Introducción
Como apunta Harol Laski,1 el liberalismo ha sido la doctrina política y económica característica del mundo occidental moderno. La libertad convertida en derecho, surgió de la necesidad de afirmar a los individuos ciudadanos frente al poder absoluto y tiránico de los gobernantes. Lo cual se promulgó positivamente en la Revolución Francesa y la Independencia Norteamericana, movimientos que apostaron por los derechos del hombre y del ciudadano,2 y cuya influencia se expandió por buena parte del mundo. Se trata de un individuo que, si bien tiene intereses particulares, asume como imperativo social la necesidad de lograr consensos que le permitan la convivencia con los demás, producto de la deliberación racional entre las partes constitutivas de la sociedad. De ahí que las teorías del contrato social y la teoría política del liberalismo se encuentren estrechamente relacionadas, al tener como fundamento la doctrina del iusnaturalismo moderno. De este modo, los elementos que definen al liberalismo son: 1) la libertad individual, 2) un racionalismo crítico capaz de lograr acuerdos, 3) principios de justicia universalmente válidos (en tanto que buscan la justicia y no un ideal de bien).
En este sentido, las sociedades liberales pueden concebirse como sociedades abiertas, ya que, en principio, están posibilitadas para escuchar a todas sus diferentes partes constitutivas. Según uno de los teóricos liberales contemporáneos más importantes, Giovani Sartori,3 la apuesta del liberalismo es por una sociedad abierta -no inflamada de pasiones ni demasiado emotiva-, que respete principios generales normativos de convivencia mutua. El liberalismo busca la creación de un Estado racional, que observe las libertades y los intereses de los individuos mediante normas contractuales a partir de principios razonables y verificados reflexivamente.
La razón, fuente de acuerdos
El iusnaturalismo moderno, aporta fundamentos importantes al liberalismo político, como la idea de que el ejercicio racional de la libertad justifica que los hombres puedan ser sujetos de derechos. Estos derechos tienen por objetivo resguardar y garantizar la libertad de cada individuo, así como igualar posibilidades de desarrollo individual y crear vínculos sociales y éticos de cohesión social.
Como lo apunta Norberto Bobbio, lo característico de la escuela del derecho natural o iusnaturalismo moderno, conformada por autores como Thomas Hobbes, John Locke, Jean Jaques Rousseau e Immanuel Kant, no fue el contenido de sus principios: “[lo que caracteriza este modelo] no es tanto el objeto (la naturaleza), sino la manera de tratarlo (la razón), no un principio ontológico (que supondría una metafísica común que de hecho nunca existió), sino un principio metodológico”.4 Dicho principio metodológico consistió precisamente en suponer que los individuos, haciendo uso de su igual capacidad de raciocinio, podrían descubrir los principios naturales del derecho que les permitieran fundar una sociedad sobre principios universalmente válidos, donde gobernara la paz y la justicia. Se trataba de encontrar los principios racionales con los cuales construir un gobierno racional, respetuoso de la ley natural y, por tanto, de la libertad.
Para Thomas Hobbes, el derecho natural tiene como objetivo proteger la libertad: “LEY NATURAL, lex naturalis, es un precepto o regla general, descubierto mediante la razón, por el cual a un hombre se le prohíbe hacer aquello que sea destructivo para su vida o elimine los medios de conservarla”.5 La libertad del hombre -entendida como capacidad de usar su poder como mejor le plazca-, en el Estado de naturaleza, corre el riesgo de ser vulnerada por cualquier otro sujeto que quiera imponer su derecho. Es entonces que el individuo renuncia a parte de sus derechos y libertades para que el gobernante los administre. Su finalidad es crear principios que le permitan vivir en sociedad y mantenerse a salvo: se trata de un razonamiento al servicio de la vida.
De igual modo, Jean Jacques Rousseau escribe: “libertad común es una consecuencia de la naturaleza humana, cuya primera ley es velar por la propia conservación”,6 por lo que se debe renunciar a parte de la libertad aunque nunca a su totalidad, para instaurar la sociedad. Los principios y normas de la justicia deben contar con el acuerdo de los individuos libres e iguales que conforman la sociedad, lo cual sólo puede lograrse si la fuente de donde emanan es la razón, común a todos los hombres.
Para John Locke, considerado padre del liberalismo, la posesión de derechos ligados a la protección de las libertades autónomas es inherente a todos, pues “todos los hombres están en un estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus posesiones y personas como les parezca adecuado, dentro de los límites de la ley natural, sin pedir permiso o depender de la voluntad de ningún otro hombre”.7 Si la libertad es igual para todos, ello implica que el hombre puede disponer de su persona y de sus posesiones como le plazca, pero no avala la destrucción de sí mismo ni de ninguna criatura que esté en su posesión, salvo que un fin más noble lo exija. “Siendo todos iguales e independientes, nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad y posesiones”.8 La razón es, por lo tanto, fuente que faculta acuerdos políticos, respetuosos de la libertad y los derechos de los demás.
