Una filosofía que nos ayude a comprender la historia
Son tiempos de crisis. Caen las certezas y las nuevas propuestas muy pronto pasan a formar parte de lo ido, sin si quiera haberse ensayado. La existencia humana, tanto en su ser como en su quehacer, se ha vuelto el principal enigma. El horizonte histórico ha dejado de mostrar metas y los mismos caminos se han vuelto laberintos antropológicos, culturales, políticos, sociales, económicos y pedagógicos. Las mismas generaciones que vitalizan la dinámica social y su estructura parecen estar dislocadas y hacen de la vida social un entramado inmaduro o enfermo donde lo humano permanentemente se aleja de lo histórico, esa realidad que lo expresa con mayor consistencia y precisión.
No en vano los primeros exploradores del indagar histórico, allá en la lejana Grecia, se propusieron verificar todo aquello que se decía o se juzgaba. Ese esfuerzo de verificación conllevaba una convicción racional de que era posible rastrear los signos para llegar a la verdad de los hechos. Las leyendas y los mitos dieron paso a las hazañas no de los dioses, o de los elementos del cosmos, sino precisamente de los seres humanos en el tiempo. Nació así la conciencia histórica, o cierta conciencia del tiempo, que permitía ubicar a los seres humanos en el horizonte temporal como algo con densidad propia. Ciertamente, la idea de los ciclos cósmicos condicionó ese descubrimiento, y aunque lo propio de los seres humanos era el tiempo —así fue descubierto y desde entonces visto—, no hubo un avance en la conciencia y los alcances de la libertad como expresión propia de esa condición humana sometida al tiempo.
La historia de la humanidad, de la antigüedad clásica hasta nuestros días, ha formulado una constante pregunta que sigue instigando a la conciencia y sensibilidad de los seres humanos. ¿Qué sentido tiene la historia? ¿Cómo lo descubrimos? ¿Cómo lo realizamos? En la edad moderna la fascinación por el futuro llegó a su culmen. La idea de progreso prácticamente abarcó todas las ramas del saber y del hacer. Esa idea trajo otra más convincente: la perfección humana es posible y, sobre todo, tenemos los elementos e instrumentos para lograrla. La ciencia, la economía y la democracia fueron muestra de una convicción más honda: Las leyes de la historia tienen un contenido racional, un sentido dirigido o descubierto por la razón.
No podemos olvidar la aportación de la tradición judeo-cristiana. Si el tiempo de la divinidad se llama eternidad, el tiempo de los seres humanos se llama historia. Los seres humanos pueden realizarla comprometiendo su libertad. La historia es producto de la libertad. No sólo es una conciencia que mira y percibe cómo pasa el tiempo, sino que implica la actuación humana con entera libertad. Bajo la óptica del cristianismo, lo eterno y lo histórico, Dios y el hombre, ambos de forma libre, intervienen y se vinculan en el tiempo, en la historia. Si bien es cierto, el último destino humano es la eternidad.
A partir de esta tradición bíblica el actuar humano en el tiempo se volvió relevante. Por un lado, porque a partir de ese actuar, sobre todo a partir de una libertad en el sentido más espiritual posible, la libertad nacida del corazón, realiza la historia y le descubre su significado. Por otro lado, tal historia es relevante porque a partir de ese actuar, las personas humanas podrían aspirar a la trascendencia, a la vida inmortal, al cielo (para ocupar el término a partir de su sentido filosófico, antropológico y religioso).
Después de la caída del Muro de Berlín —del fracaso del socialismo real— la historia nuevamente fue hecha a un lado. El mercado y el mundo de la tecnología inauguraron una nueva visión de la vida humana en el tiempo. Pero, más que una consideración sobre la condición humana en el tiempo —su significado— fue un olvido. La vida humana fue más bien seducida por la imagen atemporal de una existencia humana de fantasía. Y mientas el Occidente pensaba así, la pobreza, la inhumanidad, la división entre los seres humanos y el deterioro del planeta acentuaron más las convicciones de que no es posible la verdad, o de que no hay verdad. Y la existencia humana en el fondo no tiene más sentido y significado que el que cada individuo pueda darle con su sola libertad.
