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Revista de filosofía open insight

versión On-line ISSN 2395-8936versión impresa ISSN 2007-2406

Rev. filos.open insight vol.9 no.15 Querétaro ene./jun. 2018

https://doi.org/10.23924/oi.v9n15a2018.pp79-110.252 

Estudios

Literatura y política según Rancière: observaciones a su lectura de Aristóteles

Literature and Politics according to Rancière: Remarks on his Reading of Aristotle

Christian Goeritz Álvarez1 

1Universidad Veracruzana, México, christian_goeritz@hotmail.com


Resumen

El intento de las líneas que siguen es entrar en franco y crítico diálogo con el pensamiento de Jacques Rancière, tal como éste aparece tematizado en sus escritos La palabra muda y El desacuerdo. Mediante el análisis de sus nociones de literatura en uno y de política en otro, trataremos de argumentar que hay ciertos problemas en su comprensión de Aristóteles y de plantear, desde un trasfondo aristotélico, ciertas soluciones a ellos.

Palabras clave: aristotelismo; ficción; J. Rancière; literatura, realidad

Abstract:

The intention of the following lines is to discuss the thought of Jacques Rancière, as this appears schematized on his writings The mute wordand The disagree, in a critical fashion. On behalf the analysis of his notions of «Literature» on the first and of «Politics» on the second, I will try to argue that there are some unsolved issues in his comprehension of Aristotle and I will try to state, from an Aristotelian background, certain solutions to them.

Keywords: Aristotelism; Fiction; J. Rancière; Literature; reality

Introducción

Jacques Rancière es un teórico de la estética francesa contemporánea que posee un ideario que encontramos digno de discusión, sobre todo al fijar las relaciones entre aquélla y la política a partir de cierta lectura de la filosofía clásica, la cual se advierte en varios de sus trabajos. En el caso que nos atañe, trataremos de ligar ambas dimensiones a partir de dos obras en las que tal relación trasluce: La palabra muda (2009), que trata del intento de manifiestar la indefinibilidad de la literatura y, en segundo lugar, El desacuerdo (1996),1 donde es tematizada una nueva interpretación filosófica de la política como un modo de estética implantada, allende la tradición filosófica que estudia el fenómeno del Estado bajo el rótulo de «filosofía política».

Nuestra hipótesis a demostrar es que el pensamiento de Rancière contiene, en lo tocante a ambas dimensiones, ciertas observaciones e interpretaciones apresuradas que generan impresiones sesgadas en torno a la definición de la literatura y la política.

Admitimos de antemano no ser especialistas ni en filosofía política ni mucho menos en estética; sin embargo, dado que la teoría de Rancière, tal como él la desarrolla en dichos textos es, ante todo, un rastreo de conceptuación histórica de lo que se ha entendido paradigmáticamente por literatura y política desde Platón y Aristóteles en adelante, el acercamiento es realmente a partir de un método histórico-crítico, en ciertas alusiones, aunque el autor no lo nombre, de inspiración en la destrucción heideggeriana.

Se trata de una interlocución con diversas posturas intelectuales respecto de la esencia de la literatura y la política y de ver en qué se diferencian y cuáles son las insuficiencias que tienen para lograr una definición a algo que, sostendrá el autor, no puede ser definido plenamente.2Semejante orientación y prejuicio de lectura genera problemas de consecuencias epistémicas importantes, pues es proclive a enunciar ciertas ideas de manera arbitraria y, si son susceptibles de persuadirnos, no se trata de aceptar definiciones posibles como plausibles y a modo punto de partida sino de evaluar las consecuencias que de éstas se derivan y de compartir cierto horizonte empático con el autor, cosa que no se pretendería en las filosofías cuyos intentos Rancière pretende criticar.

Trataremos, de la mano del rigor de una filosofía de tal naturaleza, el aristotelismo, de mostrar tales deficiencias en el pensamiento de Rancière, al menos en las dos obras mencionadas. Y esto no por razones arbitrarias de escoger un autor ad hoc, pues el texto revelará que Rancière considera la del Filósofo como una visión contrapuesta a la suya en ambos temas, así como el modo en que éstos se relacionan.

Acercamiento general a Jacques Rancière

El pensamiento de Rancière puede situarse entre el de aquellos filósofos de la llamada a grandes rasgos corriente «continental» que no emanan de preocupaciones netamente existencialistas o postestructuralistas pues, aunque comparta con autores de tal origen como Foucault, Derrida y Deleuze “un pensamiento apoyado en el arte y la literatura” (Arcos, 2009: 141), éstos son más cercanos a las corrientes críticas del marxismo estructuralista francés.

Discípulo de Althusser, prosiguió la meta de éste de “pensar otro concepto de historia” (García, 2014: 39); sin embargo, no fue ni un postmoderno ni tampoco un marxista estructural. De los primeros, lo distanciará la crítica a la posmodernidad que trata de relativista, sobre todo en la cuestión estética; de los segundos, lo distancia la observación de un papel más activo de los obreros en cuanto a su autocomprensión, cosa que el filósofo franco-argelino no concebía.

Disidente de ambos frentes, Rancière es un pensador que usa recursos de estas escuelas para pensar de un modo, no obstante, original las relaciones entre historia, política y arte -probablemente los temas a los que más les ha prestado atención.

La formación ranceriana de un nuevo concepto de historia, que será pauta para los demás, puede articularse en tres grandes operaciones según Daniel García. Reemplazando el realismo implícito del modo de escritura en ciencias sociales por un modo más literario, sería posible generar significaciones nuevas por medio de la ambigüedad y alargar el contenido semántico de conceptos mucho más restringidos. A partir de este giro, cabría resignificar el acontecimiento histórico y, finalmente, desplazar la noción típicamente moderna de sujeto en favor de una «subjetivación política» (2014: 40).

La Historia resulta, así, el desenvolvimiento de ciertos modos de subjetivación que tratan de trascender el momento y lo establecido. Es un movimiento eminentemente revolucionario en sentido amplio y, por tanto, algo tiene de político. La Historia, literalmente hablando, está «politizada». Ella misma es politización; de tal suerte, la Historia “consistía justamente en la fuga de una identidad y en la conquista de un nuevo lugar de enunciación que superara las barreras de clase y condición” (García, 2014: 43).

Pero si la historia está politizada en el sentido en que se trata de una superación hacia nuevas formas de apropiación y reapropiación de un estado de cosas, tanto morales como materiales, ¿cuál es el estatuto sobre el cual se realiza esa apropiación? La respuesta del autor es increíblemente original: es lo sensible mismo, lo sensible como espacio abierto formalmente a los modos de subjetivación y, por ende, espacio de posesión y posición de los diversos modos de subjetividad.

No se trata de un mero materialismo. Lo sensible no es un espacio de cosas, sino un horizonte de despliegue, como explica Arcos; es una experiencia “que va encaminada a hacer visible” (2009: 146), hacer visible un modo de subjetivar, de hablar y de comportarse; estos modos son, como hemos dicho, eminentemente políticos. Pero esos modos, operando dentro de lo sensible, tienen también un modo de acercamiento teórico alternativo a la mera ciencia política pues, en relación con lo sensible, se hallará que estas subjetivaciones también responden a un fenómeno estético.

Así, lo estético, a diferencia de la tradición, estará íntimamente relacionado con lo real en su pensamiento. Rancière criticará las posturas tanto continentales como las analíticas que pongan en duda la racionalidad (Schaeffer) o la autonomía de la estética (Badiou). Para ello, se abocará “a redefinir la estética, pues de este hecho [de estar asociada con lo real] se desprende la necesidad imperiosa de comprender que esa no solamente pertenece al régimen de las formas sensibles, sino también al orden social y por ende político.” (Arcos, 2009: 143). Es esta unión la que permite a Rancière dar una novedosa lectura del fenómeno político como un fenómeno estético.

