Introducción
Define Lévinas la “paz como despertar a la precariedad del otro”,1 y es que tomar conciencia de la vulnerabilidad humana y de la mutua interdependencia es condición esencial para el compromiso y la transformación social. En este artículo abordamos el cuidado como comprensión de y como respuesta a esa vulnerabilidad humana y, por tanto, como un valor fundamental en el objetivo común de la construcción de la paz.2 Un valor humano, que está más allá de cualquier rol de género y que merece situarse en el centro del debate social y político.
Podemos difractar el cuidado en dos dimensiones: como praxis y como principio.3 La primera dimensión -como praxis-, alude al conjunto de actividades de cuidado que necesitamos todos los seres humanos para la satisfacción de las necesidades básicas a lo largo del ciclo vital, y que además son esenciales en momentos de especial vulnerabilidad como la infancia, la vejez, o en caso de enfermedad. La segunda dimensión del cuidado -como principio-, hace referencia a la actitud cuidadosa, delicada y atenta que debería permear toda relación humana.4 Entendemos, por tanto, el cuidado no sólo como unos trabajos concretos a realizar, sino como una actitud, una manera de actuar solícita y delicada que debería acompañar las relaciones entre los seres humanos.5
La ética del cuidado, definida por Carol Gilligan en 1982,6 subsume ambas dimensiones del cuidado -como praxis y como principio-. Una mirada ética que, aunque radicalmente humana, Gilligan la escuchó en la voz de las mujeres como resultado de la aguda división sexual del trabajo y la desigual distribución del espacio público y privado. Una voz moral que prioriza la satisfacción de las necesidades humanas y el mantenimiento de los vínculos interpersonales. A lo largo de la historia, a través de la socialización y la práctica del cuidar, las mujeres han tenido que ejercitar y desarrollar una serie de habilidades morales necesarias para la praxis del cuidado -como son la empatía, la paciencia, la perseverancia o la escucha, entre otras-, así como una visión de la moral desde las responsabilidades y la atención a las necesidades.7 Es importante acentuar, como hace Gilligan, que esas habilidades morales, y esa visión de la moral, también podrían desarrollarlas los hombres si sus mundos de experiencia fueran similares. Así, la ética del cuidado desveló el modo en que el cuidado como praxis puede contribuir al cultivo del cuidado como principio.
Y es que la actitud delicada y atenta forma parte -o debería hacerlo- de la praxis del cuidado, independientemente del vértice del diamante que lo dispense: familia, comunidad, estado o mercado.8 Si bien se espera delicadeza y solicitud de los cuidados que tienen lugar en el ámbito familiar, también deben dispensarse con delicadeza y amabilidad los cuidados que se facilitan desde el sector privado -por ejemplo, en una residencia de personas mayores-, o por parte del estado -por ejemplo, en un hospital-; todos ellos deberían albergar una mirada atenta y delicada. Pero junto a caracterizar las actividades propias del cuidado, la mirada atenta y delicada, -esa mirada que contempla el mundo desde el vínculo, la responsabilidad y la atención a las necesidades- debería permear, como principio, el mundo social y político en su conjunto, el mundo relacional de la interacción humana. Por tanto, el cuidado no sólo atañe al oikos -el hogar-, sino también a la polis -al ámbito público y de la ciudadanía-. No es un mero asunto privado sino público, y político,9 que debe cultivarse en todos los espacios donde se desplieguen las relaciones humanas.10
Teniendo en cuenta cómo de imbricadas se encuentran las dos dimensiones del cuidado, como actividad y como principio, y el modo en que la praxis del cuidado contribuye al cultivo y el desarrollo del cuidado como principio, en este artículo nos acercamos al cuidado como camino para la paz. Y es que el cuidado es fundamental para la construcción de la paz en varios sentidos. En primer lugar, porque el cuidado como praxis es necesario para el sostenimiento de la vida, la supervivencia y el bienestar. En segundo lugar, por los valores y capacidades que desarrolla en los sujetos que lo desenvuelven. La socialización en y la práctica del cuidar lleva consigo el desarrollo de una serie de habilidades morales como son la empatía, el compromiso, la paciencia, la responsabilidad o la ternura. Así pues, el cuidado no sólo es importante por ser expresión y eje vertebral de la intersubjetividad humana, sino que lo es también porque contribuye a construir lo que en la investigación para la paz denominamos cultura o culturas para la paz. Como Betty Reardon afirmó, una cultura de paz es una cultura del cuidar.11 Por ello, desde una visión compleja y no generizada defenderemos la necesidad de cultivar el modo-de-ser-cuidado12 como parte de la agencia pacifista. Transitar hacia una cultura del cuidado significará necesariamente cuestionar el patriarcado y el lugar en que éste ha situado el cuidado. Como señala Joan Tronto cambiar los valores y las prácticas sobre cómo los hombres se relacionan con el cuidado es la siguiente fase de la revolución democrática.13
Nuevas masculinidades
Los estudios sobre masculinidades son relativamente recientes y se encuentran mayoritariamente orientados al análisis y visibilización de los efectos negativos que tiene el patriarcado sobre los hombres, a la vez que apoyan la lucha feminista, y se inspiran en ella para reivindicar la igualdad y la justicia social. Se trata de un ámbito de trabajo fundamental, que ha puesto sobre el tablero las violencias que padecen muchos hombres como resultado del patriarcado, cuestionando un modelo de masculinidad hegemónica o masculinidad tóxica que tiene consecuencias perversas tanto para las mujeres, como para los propios hombres, así como para la sociedad en su conjunto. Si bien en todas las sociedades existen múltiples masculinidades, hay una tendencia a exaltar un modelo de masculinidad que “se busca imponer de forma hegemónica a todos los varones”.14 Una masculinidad hegemónica que es sexista y homofóbica, representada por un hombre heterosexual, fuerte y autónomo, que ocupa el espacio público, del trabajo y del poder.
