I
Durante el año 2005, mientras escribía mi tesis doctoral sobre el proceso de socialización inicial en escuelas policiales, el Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires promulgaba una nueva ley para el personal policial. Ella estipulaba, entre otras muchas cosas, la creación de un único escalafón que suprimía la antigua división entre oficiales y suboficiales, y que concentraba en solo nueve grados las anteriores jerarquías. La irrupción de dicha ley en la escena policial bonaerense dejaba -virtualmente- sin efecto los lineamientos organizativos bajo los cuales se había desarrollado, durante dos años, mi trabajo de campo en la Policía de la Provincia de Buenos Aires (PPBA).1 No solo la estructura interna de la PPBA se modificaba así profundamente en lo formal, sino que -lo que interesa centralmente a este trabajo-, muchos de los establecimientos educativos analizados ya no mantenían las características que presentaban al momento de indagar sobre ellos y sus prácticas.
La experiencia no era nueva, ni tampoco sería final. Se trataba, más bien, de un nuevo engranaje en el extenso periodo de reformas y contrarreformas que, desde 1997,2 atravesó y seguiría atravesando a la PPBA. En ese año, la larga trayectoria de la Policía Bonaerense3 en materia de corrupción, abuso y comisión de ilegalidades alcanzaba un punto de inflexión al dictaminarse su vinculación en el asesinato del reportero gráfico José Luis Cabezas. El hecho adquirió tal magnitud, que la fuerza policial fue intervenida. Al año siguiente, la designación de León Arslanián4 al frente del Ministerio de Justicia y Seguridad de la Provincia de Buenos Aires marcó el inicio de un fuerte proceso de reforma que implicó la remoción de toda la cúpula policial y la promulgación de distintas medidas tendientes a la descentralización y democratización de la fuerza. Este periodo de reforma se vio interrumpido en el año 1999, cuando la renuncia del ministro, ante el escenario político bonaerense, abrió el juego para un proceso de sentido contrario. En los años que seguirían, los varios aspectos de la reforma fueron desarmados, en medio de un clima político de extrema inestabilidad atravesado por políticas de seguridad de “mano dura”.
León Arslanián volvería al frente del Ministerio en 2004, convocado ante una nueva ola de preocupación por delitos e inseguridades.5 La reanudación de la reforma se activaría de modo aún más potente. A los cambios reseñados en la página precedente se sumarían, en materia educativa, la eliminación del régimen de internado y el orden cerrado en las escuelas policiales, la posibilidad de una cursada externa a la institución policial y la participación de docentes ajenos a esta fuerza. Concluido su mandato, en 2007 bajo la designación de una nueva cartera, vería el desmantelamiento del proceso de reforma y el comienzo de la “contrareforma”: el regreso de la autonomía policial, de los antiguos escalafones y del viejo modelo en materia de carrera policial y seguridad pública.
De allí en adelante, los sucesivos gobiernos provinciales se dedicarían, en mayor o en menor medida, a activar giros, marchas y contramarchas en las políticas de seguridad y en la estructura policial, como modo de dar respuesta a las demandas sociales, toda vez que un acto criminal se instalara como un hecho social de envergadura en el discurso mediático de la inseguridad, desnudara el mal desempeño policial en la investigación de algún caso o dejara al descubierto, directamente, su vinculación en el mismo. Los procesos contrarreformistas no significaron sin embargo retrocesos lineales, y en 2012 una nueva política de seguridad consolidó un paso más en el modelo de la reforma policial educativa: la escuela policial descentralizada, con asiento en distintas universidades de la provincia de Buenos Aires (Salas, 2016).
Desde ya, el panorama político descrito es infinitamente más complejo de lo que permiten reseñar unos rápidos renglones. No es objetivo de este trabajo detenerse en el análisis pormenorizado de las tramas políticas y la siempre difícil relación entre sus actores, sino presentar un cuadro de situación. A despecho de actuaciones partidarias y nombres propios, es importante resaltar aquello a lo que han tendido la mayoría -si no es que todas- de las reformas iniciadas ya avanzada la restauración democrática: la restricción de la autonomía policial y la subsunción de las policías al control político-civil. Es decir, la puesta en práctica de diversos mecanismos (profesionalización, descentralización, modernización) como modo de conquistar la democratización6 de unas fuerzas que resultan, en el país en general y en el caso bonaerense en particular, tan desprestigiadas como temidas. Corrupción, ineficiencia, represión, “gatillo fácil”, apremios, brutalidad, muertos, desaparecidos y vínculos con el crimen organizado, han sido y son el telón de fondo sobre el que las fuerzas policiales se han ido constituyendo como actores en tensión con el espectro democrático.7
Decía que el panorama político reseñado era esquemático, pero entiendo que ofrece, sin embargo, la oportunidad de una simple constatación: la cuestión de la formación8 policial inicial ha sido siempre un elemento privilegiado en esta sucesión de reformas y contrarreformas que ha atravesado el funcionamiento de la agencia policial. Esto no debiera extrañarnos si consideramos la fuerte rienda que esta ha mantenido, históricamente, sobre sus institutos educativos, sus lógicas, sus enseñanzas y sus prácticas (Salas, 2016). Baste recordar, si no, que al momento de la primera reforma de León Arslanián, las escuelas iniciales de la PPBA llevaban poco más de medio siglo con formas y modos invariables: establecimientos y formación diferencial para oficiales y suboficiales,9 tiempos de instrucción urgentes y escasos, planes de estudio elaborados por la institución, regímenes de internado, docentes e instructores policiales, orden cerrado, disciplina, prácticas ceremoniales, desfiles, movimientos vivos y hasta castigos corporales.10
Los cambios activados por las reformas, a lo largo del tiempo tocaron teclas diversas, con impactos mayores o menores en el proceso formativo global. Desde nuevos programas y asignaturas, hasta la eliminación de los escalafones diferenciales, el régimen de internado y las prácticas abusivas, pasando por la validación de los planes de estudio en organismos educativos provinciales y el funcionamiento de sedes de las escuelas en universidades zonales, las reformas en el ámbito formativo persiguieron los mismos objetivos que las reformas hechas a otras escalas: la depuración de lo castrense,11 el quiebre de la “endogamia policial” y la incorporación de nuevas estructuras curriculares y contenidos como modo de profesionalizar y democratizar la educación policial. Esto es, como modo de redefinir las relaciones entre sistema político e institución policial.
