Introducción
En su libro La enfermedad como metáfora la escritora norteamericana Susang Sontag señalaba que “es casi imposible residir en el reino de los enfermos sin dejarse influenciar por las siniestras metáforas con que han pintado su paisaje”.1 Aquejada de cáncer de seno ella quería demostrar que “el modo más auténtico de encarar la enfermedad -y el modo más sano de estar enfermo- es el que menos se presta y mejor resiste al pensamiento metafórico”.2
Es justo señalar que, a pesar de sus reservas, Susan Sontag fue una de las primeras críticas modernas que mostró de forma convincente cómo la enfermedad adquiría significancia gracias al uso de la metáfora.3 Dentro de este contexto, la metáfora no solo sería un mero recurso retórico, tal como se le concebía en la antigüedad clásica, sino que ella tendría alcances epistemológicos y sería un medio por el cual se podría lograr cierta comprensión del mundo.4 El llamado de Sontag a librarse de esas malas metáforas que oscurecen la experiencia de la enfermedad llegó a adquirir una mayor relevancia cuando, tras la aparición del sida, grupos sociales específicos llegaron a ser señalados como portadores y potenciales transmisores de la enfermedad, con las indeseadas consecuencias del estigma y de la marginación.5
Después de todo, la enfermedad parece tratarse de algo más que una serie de síntomas externos fiscalizados por una autoridad médica. Para los construccionistas sociales, por ejemplo, el conocimiento e interpretación de un evento como el de la enfermedad sólo es posible en el trasfondo de las relaciones sociales que lo determinan.6 Los discursos que se reúnen en torno al acontecimiento de la enfermedad permiten, a su vez, que la persona o el grupo social afectados puedan darle un sentido a ésta. En esa medida, la experiencia de la enfermedad no está determinada únicamente por el acervo de conocimiento obtenido a través de la ciencia biomédica, sino también por una serie de discursos y de prácticas sociales diversas. No obstante, es el médico y su autoridad cultural quien acaba por definir los límites en que tales discursos y prácticas se desarrollan.7
Como bien señala Rosenberg, al menos hasta siglos recientes los puntos de vista del médico y del lego se superponían en alguna medida, de modo que aquel conocimiento compartido mediaba en las interacciones entre médico, paciente y familiares.8 Hoy en día no resulta inusual que el juicio del médico sea aceptado casi sin objeciones por el enfermo. Por el contrario, la perspectiva del paciente se ha tornado tan irrelevante que la responsabilidad de descubrir y clasificar la enfermedad parece recaer exclusivamente en el médico.9 El modelo del médico de cabecera, típico de la medicina del siglo XVIII, cuyo eje era la interpretación que hacía el enfermo de su propia dolencia, dio paso en tiempos recientes a un modelo biomédico basado en técnicas científicas de observación objetiva.10 Ahora el enfermo ha pasado a ser un paciente, un rótulo que le asigna un papel acrítico y pasivo en la consulta, donde, al parecer, su única función consiste en soportar y esperar.11 De alguna forma, la enfermedad acaba por ser más importante que el enfermo.
Aun a pesar de la aparición de corrientes críticas dentro de la medicina que han cuestionado el papel pasivo del enfermo dentro del acto médico,12 el sentimiento general en las sociedades occidentales es que los enfermos siguen sintiéndose marginados, buscando sentido a una experiencia que amenaza su vida y que desestabiliza sus relaciones sociales más básicas. A este respecto, Lupton señala que “la enfermedad afecta prácticamente todas las opciones de vida y da forma a la identidad del individuo”.13 La identidad del enfermo resulta trastocada aún más, cuando, a los ojos de la sociedad, el enfermo es portador de algo vergonzoso o indigno que lo excluye de los demás y que él debe ocultar. En ese ámbito surgen aquellas metáforas sombrías de la enfermedad sobre las que hablaba Sontang y que hacen referencia a unos procesos vitales particularmente devastadores que están teniendo lugar en el cuerpo de la persona enferma.14
La enfermedad constituye siempre una perturbación de la vida en curso. En el caso de la enfermedad aguda, esta es una perturbación transitoria y limitada que puede llevar a que el enfermo reexamine su vida a la luz de su propia fragilidad.15 En el caso de la enfermedad crónica la vida del enfermo cambia de tal manera que este ve mermadas sus posibilidades vitales.16 Por otra parte, la enfermedad, sea aguda o crónica, termina por afectar uno de los aspectos fundamentales de la vida del enfermo: su temporalidad.17 La experiencia de continuidad y coherencia interna del individuo es cuestionada, provocando una disrupción de la identidad de la persona. Un cambio tan importante en las condiciones de vida como lo es padecer una enfermedad grave o presentar una discapacidad lleva a que la definición de sí mismo resulte severamente afectada.18 En esa situación, el enfermo tal vez redefina el sentido de su existencia, confrontando por primera vez su propia mortalidad. A la pregunta que surge entonces: “¿Por qué yo?” se suele responder con la construcción de narrativas sobre la enfermedad.19 Ellas ofrecen a la persona que sufre una dolencia grave un nuevo contexto que abarca tanto el grave suceso de la enfermedad como los restantes eventos de su vida, otorgándoles un sentido y brindando la posibilidad de configurar (o reconfigurar) la identidad trastocada.
