Augusto Ibáñez Serrano sufrió exactamente la misma suerte
que yo; se le dijo que sería fusilado sin remedio si no
declaraba que él había visto a Félix Díaz en esta capital.
Amador Cárdenas, Penitenciaría de Lecumberri, julio de 1916
Sí espero que algún día he de tener oportunidad para conocer
a qué obedece mi estancia, tan larga y tan injustificada, en
este establecimiento.
Augusto Ibáñez Serrano, Penitenciaría de Lecumberri, abril de 1917
La revolución carrancista y la contrarrevolución felicista: a modo de introducción
A mediados de mayo de 1916, Augusto Ibáñez Serrano y Amador Cárdenas fueron detenidos por la policía mexicana y acusados de haber dado alojamiento en la capital de México al general Félix Díaz, uno de los militares más buscados por el primer jefe y responsable del poder ejecutivo: Venustiano Carranza. El primero de ellos era un comerciante español, emigrante y residente en México desde 1900 y emparentado por casamiento con los Fernández Somellera y Martínez Negrete, dos potentadas familias de Jalisco, ambas de origen español y, particularmente, vinculadas con el Porfiriato.1 El segundo de ellos era un acaudalado empresario mexicano, también muy relacionado con el Porfiriato y contrario al movimiento carrancista.2
La Revolución mexicana seguía su cauce, pero aquéllos eran tiempos de verdadera convulsión política, de liderazgos enfrentados buscando por las armas la presidencia de la República, de facciones divididas a nivel político, social y militar y de un pueblo desconcertado ante la ausencia de una paz y seguridad que pudieran dar cauce y consagración a los genuinos ideales revolucionarios de paz, libertad y progreso.
Uno de aquellos militares era el general Félix Díaz, partícipe del golpe de Estado del 9 de febrero de 1913 en contra del presidente Francisco I. Madero, quien finalmente sería asesinado unos días después junto con el vicepresidente José María Pino Suárez. Aquella asonada militar derivó en la llamada Decena Trágica que a su vez culminó con la firma del Pacto de la Ciudadela, de donde surgiría un gobierno provisional al mando del general Victoriano Huerta. Aquel estado de provisionalidad estaba condicionado por la promesa de convocar nuevas elecciones a las que el general Díaz habría de presentar su candidatura a la presidencia de la República con el apoyo de Huerta.
Sobre el papel, éste era el guion trazado entre ambos militares con el fin de dar un cambio de orientación a la revolución maderista. Y, sin embargo, el compromiso pactado nunca se cumplió: los comicios no se celebraron y, para sacarlo del juego político, Huerta envió a Díaz a Japón, so pretexto de encabezar una misión especial. A su regreso, y siendo víctima de las hostilidades huertistas, el general Díaz huyó a Cuba y a los Estados Unidos en octubre de 1913.3
Mientras tanto, a raíz del cuartelazo de La Ciudadela y el asesinato del presidente Madero, en marzo de 1913 Carranza había proclamado el Plan de Guadalupe, un manifiesto a la nación mexicana en donde rechazaba la autoridad del general Huerta y negaba la legitimidad de su gobierno, a la vez que se nombraba a sí mismo “Primer Jefe del Ejército Constitucionalista”, bajo la promesa de restaurar el orden alterado y de acatar los principios de la Constitución de 1857.4 Un año después, en julio de 1914, y tras los reiterados triunfos de los ejércitos constitucionalistas, Huerta se vio forzado a renunciar a la presidencia.
Por el otro lado, el general Díaz, conocido entre otras cosas por ser el sobrino de Porfirio Díaz, decidió regresar a México en 1916 con la única intención de liderar un movimiento contrarrevolucionario para luchar en contra el mencionado Carranza. Precisamente, en mayo de 1916 fundó su llamado Ejército Reorganizador Nacional, bajo el lema “Paz y Justicia”, para dar cumplimiento a sus objetivos políticos recogidos en el Plan de Tierra Colorada, donde se comprometía a “luchar hasta el fin, llevando como propósito único la salvación de la Patria, por medio de la cesación de la anarquía, la reinstalación de los poderes públicos, el restablecimiento de nuestras instituciones y el mejoramiento de nuestras clases trabajadoras”. Finalmente, en dicho plan se desconocían “todos los actos y contratos ejecutados por el ciudadano Victoriano Huerta a partir del 10 de octubre de 1913”.5
Como se dice, la marcha revolucionaria acumulaba sus años de mayor convulsión, fruto de las desavenencias y luchas internas entre líderes militares como Huerta y Díaz, así como civiles como Francisco Villa, Emiliano Zapata o el propio Carranza, que aspiraban a hacerse con los resortes del poder revolucionario. Es lo que tan acertadamente resumió Berta Ulloa con su expresión “todos contra todos”.6 Los acomodos y reacomodos internos de las diferentes facciones de la revolución y hasta los partidarios de la contrarrevolución no hicieron sino reproducir una guerra civil durante la primera década del movimiento revolucionario que siguió al exilio de Porfirio Díaz.
