Introducción
Se intenta situar el presente escrito en el contexto del debate sobre la crisis del humanismo que se ha venido anunciando desde el siglo pasado. Se pueden distinguir por lo menos dos momentos en dicho debate: primero, en los años cuarenta del siglo XX, tenemos los intercambios y escritos entre J. P. Sartre y M. Heidegger y, segundo, ubicamos el debate en los años sesenta, en la crítica estructuralista y post-estructuralista de Levi Strauss, Derrida y, desde luego, Foucault al existencialismo del periodo de entreguerras. Ambos debates se inspiraron en gran parte de la obra de Nietzsche. En ellos las conclusiones son más o menos similares, aunque las perspectivas y las razones aducidas sean diferentes: el humanismo no existe o ha fracasado, ya sea porque el ser humano es pura facticidad y está arrojado a la nada (no hay esencia o naturaleza humana), o porque la idea de ser humano que dio rostro a la modernidad -cuyo objetivo era legitimar un sistema derivado de una determinada voluntad de poder que se tornó hegemónica-fue desacreditada por el colapsocivilizatorio acaecido recientemente. A final de cuentas, el humanismo moderno fracasó con Auschwitz y la barbarie fue su sello más característico.1
La experiencia de brutalidad humana nos obliga a plantearnos las siguientes preguntas: ¿tienen el dolor y la muerte la última palabra o aún podemos ir en sentido inverso?En esta época secular en la que Dios ha muerto, la metafísica ha llegado a su fin, ¿cuál puede ser el referente ético y moral que nos permita distinguir lo justo delo injusto, lo ‘humano’ de lo ‘inhumano’?
El presente texto apuesta por recuperar el humanismo por una vía un tanto paradójica que toma en cuenta el legado humanista -y emancipatorio- de nuestra cultura occidental junto con el aprendizaje que la barbarie, característica de ella misma, nos obliga a asumir para que este mal pueda ser conjurado. Para ello, revisaremos el planteamiento de Michel Foucault de la muerte del sujeto tomando en cuenta las llamadas de atención que el filósofo francés hace al respecto, para dar paso a un repensar el humanismo siguiendo las huellas de Theodor Adorno y su Negative Dialektiky esbozar “otro” en clave negativa que mantenga la herencia de occidente, pero al mismo tiempo la desestime de sus pretensiones absolutizadoras.
El trabajo está estructurado en tres partes: la primera intenta recoger las raíces de la tradición humanista que ha marcado el desarrollo de occidente (no sólo en la modernidad) y que se ha visto comprometida con las evidentes muestras de inhumanidad que han marcado “el breve siglo XX”.2 En la segunda parte tematizaremos las sentencias de dos críticos de la modernidad y sus supuestos teóricos, a saber: la muerte de Dios y la muerte del sujeto moderno, las cuales ponen al descubierto las pretensiones totalizadoras y alienantes de las que hemos sido testigos. Finalmente, en el tercer apartado argumentamos por la necesidad de recuperar un referente ético y moral que sirva como criterio para distinguir entre lo que es y lo que debe ser, o. mejor dicho, entre lo que es y lo que no debe ser. Dicho referente sigue siendo el ser humano, pero analizado desde una perspectiva crítica y negativa, considerado que lo inhumano del ser humano es una realidad que debe ser asumida. Siguiendo las huellas de los frankfurtianos, el humanismo buscado y propuesto es crítico y negativo, en cuanto que no propone un ideal de humanidad, sino que, en vez de fundarse en la tensión entre facticidad e idealidad, pretende invertir esa facticidad en la que estamosinmersos.
1. Raíces de la tradición humanista de Occidente
La historia de las diferentes culturas viene tejida por distintos hilos, unos de signo positivo y otros de signo negativo. No hay historia de algún grupo humano que se haya construido unilineal y progresivamente. En ellas encontramos tendencias positivas y negativas que se entrecruzan. Como describió Erich Fromm, el ser humano bien puede considerarse como un ser paradójico, por tanto, todo aquello que es tocado por él quedará marcado con ese sello.3Ésa es la raíz de la ambivalencia de toda cultura. En la historia de Occidente, de manera paradigmática, hemos podido testimoniar sucesivos logros emancipatorios junto a nuevas y cada vez más sutiles formas de alienación y barbarie.
No obstante, aunque la ambigüedad ha marcado esta cultura, es en Occidente donde encontramos una pronunciada tradición humanista, reforzada y tematizada por un pensamiento crítico, antropocéntrico, emancipatorio, cuyo origen tiene una doble raíz, a saber: “Israel y Atenas”.4 Es sabido que las raíces de nuestra tradición humanista vienen de atrás, siendo esas mismas a las cuales se deben los rasgos configuradores de nuestra cultura: la herencia judía y la herencia griega, las cuales lograrán sintetizarse en el antropocentrismo cristiano.5
A la primera pertenece ese profetismo bíblico que concentra su “experiencia humanista” en el empeño por la justicia y la denuncia de la idolatría -toda idolatría es encubridora de injusticia, por lo que no sólo atenta contra Dios, sino que implica la profanación del hombre (por ahí anda el núcleo ético del riguroso monoteísmo judío)-. A la segunda, ese primer humanismo de la filosofía griega, condensado magistralmente en la figura de Sócrates, y que pone en marcha la pregunta reflexiva por el hombre y el principio de autonomía de una razón entre cuyos frutos habrá que contar la “Ética humanista”, centrada en el hombre como valor. Mediando el cristianismo entre esas dos herencias se prepara el terreno para que se interpenetren, de forma que la tensión entre ellas se resuelva en fecunda complementación a partir de los elementos humanistas que comparten, ubicados en torno a la primacía de una ética al servicio del hombre. Naturalmente, en ese proceso es decisivo el vector más rico del cristianismo, el de su tendencia humanista [y emancipatoria], el cual incluso contribuye al posterior proceso de secularización, el que se produce tras el giro antropológico del Renacimiento, momento en que despega el humanismo moderno.6
El humanismo y antropocentrismo de la modernidad no podría explicarse, por tanto, al margen de esas fuentes que se encuentran en el origen mismo de la civilización occidental. Ahora bien, una vez atravesada la cultura europea por el proceso de secularización -que se alimenta del Renacimiento, la Reforma y la revolución científica del silo XVII-, el sentimiento de autosuficiencia, la desmesura y la confianza ciega en el ser humano y en su capacidad racional, condujeron al humanismo moderno a un proceso crítico que no ha podido ser superado, mismo que ha llevado aparejado el agotamiento del proyecto moderno e ilustrado. La crisis del humanismo es una proclama de la posmodernidad que pone de manifiesto el fracaso -para usar las palabras de Jean-François Lyotard-, de todo metarrelato, incluido el de una única humanidad emancipada.7
2. La muerte de Dios como precondición de la ‘muerte del humanismo’ en Foucault
El núcleo del fracaso antes mencionado lo encontramos en el dictum nietzscheano: “Gott ist todt!”.8 Más que una confesión de ateísmo, esta proclama implica varias muertes: la muerte de un sujeto que se autodefine como criatura, efecto o analogía de un principio que lo trasciende desde el comienzo; la muerte de la metafísica, entendida como perspectiva que establece la distinción categórica entre conocimiento verdadero y falso, entre lo esencial y lo aparente, entre el sujeto y el mundo, y entre pensamiento y fenómeno; la muerte del principio que garantiza la certeza y la posibilidad de la unidad interna en el sujeto, llámese ese principio razón o conciencia; la muerte de la teleología en la historia (es decir, de la historia como marcha ascendente hacia un orden superior) y, con ello, del principio que permite derivar hacia el futuro la promesa de una redención individual en un reencuentro universal; la muerte del mito moderno del progresivo dominio de la acción personal sobre las condiciones externas que inciden en su desarrollo; y la muerte de las cosmovisiones estables, de la temporalidad ordenada, de todo centro en torno al cual sea posible articular nuestras ideas; en fin, la muerte de la certeza y autoconfianza del yo.