En años recientes, esa capacidad del ser humano para plasmar en historias su propia experiencia vital ha sido reconocida dentro de la práctica médica como una herramienta útil para establecer una relación médico paciente basada en la empatía. Es lo que se ha dado en llamar medicina narrativa.20 Se plantea aquí el desarrollo de competencias narrativas por parte de los médicos, de modo que ellos puedan guiar al enfermo en la construcción de su propia historia de la enfermedad, y así, posibilitar estrategias terapéuticas que involucren el uso de herramientas narrativas. Esto le permitiría al paciente descubrir un medio de interpretar su enfermedad, haciéndolo capaz de restablecer la relación entre el yo, el mundo y su propio cuerpo.21 Tales recursos hermenéuticos permiten que el paciente otorgue un significado a la enfermedad situándola en el contexto de su propia vida, y, por otra parte, le permiten la reconstrucción de la narrativa del yo.22
Ahora bien, ya sea en el marco de la medicina narrativa o en el de la práctica médica habitual, el uso de metáforas en el encuentro entre médico y paciente parece inevitable. Si la narrativa tiene el poder para configurar (o reconfigurar) la identidad de una persona enferma, y para ello se vale de recursos tales como la metáfora, entonces conviene replantearse el papel que juega la metáfora en la experiencia de la enfermedad. A este respecto, autores como la ya mencionada Susan Sontag,23 quien en su libro sostiene que las metáforas asociadas a la enfermedad, en especial el cáncer, contribuyen a intensificar el sufrimiento de los enfermos, o Maasen y Weingartt, quienes consideran que el poder de la metáfora para reorganizar la realidad puede desembocar en la deshumanización del paciente,24 son certeros en señalar el riesgo que implica el mal uso de las metáforas en la medicina. Sin embargo, todo aquel que ha sufrido o sufre una enfermedad sabe bien lo difícil que resulta intentar describir a los demás una sensación física indefinida como, por ejemplo, el dolor. Ante la carencia de expresiones lingüísticas que le permitan transmitir eficazmente las sensaciones corporales la persona enferma recurre con frecuencia al lenguaje metafórico.25 Eso no es de extrañar, si se tiene en cuenta que la metáfora, más que un adorno del discurso es un dispositivo epistemológico que sirve para conceptualizar el mundo, definir las ideas sobre la realidad y construir la subjetividad.26
Si la metáfora parece ser un protagonista inevitable en el discurso sobre la enfermedad, cabe preguntarse si ella puede cumplir allí un papel distinto al habitual. Sobre todo, conviene saber si la metáfora puede ser esa herramienta conceptual que le permita al enfermo la recomposición de su identidad trastocada por el evento de la enfermedad. Para esclarecer este punto se recurrirá al filósofo francés Paul Ricoeur y sus aportes en el campo de la hermenéutica. En especial, se consideran conceptos suyos como el de identidad narrativa, mundo del texto, triple mimesis y variación imaginativa, que permitirán establecer y valorar el papel que cumple la metáfora en la elaboración del discurso sobre la enfermedad.
Estos elementos teóricos, además, permitirán comprender cómo el sujeto enfermo puede afrontar el desafío a su identidad causado por una enfermedad grave, esto por medio de la construcción de ficciones narrativas en las que el uso de la metáfora permite el acceso a otras formas de ser sí mismo.
Identidad narrativa y enfermedad
La enfermedad implica para la persona enferma una serie de desafíos existenciales, morales y psicológicos fundamentales. La enfermedad no solo cambia la forma en que una persona experimenta el mundo, sino también cómo esa persona habita en él, y aunque se trata de experiencia variada y diversa, social y culturalmente situada27, es posible describir cinco características comunes a ella, según lo que la filósofa Toombs denomina características eidéticas de la enfermedad:28 pérdida de la totalidad, pérdida de certeza, pérdida de control, perdida de la libertad para actuar y perdida del mundo familiar.
La pérdida de la totalidad se refiere a un profundo sentido de pérdida de la integridad corporal. Al asumir que el cuerpo está fuera de nuestro control, no solo se afecta la integridad corporal, sino también la integridad de lo que uno mismo es.29 La persona ya no se percibe más como una persona ‘completa’. Ella se ve a sí misma como ‘menos que una persona’30 La pérdida de certeza que experimenta el enfermo provoca una profunda aprehensión que le es imposible comunicar a los demás. Se debe encarar la propia vulnerabilidad y esto genera profunda ansiedad y temor.31 La experiencia de la enfermedad como una calamidad inesperada conlleva también un sentimiento de pérdida de control. El carácter azaroso de la enfermedad implica que el mundo familiar del enfermo sea, de repente, percibido como un mundo hostil, incontrolable e impredecible.32 Esto conduce al cuarto escenario, el de la pérdida de libertad de elección. En este caso, la habilidad del enfermo para escoger el curso de acción en su vida se ve restringida por su ignorancia sobre lo que debe hacer. Por lo general, delega esa decisión en el médico, quien no necesariamente acoge el sistema de valores propio de su paciente y puede tomar decisiones basado tan solo en los datos clínicos.33 Finalmente, la enfermedad es un estado de desequilibrio y desarmonía que implica un modo de ser en el mundo distinto al habitual.34 De esta manera, el enfermo se encuentra a sí mismo como un extraño en su propio mundo. Mientras los demás siguen con sus rutinas habituales, el enfermo pierde su mundo familiar por culpa de la enfermedad. Sobre todo, lo que más sufre menoscabo es la posibilidad de planear el mañana. De repente, el futuro de la persona enferma se ha tornado incierto e impredecible.