Sirva como ejemplo de lo anterior un editorial del Boletín Militar de aquella época, que nos advierte del grado de polaridad que se vivía en aquel México de la segunda década del siglo XX, donde todo parecía reducirse a una cuestión de ganar el futuro o de perpetuar el pasado. Dice así: “Empiezan ya los científicos y los clericales, en el dolor de su derrota, a propalar toda clase de noticias falsas que desprestigian a la revolución y al nuevo gobierno, que hagan vacilar, que dividan y desorienten a la opinión”. Entre esas noticias falsas, fruto de “la perfidia y las mentiras de las clases conservadoras”, este periódico carrancista señalaba la presente: “que la revolución está derrotada, que volverán los científicos al poder y que Félix Díaz será el presidente constitucional apoyado por los Estados Unidos y por las naciones europeas”.7
Así las cosas, y sin entrar en más detalles, las detenciones de Augusto Ibáñez Serrano y de Amador Cárdenas se insertan en este contexto histórico, marcado por un clima de incertidumbre, tensión y alarma que, por ese entonces, se vivía dentro de la facción carrancista ante el regreso a México del general Díaz para encabezar una nueva intentona contrarrevolucionaria que le llevase a la presidencia de la República. De esta forma, y al ser acusados de colaboracionistas con el felicismo, el caso conjunto de Ibáñez y Cárdenas se interpretó a la luz del decreto del 14 de mayo de 1913, expedido por el mencionado Carranza en Piedras Negras (Coahuila), mediante el cual se recuperaba una ley juarista del 25 de enero de 1862. En suma, la finalidad última de este precepto legal no era otra que la de instaurar en México la pena de muerte para determinados delitos que fuesen particularmente contrarios al movimiento constitucionalista. Su único artículo rezaba así:
Desde la publicación de este decreto se pone en vigor la ley de 25 de enero de 1862, para juzgar al general Victoriano Huerta, a sus cómplices, a los promotores y responsables de las asonadas militares, operadas en la capital de la República en febrero del corriente año, a todos aquellos que de una manera oficial o particular hubieren reconocido o ayudado, o en lo sucesivo reconocieren o ayudaren al llamado gobierno del general Victoriano Huerta, y a todos los comprendidos en la expresada ley.8
Por consiguiente, quienes fueran acusados de haber incurrido en actos deudores del cuartelazo de febrero de 1913 habrían de pagarlo con la pena de muerte. Sobre el papel de la acusación, tal fue el caso de Ibáñez y Cárdenas.
De hecho, aquel 1916 había comenzado con el aviso oficial de la búsqueda y captura de todos aquellos cómplices de lo que desde el constitucionalismo se venía llamando el “movimiento reaccionario”. En una columna intitulada “Huertistas y felixistas”, el periódico El Pueblo hacía pública la siguiente instrucción: “Solicito cargos concretos y bien evidenciados contra personas que hayan servido al llamado gobierno de Huerta o que hubieren ayudado a éste, a Félix Díaz, a Reyes o sus cómplices, en cualquier forma”. La posdata siguiente tuvo este nivel de elocuencia: “El objeto de conocer esos mismos cargos no es otro que el de cooperar a una general depuración revolucionaria”.9 En la misma línea, y tres días más tarde, este periódico carrancista publicaba el siguiente titular en portada: “Félix Díaz y sus cómplices serán juzgados por los crímenes cometidos en febrero de 1913”.10 Como se observa, la depuración revolucionaria era un hecho por medio de la gran criba impuesta por el constitucionalismo carrancista.
De esta forma, y por la naturaleza del hecho, el Ministerio Público acusó a Ibáñez y a Cárdenas de incurrir en un delito político de rebelión, debidamente tipificado en el corpus de esta ley juarista de 1862, que, como tal, y sin cambiar ni una coma, habría de recuperar Carranza en el mencionado decreto de mayo de 1913. Así, la rebelión estaba incluida entre los atentados contra el orden y la paz pública en dos formas debidamente tipificadas y ambas consideradas como delitos políticos: de una parte, “la rebelión contra las instituciones políticas, bien se proclame su abolición o reforma” y, de otra, “la rebelión contra las autoridades legítimamente establecidas” (artículo 3, fracciones I y II, respectivamente). Finalmente, y sin dejar resquicio a la duda, la ley era muy clara y, por consiguiente, estos delitos políticos habrían de castigarse con la pena de muerte (artículo 19).11 Por todo ello, el carrancismo se dotaba de este instrumento legal para castigar -y eliminar- a los responsables de encabezar la reacción o, cuando menos, para disuadir a quienes incurriesen en este tipo de delitos contra la marcha constitucionalista.
