Introducción
El periodo filosófico y teológico tardo-antiguo tiene numerosas aristas intelectuales, pero destaca por el especial interés que dedica a los problemas referentes al sentido de la existencia y al de la salvación. Sobre el primer asunto, Alsina dice algo muy cierto: “Bien es verdad que en todas las culturas podemos, en determinados momentos, encontrar formulada esa pregunta fundamental sobre el sentido de la existencia. Pero lo que es nuevo en la etapa final del mundo antiguo es su profundidad y, especialmente, su universalidad. No es sólo el cristiano: también el pitagórico, el platónico, el estoico y el gnóstico se sienten abrumados por el enigma de la existencia”.1 Y es que el hombre tardo-antiguo es cada vez más consciente de que la existencia individual, aunada a la de la totalidad del cosmos, es poca cosa, es decir, tiene un valor limitadísimo que lo lleva a pensar más bien en la provisionalidad de la vida. Por eso Alsina asienta sobre el segundo: “El hombre de finales de la Antigüedad, pues, se halla ante un hecho que le parece irrebatible: el mundo, o carece de sentido, o es malo. El ser humano se siente extraño ante él, y busca, ansioso, la salida, la solución que le permita encontrarse a sí mismo y que le ayude a regresar al lugar de donde siente que procede. Alcanzar la paz espiritual: he ahí el gran tema. El hombre está ansioso de salvación”.2 Siguiendo las claves hermenéuticas de Alsina, este trabajo busca una visión de conjunto de una de las respuestas más sobresalientes del neoplatonismo cristiano, a saber, la de san Agustín, que se une a la de otros más como Mario Victorino, Tertuliano, Orígenes y los capadocios.
San Agustín y la filosofía
Una animación análoga a la que explica Alsina puede descubrirse en la filosofía de san Agustín,3 situada en las antípodas del mundo antiguo y el inicio de la Edad Media. Efectivamente, desde el punto de vista del santo de Hipona, a la filosofía preocupan dos problemas: “uno concerniente al alma, el otro concerniente a Dios. El primero nos lleva al propio conocimiento, el segundo al conocimiento de nuestro origen. El propio conocimiento nos es más grato, el de Dios más caro; aquél nos hace dignos de la vida feliz, éste nos hace felices. El primero es para los aprendices, el segundo para los doctos”.4 De acuerdo con el santo Doctor, la filosofía es “studium vel amor sapientiae”;5 la sabiduría viene a ser la mayor aspiración a la que brama el filósofo, por lo que se encamina indagatoriamente hacia ella y, por ello, la ama. Como bien resalta Moreschini, la sabiduría que busca la filosofía es el conocimiento de Dios y el alma: “dos realidades que, siendo totalmente incorpóreas, para ser conocidas requieren una separación radical de este mundo. La filosofía es, por ello, una actividad extremamente exigente, que requiere la libertad de otros empeños (el otium) y se alcanza en la vida en común con otras personas dedicadas al mismo ideal”.6 En otras palabras, pero con inspiración agustiniana, puede decirse que, si lo mejor que tiene el hombre es su mente, y esta última es creada por Dios, se sigue que lo mejor que pudo suceder al hombre es el haber sido creado por Dios con esta mente, para que viva, no sólo según el hombre, sino según Dios.