Recientemente están surgiendo dentro de los estudios sobre masculinidades investigaciones que exploran e indagan modelos alternativos, flexibles y plurales de masculinidad, que respondan a modos-de-ser-en-el-mundo más felicitantes, justos y pacíficos. Se trata de un trabajo necesario de análisis y visibilización, esencial por otra parte ante la situación de “desnortamiento o perplejidad en buena parte de los varones sobre su situación en este mapa”.15 Pero no es un asunto exclusivamente individual, de recetarios, guías o manuales de reforma de la masculinidad, sino un asunto social y político, de caminar como humanidad hacia sociedades más democráticas, justas y cuidadoras, libres del patriarcado. Uno de los nuevos ámbitos que se están explorando se encuentra en la confluencia entre los estudios de masculinidades y los estudios del cuidado.16 Como señala Diego Carmona “una posibilidad para pensar las nuevas masculinidades, así como también las propuestas vivenciales y educativas para construirlas, es enfocar nuestras prácticas en el cultivo diario de una ética del cuidado”.17
Desde los estudios sobre masculinidades se viene reflexionado sobre los diferentes posicionamientos del colectivo masculino ante las demandas de igualdad del feminismo y, a riesgo de caer en un reduccionismo, podríamos resumir en tres los principales posicionamientos que se señalan:18 a) Machistas autoafirmados, que bloquen interesadamente el proceso de construcción de un modelo más igualitario, b) Mayoría silenciosa, que comprenden la pertinencia del cambio, pero arrastrados por la inercia y la comodidad prefieren no ocupar el lugar de abanderados y c) Igualitarios, que contribuyen a lograr un futuro en igualdad a través de su vida cotidiana, pública y privada.
Aunque poco visibilizado afortunadamente el grupo de hombres igualitarios es cada vez más numeroso. Un grupo al que además muchos hombres de esa mayoría silenciosa terminan incorporándose en algún momento del ciclo vital, a menudo en la jubilación, cuando se liberan de tener que demostrar nada a nadie y disfrutan de nuevas ocupaciones vinculadas a los cuidados del hogar o de los nietos. Visibilizar a esos hombres igualitarios y cuidadores tiene una dimensión política fundamental,19 no sólo porque contribuye a desnaturalizar la atribución del cuidado a las mujeres sino por su efecto multiplicador. Visibilizar a esos hombres igualitarios y cuidadores fortalece el valor del cuidado como parte de la agencia masculina, y suma a la construcción de unas masculinidades relacionales, unas masculinidades activas y no meramente reactivas frente al feminismo.20
Sin embargo, la sombra del patriarcado es larga e impregna y conforma nuestras mentes. Como Carol Gilligan y Naomi Snider señalan, podemos identificar dos rasgos esenciales del patriarcado: 21 por un lado, la valoración de la separación, el blindaje de la relacionalidad y, por otro lado, la negación de la dependencia y la vulnerabilidad; siendo ambos elementos constitutivos de la masculinidad hegemónica. Así a los hombres se les transmite, desde la más tierna infancia, que para ser respetados y admirados como hombres deben separarse de los otros.22 Según Nancy Chodorow el empuje hacia la separación puede rastrearse en los mismos comienzos de la vida. Para Chodorow mientras las mujeres sean las principales responsables del cuidado de la infancia, los niños recibirán un sutil mensaje de que, para ser propiamente masculinos, deben alejarse de la intensidad de esa primera relación.23 En cambio, se espera que se identifiquen con un padre que a menudo juega un papel distante en el día a día de la vida familiar. Como resultado, los niños llegan a basar su identidad de rol sexual en la capacidad de desconectarse y de negar las relaciones.24
Una urgente necesidad en la sociedad de hoy es especialmente desarrollar un nuevo papel masculino que implique integralmente a los hombres en las funciones parentales [participación en la vida familiar y el cuidado de los hijos] y el trabajo doméstico, en los que se sustenta la vida. En general, hay que conseguir que los papeles de género lleguen a ser más flexibles y permitir que ambos sexos participen de manera significativa en actividades productoras de vida, en lugar de las actividades destructoras de vida.25
Para afirmar su identidad como hombres “tienen que negar su dependencia, con frecuencia mediante la actitud competitiva, la dominación, la explotación o la violencia”.26 En la infancia la construcción de la identidad se refuerza binariamente, de un modo en que la intimidad y la vulnerabilidad tienen un género, el femenino, y ser un hombre implica ser emocionalmente estoico e independiente.27
Un segundo destete, menos brutal y más lento que el primero, sustrae el cuerpo de la madre a los abrazos del niño, pero es a los varones, sobre todo, a quienes poco a poco se les niegan los besos y caricias; en cuanto a la niña, la siguen halagando, le permiten vivir en las faldas de la madre, el padre la sienta sobre sus rodillas y le acaricia los cabellos; la visten con ropas suaves como besos, son indulgentes con sus muecas y coqueterías, y los contactos carnales y miradas complacientes, además, la protegen contra la angustia de la soledad. Al niño, por el contrario, van a prohibirle hasta la coquetería; sus maniobras de seducción y sus comedias son irritantes. “Un hombre no pide que lo besen… Un hombre no se mira en el espejo… Un hombre no llora” le dicen. Quieren que sea “un hombrecito”, y sólo conquistará el sufragio de los adultos liberándose de ellos. Agradará cuando no parezca buscarlo.28
Gilligan señala cómo en las voces de los adolescentes se escuchan señales del daño moral29 que acaece cuando, en virtud de la mística de la masculinidad, los chicos adolescentes son forzados a traicionar lo que hasta ese momento consideraban correcto -la intimidad, la expresión del afecto y la sensibilidad-, una traición que es sancionada a los ojos del mundo como apropiada.