A tenor de lo visto, y tras su detención por la policía, Ibáñez y Cárdenas contaban con sus dos primeras certezas a la luz de la acusación del Ministerio Público: la primera que, sobre el papel, su aprehensión se había producido como consecuencia de alojar en la capital del país al general Félix Díaz y la segunda que para ellos se solicitaba la pena capital por incurrir en un delito político de rebelión conforme al decreto carrancista. Por todo ello, y conforme al protocolo establecido, se giró orden para su inmediato encarcelamiento en la Penitenciaría de Lecumberri, también conocida como “el Palacio Negro”, una prisión capitalina que fue inaugurada formalmente el 29 de septiembre de 1900 por el presidente Porfirio Díaz y que, en palabras de Edmundo Arturo Figueroa y Minerva Rodríguez, se convirtió en “un sitio de condena, purgación y expiación, pero también, donde se vivieron momentos negros en la historia penitenciaria del país”.12
Para ese entonces, Lecumberri ya se había convertido en una emblemática prisión de la Revolución, particularmente, asignada para combatir a los herederos del cuartelazo de La Ciudadela. En palabras de Antonio Padilla, y ya desde su misma construcción, la Penitenciaría de Lecumberri se había erigido en “la torre de combate contra el mal”, haciéndose realidad “una de las aspiraciones más acariciadas por los reformadores de las cárceles, por los presos y por la élite gobernante, presentándose a los ojos del mundo como un modelo de régimen penitenciario”.13 Desde un punto de vista estructural, esta cárcel estaba conformada por siete crujías dispuestas radialmente que confluían en un patio que al centro situaba una torre de vigilancia de 35 metros de altura. Su concepción respondía a la idea del panóptico, “estableciendo con este diseño una presión psicológica hacia los internos al tener la constante sensación de vigilancia”.14
Sucintamente presentado el contexto histórico y hasta la anatomía de esta singular prisión mexicana, el objetivo de la presente investigación es reunir los testimonios personales de nuestros dos protagonistas durante sus largos meses de reclusión en la Penitenciaría de Lecumberri. Asimismo, y con el ánimo de preservar la mirada humana del devenir de los acontecimientos, también se presentarán las valoraciones de sus familiares y personas allegadas, así como las de los responsables de aquellas instituciones que se interesaron desde el primer momento por la suerte de ambos reclusos, entre otros, el rector de la Universidad Nacional de México y el ministro plenipotenciario de la Legación de España en México.
A nivel documental, y para ir cerrando esta introducción, esta reunión de voces ha sido posible gracias al hallazgo de fuentes primarias procedentes, principalmente, del Archivo Histórico de la Embajada de España en México (El Colegio de México) y del Archivo del Centro de Estudios de Historia de México (Fundación Carlos Slim).15 El conocimiento de estos manuscritos nos ha permitido evidenciar la situación, por momentos agónica, que se padecía en aquella prisión, particularmente de aquellos que, siendo acusados de rebelión, les aguardaba como último destino un paredón de fusilamiento.16 Por ello, y con el fin de no desviarnos de nuestro objeto de estudio, se omitirán otros detalles que las fuentes reunidas nos brindan en materias legal, judicial, procesal o diplomática, que serán objeto de otra investigación. A decir verdad, como se verá a continuación, y si bien ambos reclusos ingresaron en Lecumberri al ser acusados de un mismo delito, el devenir de los hechos hizo que la suerte fuera muy dispar para cada uno de ellos. No hay que olvidar que la libertad tenía un precio y que ello implicaba la necesidad de contar con los recursos necesarios para comprarla.