Señalaba anteriormente que la cuestión de la formación policial ha sido siempre un elemento privilegiado en los procesos de reforma. Esta afirmación es cierta, pero esconde una verdad ulterior: que ha sido también un caballito de batalla. Mientras muchas de las reformas han implicado cambios de fondo en la formación inicial, otras se han limitado a oficiar de meros gestos políticos que remedaron, pero no ejercieron, un cambio sustantivo.12 Me refiero, sobre todo, a las reformas educativas centradas en modificaciones a nivel curricular y organizativo (Eilbaum & Sirimarco, 2006; Saín, 2008). Así, por ejemplo, la sola restructuración de planes de estudio, la incorporación de asignaturas aisladas -Derechos Humanos, Relaciones con la Comunidad- y de docentes ajenos a la institución, cuando no el simple cambio de nombre de los establecimientos,13 operaron como elementos que, más allá de buenas o truncas intenciones, posibilitaron la gran puesta en escena política: trasformaciones institucionales que se anunciaron sin llevarse a efecto o que se instauraron para modificar elementos que en trazos generales no modificaron nada.14
La literatura en la temática coincide en advertir que la reforma policial se ha vuelto así sinónimo de dos conceptos clave: emergencia y crisis. Que se ha trasformado en la respuesta siempre disponible con que se enfrentan los problemas de agenda pública: aquella que entiende la problemática social como una exigencia política que requiere réplicas inmediatas y de alta visibilidad (Galeano, 2005; Barreneche & Galeano, 2008; Rodrigo, 2013). Si la reforma en sí misma constituye ya un fenómeno retórico, como señalan Barreneche y Galeano (2008), donde cada nuevo funcionario reconoce la existencia de una crisis y plantea por ende alguna reforma, la reforma policial en materia de formación no hace sino elevar al cuadrado tal apuesta discursiva. Pues cada vez que el accionar policial es sospechado, cada vez que las prácticas policiales quedan, en su violencia e ilegalidad, al descubierto, lo primero que aparece en la mira son los establecimientos formativos. Ante la crisis, la reforma.15 Y de la reforma, las escuelas. ¿Cómo ha llegado la cuestión de la formación inicial policial a trasformarse en un campo tan disponible para restauraciones y retoques? ¿Cómo se ha convertido en la expresión por excelencia de las reformas policiales? (Sirimarco, 2009a; 2013; 2016; Barreneche & Galeano, 2008; Frederic, 2013).
Este trabajo busca situarse en torno a este punto, no para invalidar necesariamente esa relación sino para indagarla. Esto es, para reflexionar acerca de los argumentos y supuestos que nos llevan a los actores sociales intervinientes en el campo (funcionarios, políticos, expertos, periodistas, pero también académicos) a visibilizar la formación policial como el convidado siempre presente de toda reforma. Esta afirmación no debe llevar a malos entendidos: no estoy argumentado aquí que la instrucción inicial policial esté libre de elementos a ser modificados y mejorados. Mi preocupación es bien otra, y es, si se quiere, anterior. Por ello, no implica rechazar la necesidad de trasformaciones por venir, ni implica mucho menos desconocer los logros importantes que muchas de las previas trasformaciones suscitaron. Implica plantear una pregunta que la cuestión de los fallos y los aciertos sigue dejando abierta: no porque la formación inicial policial se construye como una cuestión reformable -que, sin duda, como todo ámbito, lo es-, sino porque se construye como el espacio más rápidamente enfocado y más fácilmente intervenido16 ante cada nueva ola de denuncia policial. ¿Qué nexos estamos construyendo entre la formación y otras categorías (práctica profesional, procesos de profesionalización, políticas de seguridad, alianzas políticas), para que esta termine volviéndose el locus primero de toda reforma?
El seguimiento de esta indagación requiere de algunas precisiones. En primer lugar, cabe aclarar que este trabajo se centrará en las escuelas de inicio de la carrera policial, aquellas que señalan el comienzo de la socialización del personal en la fuerza.17 Este recorte no implica desconocer que la educación formal es un proceso escalonado a lo largo de la carrera policial, que involucra multiplicidad de ámbitos y actores -desde cursos de rentrenamiento y capacitación hasta tecnicaturas-, ni desconocer asimismo las reformas implementadas en ellos.18 En este escenario mayor, sin embargo, se elige recortar a los institutos iniciales como actores privilegiados, por entender que constituyen los espacios mayormente intervenidos y, como espero demostrar a lo largo de este trabajo, que juegan además un rol particular en la semantización de la cuestión de la formación policial.