La importancia de la filosofía se revela, entonces, como preocupación por la propia existencia, que busca el asidero de su ser. Como dice en el Contra Academicos: “Se trata del destino de la vida, de nuestro ser moral, de nuestra alma, la cual confía vencer la dificultad de todos los sofismas, y después de abrazar la verdad, volviendo, por decirlo así, al país de su origen, ha de triunfar de todas las liviandades y, desposándose con la templanza, como esposa, reinar, segura de volver al cielo”.7 La filosofía y la teología no están del todo separadas, sólo que la primera se construye con base en las fuerzas de la sola razón, es decir, con las propias luces humanas, mientras que la teología requiere de la autoridad. Pero ambos caminos se unen, más allá de que pretenden evitar la oscuridad que circunscribe al ser humano. En efecto, como dice san Agustín en el De ordine con toda luminosidad: “La filosofía promete la razón, pero salva a poquísimos, obligándolos, no a despreciar aquellos misterios, sino a penetrarlos con su inteligencia, según es posible en esta vida. Ni persigue otro fin la verdadera y auténtica filosofía sino enseñar el principio sin principio de todas las cosas, y la grandeza de la sabiduría que en Él resplandece, y los bienes que sin detrimento suyo se han derivado para nuestra salvación de allí. A este Dios único, omnipotente, tres veces poderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, nos lo dan a conocer los sagrados misterios, cuya fe sincera e inquebrantable salva a los pueblos, evitando la confusión de algunos, y el agravio de otros”.8
El fin de la vida y la razón
Todavía más adelante, en el mismo De ordine, el Hiponense pone de relieve que el fin de la vida consiste en la ordenación, o sea, en disponer de modo conveniente las acciones para adquirir lo que el santo denomina la tranquilidad de la vida y la rectitud del alma. Pero para poder aprender esta direccionalidad a la que apunta la vida lograda, hay que instruirse de quienes ya aprendieron a vivir bien. Y los dos caminos que llevan a este conocimiento son la auctoritas y la ratio9. Nítidamente el santo hace ver que la autoridad precede en el tiempo (podría decirse que es una ratio cognoscendi), pero lo que constituye genuinamente el camino es la ratio, pues esta última puede entenderse como ratio essendi. En suma, la razón tiene preferencia sobre la autoridad, aunque más ágilmente se conoce mediante esta última. Por ello asienta: “Así pues, si bien a la multitud ignorante parece más saludable la autoridad de los buenos, los doctos prefieren la razón” [“Itaque, quamquam bonorum auctoritas imperitae multitudini videatur esse salubrior, ratio vero aptior eruditis”].10 Aunque se entre en el conocimiento a través de la autoridad, el docto ha de dejar la seguridad que le brinda dicha cuna [“auctoritatis cunabula firmus”] para decantarse por la razón, pues ella es la que constituye el essere y la autoridad sólo el cognoscere. En el campo de la filosofía, quien aprende (el indocto) comienza adhiriéndose a la autoridad para entender que hay un principio primero de todas las cosas, pero una vez que lo sabe, es mediante su razón que profundiza en tal principio.
¿Qué es la razón? A esta pregunta el De ordine dice: “razón es el movimiento de la mente” [“Ratio est mentis motio”]. Es importante retener esta definición, pues precisamente pone a las claras que la mente (mens) es la raíz de la razón. Cuando la mente está en movimiento, entonces se le denomina ratio. ¿Y por qué es que se mueve? Precisamente es la “capacidad para discernir y conectar lo que se conoce” [“ea quae discuntur distinguendi et connectendi potens”]. Así pues, la razón presupone conocimiento, lo cual viene a ser propio de la mente, pues de lo contrario no se movería, y este movimiento equivale, como dice la definición, a distinguir y enlazar lo conocido. Además, aquello hacia lo cual está volcada la mente, y que es hacia lo que se dirige, con su movimiento, la razón, es a “conocer a Dios y al alma que está en nosotros [“ad Deum intellegendum, vel ipsam quae aut in nobis aut usquequaque est animam”].11 Como puede verse, si la filosofía estriba en el estudio de Dios y el alma, y precisamente la ratio es el movimiento de la mente que se dirige al conocimiento de Dios y el alma, se sigue que la filosofía consiste en el movimiento racional dirigido a conocer a Dios y el alma.