El caso del mexicano Amador Cárdenas
El primer documento que nos acerca al caso de Amador Cárdenas es una carta del 5 de junio de 1916, escrita desde la capital mexicana por su hermano Antonio, y cuyo destinatario no era otro que Venustiano Carranza, en su condición de “Ciudadano Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, encargado del poder ejecutivo de la República”, tal y como así lo refería el remitente. En la misma, daba cuenta de que Amador se encontraba “detenido e incomunicado desde hace tres semanas, y la familia, debido a rumores alarmantes que a veces llegan hasta ella, se encuentra en un estado lamentable”.17 Haciéndose eco de las noticias que venían recibiendo, el autor de aquella epístola hacía constar que conocía “la causa fundamental de su detención”, que no era otra que la de “haber dado hospedaje en su casa al Sr. Félix Díaz”, si bien hacía la siguiente constatación: “Su presencia en la capital me parece casi imposible, creyendo más bien que se trata de una superchería”. Por tal razón, solicitaba a Carranza un pronunciamiento al respecto, así como concretar la averiguación correspondiente, “pero mientras tanto, si no hay en ello inconveniente, me permito suplicar a Vd. se sirva permitir a la familia visitarlo en su reclusión”.18
Más allá de esta solicitud familiar al primer jefe del gobierno constitucionalista, lo cierto es que las probabilidades de que el general Díaz estuviese en la capital del país durante los primeros días de mayo eran prácticamente nulas, por lo que nos inclinamos a pensar que se trataba de una inculpación sin evidencia probatoria alguna. A este respecto, y por avanzar un ejemplo confirmatorio, un testimonio del líder revolucionario Emiliano Zapata nos arroja la luz necesaria para aclarar esta duda. El 7 de junio de 1916, y en su condición de general en jefe del Ejército Libertador del Sur, Zapata remitió un cuadro de instrucciones a uno de sus generales con motivo del desembarco en Veracruz del general Díaz. He aquí sus primeras palabras: “Este cuartel general tiene noticias de que ha desembarcado en las costas veracruzanas y se ha dirigido al estado de Oaxaca el conocido cabecilla reaccionario Félix Díaz, sobrino del dictador Porfirio Díaz, el cual viene al país con el propósito de efectuar una contrarrevolución en favor de los hacendados, científicos y caciques”, haciendo la siguiente advertencia: “Este movimiento pone en peligro los principios de la Revolución y por eso es urgente estar en guardia y precaverse de la nueva facción”.19 Las palabras de Zapata, que apuntaban a Oaxaca y no la capital del país como destino de las escaramuzas militares del general Díaz, se producían tres semanas después de la detención de Ibáñez y Cárdenas. Así, y por momentos, se deduce que el rumor tenía más fuerza que la prueba.
El 31 de julio, el carrancista José Natividad Macías, rector de la Universidad Nacional de México y uno de los diputados que, en representación de Silao (Guanajuato), discutiría unos meses después los artículos que dieron cuerpo a la Constitución mexicana del 5 de febrero de 1917, le escribía a Carranza para solicitar bajo fianza la libertad para Amador Cárdenas.20 Sus primeras palabras mecanografiadas, escritas en papel membretado de la universidad, servían para testimoniar que, “a consecuencia de la frialdad de la celda y de la humedad del lugar en que está la Penitenciaría, ha sido afectado seriamente de reumatismo y, además, se ha empeorado de los males del estómago que hace tiempo viene padeciendo”. Seguidamente, hacía el recordatorio de que la imputación que se le hacía a Cárdenas, “de haber recibido a Félix Díaz en su habitación y haberlo tenido allí durante tres días”, no había sido más que “una mera ilusión de policías torpes” y, en consecuencia, no tendría inconveniente “en aliviar la situación del expresado señor, poniéndole en libertad bajo de fianza segura”, habida cuenta de que no era culpable “en ningún sentido”.21
A este respecto, y sin entrar a valorar el grado de torpeza de aquella policía, de nuestra documentación reunida destaca un documento de Efrén Ortega -quien se hacía pasar por “revolucionario”-, mediante el cual turnaba una denuncia por estar pasando por una situación similar a la de Ibáñez y Cárdenas. Con fecha de 16 de mayo de ese mismo año, remitía un escrito al Procurador de Justicia Militar, con motivo de la aprehensión por parte de la policía capitalina de Salvador Torres y de su esposa “por orden del Gobernador del Distrito, imputándoles según se cree hechos falsos en asuntos de política e internándoseles en la Penitenciaría, sin que hasta hoy se les haya tomado declaración alguna ni sido consignados a disposición de autoridad competente”. Dejando al margen los detalles, en el cuerpo de su carta hacía la siguiente valoración: “Presumo que se trata solamente de una venganza ruin, prohijada desgraciadamente por funcionarios poco escrupulosos para autorizar aprehensiones y atropellos sin la menor justificación”.22