Pero, ¿por qué Dios murió, por qué lo hemos matado, según Nietzsche? Sin detenernos demasiado en las varias posibles interpretaciones del concepto nietzscheano, parece claro que la cultura occidental -moderna, racional- ha caído en cuenta de la mentira, la relatividad y lo efímero de todos los “absolutos” que antes había erigido para sostener su propia autocomprensión. La muerte de Dios es el develamiento de la verdad más estremecedora, a saber: que no hay sentido, fundamento, verdad, ser, razón, valor, etc. Pero deberá leerse como un hecho histórico consumado, resultado de un largo proceso de laicización o secularización de los diversos órdenes de la vida. Es el desenlace de un proceso -y un relato- que comenzó siendo decadente; incluye el socratismo, el platonismo, el judeocristianismo y se prolonga en la modernidad, desembocando en el nihilismo de su tiempo histórico (siglo XIX, aunque parece extenderse, como el mismo Nietzsche lo profetizó, hasta las próximas centurias). Este desenlace acontece cuando el tribunal de la razón somete la propia razón al tribunal, cuando la voluntad de verdad se vuelca contra quien la hace suya y acaba por socavar toda pretensión de verdad en la voluntad.9
Ahora bien, la muerte de Dios, ya desde Nietzsche, muestra una serie de implicaciones respecto del ser humano; tiene consecuencias sobre el sujeto, ya que el mismo sujeto es una invención elevada a la categoría de absoluto, que colapsa cuando se fractura el fundamento. Nos advertirá Nietzsche que los seres humanos creemos con tanta convicción en nuestra creencia, que por ella imaginamos la ‘verdad’, la ‘realidad’ y la ‘sustancialidad’ en general. El ‘sujeto’ es la ficción según la cual una serie de estados similares en nosotros constituyen el efecto de un substratum, pero somos nosotros quienes primero hemos creado la ‘similitud’ de estos estados.10 Nietzsche, de manera más puntual, lo pone en los siguientes términos: “Mi hipótesis, el sujeto como multiplicidad [...] ‘Sujeto’, ‘objeto’, ‘predicado’; estas separaciones se hacen, y pasan luego a ser esquemas sobre todos los hechos aparentes. La falsa observación fundamental es que yo creo que soy el que hace algo, el que sufre algo, el que tiene algo, el que tiene una cualidad”.11
La muerte de Dios implica la ruptura con el sujeto que hacía posible la creencia en un fundamento absoluto (no sólo el Dios cristiano), y también la ruptura del espacio que ese fundamento ocupaba. Es la muerte del sujeto concebido y construido como unidad y sustancia que subyace a todos los juicios de la razón cognoscitiva y de la moral. Al morir Dios se desvanece el pegamento que haceverosímil la imagen de un sujeto continuo eíntegro. Se hace insostenible el sujeto en tanto criatura hecha a imagen y semejanza, capaz de responder a un Dios que pide esta correspondencia como modo privilegiado de relación. Perdido el garante del valor absoluto -Dios, el fundamento-, el individuo extravía el reflejo en que afirmaba su autoimagen de sujeto-unidad. Y como en la subversión freudiana del parricidio, al negar a Dios también fractura su propio narcisismo. “En el fondo el hombre ha perdido fe en su propio valor cuando no queda ninguna totalidad infinitamente valiosa que opere a través suyo; o sea que él había concebido semejante totalidad a fin de ser capaz de creer en su propio valor”.12
En el siglo XX, Michel Foucault dará continuidad a las implicaciones que en torno al sujeto moderno tiene la muerte de Dios, lo cual proporcionará una postura antihumanista que permeará gran parte del pensamiento del último tercio del siglo XX.