La estética, como estudio de la dimensión sensible en general, será una suerte de filosofía práctica primera, de manera similar a como Aristóteles entendía a la política. Para llevar a cabo este proyecto, el autor debe evaluar las manifestaciones de la estética como disciplina, para demostrar que, implícitamente, no es el “nombre de una disciplina. Es el nombre de un régimen de identificación específico del arte” (2004: 18).

Sin embargo, por ser algo disputado siempre en relación con lo sensible, estos cambios se realizan sin poder agotar la noción, por lo que la labor de regimentar el arte y lo sensible en general ya existía antes de la estética como tal; según él, Baumgarten y Kant “lo transformaron en disciplina pero no lo crearon; la estética hundía sus raíces más profundas en la Antigüedad Clásica: Aristóteles, con su Poética; Horacio, con su fórmula “Ut pictora poiesis”, y Lessing, con su Laoocon, entre otros, nos dan cuenta de este régimen estético” (Arcos, 2009: 144). Así, la estética, como modo de entendimiento y redistribución no sólo del arte, sino de cualquier forma sensible, es el modo primigenio de actuación subjetivante y, por lo tanto, la causa íntima de la acción política.

Pero al ser el motor de dicha redistribución, ella misma padece los efectos, es decir: los esfuerzos fluctuantes por definirla y redefinirla forman parte de su misma naturaleza. Rancière ha articulado así las dimensiones entre arte, estética y política en un nudo indisoluble que es el núcleo de su propuesta, pero al costo de no fijar parámetros que permitan concepciones estables de ninguna de las tres. Creemos que dicha propuesta comenzó siendo una hipótesis del propio autor que, posteriormente, devino en prejuicio metodológico.

Ante semejante postura, no es extraño que el pensador francés esté consciente de lo importante que es para él contrastar su postura con el Estagirita, que fundó regímenes decisivos para la comprensión tanto del arte como de la política Nuestra comparación partirá del modo en que articula Rancière un arte en concreto, la literatura, para ver cómo esta se vincula con los regímenes estéticos que tratan de encasillarla y así constatar luego cuál sea el vínculo concreto entre literatura y política en su obra.

Reivindicación de la poética clásica: Rancière frente a Aristóteles

Ante todo, es preciso mostrar un panorama general de la obra que nos atañe para el primer caso: La palabra muda. Esta obra, como reza su subtítulo, se trata de un “Ensayo sobre las contradicciones de la literatura”. Esto debe ser entendido fundamentalmente como una historia de las tensiones que hay en las diversas épocas en torno a la dificultad de definir tal elemento al que llamamos «literario» en determinadas obras de carácter escriturístico. Decimos que es una historia en el sentido antiguo del término, como pesquisas testimoniales sucedidas en momentos pasados.3Se trata, así, de una suerte de historia del concepto de literatura.

En la introducción se nos explicita claramente el carácter, kantianamente hablando, de «trascendentalidad» de la obra. ¿En qué sentido? Más que una teoría de la literatura, esta obra pretende ser propiamente un manifiesto de las diversas condiciones de posibilidad del surgimiento de las teorías literarias y, para ser más específicos, de la definición atribuida a esa noción que llamamos «literatura».

Tras un breve repaso de la definición que Voltaire le otorga a ésta,4el autor nos expone una serie de aporías a las que se llega de continuar por este camino. Posteriormente, nos explica la pretensión de su obra: en vez de una nueva definición de la literatura, propone que “tal vez sea más interesante intentar saber por qué a los hombres y a tal o cual clase de hombres, en tal o cual momento, «se les ponen en la cabeza» esas «ilusiones»” (2009: 19-20).

Hasta ahora, elucidamos la pretensión de la obra como un estudio histórico y trascendental sobre la noción de literatura; sin embargo, nuestro autor ingresará la clave de lectura principal: una crítica a la absolutización de la literatura que provenga de cualquier posibilidad. Pronto entenderemos que esta absolutización se entiende como otorgar una definición rigurosa de aquello que sea la literatura. Esto es dejado en claro hacia el final de la introducción: “Los callejones sin salida de la absolutización literaria no provienen de una contradicción que volvería inconsistente la idea de la literatura. Sobrevienen, por el contrario, allí donde la literatura quiere afirmar su coherencia” (2009: 21-22).

Esta postura es la que causará problemas al momento de su comprensión. Ya no se trata del carácter aporético de tal o cual definición literaria, sino de la total imposibilidad de que ésta sea coherente. Aunque se nos anuncie que “se podrá salir tal vez del dilema entre relativismo y absolutismo” (2009: 22), no se elucida cómo se logrará esto puesto que se anuncia el escepticismo como posibilidad. En tal caso, literalmente nos salimos del dilema, pero no de la manera en que salimos de un dilema lógico o de un laberinto, esto es: resolviéndolo; este «salir» parece referirse más bien a abandonar el punto problemático.

El libro discurre en su primera parte como una descripción y crítica a lo que Rancière denomina como el «régimen de la poética representativa». Este modo de evaluación de la literatura es inaugurado por la Poética del Estagirita. Aristóteles es una de las figuras paradigmáticas a las cuales hay que evaluar si se quiere sustraer la esencia de la mentalidad de la crítica literaria. Después de un pequeño pero suficiente análisis de la característica principal de la poética aristotélica: la ficcionalidad de una historia y su perspectiva en la estructura de inventio, dispositio y elocutio, Rancière recoge como fórmula general que, según el Filósofo, “es ante todo la consistencia de una idea ficcionalizada lo que hace el poema” (2009: 30). Desde este análisis, el autor comienza sus interrelaciones con figuraciones políticas a partir de una noción ambigua: el llamado «principio de decoro»; esto quiere decir que la ficción que hemos ideado, además de ser una línea articulada de acción y darse en un espacio-tiempo congruentes con ella, posee un elemento de género conforme a lo que presenta, pero además posee un modo o tono dependiendo de los espectadores que posee; visto así, se aduce que la comedia está dispuesta para el populacho, mientras que la tragedia está pensada con vistas a inspirar a las clases elevadas.

Esto es, desde la dimensión intrínseca a la obra, cierto. Se debe disponer la temática pensando en un público posible, pero desde la perspectiva aristotélica, tomada al pie de la letra, es falso. En efecto, Rancière no se equivoca en la caracterización de la poética aristotélica como un estudio de una fábula (entiéndase como argumento ficticio) que es una imitación y que corresponde a un modo de género que también determina la enunciación. Sin embargo, se equivoca en la caracterización jerarquizada de modos de elocutio a partir de la inventio. Es cierto que dependiendo del género que queremos representar, está el modo de comunicación de los personajes, pero de esto no se sigue el demérito de una inventio por otra.

El tema elegido representa personajes de mayor o menor virtud, pero no implica que los poetas o su público sean más o menos virtuosos. El modo de decir de estos personajes no refleja una imagen educativa de las personas comunes, sino que pertenece al mero carácter mimético; pues, si así fuera, los poetas más apreciados serían los que hubiesen realizado yambos, pues de éstos decía el Estagirita que: “otros [fabularon a los hombres] semejantes, en los cuales, por lo apropiado que es, apareció el verso yámbico” (1448b 30-32).

Esto es porque este tipo de verso es el más parecido al modo de darse de la conversación ordinaria, al menos en la lengua griega (García Yebra, 2009: 256). Además, estos “otros” se refiere a los que fabulaban a los personajes de su composición como personas comunes, mientras que para el carácter de la obra trágica, se necesita una representación noble, lo mismo que para la comedia le sería propio representar a un hombre bajo, pero no vil o vicioso, sino más bien mediocre e ignorante, un aprovechado que terminará lamentándose de su intentona, como el protagonista de Las nubes de Aristófanes, Estrepsiades.

