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En-claves del pensamiento
versión On-line ISSN 2594-1100versión impresa ISSN 1870-879X
En-clav. pen vol.2 no.3 México jun. 2008
Artículos
La saturación de la historia: de la pérdida de la experiencia a la catástrofe política
Miguel Ángel Martínez Martínez*
*Profesor de cátedra del Tecnológico de Monterrey, campus Ciudad de México. mgamartinez@hotmail.com, mgamartinez06@yahoo.com.mx
Fecha de recepción: 28/05/2007
Fecha de aceptación: 21/01/2008
Resumen
Cada pensamiento ante todo, es la manifestación de una determinada experiencia del tiempo. Por ello, no es posible realizar una reflexión sin una modificación de la experiencia realizada en el tiempo. La tarea, en esta orientación, ya no es sólo transformar el mundo, sino especialmente cambiar el tiempo. Un tiempo que ya no puede comprenderse como un discurso, al modo tan hábil que se ha hecho, al considerar los patrones occidentales de la modernidad como los modelos únicos y auténticos de racionalidad.
Palabras clave: Tiempo, racionalidad, "el fin de la historia", saturación, experiencia.
Abstract
First of all, every thought is first the manifestation of a certain experience of time. Due to this, it is not possible to reflect without a modification of the experience realized within that time. As such, the task is not only to transform the world, but especially to change time; a time that cannot be understood as discourse, as has been done so skillfully, when one considers Western patterns of modernity as the only and authentic models of rationality.
Key words: Time, rationality, "the end of the history", saturation, experience.
Introducción
Cada pensamiento ante todo, es la manifestación de una determinada experiencia del tiempo. Por ello, no es posible realizar una reflexión sin una modificación de esta magna realidad sustantiva, así como de la experiencia de sentido que se construye a través de su curso. En este sentido, el pensamiento político contemporáneo y moderno concentró su atención en la historia, pero no así en el tiempo. Pues, la tarea, en esta orientación, ya no es sólo transformar el mundo, sino especialmente cambiar el modo en que se experimenta en el tiempo.1
De esta manera, el ensayo es la herramienta más adecuada que orienta la reflexión hacia la historia, el tiempo y el tipo de experiencia que en ella se realiza. Pues, el llamado "fin de la historia" no sólo implica el culmen de un proceso humano que ansia llegar, a como dé lugar, a disfrutar de los beneficios del progreso, del desarrollo que establece las condiciones que permiten la plenitud humana, proclamando así una buena noticia: ¡la humanidad ha encontrado el camino para su consumación!2
La buena nueva del fin de la historia, anuncia la promesa cumplida para los proyectos inacabados y las expectativas no realizadas, un nuevo continuum que desentume el progreso que grita a los cuatro vientos que el hombre, por fin, ha alcanzado la estructura que facilita el desarrollo pleno, en cualquiera de las formas en que éste consistiera. Sin embargo, con la proclamación del "fin de la historia", el tiempo se jubila, el futuro se establece como una prolongación de las condiciones del presente, donde la civilización occidental no niega a nadie el derecho a mendigar las sobras del progreso.
En este sentido, con el "fin de la historia" planteado por Fukuyama, agota una forma específica de comprender la historia y, con ella, el tiempo. No porque este autor considere explícitamente tal idea, sino que se desencadena de la postura que sostiene al establecer que nada de lo que ha sucedido en la política o la economía mundiales en los últimos años contradice su tesis, por el contrario, la democracia liberal y la economía de mercado se fortalecen como las únicas alternativas viables para la sociedad actual.3 Pues, un tiempo que ya no puede comprenderse como un discurso, al modo tan hábil que se ha hecho, y considere los patrones occidentales de la modernidad como los modelos únicos y auténticos de racionalidad.
A pesar del maremagnum de tinta que se ha derramado en la interpretación y reinterpretación de estos desarrollos teóricos, y la vorágine de las (re)orientaciones intelectuales, tanto a favor como en contra, forman parte del intento una construcción y readaptación un programa moderno e ilustrado. Estas grandes construcciones habían cultivado en el tiempo de su realización y, con ella, también germinaba el momento de su acabamiento; es decir, lo que se anunciaba como consumación se transforma en ruptura con todo lo anterior.
Así, con el anuncio del "fin de la historia" se proclama implícitamente el tiempo de la posthistoria, tiempo en que se muestra el agotamiento de una forma específica de comprender y de vivir el tiempo y, por ello, de la historia que devora tanto el pasado como el futuro de manera metastásica. Por ello, el objetivo del presente artículo consiste en reflexionar sobre la hipertrofia de una forma privilegiada de hacer historia, fundada en el continuum temporal, y de una memoria que privilegia implícitamente la clausura de lo políticorelacional, obviado en una humanidad que no sabe a dónde se dirige.4 Para ello, se recurre a una noción anamnética del tiempo discontinuum que se barrunta como la manera por la cual se busca no sólo "para que la historia no se repita", sino para que se piensen y se construyan las condiciones suficientes y necesarias que garanticen la aplicabilidad de la justicia.
Estas reflexiones estarán impregnadas de una apesadumbrada mirada sobre las víctimas de la historia, pues desde [desde este momento] aquí es necesario clarificar que es muy distinto conocer el origen de la filosofía de la historia a comprender sus productos finales. Pues, por un lado, media la motivación ilustrada que proyecta una visión filosófica sobre el tiempo y, por otro, los resultados culturales que se muestran en las distintas formas en que el ser humano padece las gigantescas construcciones teóricas.