Vale también aclarar que el eje de este trabajo no son las reformas policiales, ni tampoco las reformas policiales en materia de educación. Por ello no se encontrarán aquí reflexiones, ni exhaustivas ni sistemáticas sobre tales materias, que han sido ya copiosamente abordadas por diversos autores.19 El objetivo de este trabajo, más bien, roza estos ejes, pero con el solo propósito de establecer vinculaciones acerca del cómo y el porqué de la construcción de la formación policial como categoría de agenda pública.
Una última aclaración: los desarrollos presentes en este texto toman como estudio de base lo sucedido en la PPBA. Las razones de tal elección reposan en lo reseñado anteriormente: se trata de una de las fuerzas policiales más cuestionadas del país, a la vez que aquella donde el proceso de reforma fue más profundo y más drástico. La relación entre ambas variables no es necesariamente causal; otras policías del país, no menos sospechadas, han logrado escapar a tal magnitud en estos procesos, tal vez por mantenerse en un umbral menor de visibilidad. Tomar a la PPBA como caso base implica entonces ceñir lo argumentado a su realidad particular, sin que ello implique la imposibilidad de establecer diálogos y reflexiones con otros procesos trasformadores en otras fuerzas policiales del país o ¿por qué no?, en otras fuerzas de seguridad de la región.
II
¿Por qué, en tiempos de reformas, lo que más específicamente se mira son las escuelas? Este apartado busca proponer argumentos para empezar a pensar el fenómeno. No se trata aquí de plantear respuestas cerradas, ni en su contundencia ni en su exhaustividad. Sino más bien de deslizar pistas, de revisar aquellos sentidos con que los actores piensan y recrean (pensamos y recreamos) el periodo de la formación inicial.
Lo primero que salta a la vista es, indudablemente, la ligazón entre praxis y formación. Esta ligazón, la mayoría de las veces, aparece construyendo una linealidad entre la práctica policial y la instrucción formalizada que reciben sus miembros para serlo. Si las prácticas policiales son corruptas -o delictivas o ilegales o represivas-, de lo que se trata entonces, se supone, es de reformar aquello que, en teoría, está contribuyendo a que lo sean: la formación del personal. Ergo, las escuelas. La ecuación es sencilla: se cambia la educación para que (el ejercicio de) la profesión cambie.
Esta linealidad, no solo es ingenua sino que es inexistente. Es ingenua porque construye a las escuelas policiales iniciales como el espacio único, o al menos principal, de la formación del personal. Y porque lo construye además como un espacio idealizado de condensación del saber: el espacio donde se adquieren todos los conocimientos teóricos y prácticos, todos los manejos y las operaciones, todos los yeites20 que demanda el ejercicio del oficio. Pero nada más lejos de la realidad: las escuelas de ingreso a la institución son sí un primer momento formativo importante, pero uno que habrá de conocer, a lo largo de la carrera policial, otras complementariedades (cursos de capacitación, de rentrenamiento, cursos para el ascenso a las jerarquías, etcétera). Y son las escuelas, además, en virtud de la cursada escasa y urgente, los espacios donde sobrevuela siempre el mismo reclamo: la falta de una preparación profunda y completa para el desempeño profesional. Desde aquel lejano trabajo de campo anterior a 2005 hasta el presente, los cadetes21 coinciden en deslizar idénticas protestas: materias cuyo temario no llega a verse por completo, asignaturas que proponen contenidos triviales o no relacionados con la función (como en la materia de Informática ver la historia de Internet), disciplinas prácticas que se vuelven teóricas por falta de recursos (fotocopias y notas en la de Operaciones Policiales, por ausencia de patrulleros con los cuales trabajar), o clases suspendidas por los mismos motivos (de Tiro Policial, por ejemplo, ante la falta de la ambulancia reglamentaria que debe estar presente en este tipo de prácticas). 22
Así, aunque abundan los contenidos no exhaustivos y ralean las prácticas profesionales, se sigue manteniendo la idealización de que la escuela de policía es el lugar donde se aprende a serlo, simplemente por ser este el lugar donde se imparten -o deberían impartirse- los contenidos teóricos y prácticos para el desempeño del oficio.23 Pero no debe confundirse lo argumentado con un simple problema de escasez de tiempo o de recursos: en las escuelas iniciales no se aprendería a ser policía así se dictaran todos los contenidos o se tuvieran todos los materiales. Y esto es así por un motivo simple: porque la relación que se establece entre la praxis y la formación policial implica, como mencionaba anteriormente, una linealidad inexistente.
En primer lugar, y en un sentido muy generalista, porque a ejercer una profesión se aprende en su práctica misma y no en un establecimiento educativo. Como todo policía sabe y gusta de repetir, “a ser policía se aprende en la calle”. De hecho, lo primero que escucha un cadete recién graduado cuando llega a su primer destino profesional es algo que ronda idéntico valor: “ahora olvídese todo lo que aprendió en la Escuela. Todo eso que aprendió no sirve. Ahora va a aprender lo que es ser policía”.
