Introducción
Esta es una ocasión en la que trataré de dar justicia con palabras.1 Justicia, en palabras, que se podría hacer con ayuda de distintos mecanismos: el perdón, la promesa, la sentencia, la confesión, entre algunos otros. En todos ellos existe una cosa en común: es importante el nombrar. Este texto tiene como objetivo principal cuestionarnos sobre cómo y bajo qué lógicas se nombran a las víctimas de desaparición forzada.2 Esto servirá para poner en evidencia cómo ciertos mecanismos del Estado mexicano están encerrados en una lógica binaria y excluyente, por lo que es necesaria su deconstrucción.3 Así, se pondrá en cuestión la manera en que se piensa la figura del desaparecidx desde su nominación legal.
Aquí, nombrar es una postura política que implica el no callar y, con ello, se busca pensar filosóficamente sobre aquellxs a quienes no vemos en presencia. Con esto, hago referencia a un texto de Derrida que tiene como título Cómo no hablar. Denegaciones.4 ¿Cómo no hablar sobre ellxs?, ¿cómo no hablar sobre mis compañerxs que, desafortunadamente, están “desaparecidxs”?, ¿cómo no hablar de quienes pueden -o pudieron (aquí el pretérito es significativo)- ser mis amigxs, mi hermana, mis compañerxs, mis alumnxs?
Para lograr este análisis, tomaré dos ejes principales: la espectralidad propuesta por Jacques Derrida y el caso de los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa.5 Aunque la elección es, en cierta medida, arbitraria, lo cierto es que el caso de los 43 estudiantes es paradigmático para pensar, en y desde México, acerca de este delito de lesa humanidad, pues en gran medida gracias a este caso, en 2017 se publica en el Diario Oficial de la Federación la “Ley general en materia de desaparición forzada de personas, desaparición cometida por particulares y del sistema nacional de búsqueda de personas”.
En un primer momento, se elaborará una reflexión en torno al nombrar no solamente como acto filosófico, sino político. Luego, se establecerán las bases de la fantología derridiana como una lógica del espectro, con lo que se comprenderán las repercusiones ontológicas que tiene el posicionarse en una subjetividad espectral. Finalmente, se pensará la herencia y la promesa como dos de los ejes más importantes para cuestionarnos acerca de la justicia derridiana. Todo esto, teniendo en mente el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa acaecido el 27 de septiembre de 2014.
El nombramiento como acto de justicia
En la metodología más tradicional de la filosofía, el primer paso para elaborar un escrito es el posicionamiento teórico de los conceptos que se usarán a lo largo del texto. Esto se hace para establecer un lenguaje en común que nos ayude a nombrar fenómenos abstractos para comenzar con su reflexión. Así, por ejemplo, el bien, la justicia y el sujeto, son palabras que funcionan como tentativa para aproximarnos a ciertos fenómenos que nos resultarían, sin ayuda de estos, quizás inabarcables. Sin embargo, hay momentos en los que, aparentemente, el lenguaje no es suficiente para hacer que estos fenómenos sean más cercanos a nosotrxs. ¿Qué pasa cuando no podemos nombrar algo?, ¿qué cuando encontramos, por ejemplo, algo que no es ni bueno ni malo?, ¿cómo hacemos para nombrar lo innombrable?
El filósofo francés Jacques Derrida fue especialmente sensible a este tema, por lo que gran parte de su filosofía giró en torno a una reflexión sobre cómo se nombra lo que se nombra y sus repercusiones, no solamente en la historia del pensamiento, sino en la forma en que se construyen las preguntas fundamentales de la filosofía.6 Por falta de espacio no podré entrar en toda la reflexión conceptual de Derrida en torno al nombrar, pero basta decir que el filósofo francés se posiciona fuera de un esencialismo en el que las palabras toman la esencia de los fenómenos.7
El problema principal con este esencialismo es que, al continuar utilizando el mismo lenguaje con el que se funda la filosofía, se replican una serie de jerarquías preestablecidas.8 Uno de los conceptos que más ha tenido preponderancia en esta jerarquía es el de “presencia” (y con ello la vida, el “ahora”, el “ser-aquí…”), lo que lleva a Derrida a utilizar la idea de “metafísica de la presencia” para hablar de un fundamento que la filosofía no puede dejar atrás.9 Por ejemplo, la palabra “sujeto” no solamente nos remite a la idea de un agente que actúa, sino que hay una jerarquía implícita donde la presencia, el varón (europeo, cis, hétero, blanco), el ser humano y la conciencia son los que predominan en el propio concepto de “sujeto”.