La historia y el tiempo del progreso
El progreso obliga a considerar la experiencia del ser humano en el mundo como "esa mesa de sacrificios en la que se han sacrificado la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos. Entonces se suscita necesariamente al entendimiento humano esta pregunta: ¿Para quién, para qué finalidad ha sido inmolada esta asombrosa cantidad de víctimas?"5 Por ello, el motivo básico de las reflexiones presentes no surge de la ciega fe en el progreso, ni tampoco de ubicarse en contra de los logros y adelantos valiosos que se ha realizado, sino de la desolada mirada ante las víctimas del tiempo marcado por la preocupación constante de conservar los privilegios tanto personales como colectivos.
En este sentido, la organización de los hechos humanos conforme a un plan o una(s) idea(s); esto es, sobre el registro de las representaciones del contexto global que componen los acontecimientos, se construye un tipo de concepción del tiempo que privilegia su propio dinamismo. Sin embargo, si uno se atiene a los hechos narrados a lo largo de la historia de la humanidad, el desgano surge por la revisión de la presencia del hombre en la tierra. En este sentido Kant considera que:
[...] liberarse de cierta indignación al observar su actuación (de la humanidad) en la escena del gran teatro del mundo, pues, aún cuando surjan destellos de prudencia en alguno que otro caso aislado, haciendo balance del conjunto se diría que todo ha sido urdido por una locura y una vanidad infantiles e incluso, con frecuencia por una maldad y un afán destructivo, asimismo pueriles; de suerte que, a fin de cuentas, no sabe uno qué idea debe hacerse sobre tan engreída especie".6
Así, la concepción del tiempo no resulta de una estructura trascendental, sino que se realiza como un constructo racional, desde un contexto cultural específico que es el centro donde radica el valor de la razón (ilustrada) como ha sido, de facto, mostrado en la consistencia y validez de sus pretensiones universalistas "tratándose de un universalismo que no deja atrás lo idiosincrásico occidental",7 sino que opera un cierto expansionismo validado, fundamentado y justificado por sí mismo. Esta racionalidad es una razón situada,8 ubicada en una tradición que va de Atenas a Jena, por ello, la comprensión filosófica del tiempo es definida por una cultura específica, que se ha autocomprendido, en buena parte, por la misma cultura en la que se ha consolidado y desarrollado, misma que, a partir de un determinado momento histórico la Ilustración ha hecho de la humanidad, en general, y de sus diferencias, en particular, con sus implicaciones antropológicas y políticas, el objeto propio de su reflexión.
En este sentido, Weber, en sus Ensayos sobre sociología de la religión considera que:
[...] el hijo de la [...] civilización occidental que trata problemas históricouniversales, lo hace de modo inevitable y lógico desde el siguiente planteamiento: ¿Qué encadenamiento de circunstancias ha conducido a que apareciera en Occidente, y sólo en Occidente, fenómenos culturales [como la Filosofía de la Historia] que se insertan en una dirección evolutiva que alcance validez universales.9
De esta manera, en la reflexión realizada en Occidente se constata una sistematización y racionalización de los conceptos. Este proceso de racionalización cuyos efectos, continuando con Weber, devienen en formas de economía de carácter capitalista, de su burocratizada organización política moderna, en el desarrollo de su conocimiento, con carácter científicoexperimental, así como en la producción artística. Por supuesto, en otras civilizaciones se encontrarán productos culturales complejos que suponen un alto grado de profundidad, sistematicidad, organización sintética y formal de los saberes, en última instancia, de racionalidad. Sin embargo, esta racionalidad específica, la europea, organiza la sociedad, la cultura y la autocomprensión humana con una noción del tiempo autónomo. Este tiempo se orienta hacia la autosuficiencia y a la independencia de ámbitos fundamentadores, que es lo que carecen otras formas de organización de los saberes.
Ahora bien, el tiempo autónomo, es un tiempo que se basta a sí mismo, que orienta a la explicación científica de los hechos más que a su comprensión, que se establece como fundamento supremo del progreso, tan dogmático que se coloca como objetivo y finalidad última de la humanidad. Por supuesto, no se puede considerar un progreso sin humanidad, pero aquí se apunta el tiempo lineal que permite amarrar a la mesa de sacrificios a la humanidad para ofrecerla como víctima propiciatoria del progreso civilizador; es decir, el tiempo considerado en la noción de progreso es chronos. Noción que implica un término, una meta a la que han de llegar los vencedores. Por ello, el tiempo cronológico organiza la historia con los criterios de la naturaleza, lo que permite considerar que hacer historia se refleja, de manera necesaria, en el dominio de la naturaleza. Así, el conocimiento generado constituye un refugio ante la exposición radical de la que el ser humano se percata al estar en el mundo, en lo otro completamente indómito.
Este dominio dado por el conocimiento y la comprensión del tiempo continuum se encuentra fundado en una vivencia del tiempo homogéneo y vacío, el imperio de un tiempo sin nombre, de una razón histórica motivada por una fuerza interior inagotable, imparable e imbatible. Lo que este tiempo pide al ser humano es que se deje arrullar por el vaivén de los acontecimientos que lo encaminan siempre a una vida mejor.