Pero, en segundo lugar, y en íntima vinculación con esto, porque las escuelas de inicio a la carrera policial presentan, a mi ver, una lógica al menos dual. Por un lado, el dictado de conocimientos que, por supuesto, aluden a la práctica profesional. Pero por otro, la preparación del ingresante en las lógicas del funcionamiento institucional: el orden jerárquico, la disciplina, la obediencia, la lealtad, el respeto, el espíritu de cuerpo, el carácter, la subordinación, el sacrificio. Estas cuestiones ocupaban, en los modelos tradicionales de las escuelas policiales, gran parte del tiempo y del esfuerzo de la cursada: aprender a desfilar, aprender a realizar el saludo uno o el saludo dos, aprender a hacer la venia ante el superior, aprender a tender la cama del modo correcto, aprender a marchar para ir a almorzar, ser castigado, ser bailado, etc. Hoy en día, cuando las reformas a las que venimos aludiendo han erradicado el internado, el orden cerrado y las prácticas abusivas de las escuelas -y hasta han trasladado a estas escuelas fuera de la fuerza-, la adquisición de valores institucionales sigue siendo, creo yo, un punto importante de la formación inicial policial. Quiero decir: las rutinas jerárquicas y disciplinares (venias, saludos, sanciones arbitrarias, castigos colectivos) siguen teniendo un lugar importante en la dinámica de la formación inicial de las fuerzas de seguridad (Bover, 2017; Melotto, 2013; 2017).24
Que estas prácticas y rutinas corporales no hayan desaparecido, habla claramente del rol de los espacios de instrucción inicial, que parecen vincularse más con formar -en su sentido de modelar- a un ingresante civil en las dinámicas y sentidos de la fuerza policial, que con la de preparar minuciosamente a alguien para el ejercicio concreto de la labor. No quiero decir con esto que las escuelas no impartan conocimiento ni aludan, de manera más o menos acabada, a la profesión policial. Intento decir, por el contrario, que muchas de las directrices que guían la cotidianeidad de los cadetes tienen que ver con el aprendizaje de conocimientos acerca de lo que significa ser policía, antes que con el aprendizaje de herramientas teóricas y prácticas para el desempeño efectivo de la función (Sirimarco, 2004; 2005; 2006; 2009b).
Tal vez reparar en los modos en que se alude, en el campo, a las escuelas iniciales, opere como una pista en tal sentido. No es casual así que instrucción y formación fueran los términos utilizados por la misma institución para definir, durante mi trabajo de campo, a sus espacios educativos iniciales y al proceso que en ellos se llevaba a cabo. Es interesante mencionar que además de su acepción de “enseñar, adoctrinar, comunicar sistemáticamente conocimientos o informar de alguna cosa”, el vocablo instrucción también da cuenta de aquella “explicación o advertencia que dirigen ordinariamente un jefe o principal a sus subordinados, agentes o representantes, para enterarlos del espíritu que los ha de guiar, o de las reglas a que deben atenerse en el desempeño de sus funciones o encargos” (Echegaray, 1887: 859). Semejante tono guarda también el vocablo formación, que no solo da cuenta de los modales o comportamientos -dar forma a alguna cosa, guardar las formas- sino que refiere también, en el contexto de la milicia, a “poner en orden o formar el escuadrón” (1887: 427). Aún hoy las escuelas de inicio siguen denominándose, institucionalmente, “institutos de formación policial”, revelando, tal vez, los parámetros dentro de los cuales se entiende -y se desarrolla- la instrucción de los ingresantes a la agencia policial (Sirimarco, 2009b).25
Así, en este contexto de entendimiento, la linealidad causal planteada entre formación y praxis se revela como inconsistente, en tanto no es posible derivar de la primera -de la instrucción recibida en las escuelas- el cómo y el porqué de la práctica policial efectiva. Hacerlo sería caer en desaciertos. Si en algún lugar amarran las preguntas por el desempeño de la función, es en el ámbito de ese desempeño mismo: en las múltiples experiencias, espacios y actores que conforman las tramas con que se actúa, contextualmente, el oficio policial. Pues, como bien sabemos los investigadores de este campo, la práctica policial no descansa en sentidos unívocos, sino que depende de la compleja relación entre los actores y sus lugares de destino -desde la diferencia dada por los cuadros hasta las dadas por las experiencias y las jerarquías, desde los jefes y los colegas con que se trabaja hasta los roles, las funciones y las tareas que se cumplen.
El ligar de ese modo formación y praxis genera así un falso pasaje: el de que somos lo que aprendemos. O aún peor: el de que somos lo que nos enseñan. Sobre tales nexos y sobre tal idealización del rol de las escuelas policiales se asienta, en parte, la operación reformista: la idea de que un cambio educativo redunda en un cambio en las prácticas, toda vez que se concibe a la educación como un insumo trasformador de la actuación social (Kaminsky, 2005; Saín, 2008; Frederic & Saín, 2008; Frederic, 2013).
Pero este falso pasaje no es el único sentido con que se carga -con que cargamos- la configuración de la formación policial. Si la ligazón formación - praxis opera como un nudo semántico que habilita el planteo de ciertas reformas a costa de una visión idealizada de la educación, existe otro nudo que opera más allá de estas miradas, cargando las tintas en otro orden de cosas. No ya en las ideas o supuestos que podamos construir acerca del campo de la educación y su rol en la demarcación del oficio, sino en el peso que adquieren las escuelas iniciales en el interjuego político entre los actores en disputa (gobierno, políticos, funcionarios, institución policial).
Este nexo no se asienta en supuestos o valoraciones acerca de la formación, sino en las escuelas iniciales mismas como lugares políticos. Esto es, como ámbitos pasibles de influir, mayor o menormente, en diversos aspectos de este juego: desde políticas de seguridad concretas hasta modos de construir relacionamientos y disputas entre gobierno e institución policial.
Después de todo, no hay que olvidar que estas escuelas son, además de espacios de formación, ámbitos de reclutamiento. Son también, del mismo modo, ámbitos de egreso. A través de ellas se abren convocatorias, se urden propagandas, se convocan ingresantes. A través de ellas también se liberan egresados, se ponen en circulación camadas de personal. Así, las escuelas funcionan como el sitio de entrada y salida de los nuevos miembros. Cualquier reforma que las afecte -ya sea en su estructura o en su reglamentación-, afecta sensiblemente la calidad y cantidad de los actores que la conforman.