La razón humana es capaz de llegar a conocer, a través de la dialéctica, que es el método del que se sirve el hombre para enseñar y aprender12 que del conjunto de las partes se conforma un todo, esto es, la unidad.13 Las matemáticas y la geometría, como ya sostienen los pitagóricos y los platónicos, permiten al hombre percatarse de que, a través de los números, sus relaciones y proporciones, se pueden alcanzar “verdades absolutas” [“verissimas”] y, por ello, resplandecer a la razón con evidencia14. Esta región de las verdades absolutas se eleva por encima del mundo sensible, que es sombra, como dice el platonismo, de la región inteligible.15 A nuestro juicio, por ello dice: “Y más fácilmente responderá a esta clase de problemas [los inteligibles] el que tuviere conocimiento de los números abstractos e inteligibles, para cuya comprensión se requiere vigor de ingenio, madurez de edad, ocio, bienestar y vivo entusiasmo para recorrer suficientemente el orden indicado por las disciplinas liberales”.16 Esta postura puede enlazarse con la demostración de la certeza sobre el mundo sensible y las matemáticas que desarrolla el Hiponense en el Contra Academicos puesto que lo que pretenden estas obras es dar cuenta de que la razón humana es capaz de conocimiento. Efectivamente, para san Agustín el mundo sensible es susceptible de conocimiento (el mundo es lo que “nos” contiene y sustenta, dice él): es errada la posición que deriva que del error de los sentidos se siga que no es posible conocer el mundo sensible, porque no se nos aparece: “Si tú dices que nada se me aparece, entonces nunca podré errar, pues yerra el que a la ligera aprueba lo aparente. Porque sostenéis que lo falso puede parecer verdadero a los sentidos, pero no negáis el hecho mismo del aparecer”.17 Ni siquiera el sueño puede derrocar esta posición, pues quien sueña, por ejemplo, que vuela, es cierto que verdaderamente sueña que vuela, si es el caso, o sea, en tanto que el testimonio es verdadero.
De igual manera, los números inteligibles y sus combinaciones son siempre verdaderos, como decir que dos más dos son cuatro, o tres por tres son nueve. La inteligencia permite corroborar estos conocimientos, en donde la opinión no tiene ningún tipo de ascendente. La dialéctica, considera san Agustín, es la que permite distinguir entre una cosa y otra, o entre una y su opuesto. Es la dialéctica la que permite conocer lo verdadero: “Estas y otras muchas proposiciones, que sería larguísimo enumerar, por la dialéctica aprendí que eran verdaderas, en sí mismas verdaderas, sea cual fuere el estado de nuestros sentidos”.18 Además, la dialéctica presta argumentos para desterrar, si no por completo, sí en cierta medida el probabilismo, tan desastroso, piensa san Agustín, en el campo moral, que es una suerte de criba que permite visualizar, a nuestro juicio, la potencia de una teoría filosófica. Para san Agustín, no todo el que yerra, peca, pero sí todo aquel que peca, yerra. Al cometer un delito, no es posible, so pena de seguir múltiples absurdos, sustentar los argumentos en la probabilidad: o se realizó un acto o no; tampoco se condena con probabilidad a muerte: o se muere o no (el condenado a muerte no muere sólo en sueños). Si el que obra con probabilidad no peca, se seguiría que nunca yerra. Y es que, si es así, nadie podría jamás cometer un crimen y mucho menos errar.19 Más bien habría que seguir no tanto las doctrinas de los filósofos de la Academia, sino las de Platón mismo-“vir sapientissimus et eruditissimus temporum suorum”-, quien propone la dialéctica para alcanzar la sabiduría (si no es que la misma dialéctica es la sabiduría).20 Escribe el santo Doctor:
Para mi propósito, bástenos saber que sintió Platón que había dos mundos: uno inteligible, donde habitaba la misma verdad, este otro sensible, que se nos descubre por los órganos de la vista y del tacto. Aquél es el verdadero, éste el semejante al verdadero y hecho a su imagen; allí reside el principio de la Verdad, con que se hermosea y purifica el alma que se conoce a sí misma; de éste no puede engendrarse en el ánimo de los insensatos la ciencia, sino la opinión. Con todo, lo que se hace en este mundo por las virtudes llamadas civiles, semejantes a las verdaderas virtudes, y sólo conocidas de un reducido número de sabios, no merece sino el nombre de verosímil. Estas y otras verdades de la misma clase fueron conservadas entre los discípulos de Platón, según era posible, y guardadas en forma de misterios.21
Ha sido gracias al neoplatonismo, concretamente con Plotino, con quien las doctrinas de Platón se han librado del polvo y la mugre que las circundaban. Se ha restituido, tanto por los platónicos medios como por los plotinianos, la filosofía que dirige su mirada hacia el mundo inteligible.22 Siendo así, es posición agustiniana la convicción de que, para encontrar la verdad, hay que conducir la mirada, a través de la dialéctica, hacia lo inteligible. La doctrina de Platón y los platónicos es la más conforme con la fe, con la Revelación, que es la filosofía que comunica la razón con la autoridad, fuentes últimas para aprender la verdad.23 Es aquí, a nuestro juicio, donde el sentido de la existencia se revela fehacientemente para san Agustín: la vida tiene sentido en cuanto es itinerario racional hacia la verdad.
