses después, el mismo Canning fue más claro al respecto, cuando envió al embajador británico en Madrid copia del informe sobre México que preparó el enviado a ese país, Henry G. Ward. El resultado general de ese informe tendía a confirmar, en el ánimo del monarca inglés, la impresión del ministro de Exteriores sobre el hecho de que los lazos que antes unían a México con España estaban rotos y que ni armas ni negociaciones podrían conseguir nuevamente la antigua fidelidad del país con la Corona española: intentar rehacerlos, por la vía militar, sería una pérdida de sangre y dinero, y por la vía de la negociación, una pérdida de tiempo y de oportunidad.27

En la misma tesitura se mantenía el gobierno norteamericano. En la comunicación que envió al embajador en Madrid, Alexander H. Everett, en abril de 1825, el secretario de Estado Clay afirmó que la guerra que sostenía España en América había llegado ya a su fin. Y en el oficio ya citado que envió al embajador en Rusia con sus “predicciones”, escribió que la reconquista de Estados Unidos por Gran Bretaña no sería una empresa más “loca y desesperada” que la de restaurar el poder español en el continente; y agregó que, a pesar de los cambios políticos que pudieran experimentar los nuevos Estados y cualquiera que fuese el partido o el poder predominante, un espíritu los animaba a todos: una aversión invencible a toda conexión política con España y un deseo insuperable de independencia.28

Incluso Francia, que en algún momento defendió la vía de la reconquista militar española de sus antiguas posesiones americanas, terminó por aceptar las dificultades para su realización. Diplomáticos mexicanos en Estados Unidos y en Francia habían expresado sus reservas, en 1823 y 1824, acerca de la buena voluntad francesa;29 y todavía en 1826, en el Congreso Anfictiónico que tuvo lugar en Panamá, representantes americanos se quejaron ante el enviado británico, Edward J. Dawkins, de la “inactividad” de Francia, que no usaba de la influencia que se suponía ejercía sobre el ánimo del rey español.30 Sin embargo, el embajador norteamericano en España informó al secretario Clay, en marzo de 1826, que se había enterado recientemente que la embajada francesa había estado presionando urgentemente al gobierno sobre la conveniencia de poner fin a la guerra y, como primer paso, el nombramiento de plenipotenciarios para tratar con las colonias. Un año antes, el sector manufacturero, navegante y comercial de Francia empezó a inclinarse a favor del reconocimiento de su independencia, pues albergaba opiniones sobre las ventajas que podrían obtener del intercambio comercial con los puertos americanos, según informó el embajador en Francia, James Brown, al anterior secretario de Estado, John Quincy Adams.31

Además del carácter definitivo que los americanos otorgaban al rompimiento con España, este país se encontraba en una grave situación de crisis financiera. Como informó el embajador norteamericano en París James Brown al secretario Adams en abril de 1824, no había en el horizonte inmediato planes para una intervención armada española por la “deprimida” condición del país; agregó que era difícil imaginar, según se infería de la prensa, cómo un país podía ser más miserable que España en esos momentos: sin dinero ni medios para conseguirlo mediante préstamos o impuestos; sin un ejército en el que pueda confiar y sin el material con el que componerlo; y con la confianza tanto pública como privada, casi extinta. Por eso, Brown dio crédito a las opiniones de su antecesor, Daniel Sheldon, quien meses atrás había expresado al mismo Adams su opinión de que las potencias aliadas de España no parecían dispuestas a apoyar una intentona militar, pues el objetivo de preservar las antiguas colonias americanas, para todo “observador imparcial”, era obvia y totalmente imposible; y aun si pudiera recuperarlas, no podía conservarlas sin la ayuda financiera de las potencias, y los posibles beneficios que reportaría un dominio precario, difícilmente compensarían “los gastos que perpetuamente ocasionaría”.32

La resistencia española a reconocer la independencia de sus antiguas posesiones americanas obligó a las diplomacias europeas y norteamericana a buscar vías alternas que condujeran, por lo menos, a un acercamiento amistoso. Los ingleses se mostraron dispuestos a volver a ser mediadores entre España y los países americanos, como lo habían sido entre 1810 y 1816; pero como le recordó Canning a William a’Court en enero de 1824, esa mediación, para que pudiera ser exitosa, debería hacerse sin emplear el uso de la fuerza ni las amenazas a las antiguas colonias, y sobre la base del reconocimiento de la independencia. Esa misma posición se la hizo conocer a Francisco Zea Bermúdez, ministro de Estado español, en abril de 1825. Aunque consideraba que era quizá muy tarde para que Gran Bretaña mediara de nuevo, Canning se mostró dispuesto de “buen grado”, si España lo pidiera, a recomendar a su gobierno emprender las tareas de mediación; pero antes, le hizo saber que continuaba siendo de la opinión que el reconocimiento inmediato por la Madre Patria de la independencia de los distintos estados de la América española “ofrecería a España la mejor y quizás la única oportunidad de retener sus colonias insulares sin ser molestada”.33

Los norteamericanos, por su parte, intentaron la búsqueda de un armisticio. En enero de 1824, el encargado de los asuntos norteamericanos en París le hizo saber al secretario Adams que el plan más viable era el de una suspensión de las hostilidades entre la metrópoli y las colonias insurgentes, la renovación de relaciones amistosas entre ellas y la concesión a las primeras de ciertos privilegios comerciales, sin plantear el reconocimiento formal de independencia. Un par de años después, el sucesor de Adams, Henry Clay, hizo suya la idea: como le informó al embajador colombiano en Washington y al norteamericano en Rusia, el ministro en Madrid tenía ya la instrucción de convencer al gobierno español de aceptar un armisticio de entre 10 o 20 años, si no estaba dispuesta a suscribir una paz general sobre la base del reconocimiento de las nuevas repúblicas.34 Los ingleses empujaron también esa salida: lo hizo el embajador Lamb ante Zea Bermúdez en junio de 1825, y ante el sucesor de aquel, el duque del Infantado, en mayo del año siguiente.35 La propuesta, al parecer, fue al menos comentada en el seno del Consejo de Estado en enero de 1826.36

La Gran Bretaña impulsó, de manera importante, el establecimiento de una monarquía en México, como una solución de compromiso al diferendo hispano-mexicano en la medida en que concedía al país la independencia, pero conservando los vínculos con España; una propuesta, sin embargo, que enfrentó desde un inicio las dudas y recelos tanto de España como de México.37 Durante las conversaciones que el representante británico en Madrid, Lionel Hervey, sostuvo con Eusebio de Bardají en 182138 y con Francisco Martínez de la Rosa en 1822,39 surgió el rechazo de ambos a la propuesta. A pesar de ello, Canning, al llegar al ministerio de Asuntos Exteriores, instruyó a Hervey a impulsar de nuevo la constitución de México “bajo una forma monárquica de gobierno, prácticamente independiente de España, pero con un infante español en el trono”, bajo ciertas condiciones: que la eventual negociación se llevara a cabo solamente con España y que no se empleara ninguna fuerza extranjera para conducir al príncipe español a México.40 Canning pensaba que la historia y las condiciones del país hacían viable la propuesta, pero otros, como el embajador norteamericano en París, Daniel Sheldon Jr., consideraban que era “demasiado evidente” que sería universalmente rechazada.41