Ese difícil panorama que afronta el enfermo le hace cuestionar seriamente su individualidad y sus proyectos de vida. Forzado a revisar su identidad personal y su historia de vida, solo puede hacerlo en los términos de la enfermedad que padece.35 De alguna manera, él sufre una especie de “perdida de sí mismo”, que solo reparará en tanto reconstruya su identidad trastocada, apelando, si este es el caso, a unos recursos narrativos apropiados.36
Es importante señalar que cuando se habla de identidad personal no se hace referencia a una especie de núcleo de subsistencia absoluto que permanece inalterado e inalterable. Tal concepción presenta serias dificultades en lo que respecta a la disyuntiva entre cambio y permanencia. Para Ricoeur ese concepto de identidad, fijo e invariable, no da cuenta de la experiencia de cambio. Por eso propone dos sentidos a partir de la noción de identidad personal:37idem e ipse. Mientras la identidad-ídem corresponde a la mismidad típica de la identidad biológica y del carácter de un individuo, con la ipseidad nos referimos a una historia de vida que se enfrenta a la alteración de las circunstancias.38 La identidad narrativa reúne estos polos opuestos: por un lado, los sucesos y acciones que constituyen una vida, por el otro, el orden y unidad que brinda el relato.
El esfuerzo del enfermo por reconstituir el sentido de su vida a través de un relato le exige urdir una trama con el contenido de su propia experiencia vital. En este caso, no se trata de un calco fiel de los sucesos de la realidad, sino de reordenar esos motivos en un plano más elevado de significación. El sujeto, nos enseña Ricoeur, accede a la comprensión de sí mismo sólo después de un recorrido por los signos, símbolos y textos que hacen parte de la cultura a la que pertenece.39 Por eso mismo, la persona enferma puede integrar en su relato contenidos textuales diversos que le permiten construir su propia historia de vida. Pero al integrar dichos contenidos en su relato, debe deslindar ese texto de las posibles intenciones del autor y del contexto situacional con el fin de que se desarrollen otro tipo de referencias no ostensivas a las que se puede llamar mundo, entendido éste no desde una dimensión cosmológica, sino desde una dimensión ontológica del decir y del actuar humanos.40 Si con la elaboración de una trama basada en los eventos de su propia vida el enfermo reconstruye la acción que conforma su historia de vida, con su aproximación a los textos de su tradición cultural accede a la comprensión de sí mismo, en búsqueda de una transformación de su vida asediada por la enfermedad. A esta mediación, por medio de la cual el narrador que configura un relato transita hacia un lector que interpreta un texto, Paul Ricoeur la ha denominado triple mimesis y por su importancia en el tema será descrita a continuación.
La triple mimesis
En su sentido literal mimesis se refiere al proceso activo de imitar o representar. Sin embargo, en su lectura de la Poética de Aristóteles, Ricoeur prescinde de ese sentido de copia o réplica y recurre a un concepto dinámico de la mimesis.41 Así, el autor francés distingue tres etapas en el proceso mimético: la mimesis I, que se refiere al momento pre-comprensivo de la composición narrativa, la mimesis II, en la cual tiene lugar la configuración de la trama como tal y la mimesis III, en que el acto de leer acompaña la configuración de la narración.42 Con respecto a la mimesis I, Ricoeur destaca que la composición de cualquier trama está precedida siempre por una comprensión del mundo que se caracteriza por el dominio de la red de inter significaciones constituida por la semántica de la acción, la mediación simbólica y el reconocimiento de las estructuras temporales que exige la narración.43
A la mimesis II corresponde una función mediadora entre el “antes” y el “después” de la configuración narrativa. La trama es mediadora por tres razones: en primer lugar, ella media entre acontecimientos y una historia tomada como un todo.44 De este modo, una serie de incidentes se convierten en una historia narrada. La construcción de la trama extrae una configuración de lo que es una simple sucesión de eventos.45 En segundo lugar, en la trama se integran de factores heterogéneos tales como agentes, fines, interacciones, circunstancias y resultados inesperados; tal efecto de concordancia-discordancia es el que constituye la función mediadora de la trama.46 En tercer lugar, la trama es mediadora por sus características temporales.47 De hecho, la trama combina dos dimensiones temporales: una cronológica, otra no cronológica. La primera caracteriza a la historia como hecha de acontecimientos, con un carácter episódico. En la segunda, la trama integra los acontecimientos en una historia que presenta un comienzo y un final. La mimesis III marca la intersección entre el mundo del texto y el mundo del lector,48 por medio del acto de la lectura que une a la mimesis I con la mimesis II. El texto, en este caso, es un conjunto de instrucciones que el lector individual o el público ejecutan de manera pasiva o creadora. Se puede decir que el mundo del texto interviene en el mundo de la acción para transfigurarlo.49