Sin embargo, cuando el tiempo se termina, cuando tiene una meta, un punto de llegada, la experiencia individual se reemplaza por la razón explicativa. Este tiempo vacío es el que habita el hombre de la posthistoria, en él se sintetizan todas las aspiraciones humanas constituyendo al ser humano como "el animal que está en acuerdo con la naturaleza o con el Ser dado. Lo que desaparece [al final de la historia] es el Hombre propiamente dicho, es decir, la acción negadora de lo dado y del Error o, en general, el Sujeto opuesto al Objeto. De hecho, el final del Tiempo Humano o de la Historia, significa sencillamente, la cesación de la acción en el sentido fuerte del término".10
La historia después del "fin de la historia"
De manera recurrente la tesis del final de la historia es asimilada con un contenido explícito que postula el triunfo de la democracia liberal, como anteriormente se ha señalado. Por ello, se desentiende constantemente otro contenido implícito: la proclamación de un "ya no más" definitivo. Sin embargo, las injusticias económicas, políticas y sociales sobre las que se funda este final es el argumento que permite constituir un "todavía no". El "ya no más" se establece como "el fetichismo de la responsabilidad autónoma, cómplice de una ingenua libertad, producto de una inflación de la autonomía",11 mientras el "todavía no" se funda como la mirada que observa el pasado y que se distancia de la actitud que se cree poseedora del sistema que invisibiliza a quien no desea considerar y, de esa manera, lo olvida.
Como ya se ha barruntado, cada concepción de la historia está acompañada de una determinada experiencia de tiempo que está implícita en ella, que la condiciona y que precisamente se trata de esclarecer. Así, el pensamiento político moderno, que concentró su atención en el futuro, no construyó una adecuada concepción del tiempo que estuviera a la altura de las exigencias históricas concretas. Por ello, cuando se entona el final de la historia, se obliga a considerar el tiempo que ha sido dejado de lado por una concepción dominante de tiempo que, desde hace siglos, evita su interrupción. La representación del tiempo lineal en tanto continuum puntual y homogéneo ha ocultado el índice secreto de liberación ya que permite el misterioso encuentro entre las generaciones pasadas y las actuales debido a una especie de sensibilidad ante el destino desconocido de las injusticias pasadas.12 En este sentido, la generación siguiente tiene sobre la anterior una responsabilidad que no sólo se queda en el recuerdo intencional, sino que se encuentra impregnada en el propio ser, al modo de la túnica de Neso, cuya piel es imposible de arrancarse o como Deyanira, quien obliga a Heracles a responder por ella. Tal responsabilidad viene porque antecede a todo compromiso libre, al margen de toda figura trascendental del ser. La responsabilidad ante las generaciones pasadas constituye una lábil fuerza liberadora. Así, el presente no es el tiempo que huye del pasado desastroso, sino el momento oportuno para desatar el pasado injusto.
El tiempo que construya la historia, después del anuncio del "fin de la historia", se realiza cuando el presente se actualiza como acción que hace justicia a los proyectos inacabados, a los sueños no realizados. Puesto que "hay una extraña complicidad entre el presente y el pasado: cuando prestamos oídos a la voz de un amigo, si nos fijáramos bien, oiríamos en esas voces ecos de otras voces amigas que enmudecieron tiempo ha los que nos han precedido, han dejado huella cargando el aire que respiramos con su propia respiración".13Así, nadie puede desentenderse del sufrimiento ajeno porque la humanidad ha hecho experiencia radical de la injusticia provocada por el hombre. El sufrimiento que el ser humano infirió a otro, evoca sobre las espaldas de cada uno la responsabilidad ante la injusticia ocurrida, no porque todos seamos culpables, ni porque seamos, en algún momento, víctimas y verdugos, sino porque el sufrimiento humano del otro interpela a las prerrogativas y privilegios personales y colectivos.
En este sentido, la dimensión política de la memoria se activa en la actualidad y vigencia de las injusticias ocurridas e impregna a un futuro que nadie conoce o en un todo en donde nadie se reconocerá. Por ello, la activación de las injusticias no saldadas constituye la oportunidad de gestar, desde un pasado malogrado por la violencia del hombre y por las circunstancias inhumanas, la cancelación de la vivencia impregnada de una racionalidad en la que todo lo que ocurre guarda una función imprescindible en el orden sistémico. Cuando un pensamiento naturaliza la injusticia se exclama: "¡siempre ha sido así! ¿Para qué cambiarlo entonces?", cuando la historia repulsa a la "buena conciencia autónoma" reconoce implícitamente el valor semántico de su repulsión; es decir, cuando lo ocurrido constituye una barbaridad, se reconoce atemáticamente el nexo intergeneracional, entre el pasado y el presente que exige, no reproducir los mismos mecanismos que construyen condiciones de exclusión y negación, de violencia e injusticia, de lo contrario se considerará que las injustitas se encuentran orientadas a mantener el equilibrio natural del orden establecido y, con ello, se realiza el acto de condenar a quien ha padecido en carne propia el sufrimiento a mantenerse en ese mismo estado. "La reconciliación entre el espíritu y la historia mundial o la realidad sólo es posible si aceptamos el punto de vista de que lo que ocurre, lo que sucede cada día no es que ocurra a espaldas de Dios, sino que es obra divina".14
Así, el tiempo después del "fin de la historia", se orienta a denunciar la injusticia que convierte la vida de unos en condición por la cual se realiza la "vida buena" de otros. El "fin de la historia" concibe el futuro como una estatificación del presente que alude, de manera inevitable, a la injusticia sobre la cual se fundan el orden económico, político y social de la situación actual, porque eso es lo "natural", lo "habitual". El futuro, así considerado, no se realiza por las narraciones compartidas, sino que los discursos explicativos preparan el futuro donde "el Hombre mismo no cambia ya esencialmente, ya no hay más razón para cambiar los principios (verdaderos) que están a la base de su conocimiento del mundo y de sí".15 Así, el tiempo que gesta la historia no es más que el paciente trabajo dialéctico de la negación donde el hombre es el sujeto y, el tiempo es lo que se pone en juego en esta acción negadora, "la culminación de la historia, implica necesariamente el fin del hombre, el rostro del 'sabio' que, alcanzando el límite del tiempo, contempla satisfecho este final toma necesariamente [...] la forma de hocico de animal"16 que fagocita el recuerdo de las víctimas sacrificiales para construir el espacio privilegiado de un grupúsculo que se consolida, inversamente proporcional, a la cantidad de ilusiones y posibilidades truncadas violenta y tranquilamente.