En este contexto epistolar, donde se venía cuestionando el proceder de las autoridades policíacas, y sin precisar la fecha de julio, era el propio Amador Cárdenas el que remitía a Carranza una carta mecanografiada de cuatro cuartillas.23 Sus primeras palabras eran para recordar que, desde el 16 de mayo del corriente año, se encontraba privado de su libertad, debido a que el coronel José Mascorro, jefe de la Oficina de Servicios Confidenciales del Gobierno del Distrito, había tratado de mezclar su nombre y su persona “en una averiguación relativa a acreditar el hecho de que Félix Díaz estuvo en esta ciudad durante los primeros días del mes de mayo y le di alojamiento en mi casa habitación”. Por consiguiente, y “con la protesta más solemne de expresarme estrictamente de acuerdo con la verdad”, afirmaba “que el hecho que se me atribuye de haber dado albergue a dicho Félix Díaz en mi casa es absolutamente falso”.24
Desde esta negación de los hechos imputados, en el cuerpo central de su carta, y en su condición de recluso, compartía al encargado del poder ejecutivo de la República mexicana una serie de valoraciones sobre el trato vejatorio que venía recibiendo en la Penitenciaría de Lecumberri, comenzando por señalar que había padecido 30 días de “incomunicación absoluta” y que había sido interrogado “varias veces por el señor coronel José Mascorro”, si bien sus declaraciones nunca se habían tomado en cuenta. Su testimonio siguiente tenía este nivel de elocuencia y hasta de dramatismo: “El señor Mascorro me amenazó con que sería fusilado, sin más formalidades, si no afirmaba que Félix Díaz estuvo oculto en mi casa; y no sólo esto, sino que también amenazó a mi hijo, a quien se detuvo el mismo día que a mí”.25
Al respecto, Cárdenas hacía una sorprendente declaración que utilizaba como ejemplo y prueba para denunciar el trato que venía recibiendo en aquella prisión. He aquí sus palabras:
Debo referirme también, con toda especialidad al hecho de que un coacusado mío, el señor Augusto Ibáñez Serrano, sufrió exactamente la misma suerte que yo; se le dijo que sería fusilado sin remedio si no declaraba que él había visto a Félix Díaz en esta capital y que lo había llevado a mi casa como un lugar enteramente seguro y en donde no correría ningún peligro.
En materia de detalles, su exposición continuaba en estos términos: “Los procedimientos violentos hicieron también una mella terrible en el ánimo de mi coacusado, al extremo de que en diversas ocasiones afirmó hechos que jamás han existido, pero se explica muy bien [que] manifestara que eran ciertos porque la presión ejercida en él fue tan grande o mayor quizá que la empleada en mi contra”.
Con respecto a la humillación recibida por Ibáñez Serrano por parte del coronel Mascorro, Cárdenas hacía a Carranza el siguiente recordatorio: “En cierta ocasión, el Sr. Ibáñez Serrano fue sacado de la celda que ocupa en la crujía ‘C’ de esta penitenciaría, a deshoras en la noche; se le dijo terminantemente la suerte que iba a correr, y muchos de los detenidos de la crujía fueron testigos de los hechos y creyeron que jamás volverían a ver al señor Ibáñez”. A propósito, hacía referencia a las “44 fojas del expediente”, en donde aparecía una nota, firmada de puño y letra del coronel Mascorro, que decía así: “Habiéndosele tomado su primera declaración, negó rotundamente estar en connivencia con los felicistas y hubo NECESIDAD DE USAR CON ÉL PROCEDIMIENTOS RIGUROSOS” [sic]. Y, a este respecto, Cárdenas hizo la siguiente puntualización: “Esta manifestación se refiere al señor Augusto Ibáñez Serrano”.26
En materia de protocolo procesal, el remitente daba cuenta a Carranza de que el Juez 5° de Instrucción Militar mandó llamar al coronel Mascorro para que le explicara en qué venían consistiendo los “procedimientos enérgicos y rigurosos”, a lo que respondió que a los reclusos les había hablado “en términos duros, con palabras convincentes y enérgicas”. Sin embargo, matizaría el remitente, “no fueron esos los procedimientos empleados por el señor Mascorro, porque las amenazas de fusilamiento fueron muchas, la coacción ejercida en nosotros fue terrible y porque yo, muchas veces, llegué a creer que se aproximaba el momento último de la vida de mi hijo y de la mía propia”
Finalmente, Cárdenas terminaba su escrito con estas palabras: “Lo hasta aquí narrado, y de que hemos sido víctimas tres personas inocentes, es grave, verdaderamente grave y compromete a quienes lo hicieron o mandaron ejecutar”. Así expuesto, su petición final para Carranza, como máximo exponente del poder constitucionalista, era que mandara llamar al coronel Mascorro, “a fin de que se esclarezcan los cargos”, para después recuperar su libertad “por no haber motivo alguno legal que amerite mi detención”.