La dinámica de la mimesis nos ayuda a comprender mejor la situación propia de una persona afectada por una enfermedad grave, que inmersa en el caos provocado por la dolencia que lo afecta busca reconstruir su identidad trastocada, la relación con su cuerpo y aquel mundo familiar que parece haber perdido. En la precompresión del mundo que caracteriza a la mimesis I, el enfermo es arrastrado a un mundo prefijado en el que prácticamente ha perdido su autonomía. Mientras en el aspecto médico es un paciente que debe seguir un estricto régimen terapéutico para recuperar algún día la salud perdida, en el plano familiar, los cambios corporales implicados en la dolencia lo convierten en un ser dependiente. Sus posibilidades de acción se ven disminuidas en algún grado, y como resultado hay un sentimiento de pérdida de control. La red simbólica en la que se desenvuelve el enfermo se suele poblar con esas metáforas y símbolos perniciosos de las que hablaba Susan Sontag y que oscurecen su experiencia. Por otra parte, el marco temporal en que se desenvuelve la existencia del enfermo ahora es condicionado por las exigencias propias de la medicina. Desde los horarios para tomar medicamentos en ciertas horas del día y el condicionamiento de las citas médicas a lo largo del año, hasta el pronóstico médico que asigna una probable duración a su vida, el tiempo del enfermo es ahora el tiempo del régimen médico.
La experiencia de continuidad y coherencia interna del individuo es cuestionada y sufre una ruptura. Es aquí donde las herramientas narrativas resultan particularmente útiles, al permitir que una persona enferma elabore una trama con su historia, en la que además de los eventos traumáticos ocasionados por la dolencia que padece se incluyan las demás circunstancias de su vida. Estamos en la mimesis II. Por lo general, el recurso a estos elementos narrativos tiene lugar a instancias de un facultativo o de un terapeuta, tal vez de un grupo de apoyo, si es que no, bajo la propia iniciativa del enfermo que quiere dejar registro de su experiencia. En un momento dado puede encontrar en una obra literaria, un filme, o en el testimonio de otro enfermo un elemento inesperado que le permita vislumbrar un plano más alto de significación en su propia vida, ahora afectada por la enfermedad. No será posible ya traer de vuelta a su antiguo yo, pero puede darle nuevas formas a su antiguo mundo a través de la imaginación (mimesis III). Aquí, la metáfora juega un papel fundamental.
Metáfora y reconfiguración de la realidad
Ya hemos mencionado antes el uso problemático de la metáfora con relación a la enfermedad. Se trata ahora de mostrar su uso potencial en la transfiguración del mundo de la acción que el enfermo lleva a cabo cuando teje la trama del relato de su vida.50 Habitualmente la metáfora es vista más como un recurso creativo típico de la poesía o la retórica que no guarda relación alguna con el pensamiento o la acción. Sin embargo, la metáfora no es un mero elemento decorativo del discurso, sino que es un eficaz dispositivo epistemológico que nos permite conceptualizar la experiencia que tenemos del mundo.51
A ese respecto, en su libro Metáforas de la vida cotidiana, Lakoff y Johnson52 nos presentan tres tipos distintos de estructuras conceptuales metafóricas: en primer lugar, las metáforas estructurales que corresponden a aquellas en las que una actividad o una experiencia se estructura en términos de otra. Esto nos permite destacar algunos aspectos de una experiencia, mientras dejan en segundo plano aquellas características que no son relevantes. En segundo lugar, tenemos las metáforas de orientación, que corresponden a aquellas en las que un sistema global de conceptos se organiza con relación a otro sistema conceptual, y, en tercer lugar, las llamadas metáforas ontológicas que son aquellas por medio de las cuales un fenómeno se caracteriza de forma particular, a través de su consideración como un objeto o una sustancia.
La metáfora corresponde a un tipo de pensamiento analógico que para organizar la realidad a su alrededor procede por semejanzas y proximidades. Ella funciona por asociación, comparando dos entes originalmente no relacionados y centrándose en los parecidos que hay entre ambos.53 La metáfora es un dispositivo especialmente poderoso para la creación de significado a través de la asociación de objetos y sujetos, de otra manera no relacionados.
Esa capacidad asociativa es particularmente eficaz cuando se aplica a las dolencias y a la enfermedad. Debido a que las metáforas tienen un papel significativo en definir la identidad social al permitir la distinción entre lo propio y lo extraño, la predicación metafórica puede utilizarse de tal modo que esos otros que padecen una dolencia acaben siendo señalados como algo peligroso.54 No es de extrañar que tal uso de las metáforas en el discurso cotidiano sobre la enfermedad recabe en deplorables conductas discriminatorias, como en el caso de los enfermos de sida, o en un caso más reciente, con los afectados por el COVID-19.
