El hombre y su obra
En 1964, Alexandre Kojève participó en un homenaje en vida a quien casi treinta años atrás fuera su maestro en la École Practique des Hautes Études, el historiador y filósofo de la ciencia Alexandre Koyré. El tema de su brevísima conferencia era el origen y las condiciones históricas que dieron pie al desarrollo de la ciencia moderna; pero, a diferencia de su maestro, quien se destacó por sus contribuciones a la historia y a la historiografía de la ciencia, Kojève apenas si escribió de manera detallada sobre estos temas: en su producción sólo se hallan algunos artículos breves y conferencias, así como su trabajo doctoral de 1932 “La idea del determinismo en la física clásica y en la física moderna” (Kojève, 1990).
La vida de Kojève es multifacética y hasta cierto punto polémica. Sin ánimos de realizar aquí un recuento biográfico exhaustivo, en el terreno académico hay que destacar su aclamado trabajo hermenéutico sobre Hegel, autor al que se dedicó no sólo académicamente sino casi vitalmente; en su faceta como servidor público, quizá bajo el entendido de que sólo de esta manera podría tomar parte en el desenvolvimiento de la historia, destacan su trabajo en el Ministerio de Economía francés, desde el final de la guerra hasta su muerte, y su aún discutida y enigmática pertenencia al sistema de espionaje soviético en Francia. Como servidor público, Kojève jugó un papel importante en la creación de la Comunidad de Estados Europeos y asesoró de manera directa a distintos políticos en la consolidación de un bloque europeo.
A diferencia de su maestro, la obra de Kojève no osciló entre el pensamiento clásico alemán y la historia de la ciencia; después de su tesis doctoral, Kojève dedicó casi exclusivamente todos sus estudios al pensamiento hegeliano, marxista y heideggeriano. Después de haber tomado algunos cursos sobre Hegel bajo la tutela de Koyré en 1932, Kojève asumió la cátedra de éste en la École y dedicó sus lecciones a la exégesis de la Fenomenología del espíritu entre los años 1933 y 1939. A partir de ese momento, el intelectual ruso tuvo un importante influjo que se extendió hasta fenomenólogos y psicólogos como Sartre, Merleau-Ponty y Lacan, pasando por estructuralistas como Althusser, e incluso llegó a América, al hoy prácticamente olvidado Francis Fukuyama.
Su pequeña contribución, presentada en seguida, se enmarca en sus reflexiones sobre los orígenes históricos de la ciencia, donde Kojève busca responder por qué sólo en Occidente parece haberse desarrollado fructíferamente una ciencia físico-matemática, no puramente teórica como la griega o la árabe, sino que se valió de resultados obtenidos mediante pruebas de carácter experimental.
Los orígenes de la ciencia a la sombra del Espíritu absoluto
Es una verdad de cuño histórico que las ciencias modernas nacieron al interior de las universidades europeas fundadas a finales de la Edad Media, principalmente por las órdenes mendicantes. Considerando el aprecio y la admiración por la naturaleza y la creación, propios de la espiritualidad franciscana, no es de extrañar que a mediados del siglo XII el obispo de Lincoln, el franciscano Roberto Grosseteste, haya fundado la Escuela Franciscana de Oxford, antecedente directo de la actual Universidad de Oxford. En esta Escuela se dieron cita figuras como Roger Bacon, Peckman y Ockham; el primero de ellos, bien conocido por sus trabajos sobre alquimia —donde describe entre otras cosas los componentes de la pólvora— lo que le han traído el título de padre de la ciencia experimental. Por su parte, Grosseteste, mediante las traducciones desde el árabe de los Elementos y del De Speculis, llevadas a cabo por Adelardo de Bath (traductor e investigador experimental, hoy poco reconocido), pudo apropiarse de buena parte de los conocimientos científicos disponibles en la época, que sin embargo poco o nulo desarrollo experimental habían tenido. Ambos autores, con un marcado interés en la naturaleza de la luz y en las especulaciones místicas y teológicas a que ésta daba pie, emprendieron estudios importantes de lo que se podría llamar óptica geométrica; intentaron, además, describir conceptualmente los resultados experimentales que obtenían, a partir de los cuales realizaban hipótesis y predicciones, motivo por el que se les reconoce como pioneros en formular lo que hoy conocemos como método científico.
Dicho esto, hay que señalar que la estrategia de Kojève, desarrollada en escasas diez páginas, no consiste en realizar un recuento de relaciones casi anecdóticas entre ciencia y religión, sino que se mueve, quizá bruscamente, hacia una premisa más fuerte: es la encarnación la que justifica que el mundo material sea digno de estudio y que pueda ser representado mediante un formulismo matemático. Para justificar que la ciencia y la religión cristiana tuvieron históricamente una relación de origen, a Kojève no le basta, pues, con realizar un elenco detallado de personajes ligados al cristianismo y a la ciencia.