Para Immanuel Kant, el derecho natural es “el derecho cognoscible a priori por la razón de todo hombre”9 y pretende fundamentar que todos los hombres, al hacer uso de la razón, adquieren la capacidad de darse a sí mismos leyes que garanticen sus derechos y libertades:
El concepto de libertad es un concepto puro de la razón […], trascendente para la filosofía teórica, un concepto tal que no puede ofrecerse para él ningún ejemplo adecuado en cualquier experiencia posible, […] y no puede valer en modo alguno como un principio constitutivo de la razón especulativa, sino únicamente como uno regulativo y sin duda meramente negativo; pero en el uso práctico de la razón prueba su realidad mediante principios prácticos que demuestran, como leyes, una causalidad de la razón pura para determinar el arbitrio con independencia de todos los condicionamientos empíricos, y que demuestran en nosotros una voluntad pura [concepto positivo de libertad] en la que tienen su origen los conceptos y leyes morales.10
Las leyes, producto de la razón, son posibles gracias a la capacidad del sujeto para autodeterminarse y reconocer la necesidad apriorística de ciertas normas que regulen la convivencia pacífica, sus acciones y, conforme a ellas, se enuncian según la forma del Imperativo Categórico: “obra según la máxima a través de la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en Ley universal”.11
Las leyes naturales reconocen una obligatoriedad racional, por lo que se pretenden objetivas, aunque incluso carezcan de legislación externa. Como el mismo Kant lo define, existen dos tipos de derechos: “derecho natural, que sólo se basa en principios a priori, y [por otro lado] derecho positivo (estatutario) que procede de la voluntad del legislador”.12 Los imperativos categóricos definen lo que es justo y correcto y se resuelven en principios políticos normativos que pretenden orientar la legislación positiva, que dará lugar a lo legal.
Bobbio, siglos más tarde, apuntará que “la doctrina iusnaturalista del Estado no es solamente una teoría racional del Estado, sino también una teoría del Estado racional”.13 La fundación racional del Estado se justifica por la salida del Estado de naturaleza mediante un consenso racional, que a su vez da paso al contrato social. Es mediante el contrato que se ejerce y protege la libertad misma. Instaurar e instituir socialmente el derecho mediante el contrato requiere que todos los contratantes, haciendo uso autónomo y libre de su razón, determinen los principios universalmente válidos para proteger sus libertades, sus derechos y sus posesiones.
Los antes referidos autores clásicos coinciden con el planteamiento contractual. Y si bien la idea del consenso tiene algunos matices de importancia referentes al Estado de naturaleza, todos ellos aceptan que dicho estado representa imperfección -en tanto que no existe propiamente la política, ni queda asegurado lo propio y lo ajeno sino hasta el estado civil-, aunque no todos aceptan la existencia real o histórica del mismo. Cómo nos aclara Adela Cortina en su estudio preliminar a La metafísica de las costumbres, de Kant, el derecho natural ligado al Estado de naturaleza: “no es un estado histórico ni describe una constitución metafísica del hombre, sino que es una idea de la razón que, desde la idea de libertad, pretende justificar lógicamente que los hombres sean capaces de derechos”,14 lo cual da sustento a la idea de la permanente capacidad del ser humano de crearse y re-crearse a sí mismo y a sus instituciones.
Para el contractualismo clásico, salir del Estado de naturaleza es una necesidad, y si bien la finalidad del pacto no es la misma en todas las propuestas teóricas,15 la construcción de un Estado racional va conformando elementos que constituyen la doctrina del liberalismo político, sustentado en imaginarios operantes hasta la actualidad; a saber: 1. Se reconoce que el sujeto posee un cúmulo de libertades que le son inherentes e inalienables por derecho natural; 2. Dichas libertades se enuncian como derechos que otorgan prerrogativas y poderes a los sujetos, en tanto le pertenecen a su condición humana, es decir, son derechos subjetivos; 3. Estos derechos subjetivos están amenazados en el Estado de naturaleza; afirmarlos de manera individual no es efectivo para su protección, por ello se requiere el establecer un estado civil; 4. El estado civil se funda en torno a la protección de valores comunes aceptados por todos, que originan principios políticos generales para regular la vida en comunidad; 5. La igualdad de la razón se corresponde con la igualdad en la libertad y en la posesión de derechos; 6. Sólo el sujeto libre y racional puede hacer uso de sus capacidades para contratar los principios con los cuales determinará su voluntad y dirigirá sus acciones: las leyes; 7. La única protección efectiva de un derecho es la consensuada racionalmente en sociedad y especificada mediante leyes; 8. Si un principio es racional y razonable, es opuesto a la violencia y a los abusos arbitrarios por parte de la autoridad; 9. En tanto que el acuerdo es más un método de justificación racional que un principio acordado representativamente, la justificación es tácita e implícita, y posible gracias a la reflexión.
¿Contrato o consenso?
La característica transversal de las propuestas del contrato social es la fundamentación racional de los principios normativos, mediante los cuales se justifican, regulan y garantizan derechos y se delimitan los poderes inherentes a ellos.
Es propiamente el Estado civil, en los términos propuestos por Kant, el que más se asemeja a nuestro contemporáneo Estado de derecho. Ya que:
Es menester salir del Estado de naturaleza, en el que cada uno obra a su antojo, y unirse a todos los demás para someterse a una coacción externa legalmente pública; por tanto, entrar en un estado en el que a cada uno se le determine legalmente y se le atribuya desde un poder suficiente lo que debe ser reconocido como suyo; es decir, que debe entrar ante todo en un estado civil.16
Hay que recordar que el Estado de derecho se rige principalmente por cuatro principios fundamentales: 1. El imperio de la ley; 2. División de poderes; 3. Legalidad de la administración; y 4. Derechos y libertades fundamentales: garantía jurídico-formal y efectiva realización material. El Estado de derecho significa, por lo tanto, la sujeción a un marco jurídico que regula los poderes y actividades del Estado y de los ciudadanos mediante leyes, resultado de la expresión de la voluntad popular.17 Dicha voluntad popular se manifiesta mediante representantes a los que se les delega poder para decidir, consensuar y llegar a acuerdos (contratos) sobre las normas con las cuales se organizará la sociedad.