Sin embargo, Derrida no era un escéptico ni un ingenuo, pues es consciente de que trabaja con palabras. Su lucha no es contra el uso del lenguaje (pues serían golpes al aire), sino más bien en contra de una jerarquización implícita donde el protagonismo está en el falogocentrismo, concepto que utiliza para establecer la preponderancia de lo masculino (falo) y de la razón (logos) dentro de la historia de la filosofía.10
Para Derrida, la tarea del filósofo no consiste en preservar los valores falogocéntricos de la tradición de la metafísica de la presencia, sino hacerlos “temblar” estructuralmente.11 Esto es lo que se conoce como una “deconstrucción”, que entiendo en este texto como un poner en cuestión los fundamentos (y con ello las jerarquías) que se encuentran implícitos en los conceptos filosóficos que se han jugado en gran parte de la tradición filosófica.12 Esto, nuevamente, se tiene que hacer desde el lenguaje mismo, pues, pareciera, es la condena del filósofo.
La deconstrucción en la filosofía no es una tarea fácil pero sí necesaria, ya que el falogocentrismo ha llevado a la exclusión no solamente de ciertos temas, sino también a una exclusión social. Esto ha provocado que la deconstrucción no solamente sea una especie de método filosófico (aunque a Derrida no le guste la palabra), sino un acto de justicia que milita políticamente contra dicha exclusión. Derrida afirma, casi en forma de sentencia, que: “La deconstrucción es la justicia [subrayado por Derrida]”.13 Así, el autor se aleja de las nociones más institucionalizadas de la justicia, por ejemplo, el derecho y las leyes. Escribe:
El derecho no es la justicia. El derecho es el elemento del cálculo, y es justo que haya derecho; la justicia es incalculable, exige que se calcule con lo incalculable; y las experiencias aporéticas son experiencias tan improbables como necesarias de la justicia, es decir, momentos en los que la decisión entre lo justo y lo injusto no está jamás asegurada por una regla.14
Más adelante se entrará con detalle en la noción derridiana de “incalculabilidad”. Lo que me interesa, por el momento, es poner en manifiesto la distinción entre el derecho y la justicia, conceptos que normalmente se piensan en unidad indisoluble a partir de la institucionalidad.
El problema con la institucionalidad de la justicia (como derecho) está en la deficiencia de los mecanismos (punitivos, retributivos y acusativos) con los que opera. De ahí que Derrida conceptualice al derecho desde el cálculo de la condena (un asesinato vale a tantos años de prisión). La justicia, a diferencia, es un cálculo de lo incalculable, pues no puede haber un cálculo exacto para extirpar las injusticias. Por eso mismo, la justicia es una experiencia aporética, pues no puede basarse en reglas separatistas de “esto o aquello”, sino que hay veces que se es “esto y aquello” o “ni esto ni aquello”.
Que el autor no piense en “la regla” como forma última de lo justo, quiere decir que hay reglas que no son, necesariamente, justas. La manera, entonces, de pensar en la justicia a partir de la deconstrucción sería poner a temblar las estructuras mismas de la institución y con ello el lenguaje que utiliza el derecho. En este sentido, la deconstrucción filosófica es una herramienta útil para pensar en leyes que tiendan a lo incalculable como forma de justicia.
De ahí que uno de los momentos filosóficos más importantes sea el dar nombre a ciertos fenómenos evitando pensarlos desde un falogocentrismo político y filosófico. ¿Cómo nombro, entonces, a quienes no están en cuerpo presente, pero que sí se manifiestan, por ejemplo, en gritos de indignación o en lágrimas de impotencia?, ¿cómo un nombre puede involucrar todo lo que conlleva esa “desaparición forzada”, es decir los afectos y sus implicaciones simbólicas y filosóficas?, ¿cómo podrían ayudar las palabras a llevar la justicia a quienes son víctimas de este crimen de lesa humanidad?