El hombre, la idea de hombre, ha funcionado en el siglo XIX, un poco como había funcionado la idea de Dios en los siglos precedentes. Se había creído, y se creía aún en el siglo pasado, que al hombre le sería insoportable la idea de que Dios no existía (‘Si Dios no existiera, todo estaría perdido’, se repetía), es decir, que espantaba la idea de una humanidad funcionando sin Dios, y por ello surgió el convencimiento de que convenía mantener la idea de Dios para que la humanidad continuara funcionando. Ahora usted me dice: quizás sea necesario que la idea de humanidad exista, aunque solamente sea un mito, para que la humanidad funcione. Quizás sí y quizás no. Igual que sucedió con la idea de Dios.13
Esta provocadora cita de Foucault evidencia las consecuencias del nihilismo nietzscheano que ofrecía un panorama desolador para el hombre, ya que en Nietzsche “la muerte de Dios significa el fin de la creencia en fundamentos y valores últimos porque tal creencia respondía a la necesidad de seguridad propia de una humanidad aún ‘primitiva’”.14 Todo intento de reapropiación del fundamento ha de resultar absurdo porque al carecer de un fundamento se cierra toda posibilidad de repartir algún rol central al hombre o a cualquier otra entidad;15 más aún, “muerto” Dios ya no habría “ningún fundamento para creer en el fundamento”.16 De esta manera, el trágico anuncio de la muerte de Dios, como hemos señalado anteriormente, sería sólo la certificación de una serie desencadenada de “muertes”: del sujeto, de la metafísica, del principio de certeza de razón, de la teleología de la historia, del mito moderno del progreso, de las cosmovisiones estables, de la autoconfianza del yo.17
En este contexto, con el terreno abonado por la crítica total y autorreferencial a la razón y a la metafísica realizada por Nietzsche, Foucault anuncia en la misma línea de continuidad la muerte del sujeto. Refiriéndose a estas influencias, Mauricio Beuchot aclara la relación existente: “la muerte de Dios prepara la muerte del hombre, para dar paso al superhombre. Y la crítica a la metafísica es crítica del sujeto”.18Para el filósofo francés resulta evidente la íntima relación existente entre el anuncio nietzscheano de la muerte de Dios y la muerte del hombre, que abre horizontes para una nueva forma de concebir la vida humana. La muerte de Dios nos remite a la muerte también de su asesino, como el final de una referencia trascendente nos augura el ocaso de un referente trascendental. Señala Foucault:
La muerte de Dios y el último hombre han partido unidos: ¿acaso no es el último hombre el que anuncia que ha matado a Dios, colocando así su lenguaje, su pensamiento, su risa, en el espacio de Dios y cuya existencia implica la libertad y la decisión de este asesinato? Así el último hombre es a la vez más viejo y más joven que la muerte de Dios; dado que ha matado a Dios, es él mismo quien debe responder de su propia finitud; pero dado que habla, piensa y existe en la muerte de Dios, su asesino está abocado él mismo a morir; dioses nuevos, los mismos, hinchan ya el Océano futuro, el hombre va a desaparecer. Más que la muerte de Dios -o más bien, en el surco de esta muerte y de acuerdo con una profunda correlación con ella-, lo que anuncia el pensamiento de Nietzsche es el fin de su asesino; es el estallido del rostro del hombre en la risa y el retorno de las máscaras.19
Eso es lo que revela el análisis arqueológico foucaultiano.20 Empleando dicho método, el autor de Las palabras y las cosas examina las condiciones que han hecho posible la invención del hombre, ocupando el lugar del infinito, en la modernidad. En sus observaciones, Foucault identifica dos grandes rupturas epistémicas de la cultura occidental: la que inaugura el clasicismo del siglo XVII y aquella que marca el inicio de la modernidad en el siglo XIX. La primera consistió en un desplazamiento desde un saber sustentado en la semejanza a otro cuya determinación venía dada por la representación.21 Desde un pensamiento que se había centrado en el ejercicio analógico de las similitudes -como lo fue el renacentista- se pasaba a un pensamiento totalizante que buscaba establecer categorías claras y distintas. Este saber estaría caracterizado por la primacía del orden, la serie, la medida y la taxonomía. Se trataba de una construcción meramente epistémica completamente abocada al esfuerzo permanente de la denominación; conocer era atribuir un nombre a la cosa, es decir, situarla dentro del orden de las representaciones.22
En este esquema de pensamiento no había lugar para el hombre, es decir, no se tenía una conciencia epistemológica del hombre como tal, como tampoco de la vida, ni de la fecundidad del trabajo, ni de la historicidad del lenguaje. Para esta episteme “la naturaleza, la naturaleza humana y sus relaciones son solamente momentos funcionales, definidos y previstos”.23 De aquí que, hasta el siglo XVII, sea el poder del discurso el queenlace, sin dificultad alguna, la representación y el ser, el pienso y el soy. Otra peculiaridad de tal esquema de pensamiento es su consideración acerca del infinito; pues, en su contexto, toda la realidad es elevable al infinito, esto es, hay una realidad infinitamente perfecta y el resto no es más que limitación.24 En tal operación de desarrollo a infinito, de un continuo desplegar hacia lo sumamente perfecto, subyace la tendencia a explicar la finitud de este mundo a partir de la infinitud.25 En este sentido, la limitación del ser humano finito como inadecuación al infinito le obliga a llevar una vida animal, impedido para conocerse a sí mismo inmediatamente, incapaz de dominar sus necesidades o sus palabras por medio de un conocimiento absoluto. Y así, concluye Foucault, que “la relación negativa con el infinito -ya sea que se lo concibiera como creación, caída, enlace del alma con el cuerpo, determinación interior del ser infinito (…)- se daba como anterior a la empiricidad del hombre y al conocimiento que pudiera tomar de ella”.26
La segunda ruptura tiene como punto de partida la crítica a la legitimidad de la representación, denunciando el dogmatismo en que se había asentado la metafísica reinante en Occidente. Los agigantados avances en el campo de las ciencias naturales posibilitan que el hombre se comience a conocer empíricamente. Cuando éste en su experiencia, se repliega en sí mismo, se adueña de un cuerpo, que es su cuerpo sobre el espacio de las cosas; de un deseo que se presenta como apetito; de un lenguaje en el cual surgen los discursos, las sucesiones y las simultaneidades. Mas estas positividades empíricas le señalan la limitación en su existencia y le indican que él no es infinito. El descubrimiento de su finitud ya no se realiza en el interior del pensamiento de lo infinito. El hombre aprende que es finito sobre el fondo de su propia finitud. Así, todo el campo del pensamiento occidental se comenzó a tambalear, con la expectativa de pasar de una metafísica de la representación y de lo infinito, a una analítica de la finitud y de la existencia humana.
La comprensión moderna del saber del hombre se despliega a un saber finito, “preso” en los contenidos positivos del lenguaje, del trabajo y la vida -con su existencia, su historicidad y sus leyes propias-. Cuando el hombre se constituye en correlación con estas historicidades se descubre ligado a una historicidad ya hecha, que incluso sólo puede pensar lo que para él es válido como origen, sobre el fondo de algo iniciado: del trabajo, de la vida y del lenguaje.27 El hombre se objetiva a sí mismo como hablante, por la lingüística; viviente, por la biología; productivo, por la economía; y, de esta manera daba razón de sí. El sujeto, en su autonomía, queda constituido como el único fundamento de su propia finitud. Por otra parte, en cuanto supremo sujeto cognoscente, el hombre surge ante todo conocimiento empírico, como el fundamento del mismo, el que define sus límites y la verdad de toda verdad. La episteme moderna da paso, entonces, al surgimiento de un nuevo fundamento último, borrando “el discurso clásico en el que el ser y la representación encontraban su lugar común, […] aparece el hombre con su posición ambigua de objeto de un saber y de sujeto que conoce”.28 De esta manera, entre los siglos XVIII y XIX, la filosofía moderna remite al hombre, en su cualidad esencial, la razón, como fundamento único y trascendente de toda representación.29El hombre, antes una realidad empírica, surge ahora como fundamento trascendental. Con esto, la filosofía se adormece nuevamente en un nuevo dogmatismo, el llamado sueño antropológico.30
De este modo, el humanismo de la modernidad en su intento por llenar el hueco dejado por la muerte de Dios, planteaba la existencia de una naturaleza humana validada moral y científicamente. La razón era el nuevo fundamento que ocupaba el lugar del absoluto que dejó Dios. Así el hombre esperaba liberarse de todas sus alienaciones y sus determinaciones, pues gracias al conocimiento de sí mismo creía convertirse por primera vez en dueño de sí: “se convertía al hombre en objeto de conocimiento para que el hombre pudiese convertirse en sujeto de su propia libertad y de su propia existencia”,31 pero, en el fondo, el hombre sujeto de su propia conciencia y libertad era “la imagen correlativa de Dios”.32 De manera que el cambio de paradigma en la episteme moderna no produjo sino “una especie de teologización del hombre, retorno de Dios a la tierra, que ha convertido al hombre del siglo XIX en la teologización de sí mismo”.33Sería ese pensamientoel que recurriendo a la noción de ‘sujeto’ como fundamento o a la interpretación de la conciencia como fuente del sentido, llegaría a su agotamiento decisivo.