Filosofía, razón y unidad
Tanto el preámbulo del De ordine como las indicaciones sobre la certeza del mundo y las verdades matemáticas e inteligibles del Contra Academicos permiten comprender por qué san Agustín, en el capítulo 18 del De ordine, asegura que la filosofía se afana por encontrar la unidad [unum], alcanzándola de un modo más elevado [altius] y divino [divinius]. La unidad a la que apunta la filosofía se concreta en dos problemas, que son precisamente en los que insiste en Hiponense de continuo: el alma y Dios. El ordo studiorum sapientiae consiste en profundizar en uno mismo o, como dice el santo de Hipona, seipsam inspicit, inspeccionarse a sí, con lo que cae en cuenta de que posee la razón, o sea, que el alma es racional. Una vez constatado esto, “yo, con un movimiento interior y oculto, puedo separar y unir lo que es objeto de las disciplinas, y esta fuerza se llama razón”24. Es la razón la que permite al hombre analizar y sintetizar lo que conoce tanto sensible como inteligiblemente: pero esto sólo lo constata quien se adentra en sí, quien profundiza en su propio interior y se decanta por el estudio del alma (el cual, a la postre, conduce a Dios).25 Por ello dice, en un pasaje central del De ordine, que “Lo mismo al analizar que al sintetizar, busco la unidad, amo la unidad; más cuando analizo, la busco purificada; cuando sintetizo, la quiero íntegra. En aquélla se prescinde de todo elemento extraño; en ésta se recoge todo lo que le es propio para lograr una unidad perfecta y total”.26
La filosofía, que se sirve, como se ha visto, de la razón (la cual, se conoce por introspección, es decir, por autoexamen), tiene una dirección sinóptica, es decir, una visión de conjunto. Agustín compara magistralmente esta tendencia sinóptica de la filosofía con el amor, pues el amor lo que busca es adherirse a lo amado y, si es posible, fundirse con él, hacerse uno con él [“unum cum eo fit”]. El conocimiento, que lo es por adherirse al ser real, llega a su punto racional más alto con la visión sinóptica:
En este mundo sensible conviene meditar mucho sobre el tiempo y el espacio, y se verá que lo que deleita en parte, sea de lugar, sea de tiempo, vale mucho menos que el todo de que es parte. Igualmente notará el hombre instruido que lo que ofende en parte es porque no se abraza la totalidad, a que maravillosamente se ajusta aquella parte; en cambio, en el mundo ideal, toda parte, lo mismo que el todo, resplandece de hermosura y perfección.27
La filosofía está tensionada con esta confianza en la razón por acceder a la verdad. El Contra Academicos, como se ha visto, lo pone de realce, pues tiene, entre otros méritos, el exhortar a la actividad y vida filosófica, que es búsqueda esperanzada por hallar la verdad.28 Esta tensión conduce, de acuerdo con el De ordine, a estar con Dios [cum Deo], puesto que quien intelige [intelligit] comprende a Dios, o sea, está con Él. En efecto, la filosofía enseña, en relación al alma, y ésta es la tesis del De ordine siguiendo a Moreschini, que la actividad racional que consiste en separar y unir, que implica la referencia al uno, “separado de aquello que le es extraño con el análisis y reunido en su integridad con la síntesis”; así, el hombre, “aun siendo mortal, participa de alguna manera de la inmortalidad en cuanto es racional: la razón, efectivamente, posee verdades inmutables, como la relación entre el uno y el dos y el dos y el cuatro. Cuanto más vive el alma racionalmente, tanto más progresa moralmente, porque desea realizar también en ella aquel orden racional que descubre en las cosas. Así purificada, ella está en la condición de ver a Dios mismo”.29 De ahí que diga, muy concordemente, en el De Trinitate: “Tinieblas son las mentes obtusas de los hombres, cegados por perversas concupiscencias y por infidelidad culpable. Para curar y sanar éstas, el Verbo, por quien fueron hechas todas las cosas, se hizo carne y habitó entre nosotros. Nuestra iluminación es un participar del Verbo, es decir, de esta vida, que es luz de los mortales”.30