Para llevar a cabo esta propuesta de deconstrucción, es necesario, entonces, pensar el origen jurídico de la noción de “desaparición forzada”, para luego ponerla en cuestión. En la entrada “Desaparición forzada” del Diccionario de Injusticias, Silvia Dutrénit propone el origen jurídico de esta noción en el último tercio del siglo XX en el Cono Sur cuando, a causa de las dictaduras, comenzó un “sistemático secuestro de personas en el que intervenían agentes estatales o paraestatales (policiales, militares, civiles) como parte de una estrategia diseñada desde el poder político, en la que se reiteraba la negativa de reconocer la detención y en la que, por lo tanto, no había necesidad de dar información sobre la persona privada de su libertad”.15 En Argentina, a las víctimas de ese sistema de represión política se les catalogó como “detenido-desaparecido” y fue la figura que dio pie a las primeras tentativas para condenar la desaparición forzada como crimen de lesa humanidad.16
En este sentido jurídico se comenzó a utilizar la categoría de “desaparición forzada” para hablar sobre las víctimas del “arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de la libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado”.17 Sin embargo, si prestamos atención a otras latitudes y contextos histórico-políticos de “desaparición”, la cuestión se complica, pues los factores y agentes no siempre son los mismos.
Para tratar de comprender mejor el fenómeno de la desaparición, Gabriel Gatti propone una sistematización para abordar este fenómeno. En “Prolegómeno para un concepto científico de desaparición”, Gatti divide la desaparición en tres tipos. En primer lugar, se encuentra el “desaparecido originario”, que tiene en el detenido-desaparecido argentino su mayor exponente.18 La estructura de este crimen es: “victimario: el Estado; víctima: un ciudadano; contexto: el Estado de derecho”.19 En segundo lugar, está el “desaparecido originario extendido” que “es resultado del aterrizaje o vernacularización de lo que el derecho internacional tipifica como ‘desaparición forzada’ en casos cuya empiricidad no coincide con ese tipo jurídico”.20 Por último, se encuentra el “desaparecido social”, sujetos que son borrados, más bien, de forma simbólica, por ejemplo, enfermxs, inmigrantxs, mujeres, entre muchxs otrxs.
En esta investigación, utilizo la categoría desaparecidx como metonimia del “desaparecido originario extendido” propuesto Gabriel Gatti, pues considero que, si bien el Estado está implicado en los crímenes de desaparición en México, hay otros agentes y factores (por ejemplo, el narcotráfico) que, aunque aliados, se deben pensar separadamente, para luego entrecruzar su estudio y profundizar en este fenómeno. Así, siguiendo a Gatti, la motivación de esta investigación está en que los casos de lxs desaparecidxs extendidos están “repletos de paradojas, efervescentes, precarios y muy creativos, en los que el desembarco de la categoría y de todos sus soportes institucionales, materiales, organizativos, nominales, etc., va acompañado de una intensa pugna por los sentidos de ese significante”.21 El objetivo de esta investigación es, pues, problematizar las nociones jurídicas tradicionales de desaparición (o, por lo menos, la mexicana) para que esa pugna nominativa no se lea desde una paradoja que imposibilita la justicia, sino más bien, que forme parte de una fuerza de búsqueda.
En el caso mexicano, el 17 de noviembre de 2017 se publicó la “Ley general en materia de desaparición forzada de personas, desaparición cometida por particulares y del sistema nacional de búsqueda de personas” en el Diario Oficial de la Federación, lo que trajo consigo el estatuto legal a la “desaparición forzada” como un crimen con sus propias lógicas y sentencias.22 Como mecanismo institucional, la creación de esta ley provee la sensación de que, a través de un lenguaje puramente jurídico, se cimientan las bases para la búsqueda de justicia.
Uno de los problemas derivados de la creación de este tipo de leyes es el hermetismo que existe en su lenguaje. Si leemos atentamente los artículos de esta ley, nos daremos cuenta del privilegio falogocéntrico del lenguaje. Por ejemplo, la definición de “persona desaparecida” que otorga esta ley es: “la persona cuyo paradero se desconoce y se presuma, a partir de cualquier indicio, que su ausencia se relaciona con la comisión de un delito”.23 Una de las primeras cosas que saltan a la vista es que la ley asume a la persona desaparecida como “ausente” con lo que se inhibe la potencia política que tiene su manifestación.24 Como veremos más adelante, el estatus ontológico de la persona desaparecida no es exactamente el de “ausente”, sino el de una tensión entre ausencia y presencia. Si tomamos la “ausencia” como un antónimo de presencia, entonces suscribiríamos la idea de que la desaparición se resuelve con la localización (en presencia) de un cuerpo (ya sea vivo o muerto).