«El origen cristiano de la ciencia moderna» es un texto que ha conocido poco éxito entre los académicos dedicados a la historia de la ciencia, debido tal vez a la laxitud con que presenta su tesis central. El texto ha recibido fuertes críticas por su pretensión de reducir a una raíz única un asunto a todas luces multicausal como es el nacimiento de la ciencia moderna. No es este el lugar apropiado para desarrollar a fondo las debilidades del trabajo de Kojève, que saltan a la vista desde una primera lectura y que han sido bien tratadas por Wilson (1975) y Goldman (1984). Baste aquí con recuperar una de las varias críticas que realizó Goldman y que a nuestro parecer contiene dentro de sí, aunque quizá éste no lo haya visto, la clave de lectura del texto de Kojève:
Kojève consideró que esto [el nacimiento de la ciencia en el mundo cristiano] no sólo era una consecuencia plausible, o incluso, contingente, sino que era una consecuencia «lógica» que estaba bien sostenida por la historia (114).
Aunque no se pone sobre la mesa, nosotros podríamos apuntar a que tal uso de la palabra lógica puede achacarse a la filosofía de la historia de corte hegeliano que estudió Kojève, y que se refleja en su conocidísima tesis del «fin de la historia»; más aún, cabría entenderla en el marco de la tesis hegeliana, según la cual no sólo fue la religión, sino el cristianismo, el preámbulo de la ciencia moderna. Puesto que se trata de un hombre de gran cultura, bien versado en historia de la filosofía e historia en general, letras clásicas y modernas, así como al hecho de que siempre se movió con soltura en los ámbitos de la alta intelectualidad francesa, parece poco viable aducir su visión a un conocimiento limitado de la historia de la ciencia, por lo que más bien sería su afinidad intelectual con el hegelianismo la causa de su intento de salvar e intentar compaginar los datos y la información entreverada de que hace uso, lo que finalmente limitó su comprensión del proceso histórico que intentaba describir. A pesar de esto, para Goldman este trabajo resulta ser un aporte pionero a la sociología comparada de la ciencia, que puede servir de programa de investigación si se realiza desde una visión menos simplista y reduccionista de la actividad científica (123-124).
No obstante esto, no cabe pasar por alto que se trata de apenas una pequeña conferencia —por lo que varios de sus errores pueden excusarse atendiendo a su carácter expositivo— escrita al calor de los tiempos de la Guerra Fría (véanse sus idílicas declaraciones sobre el uso de la energía atómica o sus referencias, hoy políticamente incorrectas, a los sauvages), por lo que quizá convenga sostener la hipótesis de que para su lectura es preciso ubicarla a la luz del pensamiento hegeliano, que tanto influyó en nuestro autor, esto es, como el desenvolvimiento del espíritu absoluto en distintas figuras históricas. Así, se podría ver que la historiografía que aporta nuestro autor, no posee una intención meramente académica, sino que la rebasa y se trata más bien de una paradigmática lectura hegeliana de la historia presente.
Dicho esto, no queda más que presentar a continuación el trabajo del pensador francés, para que el lector saque sus conclusiones y lo que más le convenga de él. La arriesgada tesis de Kojève, aun con sus necesarios matices, sigue siendo provocativa por hacer descansar el nacimiento de la ciencia moderna sobre ese dogma particularísimo del cristianismo que es la encarnación, motivo por el que, según ella, la ciencia físico-matemática actual no podría haber surgido en otra civilización más que en la cristiana. Para Goldman, a pesar de las limitaciones del texto, no cabe demeritar la aportación de Kojève a la sociología de la ciencia, pues supo ver que muchas veces son los juicios de valor subjetivos los que sirven de base a conceptos objetivos (124). Así, este texto quizá podrá inspirar al historiador de la ciencia a desarrollar tal tesis más cuidadosamente y hasta sus últimas consecuencias, mientras que mostrará al conocedor del filósofo de Jena un vivo ejemplo de cómo éste habría podido leer un proceso histórico moderno tan complejo e imbricado como lo fue el nacimiento de la ciencia actual.
Sobre la traducción
La conferencia dictada apareció en las actas del homenaje a Alexandre Koyré, los Mélanges Alexandre Koyré (Kojève: 1964), publicados en dos tomos: L’Aventure de la science y L’Aventure de l’esprit. Con respecto de alguna versión en español, sólo tenemos noticia de la publicada en octubre de 2012 en el número 22/23 de la revista argentina Descartes, dedicada al psicoanálisis. Una de las justificaciones para ofrecer aquí la conferencia de Kojève traducida proviene de la dificultad que hay para acceder a la mencionada versión, pues aún no se encuentra digitalizada y es prácticamente imposible conseguirla físicamente fuera de Argentina.
Finalmente, antes de dar paso al texto, deseo expresar mi gratitud al doctor Juan Carlos Moreno Romo, académico e investigador de la Universidad Autónoma de Querétaro, por su revisión y sus precisos comentarios para mejorar esta traducción.