Aunque el gobierno norteamericano llegó a plantear que se opondría al establecimiento de monarquías en América, el secretario Clay expresó al embajador británico en Washington, Henry Unwin Addington, que la defensa que hacía Inglaterra de principios liberales merecía el mayor respeto y admiración, y que poco importaba si esos principios eran “monárquicos o republicanos”.42 No obstante, ante los obstáculos a los que se enfrentó, el gobierno inglés dejó de promover con el mismo entusiasmo la propuesta. El embajador Lamb informó a Canning, en junio de 1825, que había comentado a Martínez de la Rosa que la entronización de un príncipe español en México hubiera sido benéfica para España y para toda Europa, pero que transcurría el tiempo y la idea no se concretaba, además de que Lamb sabía que el infante don Carlos había expresado que prefería la pérdida total de América que ver a su hermano sentado en el trono de ese país.43 Y cuando el barón de Damas preguntó al embajador británico en París qué reacciones pensaba que provocaría el envío de un infante a México, el vizconde de Granville respondió que no tenía informes sobre síntomas de descontento en el país con el gobierno republicano y que dudaba “de que algún miembro de la Familia Real de España poseyera las condiciones necesarias para que empresa tan peligrosa y difícil tuviera la menor probabilidad de éxito”.44

Aun así, la diplomacia rusa y francesa seguía impulsando la propuesta. El embajador norteamericano en Madrid informó al secretario Clay, en febrero de 1826, que Pierre d’Oubril (Piotr Jakowlewicz Ubri), el ministro plenipotenciario ruso, le comentó que una medida eficaz para la pacificación americana sería una oferta de mediación por parte del emperador sobre la base de reconocer a las colonias como Estados independientes a condición de que adoptaran un gobierno monárquico, dirigido por príncipes de la familia Borbón. Everett consideraba que era una propuesta que Inglaterra ya no apoyaría y que Estados Unidos “usarían toda su influencia contra ellas”, pero agregó que era el proyecto que impulsaba el gobierno ruso y que D’Oubril estaba convencido de que las colonias se encontraban en un estado de “total inestabilidad”, que sus formas actuales de gobierno eran “revolucionarias” y que se podía esperar que de un año a otro se desmoronaran o fueran derrocadas por la fuerza de algún jefe militar exitoso, y que el resultado de tal catástrofe sería la restauración de la autoridad del rey. Dos meses después, Everett refirió una entrevista con el embajador francés, quien admitió que la recuperación de América mediante una invasión militar estaba “fuera de discusión”, y que por eso la propuesta de colocar a los príncipes Borbones a la cabeza de los gobiernos de los Nuevos Estados sería recibida con gran favor; al igual que hizo el ruso, consideró a los nuevos gobiernos como “enteramente inútiles” y dijo que México, por ejemplo, que era una República, había sido un Imperio el año pasado y podría ser una Monarquía el próximo.45

Los gobiernos inglés y norteamericano utilizaron el tema de la protección de las islas españolas del Caribe para alentar la vía de la negociación, considerando el valor estratégico sobre todo de Cuba. Aunque fue un comentario al parecer aislado, resulta revelador que Lionel Harvey haya dicho a lord Castlereagh en 1822 que, si el gobierno contemplaba alguna vez la entrega de Gibraltar a España, podría obtenerse a cambio, sin mucha dificultad, la isla de Cuba. Esa idea se desechó, y Canning, el sucesor de Castlereagh, le pidió al sucesor de Hervey, William a’Court, que hiciera saber al gobierno español que el estado de sus posesiones en Cuba requería de su mayor vigilancia, que el mantenimiento de esa posesión era un objetivo al cual deberían dirigirse todos los recursos de España y que la Gran Bretaña podría considerar seriamente el uso de su potencia marítima para defender esa colonia para España contra cualquier agresión externa.46

El secretario de Estado norteamericano Henry Clay, por su parte, fijó con claridad la política de su país sobre el tema cubano: le hizo saber al embajador en Madrid que dada la proximidad y “gran valor” de Cuba y Puerto Rico, y de continuar la guerra —añadió—, no sería raro que se convirtieran “en objeto y teatro”, que fueran atacadas por las nuevas repúblicas y fueran ambicionadas por las potencias europeas, por lo que era preferible que siguieran dependiendo de España. Concluyó diciendo que la suerte de las islas tenía “tal conexión con la prosperidad de los Estados Unidos”, que no podrían ser espectadores indiferentes. En el mismo tenor escribió Clay al embajador en Rusia. Las ventajas de las posiciones de Colombia y México para molestar el comercio en el Golfo de México y el Mar Caribe eran evidentes y si, desgraciadamente para el bienestar del mundo, la guerra continuara, cabía esperar —agregó— que las costas de la Península pronto estarían plagadas de corsarios de las Repúblicas; si, por el contrario, España consintiera en poner fin a la guerra, aún podría conservar lo que quedaba de sus antiguas posesiones americanas. El gobierno norteamericano no podía permanecer indiferente a cualquier cambio político al que pudiera estar destinada la isla, concluyó, máxime que Gran Bretaña y Francia tenían también profundos intereses en su suerte.47

La correspondencia diplomática, sobre todo inglesa y norteamericana, muestra una constante inquietud transmitida al gobierno español sobre el tema de Cuba. Estados Unidos estaba particularmente preocupado por buscar una garantía para que la isla no cayera en manos de ninguna potencia o de un posible ataque por parte de México y/o de Colombia.48 A Gran Bretaña le preocupaban también ese eventual ataque, pero estaba además muy atenta a los movimientos de Francia y de Estados Unidos, así como a la situación política en la isla, en donde se presumían tendencias separatistas.49 Finalmente, Estados Unidos y Gran Bretaña —Francia en menor medida—, terminarían acordando que lo más adecuado para los equilibrios geopolíticos era que España siguiera conservando la isla,50 por lo que el interés mayor al respecto se dirigió a la continuación de la guerra y a la creciente amenaza de un ataque mexicano o colombiano, y a insistir ante el gobierno español de buscar un acercamiento con los nuevos estados americanos.51

LA RECONQUISTA (IM)POSIBLE

La conmoción que a finales de 1825 causó en España la derrota en el castillo de San Juan de Ulúa duró muy poco tiempo. En el comunicado que el embajador norteamericano en Madrid envió al secretario Clay, apenas tres meses después de la capitulación, le informó de una conversación sostenida con el presidente del Consejo de Ministros y del Gobierno, el XIII duque del Infantado, de la que concluyó que el shock producido por la caída del castillo y el temor de un probable ataque a Cuba habían en buena medida desaparecido, y consideraba que continuarían debilitándose, a menos que algún nuevo éxito de los americanos pudiera reavivar las alarmas, con el resultado de que las perspectivas de una decisión inmediata a favor de la paz habían disminuido. La misma opinión expresó el embajador británico en Madrid, Frederick Lamb, en los oficios que envió a Canning durante el mismo mes de febrero de 1826. En el del día 7, le informó que había transcurrido casi un mes desde la llegada a la península de la noticia de la caída de Ulúa, y que no se había hecho nada desde entonces; el que envió el día 25 comenzaba con esta desalentadora frase: “Desde que le escribí por última vez, la posibilidad de que nuestros esfuerzos tengan un resultado favorable en la cuestión americana ha disminuido considerablemente”.52