Un espectro acecha a México: el espectro de lxs desaparecidxs
Para Derrida, la deconstrucción de la metafísica de la presencia pasa por una puesta en cuestión del “ser en presencia” que nos remite a una tradición filosófica que va desde Descartes hasta Heidegger. Para llevar a cabo esta deconstrucción, Derrida piensa filosóficamente en la figura del espectro, pues no está ni del lado de la presencia, ni del lado de la ausencia, sino que es presencia y ausencia a la vez.25
La teoría de la espectralidad en Derrida se podría resumir con la siguiente frase: el espectro es una indecibilidad ontológica. Para el filósofo francés, la “indecibilidad” es uno de los conceptos clave para pensar en la deconstrucción. En Fuerza de ley, define lo indecidible de la siguiente forma:
[…] no es únicamente la oscilación o la tensión entre dos decisiones. Indecidible es la experiencia de lo que, desconocido, siendo heterogéneo con respecto al orden de lo calculable y de la regla, debe sin embargo -es un deber de lo que hay que hablar- entregarse a la decisión imposible, teniendo en cuenta el derecho y la regla [subrayado por Derrida].26
Que la indecibilidad sea una experiencia que consista en un cálculo de lo heterogéneo quiere decir que toda “decisión” debe pasar por un proceso calculatorio entre diferentes posibilidades. Si la decisión no pasa por este cálculo, entonces, no hay decisión, sino imposición. La “indecibilidad” es, por ende, la condición de posibilidad de la decisión.
Ahora bien, el deber del que habla Derrida no es el imperativo categórico kantiano en el que la decisión deviene “ley universal” y, por ende, se elimina la “indecisión” para convertirse en deber.27 Que la experiencia de la indecibilidad deba entregarse a una decisión imposible, significa que constantemente se está en un cálculo de la (in)decisión, idea con la que Derrida rompe con la “ley universal” de Kant. Por eso mismo, se contrapone el derecho con la indecisión, pues la tradición nos ha hecho creer que la justicia va dada con una decisión inamovible de la ley.28
En esta indecibilidad habita, entonces, el espectro como un “sujeto” que está y no está al mismo tiempo, pues no se puede decir (y decidir) si el espectro es o no es, pues no está ni vivo ni muerto, sino vivo y muerto. 29 Así, el estatuto ontológico del espectro no está ni en una lógica de la presencia, ni en una lógica de la ausencia, sino en una lógica de lo (in)calculable y de lo indecidible que Derrida llama una “fantología” [hantologie].30 Pero, si el espectro no se encuentra en presencia, ¿de qué forma se nos presenta?, ¿es posible pensar, entonces, en una subjetividad que se escapa de la noción tradicional de sustancialidad?31
Para Derrida, que el espectro no sea un “ser en presencia”, no significa que no tenga cuerpo, pues una de sus características es su manifestación material. De hecho, esta es la diferencia entre el espectro y el espíritu: “el mismo Marx lo precisa, el espectro es una incorporación paradójica, el devenir-cuerpo, cierta forma fenoménica y carnal del espíritu”.32 Es decir, aunque el espectro rompa con el sujeto sustancial, esto no quiere decir que solo exista en idea o de forma inmaterial, como sería el caso de Platón. 33 El espectro, al contrario, se nos manifiesta en una forma corporal, aunque su “hacerse-cuerpo” no sea permanente.