La idea ranceriana de que los géneros están jerarquizados en sí mismos no es consistente. Lo jerarquizado son los personajes de acuerdo a los referentes éticos reales de los mismos, pero deducir de ello que las tragedias son mejores a las comedias es incurrir en el error. Tal es visible por tres razones.

La primera se desprende de la teleología específica que, aunque no es asignada, sí es referida en la primera línea de la Poética: “Hablemos de la poética en sí y de sus especies, de la potencia propia de cada una y de cómo es preciso construir las fábulas si se quiere que la composición poética resulte bella” (1447a 8-10).5Esto quiere decir que cada construcción poética tiene de suyo ciertas bondades sobre las otras de acuerdo a su especie, tales que no podría proveerlas otro, aunque en su género propio fueren mucho más perfectas. Así, la mejor tragedia (según parece a Aristóteles y sus intérpretes, el Edipo Rey), no podría ser risible como una comedia, aunque ésta última fuese mediocre.

La segunda es que el Filósofo rastreó el inicio de la poética, al menos en sus fuentes, hasta Homero; sin embargo, no lo hizo eminentemente en el sentido técnico, sino en tanto que inaugurador canónico de un género.6Refiramos al pasaje en cuestión: “Y así como, en el género noble, Homero fue el poeta máximo (…), así también fue el primero que esbozó las formas de la comedia, presentando en acción no una invectiva, sino lo risible. El Margites, en efecto, tiene analogía con las comedias como la Ilíada y la Odisea con las tragedias” (1448b 34-1449a 1).

La última razón que demuestra el error de Rancière es la cláusula definitoria de la tragedia. A pesar de que, como es bien sabido, el segundo libro de la Poética, dedicado a la comedia, se ha perdido para siempre, aún podemos derivar de ella, por analogía, un saber que podría valer en todos los géneros. Así como la tragedia, “mediante compasión y temor, lleva a cabo la purgación de tales afecciones” (1449b 27-28) no es descabellado pensar que la comedia haga lo propio con otras afecciones, según su potencia propia. Podríamos pensar en algunas de naturaleza triste o incómoda, tales como la desvergüenza y el arrepentimiento.

Tal es el argumento de Rancière criticando la poética representativa y tales son nuestros argumentos en su contra. Sobre estos volveremos cuando tengan que ligarse con los referentes políticos en torno a la segunda obra a evaluar.

Advertencias sobre el abandono de la poética representativa

Continuemos ahora con la interpretación que podríamos llamar genética de la literatura. Ésta fue inaugurada por Giambattista Vico y se mantuvo vigente durante casi toda la Modernidad debido a dos factores: por un lado, el surgimiento de la novela moderna con Don Quijote como un género atípico y, por otro lado, el interés del romanticismo alemán, tanto en su variante estética como política, con respecto a la poesía. Empecemos por esta última para abordar la primera. La tesis que subyace en Vico es la de la existencia de una poeticidad que el lenguaje posee de suyo. Así lo expone cuando modela la fábula como el primer modo de acercarse al mundo del hombre primitivo:

Los hombres ignorantes de las cosas, al querer cobrar de ellas idea, se sienten naturalmente inducidos a concebirlas mediante semejanzas de cosas conocidas y, donde no tuvieren copia de ellas, a estimarla de su propia naturaleza y, supuesto que la más conocida se compone de nuestras propiedades, dan a las cosas insensatas y brutas movimiento, sentido y razón; (…) lo cual es el sumo artificio divino de las facultades poéticas, pues con él, a semejanza de Dios, con nuestra idea damos ser a las cosas que no lo tienen (2006: 181).

Hemos citado tan ampliamente por las pasmosas consecuencias que tiene esta tesis del filósofo napolitano y porque es un digno resumen de la posición del absolutismo de la literatura defendido por el romanticismo en general y, singularmente, por el hegelianismo, que veía en la poesía el máximo desarrollo artístico del Espíritu. Así, la poesía ya no es más una de las Bellas Artes sino, quizás, el pilar sobre el que se cimenta todo arte posible, cuando no la civilización entera que mana de ella.

Esta absolutización de la literatura, que alimentó el ímpetu de los románticos, surgió como la gran reacción contra la poética aristotélica. D’Angelo, conocedor del tema, en su Estética del romanticismo, supo captar las profundas críticas realizadas al Filósofo en esos tiempos:

El juicio de los románticos sobre la Poética de Aristóteles es tan severo que puede llegar a sorprender. A F. Schlegel le parece que Aristóteles no vale nada como teórico. Su hermano August lo considera carente de sensibilidad para el arte y afirma que el único fruto que podía obtenerse de él sería por oposición a sus conclusiones. En general, se considera a la Poética como una doctrina meramente empírica, inútil para una auténtica filosofía del arte (1999: 178-179).

En resumen, contrario al tratado de la fabulación representativa lograda por Aristóteles y sus sucesores, los románticos y sus seguidores concibieron que la poesía, más que un arte, es la dimensión lingüística y fundamental del hombre. Rancière lo expuso de manera sintética, apoyado en August Schlegel, cuando afirma: “La poesía es la manifestación de una poeticidad que pertenece a la esencia primera del lenguaje -«poema del género humano en su conjunto», dirá August Schlegel” (2009: 55).

Si hemos de defender nuestros argumentos a partir del aristotelismo, es preciso hacer frente a por qué estos argumentos nos parecen insostenibles. Primero que nada, hay que apuntar a que, sensustricto, esta poeticidad originaria del lenguaje es, en términos aristotélicos, aunque no tematizada, perfectamente compatible: sería la fuente del lenguaje en tanto causa eficiente. Sin embargo, esto dista mucho de la técnica de fabulación que describe el Estagirita. Esto se debe, ni más ni menos, a que se trata de fenómenos bien distintos.

Empecemos por lo crucial: la poética aristotélica habla de cierto dominio y utilización del lenguaje, no del lenguaje en sí mismo. La esencia de éste es evaluada en el De interpretatione. Si hemos de luchar contra la concepción aristotélica, no ha de ser contra su teoría de la poesía, sino a su caracterización del lenguaje. Veámoslo:

Lo «que hay» en el sonido son símbolos de las afecciones «que hay» en el alma y la escritura «es símbolo» de lo «que hay» en el sonido. Y, así como las letras no son las mismas para todos, tampoco los sonidos son los mismos. Ahora bien, aquello de lo que esas cosas son signos primordialmente, las afecciones del alma, «son» las mismas para todos y aquello de lo que éstas son semejanzas, las cosas, también «son» las mismas (16a 3-7).

Aquí tenemos toda la estructura que, atentamente mirada, permitirá conciliar la postura de Vico y los románticos con la del Estagirita. Hay una causa formal, que son las afecciones del alma; una causa material, los sonidos y los signos escritos; una causa final, que es la comunicación, literalmente hablando, de nuestro mundo circundante. Hemos dicho que este esquema causal, inspirado en el Estagirita, se complementa con esa poeticidad innata como causa eficiente. Sin embargo, no debemos entenderla como una potencia en ningún sentido estética, sino, antes bien, creativa. Es verdad que los primeros lenguajes fueron abundantes en metáforas, símiles y nociones más o menos pedestres. Sin embargo, este lenguaje, en algún sentido poético, que aquí equivaldría a creativo, tiene poco o nada que ver con el lenguaje poético en el que piensa Aristóteles en su teoría del arte. Profundicemos en ello. En primer lugar, el lenguaje poético en el sentido de la Poética es un lenguaje deliberadamente usado con fines fabulatorios. Se trata de una invención confesa: “puesto que el poeta es imitador, lo mismo que un pintor o cualquier otro imaginero, necesariamente imitará siempre de una de las tres maneras posibles; pues o bien representará las cosas como eran o son, o bien como se dice o se cree que son, o bien como deben ser”(1460b 8-11).