Desde 1822, los informes diplomáticos del embajador británico en Madrid reportaban que tanto el rey como el Consejo de Estado no estaban a favor de reconocer las independencias americanas. El ministro de Estado, Francisco Martínez de la Rosa, llegó incluso a comentarle a Lionel Hervey que las noticias que había recibido de México y del Perú, le llevaban a pensar que ambos países no estaban perdidos para España, que sus habitantes seguían teniendo apego a la Madre Patria y que los revolucionarios no podrían establecer un gobierno independiente.53 Esto último fue por cierto uno de los argumentos para defender la propuesta de intervención militar en América. Cuando el ministro de Estado interino, conde de Ofalia, le informó en mayo de 1824 al ministro plenipotenciario inglés que Francia, Austria, Rusia y Prusia habían accedido a reunirse en París con el propósito de abordar la cuestión americana y que deploraba profundamente la negativa de Gran Bretaña a unirse a la Conferencia, agregó que al contrario de las aseveraciones de la Comisión Británica en México respecto del estado de las colonias, estas se encontraban en una “completa anarquía”, y que no ofrecían “nada que se asemeje a un gobierno regular ni nada que ofrezca perspectivas de estabilidad”.54

La diplomacia española, por otro lado, intentó persuadir al gobierno inglés que era de su interés que España siguiera conservando su dominio en América, como le dijo el conde de Ofalia a A’Court en enero de 1824: si ocurriera la separación de España y sus colonias, la mayoría de ellas, o al menos México, caería finalmente bajo el dominio de Estados Unidos, dada su creciente influencia y poderío; si Gran Bretaña se prestaba a la independencia de América —advirtió—, solo estaría acelerando la llegada del día “en que la estrella de nuestra prosperidad palidecería ante la de nuestros descendientes poderosos, ambiciosos y emprendedores”. En un encuentro sostenido días después, De Ofalia insistió en que la conformidad británica con la separación de las colonias se oponía directamente a sus propios intereses, pues como monarquía que era —agregó—, la Gran Bretaña debía estar decididamente del lado de España; y respecto a sus intereses comerciales, nada podrían pedir que España no estuviera dispuesta a conceder y que, de hecho, ya se habían enviado órdenes a todos los lugares en que se respetaba la autoridad del Su Majestad católica de no molestar en forma alguna al comercio británico.55

España contaba con el apoyo de Rusia en sus pretensiones militaristas. Como aseguró Canning en agosto de 1825 a Rufus King, el embajador norteamericano en Londres: Rusia continuaba recomendando a España no solamente no reconocer la independencia de las colonias americanas, sino llevar a cabo una guerra activa para subyugarlas. En un despacho enviado en febrero del año siguiente por Everett, embajador en Madrid, al secretario Clay, le comunicó la entrevista que sostuvo con el embajador ruso D’Oubril, de quien señaló que era evidente que trabajaba “bajo impresiones muy erróneas en cuanto a la probabilidad o posibilidad de la recuperación de las colonias”. Clay solicitó a Middleton, embajador en San Petersburgo, que insistiera ante el gobierno ruso de que la expectativa norteamericana era que harían todo lo posible para alcanzar la paz entre España y sus excolonias, a pesar de reconocer que los informes recibidos desde Madrid indicaban que no se veía ahí ningún esfuerzo de Rusia en ese sentido: la verdad —agregaba Clay—, el tenor de los despachos del embajador Everett era que el ministro ruso acreditado en España no había realizado ninguna actividad en favor de la causa de la paz, por no decir que prestaba su apoyo a la continuación de la guerra.56

La actitud del gobierno español en relación con el tema de las independencias americanas estaba mediada por una lectura poco objetiva de las realidades hispanoamericanas, pero sobre todo por un sentido del orgullo nacional y por un principio de autoridad prácticamente inquebrantable, que en conjunto dificultaban, cuando no cancelaban, todo intento de acercamiento y negociación. Antes de que fuera designado en Madrid ministro de Relaciones, Zea Bermúdez, en una conversación que sostuvo en Londres con Canning, no negó el planteamiento de que la situación de los países americanos, como Río de la Plata y Colombia, era tal que resultaba “completamente inútil” que España volviera a poner ahí un pie; sin embargo, contó Canning a A’Court, Zea no pareció dispuesto a abandonar la idea de esa posibilidad, “porque la admisión del principio de negociar con cualquiera podría ejercer una influencia funesta sobre otros, en los que la esperanza de éxito por otros medios no estaba aún definitivamente extinguida”. De forma muy similar, en una larga conversación que sostuvo el embajador inglés Lamb con el duque del Infantado en febrero de 1826, este aceptó buena parte de los argumentos de aquel para buscar una salida negociada con los gobiernos americanos, pero terminó hablando del “sacrificio del orgullo nacional”, a lo que Lamb respondió que sus antepasados también habían tenido que sacrificar su orgullo y esperaba que el ejemplo fuera seguido fielmente.57

Pero si había un factor predominante en la política americana seguida por España, era en definitiva la postura asumida por la familia real, empezando por Fernando VII. Así lo reconoció Zea Bermúdez al embajador Lamb en junio de 1825: el no reconocimiento era, para el rey, “un artículo de fe”; la conciencia del monarca, casi podría decirse, su religión, le impediría siempre pensar en semejante arreglo. Lamb le informó a Canning que había indagado en otros círculos que, en efecto, él estaba persuadido de su obligación de observar un antiguo juramento de Carlos V de no enajenar parte alguna de los dominios españoles, sea en Europa o América; y aunque ese juramento había sido ya violado algunas veces, era considerado, no obstante, obligatorio por Fernando en la presente ocasión. Lamb comentó a Zea que lamentaba que esos fueran los sentimientos de Su Majestad católica, pues estaba convencido de que el nudo de la prosperidad española había de deshacerse en América, y que no faltaban ya indicios que parecían indicar que otras potencias llegarían una tras otra a un entendimiento con esos países, mientras España, quedándose a la zaga, finalmente no dejaría de seguir el mismo temperamento, pero cuando fuera demasiado tarde para recoger cualquiera de los inmensos beneficios que podría derivar de un arreglo en el momento actual. La respuesta de Zea fue muy reveladora: aun si ese fuese el resultado —dijo—, su confianza en la Divina Providencia era tal, “que no se apartaría un paso de la senda del honor y la conciencia para impedirlo”, convencido como estaba en que los esfuerzos humanos eran inadecuados para impedirlos si tales pérdidas y sufrimientos eran impuestos “desde lo Alto”.58

El embajador norteamericano en Madrid informó, a principios de 1826, que el príncipe Cassaro, embajador de Sicilia, le confió que su esposa había sido informada por la infanta doña Luisa Carlota —quien era a su vez esposa del segundo hermano del rey don Francisco y princesa de Sicilia— que el otro hermano y heredero aparente, don Carlos, era el gran obstáculo en el camino de una pacificación, y que había declarado con gran violencia en el Consejo de Estado, donde presidía en ausencia del rey, contra cualquier procedimiento de este tipo. El ministro Everett agregó que el príncipe era reconocido desde hacía tiempo como el líder de “los violentos y fanáticos realistas”. La intransigente postura del rey y de su familia ejercía una enorme influencia en el gobierno español, como lo reconoció el ministro de Asuntos Exteriores francés, el barón de Damas, en la conversación que sostuvo con el embajador norteamericano: no existía —dijo— la más remota probabilidad de que el gobierno español escuchara cualquier propuesta por la cual se comprometería a reconocer cualquiera de sus colonias emancipadas; y agregó que el sentimiento público en España era tal, que ningún ministro correría el riesgo de proponer medida tan impopular y que Su Majestad Católica mismo, aun si estuviera persuadido de su conveniencia, no se aventuraría a adoptarla.59