Por todo ello, Foucault propone como nuestra tarea primordial “desembarazarnos definitivamente del humanismo”.34Para lograrlo no hay otro medio que “destruir hasta sus fundamentos mismos, el ‘cuadrilátero’ antropológico”,35 es decir, estamos obligados a deshacernos definitivamente de todo prejuicio antropológico en sus formas concretas, ya reencontrando en él una ontología purificada o un pensamiento radical del ser, ya volviendo a interrogar a los límites del pensamiento y reanudar así el proyecto de una crítica general de la razón. En este sentido, el filósofo francés alaba la herencia del pensamiento nietzscheano, considerando que, al denunciar la muerte de Dios ha denunciado, al mismo tiempo, al hombre divinizado. Nietzsche nos habría señalado ya el umbral a partir del cual la filosofía pudo empezar de nuevo a pensar, cuando a través de una crítica filológica encontró de nuevo el punto en que Dios y el hombre se pertenecen uno a otro, “en el que la muerte del segundo es sinónimo de la desaparición del primero y en el que la promesa del superhombre significa primero y antes que nada la inminencia de la muerte del hombre”.36 Y en otra obra Foucault señala: “la llegada del superhombre lo que anuncia en realidad es la venida de un hombre que ya no tendría ninguna relación con ese Dios cuya imagen encarna”.37
No obstante, la ilusión de encontrar en el hombre la fundamentación del conocimiento -pese a resquebrajarse por todos lados-continúa seduciendo al pensamiento contemporáneo. De hecho, ante la experiencia que anuncia la disolución del sujeto unitario y universal, cabe la lucidez de una reflexión que se instala en el límite del fracaso antropológico de la modernidad o la torpeza de un pensamiento que quiere hablar aún del hombre, de su reino y de su liberación.38 Nos encontramos, pues, en una época de transición epistémica, donde los enfoques que debilitan la naturaleza humana coexisten con modos de reflexión que lentifican la llegada de nuevas formas de pensar.39 Pero no hay marcha atrás, para Foucault sólo resta “pensar en el vacío del hombre desaparecido. Pues este vacío […] no prescribe una laguna que haya que llenar […], es el despliegue de un espacio en el que por fin es posible pensar de nuevo”.40 Al irse borrando el hombre “como en los límites del mar un rastro de arena”,41 se atisba el arribo de un pensamiento que no pregunte más por la esencia del hombre, que no dirija todo conocimiento a las verdades del hombre; que sea capaz de formalizar sin antropologizar, de mitologizar desmitificando, de pensar sin pensar.
Como se puede observar, el humanismo occidental, en crisis, ha sido puesto contra la pared por los autores anteriormente señalados, porque han sacado de juicio la crítica necesaria a las distorsiones e insuficiencias del humanismo. Sin embargo, aprovechándose de ello, se percibe el acecho de un discurso “antihumanista”, “antiantropológico” irresponsable -por no hacerse cargo de las consecuencias inhumanas que podían derivarse de un antihumanismo teórico-, que expresamente se hace gravitar sobre la ausencia de todo valor y criterio ético, sobre la “muerte del hombre” y sobre el sometimiento del hombre al inexorable “destino del ser”.42 Con todo, tal “antihumanismo” tiene un indudable valor sintomático: es expresión de la situación en que se halla una humanidad maltratada y de la insuficiencia mostrada por ciertos humanismos para hacer frente a la barbarie y frente a la inhumanidad de nuestro último siglo. Empero, a su vez queda claro que ninguno de los “antihumanismos” sirve o ha servido para movilizar contra ellas (barbarie e inhumanidad).
Antes de pasar al siguiente apartado, conviene destacar que Nietzsche y Foucault sí pensaron el problema de la barbarie y de la inhumanidad. Foucault lo hace a través de su análisis de la biopolitica/thanatopolitica y del racismo del estado, por ejemplo.43 Mientras que Nietzsche lo hace a través de su concepto de Übermensch, del “superhombre” y a través de la reevaluación de la animalidad del ser humano y de los análisis de su superioridad, por ejemplo en su obra de 1888,Ecce homo, y desde luego en Así habló Zarathustra.44Aunque su crítica al humanismo apunta al de la modernidad, es un hecho que para ambos autores el hombre (y el humanismo) es algo que “debe ser superado”.
3. Necesidad de “otro” humanismo: sus trazos en clave “negativa” según Theodor Adorno
La crisis del humanismo, como reflejo de la crisis de la modernidad, es una crisis profunda a tal grado que se puede confirmar desde el momento en que se tenga presente la inmensa barbarie que el siglo pasado ha contemplado, atónito y patidifuso.45 El que comportamientos y prácticas brutales, de una violencia sistemática inusitada, hayan tenido lugar en la misma civilización que se pensaba cuna del humanismo, es motivo para que éste se vea cuestionado radicalmente. Y si nos detenemos en el modo de vida deshumanizante que se ha consolidado en el seno de la sociedad capitalista, también por ahí aparece la debilidad de un humanismo que fácilmente ha caído presa de los mecanismos ideológicos, hasta funcionar como discurso encubridor de formas de vida alienantes. Para seguir adelante consideramos pertinente las siguientes preguntas: ¿es toda forma de humanismo una metafísica o una ideología legitimadora, a su vez encubierta y encubridora del “estado de cosas”? Y, ¿es el fin del humanismo el punto final -como ocaso- de la historia?