Así, este lenguaje poético no es el mismo que ese lenguaje poético esencial en el que pensaban Vico y los románticos. Ese lenguaje pedestre, pensaría Vico, y es posible que el propio Aristóteles, pertenece al lenguaje manifestativo. En efecto, tal lenguaje no pretende imitar nada, sino dotar de sentido al mundo; los poemas de los presocráticos no son, propiamente hablando, poéticos, sino manifestativos; Aristóteles ya sabía de esto cuando asegura:

También a los que exponen en verso algún tema de medicina o de física suelen llamarlos así. Pero nada común hay entre Homero y Empédocles, excepto el verso. Por eso al uno es justo llamarle poeta, pero al otro naturalista más que poeta. (1447b 16-19)

No cabe duda que Empédocles de Acragas escribió en verso las Purificaciones o el Sobre la naturaleza. Pero, ciertamente, no planea imitar ni fabular ninguna cuestión. Empédocles no duda de que esté hablando del mundo exterior, poniendo de manifiesto algo que yace en éste. Aristóteles ya advertía que en este lenguaje asertivo, el llamado lógos apophántikos, residía la verdad o la falsedad, pues al estar relacionado en sentido propio con el ente, lo manifiesta. Por eso el Estagirita se cuida de establecer la distinción radical entre éste y los otros modos de lenguaje con un ejemplo básico: “La plegaria es un enunciado, pero no es verdadero ni falso. Dejemos, pues, de lado esos otros -ya que su examen es más propio de la retórica o de la poética” (17a 4-6).

Sumemos un ejemplo más a nuestro argumento con un caso histórico. Supongamos que, merced a la «poeticidad» originaria que Vico reconoce, se le asigna en la Grecia arcaica un carácter divino al Sol: “es Helios, de dorados cabellos”. Si este fuera un lenguaje poético en el sentido de un carácter artístico o de potencia poética y metafórica, no hubiese entrado en conflicto con el enunciado “el sol es una masa incandescente” (Laercio: II, 12). Ahora bien, lo cierto es que ambos enunciados se arrogan la condición de manifestativos; ambos predican caracteres contradictorios de lo que es el Sol. Tal fue el caso por el que procedió una acusación de impiedad contra Anaxágoras que, de haber sido el suyo un enunciado científico y el otro uno metafórico, no habría procedido. Así podemos determinar que, en efecto, ambos enunciados pretenden manifestar una realidad. Eso jamás lo podrá hacer una obra deliberadamente inventada por el hombre, ésta yace siempre en un carácter de ficción.

Cierto que puede darnos que pensar, pues representan situaciones que conocemos o con las que tenemos alguna familiaridad, de otra forma serían ininteligibles; pero no posee realidad. Jorge Eduardo Rivera lo explicaba muy bien en un texto en el que evaluaba el complemento de la categoría zubiriana de la realidad al planteamiento heideggeriano de la analítica del Dasein: “Los personajes de las novelas, del teatro, del cine, de cualquier narración imaginaria como son Don Quijote, Sancho Panza, Hamlet, los hermanos Karamazov, tienen exactamente la misma estructura esencial que se describe en Ser y tiempo (…) Lo único que les falta a esos personajes fictos es la realidad” (2008: 24-25).

Así las cosas, entendemos las diferencias que hay entre ambas posturas. Sin embargo, con esto ha bastado para demostrar que el aristotelismo abarca y hace compatible la postura Vico-romántica; sin embargo, aún nos quedaba una razón por la cual ésta pudo propiciar la caída de las bellas letras: la aparición de la novela. La hemos dejado al final porque creemos que, a partir de ella, está fundamentada la postura personal de Rancière. Sin ese carácter ambiguo que se observa en la novela, es obvio que su salida del dilema estaría condenada al fracaso. Expondremos nuestros contrargumentos a continuación, desvelando así el ámbito ligado a esta solución: el de la política.

Sobre la indefinibilidad de la literatura: acercamiento a la política

Rancière acepta relativamente rápido el carácter anómalo de la novela como un escrito literario carente de género propio. En las páginas iniciales se ciñe a Don Quijote para dejar esto claro:

Ahora bien, Don Quijote no es solamente el héroe de la caballería difunta y de la imaginación trastornada. También es el héroe de la forma novelesca, el de un modo de la ficción que pone en riesgo su estatuto” (2009: 30).

Esto significa que pone en riesgo su propia clasificación como género literario. No extraña que a lo largo del texto de Rancière que hemos comentado, la frase más repetida sea: “la novela es el género sin género” (2009: 40, 48, 49, 83, 92, 96, 114, 130, 131, 189). Aunque nunca explicite bien a qué se refiere con ello, da ciertas insinuaciones; la más plausible de pasar por definición es la siguiente:

La novela es el género de lo que no tiene género: ni siquiera un género bajo como la comedia (…). La novela está desprovista de todo principio de adecuación. Lo que quiere decir también que está desprovista de una naturaleza ficcional dada. Esto es lo que funda, como hemos visto, la «locura» de Don Quijote, es decir: la ruptura que marca con el requisito de una escena propia de la ficción. Es precisamente la anarquía de este no-género lo que Flaubert eleva al rango de «axioma» (2009: 40-41).

Si hemos interpretado bien, la novela es socorrida en este caso por su plasticidad para cualquier tema. La fabulación pierde el constreñimiento de representar algo según ciertos espectadores. Recordando la clave de lectura inicial: es justamente la novela el «género» literario que más se esfuerza por ser incoherente. Por ende, sería el que, en la perspectiva de Rancière, expresaría óptimamente la lógica de la literatura.

Todas las opciones que constriñen a la novela son cuidadosamente despachadas por el autor. Aristóteles, que especuló someramente sobre un arte sin nombre “que imita sólo con el lenguaje, en prosa o en verso, y, en este caso, con versos diferentes combinados entre sí o con un solo género de ellos” (1447a 29-1447b 10) tampoco le hubiera parecido una opción para definirla. La interpretación de Borges sobre el dominio de lo imaginario, y cuya posición en perspectiva de Rancière está muy cerca de la nuestra, le parece una solución perversa. Conviene que citemos muy ampliamente esta defensa de la autonomía de la novela, la cual yace descrita como si de un acto heroico se tratase:

[Según Borges,] el símbolo es la fórmula de la fantasía, el mundo interior de los sentidos no es más que el mundo de la fabulación. La intriga aristotélica puede entonces identificarse sin más con el «poema del poema» schlegeliano, la convención ficcional con el tesoro de lo imaginario y el virtuosismo del escritor-prestidigitador con la fecundidad impersonal de las fábulas. No hay más que un único género, el género de lo imaginario, cuyos recursos infinitos hace jugar el hombre fabulador para su público natural, que es el hombre fabulador. Y seguramente es tentador oponer ese género único de la fábula y esa fórmula única del cuento a las incertidumbres y las torpezas de la novela, ese género sin género que cuenta sin representar, describe sin hacer ver y apela a un lenguaje de las cosas que equivaldría a su propia supresión. Contra el carácter bastardo propio de la novela pueden unirse el relativismo ficcionalista de Borges o el absolutismo poético de los surrealistas, el desdén de Valéry por el absurdo narrativo o el esfuerzo de Deleuze por reducir los obstáculos de la intriga novelesca a las fórmulas mágicas y a las figuras míticas de los cuentos. La literatura se vuelve homogénea a la ley de la fabulación, es decir, a la ley del espíritu.

Pero la novela se resiste a esta identificación. Es el lugar en que la contradicción de la antigua y la nueva poética se repite en la contradicción interna de la nueva. Pero por eso el género mismo de la literatura es el género que la hace vivir gracias al choque de sus principios (2009: 130-131).