Así, ya se trate del fin del internado o de la descentralización de las escuelas, las reformas se traducen no solo en nuevos vínculos y nuevos acuerdos entre actores políticos (ministerios, gobernaciones, municipios, universidades, policía), sino, lo que es más importante, en nuevos ingresantes. El ejemplo de la descentralización de los institutos es evidente en este sentido: si el régimen y el emplazamiento de las escuelas tradicionales (internado de lunes a viernes en un punto específico del territorio bonaerense) significó que muchos jóvenes a cargo de familia o sin recursos se vieran imposibilitados de entrar o permanecer en la policía, las escuelas externadas y distribuidas a lo largo de la provincia supusieron la ampliación de la oferta educativa a nuevos destinatarios. Y con ello, la posibilidad de egreso de más policías. Es decir, la posibilidad de sacar a la calle más personal con el que hacer frente a las demandas (o las ofertas) siempre crecientes de seguridad.
Intervenir en materia de escuelas policiales excede así, como se ve, lo meramente formativo. Si tenemos en cuenta que las últimas reformas de descentralización estrecharon fuertemente el nexo colaborativo entre policía y municipio, queda de manifiesto entonces cómo estas reformas generan políticas que inciden directamente en la agenda pública. Pues este nexo no implica solo compromisos en la etapa del reclutamiento y la manutención del cadete26 sino también a futuro: los ingresantes no solo tienen la posibilidad de formarse en su propio distrito, sino también de trabajar en él. En esta policía de cercanía se asienta gran parte del éxito de la convocatoria:27 el municipio costea la formación de sus propios vecinos con la promesa de contar, en el futuro, con policías que se desempeñen en él. Es decir, que conozcan y se vinculen con el territorio.
Así, a la ligazón anteriormente descrita de formación-praxis se le suma otra que jerarquiza también a las escuelas, pero en otro sentido. Ya no como los espacios causales de las (malas) prácticas, sino como ámbitos que desencadenan procesos políticos: campañas de reclutamiento, alianzas locales, estrategias de acercamiento al territorio, apertura a nuevos destinatarios, políticas de seguridad distritales, atención de demandas ciudadanas y hasta construcción de carreras electorales. Esto es, que estructuran estas escuelas como ámbitos que activan y producen políticas de seguridad.
Pero los institutos no solo son blanco de reformas por ser espacios políticamente redituables. También lo son por ser ámbitos de bajos costos políticos. Avanzar en esta argumentación requiere antes subrayar algo que el escenario que planteábamos al comienzo de este trabajo dejaba sugerido -la resistencia ante las reformas-, donde los ciclos de marchas y contramarchas que veíamos no hacían sino dejar a la vista los avatares que adquiere la lucha por el manejo de la fuerza. No es casual que el impulso político con que se ha avanzado sobre la democratización de la estructura policial haya sido recurrentemente denunciado por la PPBA como un “manoseo a la policía desde el poder político” y haya utilizado esta clave de lectura para presentarse a sí misma en el terreno del puro ataque.
Las cosas, desde ya, revelan un escenario mucho más complejo y balanceado de contienda, donde la resistencia no es solo policial sino política, con sectores cómplices del sistema de seguridad tradicional y por ello refractarios a la modernización policial -punteros, dirigentes, intendentes (Kaminsky, 2005; Saín, 2008, 2015). Y donde la PPBA, lejos de ser una institución víctima de la manipulación del poder político, es una fuerza heterogénea capaz, tanto de mantener el suyo a flote como de generar esferas de consensos y acuerdos para las reformas.
En lo que a la primera cuestión atañe, el episodio narrado en la nota 9, acerca de los sucesivos cambios de nombre de las escuelas, es una clara muestra del poderío policial para seguir dictando los nodos de sentido de su relato. El caso de la Escuela de Policía “Juan Vucetich”, sede Lomas de Zamora, que analiza Salas (2016), es otro ejemplo al respecto, aún más central al tema de este trabajo, y que me gustaría señalar brevemente. Podríamos decir, grosso modo, que las escuelas descentralizadas buscan disputar la autonomía policial en materia formativa, incorporando la participación universitaria en docentes y contenidos, y privilegiando así el desempeño académico sobre otras prácticas y rutinas de instrucción. Podría decirse también que buscan formar homogéneamente al personal, superando la antigua instrucción diferencial entre oficiales y suboficiales. Para ello, plantean un primer año de cursada, del que se egresa como personal del Subescalafón General (los antiguos suboficiales), y un segundo año, del que se egresa como personal del Subescalafón Comando (los antiguos oficiales).
El segundo año de cursada -explica Salas- no es sin embargo para todos. Solo estarán en condiciones de seguir cursando para convertirse en “oficiales”, según la normativa, aquellos estudiantes cuyo desempeño durante el primer año de cursada les permita ingresar al cupo de 25% de los mejores promedios. Vemos así que esto que parece adaptarse a la letra de la ley, en el caso de la sede analizada, adopta empero un carácter resbaladizo, ni bien se indaga en la cotidianeidad del periodo formativo y se descubre que ese famoso promedio que permitirá o no seguir cursando se obtiene al margen de contenidos teóricos o prácticos. De hecho, encontramos que ese promedio se obtiene de dos números aislados: el promedio de las calificaciones obtenidas en todas las asignaturas, promediado a su vez con la sola nota que el/la estudiante adquiere en el área de conducta. Es decir, con la nota que el tutor (el personal policial a cargo del acompañamiento cotidiano de los grupos de cadetes) les otorga en función de la incorporación de ciertos valores institucionales (disciplina, obediencia, orden, carácter, etcétera).