Necesitamos un nuevo humanismo contra la barbarie, que reactualice la herencia de esa tradición humanista, corrigiendo las insuficiencias y las desmesuras que entorpecieron sus posibilidades emancipatorias y humanizantes. Un humanismo que incorpore una necesaria dosis de vigilancia autocrítica para evitar caer en las ideologizaciones y absolutizaciones en que lo hicieron los humanismos excesivamente prometeicos y etnocéntricos del pasado. Creemos, pues, que ante la barbarie es necesario un renacer de la tradición humanista para regenerar el cúmulo de solidaridad que haga frente a la injusticia que padecen millones de seres humanos que soportan condiciones de vida in-humanas
No obstante, tiene que ser un humanismo que no rehúya a pretensiones de universalidad y, a su vez, que dichas pretensiones estén acotadas por las condiciones mismas de nuestra finitud. Un humanismo universalista gestado “desde abajo”, que parta del reconocimiento recíproco como arranque para llegar a acuerdos sobre valores dignos de universalizarse, en vez de tratarse del falso universalismo monológico y monocultural, impuesto por una razón que ejerce su voluntad de poder “desde arriba”, culturalmente etnocéntrica y dominante. No se trata de que ese humanismo sea por principio de cuentas antioccidental, dado que su configuración asumiría la herencia civilizatoria de Occidente -por cierto, desde su tradición cultural más autocrítica-, y además implicaría la recepción crítica de las aportaciones de otras tradiciones culturales.
No deja de ser problemático marcar los trazos de ese nuevo humanismo que sea universal y universalizable, y al mismo tiempo que respete las particularidades de los diversos modos de vida; que no sea impositivo de una particular comprensión del mundo y, sin embargo, establezca márgenes éticos y políticos de coexistencia. ¿Dónde situar un núcleo común de carácter profundamente humanista (o “anti in-humano”) considerando lo mejor de las respectivas tradiciones culturales?
Tomando como lección las críticas al humanismo en Nietzsche y Foucault, es en esta cuestión donde se impone, como punto de partida, intentar una “vía negativa” para aproximarnos a la conformación del humanismo que es tan urgente como necesario para superar la barbarie. Tan es así que la humanidad no puede abordar su futuro de humanización prescindiendo de la escala global a la que se plantean sus problemas más acuciantes. El rodeo metódico por la “vía negativa” se presenta más accesible, y lo formulamos a partir de la siguiente aseveración: si es difícil ponernos de acuerdo en torno a qué significa ser humanos, humanizarnos, alcanzar el bien; mucho más asequible es el acuerdo sobre qué nos des-humaniza, sobre qué se opone al desarrollo de nuestra propia humanidad, sobre cuál es el mal que debemos rechazar. Intentaremos tematizar en los trazos de ese humanismo apofático o negativo,46 a partir de la propuesta de Theodor W. Adorno. Encontramos en él un concepto normativo de hombre, a la par de una crítica a todo sistema metafísico y a toda forma de imposición de la universalidad abstracta, sin que por ello nos veamos obligados a abjurar de algún principio universalizable e irrenunciable.
Tomemos en cuenta que el pensamiento de Theodor Adorno se confronta con la metafísica y el modelo representacional que caracteriza a la filosofía moderna. Como miembro de la “Escuela de Frankfurt”, su aporte consistirá en formular una teoría social que bajo la forma de una crítica gnoseológica establezca una continuidad entre el pensamiento discursivo, su forma conceptual, y la organización racional de las sociedades capitalistas. A dicha intención responde el proyecto analítico-crítico de la Dialéctica negativa.47 En este proyecto, Adorno propone partir de una dialéctica hegeliana invertida, puesta sobre sus pies. Sobre la base del materialismo marxista,48 rechaza la dialéctica del idealismo, que considera dialéctica de la identidad, no aceptando esa identificación ni su consiguiente justificación del “estado de cosas”.49Pretende, sobre la base de una analítica del conocimiento racional, situarse en el núcleo mismo de la Ilustración para denunciar el carácter violento, uniformizador, que presenta la racionalidad moderna.50Dicha correspondencia entre la racionalidad y las formas culturales e institucionales de la civilización occidental remite a una analítica de la razón de signo negativo. El planteamiento adorniano al respecto se sitúa de lleno en una inversión de la teoría del conocimiento: lleva a sus mismos extremos la naturaleza autorreferencial con que la modernidad justifica la validez de la razón, para denunciar precisamente el carácter irracional de tal condición reflexiva.
Para Adorno, todo intento por legitimar la racionalidad implica una carencia, un déficit de racionalidad. Frente a la crítica kantiana, que representa el intento paradigmáticamente ilustrado por establecer los límites y posibilidades de la racionalidad a partir del factum del logos, Adorno toma como punto de partida la realidad del dolor, el sufrimiento y la muerte, el factum inequívoco de la barbarie, para proceder a un examen de los elementos constitutivos e internos de la razón que, en su intento por conformar la realidad, conllevan una construcción irracional, es decir, una instauración particular e histórica de la dimensión formal y conceptual de la razón que ha definido a nuestra cultura recientemente.51
La dimensión discursiva, metódica, de la racionalidad moderna responde a una lógica y a una metafísica de la identificación, esto es, en la medida en que la verdad posee los índices de la incondicionalidad y universalidad opera sobre la base de la reducción de lo heterogéneo, lo diferente, lo múltiple, a la unidad abstracta e inmutable del concepto, por ello todo pensamiento conceptual conlleva constitutivamente un acto de violencia.52Como hemos señalado, la filosofía moderna descansa en una metafísica que reduce la categoría de verdad a una doble condición instrumentalizable y absolutizable.53 De este modo, el pathos ilustrado de la autodeterminación racional deviene una constelación histórica en la que la barbarie, es decir, la absolutización de lo instrumentalizable, se haya inscrita en el proceso de reproducción social.
