“Terra est stella nobilis”
Nicolás de Cusa
(De docta ignorantia, II, 17)
Pocos hechos históricos son tan difícilmente discutibles como el de la conexión de la ciencia y la tecnología modernas con la religión e, inclusive, con la teología cristiana.
Para convencerse de ello, basta con notar que el increíble desarrollo de la técnica contemporánea presupone obviamente una ciencia teórica con una vocación universal, que admite la posibilidad de presentar todos los fenómenos perceptibles —ya a simple vista, ya bajo una visión más detenida— como manifestaciones visibles de relaciones invisibles correspondientes de forma absolutamente rigurosa, no a un discurso cualquiera, sino a fórmulas o funciones matemáticas con las que se relacionan de manera precisa.
Podemos, si queremos, llamar a esta ciencia física matemática. Pero entonces es importante especificar que esta física no se limita a ninguna parte del universo ni a uno de sus aspectos particulares: se supone que ella puede y debe abarcar sin ninguna excepción todo lo que se puede observar (es decir, lo visto, al menos en el análisis final).
Ahora bien, nadie discute que la física matemática con vocación universal nació en el siglo XVI en Europa occidental y que no se encuentra ni antes ni en ningún otro lado. Sin duda la encontramos hoy en todo el mundo, pero el hecho es que sólo se encuentra allí en donde el cristianismo también se presenta como religión, o al menos en aquella civilización a la que no tenemos motivos para no llamar cristiana. Indudablemente no es sólo la ausencia del bautismo lo que impidió e impide aún que los salvajes de todo tipo se involucren en la física matemática. ¿Pero entonces qué impidió que los habilidosos chinos, que sin embargo impusieron a grandes masas una civilización altamente diferenciada y extremadamente refinada, lo hicieran? ¿Por qué los indios, que se beneficiaron de las artes y ciencias helénicas e hicieron que muchos otros pueblos se beneficiaran de ellas, nunca intentaron exceder en el campo científico y técnico los límites, estrechos por lo demás, que habían heredado? ¿Cómo sucedió que los pocos grandes pensadores hebreos que querían involucrar al judaísmo con ciertos esfuerzos intelectuales de paganos civilizados, nunca intentaron contribuir al desarrollo de ideas que pudieran convertirse en una ciencia real? Y los árabes, a quienes el islam no impidió contribuir activamente en el desarrollo y la propagación de la civilización helénica, —y quienes fueron de los primeros en revivirla—, ¿por qué no trataron de matematizar, por ejemplo, la química que descubrieron, en lugar de simplemente asimilar y perfeccionar únicamente las matemáticas, puras o celestes, de los antiguos? En resumen, ningún pueblo no cristiano ha podido o ha querido ir más allá de los límites de la ciencia helénica. Pues bien, el hecho es que los griegos que no quisieron o no pudieron superar los límites de su propia ciencia, eran todos paganos.
Dado que es difícil sostener que los griegos fueron paganos porque no hicieron física matemática, hay que suponer (a menos que pretendamos que la civilización es un caos de elementos dispares que no tienen relación entre sí) que no podían desarrollar tal física porque querían seguir siendo paganos (a menos que se admita, lo que tal vez sería inapropiado en el contexto de este volumen, que la ciencia helénica y la teología pagana son manifestaciones independientes, complementarias por lo demás, de un solo y mismo fenómeno, que tendría un carácter no discursivo porque pertenecería al dominio de la acción). Ahora bien, al menos en mi opinión, esta afirmación es mucho más seria de lo que parece ser a primera vista.