La conclusión, remarca Salas, es clara: a despecho de la descentralización y la incorporación de nuevos actores, a despecho de los nuevos contenidos y del desempeño académico, las decisiones de peso, en términos de trayectoria educativa, siguen siendo tomadas por la institución policial con base en prácticas relacionadas con el modelo de formación tradicional. Así, este nuevo escenario de escuelas reformadas puede muy bien sacar de primer plano a la fuerza policial en ciertos tramos del proceso educativo (actos, ceremonias, firma de convenios, reglas ministeriales), pero esto no significa para nada que esta deje de detentar “un rol determinante y concluyente al interior del proceso de formación policial” (Salas, 2016: 178).
El ejemplo, aunque breve, sirve para remarcar entonces lo argumentado: que las reformas no se dan sin resistencia y que la PPBA es una fuerza de peso a la hora de disputar el terreno político. Lo que nos devuelve a lo que intentaba proponer anteriormente: que otro de los elementos que convierte a las escuelas en blanco de trasformaciones es su condición de ámbitos de escaso costo político. Quiero decir: ámbitos donde las reformas pueden instalarse sin tocar nudos sensibles de la estructura, la organización y la práctica policial. En agosto de 2002, los intentos de trasformación institucional en materia de seguridad se dieron en paralelo a una ola de secuestros y homicidios brutales, de fuerte connotación pública, que azotaron la geografía bonaerense. Las características de tales hechos fueron leídas como “contestaciones mafiosas” -de sectores políticos y policiales- ante el avance de dichos intentos reformistas.28 Las escuelas iniciales, al contrario de las dependencias relacionadas con el manejo efectivo del delito, son espacios que poco pueden influir en los índices delictivos y las sensaciones de inseguridad, y donde de hecho las reformas no vulneran nada “importante”, porque ya de entrada son uno de los modos institucionales del afuera.
Y lo son por tratarse, dentro de la estructura policial, de espacios mayormente desestimados. En primer lugar, y de modo general, porque la noción de educación misma lo está. No es infrecuente que el personal que tiene que trasladarse a cursos obligatorios de rentrenamiento sea suspendido, apartado de sus labores específicas o castigado de otros modos sutiles por sus jefes en su lugar de destino por “abandonar” sus puestos de trabajo. En el contexto del trabajo policial en comisarías -plagado de exigencias, urgencias y recargas horarias-, la afectación de policías a labores educativas no solo es vista como una pérdida de personal, sino de tiempo, pues la postura predominante es la de una concepción de lo policial como un ámbito laboral en riña con la potencialidad de seguir perfeccionándose.29
Pero la resistencia a lo educativo explica solo en una pequeña parte la desestimación de las escuelas policiales. Otro segundo factor, íntimamente relacionado con el anterior, opera volviéndolas un espacio laboral poco deseado. Me refiero a la pobre vinculación que tienen los institutos con la construcción idealizada de la labor policial, que subraya un registro simbólico de este trabajo anclado a las persecuciones, los tiroteos, el manejo del arma y el combate al delito. Al contrario de otros destinos operativos, poca de esta idealización puede anclar en las escuelas (aunque esos otros destinos sean escenarios donde la concreta oportunidad de tales prácticas también brille por su ausencia).
Otro tercer elemento viene a sumarse a esto: la escasa vinculación de los institutos con la administración de ilegalismos (y su consiguiente reporte de dinero). Una escuela no es una comisaría, mucho menos una Departamental, ni en términos de representación del oficio ni en términos de dividendos. Las posibilidades económicas que se derivan de las labores bajo cuerda que allí se llevan a cabo, vuelven también a los institutos de formación un destino escasamente atractivo. Las posibilidades de una comisaría son múltiples: desde el cobro modesto de permisos para el ejercicio de un oficio (prostitutas, travestis, vendedores ambulantes) hasta el cobro de sumas importantes por hacer la vista gorda ante negocios turbios (juego clandestino, boliches sin habilitación, ferias ilegales). Nada de esto es posible en una escuela policial.30
La sumatoria de estos elementos hacen así de las escuelas, como de otros destinos, uno de los modos institucionales del afuera, donde se ubican aquellos interesados en tareas de poco “riesgo”, o donde son reubicados aquellos que no han logrado insertarse en el legítimo ejercicio de la función -ya sea esto tener poca pasta para el oficio o no avenirse a formar parte de sus “negocios”. Para estos seres que han sido marginados, el “castigo” adquiere la forma de traslado a un destino perdido o una función desprestigiada -como la escolar- donde nunca pasa nada (y lo que nunca pasa es mayormente la plata). Y hasta tal punto esto es así que las escuelas se vuelven, también, un terreno propicio para la invisibilidad positiva. Un ámbito de protección y no solo de castigo. Un espacio dónde “guardar” a personal que se halla en problemas, dónde enviar a alguien para sustraerlo de las miradas, un lugar dónde permanecer oculto a la espera de que se calmen las aguas (Sirimarco, 2017). O un lugar también, ¿por qué no?, desde dónde construir una trayectoria “limpia”, a resguardo de las contingencias incontrolables que pueden “manchar” un curriculum profesional en destinos más problemáticos (desde denuncias por abusos de autoridad hasta escape de presos).