El logos moderno, desde sus antecedentes parmenídeos, se ha definido por su esfuerzo unificador de lo múltiple a lo uno y de lo mutable a lo permanente.54 El isomorfismo que identifica pensamiento y ser, es por excelencia afirmativo. En la medida en que ser y pensar son lo mismo, no hay lugar para la negación, ni para el no ser ni para el no pensar. Además, afirmar la identidad equivale a anular las diferencias, reducir la multiplicidad a la unidad, lo dado particular y concreto al pensamiento, y en tanto pensamiento, todo queda a merced del control, dominio, poder del sujeto racional.55
Adorno trata de impugnar la noción de ‘concepto racional’, de ‘verdad filosófica’, de una ‘validez universalizable y abstracta’ y, en virtud de ello, se compromete con una denuncia de las estructuras sociales afines a la pretensión de una planificación racional del mundo como estructuras constitutivamente injustas.56 En relación con esto, recordará Wellmer: “El sujeto trascendental de Kant es la sombra sin mundo que arrojan los seres humanos reales sobre una filosofía que es incapaz ya de pensarlos en carne y hueso como sujetos reales”.57
En este sentido, dialéctica negativasignificará la no afirmación de la identidad entre razón y realidad, entre sujeto y objeto, entre éste y su concepto. En contra de Hegel, la realidad no sólo no es racional, sino que habría llegado a alcanzar un estado de irracionalidad cualitativamente nuevo. El pensamiento posee un carácter funcional: responde a las relaciones internas que cabe establecer entre los conceptos. La idea de sistema se convierte en la piedra de toque de la verdad. El anti-hegelianismo de Adorno atenta contra la concordancia entre verdad y totalidad, por cuanto denuncia la pretensión de la racionalidad moderna por justificar el contenido verdadero de los juicios a partir de principios y su subsiguiente inserción en un sistema de conocimiento. El saber sistemáticamente organizado posee una proyección práctica, constituye un sistema de dominio: la conceptualización del mundo equivale así a la homogeneización de la pluralidad. En este sentido, toda ontología es ante todo una apología, toda teoría del ser es una justificación de lo dado como tal. Pero “dialéctica es la ontología de la falsa situación; una situación justa no necesitaría de ella y tendría tan poco de sistema como de contradicción”.58
Ahora bien, ¿qué es la verdad para la dialéctica negativa?; ¿qué noción de verdad puede derivarse de tal inversión del ser, de tal impugnación a la identidad? La verdad no es loque es, no es lo congelado y abstraído por el concepto universal, no es lo positivo, sino la negatividad. La dialéctica negativa pone su atención en aquello que la filosofía tradicional ha negado o ha reducido al mundo de las apariencias, a saber: lo particular, concreto, mudable, finito y contingente. Es decir, para la dialéctica negativa la verdad es todo aquello que contraviene la identidad entre ser y pensar. En relación con aquello que la filosofía no podía pensar, puesto que era ininteligible y, por tanto, innombrable, la dialéctica insiste en pensar lo in-pensable, en hablar de lo que no se puede hablar, en la negatividad, en el no-ser. La dialéctica negativa da lugar a una ontología invertida, del no-ser, y citando a Heidegger, Adorno resalta: “La tiniebla del mundo no alcanza jamás la luz del Ser”.59
Ello, no obstante, no llevará a Adorno a proclamar un abandono de la racionalidad, sino a establecer una nueva noción de razón, una razón crítica que le sirva para fundamentar filosóficamente su rechazo de la sociedad establecida, razón crítica que se va a ejercitar en términos dialécticos y negativos. La racionalidad crítica es dialéctica, en tanto que parte del reconocimiento del carácter contradictorio de la razón humana. Y, a diferencia de la progresión que sigue la contradicción hacia nuevas e indefinidas síntesis afirmativas, es negativa porque se presenta como crítica y negación de la positividad dada: “Lo diferente no puede ser obtenido inmediatamente como algo a su vez positivo, incluso si para ello se recurre a la negación de lo negativo. Esta no es en sí misma […] afirmación”.60
El nombre de dialéctica negativa expresa que los objetos no se reducen a su concepto, que contradicen la norma tradicional de la adaequatio. La contradicción es el sumario de lo que hay de falso en la identidad, en la adecuación de lo concebido con el concepto. Sin embargo, ya la pura forma del pensamiento está intrínsecamente marcada por la apariencia de la identidad. Pensar quiere decir identificar. Cuando lo distinto choca contra su límite, se supera. Dialéctica es la conciencia consecuente de la diferencia: “Mientras la conciencia tenga que tender por su forma a la unidad, es decir, mientras mida lo que no le es idéntico con su pretensión de totalidad, lo distinto tendrá que parecer divergente, disonante, negativo”.61
Identidad y contradicción del pensamiento están soldadas la una a la otra. La totalidad de la contradicción no es más que la falsedad de la identificación total, tal y como se manifiesta en ésta. Contradicción es no-identidad bajo el conjuro de la ley que afecta también a lo “no-idéntico”. Pero ésta no es una ley del pensamiento sino una ley real. Dialéctica es el desgarrón entre sujeto y objeto, que se ha abierto paso a la conciencia; por eso no la puede eludir el sujeto, y surca todo lo que éste piensa, incluso lo exterior a él.
Para la dialéctica negativa, el pensamiento tiene gérmenes críticos. A la vez que hace violencia al material de sus síntesis, obedece a un potencial situado frente a sí y se pliega inconscientemente a la idea de volver a reparar los pedazos de lo que él mismo perpetró. Este fondo inconsciente se hace consciente para la filosofía. Adorno deja entrever que el fin de la dialéctica sería la reconciliación. Ésta emanciparía lo que no es idéntico, lo rescataría de la coacción espiritualizada, señalaría por primera vez una pluralidad de lo distinto sobre la que la dialéctica ya no tiene poder alguno. La esperanza en una reconciliación es la compañera del pensamiento irreconciliable; y es que la resistencia del pensamiento a lo que meramente existe, la imperiosa libertad del sujeto, busca en el objeto lo que éste ha perdido al consolidarse como tal.62
De acuerdo con lo anterior, ¿cómo será posible trazar las líneas de un humanismo de cuño negativo a partir de la dialéctica adorniana?