Frente a ello, en el objetivo común de caminar hacia una cultura de paz, abogaremos por la construcción de unas nuevas masculinidades, en las que el cuidado y la delicadeza definan al ser humano y no sólo a uno de sus géneros. “La transformación principal tiene que producirse en el estilo de vida de los hombres”.30 Transitar de una cultura de la dominación a una cultura del cuidado, es el gran reto que tenemos como humanidad.31
Es importante explicitar el sufrimiento que padecen muchos hombres que no disfrutan, ni desean, el rol asignado por el mismo patriarcado. El miedo a la humillación y al fracaso, a ser débiles, así como la constante presión por ser auténticos hombres son algunos de los componentes de lo que Bourdieu denominó el “peso de la virilidad”.32 Un rol, el de la masculinidad hegemónica, que les genera infelicidad y los hace dependientes de las mujeres respecto a los cuidados, lo que, según Boulding, redunda, como consecuencia, en una latente animadversión hacia ellas.33 El hecho de que los hombres no hayan sido preparados para gestionar el cuidado autónomo de sí y del entorno doméstico es en muchas ocasiones origen de frustración, impotencia y baja calidad de vida. El potencial emancipador de compartir las tareas de cuidado entre hombres y mujeres a lo largo de la trayectoria vital no se circunscribe en exclusividad a las mujeres -por lo que supone en logros de justicia distributiva y de igualdad de oportunidades-, sino que abarca tam bién a los hombres en cuanto a logros de autorrealización, salud y felicidad; así como a la sociedad en su conjunto, en cuanto al fomento de valores de paz y de un modelo civilizacional relacional que sitúe en el centro la vida.
El gran reto hoy es justamente reflexionar sobre elmodo-de-ser-en-el-mundode los hombres. Algo que, además, desde las nuevas masculinidades están haciendo muy bien y que puede venir a enriquecer y sumar al discurso feminista. El cuidado nos habla de relacionalidad, intersubjetividad y amor, aspectos que el patriarcado destierra del modelo de masculinidad hegemónica, con consecuencias nefastas en diferentes niveles: legitima la desigualdad, genera injusticia social e infelicidad personal.
La ética del cuidado como ética feminista y humanista, cuestiona al patriarcado por su justificación de las jerarquías, que se sostienen sobre la falta de empatía con el vulnerable, con el sufriente, sobre la falta de delicadeza y de mirada atenta.34 En su obra Contra-pedagogías de la Crueldad Rita Segato nos habla del vínculo entre masculinidad y crueldad y el modo en que la baja empatía, la insensibilidad, el distanciamiento y el desarraigo conforman la pedagogía del poder, de la dominación.35 Segato señala la necesidad de superar esa crueldad transitando de un proyecto histórico de las cosas a un proyecto histórico de los vínculos.36 No podemos desconocer la relación entre violencia y masculinidad, caminar hacia una cultura de paz no es posible sin una seria reflexión sobre la construcción de los roles de género, en concreto sobre la masculinidad hegemónica y sus implicaciones.
Son varios los argumentos que se han utilizado para explicar por qué los hombres no cuidan y sí lo hacen las mujeres. Tronto recoge los siguientes como principales:37
Razones biológicas. El embarazo, el parto y el amamantamiento hacen del cuidado algo natural en las mujeres. Esto ha tenido su eco en una socialización explícita segregada por sexos en el cuidado como rol de género.38
El hecho de que tanto niños como niñas hayan sido tradicionalmente cuidados por mujeres ha hecho que los niños construyan su identidad diferenciada de la madre desde la ruptura de la empatía.39
El orden jerárquico de las sociedades patriarcales requiere una división dentro de la psique, especialmente de los hombres, un daño moral por el que se destierra y controla el amor y la conexión.40
Bajo cualquier tipo de opresión, la parte más débil empieza a aceptar su condición inferior e intenta buscar caminos para congraciarse con su opresor y ganar algunos recursos gracias a esa cooperación.41
La combinación de estos factores ha contribuido a la vinculación entre feminidad y cuidado y a la disociación de la masculinidad del cuidado. Una disociación que el patriarcado se esfuerza en justificar. Así, por ejemplo, es un clásico el argumento de que los hombres contribuyen a la sociedad en otras dos formas: protección y producción, que se interpretan como formas alternativas de cuidado y se utilizan como carta blanca que exime a los hombres de las tareas tradicionales del cuidar.42 Tronto ha cuestionado lúcidamente este posicionamiento. Por un lado, la comprensión de la protección como cuidado, cuando el cuidado de lo que nos habla es de relacionalidad y satisfacción de necesidades. No podemos olvidar que la violencia es el lado oscuro de esa protección, por más que sea utilizada por el gobierno -violencia militar o policial-, y la violencia es la antítesis del cuidado. Dañar a alguien está en el extremo opuesto del espectro de lo que significa cuidar. Por otro lado, con relación a la producción no es sólo prerrogativa de los hombres, sin embargo, este argumento sigue perpetuándose.43 Hay una atribución a los hombres de la ética del trabajo, frente a la ética del cuidado a las mujeres. Bajo esa ética del trabajo se asume que los hombres están en continuo estado de competición unos con otros, por el trabajo y por el rendimiento, algo que les aleja más y más del cuidado. Esos son los argumentos que la masculinidad hegemónica ha utilizado tradicionalmente para evadirse del cuidado: los hombres protegen a la sociedad y se involucran en actividades económicas de producción. Por lo tanto, según el argumento, pueden librarse de las actividades diarias de cuidado.44 Lo que resulta curioso en esta visión es el modo en que el patriarcado nos lleva a una concepción de la libertad como evitación del cuidado, condenando el cuidado al ostracismo, a los márgenes de lo social, a un lugar invisible y no reconocido.
En otro abordaje Constanza Tobío señala tres razones fundamentales para explicar por qué los hombres no cuidan: porque no saben, porque no pueden y porque no quieren.45 No saben cuidar a causa de la desigual socialización; no pueden cuidar a causa del tiempo invertido en obligaciones laborales o porque no se les reconoce como cuidadores válidos; pero en general los hombres no cuidan porque no quieren.