Si esta desmesurada cita ha de tener sentido es porque trae a flote los prejuicios del autor en torno al tema y propone a la novela como la literatura por antonomasia, por esa misma incongruencia genérica que en ella acusa: porque no se deja encasillar en los modos de pensar la literatura. Hasta Borges y Deleuze se le antojan fracasados en este asunto a Rancière. La novela, el género sin género, es el que en su esencia guarda, así, la inconsistencia y las contradicciones que el autor nos prometía en su introducción.

Llegados a este punto, se podría preguntar nuestro lector: ¿Cuál es la pretensión o la necesidad de mantener un carácter de indefinibilidad que parece que responde más a caracteres deontológicos que ontológicos? La respuesta la hallamos en la propia figura de la novela y, particularmente, en el personaje Don Quijote: es una figura democrática.

La literatura -y creemos que ante todo la novela- permite exponer esa misteriosa contradicción de la literatura que Rancière despacha como un deber ser, por la “debilidad de los medios de los que disponía para responder a su imagen gloriosa de lenguaje de los lenguajes” (2009: 234). Así se genera, según él, un modo de arte escéptico, que comprende que, si piensa en torno a sí, ello es una ficción en otra ficción. La palabra muda culmina, con un tono derivado de esto:

Así es como, poniendo en escena la guerra de las escrituras, el color liso del reguero de tinta democrático se convierte paradójicamente en el refugio de la consistencia del arte (2009: 236).

¿Qué tiene que ver, entonces, la política que se insinúa en este escepticismo y que permite esa extraña consistencia de la contradicción literaria? Que la poética representativa a la que se opone la novela moderna que inaugura Cervantes no reconoce la funcionalidad del ordenamiento establecido por aquélla. Recuérdese lo que mencionábamos del llamado «principio de decoro»: Don Quijote, como personaje, se niega a seguir este principio: se niega a esa armonía que Aristóteles en el fondo ha heredado de Platón, quien piensa como necesaria la “armonía entre los modos del hacer, del ser y del decir” (2009: 109); no acepta el modo en que se manifiesta el reparto de roles que se le ha asignado. Lo que está en el centro de la locura de Don Quijote es, como se ha dicho, esta abolición. Su locura consiste justamente en rechazar la división que todos le proponen: “Don Quijote es el héroe de esa literariedad que ha destruido por adelantado, clandestinamente, el sistema de la imitación legítima” (2009: 114-115).

Pero la legitimidad es un modo de distribución. Aquí es donde el arte literario viene a entroncar con la política: ambas son un modo de distribuir, encasillar y comprender nuestro entorno. En el sentido más lato del término, es un acto, decíamos, de politización. El arte, y el arte literario novelístico en particular: “Es político por la distancia misma que toma en relación con esas funciones, por el tipo de tiempo y de espacio que instituye, por la manera mediante la cual corta este tiempo y puebla ese espacio” (Rancière, 2004: 37). A continuación veremos cómo desenvuelve el autor esta idea en sus textos políticos, en los que, por supuesto, Aristóteles será uno de los interlocutores contrarios pero fundamentales.

La política ranceriana y la parapolítica aristotélica

Lo que pone en entredicho la novela es, entonces, el modo político de la estética; o, mejor, la estética como la esencia de la política en tanto que reparto asignado a los participantes según sus diversas características. En otros textos, y principalmente en su obra El desacuerdo, Rancière llamará a este fenómeno que aludimos «división de lo sensible». La división de lo sensible es tematizada como inherente a la posición del hombre en tanto agrupado en sociedad y, en Grecia, transfiriéndolo luego a las agrupaciones políticas en general, Rancière pretende aludirlo a aquellos que no tienen parte. El desacuerdo se muestra así como una obra en la que se tematizará a la luz de esta división y de los problemas que ella encarna al constituirse en un espacio de litigio. Un desacuerdo entre la distribución de las partes por parte de los que no tienen parte (1996: 20-23).

Esta política verdadera es, entonces, un continuo jaloneo entre aquella parte que desea reivindicarse contra la partes que decidieron trazar el límite de las partes y que, naturalmente, les corresponde una parte mejor.

Así se configura, en términos de nuestro autor, la política como un litigio que cuestiona la división de lo sensible vigente a partir de los, literalmente, desposeídos de participación: “Es a través de la existencia de esta parte de los sin parte, de esa nada que es todo, que la comunidad existe como comunidad política; es decir, dividida por un litigio fundamental, por un litigio que se refiere a la cuenta de sus partes antes incluso de referirse a sus «derechos»” (1996: 23).

Si eso es la política en su esencia, ¿qué es lo que vivimos nosotros mismos de manera cotidiana y que encasillamos en lo que podríamos llamar «aparato de Estado»? Rancière lo denomina «policía».

Esta policía no equivale al aparato de Estado que aludimos, aunque es causa de él, ni tampoco es idéntica a la policía entendida como fuerza del orden. Esta policía “es, en su esencia, la ley, generalmente implícita, que define la parte o la ausencia de parte de las partes” (1996: 44)7de un modo fijado presumiblemente para siempre; se trata de la institución de un orden comunitario definido.

Ahora -y en esto radica la esencia y problemática de todo el planteamiento ranceriano en materia política-, es preciso definir el origen de tal distinción entre la política auténtica, como litigio iniciado por la parte de los sin parte, y la llamada policía: esta distinción tiene un enemigo primordial, que no es otro que la filosofía política, entendida supuestamente no como una rama de la filosofía, como disciplina, sino suponiendo que “es el nombre de un encuentro -y un encuentro polémico- donde se exponen la paradoja o el escándalo de la política: su ausencia de fundamento propio” (1996: 83).

Esta idea de falta de fundamento se deduce partiendo de que la naturaleza litigiosa que la origina es de suyo inestable. En este sentido, Rancière no se equivoca: la filosofía política tiene una dimensión descriptiva, donde se explica el concepto de Estado, y una dimensión prescriptiva, donde se pretende elucidar el Estado tal como debería ser; se cuestiona por el modo de fundar la política en una estabilidad óptima, la búsqueda del mejor régimen posible. Según Rancière, esto deriva en la aniquilación del momento litigioso que inaugura el Estado. La filosofía política pretende, así, identificar las pretensiones de la lógica policial con la política auténtica: “Es posible decirlo sencillamente: la politeia de los filósofos es la identidad de la política y la policía”(1996: 87).

Acto seguido, pasará Rancière la factura a los modos de aplicación de esa mezcla entre la filosofía y la política y detecta en su análisis tres formas de ella: la «arquipolítica», el Estado totalitario perfectamente armónico, semejante a un organismo vivo, que se plantea en la República de Platón; la «metapolítica», fundamentalmente basada en el marxismo, y la «parapolítica», expresada fundamentalmente por Aristóteles. Será a partir del aristotelismo que contrastaremos la postura de Rancière y que encaminaremos este trabajo a nuestras conclusiones.

Pues bien, este modo de fusión entre filosofía y política se denomina «parapolítica» porque se denuncia en ella un supuesto disimulo de la actividad política, a cargo del pensamiento aristotélico, cuando expone que: “Por una singular mímesis, el demos y su cuenta errónea, condiciones de la política, se integran en la realización del telos de la naturaleza comunitaria. Pero esta integración no alcanza su perfección más que en la forma de una ausentización” (1996: 98). Aristóteles, consciente de la imposibilidad del proyecto platónico que hay entre las miras a que se gobierne según lo mejor y las posibilidades reales, establece una versión que disuelve el problema a partir de la administración de esas posibilidades:

sería preferible que los mejores gobernaran en la ciudad, y que lo hicieran siempre. Pero este orden natural de las cosas es imposible cuando nos encontramos en una ciudad en la que «todos son iguales por naturaleza»” (Rancière, 1996: 94).