Como es fácil de inferir, ningún miembro de la denominada Escuela de Frankfurtse propuso formular abiertamente una teoría antropológica debido a su adhesión al materialismo histórico, según el cual el ser humano se caracteriza por su antropogénesis, es decir, el dinamismo mediante el cual éste se genera a sí mismo en el decurso de la historia, a través del trabajo y la comunicación.63 Desde esa premisa, cualquier concepción antropológica corre el riesgo de desautorizarse por su inevitable talante metafísico al considerar al ser humano como ente fijo e intemporal.64 Si bien toda antropología corre el riesgo de ser reduccionista, para los frankfurtianos puede ser relacionada fácilmente con la denominada “teoría tradicional”, admitiendo ésta el fatalismo metafísico en el cual lo que es no puede ser de otra manera, suscribiéndose así a la metafísica de la identidad. Entonces, ¿cómo esbozar una propuesta humanista, que sea irreductible a la metafísica? La opción es clara; tendrá que ser desde una mirada negativa y esto es lo que nos permite marcar los trazos de un humanismo de este talante, puesto que: “[…] toda afirmación de la positividad de la existencia [es] una charlatanería, una injusticia para con las víctimas, y tiene que revelarse contra la extracción de un sentido, por abstracto que sea, de aquel trágico destino [Auschwitz]”.65
El criterio de esta propuesta antropológica que se plantea puede inspirarse en la célebre máxima del poeta latino del siglo II a.C., Plubio Terencio, quien escribió: “Homo sum; humani nihil a me alienum puto”[“Hombre soy y pienso que nada humano me es ajeno”].66Este dictum nos advierte que el individuo concreto, en sí mismo, representa toda la humanidad, por lo cual no hay obra grande ni vil crimen de los cuales cada uno no se pueda imaginar autor o corresponsable. El hombre sólo puede vislumbrar la experiencia de la humanidad cuando profundiza en su subjetividad y no en una esencia abstracta.67 El hacerse uno con la humanidad no se reduce a saberse como un miembro más dentro de un género, sino que se atisba en la experiencia. Cuando uno mismo se descubre por completo en su individualidad se reconoce igual a los otros y se identifica con ellos, pero no por la homogeneidad que da la razón o el concepto, sino por un hecho de experiencia. A pesar de las ineludibles diferencias, la condición humana es común a todos los hombres.68 Así lo infirió a principios del siglo pasado Miguel de Unamuno, al parafrasear aquel dictum del poeta latino: “Homo sum; nihil humani a me alienum puto” dijo el cómico latino. Y yo diría más bien, nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño. Porque el adjetivo humanus me es tan sospechoso como su sustantivo abstracto humanitas, la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo simple ni el sustantivado, sino el sustantivo concreto: el hombre. El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere -sobre todo muere-, el que come, y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano”.69 El hombre de la historia del pensamiento es un no-hombre, o mejor dicho, el no-hombre para el pensamiento es el hombre de carne y hueso.
Y si a pesar de las diferencias innegables entre los individuos, la condición humana es común a todos, más común es la experiencia negativa que nos recuerda Unamuno -sufrimiento y muerte-. Por ello podemos también aplicar la inversión a dicha sentencia que propuso el filósofo francés André Glücksmann,70 cual undécimo mandamiento: “hombre soy y nadain-humano meesajeno”.71 Esta sentencia permite la siguiente lectura: por una parte, nos recuerda nuevamente que cada hombre lleva en sí toda lo humano, lo cual significa que también es portador de lo in-humano y, en este sentido, la inhumanidad que deshumaniza es también parte de nuestra condición. Esto será a nuestra consideración la clave de bóveda para aspirar a un humanismo negativo. Por ello, dirá Adorno al final de la Dialéctica negativa:
Hitler ha impuesto a los hombres un nuevo imperativo categórico para su actual estado de esclavitud: el de orientar su pensamiento y acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante. Este imperativo es tan reacio a toda fundamentación […] Tratarlo discursivamente sería un crimen: en él se hace tangible el factor adicional que comporta lo ético. Tangible, corpóreo, porque representa el aborrecimiento, hecho práctico, al inaguantable dolor físico a que están expuestos los individuos, a pesar de que la individualidad, como forma espiritual de reflexión, toca a su fin. La moral no sobrevive más que en el materialismo sin tapujos. La marcha de la historia no deja otra salida que el materialismo a lo que tradicionalmente fue su inmediata oposición, la metafísica. Lo que el espíritu se glorió en otro tiempo de determinar o construir a su imagen y semejanza, ha tomado la dirección de lo que no se parece al espíritu ni acepta su dominación, la cual con todo se manifiesta en ello como el Mal absoluto.72
No fundamentar el imperativo no implica renunciar al pensamiento ante el horror, ya que no es el gesto sobrecogedor el que Adorno reivindica. Este rechazo de fundamentación se debe a que el imperativo se asienta en la experiencia de una compasión, y no en una intelección o en alguna forma de deducción lógica.
El imperativo se da de forma negativa como rechazo compasivo ante el dolor externo, no como afirmación racional de una tesis; constituye una exigencia de abrir la sensibilidad ante el dolor corporal del otro y no un razonamiento cuyas premisas nos coaccionan a acatarlas. Los imperativos morales se expresarían para Adorno en un “no harás esto”, no torturarás, no harás sufrir, frases que “son verdaderas como impulso si se da cuenta de que en algún lugar se ha torturado”.73 Formularlo en términos positivos sería colocarlo bajo la misma lógica de igualación que constituye el ethos sobre el que se hizo posible Auschwitz. El nuevo imperativo no debe basarse en la razón, sino en la evidencia corporal del sufrimiento, “en la repugnancia convertida en práctica al inaguantable dolor físico al que están abandonados los individuos”.74 Es en ese materialismo75 en el que se asienta su carácter normativo, por lo que comprenderlo no implica abandonar toda racionalidad para asumir algún tipo de empatía no mediada conceptualmente, sino ampliar la racionalidad mediante aquellos elementos afectivos y compasivos que fueron civilizatoriamente reprimidos.
Adorno sabe que suspender la conciencia ante el horror será un signo del triunfo del horror, por el contrario, la filosofía debe buscar comprenderlo, darle una explicación para que no prosiga en su carácter paralizador. Sólo en esa paradoja sería pensable la filosofía y la cultura: “sólo esta contradicción es hoy, a la vista de la impotencia real de cada uno, el escenario de la moral”.76 Esta situación aporética de la moral sería la situación en la que se encuentra toda la cultura luego de Auschwitz, y es justamente en esa aporía en la que hay que pensar. Esa aporía marca las condiciones objetivas de todo pensamiento, la situación de la que debe partir y que no puede resolverse sólo en el plano de las categorías.