Con esto se comprende que, pese a su crítica de la sustancialidad, la fantología no dejaría de lado la búsqueda de los cuerpos, ya que es primordial y urgente para los familiares, pues se experimenta un “duelo robado” como bien lo señala Rosaura Martínez Ruiz.34 Colectivos tales como las “Madres buscadoras de Sonora”, “Por Amor a Ellxs” y “Hasta encontrarte” están luchando por la búsqueda de los cuerpos de las personas desaparecidas.35
Sin embargo, existen otras formas de buscar justicia, pues el Estado toma ventaja de la urgencia que tienen los familiares por la localización de cuerpos, lo que da pie a una ontologización de las víctimas.36 Esto permite le permite al Estado usar el cuerpo para presumir un supuesto triunfo en materia de seguridad, lo que lo convierte en un “trofeo”, uno de los usos violentos de los cuerpos que, según Élisabeth Anstett y Jean-Marc Dreyfus, aparecen en los crímenes masivos.37 Además de esto, la ontologización de la víctima le facilita al Estado la creación de falsas narrativas en las que adjudican los restos a personas que no les pertenecen. Esto les permite a las autoridades ya no tratar jurídicamente a la persona como desaparecida, sino como muertx.38
De hecho, esta ontologización de las víctimas fue uno de los grandes pilares en la construcción de la “verdad histórica” del caso de Ayotzinapa.39 El 27 de enero de 2015 el exfiscal del Estado mexicano, Jesús Murillo Karam, salió a develar que los estudiantes fueron “privados de la libertad, privados de la vida, incinerados y arrojados al río San Juan, en ese orden. Esa es la verdad histórica [subrayado por mí]”.40 Bajo la premisa de la localización de los restos óseos (pues se mostraron como “pruebas”), el gobierno mexicano pensó que se podía recrear una narrativa de los hechos, para así cerrar la búsqueda de los estudiantes y pasar a la supuesta búsqueda de responsables.
Esta narrativa partía de la premisa de que los restos eran la sustancia necesaria para recrear una ficción histórica que se iba a tomar como “verdadera”. Sin embargo, los padres de los 43 estudiantes no creyeron en esa construcción de la verdad y comenzaron una búsqueda personal. Esto provocó que se comprobara que esa “verdad histórica” fue una creación del Estado para silenciar la búsqueda tanto de los estudiantes, como de los culpables. El enojo fue en aumento no solamente por la impunidad y las mentiras del Estado, sino por pensar que sólo por mostrar los restos (como ceniza y pedazos de huesos) lxs mexicanxs íbamos a dar por real la “verdad histórica”, pues la materia “estaba ahí”.
La fantología, en este sentido, ayuda a cuestionar la premisa legal que establece que el crimen de la desaparición termina con la localización del cuerpo. En primer lugar, la materialidad no es la prueba “sin fallas” de la localización, pues es fácilmente manipulable. Además de esto, el paso legal de “desaparición” a “homicidio o feminicidio” da pie a manipular cifras, culpables y narrativas, lo que convierte a los casos de desaparición forzada en una red pantanosa a la que es imposible acceder, como pasó con el caso Ayotzinapa. Las marchas multitudinarias que se vivieron un año después de esta desaparición le mostraron al gobierno del expresidente Enrique Peña Nieto que, aunque declarados como muertos, los 43 estudiantes seguían manifestándose al grito: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”.
El grito de rabia de todo un país demostró que, aún sin el cuerpo “real” presente, los 43 estudiantes de Ayotzinapa seguían con nosotrxs. Estas manifestaciones nos enseñaron que, aún con la esperanza de encontrar con vida a los 43, es necesario nombrar este suceso histórico como “La desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa”, pues el estatuto fantológico de “desaparición” hace posible el grito social como una forma de luchar políticamente en contra de estos crímenes de lesa humanidad. Necesitamos dar el nombre para que así se pueda seguir luchando: el Estado nos los quitó, pero los espectros se siguen manifestando.
Una responsabilidad infinita: la herencia de lxs desaparecidxs
La manifestación de los espectros nos atraviesa sorpresivamente, pues, aunque nosotrxs no podamos percibirlos, ellos siempre están al acecho.41 Derrida llama a la lógica espectral del no-ver pero ser vistos, como el efecto visera.42 El ejemplo propuesto por Derrida es el del padre de Hamlet, quien se le revela de forma sorpresiva. En uno de los diálogos del texto de Shakespeare leemos:
Espectro. - Se aproxima la hora en que he de retornar a las llamas de azufre, a las llamas de mi tortura.
Hamlet. - ¡Oh, pobre espectro!
Espectro. - No has de compadecerme. Presta atención a lo que te he de revelar.
Hamlet. - Habla. Estoy obligado a escucharte.
Espectro. - Y a vengarme cuando me hayas oído.43
Como se puede leer en esta cita, la manifestación del espectro no solamente conlleva una visita sorpresiva, sino que, en ese contacto, se presenta una anagnórisis; es decir, un momento que va de la ignorancia al conocimiento.44 La anagnórisis de Hamlet consiste en “revelar” que la causa por la que el espectro se manifiesta es por venganza. En este sentido, toda manifestación espectral no es azarosa, sino que trae consigo una carga ético-política que se nos revela.