Aristóteles no puede establecer, por la entrada del demos en la ecuación, la identidad platónica entre bueno y justo:

Desde el momento en que existe la igualdad y que ésta asume la figura de libertad del pueblo, lo justo no podría ser sinónimo del bien y el despliegue de su tautología [donde lo bueno es lo mejor y visceversa]” (Rancière, 1996: 94).

Como no puede articular a los sin parte como una mera clase estática, Aristóteles realiza la maniobra de establecer un estudio donde el paradigma es la alternancia de los gobernantes, sean de una clase o de otra; hace entendible, esto es manejable, el litigio, y, con ello, lo naturaliza como parte de la filosofía política en sentido propio:

El demos por el cual existe la especificidad de la política se convierte en una de las partes de un conflicto político que se identifica con el conflicto por la ocupación de los «puestos de mando», las arkhai de la ciudad (Rancière, 1996: 96).

Así, la contradicción se resuelve no por la homologación entre el bien y lo justo, como en Platón, sino en el despliegue de las diversas posibilidades de gobierno. La pregunta del Filósofo es: ¿cómo hacer para que la ciudad sea conservada por un «gobierno», cualquiera sea, cuya lógica es la dominación sobre la otra parte mediante la cual se alimenta la disensión que arruina a la ciudad? “La solución aristotélica, ya se sabe, consiste en considerar el problema a la inversa” (Rancière, 1996: 97). Es decir, como todo gobierno alimenta la disensión, se salvará estableciendo leyes que sean una mezcla de todos los gobiernos.

La llamada politia aristotélica, según Rancière, no sólo es artificial respecto del litigio original genuino, sino que es una imitación de los demás para satisfacer en la medida de lo posible a las partes; esto es, hacerles ver como la parte decisiva dentro del litigio. Conviene que citemos ampliamente al autor al respecto:

La política es una cosa estética, una cuestión de apariencias. El buen régimen es el que hace ver la oligarquía a los oligarcas y la democracia al demos. De este modo, el partido de los ricos y el partido de los pobres se verán llevados a hacer la misma «política» la inhallable política de quienes no son ni ricos ni pobres, esa clase media que falta en todos lados, no sólo porque el marco restringido de la ciudad no le da espacio para desarrollarse sino, más profundamente, porque la política no es sino asunto de ricos y pobres. Lo social sigue siendo, por lo tanto, la utopía de la política civilizada [policée], y es mediante un juego prudente de redistribución de los poderes y las apariencias de poder como cada politeia cada forma de -mal- gobierno, se relaciona con su homónimo, la politeia, el gobierno de la ley (Rancière, 1996: 98).

Así, la parapolítica se vuelve un simulacro de la verdadera política. Proscribe al pueblo en sentido material, aunque lo incluya en modo formal:

La politeia se realiza así como distribución de los cuerpos en un territorio que los mantiene a distancia unos de otros, dejando exclusivamente a los «mejores» el espacio central de lo político (Rancière, 1996: 99).

Esto es particularmente peligroso puesto que de ser así, no sólo es un sucedáneo de la política auténtica, según Rancière -cosa que también son la arquipolítica y la metapolítica-, sino que la parapolítica es, además, una falsificación consciente de las formas políticas verdaderas: se trata no sólo de simulación de la política, sino simulación de la democracia o de cualquier régimen que establezca la igualdad. Siendo consecuentes con dicha línea de interpretación, todas las formas, fallidas o no, de la democracia liberal y electoral serían versiones más sutiles y refinadas de la parapolítica aristotélica.

Veremos que esto en el fondo es totalmente contradictorio con el Estagirita pues, para él, la política es en las polis de su contexto, una actividad ante todo de la clase media; ésta no sólo es posible, sino que es el estrato social más deseable y comprometido con la toma de decisiones en materia pública.

Sobre la política aristotélica: una respuesta a Rancière

Para finalizar nuestro análisis, nos extenderemos en una defensa final contra esta mala comprensión de la filosofía política aristotélica. Antes que nada, esta imagen que Rancière nos otorga del Filósofo trata de establecer que, para el pensador griego, la esencia de la política es algo eminentemente actuado y con la clara pretensión de disolver la democracia; se trataría de una mera simulación. Aristóteles preferiría regresar a esa imagen que extrae Rancière de la Constitución de los atenienses, en la cual los miembros del demos “por así decirlo, no participaban en nada” (2,3). Todo esto es manifiestamente falso y trataremos de soslayarlo con una interpretación propia del Estado ideal concebido por el Estagirita.

Es verdad lo que afirma Rancière sobre que Aristóteles cree que hay un vínculo entre la buena democracia y la poca participación del campesinado por falta de tiempo, pero esto se basa en la propia naturaleza del demos: su condición de pobreza. El origen de esta preocupación se puede observar con facilidad en los abruptos cambios que hay en Atenas, que van desde la desmesurada oligarquía a la democracia descontrolada que el propio Aristóteles registró en la Constitución de los atenienses. Parece ser que el gobierno ha ido pasando de una absoluta oligarquía, a la que las reformas solónicas combatieron en sus excesos, a una democracia mucho más tajante.

Bien dice el Filósofo que, tras la derrota de los Treinta,8se ha dado “un continuo incremento de la capacidad de decisión de las masas” (41,2) y, aunque atribuye cierta bondad a ello debido a la dificultad del cohecho en una gran cantidad de funcionarios, lo cierto es que este gobierno genera conflictos con la imagen de la ciudad óptima presentada en la Política.

Aunque no puede asegurarse apodícticamente, hay una posibilidad de pensar, sin temor a equivocarnos, que el carácter de la democracia que el Estagirita describe en Atenas le sea incómodo por un factor predominante: el azar. La democracia ateniense había llegado a un punto en que casi ningún cargo público era alcanzado por votación o disposición, sino por sorteos.

Aunque es verdad que la Asamblea era el órgano principal y que todos los ciudadanos podían conformarla de manera directa, hay que reconocer también que el funcionariado especializado, desde el arcontado hasta los tribunos, eran elegidos por sorteo (51,1). Evidentemente, esto incentivó que cualquier ciudadano, sin importar su condición de ningún tipo, pudiera acceder al poder.

Tal método fue iniciado con una serie de reformas legislativas llevadas a buen puerto por el arconte y legislador Clístenes, aparejadas con la ley del ostracismo y la mezcla y aumento de las tribus. Tan radicales resultaron sus cambios que Fernández Nieto no duda en asegurar que la democracia de Atenas “arranca con las reformas de Clístenes en 508-507 a. C.” (2008: 53).

Aristóteles tiene sus reticencias frente a este azar debido al riesgo de descontrol que podría llegar a ocasionar el sorteo para cualquier magistratura que, aunque no sea conservada por mucho tiempo, podría suponer un desastre para la comunidad. Ya que tales problemáticas fueron acarreadas por las radicales reformas de Clístenes, podríamos suponer que Aristóteles prefiriera, en su lugar, el régimen contrario, es decir, la monarquía bien llevada, como la tiranía de Pisístrato.

Sin embargo, aunque el Estagirita reconocía que “gobernaba (...) los asuntos de la ciudad de forma moderada y con mayor dedicación a los intereses de la ciudad que la propia de un tirano” (16,2), no admite que éste sea el modo ideal de gobierno, ya que la monarquía ideal es inviable: semejante gobernante absoluto perfecto es fácticamente imposible. Berti es muy claro cuando, evaluando el tema, desmiente la opinión de que el Filósofo estuviera pensando en su discípulo Alejandro. Nos asegura que este gobernante ideal “se trata de algo completamente abstracto y teórico y, según reconoce el mismo Aristóteles, nunca puede convertirse en realidad” (2012: 83).