El tiempo, que se vive en la historia después de la historia, se contrapone de manera resistente al progreso como concreción natural del tiempo continuum, en donde se realiza la presencia constante de lo mismo que requiere reposición incesante, sustitución de lo nuevo por una novedad inmediata que se fulmina en su aparición, porque lo nuevo se devalúa en el momento mismo de su ubicación en la historia. Lo nuevo forma parte quasi inmediatamente de los desperdicios. Entonces, el criterio del tiempo es el éxito en la culminación del presente donde el pasado y, con ello, la memoria y los recordados, nada valen en sí. Este tiempo inaugurado por el "fin de la historia" se establece como mito de lo eternamente nuevo. Tiempo vacío. Por su parte, el tiempo anunciado, al inicio del párrafo, está colmado de una presencia intempestiva de lo ausente encontrado en las ruinas del progreso.17
Desde estas orientaciones, el ejercicio de la memoria se presenta como una exigencia inevitable. Pues, esta categoría surge de la brecha entre conocimiento e incomprensión de los acontecimientos que esclerotizan la posibilidad de la experiencia; con ello se busca esclarecer que no basta la apropiación de datos objetivos obtenidos a través del conocimiento en el tiempo lineal, sino la apropiación de la responsabilidad y el constante cuestionamiento de realizar la propia existencia en "una organización y comprensión del mundo hechas sobre el olvido de los sufrimientos pasados".18
En este caso, el ejercicio de la memoria es el tiempo de la justicia, porque integra lo desechado, lo olvidado. En la consideración anamnética se apropia concienzudamente de los grandes eventos de la historia, pero también de las cosas que cada día ofrece como insignificantes. Así, el sentido político de lo inacabado, cobra un sentido radicalmente nuevo, pues inaugura el tiempo que considera la suerte histórica de los sin historia, de los fracasados, de los proyectos no realizados y de las vidas inacabadas, en fin, de cada una de las existencias tambaleantes en el mundo. Este tiempo obliga, remite a pensar el "fin de la historia" desde los excluidos de la misma.
[...] la inclusión de lo excluido no puede entenderse como la entrada de un socio a un club ya construido, porque eso no garantiza que el club siga siendo excluyente. No se trata, por ejemplo, de que, en el caso de una sociedad con ricos y pobres, los pobres se hagan ricos porque en nada garantiza que siga habiendo pobres. Tampoco, lógicamente, de convertir a todos en pobres. Se trata de pensar la riqueza desde la pobreza.19
Lograr experimentar, en sentido benjaminiano, este tiempo no es fácil, se requiere, entonces, ir a contracorriente. Pues, el ejercicio anamnético tiene que luchar contra una racionalidad que apela al olvido como mecanismo que permite reproducir las propias injusticias provocadas y padecidas, contra las mismas que se combate y no como un derroche ontológico que constituye e intima el propio ser, sino por el exceso que impide apropiar el sentido de los propios recuerdos y la propia conciencia. Pues, a pesar de que la memoria busca adherir los contenidos del olvido para determinar el rango no sólo del saber y conocimiento, sino especialmente de la acción que construye la estructura del ser humano, es una herramienta privilegiada que permite abordar críticamente lo olvidado.20
La memoria, así considerada, no sólo actúa para hacer monumentos al pasado, sino para que no se pierda, para que permanezca de manera latente lo olvidado, para que se continúe significando y restituyendo el sentido de la experiencia pasada e inacabada, de tal modo que su paso por el mundo se constituya como inolvidable.21 Así, lo que fue aplastado por la obra construida al ser recordado, en este tiempo posthistórico, adquiere una consistencia no de reconstrucción, en tanto repetición novedosa, sino de construcción a partir de lo desechado por la Historia, aquello que ha dejado de ser, aquello que se ha ofrecido como alimento natural del progreso. Este tiempo trae a la historia presente a quienes han sido aplastados como víctimas propicias cuyo sacrificio permite llegar al "final de la historia", traer a las aspiraciones frustradas por la lógica progresista de la historia, a modo de un poderoso combustible que haga explotar el sentido de la existencia y como interruptor del continuum temporal que despliega "la hora de la legibilidad" (das jetzt der lebsbarkeitt) como principio comprensivo por medio del cual toda la acción humana, aún la ya ocurrida, contiene un indicativo histórico que no sólo orienta a la comprensión contextual sino, de manera privilegiada, a su más acabada realización comprensiva en un determinado momento histórico.