Aunque la filosofía, sobre todo la platónica (o neoplatónica) es un instrumento muy eficaz para conocer la realidad en toda su amplitud, como se ha visto por los pasajes finales del Contra Academicos, se separa del cristianismo desde el punto de vista soteriológico. Como explica Sciacca, san Agustín lee en Plotino que, “por encima del mundo sensible hay tres hipóstasis o substancias: el Uno, el Entendimiento, el Alma. De la plenitud infinita del Uno emana el Entendimiento, o Verbo, o Logos, como los rayos emanan del sol. Agustín ve en la hipóstasis plotiniana del Entendimiento el Verbo del Evangelio de san Juan”.31 Y más adelante apunta el mismo Sciacca: “Cree (y naturalmente lee en Plotino lo que no hay) que el Entendimiento, emanación directa del Uno, es el Verbo Unigénito de Dios. Va más allá y fuera de Plotino: el Verbo no sólo es dios, sino Dios encarnado, Logos hecho carne, que ha habitado entre nosotros, y esto falta en los platónicos”.32 Por ende, hay una diferencia radical, a saber, que, para el platonismo, ahora en boca de Plotino, para alcanzar la salvación basta con uno mismo: es suficiente con dedicarse a la búsqueda de la verdad, a la contemplación y a la perfección moral, esto es, para alcanzar las altas cimas de la Inteligencia; para el cristianismo, sin embargo, es necesario el intermediario, el Verbo, el Salvador, o sea, Jesucristo, pues la razón, por sí sola, es incapaz de salvarse. Se requiere de la gracia de Dios, en definitiva; este tema tiene una importancia capital para san Agustín: en efecto, todas las obras pecaminosas del hombre, por las cuales no alcanza a adherirse y gozar del summum bonum, son obra exclusiva del agente inteligente. En cambio, las obras buenas, aunque voluntaria y libremente efectuadas por la criatura inteligente, por las que se acerca y goza de Dios, requieren de la coparticipación de Dios, que es a lo que san Agustín denomina la gratia.
El camino moral y las virtudes
El hombre que posee una buena voluntad es aquel que ejercita las virtudes morales (por el auxilio de la gratia de Dios) porque, como se ha afirmado en buena medida en la ética clásica, las virtudes están vinculadas entre sí; no se dan unas sin las otras. En el caso de san Agustín, asume las virtudes de la ética clásica, pero bajo la perspectiva del amor, de manera que las virtudes son funciones del amor (y en última instancia, del amor a Dios). Así lo asienta el santo Doctor:
La templanza es el amor que totalmente se entrega al objeto amado; la fortaleza es el amor que todo lo soporta por el objeto de sus amores; la justicia es el amor únicamente esclavo de su amado y que ejerce, por lo tanto, señorío conforme a razón; y, finalmente, la prudencia es el amor que con sagacidad y sabiduría elige los medios de defensa contra toda clase de obstáculos. Este amor, hemos dicho, no es amor de un objeto cualquiera, sino amor de Dios, es decir, del sumo bien, suma sabiduría y suma paz.33
Es en el conjunto de la vida del hombre donde se cristalizan las virtudes a través de su afección, de su volición y, a partir de ahí, de su acción. Lo que vivifica a la moral es, para san Agustín, el amor.34 Por ello, el hombre virtuoso ama a su propia voluntad, pues el bien que ella adquiere lo estima por encima de cualesquiera otros bienes: el virtuoso ama ser libre, en el sentido ya dicho de libertas: “El hombre justo, bajo la acción de la gracia, no sólo conserva el liberum arbitrium, sino que alcanza la libertas”.35 La buena voluntad, la voluntad que es genuinamente libre es, así, la actualización y compendio de las virtudes morales, en cuanto es, como se ha dicho, “recte atque honeste vivere appetimus”: quien vive virtuosamente vive queriendo lo que posee, y lo que apetece o quiere no es otra cosa que la misma bienaventuranza, pues ésta no es otra cosa que el gozo de los verdaderos y seguros bienes: “beate vivere quam veris bonis certisque gaudere”.36 En consecuencia, quien vive libre o virtuosamente, vive afectiva e intelectivamente de acuerdo con el Bien último.