A la luz de los hechos, estos testimonios advierten no sólo las posibles irregularidades cometidas por la Oficina de Servicios Confidenciales del Gobierno del Distrito, sino del trato vejatorio infligido a ambos inculpados por parte de su director, el coronel Mascorro. A pesar de la negación de los hechos, la tesis de colaboracionismo con el general Díaz sería no sólo para dar soporte a la acusación, sino para la justificación de los interrogatorios a los que eran sometidos en Lecumberri, bajo amenaza de ser pasados por las armas. Todo hacía indicar que aquello formaba parte del guion de la depuración revolucionaria carrancista. Así, y recuperando unas palabras de Antonio Padilla, se hacía cierto para la ocasión que la cárcel era un espacio de adoctrinamiento moral, en la medida en que “el castigo podía apoyarse en la tesis de la venganza pública”.27 Para entonces, y superadas las primeras semanas de permanencia en la cárcel, Amador Cárdenas ya contaba en su haber con tres cartas dirigidas al primer jefe Carranza, donde se daba puntual cuenta de su situación carcelaria. En cuanto a su compañero de prisión y coacusado del mismo delito, para ese entonces ya venía contando con el apoyo del gobierno español, a través de la Legación de España en México.28
El caso del español Augusto Ibáñez Serrano
El primer documento que nos remite al encarcelamiento de Ibáñez Serrano en la Penitenciaría de Lecumberri pertenece a un expediente administrativo que la Legación de España en México abrió para dar seguimiento formal a su caso, en su condición de súbdito español residente en la capital mexicana. Se trataba de un telegrama que, con fecha de 17 de mayo de 1916, remitió desde Madrid el ministro de Asuntos Exteriores, Amalio Gimeno y Cabañas. Aquel texto mecanografiado, dirigido al primer secretario y encargado de negocios de la Legación española, Juan Francisco de Cárdenas, contenía este lacónico, aunque significativo mensaje: “Sírvase pedir urgentemente indulto español Augusto Ibáñez Serrano”.29
Un mes y medio después, la Legación española experimentaba un importante cambio en su organigrama, con motivo del nombramiento de Alejandro Padilla y Bell como nuevo ministro plenipotenciario de España en México. Era el 4 de julio de 1916,30 y oficialmente España consumaba el reconocimiento del gobierno de facto de Venustiano Carranza.31 Ese mismo día, y en un oficio dirigido al ministro de Estado español, Padilla y Bell daba cuenta de que, tras la presentación de las cartas credenciales ante Carranza, había sostenido una “larga y amistosa conversación con el General” [sic], que aprovechó “para interceder en favor del súbdito español Don Augusto Ibáñez Serrano, que se halla preso, acusado de haber intervenido en la causa del general Félix Díaz, y cuya condenación a muerte parece inminente”.32 Como se aprecia, este testimonio, y más allá de la información estratégica que brindaba, ponía en evidencia que el caso Ibáñez Serrano se había convertido en una de las prioridades para el nuevo titular de la Legación de España en México.33
A principios de diciembre de 1916, Padilla y Bell se ponía en contacto con Ibáñez Serrano para hacerle la recomendación de que escribiera al general Benjamín Hill, comandante militar de la capital mexicana, “exponiendo solamente sus deseos de ser puesto en libertad bajo protesta”. Más allá de expresar esta puntual voluntad, le pedía que, en materia de justificación, usara el argumento de que su compañero de prisión Amador Cárdenas ya había obtenido su libertad bajo caución, “pero que V. no puede darla por falta de recursos”.34
Con estos antecedentes, aquel 5 de diciembre de 1916, y siguiendo la encomienda del ministro plenipotenciario español, Ibáñez Serrano escribió al general Hill, con la esperanza puesta en salir de la Penitenciaría de Lecumberri.35 En su carta, se presentaba como súbdito español y ponía a su consideración la situación personal que venía padeciendo, comparándola con la ventura que había corrido su compañero de prisión. He aquí sus palabras: “En la causa que, contra Don Amador Cárdenas y contra mí, se sigue ante el juez de Instrucción Militar por rebelión, el Señor Cárdenas fue puesto en libertad caucional y yo he continuado detenido en la Penitenciaría por falta de recursos para dar una garantía semejante”. Por tal motivo, pedía al general Hill que se sirviera “acordar de conformidad”, especialmente porque ya estaban “desvanecidos los principales fundamentos que sirvieron para decretar mi detención”.36 Finalmente, esta solicitud fue remitida a Carranza para su deliberación, que a los días respondió con un contundente “No es posible acceder a la solicitud”.37
Como se aprecia, este cruce de correspondencia nos advierte, primero, de que Amador Cárdenas ya se encontraba fuera de la Penitenciaría de Lecumberri tras haber obtenido, previo pago, su libertad; segundo, que se habían desvanecido los fundamentos que, meses antes, habían dado pie a la detención e ingreso en prisión de ambos reclusos y, por último, que la permanencia en prisión de Ibáñez Serrano se debía única y exclusivamente a su incapacidad económica para comprar su libertad.