Todo ahora es el ahora de una determinada cognoscibilidad" (Jedes jetzt ist das jetzt einer bestimmenten erkennbarkeit). En él la verdad está cargada de tiempo hasta convertirse en añicos (este convertirse en añicos, y no otra cosa, es la muerte de la intentio, que coincide con el nacimiento del auténtico tiempo histórico, el tiempo de la verdad) No se trata de que el pasado arroje su luz sobre el presente, o el presente, su luz sobre el pasado [...] Puesto que, mientras que la relación del presente con el pasado es puramente temporal, la que se da entre lo que ha sido y el ahora es dialéctica: no temporal, sino como imagen [...]La imagen [...] en el ahora de la cognoscibilidad, porta en grado sumo la marca de ese momento crítico y peligroso que se halla en la base de toda lectura"22.
La saturación de la historia y la pérdida de la experiencia
La conciencia de hacer saltar el continuum de la historia parece estar muy lejana de la experiencia del tiempo actual. Así, al reflexionar sobre la historia el tiempo recurre al tipo de experiencia en el que el ser humano desarrolla su existencia. Y, en la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia de pensar en la historia, parte de la constatación de que ya no es algo que se pueda realizar con facilidad, impregnado de un "ya no más"; antes bien, parece que existe una estructura económica, política, social e inclusive religiosa, que impide que el hombre construya su propia experiencia.
De esta manera, al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia. Más aún, la incapacidad para tener y compartir experiencias quizá sea la única experiencia que tiene. Walter Benjamín refiere a este problema de la época moderna como "pobreza de experiencia" al describir a las personas que volvían de la guerra:
[...] la gente regresaba enmudecida [...] no más rica, sino más pobre en experiencias compartibles [... ] porque jamás ha habido experiencias desmentidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvías tirados por caballos, estaba parada bajo el cielo en un paisaje en el cual solamente las nubes seguían siendo iguales y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de corrientes destructivas y explosiones, estaba el frágil y minúsculo cuerpo humano.23
Esta imposibilidad fáctica de realizar una apropiación de sentido de las vivencias realizadas a lo largo de la vida se debe al sofocamiento del ser humano ante el grado de desarrollo y progreso que ha logrado la humanidad. De la misma manera, la pacífica existencia cotidiana de la gran ciudad muestra de qué manera el ser humano asfixia el sentido de los acontecimientos.
Ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un embotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni las nieblas de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia.24
¿Se debe entonces al fárrago insoportable de acontecimientos ocurridos en la vida lo que permite perder la experiencia y limitarnos sólo a la vivencia? ¿Es la calidad o insignificancia de la vida contemporánea respecto a la del pasado lo que impide la construcción de experiencias? El fenómeno de la saturación se presenta como un exceso que sobrepasa cualquier capacidad de aprehensión, de fusión de sentidos, se muestra como la incapacidad de articularlo en los límites del propio horizonte.25 Pues, si lo que se incorpora al mundo de sentido, al horizonte de comprensión del ser humano, se encuentra posibilitado por la articulación armónica entre el concepto y la intuición, siguiente a Kant, el fenómeno saturado excede como paradoja la capacidad que tienen las categorías para recibir lo nouménico.
Parece ser que la situación de estar en el vacío constituye la condición suficiente para el fastidio del ser humano, en tanto condición al modo de vacío existencial del ser humano. Pues mientras que de ordinario el ser humano se encuentra ocupado entre las cosas y por las cosas, inclusive aturdidos por ellas, éstas simplemente no tienen nada que ofrecer al hombre que se encuentra afrente a ellas, lo dejan indiferente. De tal manera no se puede uno liberar de ellas, porque en su indiferencia el ser humano se encuentra anclado y entregado a lo que nada le ofrece por el horizonte de comprensión en el que de antemano se encuentra.26
El ser humano, en este sentido, se va constituyendo como un ser "arrojado" y "perdido" en un mundo cuyo cuidado debe asumir, pero que no puede responderle por el aturdimiento de encontrarse entre las cosas, en una circunstancia que le facilita su indiferencia y cuya inactividad se establece como la forma en la que el ser humano se encuentra en el mundo. Esta indiferencia ante las cosas, invoca la incapacidad de suspender, activar o desactivar la relación con el entorno que muestra. Posibilitando lo que Heidegger denomina como aburrimiento profundo como el operador metafísico en el que se efectúa el paso de la pobreza del mundo a la constitución de la forma particular de estar en el mundo como pura y nuda vivencia.
Así, el hombre suspende su humanidad para dar paso a la animalización del hombre. Pues, la falta de experiencia, de construcción de mundo le permite sentirse arrojado ante el ser que se encuentra cerrado ante su estructura animalizada. Es decir, la apertura particular que le permite al ser humano hacer mundo, es clausurada por un agotamiento ontológico y, de este modo, abre una zona "libre y vacía" en que la vida es apresada y abandonada en una zona de radical excepción, arrojando al hombre de la posthistoria a la única "tarea" que le es posible: ser guardián de su propia animalidad, de su nuda existencia como ser vivo a través de la técnica y de las herramientas propias del progreso, situación que no es pensada como la forma contemporánea de dominio, sino que es comprendida atemáticamente como puro abandono.