Ante una enfermedad grave la identidad social puede resultar seriamente afectada, por lo que resulta fundamental que el enfermo descubra esos predicados metafóricos que le permitan encarar su dolencia. Siguiendo a Ricoeur,55 esto implica asumir la metáfora en un contexto más cercano a la creación poética y al universo de ficción que propiamente en relación directa con el discurso sobre lo real constituido. El autor francés replantea el paradigma heredado de la antigüedad clásica, que reducía a la metáfora a ser un adorno del discurso, mostrando las posibilidades que ella tiene para desplegar excedentes de sentido más allá del signo lingüístico e incluso llegando a ser portadora de información.56 Para eso se vale de la crítica que hace Richards a las presuposiciones básicas del modelo clásico sobre la metáfora y que se concretan en tres aspectos fundamentales:57 en primer lugar, la metáfora más que a una semántica de la palabra corresponde a una semántica de la oración, por lo que se trataría de un fenómeno predicativo y no de uno denominativo. En segundo lugar, la metáfora surge, no tanto por la tensión entre unos términos enfrentados entre sí, como por el conflicto entre dos interpretaciones opuestas de una expresión. En tercer lugar, es la semejanza entre dos términos la que reduce la brecha entre dos interpretaciones incompatibles. Cuando esa disonancia semántica es resuelta la oración adquiere un nuevo significado y la metáfora representa desde ese momento una innovación semántica. Es lo que Ricoeur denomina la metáfora viva.58
Es importante señalar que, así como los enunciados metafóricos tienen un sentido basado en su estructura predicativa interna, tienen también una realidad extralingüística, o sea, una referencia. Esa referencia que en el discurso remite a su valor de verdad, a su pretensión de alcanzar la realidad, en el texto remite al mundo, ya no sólo en el nivel de los objetos manipulables, sino en el nivel que Husserl designaba con la expresión Lebenswelt y Heidegger con la de ser-en-el-mundo.59 La tarea de la hermenéutica consiste en ese caso en interpretar una proposición de mundo, de un mundo habitable donde el lector pueda proyectar sus posibilidades más auténticas.60 En esta transfiguración de lo real cesa la identificación entre realidad y realidad empírica. El concepto convencional de verdad no queda limitado a la coherencia lógica y la verificación empírica, sino que debe tomar en cuenta la redescripción del mundo que se alcanza con la acción transfiguradora de la ficción. Una ficción cuya capacidad de ensanchar el mundo descansa en lo que Ricoeur ha llamado el poder de la metáfora.61
La capacidad de la metáfora para inventar significaciones nuevas como una imitación creadora de la realidad se relaciona con el concepto básico de mimesis, que alude a la referencia no ostensiva de la obra literaria, es decir al descubrimiento y apertura de un mundo.62 Fuera de esa función referencial la metáfora languidece en una función sustitutiva como simple adorno. En ese sentido, la tarea interpretativa de la persona enferma ya no consiste en asumir las metáforas que ha heredado de su cultura, sino en comprenderse a sí mismo de cara a las nuevas metáforas que le proponen aquellos textos que ahora investiga, o también, ser capaz de elaborar nuevas metáforas a la luz de su nueva situación vital. Tal labor hermenéutica nada tiene que ver con la proyección de los propios prejuicios y creencias en esos textos, sino que implica recibir otras formas de ser de los textos mismos.63 Leer es entonces apropiarse de una propuesta de mundo y recibir, a cambio, un yo más vasto. Esto implica suspender la subjetividad del lector y que tenga lugar lo que Ricoeur llama la metamorfosis lúdica del ego, que se efectúa por vía de las variaciones imaginativas.64 En este juego se apuesta a ser un yo ficticio que incorpora lo vivido en el mundo de la imaginación a nuestro mundo. El sí mismo se pone de relieve como un yo figurado, como un yo que figura ser tal cual personaje.65 Al apropiarse de los significados propios del personaje ficticio en una acción de por sí ficticia, las variaciones imaginativas se tornan pronto en variaciones de sí mismo. De esta manera, se puede decir que el yo es otro.66 La identidad narrativa lograda al fin, descansa en una ipseidad forjada sobre variaciones imaginativas de sí mismo.
Vale la pena aclarar que, aunque el recurso a textos literarios implica en un momento dado poner en suspenso nuestra subjetividad, esto no significa una desconexión radical con toda experiencia real o posible, pasada o futura.67 Atender a una ficción narrativa, rica en metáforas vivas, representa para quien padece una enfermedad una nueva forma de comprenderse así mismo en la que puede recuperar la agencia de su propia vida; puede significar, también, una relación crítica con las personas de su entorno. Ese es el tema de la siguiente sección.