La teoría del contrato social proveniente del iusnaturalismo contemporáneo es ampliamente aceptada, en tanto que justifica el establecimiento del Estado racional.
Por ello es importante delimitar brevemente las implicaciones ético-políticas de la idea del contrato social. Para Hannah Arendt, en principio habría que distinguir entre dos tipos de “contrato social”: “Uno se llevaba a cabo entre individuos y daba nacimiento a la sociedad; el otro se llevaba a cabo entre el pueblo y su gobernante y daba origen al gobierno legítimo”;18 el primero, entendido como contrato mutuo entre iguales, y el segundo, como cesión de poder al gobernante a fin de mantener protegida la vida y las propiedades.
Se podrían enumerar de la siguiente manera las principales diferencias entre ambos tipos de contrato. Por un lado: “el contrato mutuo mediante el cual los individuos se vinculan a fin de formar una comunidad se basa en la reciprocidad y presupone la igualdad; su contenido real es una promesa y su resultado es ciertamente una «sociedad» o «coasociación», en el antiguo sentido romano de societas que quiere decir alianza”.19 Lo relevante de dicha alianza es que acumula la fuerza separada de los participantes en el pacto, a fin de vincularlos en una nueva estructura de poder, que se establece en virtud de promesas libres y sinceras. Por otro lado, se encuentra:
[…] el llamado contrato social suscrito entre una determinada sociedad y su gobernante, estamos ante un acto ficticio y originario de cada miembro, en virtud del cual entrega su fuerza y poder aislados para constituir un gobierno; lejos de obtener un nuevo poder, mayor eventualmente del que ya poseía, y lejos de vincularse mediante promesas, se limita a manifestar su «consentimiento» a ser gobernado por el gobierno, cuyo poder se compone de la suma total de fuerzas que todos los individuos le han entregado y que son monopolizadas por el gobierno para el supuesto beneficio de todos los súbditos.20
En el pacto que funda la sociedad mediante promesas, lo que se establece es una comunidad, donde los individuos se cohesionan entre ellos y ganan poder social; mientras que, al delegar el poder al gobernante, lo que se garantiza y protege es precisamente el aislamiento del individuo, que repercute en pérdida de poderes. El acto de promesa es, por definición, llevado a cabo siempre en presencia del prójimo, por lo que se establece una relación de reciprocidad con la que se afianza la comunidad política; mientras que el consentimiento puede ser llevado a cabo por el individuo de manera aislada o de manera libre y secreta -al emitir el sufragio-. La cantidad de sujetos que conforman una sociedad hace complejo que éstos puedan reunirse a fin de hacer un pacto de reciprocidad, por lo que se ha dado paso a la representación, en la cual los ciudadanos delegan a un representante capacitado y competente el poder de defender sus intereses comunes, haciendo del sufragio el rito de inclusión a la comunidad política.
Del mismo modo, es análoga la idea del contrato, como consentimiento, a un acto de ciudadanía pasiva y delegación del poder (política); y el contrato, como promesa, a uno de ciudadanía activa en tanto praxis política (político), lo que establece una relación conflictiva entre ambos, no siempre hecha evidente.
En la política moderna, tal parece que la idea del contrato como consenso niega y subsume a la del contrato como promesa. Su finalidad es limitar el poder de la comunidad política a los sujetos, momentos y mecanismos reconocidos institucionalmente. Sin embargo, aunque delegar el poder significa renunciar a parte del mismo, siempre es posible que la sociedad lo recupere. Como indica Arendt: “el gobierno que […] es resultado del consentimiento, monopoliza el poder de tal modo que los gobernados son políticamente impotentes mientras no decidan recuperar su poder original, a fin de cambiar el gobierno y confiar su poder a otro gobernante”.21 Es decir, la enunciación de las razones del consenso debe ser siempre pública y aceptada razonablemente por los ciudadanos, de lo contrario, cuando el poder se vuelve arbitrario, despótico e irracional, se vuelve necesario instituir un nuevo poder sometido a la razón.
El equilibrio reflexivo rawlsiano
La noción del contrato social ha trascendido a la filosofía política posterior a los autores iusnaturalistas clásicos, e incluso se puede afirmar que se ha instituido como método de deliberación racional en las democracias modernas. Sin duda, el teórico más representativo del contractualismo contemporáneo es el norteamericano John Rawls, creador del concepto de “equilibrio reflexivo”.
Rawls, como liberal heredero del contractualismo clásico, afirma como presupuesto metodológico la idea de un ser humano autónomo que, haciendo uso de su razón, libre y voluntariamente, se da a sí mismo los principios con los cuales normará su vida en sociedad por sobre los que le vienen dados por tradición. Caracteriza al hombre como encargado de lograr acuerdos de justicia con dos potestades morales -que se “poseen” y no se “son”-, que corresponden a: “la capacidad del sentido de lo recto y de la justicia (la capacidad de reconocer los términos equitativos de cooperación y de ser razonable), y la capacidad de una concepción del bien (y, por tanto, de ser racional)”.22 Es sobre estas dos potestades que Rawls fundamenta la capacidad de los individuos de lograr acuerdos de Justicia por medio del método del “equilibrio reflexivo”.