Es probable que el tiempo en que vivimos no haya salido de esta aporía. ¿Acaso no vemos en torno a nosotros y entre nosotros a hombres y pueblos sin esencia y sin identidad consignados, por decirlo así, a su inesenciabilidad, a su ociosidad buscar a tientas por todas partes una herencia y una tarea, una herencia como tarea? Hasta la pura y simple renuncia a todas las tareas históricas (reducidas a simples funciones de policía interna o internacional) en nombre del triunfo de la economía, reviste hoy a menudo una tal intensidad que la misma vida natural y su bienestar parecen presentarse como la última tarea histórica de la humanidad.27
El tiempo vacío y la catástrofe política
Subyugar la existencia del ser humano a la mera protección de su vida, es privarlos de la posibilidad de construir el mundo en el que decide, en todo momento y en todo individuo, lo humano y lo animal. En este sentido, la vivencia de un tiempo posthistórico condena al fracaso todo intento de trascender el tiempo puntual y continuo. La historia no se realiza, como pretende la ideología dominante, el sometimiento del hombre al tiempo lineal y continuo, sino su liberación de ese tiempo. Éste es el tiempo que los historicistas reproducen y que tienen implicaciones políticas importantes. Nietzsche mismo lo había notado con profunda claridad.28 Esta actitud nietzscheana frente a la historia, es la misma que le motiva ante un exceso de la historia.
Tal exceso perturba los instintos del pueblo, e impide madurar tanto al individuo como a la totalidad: [éste] provoca la creencia siempre perjudicial en la vejez de la humanidad, al creerse frutos todavía epígonos; debido a este exceso, una época cae en el peligroso estado de ánimo de la ironía sobre sí misma, y de dicho estado pasa a otro, el cinismo, aún más peligroso: y, en esa actitud, una época evoluciona más y más en la dirección de un practicismo calculador y egoísta que paraliza y, finalmente destruye todas las fuerzas vitales.29
Este exceso de la experiencia histórica tiene como fundamento la vivencia de un tiempo homogéneo, rectilíneo y vacío que surge de la experiencia rutinaria e industrial, y validada universalmente por la mecánica moderna que establece la primacía del movimiento rectilíneo uniforme respecto del movimiento circular. La experiencia del tiempo muerto, sustrae la experiencia. Muerte de la experiencia es lo que caracteriza la vida en las grandes ciudades y, el trabajo cíclico y rutinario parece confirmar la idea de que el instante continuo es el único tiempo humano. Ese tiempo se establece como único porque es una sucesión de ahoras, conforme al antes y al después, y mientras tanto la historia se torna una simple cronología, donde la única manera de salvar la aparición de sentido es introduciendo la idea, privada en sí misma, de todo fundamento racional, de un progreso infinito y continuo.30
La pobreza de la experiencia no se ha quedado sin más ahí, sino que ha cobrado rostro que se va configurando a lo largo del tiempo, mismo que va minando la trascendencia de sentido, del mismo modo que Cronos asesina a Urano, de cuya venganza surgen los abusos e indiferencias que construyen un egotismo asincrónico y demoledor. Esta nueva forma de barbarie no se establece como el asesinato sistemático de las personas, sino como la sutil ausencia de significado de la vida humana. La pobreza de la experiencia no es sólo desde el aspecto privado, sino en las de la humanidad en general. Y no hay que entender esta carencia como añoranza de gente aburrida ante una nueva experiencia, sino como la orientación que busca liberarse de las mismas experiencias.31
A modo de conclusión
Atenuar la capacidad del ser humano para enfrentar los acontecimientos que el propio devenir histórico trae consigo, mengua la capacidad de aprehender el sentido que el mundo ofrece. Esto implica un empobrecimiento no sólo moral, sino especialmente especulativo e intelectual cuyas consecuencias son destructivas, especialmente para la construcción de una esfera pública y política libre.
La pérdida de la experiencia se traduce de manera inequívoca en una ausencia de juicio personal.32 Esta habilidad no únicamente se establece como la habilidad para percibir cosas desde el punto de vista personal, sino también la perspectiva de todos los que se encuentran presentes. Por eso, la pérdida de la experiencia implica necesariamente la pérdida de la capacidad de juzgar, misma que se perfila como la capacidad política por excelencia ya que orienta al ser humano en el desarrollo de su existencia en el mundo común compartido.
De esta manera, el juicio sin apropiación significativa de los acontecimientos, sin deliberación compartida, sin consideración del sentido del mundo que se ofrece de manera constante, se transforma como un juicio esclerótico con implicaciones importantes de carácter político, entendiendo éste no desde la reducción partidocrática institucional, sino como la capacidad de relacionarse con los demás en un espacio común; pues, la intencionalidad específica del juicio consiste en su referencia fundamental hacia los demás. Así, la capacidad del juicio, la misma capacidad del pensar, se transforma en un juicio de carácter político y su ejercicio abierto contribuye o facilita las catástrofes personales y comunitarias. Es decir, el juicio que se realiza en la interioridad de cada uno de los seres humanos tiene una connotación relacional, porque la consideración por las cosas dentro de un mundo común no se puede articular en la dimensión intimista del ser humano, sino en la consideración intersubjetiva propia de los seres que se saben en relación. Sin embargo, la capacidad de realizar juicios y, por consiguiente, la capacidad de pensar por sí mismo, se encuentra constreñida por la incapacidad de reconocer la proximidad significativa de los acontecimientos en el mundo.