En un caso como la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa se manifiestan distintos espectros y, por ende, hay diferentes tipos de anagnórisis. Una de estas sería la revelación (una vez más) de que estamos inmersos en un marco lleno de violencia, impunidad, narcotráfico y corrupción.45 Zenia Yébenes Escardó se percató de esto cuando en la “Introducción” del libro Pensar Ayotzinapa escribe: “¿Qué es una democracia basada no en lo que se debe de decir sino en lo que se debe callar? Hay crímenes de Estado porque él mismo es una poderosa ficción espectral que tiene efectos reales y en la que el poder y la ciudadanía se distribuyen material y diferencialmente”.46
Los espectros a los que se refiere la autora no son los estudiantes desaparecidos, sino un aparato del Estado que preserva la violencia en efecto visera. Esta “función espectral” resulta compleja, pues se trata de espectros que, aunque inmateriales, tienen una repercusión en la realidad, por ejemplo, la impunidad, el narcotráfico, la injusticia y toda la serie de manifestaciones que permiten un Estado que consume cuerpos violentamente.47
Ahora bien, que el devenir social y de poder se asienten bajo esta función espectral, nos lleva a pensar en el paso generacional como herencia. Aquí, no hay que entender herencia de una forma tradicional, es decir, como un intercambio patrimonial. La herencia derridiana se proyecta, más bien, en un porvenir, categoría temporal con la que el filósofo francés deconstruye la linealidad. Mientras que la palabra “futuro” nos remite a una programática donde puedo anticipar qué es lo que voy a hacer, el porvenir no tiene anticipación, sino que se trata de un tiempo incierto, pues no se sabe exactamente cuándo vendrá. La herencia patrimonial, al contrario, tiene como fundamento el cuidado del futuro desde el presente.
Derrida toma la idea de herencia de lxs psicoanalistas franco-húngarxs Nicolas Abraham y Maria Torok. En La corteza y el núcleo, elaboran una teoría del espectro en relación con la cripta, lugar del que no pueden salir los espectros.48 Para Abraham y Torok, la cripta está íntimamente relacionada con el callar. El no-decir provoca que la cripta sea cada vez más hermética y que, incluso, pase de generación en generación.49 Así, la única forma de abrir la cripta y que salgan los espectros es no callando; es decir, nombrando a los fantasmas.50 Por esto mismo, la lectura de Zenia Yébenes se basa en el secreto como mecanismo del Estado para proteger los crímenes de lesa humanidad, pues al no hablar sobre los crímenes -como silencio, como lenguaje hermético e incomprensible o como falsas narrativas- se está dando pie que no se vea un final justo.
¿Qué hacer, entonces con la cripta?, ¿la abrimos y dejamos que los espectros salgan para tratar de exorcizarlos? Derrida escribe a propósito que: “Antes de pensar en la irrupción [effraction] que permite penetrar en una cripta (que localiza la grieta o la cerradura, escoge el ángulo de una pared y procede siempre por algún forzamiento), hay que saber que la cripta se construye, ella misma, en la violencia. En uno o varios golpes, uno o varios pero cuyas marcas son, en principio, silenciosas”.51 Dicho de otra forma, cuando no se habla de lo que se tiene que hablar -esto es una connotación muy específica del silencio- entonces se construye una cripta desde la violencia.
A diferencia de una herencia patrimonial donde hay una firma para aceptar que quiero recibir tal o cual patrimonio, en la herencia espectral no existe tal aceptación. El espectro llega sin avisar y, entonces, es necesario responderle. La respuesta de la que habla Derrida es la responsabilidad que tenemos hacia los espectros. Escribe a propósito que: “No hay herencia sin llamada a la responsabilidad. Una herencia es siempre la reafirmación de una deuda, pero es una reafirmación crítica, selectiva y filtrante; por ello, hemos distinguido varios espíritus”.52 Con esta cita, Derrida se deslinda de las nociones más tradicionales de responsabilidad, en las que la deuda está del lado de un contrato a pagar. La responsabilidad, como la piensa Derrida, está más del lado del cálculo y de la indecibilidad. De ahí que la herencia sea una “llamada” y no una imposición. En este sentido, Derrida decide utilizar la palabra “responsabilidad” para alejarse de la justicia y del derecho, pues esta forma de respuesta se deslinda del deber kantiano.