Vinculando la doctrina del De libero arbitrio con la del Contra Academicos, puede aseverarse que, aunque el sabio no alcance en esta vida el conocimiento de todo lo que corresponde a la sabiduría, porque la sabiduría corresponde exclusivamente a Dios, el ser humano sí puede contentarse con la investigación bien dirigida hacia la sabiduría. Así, ya por investigar se es sabio y por alcanzar la sabiduría, feliz. En el campo exclusivamente humano, el hombre sabio, además de conocer los principios primeros, sobre todo pone en práctica la máxima antropológico-moral de que la razón tiene dominio sobre el hombre en cuanto totalidad; es más, en el dominio de la razón consiste la felicidad.37 En efecto, todos los seres humanos, es más, todos los seres inteligentes apetecen o anhelan ser dichosos, felices, bienaventurados, pero no todos quieren vivir bien o rectamente.38 Hay aquí un hiato dramático que no todos los seres humanos logran llenar. Para alcanzar genuinamente la bienaventuranza, es preciso decidirse a vivir bien y rectamente, por lo cual no todos alcanzan la meta de la beatitudo: “Por eso no es de extrañar que todos los hombres desventurados no alcancen lo que quieren, es decir, una vida bienaventurada, ya que, a su vez, no quieren lo que le es inherente y sin lo cual nadie se hace digno de ella y nadie la consigue, a saber, vivir según la razón”.39 Y puesto que la ley eterna establece que lo inferior se somete a lo superior, a saber, las pasiones a la razón, se sigue que, por esta misma ley, sólo es feliz quien voluntariamente somete sus pasiones a la razón. Por ende, quien es desdichado lo es no porque quiera la desdicha o infelicidad, sino porque no quiere el camino que lo conduce a la bienaventuranza.40
La felicidad, en consecuencia, se apetece naturalmente41, pero se decanta por ella de manera decidida la voluntad que busca con sinceridad al summum Bonum, que en el campo intelectivo es la verdad.42 Esta búsqueda del Bien sumo se lleva a cabo mediante el acto voluntario que se denomina caritas, que es el amor sobrenatural, amor que libera al hombre: la caridad estriba en colocar a Dios como fin, pues tanto por Él como hacia Él está hecho el hombre.43 La manera en que la ética clásica ha privilegiado esta adhesión libre al Bien supremo es a través de las virtudes. Y es que, como indica Rist, los actos virtuosos requieren amor, pues si no se hacen con amor, no son virtuosos.44 En último análisis, el virtuoso es tal porque ama a Dios incondicionalmente, y es de aquí que, de acuerdo con el Evangelio, también se ama al prójimo.45 Cuando la voluntad, que no deja de ser un bien (uno intermedio, pues se puede hacer mal uso de ella), se distiende y une al Bien inmutable (Bien que es común a todos), entonces alcanza la bienaventuranza, que es el bien propio del hombre. Y es ahí donde se contienen todas las virtudes, que son bienes mayores, pues nadie puede abusar de ellas (de lo contrario dejarían de ser virtudes). Los seres humanos podemos percatarnos de que quienes alcanzan la bienaventuranza lo hacen precisamente porque son virtuosos, y cuando el individuo humano quiere ser sinceramente bienaventurado, entonces imita a los bienaventurados por medio del ejercicio de las virtudes. Por eso dice el áureo autor:
Ni por la prudencia de un hombre se hace prudente otro hombre, ni fuerte por la fortaleza de otro, ni moderado por la templanza ajena, ni justo por la justicia de nadie, sino que llegará a serlo conformando su alma a aquellas inmutables normas y luces de las virtudes que viven inalterablemente en la misma verdad y sabiduría, común a todos, a los cuales aquélla conformó y fijó el espíritu que dotado de esas virtudes se propone como ejemplo que imitar.46