Cuidar requiere un aprendizaje que las generaciones de mujeres se han transmitido de manera informal, lo cual seguramente ha contribuido a la idea de su carácter innato. La incapacidad masculina para el cuidado no es con frecuencia más que la manifestación de una carencia de conocimientos mucho más complejos de lo que habitualmente se cree. Además, cuidar requiere poder hacerlo; es decir, un contexto social, laboral, personal y familiar que lo acepte y lo haga posible, lo cual no es habitual en el caso de los hombres. Finalmente, para cuidar hay que querer hacerlo, por las razones que sea, que pueden ser muy variadas. Ello es, probablemente, el aspecto clave que explica la reticencia masculina ya que tiene que ver con la identidad, con la idea, no necesariamente consciente, de lo que es un hombre y la resistencia de los modelos patriarcales que todavía impregnan nuestra sociedad.46
Poner en valor el cuidado, e incorporar la relacionalidad y el compromiso con la vulnerabilidad, es fundamental en la construcción de nuevas masculinidades, es imprescindible en el camino hacia una cultura de paz conformada por personas justas y cuidadoras. La alternativa a una cultura masculina de la violencia es una cultura masculina del cuidado. En este camino es necesario transgredir y superar la conceptualización de los hombres como seres-para-sí y de las mujeres como seres-para-otros.47 Queremos hombres y mujeres completos, ambos preocupados por el bienestar propio y ajeno, que integren la justicia y el cuidado como ejes vitales. Y es que, como habíamos señalado, la ruptura de la relacionalidad y la negación de la dependencia y la vulnerabilidad son la esencia del patriarcado y los elementos constituyentes de la masculinidad hegemónica. Sin embargo, como nos recuerda Mary Brabeck, la moral incluye responsabilidad hacia los otros, conexión y compasión, factores que no se encuentran en el margen de la moralidad sino en su mismo centro.48
Está en primer lugar el “yo separado” objetivo. Éste enfoca las relaciones con otros desde la reciprocidad, su regla de conducta será la equidad, en su rol dominarán las obligaciones y compromisos adquiridos. De otra parte, está el “yo conectado”, que intentará responder a las demandas de otros, orientando sus actividades hacia el cuidado. Según esto, se pensará a sí mismo en términos de interdependencia. Por su influencia, el cuidado es -además de un principio y un valor- una forma de organizar las relaciones y de construir el mundo. No es casual, entonces, que el bienestar ajeno representa más que una obligación. El cuidado es una orientación básica, aunque haya estado eclipsado todo el tiempo por el discurso de los derechos y de la justicia.49
Superando el malentendido. Dicotomías y resistencias en torno al cuidado
La participación de los hombres en la provisión de cuidados no es solo una reivindicación de justicia social vinculada a la igualdad de género, sino una cuestión social y política con implicaciones para la democracia y la paz. Es el paso fundamental para romper con los cimientos del patriarcado y transitar de una cultura de la dominación a una cultura del cuidado. Por ello, sorprende encontrar dentro de los estudios de masculinidades autores que desatiendan -o cuestionen- el valor de la ética del cuidado en el camino hacia la igualdad y la justicia social. Es el caso del historiador parisino Ivan Jablonka, en su obra Hombres justos. Del patriarcado a las nuevas masculinidades. En este apartado, tomando la obra de Jablonka como ejemplo, revisaremos el malentendido que gira a veces en torno a la ética del cuidado.
Hombres justos es una obra de lectura imprescindible, en la que Ivan Jablonka cuestiona la masculinidad hegemónica o tóxica y propone unas nuevas masculinidades basadas en los pilares de la no dominación, del respeto y la igualdad. Sin embargo, resulta descorazonadora la visión que transmite Jablonka del feminismo de la diferencia en general y de las aportaciones de Carol Gilligan en particular, seguramente fruto de un conocimiento superficial de esta corriente y de la obra de esta autora. Digo que resulta descorazonadora porque la ética del cuidado es fundamental, como hemos visto, para caminar hacia ese horizonte de nuevas masculinidades no dominadoras a las que aspira Jablonka y que tantos deseamos. En una visión dicotómica y muy simplista del feminismo de la igualdad y del feminismo de la diferencia señala Jablonka:
Si esos dos feminismos congenian para luchar contra las injusticias y las discriminaciones, el primero apunta a la emancipación de todas y todos siguiendo la tradición de la Ilustración, mientras que el segundo organiza la resistencia de un grupo confrontado a la dominación masculina. ¿Entendimiento entre los sexos fundado en la sed de justicia, o lucha entre los sexos como respuesta a la opresión? ¿Sociedad de iguales, o separatismo de combate?50
No todo el feminismo de la diferencia “postula la especificidad psicológica y moral de las mujeres, ontológicamente distintas de los hombres”.51 Habría que matizar entre feminismos de la diferencia más esencialistas de otros más constructivistas. Así, por ejemplo, Gilligan explicita claramente al inicio de su famosa obra In a Different Voice que el diferente desarrollo moral que experimentan las mujeres es fruto de la aguda división sexual del trabajo y de las diferentes responsabilidades que se atribuyen a hombres y mujeres -y ha insistido al respecto en muchos otros textos posteriores-.52 Si los mundos de experiencia fueran similares también el desarrollo de las capacidades morales sería similar. Desacertadamente Ivan Jablonka califica la ética del cuidado de “ética femenina”,53 cuando Gilligan la identifica como “ética feminista”,54 una ética que guía la lucha histórica para liberar la democracia del patriarcado.55 En esa visión reduccionista del feminismo de la igualdad y del feminismo de la diferencia el autor yerra al no ser sensible ni a los matices de los feminismos ni a su complementariedad. Como señala M. Carmen López es “posible vincular el feminismo de la igualdad con el de la diferencia”.56 Por un lado, el feminismo de la diferencia no está reñido con la construcción social de la identidad, y por otro lado las virtudes emancipatorias del feminismo de la igualdad se reducirían a abstracción si no se encarnara en sujetos de carne y hueso.57
Jablonka desconoce, o desatiende, el feminismo de la diferencia que pone en valor el mundo de experiencia y el legado de las mujeres no como herencia biológica, ni como arma arrojadiza contra la otredad, sino como valores que son esencialmente humanos -como el cuidado- y que el patriarcado ha atribuido en exclusividad a las mujeres, dañando así a todos y todas. No estamos hablando, como dice Jablonka de una “excepcionalidad biológico y moral”,58 sino de una desigual distribución de responsabilidades que ha hecho que hombres y mujeres desarrollen unas distintas habilidades. Si sus mundos de experiencia fueran similares las habilidades que desarrollarían también lo serían.