Metáfora, narración y enfermedad
En las secciones anteriores el examen de algunos conceptos hermenéuticos presentes en la obra del filósofo Paul Ricoeur nos permitió delimitar un campo teórico en el cual se perfilan herramientas discursivas con las que una persona enferma puede afrontar el desafío de su enfermedad. En el siguiente apartado se precisa tal propuesta con dos ejemplos procedentes de la literatura femenina, en los que la hermenéutica de Paul Ricoeur y la importancia que tiene allí la metáfora como generadora de dobles sentidos pueden aclarar el camino de la persona enferma en su intención de trascender el estado a que lo ha reducido su dolencia. Antes de eso se requiere una revisión del concepto de obra y un repaso sucinto de los géneros narrativos sobre la enfermedad, esto para una mejor comprensión de los ejemplos que vienen a continuación.
Ricoeur entiende por obra a la secuencia cerrada de discursos que puede ser considerada como un texto.68 Una obra es más larga que una oración, una obra está sometida a una codificación que hace que el discurso sea una narración, un poema, un discurso, etc. Una obra, además, posee un estilo. Si bien muchos discursos relacionados con la salud y con la enfermedad entran la categoría de obra, (códigos legales, papers científicos, artículos de prensa) no todos parecen tener el alcance suficiente para configurar mundos habitables para el lector. Esto último parece ser privilegio de la ficción y su capacidad para reconfigurar de manera radical a la realidad. Por otra parte, el uso de metáforas en los ejemplos de obra antes mencionados se acerca más a una función retórica que a una referencial. De hecho, es en ese tipo de obras mencionadas que suelen abrevar aquellas malas metáforas que desfiguran la experiencia de la enfermedad. Por tal motivo se tomaron como ejemplos obras literarias donde es evidente el papel de creador de la metáfora. Los géneros elegidos participan de esa ambigüedad característica de la literatura moderna, donde los límites entre novela, ensayo autobiográfico y poesía no son claros.
Géneros narrativos de la enfermedad
Los géneros narrativos de la enfermedad se reducen a tres tipos fundamentales, según Frank:69 narración restitutoria, narración del caos y narración de búsqueda. La narración restitutoria surge cuando bajo la influencia del discurso biomédico-comercial, se teje un discurso que apunta a la recuperación total del estado de bienestar perdido. Tales historias se centran en la resolución positiva de la enfermedad y en la propia iniciativa del enfermo por alcanzar la recuperación. No obstante, la predominancia cultural de la historia de la restitución acaba por excluir aquellas historias de la enfermedad que no incluyen la recuperación del enfermo. Las narrativas del caos, por el contrario, se caracterizan por no tener una secuencia coherente, y se oponen a la completitud de las narraciones de restitución. Tales historias son difíciles de escuchar, no son edificantes y excluyen la posibilidad de un final positivo.70
El tercer tipo de narrativa descrito por Frank71 es la de la búsqueda. Este tipo de narrativa pretende dar un sentido a la experiencia de la enfermedad. Aquí la enfermedad es concebida como un viaje al cabo del cual el enfermo obtiene una lección importante para su vida. Aunque es un tipo de historia más optimista que la del caos, no implica necesariamente la posibilidad de recuperación de la enfermedad. No obstante, es el género donde mejor parece encajar la propuesta hermenéutica de Ricoeur. De acuerdo con Frank las historias de búsqueda tienen tres facetas: las memorias, el manifiesto y la automitología.72 Las memorias permiten el examen crítico del pasado, a través de juegos temporales en los que se rompe la línea del tiempo. En el manifiesto la narración adquiere un talante profético y con frecuencia demanda la acción social, mientras que en la automitología se presenta al autor como alguien que, no sólo ha sobrevivido, sino que ha podido renacer de sus cenizas. Su lenguaje es más personal que político y hace hincapié en el cambio individual, no en la reforma social, con el autor como ejemplo de este cambio.73 A continuación, veremos dos ejemplos literarios en los que se recurre al género narrativo de la búsqueda, y en los cuales se constata el papel creativo de la mimesis en la redefinición de la identidad de la persona enferma.
Dos casos ejemplares sobre la metáfora y la enfermedad
Gracias a la hermenéutica de Paul Ricoeur fue| posible comprender la importancia que adquiere la metáfora dentro de los medios narrativos con los que se pretende ofrecer nuevas posibilidades de referencia al lector. Si nos situamos en el campo de la salud y de la enfermedad esa capacidad referencial de la metáfora resulta especialmente valiosa si se pretende ensanchar los horizontes vitales de la persona enferma. El objetivo de este esfuerzo hermenéutico es que la experiencia vivida por el enfermo pase al primer plano del discurso en donde podrá transfigurarse hacia nuevos modos de acción.