La imitación se da precisamente porque el virtuoso dirige su vida hacia el Bien, no hacia los bienes inferiores, que son los mutables y perecederos, como son los meramente corpóreos. Quien en vez de preferir el Bien a los bienes se canta por estos últimos, prefiere entonces el mal al bien, en términos morales. El virtuoso se vuelve ejemplo de cómo es posible, para los seres humanos, acatar la lex aeterna; el virtuoso es el sabio que, conociendo de alguna manera que lo superior somete a lo inferior, lo pone en práctica en su día a día. Así pues, de esta manera resulta por lo demás claro que, desde el punto de vista de la filosofía agustiniana, el impulso último hacia el bien o el mal, del bien y mal moral estrictamente, se sitúa en el individuo inteligente, concretamente en su voluntad. Por esto tiene razón Mauricio Beuchot al decir que “el cuerpo se resiste a ese retorno neoplatónico del alma a Dios, pero el hombre posee libertad, y por eso su espíritu puede oponerse con ella a las pasiones y tendencias de la carne, y vencerlas. Para tal fin recibe las gracias divinas y adquiere las virtudes necesarias para la vida, la cual se nos manifiesta ya como una vida moral”.47 De esta manera, la virtud tiene, en relación con el fin, carácter de medio, en el sentido de que es la que permite al agente racional superar los males de la vida terrena para alcanzar la vida bienaventurada, la salvación, por lo cual, como bien advierte Alesanco, la sapientia (y la filosofía que es la vía que conduce a ella naturalmente) es a veces sinónimo de vita beata y otras de “conjunto moral de virtudes”.48
Conclusión
El ser humano se encuentra en vilo, en vías de alcanzar su propia superación, y esto se lleva a cabo a través fundamentalmente de una vía moral. Por ello, la vida moral tiene un carácter de la más suma importancia: de acuerdo con la vida moral que cada individuo adopta, es el destino hacia el cual se dirige. Y si el destino es, como dice Plotino, Dios, sucede que la virtud es la que nos lo muestra. En efecto, como sucede con las filosofías de la época clásica, las virtudes vienen a ser el andamiaje indispensable para que el hombre se perfeccione, se purifique, esto es, para que viva una vida más plenamente humana y, en la medida de lo posible, divina o santa. Las virtudes son el instrumento moral a partir del cual el hombre se impulsa para alcanzar a Dios, el Bien sumo (“es la virtud la que, avanzando a su perfeccionamiento e implantada en el alma con ayuda de la sabiduría, nos muestra a Dios”);49 son las que permiten vencer las pasiones más corpóreas de la naturaleza y las que engarzan o conectan con lo más elevado: la mens o ratio (sobre todo en el sentido de la ratio superior). Es por la mente y viviendo de acuerdo con ella que el ser humano alcanza las más altas cimas de su vida, que consiste en su distención y, eventualmente, su posesión o gozo de Dios. “Aunque se le ha tachado de demasiado espiritualista, la moral de Agustín es muy humana. Hay que entender que su pasado maniqueo y su misma juventud pecadora le hicieron ver al cuerpo como un estorbo para el alma y una dificultad para la salvación. Se nota en él un rechazo a las cosas materiales y del cuerpo mismo. Pero tiene grandes méritos, como el de señalar, desde la razón natural, el camino hacia Dios visto como Bien supremo, el único que puede apaciguar al alma”.50
Por ello se ha dicho que no es baladí aquella frase agustiniana que plasma el origen y destino del hombre con la que abre las Confessiones: “Fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum donec non requiescat in te”, pues, como lo recuerda sapientemente Sciacca, “La aspiración a Dios no es un estado de ánimo o una exigencia puramente subjetiva, sino un status ontológico, connatural al hombre, cuyo estado natural, en consecuencia, es el hecho de ser un ente creado con un destino, la ejecución del cual trasciende todos sus actos y el orden de la naturaleza”.51 Sin embargo, no hay que dejar de lado la observación de Mondin, quien señala que, aunque san Agustín mantiene el esquema neoplatónico del exitus-reditus, no deja de hacerle ciertos ajustes de carácter evidentemente cristiano.52 Desde el punto de vista del exitus, ya no se trata de πρόοδος, sino de creación, que es la participatio ex nihilo: las criaturas son proyectadas y queridas por Dios, por lo cual son creadas. En consecuencia, toda criatura depende de Dios, tanto desde el punto de vista de su origen como de su destino. Desde el punto de vista del reditus, aunque el neoplatonismo ha subrayado la vía moral que lleva al hombre a la ascesis y a la contemplación, pero, puesto que el ser humano ha caído en la miseria por su propia culpa, no puede volver a Dios por sí solo. El hombre, entonces, requiere de Dios para volver a Él, pues del creador pende toda criatura y, por su amor, a Él vuelve.