Para Jablonka el feminismo de la diferencia vanagloria las especiales características de las mujeres y no rompe con el círculo del patriarcado.59 Sin embargo, lo que Gilligan se pregunta es justamente ¿hacia qué modelo de ser humano queremos caminar?, un modelo de ser humano que tome lo mejor del legado de la justicia, pero también del legado invisibilizado, desvalorizado -y lamentablemente también estigmatizado- del cuidado. Gilligan no defiende algo así como una superioridad moral de la mujer, sino la necesidad de complementar la justicia con el cuidado y el cuidado con la justicia, tomando lo mejor de ambas tradiciones.
La ética del cuidado es una ética humana, integral a la práctica de la democracia y al funcionamiento de una sociedad global. Estudios paleoantropológicos y antropológicos señalan la importancia del cuidado -y los valores que lo acompañan- para el desarrollo humano y la sostenibilidad de la vida.60 Un valor, el del cuidado, que no podemos seguir minusvalorando, aunque así se haya hecho durante mucho tiempo. Por un lado, se ha ninguneado como parte del desprecio a todo aquello considerado propio de las mujeres. Pero también porque el patriarcado, en su defensa de la jerarquía y la dominación, no puede permitirse la mirada cuidadora hacia la vulnerabilidad de la otredad.
Se pregunta Jablonka si se puede definir una moral masculina para las relaciones de género y encuentra en la ética de la justicia de tradición kantiana la respuesta. El imperativo categórico que nos anima a tratar al otro como un fin y no como un medio señala Jablonka “quiebra de inmediato el círculo patriarcal, ya que el principio del patriarcado consiste en ligar a las mujeres a su utilidad, tratándolas ‘simplemente como un medio’”.61 Acertadamente señala Jablonka: “De este principio deriva una conducta feminista: si veo en la mujer a mi igual y si compruebo que esta se halla en una situación de subordinación, entonces no puedo sino querer que esa condición cese. Un hombre justo es aquel cuya masculinidad se adecua a los derechos de la mujer”.62
Jablonka señala los aportes de la ética kantiana, y de una ética de la reciprocidad en general, para la igualdad de géneros y señala la siguiente máxima “Actúa con una mujer como quisieras que actuaran con tu propia hija”.63 Pero reconoce que es incompleto, pues ciertos padres eligen para sus hijas una vida de sumisión. Acude, siguiendo la tradición de la ética de la justicia, a Rawls y el velo de ignorancia para salvar este obstáculo. Reformula entonces su máxima del siguiente modo: “Actúa con una mujer como actuarías si ignoraras su sexo”.64 Pero detecta también de nuevo insuficiencias en esta máxima, ya que es importante reconocer en el otro su condición para una relación justa, atento tanto a su universalidad como a su particularidad. Formula así su tercera máxima: “Actúa con una mujer de tal modo que su género y el tuyo puedan ser intercambiados”. Esos tres principios: reciprocidad, imparcialidad y reflexividad son, para Jablonka, los pilares necesarios para construir una ética de género que logre involucrar a los hombres y escape de lo que Jablonka denomina “romanticismo promujeres”.65
Las reflexiones de Jablonka sobre las contribuciones de la ética de la justicia a la construcción de unas nuevas masculinidades son sumamente valiosas, pero quedan lamentablemente empañadas por ese tono estigmatizador que ningunea los modos en los que la ética del cuidado puede contribuir a la construcción de nuevas masculinidades y al cuestionamiento del patriarcado. Gilligan, como muchas otras autoras, propone desgenerizar y universalizar el cuidado, y resultan por ello injustas las acusaciones de esencialismo que vierte respecto a su obra.
Por supuesto, más allá de estas observaciones, la obra de Jablonka tiene, como ya he indicado, interesantes aportes. Señala, acertadamente, la necesidad de repensar las masculinidades y de incorporar a los hombres en el camino hacia la igualdad y es que como él mismo afirma: “para sacudir aún más el sistema patriarcal, hace falta la participación de los hombres”.66 Puntualiza también Jablonka, que los hombres no deben ser instituidos como modelos, pero tampoco como enemigos repelentes. Y que hay que evitar tres callejones sin salida: “el romanticismo promujer, la creencia en un complot masculino y el finalismo paritario”.67
Ciertamente, es inviable el avance hacia la igualdad sin incorporar a los hombres. Y comparto la idea de que los hombres no son el adversario, algo en lo que insiste especialmente Jablonka.68 Pero no creo que desde el feminismo se haya construido una imagen tan negativa de los hombres como la que señala el autor aludiendo a ciertas corrientes del feminismo: “una visión maniquea del mundo: el bien y el mal, las víctimas y los culpables, mujeres oprimidas por hombres opresores, resistentes en lucha contra un machismo universal”.69 Y si ha sido así, coincido en que esa visión hace un flaco favor a la lucha por la igualdad y al feminismo. En cualquier caso, es cierto que hay una reacción en determinados sectores de la opinión pública, reacios al feminismo, convencidos de que el feminismo ha hecho eso: retratar al otro como “el Adversario”.70 Un argumento polarizador y manipulador que el movimiento antifeminista rentabiliza y esgrime contra el feminismo.