Así las cosas, el 25 de abril de 1917, a pocos días de cumplirse el año en prisión, Ibáñez Serrano remitió una nueva carta al ministro plenipotenciario Padilla y Bell para hacerle la observación de que la resolución de su caso estaba “pendiente de la voluntad del Sr. Don Venustiano Carranza”, si bien, y ante el largo tiempo de permanencia en la cárcel de Lecumberri, estaba convencido de que existía “algo ajeno a mi causa, en contra mía y, como desconozco lo que ello sea, no sé si sería o no fácil su desvanecimiento”.38 En materia de conjeturas, Ibáñez Serrano avanzaba lo siguiente: “No quiero creer que pueda ser mi nacionalidad el mayor agravante ni tampoco que sea un capricho del Sr. Carranza; pero sí espero que algún día he de tener oportunidad para conocer a qué obedece mi estancia, tan larga y tan injustificada, en este establecimiento”.
A este respecto, y siguiendo con su hilo narrativo, Ibáñez Serrano hacía llegar al ministro Padilla y Bell las siguientes preguntas con sus correspondientes respuestas: “¿Qué hago en esta prisión y para qué o con qué objeto se me tiene? Nada hago. ¿Han querido castigarme? Dentro de pocos días, el 14 del entrante, cumpliré un año preso. He esperado con toda calma. Mi actitud desde un principio no dudo en juzgarla de franca y noble; siempre he guardado respeto a las autoridades, a pesar de que se me trató con excesiva crueldad”.39 De este modo, la liberación de su compañero Cárdenas volvía a ser tema de conversación, especialmente, por el trato de favor tan dispar.40
Unas semanas más tarde, el caso Ibáñez Serrano vería su final. Aquel 8 de junio de 1917, el ministro plenipotenciario Padilla y Bell remitió un nuevo oficio al ministro de Estado español con el propósito de informarle que, “después de laboriosas y largas gestiones, he obtenido la libertad del mencionado Ibáñez como obtuve en su día el librarlo de la última pena”. Al respecto, y si bien no entraba en detalles, sí hacía la puntualización siguiente: “Solo se me ha exigido que persona conocida y acaudalada responda por el acusado y a ello se ha prestado bondadosamente el propietario español Don Félix Cobián”.41
Las cartas de preocupación de los familiares de Ibáñez Serrano
Al igual que sucedió con Amador Cárdenas, tenemos constancia de las muestras de preocupación de los familiares de Ibáñez Serrano por la suerte que estaba corriendo en su condición de interno en la Penitenciaría de Lecumberri. De la documentación reunida, destaca la correspondencia cruzada entre Jordana Gabara, residente en La Habana, Cuba, y el ministro plenipotenciario Padilla y Bell. El 29 de diciembre de 1916, el primero de ellos remitía una carta al titular de la Legación española en México, manifestando su preocupación por “el crítico estado de ese país a causa de las revueltas políticas de todos conocidas”. He aquí sus palabras: “Hace algún tiempo nos vemos privados de noticias de mi sobrino D. Augusto Ibáñez Serrano, residente en esa capital, donde tenía establecida una casa de comercio”. A su vez, justificaba su carta ante su imposibilidad de “satisfacer los deseos de noticias de su señora madre [Salomé Serrano Gabara] y calmar su justa ansiedad”. Por consiguiente, y como “representante de nuestra patria”, le solicitaba la obtención de información sobre “su actual estado y paradero, y aun cuando no creo que su vida corra peligro, pues supongo que habrá respeto para los extranjeros”. De cualquier modo, y más allá de procurar noticias sobre el paradero de su sobrino, le suplicaba que, “en nombre de una madre afligida”, lo tomase “bajo su protección” y procurase “alejarlo de cualquier riesgo a que pueda estar expuesto”.42
Unos días después, Padilla y Bell se daba a la tarea de responder a Jordana Gabara, y además lo hacía en los términos siguientes:
Por la incalificable indiscreción de haber contribuido a ocultar en esa capital un enemigo del gobierno constitucionalista, el Sr. Augusto Ibáñez Serrano fue preso en mayo del año último y condenado a muerte, y gracias a mis gestiones y a la benevolencia del general Carranza [sic], éste concedió el indulto y, aunque aún continuó haciéndolas con el mayor interés para lograr su libertad, no he podido aún conseguirla.