Rawls es consciente del carácter falible de los razonamientos y de los acuerdos emanados de la deliberación, pero no por ello renuncia a considerar a la tradición contractualista y al contrato social mismo, como los argumentos teóricos de fundamentación más efectivos para garantizar la legitimidad de los principios de justicia. Su propuesta neocontractualista sustituye el “Estado de naturaleza” por el argumento hipotético de la “posición original”: el espacio ideal de deliberación para lograr el consenso que dará paso al contrato social. A propósito del contrato, Rawls hace una precisión: “hay que recordar que el contenido del acuerdo apropiado no es ingresar en una sociedad dada o adoptar una forma dada de gobierno, sino aceptar ciertos principios morales”,23 esto es, razonar para “aceptar” principios políticos normativos de justicia; se trata de “consensuar” más que de “contratar”.
La finalidad de la deliberación que se lleva a cabo a partir de la posición original, bajo las restricciones del velo de la ignorancia, es la de lograr los principios de justicia, y, para lograr dichos acuerdos, es indispensable llevar a cabo un equilibrio reflexivo. Es decir, la legitimidad de los acuerdos logrados parece que no se reduce al método, sino que también constituye un mecanismo en torno al equilibrio reflexivo. El método remite a lo teórico del equilibrio, a su procedimiento; mientras que mecanismo remite al instrumento y a la efectividad de su realización. Se usan los dos términos para dar cuenta de que, en la propuesta rawlsiana, el equilibrio pretende no sólo quedarse a nivel de argumento teórico, sino que pretende servir también en los procesos de justificación reales de deliberación de las sociedades democráticas. Rawls define -en la Teoría de la Justicia-, al equilibrio reflexivo en los siguientes términos:
Es de suponer, [...] que habrá discrepancias. En este caso tenemos que elegir. Podemos, o bien modificar el informe de la situación inicial, o revisar nuestros juicios existentes, ya que aun los juicios que provisionalmente tomamos como puntos fijos son susceptibles de revisión. Yendo hacia atrás y hacia delante, unas veces alterando las condiciones de las circunstancias contractuales, y las otras retirando nuestros juicios y conformándolos a los principios, supongo que acabaremos por encontrar una descripción de la situación inicial que a la vez que exprese condiciones razonables, y produzca los principios que correspondan a nuestros juicios debidamente retocados y adaptados. Me referiré a este estado de cosas como equilibrio reflexivo. Es un equilibrio porque finalmente nuestros principios y juicios coinciden; y es reflexivo puesto que sabemos a qué principios se ajustan nuestros juicios reflexivos y conocemos las premisas de su derivación. Por el momento todo está bien; sin embargo, este equilibrio no es necesariamente estable. Está sujeto a ser alterado por un ulterior examen de las condiciones que debieran imponerse a la situación contractual y por casos particulares que pudieran llevarnos a revisar nuestros juicios.24
Mediante la deliberación, se pretende lograr un equilibrio reflexivo entre los intereses y expectativas de los miembros de la sociedad. El equilibrio exige que, aún en las circunstancias más adversas, ya sean reales o hipotéticas, las partes deliberantes sean capaces de exponer razonablemente sus juicios y de escuchar y reconocer los juicios y las razones aducidas por las demás partes deliberantes. Al mismo tiempo, los individuos deliberantes deben poder encontrar un punto, similar a la posición original, desde el cual evalúen y reconozcan la razonabilidad de los argumentos; es decir, un punto fuera -casi como el punto arquimédico-, desde el cual puedan ver, por así decirlo, las diferentes necesidades y opciones del grueso de la sociedad. Esto se logra, según Rawls, gracias a que quienes llevan a cabo el equilibrio reflexivo no se encuentran afectados por intereses egoístas, partidarios, individuales, sino que se remiten a lo razonable, a una razón compartida públicamente. Por ello:
Lo razonable es un elemento propio de la idea de la sociedad como un sistema justo de cooperación, y el que sus justos términos sean razonables a fin de ser aceptados por todos forma parte de su idea de reciprocidad. […] la idea de reciprocidad está entre la idea de la imparcialidad y la idea de ventaja mutua, entendida como que todo el mundo salga beneficiado de la situación presente o que cada uno espera, según estén las cosas.25
Los deliberantes, al estar bajo las restricciones del velo de la ignorancia, que sólo les permite conocer las generalidades de la sociedad, pueden encontrar ese punto que no los comprometa con perspectivas específicas del mundo; lo cual no significa que se mantengan tan poco informados que se les pueda descalificar por su desvinculación.
Ahora bien, la racionalidad a la cual responde la deliberación no es una racionalidad “cerrada” que funcione a la manera de la racionalidad económica, es decir, que sólo evalúe los medios y los fines y proceda de la “mejor manera” utilitariamente hablando, pues, “es obviamente imposible desarrollar una teoría sustantiva de la justicia que se funde únicamente en verdades de la lógica y en definiciones”.26 Se trata de construir una racionalidad más “abierta”, en la medida de que, al evaluar los juicios y las razones de la deliberación, las partes pueden incluso servirse de su intuición para determinar lo que es razonable, lo que ha de ser congruente con la justicia. Por lo tanto, aun cuando nos propone la deliberación a la forma de los imperativos categóricos kantianos deducidos a priori, reconoce que éstos no proporcionan una base restringida, y en el equilibrio se “debe de tener la libertad de utilizar, a su gusto, supuestos contingentes y hechos generales. No hay otra manera de dar una explicación de nuestros juicios meditados en equilibrio reflexivo”.27
La deliberación debe hacerse desde la concepción de la tercera persona y no sólo desde los intereses personales. Dadas las restricciones del velo de la ignorancia, nadie sabe qué lugar ocupa en la sociedad, por lo que, a partir de las condiciones particulares generalizadas, se buscan los universales que funcionarán como principios normativos de justicia, “Así, en la diversidad se posibilita encontrar la unidad buscada, una unidad sui géneris a través de una categoría kantiana: el sensus communis”.28
Sensus communis, como lo apunta Ricoeur, “es un sentido de comunidad que la gente corriente comparte sin el auxilio de los filósofos”,29 que responde a normas comúnmente aceptadas, a usos y costumbres qué, aunque no estén positivadas en códigos escritos, son los referentes de acción de las personas de la sociedad y de los grupos de la misma; incluso pueden ser punto de apoyo, trasfondo de los mismos códigos y principios bajo los cuales la sociedad se rige. Pero esto no debe de confundirse con el modus vivendi que hemos aceptado simplemente porque nos encontramos comprometidos con un sistema de justicia.