Sin duda, para tomar esta afirmación completamente en serio sería necesario llegar a un acuerdo de antemano sobre qué es exactamente el paganismo «clásico» o, más precisamente, la teología que sirvió de telón de fondo a la filosofía griega desde Parménides hasta Proclo y, por lo tanto, también, nos guste o no, al conjunto de la ciencia helénica. Pero dada la obvia imposibilidad de llegar a tal acuerdo, simplemente me contentaré con decir brevemente cuál debería ser este paganismo para que la afirmación en cuestión sea aceptable, si no es que aceptada. En oposición a la teología cristiana, la teología pagana «clásica» debería ser entendida como una teoría de la trascendencia, incluso de la doble trascendencia de la divinidad. En otras palabras, no fue suficiente para el pagano, como lo es para el cristiano, morir (bajo ciertas condiciones apropiadas) para encontrarse cara a cara con la divinidad. Incluso al deshacerse por completo de su cuerpo (lo que el cristiano, por cierto, no necesita), el pagano es detenido a mitad de su ascenso a dios por un velo, si no opaco, al menos intransitable, que es, si se quiere, «divino» en el sentido de lo transmundano o supraterrestre, pero en relación con el cual el propio dios es inmóvil y siempre trascendente. El Theosdel paganismo «clásico» no sólo está más allá del mundo en que vive el pagano; este Theos está incluso todavía irremediablemente más allá del más allá al que posiblemente pueda acceder el pagano después de su muerte. Al partir de la tierra, el pagano nunca se encuentra en el camino que podría llevarlo a su dios. No importa además que el velo que supuestamente separa al dios del mundo en que viven y mueren los paganos esté constituido, como para Platón, por un Cosmos u-tópico ideal o, como para Aristóteles, por el Cielo etéreo y sideral, sin posición precisa en el espacio vacío e infinito, pero espacial en último término. Lo que cuenta en ambos casos es la imposibilidad absoluta de cruzar esta barrera ideal o real, tanto para el pagano, como para su dios; ya que si la theoria (contemplación) del Cosmos Noétos platónico o de los Ouranos aristotélicos es una barrera que el hombre pagano no puede superar, ni durante su vida ni después de su muerte, estos mismos Ouranos y Cosmos son para él también el límite extremo de las posibles manifestaciones o encarnaciones de su dios. En el mundo del paganismo clásico, además de aquello que no está en ninguna parte, todo está por todas partes y es siempre profano, lo mismo que aquello que está debajo del cielo. Ahora, si el Theos de la teología pagana es el Nunc Stans de la Eternidad puntual o un único todo que no se contabiliza, el mundo trascendente donde este Theos se manifiesta o encarna no puede ser otra cosa que un conjunto bien ordenado de relaciones rigurosas, siempre fijadas entre números eternos y precisos (no importa si son números ordinales, que Platón parece asignar a cada una de las Ideas, o números cardinales, que miden los radios de las esferas celestes eudoxo-aristotélicas). Por el contrario, en relación con este mundo divino o no, el mundo profano en que vivimos (no importa si es todo el cosmos o sólo la porción sublunar de él) no podría poseer relaciones verdaderamente matemáticas o matematizables. Lejos de ser uno o de estar formado por unidades ordenables y contables, este mundo está formado por elementos fluctuantes que se dividen indefinidamente de manera indefinida o se transforman imperceptiblemente en todas partes y siempre en sus «opuestos», de acuerdo a definiciones puramente cualitativas. Por lo tanto, desde el punto de vista de la teología pagana clásica, uno no puede encontrar «leyes matemáticas», es decir, relaciones eternas y precisas, sino ahí donde no hay nada en absoluto, o al menos donde sólo hay un éter puro e inaccesible para los sentidos. Desde el punto de vista de esta teología, sería impío buscar tales leyes en la materia vulgar y grosera del tipo que constituye los cuerpos vivos que nos sirven temporalmente como prisión.Y es por eso que, para paganos convencidos como Platón y Aristóteles, la búsqueda de una ciencia como la física matemática moderna no sólo sería una locura total — como para todos los griegos civilizados y, por lo tanto, capaces de ocuparse de la ciencia—, sino también un gran escándalo, lo mismo que para los hebreos.1
Admitamos que un pagano creyente o convencido no puede hacer física matemática. Admitamos también que no es suficiente, para hacerlo, no ser pagano o dejar de serlo, ya que las conversiones de los paganos al budismo, el judaísmo o el islam no fueron muy fructíferas desde un punto de vista científico.
¿Pero uno realmente tiene que ser o hacerse cristiano para poder dedicarse a la física matemática? A primera vista, uno estaría tentado a responder negativamente. Por un lado, porque durante casi quince siglos la civilización cristiana se las arregló muy bien sin física matemática. Por otro lado, porque los promotores de la ciencia moderna, por regla general, no han sido particularmente bien vistos por la Iglesia. Sin embargo, estos dos argumentos no resisten a un examen mínimamente atento.
En primer lugar, incluso si los quince siglos en cuestión fueron indiscutiblemente cristianos, el cristianismo estaba aún lejos de haber penetrado en ese momento en todos los campos de la cultura. Sin lugar a dudas, la teología y, en cierta medida, la moralidad (si no el derecho) se cristianizaron con bastante rapidez (al mismo tiempo que, por lo demás, la propia cristianización de la teología no se completó de ninguna manera). Pero no hay que olvidar, por ejemplo, que en lo que respecta al estilo gótico, el primer arte específicamente cristiano (porque es voluntariamente contrario a la «naturaleza» de la madera y la piedra), hubo que esperar más de diez siglos para verlo. En cuanto a la filosofía, el enorme esfuerzo de toda la Edad Media tuvo, si no como propósito, al menos como único resultado, redescubrir en primer lugar el platonismo y luego el aristotelismo más o menos auténticos (y, por lo tanto, paganos), que los Padres de la Iglesia habían estado demasiado inclinados a descuidar en favor de su nueva teología, por lo demás auténticamente cristiana en general (al menos si ignoramos los errores neoplatónicos claros, pero bien intencionados de un Orígenes o un Mario Victorino, e incluso los bulos que Damascio publicó bajo el nombre de Dionisio Areopagita o los escritos irónicos del filósofo pagano clásico Clemente de Alejandría); y la situación era casi incluso peor con respecto de la ciencia propiamente dicha.