La pandemia nos ha vuelto de nueva cuenta a ser conscientes de nuestra condición temporal. Al mostrarnos nuestra fragilidad y vulnerabilidad, al mismo tiempo nos ha impelido a redescubrir las responsabilidades de nuestra libertad en la construcción de un mundo donde la desgracia nos ayude a descubrir un sentido social y personal de esas condiciones y circunstancias. Hemos vuelto a la historia, a la experiencia de nuestra libertad y a la conciencia de que con ella podemos rescatar lo humano.
Las preguntas sobre lo humano una y otra vez vuelven a resurgir. ¿Tiene un sentido la historia, nuestra historia? ¿Tiene sentido el sufrimiento y el drama de lo humano? ¿Cómo nos ayuda el pensamiento filosófico para reconocer esa condición histórica, situarnos en ella y descubrir el horizonte de su significado? ¿Cómo podemos hacernos cargo de la historia? También, en todo ese contexto de interrogantes, reaparece otra vez la inquietud, la extraña convicción de que hay una voluntad, un espíritu, que junto a la libertad humana realiza la historia y, en el fondo, la conduce. ¿Cómo puede esto volver a pensarse?
Es verdad que hemos dejado la convicción en el progreso indefinido y hemos entrado en la zona de incertidumbre. Sin embargo, en el fondo de esta conciencia sobre nuestra condición histórica, subyace una esperanza de que, en medio de todo el oscurecimiento de lo humano, permanece un deseo fundamental de plenitud y de sentido. Y si existe la pregunta, de una u otra forma existe la respuesta. Esa es nuestra convicción para levantarnos en medio de la pandemia y redescubrir que podemos seguir siendo humanos y dar entrada a la esperanza de que es posible construir, en el tiempo, un espacio para la realización de lo humano. Esta será nuestra mejor conciencia histórica que nos permita responsabilizarnos de lo que podemos hacer en favor de los demás y de nosotros mismos.
Este número de Open Insight se abre en la sección Coloquio con una entrevista al filósofo catalán Francesc Torralba Roselló, de la Universidad Ramón Llull. Profesor de Ética y Bioética de muchos años atrás, es conocido en círculos más amplios por sus numerosos libros sobre antropología y educación. En esta entrevista, realizada por los profesores Chávez Arreola y Díaz Olguín, de la sección Persona y Educación de la División de Filosofía del CISAV, se reflexiona brevemente, pero no sin sustancia, sobre la naturaleza de la educación y la importancia de la enseñanza de la filosofía, no sin antes reparar con algún detenimiento en las vigorosas raíces donde afondan ambas preocupaciones: la antropología de la vulnerabilidad y la ética del cuidado.
Por su parte, la sección Estudios propone seis trabajos de gran calado de pensadores latinoamericanos, provenientes de Chile, Argentina y México.
En un mundo no sólo dividido, sino cada vez más polarizado a causa de agudos conflictos sociales, marcados sobre todo por la desigualdad y la pobreza, solapadas además por la injusticia, no faltan de tanto en tanto voces proféticas que se levantan con energía para indicar caminos de salida por encima de los tradicionalmente ensayados, que no han hecho sino continuar de otra forma los mismos conflictos. Una de esas voces proféticas es la de Simone Weil, cuya filosofía se presenta no sólo como un pertinente análisis de la situación actual, sino también como un convencido testimonio de vida. Una de sus aportaciones en el campo social fue la propuesta de una «lógica sacramental», basada en el encuentro y la donatividad entre los hombres, no exenta de un amoroso sacrificio como sugieren las máximas evangélicas, en contraposición a la «lógica transaccional» que domina cada vez más en las relaciones humanas, sustentada en los cálculos económicos y científicos. El estudio de Novoa Echeverría es una detenida exposición de esta «lógica sacramental» propuesta por Simone Weil, conduciéndonos hasta sus fuentes prístinas: el amor de un Dios que se ha despojado de su condición divina para salir al encuentro de los hombres («kénosis»).