Los consensos a los que se llega en la etapa deliberativa tienen que ser, necesaria y profundamente, morales; y deben tener una justificación razonable y contar con la aceptación por todas las partes de la sociedad, bajo lo que hemos de llamar razón pública, conocida, aceptada y validada por todos, pues, “los ciudadanos suscriben el ideal de la razón pública, no como resultado de un compromiso político, como sería el caso en un modus vivendi, sino desde el interior de sus propias doctrinas razonables”.30 La importancia de que el juicio sea razonable recae en el hecho de que lo razonable es lo que nos obliga a considerar al otro. Por lo tanto, lo racional de una persona corresponde al nivel del agente unificado, mientras que lo razonable corresponde al nivel de lo público, construido intersubjetivamente; aunque ambos niveles son complementarios, porque en lo público-razonable se juega la posibilidad de desarrollar lo personal-racional y, de manera inversa, sólo la racionalidad de la persona puede legitimar la razón pública.
Que los individuos sean razonables también implica que sean abiertos a las razones de los demás, que sean capaces de evaluar los mejores argumentos por las mejores razones, en tanto con ellas se posibilite la justicia social. Evaluar los argumentos por las mejores razones quiere decir, también, que los individuos están conscientes de que sus convicciones pueden cambiar, de que son capaces de modificar sus opiniones y las causas acerca de lo que consideran justo. La razonabilidad, entonces, no depende ni se ve limitada por la cantidad de conocimientos que tengan los individuos; depende más bien del buen juicio, de la capacidad que se tiene de afrontar las circunstancias y de actuar del mejor modo posible.
En el equilibrio reflexivo, nuestros juicios se ajustan en un consenso traslapado, es decir, se obtiene del resultado de la negociación y deliberación entre diferentes argumentos, sustentados en diversas doctrinas comprehensivas, pero que logran acordar presupuestos generales en los cuales se ven reflejados los intereses particulares y el beneficio social. El equilibrio pretende ser una aplicación fáctica de un método democrático para individuos reales en condiciones normales, por lo que las premisas emanadas de dicho equilibrio adquieren validez por la razonabilidad de las partes. A propósito, apunta Michael Sandel:
[E]ste método implica dos maneras diferentes de justificación que se combinan para lograr corrección y respaldos mutuos. Un aspecto de la justificación apela a nuestras convicciones meditadas sobre la justicia; el otro apela a un estándar de lo plausible descriptivo, pero no estrictamente empírico que estamos tratando de definir.31
Según se ha dicho, deberíamos suponer que los resultados del equilibrio reflexivo se construyen, no se descubren; aunque, parece, en muchos casos sucede lo inverso, en la medida en que, más que consensuar un argumento, los ciudadanos se limitan a reconocer su razonabilidad.
También es importante aclarar que, para originar el consenso, no es que se parta de la nada, desde la sola capacidad racional de los hombres y de un conocimiento general de las circunstancias de la sociedad, sino que los individuos que buscan llegar a acuerdos, mediante el estire y afloje del equilibrio reflexivo, lo que ponen en juego son diferentes visiones y justificaciones sobre lo que consideran justo. Es decir, se construyen consensos y contratos por la deliberación común, pero evaluando diferentes teorías y argumentos. Los consensos deben ser reflexivos precisamente por saber cuáles son sus argumentos y de dónde proceden. Lo razonable refiere, por un lado, al método, al ser razonable de los acuerdos y de los argumentos; y por otro, al mecanismo, a lo que los individuos son y a lo que desde sus más profundas convicciones consideran justo y valioso, en tanto razonable.
Acorde con los dictados de su tradición liberal, Rawls da prioridad a la libertad negativa, lo cual le resta fuerza al equilibro mismo, pues se diluye la capacidad de los individuos de autodeterminarse plena y socialmente. La balanza se inclina hacia la capacidad racional del ciudadano de, reflexivamente, reconocer la justicia y validez de los acuerdos. Es decir, la autonomía se reserva para los individuos, ciudadanos, que viven ya en el marco de las instituciones de una sociedad bien ordenada y que entienden por autonomía, no la capacidad de crearse e imponerse fines a sí mismo, sino la capacidad racional de reconocer como razonable un principio y apropiárselo. Se trata más de una justificación que de la construcción de los principios de justicia.
Para Jürgen Habermas -que crítica al método rawlsiano sustentado en la “posición original”-, la autonomía plena de los individuos consistiría en reconocer que los ciudadanos poseen las dos potestades morales, y no sólo la capacidad de un sentido de la justicia.32 Para Rawls, la potestad moral de crearse y seguir una idea de Bien queda relegada a la vida privada del individuo. En la construcción de los principios de justicia, retoma dogmáticamente los presupuestos liberales, si bien no para construir una Teoría de la Justicia sobre presupuestos metafísicos, al menos sí para reproducir una epistemología concreta33.