Si pensamos, nuevamente, en la responsabilidad de las desapariciones forzadas, la cuestión se complejiza. Está claro que la primera instancia a la que debemos exigir justicia es a la institución (llámese Estado, fiscalía, policía). Esta exigencia no entraría enteramente en una lógica de la responsabilidad, sino más bien se trata de una obligación. Existe un contrato con el Estado (aunque implícito), en el que se estipula que el bienestar hacia sus habitantes es su obligación. La responsabilidad derridiana, por otro lado, no está necesariamente en el Estado, sino en las subjetividades que lo conforman, es decir, en un “nosotrxs” que tensa la individualidad y la colectividad. La responsabilidad, en este sentido, es “la condición de una repolitización, tal vez de otro concepto de lo político”, lo que nos lleva a pensar en la espectralidad como una forma de militancia política distinta a la militancia institucionalizada.53
La responsabilidad que tengo con la herencia no está proyectada en un futuro, sino más bien en un porvenir. El lema derridiano de “La deconstrucción es la justicia”, no se trata solamente de poner en cuestión las categorías metafísicas de los conceptos de justicia y derecho, sino que también reflexiona acerca de la temporalidad de dicha justicia.54 Dice Derrida que uno de los movimientos para pensar deconstructivamente la justicia es: “El sentido de una responsabilidad sin límite, y por tanto necesariamente excesiva, incalculable, ante la memoria; de ahí la tarea de recordad la historia, el origen y el sentido”.55 No hay que entender aquí el origen desde su concepto metafísico, es decir desde su carácter de fundamento y de creación ex nihilo. Más bien, el origen se piensa como una proyección del porvenir, por lo que no es inamovible, sino que está en constante escritura.56
Por eso mismo, hay que pensar en el adjetivo “infinito” no desde una cuestión puramente de un tiempo que se proyecta en un futuro sin finalidad, sino desde el cambio absoluto de un presente-pasado. En este sentido, otra de las diferencias entre el derecho y la responsabilidad es que esta no se acaba con una sentencia o un castigo. Que la responsabilidad sea infinita quiere decir, entonces, que hay actos de justicia que se escapan de la lógica del presente y que se vuelcan hacia las víctimas anteriores y las que están por venir.
Aunque algunos aparatos (ya sea el propio Estado o algunos medios de comunicación) piensan que el cierre de los casos se da con la localización de culpables (casos en los que, como ya dijimos, el cuerpo pasa a ser una especie de trofeo), lo cierto es que dejan de lado la urgencia de la responsabilidad hacia las víctimas. Una justicia con y hacia los espectros quiere decir, entonces, un salir de una lógica donde lo único importante sea o el cuerpo (que deviene trofeo) o los culpables. Además de esto, las investigaciones del Estado tienden a concentrarse en un solo caso, lo que individualiza el problema (otra forma de ontologización), cuando, en realidad, el dar justicia consiste en una responsabilidad por quienes fueron y, lastimosamente, quienes serán víctimas en el porvenir.
A modo de conclusión: la promesa como forma de esperanza
Si nuestra responsabilidad está dada en el porvenir, ¿cómo nos comprometemos, entonces, a responsabilizarnos?, ¿ante quién (o quiénes) debemos responsabilizarnos? Como la herencia no tiene una programática, es imposible concretar un tiempo en específico para la responsabilidad, pues no se sabe cuándo se manifestarán los espectros que heredamos. En este caso, no se trata de una responsabilidad que yo tenga que cumplir en un tiempo determinado, sino de la promesa de asumir esa responsabilidad.