Frente a ambos extremos, la monarquía -cuya probabilidad de resultar magnífica es escasa, al tiempo que es alta la probabilidad de sea, más bien, extrema y despótica- y la democracia -cuyo excesivo azar la torna contraproducente-, lo mejor parece una vía media entre una y otra. En el caso concreto de Atenas, una media entre la democracia y la oligarquía. Esta es la que Aristóteles llama la constitución media. Asegura que “un solo hombre de los que en tiempos anteriores tuvieron la hegemonía fue inducido a implantar ese régimen” (1296a 37). Sobre quién fuera tal individuo se ha discutido con suficiencia entre los especialistas, sin hallar acuerdo.

Nosotros creemos, a la luz de la Constitución de los atenienses, que el hombre en cuestión al que el Estagirita alude es Solón. De esto tenemos prueba por la declaración del propio Aristóteles, quien dedica a la persona de Solón la mención más amplia de su obra en lo que a personajes concreto se refiere: recibe del Estagirita halagos y reconocimiento.

Asimismo, los fragmentos de poemas del propio Solón que el Filósofo registra parecen denunciar que el establecimiento de esta medianía era la pretensión de su gobierno. Así, vemos que Solón no sólo era medio en su condición de vida, pues “era Solón, por cuna y por prestigio, de los principales, pero por su hacienda y posición, de la clase media” (5,3), sino también en su virtud de prudencia política. Esto no es más que la medida justa: accediendo por su situación económica a una posición neutral, posee sin embargo la educación y experiencia política de un notable. Solón, así, supo determinar en qué instituciones y modos participarían los pertenecientes a las tribus, además de quienes podían entrar en los sorteos dependiendo de su pericia y riqueza. Acometió una división explícita más allá de la de notables y pueblo, así como unas leyes mucho más equitativas y menos crueles que las instauradas por Dracón.

Aristóteles le tiene por todo ello como “mesurado e imparcial” (6,3), al punto de que, a pesar de que ni el pueblo ni los notables estuvieron a gusto por las reformas debido a que no obsequió al primero ni benefició en exceso a los segundos, no duda en afirmar el Estagirita que “aunque estaba a su alcance convertirse en tirano con el apoyo del bando que él hubiera querido, eligió salvar a la patria y legislar lo mejor a costa de enemistarse con unos y otros” (11,2).

Los poemas del propio Solón lo registran de tal modo, otorgándole al pueblo tanto que “ni en sus sueños lo habrían visto” (12,5); asimismo, decía para sí que los notables deberían “tenerme por su amigo” (12,5). Aristóteles nos deja clara su dilección por Solón y el aprecio de su gobierno medio en el fragmento que concluye la parte de su estudio dedicada a Solón, así como la tensión que semejante posición intermedia suscitó. Cita al propio estadista, quien afirmó que: “como en tierra de nadie en ambos frentes me erigí en divisoria” (12,5).

En efecto, las clases sociales diversas son constitutivas de la ciudad. La isonomía, es decir, la igualdad pretendida en la comunidad política no se basa en igualdades de clase. En cierto sentido, todas las comunidades buscan que la isonomía rija la polis. Lo que no concuerda es el contenido que los diversos regímenes atribuyen a la igualdad. En el caso que nos atañe, en Atenas, los oligarcas consideran que los notables, esto es, los gobernantes, deben ser iguales en potestad financiera, es decir, ser ricos. El demos, por su parte, piensa que la igualdad se reduce a la libertad, que formalmente es potestad de todos los hombres, por lo que cualquiera puede acceder al gobierno. La consecuencias de ello es el azar y, por ende, la inestabilidad del gobierno que hemos descrito.

Aristóteles cree, sin embargo, que a esto subyace un interés de clase, pues estos modos de gobierno no velan por el bien común, sino por el de su propia clase. Esto explica por qué Solón se enemistó con ambos grupos sociales. Berti apoya esta idea cuando diferencia el estado democrático, desviado en su naturaleza, de la recta constitución media o politia, al subrayar que “su diferencia respecto a la democracia, forma desviada, es que en la politia el politeuma está constituido por la clase media, que gobierna en interés de todos, mientras que, en la democracia, está constituido por el demos, esto es, la plebe, los «pobres», que gobiernan en beneficio propio” (2012: 81).

¿Cuál es la naturaleza de la isonomía que se haya presente en la politia que concibe Aristóteles? Si somos consistentes con su sistema, podemos inferirlo fácilmente. Si la polis es una asociación que tiene como fin el vivir bien, entonces lo que provoque el vivir bien en el individuo concreto será también el bien del individuo asociado. Como la dimensión de la política es práctica, naturalmente que será el ámbito práctico el que nos ayude a ser ciudadanos útiles al Estado. El ámbito teórico sigue siendo superior en el individuo, pero, en la asociación, la dimensión práctica debe tener primacía: la virtud ética antecede a escala social a la dianoética. Este ámbito es la virtud práctica por excelencia: la prudencia política.

Conviene que citemos al Estagirita ampliamente respecto a tal temática:

La ciencia política y la prudencia son el mismo hábito, pero su esencia no es la misma. De la prudencia que se aplica a la ciudad, una, considerada como arquitectónica, es la prudencia legisladora; la otra, que concierne a los casos particulares, recibe el nombre común, y es la prudencia política. Esta es práctica y deliberativa, porque el decreto es como lo último que debe hacerse en el gobierno. Por esto sólo los que descienden a la práctica se dice que gobiernan, porque sólo ellos ejecutan acciones, como los operarios en una industria (1141b 23-30).

Una vez atendiendo a esta definición, es mucho más esclarecedor en qué sentido dio el mote de prudente a Solón, como anteriormente vislumbrábamos. Los desmesurados e imprudentes fueron “los sucesores de Solón [quienes] halagaron al pueblo como lo harían con un tirano, y llevaron la república a la democracia de nuestros días” (1247a 5-8).

De esta manera, es notorio que Solón instituyó una auténtica politia, a la que Aristóteles distingue de la democracia de su tiempo. Solón era, así, un gobernante óptimo y, con esto, ha de entenderse «virtuoso en la prudencia política». Tal es la virtud que posee el hombre de Estado y, por su modo de vivir, es el hombre de la clase media el que posee de modo preferente la capacidad de deliberar políticamente de modo imparcial: no teniendo las carencias de los pobres y no aspirando a mantener y acrecentar la riqueza de los notables.

El hombre de clase media es susceptible de gobernar en beneficio de todos. Si el pueblo y los notables entraron en disputa con Solón fue por la incapacidad que tuvieron de reconocerlo a un gobernante recto para Atenas. Aristóteles reconoce que “llegó a ser aborrecido por unos y por otros [ricos y pobres] porque consideró el bien y la salvación de la ciudad más importantes que su propia ambición” (6,3).

Es preciso, entonces, que el Estado eduque a sus asociados en el ejercicio de tal virtud de la prudencia política. Si así se hiciere, un político de la talla de Solón sería valorado y ayudado a elevar el esplendor de la polis a la que sirviese. Así, la parapolítica que Rancière observa en Aristóteles es un exceso más de la consideración democrática, prejuicio formado por la renuencia del pensador francés, por cierto no esclarecida, a aceptar el peso ontológico-político de la llamada clase media. Aristóteles, en efecto, no considera que la política real sea iniciada por los sin parte, sino todo lo contrario: ésta es iniciada por los tiranos y oligarcas, quienes determinan originalmente tales partes. Pero tal cosa es el inicio y algo muy diferente es la finalidad.

Lo mismo que Solón, el Filósofo prefiere erigirse en factor divisorio, en favor de la realización política en manos de aquellos que contribuyan al equilibrio de las partes. No se trata de los que se han arrogado la división de partes contra los que no poseen nada, sino de que las partes coexistan. El hombre de clase media que Solón y Aristóteles podrían considerar óptimo gobernante tiene una parte, pero es una parte peculiar: No siendo él quien la obtuvo, sino que se le otorga, no precisa de su acumulación; asimismo, al tener parte, sabe cómo utilizarla. Si tal cosa es el parapolítico ranceriano, no dudamos en que el Estagirita lo considerará el ciudadano ideal.