Preocupada sobre todo y ante todo, legítima y efectivamente, por preservar la pureza de la fe, es decir, la autenticidad de los dogmas teológicos cristianos, la Iglesia vigiló a menudo no muy competentemente y con un ojo bastante descuidado las ciencias y la filosofía, en las que el paganismo buscó rápidamente retomar fuerza. Esta distracción de los servicios eclesiásticos responsables a veces los llevó a defender ciertas teorías filosóficas y científicas incontestablemente paganas, de cristianos aparentemente buenos que querían cristianizarlas; porque, nos guste o no, los promotores de la ciencia moderna no fueron paganos, ateos ni anticatólicos en general (no lo fueron, por lo demás, más que en la medida en que la Iglesia Católica todavía les parecía contaminada por el paganismo).
Contra lo que luchaban estos hombres de ciencia era la escolástica en su forma más avanzada, es decir, el aristotelismo restaurado en toda su autenticidad pagana, cuya incompatibilidad con la teología cristiana había sido claramente vista y demostrada por los primeros precursores de la filosofía de los nuevos tiempos (la que, con Descartes, intentó por primera vez convertirse ella misma y que de hecho lo hizo efectivamente según Kant). En resumen, y al menos de hecho y para nosotros, si no es que para ellos mismos, fue porque en su calidad de cristianos combatieron la ciencia antigua en tanto que pagana, que los diversos pequeños, medianos y grandes Galileos pudieron desarrollar su nueva ciencia, que sigue siendo «moderna» porque es la nuestra.
Al admitir que la ciencia moderna nació de una oposición consciente y voluntaria a la ciencia pagana y al señalar que tal oposición sólo apareció en el mundo cristiano (además, bastante tarde y sólo en ciertos círculos sociales), uno puede preguntarse qué dogma particular de la teología cristiana es en última instancia responsable del dominio (relativo) que los pueblos cristianos (y sólo ellos) ejercen hoy sobre la energía atómica (tal dominio, que aparece en un período del fin de la historia, sólo puede contribuir a la pronta recuperación del paraíso en la tierra, sin hacer daño, al menos físicamente, a nadie). Para responder esta pregunta, parece suficiente revisar rápidamente los grandes dogmas cristianos de la unidad de Dios, de la creación ex nihilo, de la Trinidad y de la Encarnación, dejando de lado todos los demás (derivados o secundarios, reflejos incluso, en algunos casos, de las secuelas del paganismo).
En lo que respecta al monoteísmo, su no responsabilidad está claramente fuera de discusión, dado que se encuentra en un estado puro tanto entre paganos avanzados como entre judíos y musulmanes, quienes están irremediablemente atrasados desde el punto de vista científico. En cuanto al creacionismo, dado que también se encuentra en el judaísmo y en el islam de una forma auténtica, ciertamente tampoco puede ser el responsable de la ciencia moderna. Tampoco así el dogma de la Trinidad que el (neo) platonismo pagano estuvo lejos de ignorar por completo y que, incluso entre los cristianos, incita mucho más a la introspección «mística» o a las especulaciones «metafísicas», que a la observación cuidadosa o a la experimentación con fenómenos corporales sensibles.2 Por lo tanto, solamente queda el dogma de la Encarnación, que es, además, el único de los grandes dogmas de la teología cristiana que, desde el punto de vista de la realidad histórica, es tanto auténtica como específicamente cristiano, es decir, propio de todo pensamiento cristiano y sólo de él.3 Por lo tanto, si el cristianismo es responsable de la ciencia moderna, es el dogma cristiano de la Encarnación el que tiene la responsabilidad exclusiva de ello. Si este es realmente el caso, la historia o la cronología están perfectamente en sintonía con la «lógica». En efecto, ¿qué es la Encarnación, si no la posibilidad de que el Dios eterno esté realmente presente en el mundo temporal en el que vivimos, sin perder, sin embargo, su perfección absoluta? Y si la presencia en el mundo sensible no deteriora esta perfección, es porque ese mundo es (o ha sido o será) en sí mismo perfecto, al menos en cierta medida (que nada impide que sea establecida con precisión). Si, como afirman los cristianos creyentes, un cuerpo terrenal (humano) puede ser «al mismo tiempo» el cuerpo de Dios y, por lo tanto, un cuerpo divino y, si como pensaban los hombres de ciencia griegos, los cuerpos divinos (celestiales) reflejan correctamente las relaciones eternas entre entidades matemáticas, nada impide buscar estas relaciones tanto en la tierra como en el cielo.