Aquí, hay que entender “promesa” como uno de los actos del habla, es decir frases que, en el momento en que se enuncian, se ponen en práctica.57 Pensemos, por ejemplo, en el padre de Hamlet quien, en su búsqueda de venganza, se manifiesta a su hijo y este le promete que vengará su muerte. Esa promesa consiste en “en adquirir una responsabilidad, en suma, en comprometerse de manera performativa”.58 Hamlet le dice a su padre: “¡Quiero saberlo! Y… con alas más veloces que las del pensamiento y el amor, cerniré el vuelo sobre mi venganza”.59 Como se observa en esta promesa, no hay un tiempo definido, sino la enunciación de la venganza en el porvenir.60
La lógica de la promesa se diferencia, entonces, con la del contrato, donde sí hay un límite de tiempo para cumplir con él. La promesa, a diferencia, no tiene un tiempo en específico, sino que se encuentra en una lógica del porvenir. Quien asume la promesa es consciente de que no hay una programática ni un castigo que asegure que lo prometido va a pasar tal cual se proyectó. En la promesa existe una temporalidad donde el “presente” es escurridizo, pues se habita una temporalidad de la espera.
El tiempo de la espera y de la promesa tiene grandes repercusiones políticas cuando se habla de la búsqueda de personas desaparecidas. Por un lado, en el tiempo de la espera se está inhibiendo el duelo de los familiares y de lxs amigxs de la víctima. Por otro lado, conforme pasa este tiempo, los rastros empiezan a escasear, lo que provoca que cada vez sea más complicado localizar a la persona que se está buscando. El tiempo de la espera, en este caso, es una de las herramientas que sirve a las autoridades para aminorar los esfuerzos para la localización de personas.
Durante la espera de la localización del cuerpo, las emociones experimentadas por los familiares y amigxs “oscilan entre la esperanza y la desesperación, cavilando y esperando, a veces durante años, noticias que acaso nunca lleguen”.61 La desesperación de los familiares llega, en algunas ocasiones, a una total desesperanza que inhibe la lucha por la localización de los cuerpos. Esto, claro, le conviene al Estado, pues ya no hay una búsqueda ni de culpables, ni del cuerpo, lo que borra simbólicamente el caso.
La esperanza, por otro lado, no es una aliada del aparato estatal, pues crea fuerzas para sobrellevar la espera, convirtiendo el porvenir en una imagen de justicia. En el caso mexicano, esta fuerza esperanzadora ha creado toda una red de colectivos donde los familiares y amigxs unen fuerzas para combatir las injusticias de este crimen. Aquí, la promesa se traduce en la esperanza de localizar los cuerpos (o los restos) y que las autoridades asuman su responsabilidad.
En esta lógica de la promesa como esperanza, los cuerpos no son usados como “trofeos”, sino que se convierten en uno de los motores para cambiar la historia y encaminarla a una vía de justicia. A diferencia de la ontologización por parte del Estado del cuerpo de lx desaparecidx, aquí sí hay una redención (pues ya puede haber un duelo) y, también, una victoria en la lucha de la justicia hacia lxs espectros que sufrieron de desaparición forzada.
Es interesante que, en los propios testimonios, la nominación de los ‘restos’ del cuerpo de la víctima sea distinta. Yesenia Marín, integrante del colectivo Madres Buscadoras, dice en una entrevista que los restos “son tesoros que van a regresar a casa. Es una familia que ya no va a estar pensando en dónde está su familiar, entonces eso sí es alegría. Eso aprendí yo de mi representante, quien dice ‘son tesoros para nosotros’. Todos. No buscamos nada más a los nuestros, sino a todos. El hecho de ‘encontrar’ es porque estamos haciendo bien nuestro trabajo”.62
En este testimonio, se hace evidente el desplazamiento fantológico, primero, de la manera en que es tratado el cuerpo y, luego, de cómo los colectivos buscan la justicia. El nombre de ‘tesoros’ desplaza la connotación del cuerpo-trofeo del Estado no solamente hacia el cariño que se percibe en la palabra, sino que pone sobre la mesa todo el trabajo que conlleva la localización de personas desaparecidas sin ayuda (y, en muchas ocasiones, con grandes obstáculos) por parte del Estado.63
Por otro lado, la justicia buscada por los colectivos no solamente se hace para un sólo caso, sino para todas las víctimas. Lxs integrantes asumen la herencia y se responsabilizan con lxs espectros. El “no buscar nada más a los nuestros, sino a todos” rompe con la idea tradicional de la justicia en la que el cierre de un caso significa una clausura de ese crimen. La lucha no solamente se concentra en un solo crimen -esto entraría en el “aquí-ahora” que critica Derrida como una metafísica de la presencia-, sino en las víctimas (en “todas”) que, aunque no estén en presencia, se siguen manifestando y se seguirán manifestando en el por-venir.