Hombres justos es una obra necesaria, con importantes aportes a la construcción de nuevas masculinidades en torno al principio moral de la justicia. No obstante, superar el malentendido que lleva a cuestionar la apuesta por el cuidado sumaría a construir unas masculinidades que integren la justicia y el cuidado, democráticas y transgresoras del patriarcado. Un malentendido en torno al cuidado que, por cierto, no es exclusivo de esta obra: lo encontramos en investigaciones que miran con suspicacia la valoración del cuidado, temerosas de que esconda un esencialismo que amenace con devolver a las mujeres a su lugar natural; así como en investigaciones que consideran que pretende situar a las mujeres en un escalafón moralmente superior al de los hombres por naturaleza. Sin embargo, la ética del cuidado elaborada por Gilligan no es una mirada ni esencialista ni romántica en torno al cuidado. No es que las mujeres estén predispuestas biológicamente para el cuidado, es más bien que su socialización y experiencias las han equipado con las habilidades necesarias para el cuidado en formas en que los hombres no han sido capacitados. Esto, obviamente, puede cambiar. Compartir en mayor medida los mundos de experiencia entre hombres y mujeres será un importante paso en el desarrollo humano.71
La praxis del cuidado ha desarrollado en las mujeres unas determinadas competencias que bien podríamos compartir todos los seres humanos, si también las tareas de cuidado de la vida fueran compartidas junto con los hombres. Como señala Karla Elliott care begets care, el cuidado engendra cuidado, lo que hacemos nos hace. Según Elliott la práctica real de cuidados tiene el poder de cambiar a los hombres.72 Y es que como venimos señalando el cuidado como actividad propicia la aprehensión del cuidado como principio. Por ello desde las políticas públicas se debería animar a los chicos y a los hombres a participar de los cuidados. El proyecto Fostering Caring Masculinities (FOCUS) llevado a cabo en Alemania, Islandia, Noruega, Eslovenia y España es un ejemplo de política que trata de contribuir al campo de las masculinidades cuidadoras,73 tratando de mejorar las oportunidades para que los hombres se involucren en actividades de cuidado conciliando el trabajo y la vida familiar. Además de los beneficios desde el punto de vista de la igualdad de género, este tipo de proyectos son beneficiosos para los propios hombres, en lo que respecta a calidad y esperanza de vida, felicidad y autonomía, y beneficiosos para el conjunto de la sociedad. Como señala Diego Carmona la ética del cuidado invita a construir nuevas masculinidades “a tejer redes que sostengan y nos sostengan, en lugar de complicidades para oprimir”.74
Las características centrales de las masculinidades cuidadoras son el rechazo a la dominación y la integración de los valores del cuidado, la interdependencia y la relacionalidad en la identidad masculina. En El deseo de cambiar. Hombres, masculinidad y amor bell hooks aborda los miedos de los hombres a la intimidad y a la pérdida de su lugar en la sociedad, y nos recuerda que todo el mundo necesita amar y ser amado, incluso los hombres. Pero para conocer el amor, los hombres deben ser capaces de liberarse del escotoma del patriarcado, y abandonar las lógicas de dominación. Como el escotoma en el ojo que nos impide ver con nitidez la realidad, el patriarcado “nos obceca para entender, en nuestro caso, las relaciones entre los seres humanos de maneras diferentes”.75 Afortunadamente, “de manera incipiente, numerosos hombres comienzan a cuestionar su masculinidad, con el propósito de manifestar actitudes y comportamientos en relación con la emoción, la receptividad y el placer de cuidar”.76
Las masculinidades cuidadoras enriquecen las vidas de los hombres en una miríada de formas: psicológicamente, físicamente y relacionalmente; y nos enriquecen como sociedad. Se trata de resignificar la noción de sujeto, de un sujeto aislado, abstracto, a uno vinculado, consciente de las relaciones que lo constituyen. Unas masculinidades cuidadoras, en las que la justicia y la delicadeza se entretejen como hebras de un mismo tapiz.
La delicadeza: esencia del cuidado
La incorporación del debate sobre los cuidados a los estudios de masculinidades, aunque incipiente no es sencilla, pues el binomio justicia y cuidado se ha malentendido a menudo como una dicotomía irresoluble. Nuestra propuesta es combinar lo mejor de cada una de estas visiones de la moralidad para construir unas masculinidades no sólo justas sino también cuidadoras. Veremos en este apartado los beneficios de combinar el principio de la justicia con el principio del cuidado, para construir una ciudadanía más comprometida, crítica y transformadora. Un principio, el del cuidado, que añade delicadeza y solicitud, a la mirada abstracta y generalizada de la justicia.
Como hemos señalado anteriormente la esencia del patriarcado se encuentra por un lado en la valoración de la separación (frente a lo relacional) y por otro lado en la negación de la dependencia y la vulnerabilidad.77 Lo que implica “la conformación de una piel gruesa, dura, como modo de acceder a un estatus masculino”.78 Una forma de ver el mundo que perpetúa la desigualdad y las jerarquías e impide la transformación social. Las prácticas cotidianas del cuidado no sólo nos permiten tomar conciencia de la vulnerabilidad humana, sino que son también una “plataforma de múltiples puntos de resistencia frente a un régimen de deshumanización”.79 Así, frente al patriarcado la ética del cuidado sitúa en un lugar privilegiado el compromiso con las relaciones y la ciudadanía democrática.
Definíamos al inicio del artículo el cuidado como comprensión de y respuesta a la vulnerabilidad humana. En ambos procesos -comprensión de y respuesta a- el cuidado está atravesado por la delicadeza como valor. Se requiere delicadeza para la comprensión de la vulnerabilidad: una mirada atenta que nos permita percibir y detectar la necesidad de cuidado. Y a su vez se requiere delicadeza para dar respuesta a la vulnerabilidad: la fragilidad requiere de un trato solícito, delicado.