La reflexión -que es el criterio que define el equilibrio reflexivo-, nos dice Sandel, debería eliminar la ficción de la posición original y entenderse de la siguiente manera:
[E]s una facultad distanciadora, y aparece en un determinado apartamiento. Funciona al restablecer el espacio perdido entre el yo y sus fines. En la reflexión, el yo vuelve su foco de atención introspectivamente sobre sí mismo, haciendo del yo su propio objeto de investigación y reflexión.34
La crítica de Sandel parte de la interpretación de que, al recurrir a la reflexión, Rawls recupera sólo la capacidad distanciadora que permite a los contratantes de situarse en la tercera persona, olvidando y desdibujando al sujeto concreto de la política. El distanciamiento -enunciado como velo de la ignorancia y que supone un individuo desposeído de características empíricas identificables-, disuelve la pluralidad, pues no permite que haya intereses reales en juego en el equilibrio. De esta manera, contrario a lo que el mismo Rawls propone al recurrir al contractualismo, para Sandel: “Lo que importa no es lo que se elige sino lo que se percibe, no lo que se decide sino lo que se descubre. Lo que sucede en la posición original no es después de todo un contrato, sino la conquista de la autoconciencia de un ser intersubjetivo”.35
Los bienes y derechos que Rawls enuncia como válidos y razonables están totalmente acordes con los enarbolados por la tradición liberal, y su justificación puede derivarse de la epistemología que la caracteriza, lo que evidencia que la reflexión realmente juega un papel limitado en la explicación rawlsiana, pues funciona más como razón justificante que como razón consensuante.
Sólo la persona, el individuo constituido como sujeto que se reconoce parte de una intersubjetividad situada, puede saber lo que realmente desea y decidir lo que prefiere. Haciendo uso de la reflexión, puede identificar qué es lo que lo constituye y cuáles son las exigencias que su ser le impone. En una reflexión profunda:
[N]o podemos ser sujetos de la posesión completamente descarnados, individualizados anticipadamente y dados con anterioridad a nuestros fines, sino que debemos ser sujetos constituidos en parte por nuestras aspiraciones y vinculaciones centrales, siempre abiertos, y de hecho vulnerables al crecimiento y la transformación a la luz de la revisión de nuestro conocimiento propio.36
El individuo debe poder anclarse en lo que él mismo considera constitutivo de su personalidad, no importa si esto le viene dado por tradición o si se lo da a sí mismo con pleno uso de su autonomía. Lo que está en juego no es la idea de un “multiculturalismo cerrado” frente a un “pluralismo abierto”, sino el poder negociar, razonar y llegar a acuerdos desde lo que cada cual considera valioso y justo, desde su epistemología propia, desde sus razones de peso. La razón práctica necesita, entonces, que entren en juego las diferentes epistemologías constitutivas y constituyentes del sujeto en la deliberación, ya que sólo desde el reconocimiento de la validez y razonabilidad de las razones y argumentos aducidos es que los individuos pueden reconocer la obligación moral de afirmarlos como propios.
Según Habermas, para los individuos interesados en servirse del equilibrio reflexivo, se debería suponer “un discurso inclusivo y libre de coerción entre participantes libre e iguales [donde] todos se ven llevados a situarse en la perspectiva de todos los demás y con ello en su autocomprensión y en su comprensión del mundo”,37 o sea, un procedimiento de argumentación abierto, bajo las exigencias de un uso público de la razón, que no privilegie visiones del mundo, pero que tampoco niegue de entrada la plenitud de la pluralidad de las mismas. La abstracción sólo puede partir de la propia precomprensión epistemológica, que nos permita considerar a ciertas razones fuertes y a ciertas cosas valiosas; posibilitando al mismo tiempo un cambio de perspectiva y un ajuste de nuestros juicios en la búsqueda de acuerdos.
Reflexividad hermenéutica
Acorde, aunque de manera tacita, con la crítica epistemológica de Habermas y Sandel, Paul Ricoeur hace una revitalización del Equilibrio Reflexivo rawlsiano; lo cual no resulta del todo extraño, pues, como lo afirma Agustín Domingo Moratalla en la introducción a Lo Justo: “En este texto, Ricoeur sigue siendo el mismo de siempre, el hombre de la síntesis, del diálogo, del entrecruzamiento de tradiciones y de los difíciles equilibrios reflexivos”,38 hermeneuta que, sin pretender salir de las especificidades teóricas de cada cultura y tradición, busca poner a las mismas en diálogo y lograr equilibrios reflexivos plenos.
Si bien no podemos hablar propiamente de una política en Ricoeur, al menos sí podemos encontrar tratamientos éticos en la misma, y, dentro de esta ética, se enfrenta a tratamientos políticos, aunque no exclusivamente de manera política: tal es el caso de la justicia. Para Ricoeur no existe una subordinación de la política a la ética, como parecería a primera vista; la pretensión de este autor es que la una da mayor fuerza a la otra, por lo tanto, se podría hablar de una ética de la justicia. La revitalización que Ricoeur hace de la idea del equilibrio reflexivo está en poner el peso del mecanismo en su “Ser” reflexivo, abierto a la hermenéutica y la argumentación, con las cuales se justifiquen como razonables los juicios de valor.