Uno de los conceptos filosóficos más relevantes en el campo de los estudios sociales y humanísticos es el de «mundo-de-la-vida» (Lebenswelt), especialmente a partir de las aportaciones husserlianas realizadas en la obra capital La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, si bien su empleo filosófico se remonta años más atrás al filósofo moravo. Uno de los objetivos del estudio de Argüelles Fernández es mostrar la paulatina aplicación de este concepto al campo de los estudios literarios —sobre todo de corte hermenéutico— delineando la semejanza entre el mundo fenomenológico de la conciencia significante trascendental con el mundo vital esférico que se despliega en todo texto literario a través de una específica actividad autoral que se vale para ello de múltiples artificios significativos. Este mundo vital esférico es denominado por el autor como «espacio literario».
Entre las diversas teorías sobre el castigo —como la retribucionista, que enfatiza la pena que debe sufrir el agresor en virtud de su falta para con los demás, y la restitucionista, que busca más bien la compensación del agraviado por parte del agresor o por lo menos hacerle pagar por su falta con alguna medida— la de John Locke puede inscribirse en buena medida entre las llamadas «consecuencialistas», en opinión de García Castillejos, porque mira ante todo a sancionar a un agresor individual para disuadir a posteriori a la comunidad de realizar la misma falta. Para mostrar que el filósofo inglés se centra principalmente en el bien de una comunidad humana, la autora expone, por un lado, su teoría del derecho y la ley natural y, por el otro, su concepción del castigo, con miras a identificar sus principales características. Un problema particular consiste en elucidar quiénes son los agentes cualificados para implementar el castigo dentro de una comunidad humana.
Es un hecho que en los últimos cincuenta años el índice de natalidad ha decrecido sobre todo en los países que conforman el mundo occidental. Sobre este fenómeno se han ofrecido las más diversas explicaciones: económicas, sociológicas, políticas, migratorias; a últimas fechas han cobrado relieve las razones ecológicas entre las generaciones más jóvenes. El estudio de Echeverría Bambach ensaya una respuesta en un orden distinto a las anteriores: muestra que en las relaciones paterno-filiales, que se desarrollan naturalmente en la dimensión de la gratuidad —esto es, del don no elegido pero sí recibido— se han introducido categorías propias más bien de las relaciones contractuales de las esferas económicas y tecnológicas, modificando profundamente de esta manera los comportamientos y las actitudes de los involucrados.
Haciendo punto y aparte de las lecturas de Heidegger y Derrida que ven cierto antagonismo entre sus concepciones filosóficas —producto más bien de análisis esquemáticos y elaboraciones simplificadoras— Butierrez intenta mostrar en su estudio cierta confluencia entre ambos autores a través de su comprensión de la tradición filosófica y la herencia metafísica, no obstante las diferencias de categorías, conceptos, perspectivas y elaboraciones discursivas de cada pensador. Quizá una de las aportaciones más significativa del estudio es mostrar que las aproximaciones derrideanas a los textos heideggerianos pueden verse como una «herencia» del pensador francés al filósofo alemán.
Finalmente, Battán Horenstein ofrece un interesante estudio sobre el «danzar», fenómeno poco atendido por la filosofía más reciente de cualquier cuño. Moviéndose hábilmente en el campo de conceptos elaborado por Merleau-Ponty en su célebre obra Fenomenología de la percepción —especialmente el de «proyecto motor» (Bewegungsentwurf)— la autora presenta el danzar como una estructura de sentido que se despliega en una dimensión expresiva y con la cual se inaugura una forma de saber corporal. Para ello, realiza una aguda crítica del danzar como adquisición de una destreza corporal, de índole más bien instrumentalista, que en el pensamiento del filósofo francés se designa como «hábito motor».
Un detalle curioso de este número de Open Insight es que en él la presencia femenina hace sentir su voz con claridad y decisión: desde la entrevista inicial hasta la poesía final. Esto no fue pretendido, sino algo que ocurrió en los hechos de manera imprevista. Por supuesto, nos entusiasma la idea que el mundo femenino haga acto de presencia en nuestra revista y esperamos que su constante sea uno de sus rasgos más notorios de aquí en adelante.