En el territorio de espacios diferenciales que es la institución policial, las escuelas se convierten así en zonas de exterioridad, con todo lo positivo y lo negativo que eso implica. Zonas que parecen escapar a los negocios turbios, zonas que parecen construirse desde lo incontaminado, zonas que se significan entonces como opacas e inmunes a las miradas suspicaces. Eso mismo, creo yo, las vuelve espacios privilegiados de cara a las trasformaciones: espacios donde los cambios que se proponen no afectan ni a actores, ni a negocios, ni a alianzas de peso. Espacios donde -pareciera- las reformas hacen menos “daño”.
¿Por qué, en tiempos de reformas, lo que mayormente se mira son las escuelas? Este apartado busca deslizar algunas pistas para comenzar a pensar el fenómeno, abordando las concepciones y sentidos con que se funda la relación entre formación y praxis, y prestando también atención al rol de las escuelas iniciales como lugares políticos.31 No se ha tratado aquí de sostener afirmaciones conclusivas, sino, por el contrario, de poner sobre la mesa diversos componentes que conforman las concepciones y características que presentan las escuelas de ingreso a las policías argentinas, con el objetivo de ponderarlos en el contexto mayor del escenario social y político.
Tampoco se ha tratado aquí de levantar dedos acusadores. Una lectura simplista de este trabajo puede llevar a creer que las reformas y sus actores bien pecan de ingenuos o bien de arribistas. La realidad, en todo caso, siempre es más compleja. Poco importa aquí juzgar, de todos modos, si las creencias con que se desenvuelven los actores en el campo son reales o fingidas, o si las prácticas que llevan adelante están impulsadas por la buena fe o por el provecho. Centrar el análisis en este maniqueísmo nos encallaría en una pregunta sin salida: ¿son las reformas tentativas reales de intervención o una simple cortina de humo?, alejándonos de la verdadera pregunta que guía este trabajo: ¿cuáles son los sentidos y supuestos que convierten a la formación policial inicial en una materia de reforma tan atrayente?
La pregunta por el rédito de las reformas, antes que ser una interrogante moralista, debe funcionar como una clave de lectura: no planteando juicios de valor obturadores, sino revelando la potencia de su eficacia simbólica. Es decir, iluminando la compleja relación entre voluntad y conveniencia, entre intencionalidad y eficacia, entre incompetencia y coyuntura, que descansa en el nudo mismo de esas reformas. Esto es, iluminando los elementos que hacen de las escuelas iniciales policiales ámbitos más intervenibles que otros, no solo en el contexto de la actuación política -con sus alianzas, externas e internas, y sus pujas de poder-, sino, sobre todo, en el contexto siempre codiciado de la repercusión pública.
III
¿Qué tienen las escuelas policiales que resultan tan atractivas a la mirada? Si el apartado anterior intentó abordar este interrogante centrándose en aristas políticas y policiales, este busca reconvertir esa pregunta en el ámbito de lo académico, para debatir acerca de aquello que nos interpela -que nos acecha- cuando elegimos hacer nuestras investigaciones en esos espacios. No porque, como científicos sociales, estemos desligados de las esferas que acabo de mencionar y “a salvo” de las cuestiones antes reseñadas, sino porque las características de nuestras pesquisas, me parece, agregan elementos de reflexión a ser particularmente explorados.
Reseñábamos anteriormente los procesos de reforma llevados a cabo de modo reciente en el país, con foco en el caso de la PPBA. Dichos procesos han significado, tanto en esa institución como en otras fuerzas de seguridad locales, la creación de nuevas estructuras gubernamentales, la designación de funcionarios comprometidos con los procesos democráticos y, algo que no habíamos resaltado hasta el momento, la generación de áreas de trabajo a cargo de profesionales provenientes de las ciencias sociales y humanísticas. El cambio de los tiempos, en conjunto con la conducción política de las fuerzas de seguridad, ha ido abriendo así un espacio de diálogo entre academia y políticas de gobierno, con la consolidación de convenios entre equipos de investigación de distintas universidades y diversos actores del espectro político (desde organismos estatales hasta organizaciones no gubernamentales en temáticas de seguridad y defensa de derechos humanos) y con la consecuente producción de material con que intervenir en materia de reformas (Melotto, 2017).
La firma de estos convenios y/o del mero signo de los tiempos democráticos han visto extenderse así los estudios locales sobre fuerzas de seguridad. Entre ellos, los referidos a escuelas iniciales han empezado a ser una producción llamativamente frecuente, que viene a cimentar gratamente un área de interés que aparecía bastante yerma en los comienzos de mi trabajo de campo en institutos policiales, allá por 1999.32 Creo que esta explosión temática no es casual, y revela no solo nuestra propia “fascinación” con estas etapas formativas, sino la creciente demanda de atención que se ha ido consolidando en torno a ellas. Es esta interpelación que nos producen las escuelas iniciales la que me gustaría revisar aquí, no para desnudar motivaciones individuales y subjetivas acerca de elecciones temáticas, sino para señalar brevemente dos derivas que puede adquirir, para nosotros como científicos sociales, el estudio de la formación inicial policial en estos contextos de reformas. Se trata, si se quiere, del señalamiento de dos precauciones epistemológicas.
La primera tiene que ver con el modo en que construimos nuestras investigaciones en el marco de esta relación entre academia y proceso reformista. Es indudable que los sucesivos cambios políticos han ido configurando la posibilidad misma de esta proliferación de estudios policiales, al abrir escuelas, comisarías y archivos a la indagación científica, y al fomentar con ello trabajos más empíricos acerca de la práctica efectiva de la policía y su accionar (Galeano & Sirimarco, 2012).