Esa influencia la atestiguaron los embajadores norteamericano y británico en Madrid, en febrero de 1826. El embajador Everett le informó al secretario Clay, el día 7 de ese mes, de una conversación con el duque del Infantado, de la que concluía que la verdadera dificultad en el tema americano estribaba, en primer lugar, en la apatía y en la despreocupación que la mayoría de las personas principales del gobierno parecía compartir con el rey respecto al tema; y en segundo lugar, en la falta de voluntad de los pocos que veían su importancia para comprometerse a mencionarlo y llamar la atención del rey. El embajador Lamb, por su parte, informó a Canning que en las conversaciones con el duque, advertía que su modo había sido en todo momento el de un hombre convencido, “pero sin la facultad de seguir su convicción”, y que en la más reciente estuvo sentado, “absolutamente deprimido y en completo silencio”; de otro lado, refirió que el embajador francés en Madrid opinó que no había obstáculos para la negociación ni en el duque, ni en el clero, ni en el Consejo de Estado, que el único obstáculo residía en el rey.60

Las tendencias militaristas frente al desafío de las independencias americanas parecían imponerse sobre las posturas negociadoras. Se observan sobre todo a partir de 1826, justo después de la caída de San Juan de Ulúa, lo que no deja de causar cierto asombro. El embajador norteamericano en París, James Brown, aseguró en marzo de 1826 al secretario Clay que España parecía ahora “más reacia” a reconocer la independencia de sus antiguas colonias de lo que parecía inmediatamente después de recibir la información de la rendición del castillo de Ulúa. Para el embajador británico, ello se debía, en alguna medida, a la noticia de la llegada de la expedición del Ferrol a La Habana y a la reciente declaración de guerra de Brasil contra las Provincias Unidas del Río de la Plata que parecía alejar el interés americano en Cuba.61 El embajador norteamericano pensaba que esos mismos sucesos habían dado ánimos al gobierno español, pero consideraba probable que la Guerra da Cisplatina hubiera sido instigada por la Santa Alianza, y que fuera un primer paso introductorio hacia una reanudación de las hostilidades por España en el continente americano.62

Como haya sido, lo cierto es que, en los primeros meses de ese año de 1826, parece haberse configurado un clima favorable a la intervención militar de América y, especialmente, de México. El embajador norteamericano informó el 8 de febrero al secretario Clay que en el Consejo de Estado español la tendencia dominante era a favor de tomar medidas violentas y que se llegó a hablar de una expedición de 10 o 15 mil hombres, aunque no parecía haber todavía preparativos para llevar a cabo ningún plan. Un día antes, el embajador inglés informó a Canning que no se escuchaba por entonces otra cosa que de expediciones para reconquistar América; y agregó que, mientras se considerara mínimamente viable esa expedición, ningún español que pudiera aproximarse al rey se aventuraría jamás a pensar seriamente otra cosa; le hizo saber, también, que el duque del Infantado le preguntó si les permitirían adquirir algunos buques “para la defensa de Cuba”. Lamb aprovechó para responder que lamentaba que España persistiera en “un temperamento que ya era demasiado tardío”, que Cuba no podía ser salvada por semejantes medios y que si Gran Bretaña apoyaba medidas violentas, perderían toda autoridad frente a los nuevos estados independientes y no podrían entonces ayudar a España en lo sucesivo.63

En marzo, el embajador norteamericano envió a su gobierno la traducción de un plan de expedición contra las colonias, de la autoría del confesor del infante don Carlos, que se supone fue propuesto al gobierno español y mostrado a algunos comerciantes con el fin de lograr su apoyo financiero; aunque lo tildó de extravagante y supuso que el rey no le había prestado mayor atención y que no parecía haber pasado al Consejo de Estado, afirmó que había atraído la atención de sus miembros más importantes. Al mes siguiente, el mismo embajador informó al secretario Clay que periódicos franceses daban a entender que se le había encargado al conde de Ofalia —quien se encontraba en París y saldría hacia Londres— comunicar a los gobiernos francés e inglés la intención española de organizar una nueva expedición contra México. Agregó que parecía ser el eco de algunos rumores que circularon en Madrid, pero que después de hacer una investigación bastante cuidadosa no había podido encontrar ningún fundamento claro; sin embargo, pensaba que el partido dominante estaba menos inclinado que nunca al reconocimiento de la independencia de las colonias y que los últimos movimientos de Simón Bolívar en Perú y Colombia, así como el estado de perturbación de algunos de los otros gobiernos, habían reavivado las expectativas militaristas de España.64

EPÍLOGO

La labor diplomática desplegada por Estados Unidos y Gran Bretaña a favor de una salida negociada al diferendo hispano-mexicano no fue lo suficientemente efectiva, no al menos para evitar una expedición militar contra México, la que finalmente se produjo en julio de 1829. Durante la primera mitad del año, el embajador español ante la Corte de St James exploró los ánimos británicos al respecto. En una entrevista que sostuvo en febrero con el duque de Wellington, este le expresó su desacuerdo con la política que había seguido Canning sobre las independencias americanas, calificándola de falsa y atropellada, y asegurando que su deseo era que el rey español pudiera recuperar sus colonias; sin embargo, agregó que no podía dar marcha atrás en esa política, porque su gobierno estaba comprometido con ella, por lo que terminó sugiriendo a Zea Bermúdez que España no interviniera en los conflictos internos de México, ni en el de los demás países americanos, y que la actitud más adecuada que podía tomar Fernando VII era la de permanecer como un observador de acontecimientos que no le era dado modificar y que, en todo caso, debía ocuparse de proteger a la isla de Cuba.65

En una siguiente entrevista con el duque, en la que también estuvo presente el ministro de asuntos exteriores lord Aberdeen, el embajador español fue más directo y preguntó a ambos cómo vería Gran Bretaña una expedición militar para recuperar México y si colaboraría con España. La respuesta de los dos funcionarios fue similar entre sí y consistente con la política inglesa: aunque reconocían el derecho de España de iniciar o continuar una guerra, Su Majestad británica debía permanecer neutral, pues no solo había ya reconocido la independencia de México y otros países del continente, sino que había firmado con ellos tratados de amistad y comercio. Wellington reconocía que México padecía una “sangrienta anarquía”, pero sabía también que las disensiones internas del país desaparecerían si se produjera un desembarco español, pues los que eran enemigos hasta ese momento se unirían para combatir a una fuerza “en su concepto más odiosa”; su conclusión fue que no era un momento favorable para España, que la expedición estaba condenada al fracaso y podía comprometer la tranquilidad de Cuba.66