En esos mismos sentidos la justicia requiere de la delicadeza que caracteriza el cuidado. Necesitamos una justicia con una mirada delicada, atenta, sensible a la desigualdad y las injusticias, capaz de poner en el centro a los más vulnerables y de indignarse ante el sufrimiento humano. Pero no sólo en la mirada, también en su aplicación la justicia requiere delicadeza y cuidado, para atender la singularidad de cada persona y sus circunstancias. Así, la justicia se torna cuidado, y el cuidado se torna justicia.
La delicadeza como valor nos permite ver los modos en que el cuidado complementa la justicia, así como su pertinencia para inspirar unas nuevas masculinidades, justas y cuidadoras, con el potencial para dejar atrás el patriarcado y la cultura de la dominación.
El cuidado es delicado: no quiere dañar
El cuidado tiene como eje prioritario de la acción moral el sostenimiento y no ruptura de los vínculos interpersonales. En contraste, la ética de la justicia prioriza la atención a los principios universales abstractos, incluso a costa, si es necesario, de las relaciones interpersonales -pudiendo llegar a justificar, bajo la bandera de la libertad, la igualdad u otro principio universal, la guerra y con ella la destrucción de vidas humanas-. Frente a ello el sujeto desde el punto de vista del cuidado es un sujeto intrínsecamente relacional, que tiene en el sostenimiento de la vida y la interconexión con los otros el eje prioritario de la acción moral. Una mirada centrada en la vida y en su sostenibilidad.
Una mirada consciente no sólo de la necesidad de priorizar la vida sino de atender a las necesidades de aquellos más vulnerables que nos interpelan desde su fragilidad.80 ¿Y cómo tratamos lo frágil? Con delicadeza. Una fragilidad que más allá de las situaciones de especial vulnerabilidad nos define a todos y todas como humanos. Tanto físicamente como psicológicamente y espiritualmente, somos seres frágiles, vulnerables, perecederos. Una fragilidad que requiere de una mirada y una conducta atenta y delicada.
Una delicadeza que se encuentra tanto en la mirada atenta que precede al cuidado, como en el ejercicio y dispensación del cuidado, pues “condiciona un trato adecuado, vigilante y alerta tanto para no herir como para no hurgar en heridas aún no cicatrizadas”.81 Sin duda, “justamente, porque quien-pide-cuidado es vulnerable, tratar con el otro requiere tacto, delicadeza”.82 “Delicadeza en tratar el cuerpo del otro y la delicadeza de entrar en contacto con su dimensión espiritual. Tocar al otro respetándolo en su trascendencia”.83
La justicia corre el peligro de olvidar esa centralidad y fragilidad de la vida, y la importancia de no dañarla. Summum ius, summa iniuria, reza la sentencia latina atribuida a Cicerón que advierte del daño que puede generar la aplicación descuidada de la justicia. Necesitamos construir una voz moral que combine los principios de la justicia y el cuidado, una voz moral relacional y dialógica, menos abstracta y, sobre todo, menos destructora del mundo de la vida.84
El cuidado es delicado: atiende a la singularidad
La visión de la otredad se plantea de formas diferentes desde la mirada de la justicia y del cuidado, de un otro abstracto, a un otro concreto. Cuidar es una dimensión del ser humano que pone de manifiesto que los otros importan, no en tanto otros generalizados, sino como otros concretos, que viven unas determinadas circunstancias y tienen una identidad y una historia que los singulariza.85 El cuidado, en sus dos dimensiones: como praxis y como principio, trata de comprender la complejidad de las condiciones de vida del otro, atender a su unicidad y singularidad.
Así, el cuidado es un valor moral básico.86 En relación con la justicia, el cuidado no sólo la antecede, sino que la amplía y la corrige. En primer lugar, la antecede porque es ontológicamente anterior. En palabras de Heidegger el cuidado es el “fenómeno ontológico-existenciario fundamental”.87 El cuidado es el valor fundacional sobre el que se edifican y desarrollan los valores de la justicia, la libertad y la equidad, al servicio de optimizar las relaciones de cuidado. Así “es nuestra obligación moral de cuidar de otros la que genera la responsabilidad colectiva de organizar un mundo más justo”.88 En segundo lugar, el cuidado amplía la justicia, porque expresa un más allá de los deberes establecidos, implica saber ir más allá de lo estrictamente justo y necesario. Y, en tercer lugar, el cuidado corrige la justicia para adaptarla a la singularidad de los casos y para evitar las injusticias que se puedan derivar de una aplicación excesivamente literal de la ley.
“Una vez cumplida la igualdad, la Justicia debe quitarse la venda, porque a la hora de cumplir el ‘principio de cuidado’ ya no puede actuar a ciegas, sino todo lo contrario, con mil ojos: debe actuar con el cuidado y con la solicitud que cada persona concreta requiera”.89 Tratar a alguien con cuidado, con delicadeza, significa tratarle con la atención que requiere su situación concreta.90 La relación de cuidado responde al reclamo de la persona concreta, al rostro del otro en terminología de Levinas,91 a la constatación de que somos cuerpos y no abstracciones. Actuar con cuidado, con delicadeza, es otra forma de formular el imperativo kantiano de respetar la dignidad del otro.