Es precisamente a esta investigación a la que cada vez más cristianos se han dedicado con pasión desde el siglo XVI, seguidos en los últimos tiempos por algunos judíos, musulmanes y paganos,4 ¿pero qué ocurrió en el siglo XVI en el campo científico? Kant fue probablemente el primero en reconocer el papel decisivo que desempeñó la «Revolución Copernicana» en la génesis de la ciencia moderna. Ahora, ¿qué hizo Copérnico, si no proyectar la tierra donde vivimos, con todo lo que hay allí, en el cielo aristotélico? Con demasiada frecuencia se ha repetido que este canónigo polaco desalojó a la tierra del lugar privilegiado que la cosmología pagana le asignó, pero siempre se ha olvidado especificar que este lugar era «privilegiado» sólo en la medida en que se suponía que era lo más bajo del mundo (tanto literal como figurativamente). Para todos los paganos, así como para los estudiosos supuestamente cristianos antes de Copérnico, la tierra con lo que había en ella era verdaderamente un mundo debajo, en relación con el cual incluso la luna hacía de un trascendente irremediablemente inaccesible debido tanto a la supuesta perfección «etérea» de todo lo que es celeste, como a la obvia «pesadez» de lo terrestre. Pues bien, esta forma pagana de ver las cosas no podía satisfacer a un hombre que quería hacer ciencia correctamente, pero bajo la condición de seguir siendo un canónigo y, en consecuencia, un cristiano. Solamente que no es suficiente estar insatisfecho con todas las viejas formas, para encontrar una forma verdaderamente nueva; y es que si Copérnico tuvo éxito donde tantos otros buenos cristianos fallaron (sin haber hecho mucho esfuerzo para tener éxito), es porque hizo muestra, no ciertamente de imaginación, sino del enorme coraje intelectual que es exclusivo de los genios. Sea como fuere, Copérnico fue quien eliminó de la ciencia todos los rastros del paganismo «docetista», al hacer que el conjunto del mundo sensible, donde nació y murió Jesús, acompañara hasta cielo al cuerpo de Cristo resucitado. Ahora bien, cualquiera que fuese este cielo para los cristianos creyentes, para todos los hombres de ciencia de la época fue un cielo «matemático» o matematizable. Proyectar la tierra en un cielo así, equivalía a invitar a estos científicos a emprender sin demora la inmensa (pero de ninguna manera infinita) tarea de desarrollar la física matemática. Es eso lo que realmente hicieron los hombres de ciencia cristianos. Y puesto que lo hicieron en un mundo mayormente ya cristianizado, pudieron hacerlo sin que nadie lo considerara una locura o se escandalizara demasiado o excesivamente.
Indudablemente, la loca proyección copernicana de nuestra tierra en los cielos aristotélicos, generó en estos últimos un cierto caos que habría escandalizado a un pagano clásico; pero los verdaderos sabios cristianos no podían ofenderse, y no lo hicieron, por otra parte. Lo que era importante para ellos estaba, de hecho, totalmente a salvo, a saber, la identidad científica original de la tierra y el cielo.
Sin embargo, desde hace algún tiempo, más precisamente desde el momento en que se ha manifestado una cierta tendencia en el mundo (científico y de otro tipo) hacia el ateísmo en lugar de permanecer cristiano, comienzan a aparecer fenómenos perturbadores en el universo terreno-celestial unificado (en buen o mal camino, por otra parte, de volverse paradisíaco, sin esperar una reconfirmación de su carácter divino). Esto se debe a que el espacio de fases de múltiples dimensiones, donde las leyes matemáticas de la física moderna (ya no sólo cuantitativas, sino también cuánticas) se aplican necesariamente incluso a los detalles más pequeños, se asemeja cada vez más a los famosos Cosmos noétos, que algunos paganos calificaron como trascendentes y llamaron utópicos, porque se trataba de lugares que no podían ubicarse, en relación con nosotros, en ningún lugar. Así, mientras que a menudo los nacimientos, las vidas y las muertes de los hombres se encuentran en lugares accesibles y precisos del mundo, éste parece nuevamente estar condenado al desorden más completo, gobernado por un puro azar. Con ello, los hombres de ciencia ateos de nuestro tiempo serían testigos de una especie de revancha del antiguo y pagano Platón… No obstante, si esto fuese así, sería una historia completamente diferente e inclusive muy distinta, ya que el azar moderno parece, contrariamente al azar antiguo, capaz de ser matematizado e incluso divinizado —en el sentido pagano de este término— visto que se supone que es perfectamente medible e incluso, grosso modo, preciso, siendo por ello eterno de cualquier manera.