Unos meses después de la derrota que en efecto sufrió la expedición comandada por el brigadier Barradas, lord Aberdeen comentó al embajador español que lamentaba el desdén a los amistosos consejos del gobierno británico que dio a su país y que hubiera actuado a partir de información falsa y expectativas fantasiosas. El duque de Wellington, por su parte, le reprochó que España no hubiera atendido los pronósticos que sobre la intervención le había formulado. Y ambos funcionarios, ante la noticia de que España preparaba una segunda expedición, insistieron en que no había condiciones para ello, que sería un nuevo fracaso y, de nueva cuenta, que pondría en riesgo sus posesiones insulares. A este respecto, Aberdeen agregó que, de concretarse esos nuevos planes de agresión contra México, el gobierno inglés estaría ya incapacitado, en el Parlamento y fuera de él, para evitar un ataque a Cuba por parte de los gobiernos mexicano y colombiano, con lo cual la situación de España podría empeorar y hacer más difícil en el futuro la causa de la reconquista.67 Esa segunda expedición no tuvo lugar, quizá por efecto de los argumentos vertidos por los ministros Aberdeen y Wellington,68 y a pesar de la obstinación española. Pero no sería sino hasta después de la muerte del rey español, en septiembre de 1833, que se abriría finalmente la vía de la negociación con México, que rendiría frutos tres años después, con el reconocimiento español de la independencia mexicana y la firma entre los dos países del primer tratado de amistad y paz.69

Resulta evidente que los equilibrios geopolíticos que se produjeron a partir de la coyuntura abierta tras el restablecimiento del régimen liberal español en 1820, y luego tras la restauración del absolutismo fernandino con ayuda de Francia en 1823, llevó a las potencias europeas y a Estados Unidos a replantear su lugar en las relaciones con los nuevos estados hispanoamericanos y con la monarquía española, desde una lógica de la competencia diplomática y comercial entre Inglaterra y Estados Unidos, y de ambas frente a Francia, que favoreció a su vez el afianzamiento de la independencia mexicana, su posición en la relación con España y su inserción en el escenario internacional.70

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Notas

1Sobre el contexto internacional de la primera mitad del siglo XIX, consúltese Pierre RENOUVIN, Historia de las relaciones internacionales. Siglos XIX y XX, pp. 3-50. Sobre los problemas de la inserción internacional de los nuevos países latinoamericanos durante el siglo XIX, es de provecho Josefina ZORAIDA VÁZQUEZ, “Una difícil inserción”, pp. 259-281, y Agustín SÁNCHEZ ANDRÉS y Larios ALMUDENA DELGADO (coords.), Los nuevos estados latinoamericanos y su inserción en el contexto internacional, 1821-1930.

2Plan de Iguala, Iguala, 24 de febrero de 1821, en Ernesto DE LA TORRE VILLAR, La independencia de México, p. 275.

4Diario de las sesiones de la Soberana Junta Provisional Gubernativa del Imperio Mexicano, instalada según previenen el Plan de Iguala y Tratados de la Villa de Córdova, pp. 4-5 y 16. Sus integrantes fueron Manuel de Heras Soto Conde de Casa de Heras, el Lic. Juan Francisco Azcarate y Lezama, y Mariano de Sardaneta Marqués de San Juan de Rayas.

5“Dictamen presentado a la Soberana Junta Provisional Gubernativa del Imperio Mexicano por la Comisión de Relaciones Exteriores”, México, 29 de diciembre de 1821, en Juan Francisco AZCÁRATE Y LEZAMA, Un programa de política internacional, pp. 3-10. Más allá de la inexperiencia y el optimismo que se desprenden del Dictamen, es de subrayar el esfuerzo por orientar la acción internacional del imperio. Véanse las apreciaciones de Alfredo ÁVILA sobre el Dictamen, en “Sin independencia no hay soberanía. Conceptos a prueba”, pp. 29-62.

6Decreto de la Regencia, 4 de octubre de 1821, en La diplomacia mexicana, 3 vols. México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1910, vol. 1, p. 3. También se nombró a José Domínguez para la Secretaría de Justicia y Negocios Eclesiásticos, a Antonio de Medina para la de Guerra y a Rafael Pérez Maldonado para la de Hacienda.

8José Manuel Herrera a John Quincy Adams, Mexico, 30 de noviembre de 1821, MS., Department of State, Notes from the Mexican Legation, I, en Diplomatic Correspondence of the United States Concerning the Independence of the Latin-American Nations, pp. 1614-1615.

10Instrucciones que por el Ministerio de Estado y del Despacho de Relaciones Interiores y Exteriores del Imperio de México se comunican de orden de Su Majestad Imperial a D. José Manuel Zozaya, Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario del mismo Imperio cerca del Gobierno de los Estados Unidos de Norte América, 31 de octubre de 1822 e Instrucciones reservadas que por el Ministerio de Relaciones Interiores y Exteriores del Imperio se comunican de orden de Su Majestad Imperial, a D. José Manuel Zozaya, Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario del mismo Imperio, cerca del Gobierno de los Estados Unidos de Norte América, 31 de octubre de 1822, enLa diplomacia mexicana, vol. 1, pp. 82-84 y 85-87.

12En marzo de 1822, llegó a Veracruz Miguel de Santa María, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Colombia; en noviembre del mismo año, llegó a Acapulco José de Morales y Ugalde, representante oficial del Perú. El Congreso Constituyente de México, por su parte, reconoció a Colombia en abril, por lo que la Regencia nombró en mayo al Lic. Manuel de la Peña y Peña ministro plenipotenciario cerca del gobierno colombiano y “otros puntos de la América Meridional”, y en enero de 1823, la Junta Instituyente que suplió al Congreso, reconoció a Perú. Véase: Miguel Santa María a José Manuel Herrera, Veracruz, 23 de marzo de 1822 y Miguel Santa María a José Manuel Herrera, México, 16 de abril de 1822, en El reconocimiento de la independencia de México, pp. 713-716 y 718; 29 de abril de 1822. Reconocimiento de la nación colombiana. EnColección de Órdenes y Decretos de la Soberana Junta Provisional Gubernativa, y Soberanos Congresos Generales de la Nación Mexicana. Tomo II. Que comprende los del Primero Constituyente, pp. 38-39; La Regencia a la Audiencia, México, 18 de mayo de 1822, en La diplomacia mexicana, vol. 1, p. 115; José Morales y Ugalde a José Manuel Herrera, Acapulco, 20 de noviembre de 1822, enLa diplomacia mexicana, vol. 1, p.131; Decreto del Imperio Mexicano sobre el Reconocimiento de la Independencia el Perú, México, 11 de enero de 1823, en El reconocimiento de la independencia de México, pp. 769-770. Sobre los primeros acercamientos con los países sudamericanos, véase un buen resumen en Guillermo PALACIOS (con la colaboración de Ana Covarrubias), Historia de las relaciones internacionales de México, 1821-2010. Volumen 4: América del Sur, pp. 31-65. Vale la pena también el excelente estudio de Salvador MÉNDEZ REYES, El hispanoamericanismo de Lucas Alamán (1823-1853), especialmente los capítulos 2 y 4.

13En agosto de 1822, Iturbide nombró a Lucas Alamán enviado extraordinario y ministro plenipotenciario ante el Rey de Francia, con la misión de lograr el reconocimiento francés de la independencia, explorar las posibilidades de pactos comerciales o amistosos, informar sobre el estado político de Francia y demás naciones europeas, así como suscribirse a los mejores periódicos franceses para enviarlos a México. Consúltese: Jacques PENOT, Primeros contactos diplomáticos entre México y Francia, 1808-1838, pp. 41-43; Nombramiento de Don Lucas Alamán como ministro del Imperio Mexicano en Francia, Tacubaya, 14 de agosto de 1822, en La diplomacia mexicana, vol. 1, pp. 124-125; Instrucciones que el ministro de Relaciones Exteriores del Imperio Mexicano comunica a D. Lucas Alamán, Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario del mismo Imperio, cerca de S. M. Cristianísima el Rey de Francia, s.l., s.f., en La diplomacia mexicana, vol. 1, pp. 122-123.