Es indudable también que esta relación -academia/políticas de reforma- adquiere otras complejidades en el marco de convenios puntuales entre universidades y organizaciones/organismos. De hecho, la intersección entre estos ámbitos es una constante que se viene consolidando en el campo de los estudios policiales hace ya algún tiempo, y que ha generado fecundas líneas de análisis y no pocos productos académicos (ponencias, papers, tesis, proyectos). Este hecho nos obliga, considero, a una reflexión más visible y ampliada acerca de los contextos de producción de esos insumos, no para echar una luz meramente descriptiva sobre las particularidades que adquiere la investigación académica en esos escenarios, sino para estar más atentos a las posibles consecuencias de esa vinculación.
Sería ingenuo desconocer que organismos y organizaciones presentan intereses bien concretos en ciertos ejes del temario policial; intereses que suelen girar mayormente en función de proponer, elaborar, implementar y realizar seguimiento de políticas públicas, y que implican así objetivos e inquietudes que pueden o no concordar con las preguntas y propósitos que conllevan las investigaciones de corte más científico.
No estoy hablando acá de géneros y formatos diferenciales, ni oponiendo la calidad de los insumos que buscan producir estos ámbitos. Me estoy preguntando, más bien, por esa zona de urgencias, metas y temas candentes que conforman la agenda de trabajo de esas investigaciones en conjunto. ¿Las preguntas planteadas desde las organizaciones no gubernamentales (ONG) u oficinas ministeriales son las mismas preguntas que se formulan las indagaciones académicas?33 Creo que es lógico y hasta pertinente, en virtud de funciones y motivaciones institucionales, que no siempre lo sean. Y entonces, ¿cómo se retroalimentan los objetivos de estos sectores con las preguntas científicas o con las problemáticas que vertebran una indagación en esos términos? ¿Qué se añaden y qué se restan mutuamente?
Si de un tiempo a esta parte, en el ámbito local asistimos a una crecida en las indagaciones sobre la formación inicial de las fuerzas de seguridad, creo que merece la pena plantearse estas preguntas. Ellas no deben ser leídas, por supuesto, a la luz de ámbitos mejores o peores, ni mucho menos de jerarquías de saber. No apuntan a establecer divisiones morales ni a dictaminar la imposibilidad de intercambios, sino a reconocer espacios con modos diferenciales de intervención en la arena pública y a proponer por ello reflexividades atentas. El desafío, si se quiere, es contribuir a la construcción de conocimiento conjunto sin que nuestras investigaciones queden subsumidas en agendas y marcos interpretativos ajenos. Y es estar también alertas para poder distinguir, entre el cúmulo de interrogantes en circulación, no aquellos meramente disponibles sino aquellos que, como científicos sociales, es relevante que nos planteemos.
La pregunta sigue siendo la misma: en el diálogo siempre provechoso entre universidad y organizaciones/organismos, ¿cómo hacer para que la investigación desde tales espacios no resulte monopolizada por preguntas y argumentos ajenos? ¿Cómo hacer para que la construcción de la investigación científica no quede atrapada dentro de los procesos de enunciación que proponen las agendas de estos ámbitos?
Antes que negar alianzas o promulgar un conocimiento científico aislado y aséptico, se trata de construirlo, situada pero reflexivamente, abrazando sus características y potencialidades. La apuesta es múltiple, pues se trata de resistir el temario siempre limitado de la agenda pública con preguntas de investigación que la superen, de desencadenar debates políticamente relevantes, y de oponer -a los contextos sociopolíticos vertiginosos y de reacciones espasmódicas- miradas menos convulsivas y de largo alcance (Galeano & Sirimarco, 2012).
La desidia o la inoperancia en el cumplimiento de este rol puede desembocar en una segunda deriva, que tal vez ya haya comenzado. Estamos asistiendo, me parece, a un escenario donde diversos actores del arco político han vuelto la mirada hacia las escuelas policiales, haciendo de la formación un punto de alta condensación semántica: un eje innegociable de reformas, un caballito de batalla para pujas políticas y, lo que es más: una explicación recurrente para la actuación policial incorrecta o delictiva. Así utilizada, la problemática de estas etapas formativas se ha instalado plenamente en la agenda pública, y al vaivén de sus urgencias y su juego de sombras, del fogueo de los medios, los expertos y los sectores políticos, ha empezado a decantar como problemática de gran centralidad.
¿Hasta qué punto no estamos asistiendo, gracias a este alto valor político, a la construcción de la formación policial en tanto asunto? Esto es, a la construcción de la cuestión de la formación policial, como antes asistimos a la cuestión de la inseguridad. Las cuestiones, ya sabemos, pueden ser categorías elásticas y omniexplicativas, capaces de dar cobijo a situaciones tan numerosas como disímiles. Pueden volverse fácilmente conceptos porosos y vacíos.
La formación policial se está convirtiendo, creo yo, en una cuestión que ha logrado instalarse en el debate público local como sinónimo de descripción de realidad. El riesgo que corremos no es tanto este vacío semántico como su funcionalidad: que se convierta en un latiguillo que clausure, con su sola mención, cualquier asomo de reflexión más profunda. Que mercantilice el problema, presentándolo como un hecho indubitable recortado de todo contexto político y social.
En este punto sería importante que las investigaciones y reflexiones científicas en el tema contribuyesen a disputar, antes que alentar, la construcción y consolidación de una categoría de análisis que, tal como aparece en la agenda pública, oscurece justamente aquello que pretende abordar.