La falta de experiencia tiene un corolario adicional: la postura del espectador pasivo. Esta postura prescinde de la consideración y atención a las acciones y eventos concretos a fin de "contemplar" y, por ello, explicar prescindiendo de los elementos anecdóticos, cotidianos y ordinarios, la realidad del todo. Eso es posible porque se abstrae la pluralidad de todos los acontecimientos en una sola realidad vacía. Por tales consideraciones, se construye una idea absoluta, vacía y homogénea que domina la integración desde un orden metahistórico las incertidumbres e inseguridades de los siempre cambiantes asuntos humanos. Por eso, en el tiempo de la posthistoria, la experiencia se cierra como a la experiencia personal, para dar paso al establecimiento de explicaciones "oficiales" que establecen leyes universales en las distintas esferas de acción del ser humano. El resultado: la existencia de la sociedad de masas que se desarrolla de acuerdo a leyes necesarias de la reproducción de los procesos de vida de la humanidad, considerada como un todo, donde el cálculo de las regularidades humanas se puede asegurar.
Una vez que la espontaneidad libre es excluida del campo de interés de los seres humanos se sistematizan las regularidades del comportamiento humano. Así, el ser humano se constituye por el comportamiento regido por los dictámenes de un colectivo que únicamente orienta a la satisfacción de las necesidades básicas. Por ello, el hombre, en cuanto ente que juzga y experimenta, resulta ser nada más que un amasijo de estatus, roles y funciones sociales determinados por las instituciones, organizaciones y sistemas sociales y políticos considerados atemporalmente. Esto implica perder el sentido orientador que ofrece la experiencia compartida en el mundo, pues los acontecimientos ya no son incorporados al propio horizonte de comprensión desde su significado específico, sino sólo a la luz de su contribución a la reproducción de las formas establecidas en relación con el mundo y con los demás.
En este marco de ausencia de experiencia el ser humano se satisface con la falacia del constante progreso, por lo que son incapaces de ofrecer una visión particular de mundo y, peor aún, porque son incapaces de percibir el advenimiento de movimiento y regímenes despóticos y antihumanos, permaneciendo ciegos ante la barbarie que desde sí mismo se reproduce. Pues, no es la acción humana la que hace la diferencia, ya que es más fácil actuar que pensar en un régimen tiránico, sino el rompimiento del momento lineal vacío que impide un déficit de conciencia histórica.
El pensar por uno mismo, el afrontar los acontecimientos que el mundo ofrece a pesar de todo, permite establecer un ámbito común, un espacio político, donde la experiencia personal incorpora un sentido original y originante que se establece como valor significativo, ineludible e insuperable en la apertura de la realidad misma. En la experiencia personal con el mundo compartido se valora la realidad y se construye un pensamiento comprometido con un diálogo interno consigo mismo, lo cual pone límites en la conducta de cada ser humano. Así, la experiencia de las personas se construye en la doble dirección dada por el ámbito de las acciones y el de la reflexión. La acción no es opuesta a la reflexión, ni viceversa, sino que ambas se realizan concomitantemente en el mundo común compartido, mismo que es condición de desarrollo de los seres humanos, de manera tal que se presupone la apropiación del sentido expresado en el mundo. Pues, en última instancia, lo político depende de la experiencia expresada por el juicio, de la apropiación de sentido compartida en el mundo.
1 Cf. Giogio Agamben, Infancia e historia: destrucción de la experiencia y origen de la historia. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003, p. 131.
2 Cf. Francis Fukuyama, "¿El fin de la historia?", en Claves de Razón Práctica, núm. 1, abril de 1990, pp. 8596. El texto se publicó, en verano de 1989, en la revista The National Interest basado en una conferencia dada en el Centro John M. Olin de la Universidad de Chicago, para la investigación de la Teoría y Práctica de la Democracia. La frívola y gratuita autocomplacencia de su postura, al considerar su tesis como si algo muy distinta a la de "el fin de las ideologías", como cuando proyecta sobre el mundo entero lo que D. Bell limitaba a los países industriales. En este sentido, Fukuyama es incapaz de poner el mínimo interrogante sobre el triunfo de la democracia liberal, que se ha logrado con unos terribles costos, siendo uno de ellos, y no el menos importante, el vaciamiento de contenido democrático de tantos regímenes que han asumido la forma de gobierno democrática por imperativo de las potencias hegemónicas, que así han creído poder legitimar como pacífica y justa una situación tan irracional e injusta como la del orden mundial vigente.
3 F. Fukuyama, "Respuesta a mis críticos", en El País, 21 de diciembre de 1989. [ Links ]
4 La noción de historia moderna privilegia un punto arquimédico que opera como principio normativo que permite juzgar las acciones realizadas; ante ello, en el presente trabajo se considera la noción de historia desde las referencias del entrecruce biográfico que tejen las distintas redes sociales y políticas significativas en la vida ordinaria de las personas, ya que la misma experiencia de la Historia Mundial no se reconocen desde un punto externo, privilegiado y objetivo, revestido de una imparcialidad ambivalente, sino desde una comprensión intersubjetiva situada.