14 “Dictamen presentado a la Soberana Junta Provisional Gubernativa del Imperio Mexicano por la Comisión de Relaciones Exteriores”, en AZCÁRATE Y LEZAMA, Un programa de política internacional, pp. 57-59.

16Minuta del ministro Herrera a los comisionados Eugenio Cortés, Francisco de Paula Álvarez y Pablo María de la Llave, 29 de enero de 1823, en La diplomacia mexicana, vol. 1, p. 184.

17El 30 de abril de 1823, Alamán escribió a Ramón Osés para expresarle el interés del nuevo gobierno de acordar un tratado comercial, empresa fácil, aseguraba, “si pudiese comenzarse asentando la base del reconocimiento de la independencia”; le explicó que México era ya una nación libre y agregó, no sin sorna, que España lo seguiría siendo a pesar “del poder de la Santa Liga”. Más claro fue en la carta que dirigió en septiembre a Guadalupe Victoria, enviado del gobierno federal para tratar con los comisionados: la base para cualquier negociación con España era el reconocimiento de la independencia, “incluyendo en esta la facultad de constituirse la nación bajo la forma que le convenga”, así como la entrega del castillo de San Juan de Ulúa “como parte de nuestro territorio”; sin esa base, afirmó, ninguna especie de conciliación podía tener lugar. Sin embargo, le hizo saber que el provisional Supremo Poder Ejecutivo había autorizado que continuara con las negociaciones con los enviados peninsulares, instruyéndolo de insertar en el clausulado de un eventual tratado, de forma expresa, las dos siguientes condiciones, una de ellas formulada previamente: la entrega del castillo de San Juan de Ulúa “con todos sus pertrechos y municiones” y el cese de toda hostilidad con los demás estados independientes de América, “cuya suerte e intereses son los mismos que los de México”. Agregaba, además, que México podía mediar con esos estados y con España, “para que se abran negociaciones semejantes a las que tenemos entabladas”. Lucas Alamán a Ramón Osés, México, 30 de abril de 1823, en MIQUEL I VERGÉS, La diplomacia española, p. 118; Alamán a Guadalupe Victoria, México, 10 de septiembre de 1823, en Lucas Alamán. El reconocimiento de nuestra independencia por España y la unión de los países hispanoamericanos, pp. VIII-IX

19T. Reilly, Vice Consul of the United States at Vera Cruz, to John Quincy Adams, Secretary of State of the United States, Anchorage of Sacrificio, 2 y 3 de octubre de 1823; T. Reilly, Vice Consul of the United States at Veracruz, to Commodore David Porter, commanding the United States Squadron at Thompson’s Island, Anchorage of Sacrificio, 4 de octubre de 1823; T. Reilly, Vice Consul of the United States at Veracruz, to John Quincy Adams, Secretary of State of the United States, Alvarado, 25 de octubre de 1823; en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 873, p. 1618, doc. 874, pp. 1618-1619 y doc. 875, p. 1619.

20William Taylor, United States Consul for VeraCruz and Alvarado, to John Quincy Adams, Secretary of State of the United States, Alvarado, 20 de octubre de 1824, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 878, p. 1621.

21“Noticias nacionales. Veracruz. Diario de observaciones sobre el enemigo y el horizonte”, El Sol, núm. 787, México, 9 de agosto de 1825, p. 222. El escorbuto es una avitaminosis, un padecimiento por falta de vitamina C.

22Decía el priódico: “El domingo a las once de la noche llegaron al muelle de Veracruz en una tabla dos desertores de Ulúa, quienes declaran que la fortaleza se halla reducida al extremo de la miseria en cuanto a víveres, tanto que solo conservan unas barricas de la cáscara de las menestras, de que se hace un caldo para humedecer la galleta podrida, que sirve de alimento diario a sanos y enfermos; que estos son en gran número, y están muriendo dos y tres diarios, quedan solo útiles 56 soldados de La Habana y Cataluña: 15 artilleros; 12 paisanos; algunos presidiarios y 8 mujeres. Que habiéndose hecha pública la última comunicación del Sr. Barragán, en que les excitaba a entregarse, se habían dividido desde entonces en dos bandos, uno que estaba por este partido, y el otro resuelto a sostenerse”: “Idem 7 de octubre” (Noticias nacionales), Águila Mexicana, núm. 182, México, 14 de octubre de 1825, p. 4. Extraído del periódico Oriente.

23William Taylor, United States Consul for Veracruz and Alvarado, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Alvarado, 8 de abril de 1825, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 879, p. 1621.

24“Noticias de Ulúa” (Noticias nacionales), Águila Mexicana, núm. 221, México, 22 de noviembre de 1825, p. 4; “Viva la América” (México 23 de noviembre), Águila Mexicana, núm. 223, México, 24 de noviembre de 1825, p. 1.

25“El presidente de los Estados Unidos Mexicanos a sus compatriotas”, México, 23 de noviembre de 1825, en El Sol, núm. 894, México, jueves 24 de noviembre de 1825, p. 652.

26Henry Clay, Secretary of State, to Henry Middleton, United States Minister to Russia, Washington, 26 de diciembre de 1825, en 10

27George Canning a Lionel Hervey, 10 de octubre de 1823 y George Canning a Sir William a’Court, 31 de marzo de 1824, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. I, doc. 224, pp. 598-602 y vol. II, doc. 555, pp. 421-423.

28Henry Clay, Secretary of State, to Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, Washington, 27 de abril de 1825 y Henry Clay, Secretary of State, to Henry Middleton, United States Minister to Russia, Washington, 1 de mayo de 1825, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. I, doc. 140, pp. 242- 243 y doc. 141, pp. 245-246.

29El secretario de la Legación mexicana en los Estados Unidos informó a su gobierno, en agosto de 1823, que Francia había dispuesto buques para transportar tropas españolas hacia Veracruz; mientras que el agente confidencial de México en Francia había recibido de parte del conde de Villèle, presidente del Consejo de Ministros, las seguridades de las intenciones pacíficas de su país hacia los estados americanos, pero dudaba del apoyo que pudiera prestar a los preparativos hostiles que parecían llevarse a cabo en España. José Anastasio Torrens al secretario de Estado y del despacho de Relaciones, Filadelfia, 14 de agosto de 1823 y Tomás Murphy al secretario de Estado y del despacho de Relaciones Extranjeras, en El reconocimiento de la independencia de México, pp. 288 y 289-290.

31Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Madrid, 13 de marzo de 1826 y James Brown, United States Minister to France, to John Quincy Adams, Secretary of State of the United States, París, 30 de enero de 1825, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 1149, pp. 2111-2114 y vol. II, doc. 740, pp. 1407-1408. Ya desde 1822, el conde Louis de Foucault había enviado un informe al vizconde de Montmorency, ministro francés de Asuntos Extranjeros, en el que señalaba las ventajas de entablar relaciones comerciales con México y lo conveniente que sería nombrar a un agente comercial en ese país; y en agosto de ese mismo año, el gobierno imperial de Agustín de Iturbide nombró a Lucas Alamán enviado extraordinario y ministro plenipotenciario ante Su Majestad Muy Cristiana el rey de Francia. Véase al respecto PENOT, Primeros contactos diplomáticos, pp. 41-43 y Nombramiento de don Lucas Alamán como ministro del Imperio mexicano en Francia, Tacubaya, 14 de agosto de 1822, enLa diplomacia mexicana, vol. 1, pp. 124-125.