Para Ricoeur, se trata de considerar al individuo desde sí mismo, pero con la capacidad de situarse en la segunda y tercera persona, interpretando y dialogando con otros; se trata de una reflexión cuyo objetivo es lograr acuerdos de justicia sobre la base de lo razonable a todos, es decir, de la construcción del sí mismo como otro. En este sentido, el peso epistémico en un análisis hermenéutico, en el que el carácter de razonabilidad o potestad moral referente al sentido de la justicia tiene como equivalente la idea de ethos: “deseo de una vida realizada -con y para los otros- en instituciones justas”.39
Al interpretar, “reconocemos en este ajuste el famoso principio hermenéutico de la interpretación mutua de la parte y del todo”.40 Ajuste que no es otro que el mismo equilibrio reflexivo, que, a su vez, no es otro que un equilibrio entre nuestros principios y juicios y los de los demás. La interpretación toma particular importancia para este equilibrio, pues es por medio de ella y de nuestra moralidad que podemos situarnos en el lugar del otro, sentir empatía con él, aceptar sus razones como válidas, e incluirlas en acuerdos y consensos como justas, aunque no correspondan a lo que egoístamente podríamos esperar.
Esta evaluación del conjunto de las normas que han de regir la sociedad, mitiga las desigualdades sociales al reconocer las razones de los menos favorecidos e integrarlas dentro de los consensos como principios que razonablemente aceptamos, tanto si en la realidad nos encontramos inmersos en ese grupo, como si no; y en ello recae el que, si es razonable, sea justo, puesto que, como indica Ricoeur: “la igualdad de derechos, completada con la igualdad de oportunidades, es ciertamente fuente de cohesión social”.41
Para Ricoeur, la reflexividad goza desde siempre de un estatus fundamental. Esta reflexividad es desde donde el sujeto puede reconocerse y designarse a sí mismo. Por ello, en un primer momento, la reflexividad tiene que ver con la identidad, o si se quiere, con la identidad inmediata del sujeto. Que el sujeto-individuo pueda designarse a sí mismo implica cierto uso de la posición de la tercera persona, que hace las veces de sujeto narrativo que designa su mismidad en un ejercicio de otredad, se autodesigna y reconoce sus especificaciones desde un cierto alejamiento de sí.
Rawls pone siempre el énfasis en esta tercera persona, alejado de las especificidades del sujeto que se autodesigna desde sí mismo. Sin embargo, si seguimos la propuesta de Ricoeur, el equilibrio reflexivo implica que el sujeto pueda equilibrar aquello que lo designa a sí mismo como primera persona -un Yo-, frente a lo que puede reconocer del otro y desde la empatía con el otro como segunda persona -un Tú-; haciendo uso de la tercera persona narrativa -un Él- que, desde cierto alejamiento -como imparcialidad o neutralidad-, pueda evaluar los puntos de equilibrio entre las diferentes perspectivas.
Por ello, dado el carácter interpretativo, hermenéutico del sujeto, no tiene sentido hablar sólo de mí, si con ello no puedo dirigirme al otro. Y este otro no es por sí un antagonista, en su multiplicidad -pues el otro sólo puede ser múltiple-, es el otro complementario de mí mismo. Debe haber cierta reciprocidad entre alguien que es yo y otro que es tú, es decir, afirma Ricoeur, en Sí mismo como Otro:
[H]ay que adquirir simultáneamente la idea de reflexividad y la de alteridad, con el objeto de pasar de una correlación débil y demasiado fácilmente asumida entre alguien y cualquier otro, a la correlación fuerte entre a sí, en el sentido de mío, y a otro, en el sentido de tuyo.42
La reflexividad remite a la enunciación discursiva. Al hablar, al dirigirse a otro, el sujeto: “es capaz de designarse a sí mismo al significar el mundo”.43 No puede nunca desprenderse de los supuestos epistemológicos y contextuales que, detrás de su interpretar y decir el mundo, se encuentran. Por ello, al decir, al relatar cualquier cosa, se está poniendo en juego una cierta valoración del mundo, ya que, como bien lo dice Ricoeur, “no hay relato éticamente neutro”.44 Así, el reconocerse reflexivamente lleva aparejado el reconocerse en…, en la identificación con…; significa incluso la capacidad de la identidad y la identificación consigo mismo y con el Otro. La reflexividad posibilita al mismo tiempo el conocimiento y el reconocimiento. Este “conocimiento reflexivo” es el que nos hace ir y venir entre lo que consideramos valioso y las decisiones que con base en ello tomamos; lo que nos hace reconocer la necesidad de vivir en sociedad con y para los otros. La necesidad del otro exige que no nos sirvamos como medio de él: en la medida en que nos reconocemos a nosotros mismos como valiosos, debemos reconocer el mismo valor en los otros.
Este planteamiento es desde donde Ricoeur revitaliza, con nuevos argumentos, las características del equilibrio reflexivo rawlsiano. Ricoeur, en lugar de oponerse a Rawls, considera al formalismo de su Teoría de la Justicia como una marca que impone fuerza a la búsqueda de la justicia, siempre que pueda albergar contenido de valor. Rawls pretende no comprometerse nunca con ninguna teoría o tradición, al tiempo que nunca las niega, sino simplemente las reserva a otro nivel. Ricoeur, como hermeneuta, reconoce las cargas epistémicas y afirma que: “esta formalización no impide reconocer el espíritu de la Regla de Oro bajo la forma casi algebraica del segundo principio de justicia de Rawls: maximiza la parte mínima”.45
Respecto a la Regla de Oro, se tienen que decir dos cosas; en primer lugar, que de forma negativa queda enunciada de la siguiente manera: “no hagas a tu prójimo lo que no te gustaría que te fuera hecho a ti”; y, de forma positiva, “así, todo lo que queráis que los hombres os hicieran, haced eso mismo por ellos”.46 Dicha Regla de Oro, es, en segundo lugar, identificable con el principio más alto de ética cristiana o, como la llama Ricoeur, la ética común en la perspectiva religiosa,47 que se nutre y toma fuerza de una determinada epistemología: la occidental. Es decir, se encuentra inscrita en el fondo, con las tradiciones más profundas y arraigadas de las éticas y morales occidentales, pero que, según Ricoeur, debido a su universalidad pueden ser reconocidas -como según Ricoeur, Rawls hace con el segundo principio de justicia-48 como principios generales y formales normativos para la impartición de justicia.