El primer ejemplo corresponde al libro de la escritora y poetisa colombiana Piedad Bonnet que lleva como título Lo que no tiene nombre, en el que la autora reconstruye el itinerario trágico de su hijo, quien padecía esquizofrenia, y en un momento fatal termina optando por el suicidio.74 A lo largo del libro es evidente la carga que significó para Daniel Segura y su madre el profundo estigma que aún tienen las enfermedades mentales en la sociedad contemporánea.75 En el epílogo, la autora manifiesta su impotencia ante el mal que aquejaba a su hijo. Por eso, cuando ella reconstruye la historia de Daniel trata de dar un sentido a su muerte y a su propia pena.76
Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme.77
Ella vuelve a parirlo, ella quiere darle sangre y lo hace con palabras, en especial a través de una metáfora tomada de un texto de Nabokov. Se trata de una historia de caos de un hombre que ha perdido a su hijo y al que luego ve transfigurado en una hermosa polilla que surge de un capullo:
Tuvo una fugaz sensación de que la vida terrena se extendía ante él totalmente desnuda e incomprensible -atroz en su tristeza, humillantemente inútil, estéril y vacía de milagros...en ese instante se oyó un chasquido -un sonido fin como el de una tensa banda de caucho que se rompe. Septos abrió los ojos. El capullo en la lata de galletas había reventado en un extremo, y una criatura negra y arrugada del tamaño de un ratón, se arrastraba por la pared aledaña a la mesa. Se detuvo, aferrándose a la superficie con sus seis patas velludas, y empezó a palpitar de manera extraña. Había emergido de la crisálida porque un hombre abrumado por la pena había llevado una caja de lata a su habitación tibia y la tibieza había penetrado su tensa envoltura de hojas y de seda.78
El personaje puede ver luego cómo del enorme y exótico capullo de mariposa emerge una gran polilla de hermosas alas negras. Aquí la autora pone en juego una variación imaginativa en la que ella toma el lugar del protagonista del relato de Nabokov, un hombre que el día anterior a Navidad revisa el estudio de su hijo recién muerto.79 Como recuerda Bonnet su hijo sufrió el estigma por la enfermedad mental que padecía; en ese caso, estuvo en juego otra clase de metáfora, una ominosa, la del insecto en que se convirtió Gregorio Samsa, en La metamorfosis, de Kafka, y al que se le recluye en un cuarto olvidado, lejos de las miradas del mundo, lejos de la mirada de su propia familia.80 En la metáfora que pone en juego Bonnet en su libro, por el contrario, el cuarto del hijo ausente corresponde al lugar donde el padre enlutado redescubre la maravillosa individualidad de su hijo.81 La metáfora de la polilla que emerge de un capullo que usa Nabokov le permite a Piedad Bonnet superar el escenario opresivo de la metáfora del escarabajo de Kafka. Con su relato ella busca liberar la memoria de su hijo salpicada de prejuicios y rechazos, y se libera ella misma contando a otros que pasan por una penuria similar una historia que puede liberarlos. De esta manera, Piedad Bonnet rehace la identidad como madre que el suicidio de su hijo puso en vilo.82
El otro texto corresponde a Los diarios del cáncer de la escritora afroamericana Audre Lorde, activista social y poeta.83 Al ser diagnosticada con cáncer de mama y sufrir luego una mastectomía ella elige plasmar su experiencia en unos diarios que publicaría años después. En dichos diarios ella trata de dar significado a la enfermedad que la aqueja, situándola en el contexto de su propia vida84. Desde la primera entrada con fecha del 26 de enero de 1979, Audre Lorde se declara arrasada por el dolor y la desesperación:85 “Siento como si estuviera dando vuelta a mi vida, de adentro para fuera. […] Debo contentarme con ver cuán poco puedo hacer en realidad y hacerlo con el corazón abierto. No puedo aceptar esto, nunca, como no puedo aceptar que debo dar vuelta a mi vida, comer distinto, dormir distinto, moverme distinto, ser distinta. Como dijo Martha, quiero a mi viejo yo devuelta”.86 Aquí se hace evidente una de aquellas características eidéticas de la enfermedad mencionadas con anterioridad, que hace referencia al sentimiento de pérdida de control.