32James Brown, United States Minister to France, to John Quincy Adams, Secretary of State of the United States, París, 16 de abril de 1824 y Daniel Sheldon, Jr., United States Charge d’Affaires ad interim at Paris, to John Quincy Adams, Secretary of State of the United States, Paris, 8 de enero de 1824, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. II, doc 737, p. 1405 y doc. 735, pp. 1401-1403.

33George Canning a Sir William a’Court, 30 de enero de 1824 y George Canning a Francisco Zea de Bermudez, 30 de abril de 1825, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 551, pp. 412-415 y doc. 565, pp. 40-442.

34Henry Clay, Secretary of State, to Jose Maria Salazar, Colombian Minister to the United States, Washington, 11 de abril de 1826 y Henry Clay, Secretary of State, to Henry Middleton, United States Minister to Russia, Washington, 21 de abril de 1826, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. I, doc. 156, pp. 270- 271 y doc. 158, pp. 273-274.

35Frederick Lamb a George Canning, Aranjuez, 20 de junio de 1825 y Frederick Lamb a George Canning, Aranjuez, 12 de mayo de 1826, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 567, pp. 442-447 y doc. 574, pp. 465-467.

36Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Madrid, 27 de enero de 1826, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 1143, pp. 2097-2099.

38En la segunda mitad de 1821, Hervey había en efecto explorado el asunto con Eusebio de Bardají. En junio, en relación con la propuesta de una “Unión Federal” entre España y América del Sur que se suponía sería presentada a las Cortes, Hervey le preguntó si estaría dispuesto a alentar el envío de príncipes de sangre real como virreyes a América, a lo que contestó que mientras él integrara el gabinete o ejerciera cualquier influencia en el país, se opondría enérgicamente a la adopción de una medida “tan llena de peligro y tan perjudicial para los intereses de la Madre Patria”. Después, en diciembre, a propósito de la noticia sobre los Tratados de Córdoba firmados entre Agustín de Iturbide y Juan de O’Donojú, Bardají volvió a decir que era enemigo de enviar a México un príncipe español, pues estaba convencido de que el mismo día de embarcarse en Cádiz, tanto el príncipe como México, estarían por siempre perdidos para España; Hervey replicó que si no era preferible establecer un príncipe español en el trono de México, a perder el país por completo, o que México ofreciera el trono a un príncipe de alguna otra casa europea. Bardají no ofreció ninguna respuesta directa a esta pregunta, pero expresó su convicción de que las nuevas noticias de México serían más favorables. Lionel Hervey al marqués de Londonderry, Madrid, 5 de junio de 1821 y Lionel Hervey al marqués de Londonderry, Madrid, 16 de diciembre de 1821, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 531, pp. 382-384 y doc. 532, pp. 384-385.

39Lionel Hervey al marqués de Londonderry, Madrid, 4 de abril de 1822 y Lionel Hervey al marqués de Londonderry, Madrid, 27 de mayo de 1822, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 534, pp. 385-386 y doc. 535, pp. 386-387.

40George Canning a Lionel Hervey, 10 de octubre de 1823, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. I, doc. 225, pp. 603-604.

41Daniel Sheldon, Jr., United States Charge d’Affaires ad interim at Paris, to John Quincy Adams, Secretary of State of the United States, París, 18 de enero de 1824, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. II, doc. 735, pp. 1401-1403.

42H. U. Addington a George Canning, Washington, 2 de mayo de 1825, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 603, pp. 515-517.

43Frederick Lamb a George Canning, Aranjuez, 20 de junio de 1825, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 567, pp. 442-447.

44Vizconde de Granville a George Canning, París, 15 de diciembre de 1825, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 426, pp. 203-204.

45Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Madrid, 24 de febrero de 1826 y Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Madrid, 5 de abril de 1826, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 1148, pp. 2109-2110 y doc. 1150, pp. 2116-2118.

46Hervey señaló que hacía esa observación, por algunas insinuaciones que le habían sido hechas últimamente por españoles de alguna influencia, y por la convicción de que España haría cualquier sacrificio por recuperar Gibraltar. Lionel Hervey al marqués de Londonderry, Madrid, 7 de enero de 1822 y George Canning a Sir William a’Court, 2 de abril de 1824, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 533, p. 385 y doc. 556, pp. 423-424.

47Henry Clay, Secretary of State, to Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, Washington, 27 de abril de 1825 y Henry Clay, Secretary of State, to Henry Middleton, United States Minister to Russia, Washington, 10 de mayo de 1825, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. I, doc. 140, pp. 242- 243 y doc. 141, pp. 244-250.

48En las instrucciones dadas a Poinsett, primer embajador en México, le pidió vigilar atentamente cada movimiento de ese país sobre Cuba: Henry Clay, Secretary of State, to Joel R. Poinsett, appointed United States Minister to Mexico, Washington, 26 de marzo de 1825; en comunicación al embajador en Rusia, Clay reiteró por otro lado la posición del gobierno de rechazar que Cuba fuera transferida a cualquier potencia europea, y puntualizó que si México y Colombia invadieran la isla e hicieran contra toda expectativa una guerra “desoladora”, Estados Unidos podría sentirse llamado “a interponer su poder”: Henry Clay, Secretary of State, to Henry Middleton, United States Minister to Russia, Washington, 26 de diciembre de 1825; y el embajador Alexander H. Everett informó al duque del Infantado, en enero de 1826, de preparativos colombianos para atacar a la isla: Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to the Duke del Infantado, First Secretary of State of Spain, Madrid, 26 de enero de 1826. Los tres despachos en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. I, doc. 135, pp. 229-233; vol. I, doc. 152, pp. 265-266 y vol. III, doc. 1142, pp. 2096-2097.

49El vizconde de Granville informó a Canning en julio de 1825, que el barón de Damas le había dado sus seguridades de que no se enviarían tropas francesas a Cuba; mientras que, en diciembre de ese mismo año, le hizo saber al barón del peligro en que se encontrarían Cuba y Puerto Rico por una expedición infructuosa, bajo un infante, enviada a América: vizconde Granville a George Canning, París, 18 de julio de 1825 y vizconde Granville a George Canning, París, 15 de diciembre de 1825, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 412, pp. 185-186 y doc. 426, pp. 203-204. El gobierno inglés recibió informes en marzo y mayo de 1825 y en febrero de 1826, sobre la situación política de la isla, respectivamente, por parte de H. T. Kilbee, enviado a La Habana; H. U. Addington, Embajador en Estados Unidos; y Frederick Lamb, Embajador en España. Todos los informes fueron coincidentes: las clases bajas de los criollos deseaban la independencia o una unión con México o Colombia o un protectorado inglés. H. T. Kilbee a Joseph Planta, La Habana, 2 de marzo de 1825; H. U. Addington a George Canning, Washington, 21 de mayo de 1825; Frederick Lamb a George Canning, Madrid, 7 de febrero de 1826; todos ellos en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 563, p. 437; doc. 604, pp. 518-520 y doc. 569, pp. 454-460.