Conclusiones

A manera de conclusión, queremos recapitular las partes de nuestro escrito.

Primero hemos tratado de dar una semblanza general del pensamiento de Rancière y cómo llega, a partir de preocupaciones heredadas de su contexto académico y formativo a ser un pensador original y con un planteamiento ecléctico en el mejor sentido del término, que plantea una nueva perspectiva sobre la historia, que la lleva a concebirla como política y a su vez, a la política como un acto de revaluación de lo sensible, es decir: un acto que debe vislumbrarse bajo el signo de lo estético, logrando con ello una nueva concepción de la relación del arte y la política.

En segundo lugar, hemos expuesto el diálogo que ha tenido con la concepción de arte, particularmente la literatura, legada por Aristóteles; la exposición de la poética representativa por parte de Rancière, que nos deja ver su lectura sesgada, ahora al final del trabajo, merced su convicción política. En éste creemos haber demostrado que la problemática que Rancière critica de manera nuclear, a saber, la jerarquización de los modos de representar, es inconsistente porque no atiende a la posibilidad potencial de cada género literario. De esta forma, queríamos manifestar la inconsistencia de su crítica a la Poética.

En tercer lugar, discutimos la interpretación ranceriana del romanticismo que, hemos de decirlo, creemos mucho más correcta que la que realiza del Estagirita. En esta sección, hemos demostrado que la teoría de las causas de Aristóteles distingue bien la producción lingüística como don natural, como causa eficiente del lenguaje, en contraste con la posición romántica, que adolece de la mencionada distinción.

En cuarto lugar, queríamos presionar el punto de fuga que a Rancière le presenta el género ambiguo de la novela. Aunque éste se encuentra mucho más cerca de la absolutización literaria romántica, lo que el autor privilegia de él es la disolución del género, hecho que enfatiza sobradamente. Sin embargo, creemos que para Rancière tal énfasis es vital por dos razones: primero, que la indefinibilidad de su género le brinda la especificación perfecta de esa indefinibilidad de suyo de la literatura y, segundo, porque creemos que esa dimensión de la novela como resistente al encasillamiento posee para el autor una virtud de dimensión política que explotará en su obra El desacuerdo, en la cual transita de la indefinibilidad litigiosa de la literatura presentada en La palabra muda al litigio político generado por la desigualdad del pueblo frente a los poderosos, a los que han distribuido las partes comunitarias.

En quinto lugar, nos hemos propuesto la evaluación de tal obra y de su crítica a Aristóteles. Nos ha parecido abusiva y sesgada debido a su propia lectura de la filosofía política en general y, en el caso del Filósofo, por no dar crédito a las mismas categorías políticas que a él, pues Rancière realmente sólo reconoce poseídos en sentido absoluto y desposeídos sin más; se trata de un litigio eminentemente dualista, mientras que el Filósofo reconoce que, como todo fenómeno histórico, la política se ha ido complejizando, estableciendo nuevas divisiones según los criterios de los legisladores. Fue esta apreciación la que nos obligó a darnos a la tarea de reivindicar el pensamiento del Estagirita en materia política, distanciándonos de este modo de las que creemos dos inconsistencias incrustadas en el pensamiento de Rancière en torno a la literatura y a la política, por lo menos cuando trata de contrastarlo con la posición de un filósofo contrario, en este caso, Aristóteles.

Finalmente, queremos expresar que nuestra impresión en torno a estas problemáticas y su tematización se debe a una renuencia que tiene el autor francés respecto de definiciones precisas pues, subrepticiamente, las considera como fatales para las dimensiones que evalúa. Solamente esto explica la necesidad imperiosa de mantener indefinible a la literatura y de que la política sea un espacio de litigio y no una búsqueda de consenso y planteamientos comunes de los asociados.

Aunque no creemos en las definiciones eternas, pues los fenómenos históricos, como son los que se disertan aquí, se modifican y hacen preciso pensar nuevas herramientas de acercamiento; pero si comenzamos con el presupuesto de esquivar encontrar herramientas que permitan estabilidad y de que su búsqueda es perniciosa, corremos el problema de llegar a, si no a un relativismo a ultranza, a un escepticismo cuyo principal fundamento, más que la duda razonada y razonable, sea la mera arbitrariedad de permanecer desconfiado ante los métodos que usamos para comprender nuestro mundo circundante.

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1Aunque los originales en francés se distancien en un marco de tres años, creemos que la argumentación ranceriana es comprendida de mejor manera en sentido inverso, pues su posición respecto de la política depende de una indefinibilidad litigiosa, indefinibilidad que, según el autor, está anteriormente registrada en la literatura por la aparición de una forma inclasificable: la novela (2009: 114, 1996: 79).

2Poco después de iniciar el texto, nos dice que, respecto de lo que quiera decir «literario»: “Vale la pena entonces preguntarse qué propiedades singulares caracterizan esta noción y hacen que la búsqueda de su esencia parezca algo ridículo o desesperado” (2009: 10). Después de repasar ciertas tesis que dan ciertos filósofos y literatos respecto de la función de la literatura, al finalizar la introducción nos plantea que: “Por perspicaces que puedan mostrarse, estos argumentos nos siguen poniendo, en definitiva, frente a la conclusión un poco estrecha de que los hombres se llenan la cabeza de ilusiones en virtud de la tendencia humana a la ilusión, y, en particular, de la afición de los poetas por las palabras sonoras y de los metafísicos por las ideas trascendentes”(2009: 19).

3Historia, término griego, proviene del sustantivo histor, que es el testigo ocular en los litigios judiciales convocados por las partes implicadas para esclarecer los hechos sucedidos. Sobre este uso, véase el artículo de Ignacio Sotelo “Porque la democracia sigue, pero también sus riesgos. La Europa moderna ante la democracia griega”. (2008: 101-148).

4La literatura, explica (Voltaire), corresponde entre los modernos a lo que los antiguos llamaban «gramática»: designa en toda Europa un conocimiento de las obras de gusto, ciertas nociones de historia, poesía, elocuencia, crítica” (Rancière, 2009: 14).

5Nos basaremos en la edición de García Yebra introduciendo ligeras modificaciones ahí donde creamos pertinente. En este caso, preferimos conservar el «bella» para traducir el kalós en vez de «bien».

6Tanto la sublimidad de la tragedia como la jocosidad de la comedia, no obstante, tienen su origen en el aedo de Quíos.

7Recordemos que en la época posterior a la Revolución francesa, y sobre todo durante el imperio napoleónico, la oficina del Ministerio de Policía era justamente la encargada de la gobernabilidad en sus ámbitos cotidianos, tanto en las cuestiones de seguridad civil como servicios de inteligencia, espionaje y control. Equivale a nuestros actuales ministerios del Interior. Resultan instructivas respecto de la idea de policía que posee Rancière las palabras del siniestro personaje que ocupó dicha oficina: en sus Memorias, Joseph Fouché, Duque de Otranto y Ministro de la Policía de Napoleón en varias ocasiones, afirmó que “todo gobierno necesita, para garantizar su seguridad, una policía vigilante, con jefes firmes y que estén bien informados. (…) Me pareció que me tocaba a mí solo ser juez del estado de la política interior, y que los observadores y agentes secretos sólo debía considerarlos como instrumentos, a menudo dudosos.” (2016: 55-56)

8Nos referimos a los Treinta tiranos, magistrados líderes del régimen oligárquico que, con ayuda de Esparta, sometió a Atenas por un breve pero turbulento periodo. El más destacado de ellos era Critias, tío de Platón y amigo de Sócrates.

Recibido: 17 de Marzo de 2017; Aprobado: 31 de Agosto de 2017

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