En Aristóteles encontramos el uso técnico de la expresión epikeia, en referencia a la corrección de la justicia legal cuando el caso particular obliga a hacerlo. Dado que las leyes no pueden integrar todas las situaciones posibles, se hace necesario recurrir a la prudencia para decidir qué hacer en determinados casos, sin descartar incluso contrariar la propia ley. No se trata de una debilidad de la ley, sino de una corrección de la misma. Por eso Aristóteles llega a decir que, si la ley es justa la buena aplicación de la epikeia es todavía más justa. La adaptación cuidadosa de la justicia implica un mayor grado de justicia. En el cuidado está el aspecto creativo de la justicia.92
Nuestras sociedades deben transitar hacia democracias cuidadoras, en las que los cuidados sean una de las prioridades de la política.93 Y en las que se articule la justicia -estado de derecho- con el cuidado, en las dos dimensiones del concepto cuidado: como actividad que se ocupa del cuidado de la vulnerabilidad y la fragilidad -estado social de derecho- y como principio, de atención particularizada, cuidadosa y atenta -estado social y solícito de derecho-.94 Como señala el jurista español Antonio Pau “hay que ir más allá de un Estado social de Derecho, hay que llegar a un Estado social y solícito de Derecho. Los organismos públicos tienen que tratar a los ciudadanos con cuidado, con solicitud, con cercanía”.95
El cuidado es delicado: Mira desde la humildad
La delicadeza tiene un punto de conexión interesante con la humildad, que nos abre al otro, para incluirlo y abrazarlo. Y es que la humildad tiene una curiosa dimensión cognitiva: facilita la mirada atenta.96 Siendo así que la humildad, junto con la conciencia de la finitud, son la mejor terapia contra el orgullo y la arrogancia.97 “Mientras que la humildad conlleva un incremento de las posibilidades de la percepción, la arrogancia y el orgullo las acortan”.98 Ver a “cada uno de los seres en su singularidad, ésta es la aportación epistemológica de la humildad”.99 La arrogancia, el orgullo, la vanidad suponen obstáculos epistemológicos. La persona humilde es más propensa a incluir otros puntos de vista y menos reacia a corregir sus puntos de vista si es necesario. Lo que, más que debilidad, es un ejercicio de valentía y responsabilidad moral.
El cuidado es una mirada que ha cultivado la humildad, que no es arrogante. Cuidar significa “acercarse al otro sin dominarlo nunca. Comunicar el propio pensamiento, la propia visión de las cosas sin nunca imponer el propio discurso como verdad”.100 Estar abierto a escuchar otras voces, incluso aquellas contrarias a la posición de partida de uno mismo, ha caracterizado la mirada del cuidado, guiada por el interés de atender las necesidades y mantener los vínculos personales. Una mirada que “no es ni dominadora ni excluyente […] mira desde un yo que se sabe otro, acostumbrado a desposeerse para aprender a ser sí mismo”.101 Un sujeto relacional, abierto, de desapropiación y participación. “En lugar de la voluntad de dominio y de apropiación, la humildad es generosidad consistente en ‘dejar ser’ a las formas más variadas de la realidad y del valor”.102 Delicadeza y humildad son virtudes comparables, en las que el sujeto renuncia al dominio de la otredad. Además de ser requisito del cuidado como valor, de un cuidado justo y respetuoso con la otredad.
No dañar, atender a la singularidad y mirar desde la humildad son ejercicios de delicadeza -que no de debilidad- que requieren de fortaleza moral e intelectual, y que enlazan la justicia con el cuidado en la construcción de unas masculinidades justas y cuidadoras.
Conclusiones
Transitar de una cultura de la dominación a una cultura de paz implica cuestionar el patriarcado y el lugar en que éste ha situado el cuidado. Para ello es necesario construir unas nuevas masculinidades que abracen el cuidado en sus dos dimensiones: como praxis y como principio. Unas masculinidades que abracen el cuidado como praxis, pues es fundamental compartir entre todos los seres humanos las responsabilidades del cuidado, necesarias para la satisfacción de las necesidades básicas y la sostenibilidad de la vida. Y también unas masculinidades que abracen el cuidado como principio, esa mirada delicada y atenta, que contempla el mundo desde el vínculo, la responsabilidad y la atención a la vulnerabilidad. Como aprendemos desde la ética del cuidado ambas dimensiones están imbricadas, pues el cuidado como praxis contribuye al cultivo del cuidado como principio. Karla Elliott lo resume sencillamente: care begets care,103 el cuidado engendra cuidado.
El cuidado, como praxis y como principio, debería permear el mundo social y político en su conjunto, el mundo relacional de la interacción humana, sin distinción de géneros. Es necesario superar el patriarcado, superar su doble blindaje de la relacionalidad y de la vulnerabilidad, para caminar hacia unas sociedades auténticamente democráticas.
El cuidado y la delicadeza forman parte de la agencia y el empoderamiento pacifista. Transitando de una noción de poder como dominación, de poder sobre, del patriarcado, a una noción de poder pacifista, emancipador, transformador, de poder con.104 Como señala Antonio Boscán, la construcción de nuevas masculinidades únicamente se “logrará sobre la base de un enfoque relacional”.105 Es necesario el cultivo de relaciones incluyentes, justas y cuidadosas. Esto requiere delicadeza, que es lo mismo que decir atención a la especificidad de los sujetos y las circunstancias.106 Una mirada cuidadora y delicada de la otredad, lo suficientemente humilde y valiente a la vez, como para abrirse a lo que acontece, sin imponer sus pautas y expectativas, una mirada que abraza la diversidad.
Como señala Elliott las masculinidades cuidadoras son aquellas que rechazan la dominación y abrazan los valores del cuidado.107 Afortunadamente existen masculinidades cuidadoras, por tanto, no se trata de inventarlas de la nada, pero es necesario reforzarlas y visibilizarlas. Un concepto, el de masculinidades cuidadoras, que está tomando cada vez más centralidad es los estudios críticos sobre hombres y masculinidades y que es compatible con el principio de la justicia, que como indica Jablonka es fundamental para una sociedad igualitaria. Concluimos así, con una propuesta de masculinidades justas y cuidadoras. Construir nuevas masculinidades, más relacionales, justas y cuidadoras, es uno de los grandes retos de futuro que tenemos como humanidad.