50Canning le dijo al embajador norteamericano, Rufus King, en agosto de 1825, que Gran Bretaña no podía permitir que Estados Unidos tomara Cuba, de la misma manera que Estados Unidos no permitiría que lo hiciera la Gran Bretaña y que ambos no permitirían que lo hiciera Francia, por lo que lo deseable era que España siguiera poseyendo la isla y que las tres potencias firmaran una nota ministerial rechazando cualquier intención de ocupar Cuba: George Canning a Rufus King, 7 de agosto de 1825 en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 605, pp. 520-524.

51Como le dijo Canning a Zea de Bermúdez, en abril de 1825: Si en su momento España hubiera aceptado reconocer la independencia de México y Colombia con la condición de una garantía de sus posesiones insulares, “no tengo la menor duda de que podíamos haberlo llevado completamente a la práctica”; ciertamente, agregó, ambos países México y Colombia serían independientes, pero en amistad con España y sin hostilizar a Cuba. Y continuó: “¿Cuál es ahora el estado de cosas? México y Colombia no son menos independientes. Pero México y Colombia independientes están ahora en guerra con España; una guerra cuyos peligros exigirán toda la vigilancia de España para proteger sus posesiones insulares”: George Canning a Francisco Zea de Bermúdez, 30 de abril de 1825, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 565, pp. 440-442.

52Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Madrid, 24 de febrero de 1826, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 1148, p. 2109; Frederick Lamb a George Canning, Madrid, 7 de febrero de 1826 y Frederick Lamb a George Canning, Madrid, 25 de febrero de 1826, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 569, pp. 454-460 y doc. 571, pp. 460-462.

53Lionel Hervey al marqués de Londonderry, Madrid, 4 de abril de 1822 y Lionel Hervey al marqués de Londonderry, Madrid, 27 de mayo de 1822, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 534, pp. 385-386 y doc. 535, pp. 386-387.

54Sir William a’Court a George Canning, Madrid, 3 de mayo de 1824, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 557, pp. 424-426. Desde diciembre de 1823, A’Court había informado a Canning de las instrucciones que le gobierno español había dado a su embajador en París y a sus ministros plenipotenciarios en las cortes de Viena y San Petersburgo para invitar a esas potencias aliadas a una conferencia en París con el fin de que sus plenipotenciarios, conjuntamente con los de S. M. Católica, pudieran ayudar a España “a ajustar los asuntos de sus colonias rebeldes en América”. George Canning a Sir William a’Court, 30 de enero de 1824, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 551, pp. 412-416.

55Sir William a’Court a George Canning, Madrid, 4 de enero 4 de 1824 y Sir William a’Court a George Canning, Madrid, 14 de enero de 1824, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 549, p. 411 y doc. 550, pp. 411-412.

56George Canning a Rufus King, Wortley Hall, 7 de agosto de 1825, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 605, pp. 520-524; Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Madrid, 24 de febrero de 1826 y Henry Clay, Secretary of State, to Henry Middleton, United States Minister to Russia, Washington, 21 de abril de 1826, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 1148, pp. 2109 y vol. I, doc. 158, pp. 273-274.

57George Canning a Sir William a’Court, 7 de agosto de 1824 y de Frederick Lamb a George Canning, Madrid, 7 de febrero de 1826, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 559, pp. 427- 429 y doc. 569, pp. 454-460. En resumen, dijo Canning a A’Court, parece ser que el principio de Zea Bermúdez era que no debía tomarse en cuenta cuál puede ser el estado de cualquier porción de América en la cual la causa de la Madre Patria haya llegado completamente a su fin, mientras exista en cualquier otra porción un germen de resistencia hispana.

58Frederick Lamb a George Canning, Aranjuez, 20 de junio de 1825, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 567, pp. 442-447.

59Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Madrid, 24 de febrero de 1826, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 1148, p. 2110; vizconde de Granville a George Canning, París, 18 de julio de 1825, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 412, pp. 185-186.

60Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Madrid, 8 de febrero de 1826, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 1145, pp. 2100-2103; Frederick Lamb a George Canning, Madrid, 7 de febrero de 1826, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 569, pp. 454-460.

61Brown agregó que ya el barón de Damas le había comentado que España era “obstinada e ingrata” y se negaba a recibir consejos. James Brown, United States Minister to France, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, París, 11 de enero de 1826 y James Brown, United States Minister to France, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Paris, 12 de marzo de 1826, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. II, doc. 748, pp. 1419-1420 y doc. 749, p. 1420; Frederick Lamb a George Canning, Madrid, 25 de febrero de 1826, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 571, pp. 460-462.

62Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Madrid, 5 de abril de 1826, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 1150, pp. 2114-2118.

63Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Madrid, 8 de febrero de 1826, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 1145, pp. 2100-2103; Frederick Lamb a George Canning, Madrid, 7 de febrero de 1826, en WEBSTER, Britain and the Independence of Latin America, vol. II, doc. 569, pp. 454-460.

64Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Madrid, 13 de marzo de 1826 y Alexander H. Everett, United States Minister to Spain, to Henry Clay, Secretary of State of the United States, Madrid, 19 de abril de 1827, en Diplomatic Correspondence of the United States, vol. III, doc. 1149, pp. 2111-2114 y doc. 1170, pp. 2142-2143.

65Archivo General de Indias (en adelante AGI), Estado 93, N. 19. Francisco de Zea Bermúdez a Manuel González Salmón, Londres, 25 de febrero de 1829. Sobre la invasión de Barradas, véase: Jesús RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO, Barradas: el último conquistador español. La invasión a México de 1829. Sobre las reacciones en México, Michael P. COSTELOE, La Primera República federal de México (1824-1835). Un estudio de los partidos políticos en el México independiente.

66AGI, Estado 96, N. 147. Francisco de Zea Bermúdez a Manuel González Salmón, Londres, 23 de mayo de 1829. Sobre el tema de las relaciones entre México y Gran Bretaña, de cara al conflicto hispano-mexicano, véase: Jesús RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO, “La política británica ante la reconquista española de México. Inglaterra ¿La aliada fiel?”, pp. 145-160 y Marco Antonio LANDAVAZO, “La reconquista, el príncipe y la isla: Gran Bretaña y el reconocimiento español de la independencia mexicana”, pp. 45-77.

67AGI, Estado. 93, N. 25. Francisco de Zea Bermúdez a Manuel González Salmón, Londres, 22 de febrero de 1830.

68Al parecer, el tono empleado por Wellington fue muy persuasivo y logró transmitir al gabinete español que la actitud británica era de apoyo a España y no a los nuevos países americanos, y que, en el mejor de los casos, era un asunto de tiempo: ya llegaría el momento adecuado de llevar a cabo una expedición de reconquista, y entonces, cuando se cumplieran las condiciones necesarias para ello, Gran Bretaña apoyaría esa iniciativa. Ese momento no llegaría nunca, pero la diplomacia española no pareció darse cuenta de ello. Tal vez por esa razón es que Zea terminó informando a su superior, el ministro español Manuel González Salmón, que cualquiera que fuera la determinación del gobierno de Su Majestad Católica, en su opinión no quedaba duda de que el duque se explicaba “con ánimo sincero y bien dispuesto hacia la España”. AGI, Estado. 93, N. 25. Francisco de Zea Bermúdez a Manuel González Salmón, Londres, 22 de febrero de 1830.

69El mejor recuento sobre el proceso que derivó en la firma del tratado en Agustín SÁNCHEZ ANDRÉS, Tratado de Paz y amistad con México, 1821-1836, Santa María-Calatrava.

Recibido: 22 de Agosto de 2023; Aprobado: 30 de Octubre de 2023

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