5 G. W. F. Hegel, Filosofía de la historia. Barcelona, Zeuz, 1985, p. 49. [ Links ]
6 Emmanuel Kant, Ideas para una historia en clave universal, en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia. Madrid, Tecnos, 1987, p. 5. [ Links ]
7 José Antonio Pérez Tapias, Filosofía y crítica de la cultura. Madrid, Trotta, 2000, p. 252. [ Links ]
8 Jürgen Habermas, Pensamiento posmetafísico. Madrid, Taurus, 1990, p. 147. [ Links ]
9 Max Weber, Ensayos sobre sociología de la religión, t. I. Madrid, Taurus, 1984, p. 11. [ Links ]
10 Alexandre Kojéve, Introduction a la lectura de Hegel. París, Gallimard, 1979, pp. 434435. [ Links ]
11 Silvana Rabinovich, "La mirada de las víctimas: libertad y responsabilidad", en José María Mardones y Manuel Reyes Mate, eds., La ética ante las víctimas, núm. 133. Barcelona, Anthropos, 2003, p. 51. [ Links ]
12 Walter Benjamin, Tesis sobre filosofía de la historia. Trad. de Bolívar Echeverría. México, Clío, 2005, p. 19. [ Links ]
13 Manuel Reyes Mate, Medianoche en la historia: comentarios a las tesis de Walter Benjamin "sobre el concepto de historia". Madrid, Trotta, 2006, pp. 6970. [ Links ]
14 G. W. F. Hegel, "Über die philosophie der geschichte", p. 540, apud M. Reyes Mate, op. cit., p. 71.
15 A. Kojéve, op. cit., p. 435.
16 G. Agamben, Lo abierto: el hombre y el animal. Valencia, PreTextos, 2005, p. 17. [ Links ]
17 W. Benjamin, op. cit., p. 19.
18 Maniel Reyes Mate, Memoria de Auschwitz: actualidad moral y política. Madrid, Trotta, 2003, pp. 3132.
19 Manuel Reyes Mate, op. cit., p. 88.
20 Cf. G. Agamben, El tiempo que resta: comentario a la cara a los romanos. Trad. de Antonio Piñeiro. Madrid, Trotta, 2006, p. 47.
21 Idem.
22 W. Benjamín, Schriften, t. V. R. Tiedmann y H. Schweppenhauser, eds. Suhrkamp, Fráncfort del Meno, 1974, p. 578, apud G. Agamben, op. cit., p. 142.
23 W. Benjamin, "Experiencia y pobreza", en Discursos interrumpidos I. Madrid, Taurus, 1998, pp. 167168. [ Links ]
24 G. Agamben, op. cit., p. 8.
25 El fenómeno de lo saturado es analizado por JeanLuc Marion, pues trata de precisar el sentido de la saturación del aparecer. Cf. JeanLuc Marion, El cruce de lo visible. Ellago Ediciones, 2006.
26 Sin embargo, a pesar de que las reflexiones metafísicas se encuentran desestimadas, parece que hay una cierta articulación entre la aparente contradicción que se presenta en la saturación de la historia y la pérdida de la experiencia con el sustrato metafísico. Pues, en la reflexión metafísica tanto de Descartes como en Kant, barruntaron en la convivencia de figuras que testificaban un más allá, del pobre enclaustramiento del sujeto sobre sí mismo, bordes sobrepasados por su exterioridad. Así, la idea de lo sublime en Kant se presenta como una intuición que excede todo concepto; mientras que Descartes hace lo propio con su idea de infinito. Con esto se libera la posibilidad de pensar el mundo como una donación espontánea venida de afuera y antes que el propio sujeto.
27 G. Agamben, Lo abierto: el hombre y el animal, p. 98.
28 Para recordar, Nietzsche consideraba que los hechos son estúpidos en tanto que requieren de un intérprete y, por tal motivo, las teorías explicativas de la historia son las únicas inteligentes, así quien sostenga su vida "en el poder de la historia se volverá vacilante e inseguro y ya no podrá creer en sí mismo". En este sentido, Nietzsche consideraba que se pueden asumir tres actitudes ante la historia: la "historia monumental" que se realiza cuando se busca en el pasado modelos y maestros que permiten satisfacer las aspiraciones personales; "la historia anticuaria" que se construye en la búsqueda y conservación de los valores constitutivos en que se desarrollan las cosas en el presente; y, por último, "la historia crítica", en la que considera el pasado con el enfoque propio de un juez que aparta y condena todos los elementos que obstaculicen toda la realidación de sus valores específicos. Federico Nietzsche, Consideraciones intempestivas, 18731875, t. II. Buenos Aires, Aguilar, 1949, p. 146. [ Links ]
29 F. Nietzsche, De la utilidad y de los inconvenientes de la historia para la vida. Barcelona, Península, 2003, p. 72. [ Links ]
30 G. Agamben, op. cit., pp. 131155.
31 Cf. W. Benjamin, "Experiencia y pobreza", en op. cit., p. 170.
32 Aquí se siguen las reflexiones arendtianas realizadas sobre el juicio, pues lo considera como la habilidad política por excelencia. Cf. Hannah Arendt, Lecturas sobre filosofía política en Kant. Barcelona, Paidós, 2003.