Para el cierre de su carta informativa, el ministro plenipotenciario se reservaba el siguiente mensaje: “He visitado al Sr. Ibáñez en la cárcel y, por último, no puedo por menos de manifestar a Ud. mi extrañeza de que ni el interesado ni su esposa tengan al corriente a su señora madre de la situación en que actualmente se encuentra”.43
El 10 de febrero, Jordana Gabara escribía de nuevo a Padilla y Bell, primeramente, para agradecerle “la bondad de darme noticias de mi sobrino el Sr. Ibáñez” y, en segundo término, para compartirle el siguiente mensaje: “Ignoraba en absoluto, y conmigo otros familiares que tiene en ésta el Sr. Ibáñez, su prisión y la causa que la originó, y créame que no ha dejado de extrañarnos se haya visto envuelto en el incalificable hecho que V. E. señala, pues nunca llegó a nuestra noticia que se hubiese ocupado de política, cosa que lamentamos”.
Con respecto al desconocimiento que tenía su madre, residente en la ciudad española de Zaragoza, escribió lo siguiente: “No me extraña que ni el Sr. Ibáñez ni su señora esposa lo hayan hecho, pues indudablemente ha sido debido al deseo de evitar a la pobre señora el sufrimiento consiguiente”. De esta forma, y con el conocimiento puntal de los hechos, terminaba su carta con estas palabras: “Me atrevería a suplicarle que cualquiera novedad que ocurra al Sr. Ibáñez tuviese la bondad de comunicármela para poder transmitirla a la familia”.44
A modo de final
Ponemos el punto final a estas páginas, no sin antes hacer unas últimas valoraciones. Como se ha visto, la consulta de fuentes primarias nos ha asegurado la reunión de un buen número de testimonios relacionados con la detención, ingreso y vida en la Penitenciaría de Lecumberri de Augusto Ibáñez Serrano y de Amador Cárdenas, quienes a mediados de mayo de 1916 fueron detenidos por orden expresa del jefe de la Oficina de Servicios Confidenciales del Gobierno del Distrito. Los hechos hay que situarlos en un momento determinado de la marcha revolucionaria, marcado coyunturalmente por el regreso a México del general Félix Díaz y su intentona -a la postre, fallida-, de derrocar al primer jefe constitucionalista Venustiano Carranza. Acusados de colaborar con el felicismo, sobre Ibáñez y Cárdenas recayó la prueba de dar alojamiento en la capital del país al general Félix Díaz, una acusación que los imputados siempre negaron y que las autoridades nunca pudieron demostrar. Más allá de esta circunstancia, y en aquellos tiempos de beligerancia revolucionaria, el Ministerio Público interpretó su caso a la luz de un decreto carrancista que, a su vez, recuperaba una ley juarista de 1862 y, por consiguiente, y por incurrir en un delito de rebelión, para ellos se pidió la pena capital.
En materia documental, y como se ha visto, sus cartas desde la cárcel, así como la correspondencia firmada por familiares y personas allegadas como el rector de la Universidad Nacional de México y el ministro plenipotenciario español, nos han permitido adentrarnos en la Penitenciaría de Lecumberri -tarea por otra parte nada fácil ante la ausencia de fuentes- y, para la ocasión, conocer el padecimiento de ambos reclusos ante el particular modus operandi de este funcionario militar de los Servicios Confidenciales del Gobierno del Distrito Federal. Además de los tratos vejatorios, la amenaza de ser pasados por las armas se convirtió en la práctica común para forzar la confesión de un delito que siempre negaron.
Si bien para los protagonistas de estas páginas aquella historia tuvo un final feliz, el estudio de este caso nos advierte, primero, de que la salida de la Penitenciaría de Lecumberri podía hacerse mediante la compra de la libertad y, segundo, de que el paso por prisión en aquellos turbulentos años revolucionarios suponía un ejercicio tan adoctrinador como ejemplificador. Los carrancistas convirtieron la Penitenciaría de Lecumberri en una especie de aula moralizante para mostrar el destino último que esperaba a aquellos que, como los felicistas, osaran con interrumpir la marcha constitucionalista. Y esto así en un contexto donde ambos reos vivieron desde la cárcel el debate de la nueva constitución mexicana que, tras su aprobación el 5 de febrero de 1917, entraría en vigor unos días después, el primero de mayo. Precisamente, y entre sus novedades, la nueva Carta Magna contemplaba en su artículo 22 la abolición de la pena de muerte por delitos políticos.45