Ricoeur reconoce que la pura reciprocidad de la regla de oro puede dar lugar a una justicia que se distribuya conforme a un cálculo utilitario sin más. Por ello, es necesario una economía del don, que puede resumirse de la siguiente manera: “porque te ha sido dado, da a su vez”.49 Este presupuesto estaría acorde con el segundo principio de justicia rawlsiano, pues, exigiría que, cuando la desigualdad sea evidente, se debe superar la igualdad simple por medio de una igualdad compleja, que daría lugar a la equidad.
Reflexión final
Si queremos que el equilibrio reflexivo sea pleno y funcione de manera efectiva como método y mecanismo democrático, aunado a la necesidad de reconocer a los individuos en su diversidad y su especificidad epistémica, se debe poner especial énfasis en el carácter reflexivo que debe caracterizar a dicho mecanismo. Esta reflexividad nos permite que, desde el pleno reconocimiento de nuestras razones, evidenciando de dónde vienen y por qué las consideramos valiosas, podamos realmente llegar a acuerdos válidos para todos.
Ahora bien, no se trata de reducir la noción de “equilibrio reflexivo” a un instrumento del poder, que pretendiéndose razón pública promueva solamente la razón hegemónica imperante. De lo que se trata es de invertir las valencias de la razón justificante y la razón consensuante, y hacer evidente su relación dialéctica. Los problemas actuales de nuestras sociedades necesitan equilibrios flexibles emanados de la pluralidad de visiones del mundo y de la práctica deliberativa real, para lograr acuerdos de justicia efectivamente razonables para todos. Ideas tan importantes para la paz y la justicia social, como los Derechos Humanos, han tenido por consigna ajustarse a la exigencia antes dicha, al ser resultado de la deliberación, acuerdo y reconocimiento entre Estados y de las razones que los fundamentan. Recordemos que el método del “equilibrio reflexivo”, heredero de la idea del contrato social, supone la posibilidad del consenso.
Si asumimos, como Ricoeur, que la “justicia argumenta”,50 debemos asumir también que, en una argumentación -como actividad- y en un argumento -como resultado de esa actividad- existen siempre, cuando menos, estos elementos: 1) un lenguaje; es decir, argumentar es una actividad lingüística, y un argumento es un producto lingüístico que se plasma en un conjunto de enunciados; 2) una conclusión; esto es, el punto final de la argumentación o el enunciado con que se cierra el argumento; 3) una o varias premisas; esto es, el punto de partida de la argumentación o los enunciados con que se abre el argumento, y 4) una relación entre las premisas y la conclusión.
Argumentar se considera, entonces, tanto mecanismo como método, camino y resultado, para resolver disputas de manera pacífica y racional. Actualmente es innegable la necesidad de argumentar y llegar a consensos y contratos con los otros miembros de la sociedad, pues de esa manera resolvemos dialógicamente nuestros conflictos y acordamos las normas de convivencia. Pero, incluso en niveles más prácticos, como la impartición de justicia se debe argumentar y justificar una decisión, más aún cuando da lugar a una sentencia.
Mediante la argumentación es que se dan a conocer las razones que reflexivamente la sociedad puede consensuar, pues las reconoce racionales y, por lo tanto, válidas. Lo anterior enfatiza el presupuesto que afirma que el ejercicio del poder debe subordinarse y regularse mediante el ejercicio de la razón, ya sea que se presente como razón justificante o como razón consensuante. Como apuntaría el filósofo del Derecho Manuel Atienza, en este nivel es donde debemos situar la labor del Derecho en el mundo contemporáneo, donde, según sus palabras:
La idea fundamental es que el ideal regulativo del Estado de derecho es el sometimiento del poder a la razón, no de la razón al poder; ello supone que las decisiones de los órganos públicos deben estar racionalmente fundamentadas, lo que, a su vez, sólo es posible si cabe hablar de criterios que presten algún tipo de objetividad a esa práctica. Dicho en forma breve, el Estado de derecho exige que el Derecho aparezca esencialmente bajo la forma de razonamiento, de razonamiento práctico justificativo.51
La política contemporánea está sustentada sobre la idea de que el Estado se funda sobre presupuestos racionales, acordados consensualmente entre todos los miembros de la sociedad. El mito de fundación contractual se actualiza cotidianamente mediante la exigencia de un mecanismo que permita verificar la racionalidad de las leyes, acuerdos y aplicaciones de los principios de justicia en todas sus formas; es decir, el mecanismo sustituye el método de elección racional, enfatizando el ejercicio de la razón justificante, que, reconociendo la razonabilidad, mediante el ejercicio reflexivo, valida los actos de autoridad. Lo relevante de este imaginario para las formas en las cuales se organiza nuestra sociedad contemporánea, y lo que nos sirve como conclusión de este trabajo, es que se exige el diálogo y discusión de las diversas razones de peso de los diferentes grupos que constituyen la sociedad, además de exigir un consenso que dará paso al contrato social, convalidado mediante razones reconocidas reflexivamente por dichos miembros.