Ésta es la razón por la que una propuesta humanista viable en este contexto no es aquella que parte de una definición positiva del hombre o de su ideal de vida buena, sino, en cuanto subraya lo in-humano como marco de referencia para una categorización universalizable del ser humano, que al mismo tiempo salvaguarde las diferencias constitutivas de nuestra propia humanidad compartida. Adorno defiende un humanismo de carácter negativo, puesto que la categoría de ser humano concreto, que experimenta lo in-humano, se convierte en el criterio normativo desde el cual es posible sostener una crítica al pensamiento identificante y a la praxis opresiva en la que históricamente se cifra. El ser humano concreto acota todo un marco de condiciones normativas, más no tematizables bajo forma de un imperativo moral, y, sin embargo, necesarias.77 La autonomía y la libertad individuales se convierten en la medida frente a la cual tanto el pensamiento como los procesos históricos concretos deben acreditarse.78
4. Dos consideraciones finales
En estos tiempos de escepticismo epocal difícilmente se puede aceptar un ideal de humanidad; en términos profanos, no sabemos a ciencia cierta en qué consista la realización de la vida humana, pero sabemos con toda evidencia qué es lo que se opone a ella. Ésta es la razón por la que esta propuesta de humanismo no se puede establecer a partir de una relación ser-deber ser, sino, en cuanto subraya lo in-humano como el no-ser al cual aspira superar; se finca, pues, sobre un nuevo pilar: la relación entre “no-ser” y “no deber ser”.79 Histórica y empíricamente podemos seguir sosteniendo que el ‘es’ de las tendencias negativas y destructivas prevalentes en la barbarie y crueldad humanas nodebe tener la última palabra, no debe ser la norma de la vida. Y, por tanto, abre la posibilidad para que “sea de otro modo”. Esto no significa en lo absoluto que tal humanismo negativo se comprometa con lo inhumano como ideal de vida buena. El referente negativo sólo alerta y es el aguijón que nos provoca: nadie debe olvidar que es susceptible de ejecutar actos inhumanos. Lo inhumano es una categoría antropológica y parte del dato encarnizado en la historia de la humanidad del predominio de las tendencias destructivas y plegadas de barbarie.80 Si el principio negativo de lo que no debe ser se constituye en criterio de verdad, o más aún de moralidad, lo es por su capacidad de interpelación para nuestras expectativas humanizantes que apunten a la superación de esa misma negatividad, es decir, a la afirmación de la vida. Pero, ¿para qué sobrevivir?; ¿por qué la vida, a diferencia de la muerte? La vida debe prevalecer. Sí, al menos como rebeldía, entre más vida, menos muerte.81 ¿No incurrimos en una paradoja cuando hablando de un humanismo negativo, pretendemos afirmar la vida? Por supuesto, sin embargo, se justifica partiendo del hecho de que en la metafísica afirmativa e identificante la vida humana ha sido dañada o negada (beschädigten Leben): “La visión de la vida ha devenido en la ideología que crea la ilusión de que ya no hay vida”.82
Una última consideración con respecto al humanismo negativo. Éste debe dejar un espacio de referencia hacia lo sagrado, no en sentido religioso, sino precisamente en sentido humanista -negativo-. No en contra de Dios sino en contra de los falsos ídolos que se han erigido en Occidente. Desde esta perspectiva conviene plantearnos la pregunta: ¿no es ineludible recuperar la categoría de lo sagrado, como algo necesario para la consistencia de un punto de vista moral que se estructura desde la consideración radical del individuo concreto en su humanidad como valor supremo? Lo es, ciertamente.83
Un replanteamiento de lo sagrado puede hacerse a partir de la dignidad del individuo concreto, cuya humanidad es el valor en función del cual considerar cualquier valor y es el referente concreto para considerarlo siempre como fin y nunca como medio. En todas las tradiciones culturales se concibe lo sagrado precisamente como lo inviolable, lo intocable, aquello que exige el máximo respeto. La sacralidad no es lo absoluto, sino la humanidad concreta en cada individuo humano. La inhumanidad y la ínsita barbarie, entonces, puede explicarse por la absolutización de lo relativo, la sacralización de lo profano -la idolatría- o más precisamente la profanación de lo sagrado. A los falsos ídolos se les han inmolado como víctimas sacrificiales vidas humanas, razón por la cual, el humanismo negativo implica un replanteamiento de lo sagrado como inversión, en el sentido de sacralizar la vida humana.
La gradual identificación entre lo sacro con lo absoluto ha dado lugar a una creciente deshumanización. Este problema se agudiza en el momento en que el hombre convierte en ídolos -y, por ende, absolutiza- sus propios productos. Una vez idolizados éstos, se cae en una deshumanizante sacralización de los mismos, que trae como consecuencia el olvido de la propia humanidad, la negación del otro como persona, la injusticia. De ahí que nada debe erigirse como absoluto, por el inminente riesgo de idolizarse. “La herencia del simbolismo cristiano de la Encarnación, prolongado en la afirmación paulina de que ‘todos somos templos de Dios’, en los que habita su Espíritu […] Sin duda, ese legado simbólico, transmitido en clave teológica, apunta certero, como la temática judía de la ‘chispa divina’ de la que cada persona es portadora, a la radicación de lo sagrado en la frágil vasija de nuestra humanidad finita”.84 Esa firme convicción del hombre y su dignidad como valor sagrado es necesaria para hacer conciencia de lo inhumano de la barbarie.85
La razón crítica del hombre que se ejerce como dialéctica negativa, ha de optar por dejar vacío el lugar que ocupaba Dios. Lo que se necesita es romper la relación indisoluble entre lo absoluto y lo sagrado, para darse a la recuperación de lo sagrado desde el compromiso con los valores humanistas negativos que esa misma razón reconoce como suyos, tales como la compasión, la solidaridad, la justicia… El hombre, desde la conciencia de su finitud, se constituye autónomo y construye su subjetividad, y eso ya lo hace irrepetible. Esta condición exige, consecuentemente, el reconocimiento de su dignidad, que merece ser incondicionalmente respetada. Cada hombre concreto debe ser intocable en su dignidad, pues en cada uno radica lo sagrado que debe ser reconocido y nunca profanado: su humanidad: “Homo homini Deus est”.86 Aquí tiene eco el Anhelo de justicia de Max Horkheimer, que evoca, por una parte, a la desacralización de los mitos y falsos ídolos y al desocultamiento del no-ser y, por otra parte, a la esperanza de que ese no-ser, es decir, la no-verdad, la negatividad, la contradicción, el mal, el sufrimiento y la barbarie, no prevalezcan; de que ese no-ser no tenga la última palabra.
Concluyamos trayendo a colación las palabras que dio Horkheimer en una entrevista de 1972:
Queda el anhelo; no el anhelo del cielo, pero sí el anhelo de que este mundo horrible no sea lo verdadero, el anhelo de justicia, no el dogma de que existe un Dios que la lleva al cumplimiento. Y pienso que este anhelo, y todo lo cultural que se relaciona con él es uno de los elementos que habría que conservar a lo largo del progreso para que no nos adaptemos sólo a los hechos que configuran la marcha de la historia […], mi pesimismo se entiende mejor si se asume con él el pensamiento que yo siempre he expresado […], el lema: pesimista en la teoría, optimista en la práctica; esperar lo malo y no obstante intentar lo bueno. Lo cual vale también para la teoría crítica: expresar lo malo y tratar de cambiarlo en la praxis.87