De igual modo, bajo las nuevas circunstancias impuestas por su enfermedad ella se ve forzada a revisar su identidad personal y su historia de vida. También adquiere especial importancia en la manera como ella es vista por los demás: “Soy definida como otra en cualquier grupo del que formo parte, la de afuera, la extraña, a la vez fortaleza y debilidad”.87 La pérdida de totalidad es descrita luego con precisión: “Soy un anacronismo, un deporte, como la abeja que no se suponía que volara. La ciencia lo dijo. Yo no debería existir. Llevo la muerte conmigo, en mi cuerpo, como una condenación”.88 Aunque Audre Lorde ya afronta el desafío del cáncer construyendo un relato sobre su enfermedad, aun la retienen viejas metáforas sobre su enfermedad, tales como la del silencio.89 Un día sueña que se entrena para cambiar su vida con una maestra que apenas ve entre sombras, una vida nueva y diferente. Ese impulso tiene que ver con “la formación y el quiebre de las palabras”, pues ella quiere darle un nombre nuevo a los ingredientes de los que están hechos las rocas. Vivir de forma diferente implica renombrar las cosas, sembrar el mundo con metáforas nuevas. La oportunidad se presenta cuando por su condición debe someterse a una mastectomía. Aquí Audre Lorde experimenta la primera de las características eidéticas de la enfermedad, la pérdida de integridad corporal, pues ella no se percibe como una persona completa:
El año anterior, mientras esperaba casi cuatro semanas para mi primera biopsia, me había enojado con mi pecho derecho porque sentía que, de una forma inesperada, me había traicionado, como si ya se hubiera separado de mí y se hubiera puesto en mi contra, creando ese tumor que podía ser maligno. Y a pesar de que ella acaba por aceptar la pérdida de una parte de sí misma no deja de sentir una profunda tristeza: Y, sin embargo, aún si llorara durante cien años, no podría expresar la pena que siento en este momento, la tristeza de la pérdida.90
Pero entonces, otra metáfora desplaza a la metáfora del silencio: “¿Cómo se sentían las amazonas de Dahomey? Eran solo unas niñitas. Pero lo hacían por voluntad propia, por algo en lo que creían. Supongo que yo también, pero no puedo sentir eso ahora”.91
Se hace referencia a la leyenda de las amazonas, un pueblo de mujeres guerreras al que se solía ubicar en las llanuras del Cáucaso. Se decía que a las guerreras más jóvenes les cortaban un seno, con el fin de facilitar su uso del arco y el manejo de la lanza.92 Audre Lorde refunde esta leyenda con otro relato acerca de unas mujeres guerreras en el reino de Dahomey (hoy Benín) las cuales se destacaron durante el siglo XIX oponiendo resistencia a los invasores franceses.93 Después de la cirugía Audre Lorde debe asumir la nueva situación de su cuerpo. “Pensé ¿cuánto tiempo les habrá tomado a las amazonas de Dahomey acostumbrarse a sus paisajes cambiados?”.94
Para Audre Lorde esto ocurre cuando una enfermera la increpa un día por no llevar puesta su prótesis; aunque ella en un comienzo se sume en el silencio y la resignación, apoyada por otras mujeres negras, decide ser de allí en adelante como una de esas guerreras amazonas a las que la amputación de su seno les permitía lanzar su flecha más lejos.95 Se niega entonces a usar cualquier tipo de prótesis que oculte las huellas que ha dejado el cáncer en su cuerpo. Su lucha desde aquel día se dirigió contra todo intento de invisibilización del cáncer de seno96 y contra la maldad de las corporaciones que introducían en el cuerpo de la mujer sustancias tóxicas con poder cancerígeno. El poder de la metáfora había entrado en acción.
Conclusiones
El uso de metáforas resulta habitual cuando se habla de la salud y de la enfermedad. Estar enfermo no se refiere solo a un estado disfuncional del cuerpo humano, sino también a un conjunto de experiencias individuales y colectivas que trascienden los aspectos biomédicos. El lenguaje adquiere por tanto especial importancia. La nomenclatura misma de las enfermedades tiende al uso de partículas negativas o a la asociación entre la enfermedad y lo malo. Sontag señalaba que las metáforas que se imponían al cáncer denotaban cuán vastas eran las deficiencias de nuestra cultura, pero era positiva en cuanto al hecho de que el lenguaje sobre el cáncer -el emperador de las enfermedades- evolucionara con los años.97 Pensaba que con el progreso de la terapéutica, el discurso no-científico sobre la enfermedad cambiaría. Las metáforas militares serían sustituidas por metáforas sobre las defensas naturales o la capacidad inmunológica del cuerpo. Entonces el cáncer se libraría de parte sus mitos.
Encontrar esas otras metáforas de la enfermedad de las que habla Sontag o encontrar un medio donde la metáfora pueda desplegar su riqueza de posibilidades referenciales fue el objetivo del presente trabajo. Para ello se ha seguido la ruta de los conceptos hermenéuticos de Paul Ricoeur los cuales permiten ubicar a la metáfora en el corazón del relato que construye el enfermo con miras a trascender esa situación disruptiva que afecta su vida. La idea era reconocer esa clase de metáforas por medio de las cuales su historia de vida puede salir enaltecida, tal como la exigía Aristóteles al hablar de la mimesis.
Esto implica superar viejas concepciones acerca de la metáfora que la ubicaban como un recurso retórico, útil para la estética, pero con apenas valor epistémico. El carácter referencial de los enunciados metafóricos, ricos en dobles sentidos, permite la redescripción de la realidad ejerciendo su función mimética en el campo de los valores sensoriales, emocionales, estéticos y axiológicos, de tal modo que la persona enferma es capaz de descubrir un mundo habitable en el cual puede recuperar la agencia de su propia vida.98
En el caso de Audre Lorde y sus Diarios del Cáncer se ha visto como el uso de una metáfora específica, el de la guerrera amazona, le permitió dar un nuevo significado a su enfermedad, superando aquella metáfora que reducía inicialmente a un silencio sufriente todo lo que tenía que ver con el cáncer que padecía. No es distinto el caso con la obra de Piedad Bonnet Lo que no tiene nombre donde al final del libro la autora es capaz de ofrecer las coordenadas de otro mundo, un mundo que invita a lector a una metamorfosis a través de las variaciones imaginativas, para enseñarle a través del antiguo arte de contar historias, como llegar a sí mismo convertido en otro.